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ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL METODO SUBJETIVO William James (1878) Traducción castellana de Oihana Robador (2004) INTRODUCCIÓN William James publicó este ensayo en 1878 bajo el título original en francés "Quelques considérations sur la méthode subjective" en la revista Critique Philosophique (6 nº 2, pp. 407-413). Este es el mismo año en el que apareció también su primera obra filosófica importante titulada "Remarks on Spencer’s Definition of Mind as Correspondence" (Journal of Speculative Philosophy, 12, pp. 1-18), en el que arremete contra Spencer y la definición de la actividad de la mente como un mero ajuste con los hechos del mundo. Las tesis fundamentales de la filosofía y la psicología jamesianas comienzan a vislumbrarse en estos dos artículos. De hecho, el ensayo "Algunas consideraciones sobre el método subjetivo" es un claro esbozo de lo que más tarde será su controvertida doctrina de "La voluntad de creer" ("The Will to Believe") que puede sintetizarse con las siguientes palabras: "La ciencia es un juego con la naturaleza, y la vida, en conjunto, un juego en el que arriesgamos nuestra propia persona. Así que tenemos derecho a arriesgarnos en lo que respecta a las creencias que puedan favorecer nuestros propósitos" (R. del Castillo, "Prólogo" en W. James, Pragmatismo , Madrid, Alianza, 2000, p. 22). En este artículo James reconoce la importancia del método científico pero también niega que cualquier acción pueda ser una regla invariable del método. El problema surge con la clase de "hechos" que no están probados antes de una acción. James pone como ejemplo el tener que saltar un abismo en una ascensión alpina. Como mi capacidad para

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ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL METODO SUBJETIVO

William James (1878)

Traducción castellana de Oihana Robador (2004)

INTRODUCCIÓN

William James publicó este ensayo en 1878 bajo el título original en francés "Quelques considérations sur la méthode subjective" en la revista Critique Philosophique (6 nº 2, pp. 407-413). Este es el mismo año en el que apareció también su primera obra filosófica importante titulada "Remarks on Spencer’s Definition of Mind as Correspondence" (Journal of Speculative Philosophy, 12, pp. 1-18), en el que arremete contra Spencer y la definición de la actividad de la mente como un mero ajuste con los hechos del mundo. Las tesis fundamentales de la filosofía y la psicología jamesianas comienzan a vislumbrarse en estos dos artículos. De hecho, el ensayo "Algunas consideraciones sobre el método subjetivo" es un claro esbozo de lo que más tarde será su controvertida doctrina de "La voluntad de creer" ("The Will to Believe") que puede sintetizarse con las siguientes palabras: "La ciencia es un juego con la naturaleza, y la vida, en conjunto, un juego en el que arriesgamos nuestra propia persona. Así que tenemos derecho a arriesgarnos en lo que respecta a las creencias que puedan favorecer nuestros propósitos" (R. del Castillo, "Prólogo" en W. James, Pragmatismo , Madrid, Alianza, 2000, p. 22).

En este artículo James reconoce la importancia del método científico pero también niega que cualquier acción pueda ser una regla invariable del método. El problema surge con la clase de "hechos" que no están probados antes de una acción. James pone como ejemplo el tener que saltar un abismo en una ascensión alpina. Como mi capacidad para hacerlo es un hecho que no está probado científicamente debería confiar en mi capacidad y mi fortaleza para lograrlo, y esta confianza puede hacer posible lo que de otro modo no hubiera sido capaz de hacer. Por otro lado, la duda sobre mi capacidad para llevar a cabo este salto con éxito bien puede ser un elemento decisivo que me haga fracasar. La creencia o la no creencia -y esto es lo esencial del caso- en la capacidad constituye, para William James, una condición previa de la propia acción.

Pero William James no era un fideísta. La fe no es la creencia en algo de lo que tenemos certeza. Sino que la creencia, según James, es una energía, una exploración, una salida hacia delante con un reconocido riesgo. Y así se expresa epistemológicamente en este artículo respecto al método subjetivo: "Fe e hipótesis provisional (Working hypothesis) son aquí la misma cosa". En resumen, puede decirse que para James la dirección de la propia vida humana es profundamente hipotética, y está inevitablemente sujeta a la novedad y al cambio (Cf. J. J. McDermott, "Introducción" en Burkhardt, Bowers y Skrupkelis (eds.), WWJ, Cambridge, MA, Harvard U.P., 1978, V, pp. xv-xvi)

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Este artículo está recogido en sus obras completas: William James. "Quelques considérations sur la méthode subjective" (1878) en Burkhardt F., Bowers F. y Skrupskelis I. (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1978, V, pp. 23-31.

Izaskun Martínez

A los redactores de Crítica filosófica

Señores:

Hace ya algún tiempo que cuando ideas oscuras, pesimismo, fatalismo, etc., me vienen a obsesionar, tengo por costumbre deshacerme de ellas mediante un razonamiento muy simple y de tal forma acorde con los principios de la filosofía a la que su revista está consagrada, que casi me extraña no haberlo encontrado totidem verbis en alguno de sus cuadernos hebdomadarios. Me atrevo a remitírsela.

Se trata de saber si tenemos derecho en rechazar una teoría confirmada en apariencia por un número considerable de hechos objetivos, únicamente porque no responda a nuestras preferencias interiores.

No tenemos ese derecho, nos dicen los hombres que cultivan hoy las ciencias, o al menos casi todos, y todos los positivistas. Rechazar una conclusión por el único motivo de que ésta sea contraria a nuestros sentimientos íntimos y a nuestros deseos, es hacer uso del método subjetivo; y el método subjetivo, si les creemos, es el pecado original de la ciencia, la raíz de todos los errores científicos. Si se les sigue [a los hombres de ciencia], lejos de ir a donde le llevan sus inclinaciones, el hombre que busca la verdad debe reducirse a la simple condición de instrumento registrador, hacer de su conciencia de sabio una especie de hoja en blanco y de superficie muerta, sobre la que la realidad exterior vendría a grabarse sin alteración ni curvatura.

Niego absolutamente la legitimidad de tal postura por parte de aquellos que pretenden erigirla como regla universal del método. Esta regla es buena para aplicarla a un orden de búsquedas, pero carece de valor, es absurda, en otro orden de verdades a encontrar. Nada hay más sensato que rechazar rigurosamente el método subjetivo en todas partes donde la verdad exista al margen de mi acción y se determine con certeza independientemente de todo lo que pueda desear o temer. Así, los hechos acaecidos de la historia, los movimientos futuros de los astros están desde ahora determinados, tanto si me gusta o no como son o serán. Mis preferencias aquí son impotentes para producir o modificar las cosas y no podrían mas que oscurecer mi juicio. Debo resueltamente imponerles silencio.

Pero hay una clase de hechos en los que la materia no está así constituida o fijada con anterioridad, -hechos que no son dados-. Realizo una ascensión alpina. Me encuentro en un mal paso del que no puedo salir mas que mediante un salto osado y peligroso, y ese salto, me gustaría hacerlo, pero ignoro, por falta de experiencia, si

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tendré la fuerza. Supongamos que empleo el método subjetivo: creo lo que deseo; mi confianza me da las fuerzas y hace posible lo que, sin ella, quizá no lo hubiera sido. Franqueo por tanto el espacio y heme entonces fuera de peligro. Pero supongamos que esté dispuesto a negar mi capacidad, por el motivo de que ésta no me ha sido demostrada todavía por este género de hazañas: entonces examino, dudo tanto y tanto que al final, debilitado y temblando, reducido a tomar un impulso de plena desesperación, fallo el golpe y caigo en el abismo. En semejante caso, fuera lo que fuese lo que pudiera suceder no sería mas que un necio si no creo en lo que deseo ya que mi creencia viene a ser una condición preliminar indispensable para el cumplimiento del objeto que ella afirma. Creyendo en mis fuerzas me lanzo; el resultado da la razón a mi creencia, la verifica; es entonces solamente cuando se convierte en verdadera, entonces podemos decir también que era verdadera. Existen por tanto casos en los que una creencia crea su propia verificación. No crean, y tendrán razón; y en efecto, caerán en el abismo. Crean, y seguirán teniendo razón, ya que se salvarán. Toda la diferencia entre los dos casos, es que el segundo les es mucho más ventajoso.

Dado que admito que existe cierta alternativa, y que para mí la opción no es posible más que a condición de que yo quiera realizar una contribución personal; dado que reconozco que esta contribución personal depende de un cierto grado de energía subjetiva que en sí misma necesita para realizarse de un cierto grado de fe en el resultado y que de esta forma el futuro posible reposa sobre la creencia actual, debo ver en qué profundo absurdo caería queriendo desterrar el método subjetivo, es decir, la fe del espíritu. La posibilidad de futuro se funda sobre la existencia actual de esta fe. Esta fe puede confundir, es verdad. Los esfuerzos de los que me hace capaz puede que no lleguen a crear el orden de cosas que ella vislumbra y querría determinar: ya está dicho. ¡Y bien! Mi vida ha fracasado, es indudable; pero la vida del Sr. Huxley por ejemplo, -del Sr. Huxley que últimamente escribía: “Creer porque se querría creer sería dar muestra de la última inmoralidad”-, esta vida no sería tal fracaso, si se descubriese por casualidad, que la creencia que querría desterrar como desprovista de garantía objetiva ¡fuera en definitiva la verdad!

El caso es siempre posible. Hagamos lo que hagamos en este juego que llamamos la vida, que creamos, que dudemos, o que neguemos, estamos igualmente expuestos a perder. ¿Es esta razón para no jugar? No, evidentemente; pero ya que lo que perdemos es una cantidad fija (después de todo no hacemos sino pagar con nuestra persona), es una razón para asegurarse, por todos los medios legítimos de que disponemos, que en el caso de que se gane, la ganancia sea máxima. Si por ejemplo, creyendo, podemos aumentar el gran bien que perseguimos a toda costa; he aquí una razón para creer.

Sucede así precisamente en lo concerniente a muchas de las cuestiones universales, como son los problemas de la filosofía. Tomemos la cuestión del pesimismo. Sin haber llegado en todo caso al estado de dogma filosófico, como vemos en Alemania, el pesimismo plantea a todo pensador un serio problema: ¿Qué tiene de bueno la vida? Si tomamos partido por la respuesta pesimista, como decimos vulgarmente, ¿vale la pena el juego? Si tomamos partido por la respuesta pesimista ¿qué ganamos teniendo razón? No gran cosa, seguramente. Al contrario, ganamos el máximo en el caso de que tengamos razón decidiendo a favor de la opinión que sostiene que el mundo es bueno ¿Qué podemos hacer para que ese mundo sea bueno?, contribuir con nuestra parte; ¿y cómo una contribución mínima puede cambiar el valor de un total tan grande? En lo que

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en ella hay de una cualidad incomparablemente superior: tal es la cualidad de los hechos de la vida moral.

Sea M la masa de los hechos independientes de mí, y sea r mi propia reacción, el contingente de los hechos que derivan de mi actividad personal. M contiene, lo sabemos, una suma inmensa de fenómenos de pobreza, miseria, vileza, dolor y de cosas hechas para inspirar repugnancia y espanto. Sería posible que r se produjera como una reacción de desesperación, que fuera un acto de suicidio, por ejemplo, M + r, la totalidad de lo que me concierne, representaría por tanto un estado de cosas malas en todo punto. Nulo destello en esta noche. El pesimismo, en esta hipótesis, se encuentra concluido por mi propio acto, deriva de mi creencia. Ya está hecho y yo tenía razón al afirmarlo.

Supongamos, por el contrario, que el sentimiento del mal contenido en M, en lugar de desanimarme, no hace sino acrecentar mi resistencia interior. Esta vez mi reacción será la opuesta a la desesperación; r contendrá paciencia, coraje, abnegación, fe en lo invisible, todas las virtudes heroicas y las alegrías que derivan de esas virtudes. Por tanto, es un hecho de experiencia, y el empirismo no lo puede rebatir, que tales alegrías son de un valor incomparable ante los goces puramente pasivos que se encuentran excluidos por el hecho de la constitución de M tal como es. Si por tanto es verdad que la dicha moral es la dicha más grande actualmente conocida; si por otra parte, la constitución de M, por el mal que contiene y la reacción que provoca, es la condición de esa dicha, ¿no está claro que M es al menos susceptible de pertenecer al mejor de los mundos? Digo solamente susceptible, porque todo depende del carácter de r. M en sí es ambiguo, capaz, según el complemento que reciba, de figurar en un pesimismo o en un optimismo moral.

Difícilmente formará parte del optimismo, si perdemos nuestra energía moral; podrá; formar parte, si la conservamos. Pero cómo conservarla, a menos que se crea en la posibilidad de una victoria, a menos que se cuente con el futuro y se diga: Este mundo es bueno, ya que, desde el punto de vista moral, él es lo que yo le hago, y ¿por qué no lo haré bueno? En una palabra, ¿cómo excluir del conocimiento del hecho el método subjetivo, cuando este método es el instrumento propio de la producción del hecho?

En toda proposición en la que el alcance es universal, es necesario que los actos del sujeto y sus consecuencias sean encerradas con anterioridad en la fórmula. Tal debe ser la expresión de la fórmula M + r, puesto que la tomamos para representar el mundo. Planteado esto, siendo nuestros votos, nuestros deseos, coeficientes reales del término r, sea en sí mismos, sea por las creencias que nos inspiran o, si queremos, por las hipótesis que nos sugieren, debemos confesar que estas creencias engendran al menos una parte de la verdad que afirman. Tales creencias, tales hechos; otras creencias, otros hechos. Y notemos bien que todo esto es independiente de la cuestión de la libertad absoluta o del determinismo absoluto. Si nuestros hechos están determinados, es que nuestras creencias también lo están, pero estén o no determinadas, éstas últimas son de una condición fenomenal necesariamente previa a los hechos, necesariamente constitutiva, en consecuencia, de la verdad que buscamos conocer.

He aquí por tanto el método subjetivo justificado lógicamente, estableciendo que limitemos convenientemente el empleo. No sería mas que pernicioso, e incluso hay que

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decir que inmoral, aplicado a casos en los que los hechos a formular no encerrarían como factor el término subjetivo r. Pero allí donde entra tal factor, la aplicación es legítima. Tomemos entonces este problema como ejemplo:

La naturaleza íntima del mundo ¿es moral, o el mundo no es más que un puro hecho, una simple existencia actual? Esta es en el fondo la cuestión del materialismo. Los positivistas objetarían que una cuestión semejante es irresoluble, o incluso irracional, teniendo en cuenta que la naturaleza íntima del mundo, existiendo, no es un fenómeno y no puede en consecuencia ser verificado. Yo respondo que toda cuestión tiene un sentido y se plantea netamente, de la cual resulta una clara alternativa práctica, de tal manera que, según cómo contestemos a ésta de una manera u otra, debemos adoptar una conducta u otra. Por tanto, este es el caso: el materialismo y aquel que afirma una naturaleza moral del mundo deberán actuar de forma diferente uno y otro en numerosas circunstancias. El materialismo, cuando los hechos no concuerdan con los sentimientos morales, es siempre maestro en sacrificar estos últimos. El juicio que aporta sobre un hecho, en tanto que bueno o malo, es relativo a su constitución física y depende de ésta; pero esta constitución, no siendo ella misma mas que un hecho y un dato, no es en sí ni buena ni mala. Está por tanto permitido modificarla, -entorpecer por ejemplo, el sentimiento moral con la ayuda de todo tipo de medios- y cambiar así el juicio, transformando el dato de la que deriva. Al contrario, aquel que cree en la naturaleza moral íntima del mundo, estima que los atributos de bien y de mal convienen a todos los fenómenos y se aplican a los datos físicos igual que a los hechos relativos a estos datos. No sabría por tanto pensar, como si fuera cosa simple, en falsear sus sentimientos. Sus sentimientos mismos deben, según él, ser de una manera y no de otra.

De un lado por tanto, resistencia al mal, pobreza aceptada, martirio si es necesario, la vida trágica, en una palabra; por el otro, las concesiones, las componendas, las capitulaciones de conciencia y la vida epicúrea; tal es la división entre las dos creencias. Observemos solamente que sus divergencias no se marcan con fuerza más que en los momentos decisivos y críticos de la vida, cuando la insuficiencia de las máximas cotidianas obliga a recurrir a los grandes principios. Ahí la contradicción estalla. Uno dice: el mundo es cosa seria, en todas partes y siempre, y existen fundamentos para el juicio moral. El otro, el materialista, responde: ¿Qué importa cómo juzgo, si vanitas vanitatum está en el fondo de todo? La última palabra de la sabiduría de los acosados, para éste, es anestesia: para aquel, energía.

Vemos que el problema tiene un sentido, ya que comporta dos soluciones contradictorias en la vida práctica. ¿Cómo saber ahora cuál es la solución buena? Pero ¿cómo sabe un sabio si su hipótesis es la buena? Él la toma por buena y procede a sus deducciones, se trata en consecuencia de lo que ha propuesto. Tarde o temprano las consecuencias de su actividad le desengañarán, si su punto de partida está equivocado. ¿No se trata aquí de lo mismo? Seguimos considerando la cuestión de M + r. Si M, en su naturaleza íntima, es moral y r está provista por un materialista, estos dos elementos se encuentran en desacuerdo y se irán separando más y más el uno del otro. La misma divergencia deberá acusarse en el caso de que el sujeto regle su conducta sobre la creencia de que el mundo es un hecho moral, y que el mundo, en realidad, no sea mas que un hecho bruto, una suma de fenómenos materiales. Por las dos partes existe una espera equivocada; de ahí la necesidad de hipótesis subsidiarias, y cada vez más complicadas, como aquellas de las que la historia de la astronomía nos proporciona un ejemplo en la multiplicidad de los epiciclos que debemos imaginar para hacer encajar

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los hechos cada vez mejor observados, con el sistema de Ptolomeo. Si el partidario del mundo moral, en su creencia, ha optado por la hipótesis falsa, experimentará una serie de desengaños y no llegará definitivamente a la paz de corazón; permanecerá inconsolado en sus penas; su elección trágica no estará justificada.

En el caso contrario, M + r forman una armonía y no ya una unión de elementos dispares, el tiempo iría confirmando la hipótesis y el sujeto que la habría abrazado tendría siempre más razones para felicitarse de su elección: navegaría por así decir a toda vela en el destino que se habría hecho.

El medio es por tanto aquí el mismo que en las ciencias, probar que una opinión está fundada y que no conocemos otra. Observemos solamente que, según las cuestiones, el tiempo requerido para la verificación varía. Tal hipótesis, en física, será verificada al cabo de media hora. Una hipótesis como la del transformismo exigiría más de una generación para establecerse sólidamente; e hipótesis de orden universal, tales como aquellas de las que hablamos podrían permanecer sometidas a la duda durante muchos siglos aún. Pero mientras esperamos es necesario actuar y para actuar hay que elegir hipótesis. La misma duda equivale a menudo a una elección activa. Desde el momento en el que estamos obligados a optar, no hay nada más racional que dar preferencia a aquella de opciones por la que uno se siente más atraído, impide a continuación verse desmentido y condenado por la naturaleza de las cosas si hemos juzgado mal. En resumen fe e hipótesis provisional (working hypothesis) son aquí la misma cosa. Con el tiempo la verdad se desvelará.

Puedo ir más lejos. Pregunto ¿por qué el materialismo y la creencia en un mundo moral no serían tanto una como el otro verificables en la forma en la que acabo de decir? En otros términos, ¿qué impide que M no sea esencialmente ambiguo y no espere de su complemento r la determinación última que le hará o entrar en un sistema moral, o reducirse a un sistema de hechos brutos?

El caso es concebible. Tal línea puede formar parte de un número infinito de curvas, tal palabra puede entrar en un número infinito de frases diferentes. Si nos las tuviéramos que ver con un caso de este tipo, podría depender de r inclinar la balanza en un sentido o en el otro. Supongamos que actuemos inspirándonos en la creencia en el universo moral: para empezar, esa verdad de que el mundo es cosa muy seria estallará a cada momento. Al contrario, actuemos como materialistas y la continuación de los tiempos mostrará más y más que el mundo es cosa frívola y que vanitas vanitatum está en el fondo de todo. Así el mundo será lo que nosotros hagamos de él.

Y que no me digan que una cosa tan inestable como r no podría cambiar por completo el carácter de M, esa inmensa masa. ¡Una simple partícula negativa trastorna por completo el sentido de las frases más largas! Si tuviéramos que definir el universo desde el punto de vista de la sensibilidad, no habría mas que observar el reino animal, tan pobre sin embargo como hecho cuantitativo. La definición moral del mundo podría depender de fenómenos más restringidos todavía. Creamos en este mundo: los frutos de nuestra creencia remediarán los defectos que le impedían ser. Creamos que no es más que una idea vana y de hecho, será vana. El método subjetivo es así legítimo en la práctica y en teoría.

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Ya he subrayado que en los ejemplos que he tomado no se trataba de cuestiones de libertad absoluta. Esta libertad puede ser o no ser realmente. Pero si los actos libres son posibles, pueden producirse y convertirse en más frecuentes, gracias al método subjetivo. En efecto, la fe en su posibilidad aumenta la energía moral que los suscita. Pero hablar de libertad en Crítica filosófica, es como llevar oro a California. Me gustaría por tanto acabar y resumir diciendo que creo haber mostrado en el método subjetivo una cosa diferente que el procedimiento calificado como vergonzoso por un extraño abuso del llamado espíritu científico. Es necesario ir más allá de esta especie de proscripción, de ese veto ridículo que, si quisiéramos conformarnos con él, paralizaría dos de nuestras más esenciales facultades: la de proponernos, en virtud de un acto de creencia, un fin que no puede ser alcanzado por nuestros propios esfuerzos, y el de impulsarnos valientemente a la acción en los casos en los que el éxito no nos está asegurado con anterioridad.

Crean, señores, en el particular afecto con el que soy, su más devoto.

Wm. JAMES

Harvard College, Cambridge (Mass.). Estados Unidos de América, 20 nov. 1877.

Nota de la revista: El autor de este destacable artículo que acabamos de leer hace a Crítica filosófica un gran honor pareciendo sorprenderse por no haber encontrado todavía la expresión de sus propios pensamientos totidem verbis en nuestras páginas. Es cierto que éstas están completamente de acuerdo con el método criticista y nos sentiríamos afortunados de poder firmarlas. Sin embargo la manera en la que nos han sido presentadas, la forma original del razonamiento y la sabiduría a la vez delicada y potente de las lecciones ofrecidas a la falsa ciencia por un hombre que está al tanto de la verdadera ciencia, imprimen un sello auténtico de personalidad a esta justificación del "método subjetivo". Estamos completamente seguros de que nuestros lectores serán de nuestra misma opinión, aunque tengan sus reservas sobre un punto u otro, o más bien reclamen aclaraciones que a veces no estarían de más. En cuanto a nosotros, no dejaremos de retomar este gran tema y tratar de añadir a las ingeniosas demostraciones del Sr. William James, algunos de los numerosos comentarios que sugieren.

Traducción de Oihana Robador (2004)

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LA VOLUNTAD DE CREER

William James (1897)

Traducción castellana de Santos Rubiano (1922)

Este ensayo, "La voluntad de creer" forma parte de la obra de William James La voluntad de creer que fue publicada por William James en 1897 con el título original de The Will to Believe and other Essays in Popular Philosophy (Nueva York, Longmans, Green, 1897). Esta obra está constituida por artículos y conferencias que fueron escritos a intervalos desde 1879 hasta 1896. La voluntad de creer surge de la propia necesidad de James de justificar la creencia -el derecho a creer, la libertad de creer-, idea que había aprendido de Charles Renouvier, en oposición al escepticismo y la duda. El mismo James al comienzo del libro lo califica diciendo que es "un sermón sobre la justificación por la fe: la defensa de nuestro derecho a adoptar una actitud creyente en materias religiosas, sin que por ello salga condenada a coacción alguna la lógica de nuestro intelecto"

Este capítulo de La voluntad de creer fue traducido en 1922 por Santos Rubiano quien le dio el mismo título de "La voluntad de creer" (La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular. Traducción de Santos Rubiano. Madrid, Daniel Jorro, 1922). Este ensayo también está recogido en sus obras completas: William James. "The Will to Believe" (1897),The Will to Believe en F. Burkhardt, F. Bowers e I. Skrupskelis (eds.),The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1979, VI, pp. 13-33.

En la Biografía de Fitz James Stephen, publicada por su hermano Leslie, descríbese la escuela a que asistía el biografiado cuando pequeño y en la cual el maestro acostumbraba hacer preguntitas de este tenor: Fulano, ¿cuál es la diferencia entre la justificación y la santificación?; Zutano, ¿cómo se prueba la omnipotencia divina?, etc. Pues nada menos que a cuestiones de tal orden, parécennos a nosotros los fríos e indiferentes libres pensadores de Harvard, que continúan dedicándose vuestros beatíficos ortodoxos Colegios1. Pues bien, para probaros que a pesar de tal fama no dejan de interesarnos tan vitales cuestiones, os traigo para leeros esta noche algo así como un sermón sobre la justificación por la fe: la defensa de nuestro derecho a adoptar una actitud creyente en materias religiosas, sin que por ello salga condenada a coacción alguna la lógica de nuestro intelecto. Mi disertación se titula "La voluntad de creer".

Durante mucho tiempo he venido sosteniendo ante mis discípulos la legitimidad de una fe adoptada voluntariamente, y he observado que, en cuanto el espíritu de la lógica iba apoderándose de ellos, por regla general, empezaban a rehusar mi alegato por antifilosófico, aun cuando de hecho los mismos que lo rechazasen fuesen devotos a macha martillo de cualquier fe.

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Y hallándome plenamente convencido de la razón que me asiste, aprovecho la oportunidad de vuestra invitación para esclarecer mi tesis, por lo mismo que acaso me dirija a inteligencias más preparadas para este punto que las que hasta ahora han compartido mis explicaciones. Procuraré desechar el tecnicismo innecesario; pero antes de entrar de lleno en el tema, dejaré resuelta una cuestión previa fundamental y de gran utilidad para el mismo.

I

Demos el nombre de hipótesis a algo que pueda ser propuesto a nuestra creencia; y, de modo igual que los electricistas hablan de hilos muertos e hilos vivos, permítasenos clasificar las hipótesis en vivas y muertas. Sea hipótesis viva la que solicita con posibilidad real a aquel a quien se propone. Si os pido que creáis en el Mahdi, os propongo una creencia que no ofrece conexión eléctrica alguna con vuestra naturaleza, que no hace saltar chispas en vuestra credulidad; es decir, que os he presentado una hipótesis completamente muerta. Para un árabe, sin embargo, secuaz o no del Mahdi, la hipótesis estaría dentro de lo posible: sería viva. Apréciase, pues, que la vivacidad o mortecinidad en una hipótesis, no es cualidad intrínseca a ésta, sino relación entre ella y el pensador, sirviendo para distinguir una de otra la mayor o menor voluntariedad a la acción respectivamente. El máximum de vivacidad en una hipótesis, indica voluntariedad irrevocable para obrar; y realmente, esto define la creencia, pues donde quiera que existe una tendencia a creer, hay una voluntad en potencia.

Ahora, llamemos opción a la decisión entre dos hipótesis, y admitamos los tres siguientes géneros: viva o muerta; forzosa o evitable; perentoria o trivial. Para nuestro propósito, llamaremos opción genuina a la forzosa, viva y perentoria.

1. Opción viva es la que se ofrece entre dos hipótesis vivas. Si os digo que os hagáis teósofos o mahometanos, os presento probablemente una opción muerta, porque ninguna de ambas hipótesis está en condiciones de ser viva para vosotros. Mas, si os dijera que os convirtiérais en agnósticos o cristianos, la especie cambiaría, pues conocedores como sois del contenido de la proposición, ambas hipótesis solicitarían vuestra creencia.

2. Si os digo: "escoged entre iros con vuestro paraguas o sin él", no os presento una opción genuina, puesto que no es forzosa, dado que podéis eludirla con no salir. De igual modo, si os dijera: "amadme u odiadme", "dad mi teoría por falsa o verdadera", en ambos casos vuestra opción es evitable, puesto que os queda el recurso de manteneros indiferentes hacia mí y de declinar la invitación de dar vuestra juicio sobre mi teoría. Mas, si os digo: "aceptad esta verdad o idos sin ella", os presento una lección forzosa, puesto que no cabe otra solución que la alternativa. Todo dilema basado en una disyuntiva lógica completa, sin posibilidad de no escoger, es, pues, una opción forzosa.

3. Finalmente, si fuese yo el doctor Nansen y os propusiera asociaros a mi expedición al Polo Norte, vuestra opción sería perentoria, puesto que tal oportunidad acaso fuera la única para vosotros, y vuestra elección os excluiría de la gloria de los descubrimientos polares, u os pondría tan preciosa ocasión a vuestro alcance. Todo el que renunciare a prestarse en la oportunidad única, habría de perder el premio de la empresa, tan ciertamente como si tras de intentada fracasase. Per contra, la opción es trivial, cuando no es única, cuando es insignificante al albur, o fácilmente revocable la

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decisión, de considerarse más tarde desacertada. Abunda en la vida científica tal género de opciones triviales: un químico encuentra una hipótesis lo suficientemente viva para dedicar un año a su demostración, cree en ella durante este tiempo, pero si los experimentos no son concluyentes de un modo u otro, nada le importa el tiempo perdido, que ningún daño sensible ha ocasionado.

Teniendo en cuenta las distinciones establecidas, quedará facilitada la discusión que voy a empezar.

II

Considerando, en primer término, la actual psicología de la humana opinión vemos, al apreciar ciertos hechos, cómo nuestra naturaleza pasional y volitiva parece latir en la raíz de nuestras convicciones; y al inquirir en el fondo de otros hechos, observamos que su existencia sería imposible de otro modo que el deducido de su noción intelectual. Estudiemos primeramente estos últimos.

¿No parece absurdo, a primera vista, decir que nuestras opiniones sean modificables a voluntad? ¿Puede ésta ser escabel u obstáculo a nuestro intelecto en sus percepciones de la verdad? ¿Podemos, con tan sólo quererlo, creer que es un mito la existencia de Abraham Lincoln y que los retratos de él conocidos son de otra persona cualquiera? ¿Podemos, por voluntario esfuerzo, creernos sanos y fuertes cuando el reúma nos ate a la cama; o dar por cierto que el billete de veinticinco pesetas que llevamos en la cartera es de mil? Ambas cosas podríamos afirmarlas pero, sin duda alguna, somos en absoluto impotentes para creerlas, y precisamente de cosas tales, compónese toda la fábrica de verdades cuya existencia creemos a pies juntillas: cuestiones de hechos inmediatos o remotos, como decía Hume, y relaciones entre ideas, que para nosotros estarán donde las apreciemos como tales, pero no, en modo alguno, por exclusiva acción nuestra.

En los Pensamientos de Pascal hay un celebrado pasaje conocido por la "apuesta". Trátase en él de hacernos entrar en el Cristianismo como quien quisiera adquirir la verdd echando a suertes. Literalmente traducido, dice así: "Debéis creer o no que Dios existe, y vuestra razón nada os dice. Entre vosotros y la naturaleza de las cosas hay un continuo juego que en el día del juicio decidirá su suerte final. Compulsad cuáles serían vuestras ganancias o vuestras pérdidas si apostáseis todo lo que sobre vuestras cabezas tenéis a favor de la existencia de Dios, habida cuenta de que os va la felicidad eterna en la ganancia, y nada, en absoluto, con la pérdida. Si hubiera un infinito de probabilidades, y de éstas, solamente una, en favor de vuestra apuesta por la creencia de Dios, aun así, debiérais arriesgarlo todo en este sentido, pues si bien de este modo corréis el ligero albur de una pérdida finita, razonable es que perdáis un poco de lo finito por la posibilidad de una ganancia infinita. Id, pues, tomad agua bendita y haced que os digan misas: la creencia llegará y matará vuestros escrúpulos. Cela vous fera croire el vous abêtira. ¿Por qué no hacerlo? En suma, ¿qué vais a perder?".

Habréis, acaso, observado, que cuando la fe religiosa se expresa de tal suerte, en lenguaje de garito, es para llevarse todos los triunfos.

Con seguridad, otros eran los orígenes de la creencia personal de Pascal en la misa y en el agua bendita; y esta celebrada página suya no es sino un argumento entre otros,

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un exabrupto lanzado a la desesperada, como arma de precisión contra incrédulos recalcitrantes.

Nosotros notamos que a la fe en misa y en el agua bendita adoptada friamente, después de tal cálculo mecánico, faltaríale el interno sentido de la realidad de la fe; y de ocupar nosotros el lugar de Dios, tendríamos especial satisfacción en eliminar de la gracia divina a creyentes de tal fuste. Es evidente que, de no poseer nosotros tendencia alguna a creer en misas y agua bendita, la opción que a nuestra voluntad se ofrece por Pascal no es una opción viva. Con seguridad ningún turco tiene en cuenta para nada la misa ni el agua bendita; y, hasta a nosotros los protestantes, tales medios de salvación parécennos tan baladíes, que la lógica de Pascal nos deja como si tal cosa. Lo mismo podría escribirnos el Mahdi diciéndonos: "Yo soy el esperado a quien Dios crió en su efulgencia infinita. Seréis eternamente felices si me confesáis; de otro modo, desapareceréis de la faz de la tierra. Juzgad de vuestra ganancia infinita, de ser yo el verdadero, contra vuestra insignificante pérdida, si no lo soy". Su lógica sería la de Pascal; mas en vano la emplearía contra nosotros, pues la hipótesis que nos ofrecería, sería muerta. Ninguna tendencia a obrar ni aun en el infimo grado, despertaría en nosotros.

El hablar, pues, de creer por volición nuestra, parece sencillamente tonto; y visto de otro modo, hasta quizás una vileza.

Cuando se admira el majestuoso edificio de las ciencias físicas y se piensa a cuánta costa se ha alzado, y en el incontable número de héroes anónimos que sin más interés que el de la verdad se ha sacrificado en la penosa labor de sólo poner las primeras piedras; cuando se recuerda la paciencia, la tenacidad, los sufrimientos, malgastados muchas veces para servir de escombros la cimentación del hecho científico, devoción de las escuelas de la verdad; si se reflexiona en la magna y augusta obra impersonalísima, limpia de todo pequeño interés... ¡cuán vano y despreciable parécenos hoy uno de esos sentimentalistas que con las burbujas espirituales de su pequeño espíritu soñador, pretende decidir de una vez para siempre de las cosas humanas!

¿Cómo maravillarnos, en verdad, de que los hombres endurecidos por la severa disciplina de la ciencia al sentirse menospreciados se alcen iracundos contra ese fatuo subjetivismo? Frente a él levántanse en masa todas las escuelas científicas ante cuyo resplandeciente cuerpo de verdades desvanécese aquél como débil lucecilla. ¿Cómo no comprender que cuantos han padecido de la fiebre científica caigan, en su lucha contra el subjetivismo, en apasionamientos extremados, defendiendo al intelecto como única aunque a veces amarga fuente de verdad, contra el confortante aunque a veces alucinador elixir del sentimentalismo?

"Mi alma robustece al saber quetras de mi muerte la verdad persiste"

canta Clough. Y Huxley exclama: "Consuélame la esperanza de que por perversa que nuestra posteridad llegue a ser, en tanto que no pretenda creer cuanto no vaya acompañado de razón suficiente, porque ello no sea una ventaja el no pretenderlo, no habrá alcanzado el más bajo nivel de inmoralidad". Y Clifford, convertido en delicioso enfant terrible, escribe: "Vil es la creencia en conclusiones no probadas e indiscutidas,

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nacida sólo para solaz y recreo del que cree. Quien quiera ser bendecido de sus semejantes, guarde la pureza de su creencia con el mayor fanatismo, en celosa custodia, ante el peligro de que pueda entregarse a objeto indigno, que pueda para siempre envilecerla". Si una creencia se adopta sin razón evidente (aun cuando la creencia sea verdadera, como Clifford da a entender en la misma página), la satisfacción obtenida es una usurpación... Es viciosa, porque se adquiere como un desprecio a nuestro deber con la humanidad, el cual consiste en defendernos de tales creencias como de una peste que en corto plazo pudiera apoderarse de nuestro cuerpo y hasta infestar la ciudad... Siempre será erróneo en todas partes y para todo el mundo creer algo con evidencia suficiente.

III

Todo esto es, en verdad, doblemente vacío cuando como en Clifford lo suponemos expresado con robusta entonación de voz. El libre albedrío y el sencillo deseo parecen, en la materia de nuestras creencias, haber quedado reducidos al papel de quinta rueda en un coche. La realidad de los hechos nos hace ver, que cuando la percepción intelectual llega, han levantado ya el vuelo el deseo, la voluntad y la preferencia sentimental, y entonces nos parece que es la razón la que da cuerpo a nuestras opiniones.

Solamente las ya muertas hipótesis son las irresucitables por nuestra naturaleza volitiva.

Y lo que, en la mayoría de los casos, les roba vitalidad, es cierta acción previa de nuestra naturaleza voluntaria, de género antagonista. Donde digo naturaleza voluntaria, no se entienda voliciones deliberadas que hayan ocasionado hábitos de creencia de los cuales no podamos librarnos: refiérome a los factores de creencia tales como el miedo y la esperanza, el prejuicio y la pasión, la imitación y la presión del espíritu de casta y secta. Hecho positivo es, que sin saber cómo ni por qué, todos nosotros nos encontramos creyendo. Mr. Balfour da el nombre de "autoridad" a toda aquella influencia que nacida del clima intelectual hace que las hipótesis sean para nosotros posibles o imposibles, vivas o muertas. Aquí, entre nosotros, creemos todos en las moléculas, en la conservación de la energía, en la democracia, en el progreso necesario, en el cristianismo protestante y en el deber de luchar "por la doctrina del inmortal Monroe"; y todo por razones de mención innecesaria. Conocemos estas cuestiones con no más íntima claridad, probablemente con menos, que los que no creen en ellas. El no asentimiento de éstos tendrá algunos fundamentos en qué basar sus conclusiones; mas, para nosotros, no otra apreciación que el prestigio de las opiniones, es lo que seguramente hace brotar la luz que alumbra los cerrados depósitos de nuestra fe. Nuestra razón queda del todo satisfecha en el noventa y nueve por ciento de los casos, cuando le es posible, al ser discutida nuestra credulidad, hallar unos cuantos argumentos defensivos. Nuestra fe es la fe en la fe de otros; ley tanto más comprensiva, cuanto más altas son las cuestiones a que se refiere. Nuestra creencia en la verdad misma, por ejemplo, que tal verdad existe, y que nuestra inteligencia y la verdad están dispuestas una para otra, ¿qué es sino una apasionada afirmación del deseo en el cual nuestro sistema social se sostiene? Queremos obtener una verdad; queremos creer que nuestros experimentos, estudios y discusiones deben llevarnos cada vez más hacia ella, y en esta línea combaten juntas nuestras vidas pensantes. Mas, si un escéptico pirrónico nos preguntara cómo conocemos todo esto, ¿hallaría nuestra lógica una respuesta a mano?

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No; ciertamente que no. Es una volición contra otra: nosotros vamos hacia la vida en busca de una verdad o presunción que la vida no tiene interés alguno en presentarnos2.

En general, no creemos en aquellos hechos y teorías que no tengan alguna importancia para nosotros. Las emociones cósmicas de Clifford, no mueven los sentimientos cristianos; Huxley no comprende la dignidad episcopal por no haber dado un puesto al orden sacerdotal en su plan de la vida social; Newman, por el contrario, defendiendo el Romanismo, halla toda suerte de razones en su favor y cree que una escala sacerdotal es necesidad y satisfacción de su sistema orgánico. ¿Por qué son tan pocos los "hombres de ciencia" que buscan la verdad de la llamada telepatía? Porque creen, como un eminente biólogo, ya muerto, me confesaba, que si tal cosa llegase a ser verdad, los "científicos" deberían unirse para conservarla en el más profundo silencio, pues tal descubrimiento desharía la uniformidad de la Naturaleza y otra porción de cosas sin las cuales los hombres de ciencia no podrían continuar sus trabajos. Mas si estos mismos investigadores, viesen en la telepatía algo que en su calidad de hombres de ciencia les fuese útil, no sólo examinarían la evidencia de ella, sino que encontrarían suficiencia para un objetivo científico. Tal ley así impuesta por los lógicos (si puedo dar el nombre de tales a los que intentan señalar los límites de nuestra naturaleza volitiva) no se basaría en otra cosa sino en el peculiar deseo en ellos de excluir todo elemento inútil a sus funciones de lógicos sistemáticos.

Evidentemente, pues, nuestra naturaleza no intelectual ejerce decisiva influencia en nuestras convicciones. Existen tendencias pasionales y voliciones que preceden a la creencia y otras que van tras ella, siendo éstas últimas las que menos afinidad gozan, a no ser en los casos en que el esfuerzo pasional hay ido ya encauzado en dirección análoga. Así es cómo el argumento de Pascal, en lugar de ser impotente, aparece como un buen asidero, y es al mismo tiempo remache necesario para completar nuestra fe en la misa y el agua bendita. La cuestión, como se ve, está lejos de ser sencilla; la simple introspección y la lógica por sí mismos no son los únicos factores de nuestros credos.

 

IV

Reconocida la complejidad del asunto, tratemos de averiguar si depende de viciosa o de patológica disposición psíquica, o si, por el contrario, trátase de un proceso normal constructivo de nuestro intelecto. Así, voy a defender la tesis que se resume de este modo: nuestra naturaleza pasional, no sólo puede, sino que debe, obrando cumplidamente, optar entre proposiciones donde quiera que se presente una opción genuina, que por su naturaleza no puede ser decidida en el campo intelectual; pues decir, en tales circunstancias, "no decido, dejo la cuestión sin resolver", es en sí mismo una decisión pasional, equivalente a decir sí o no; y se corre el mismo riesgo de perder la verdad que en el primer caso. La tesis así expresada, en abstracto, confío que en breve quedará aclarada, previa otra pequeña disquisición.

V

Se habrá notado que para el propósito de esta discusión nos hallamos sobre una base dogmática, con la cual queda fuera de cuenta el escepticismo filosófico sistemático. El escéptico no se cuida del postulado que nosotros tratamos de resolver, o

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sea que existe la verdad y que alcanzarla es la función de nuestra inteligencia. Sin embargo, en realidad, marchamos en este punto de acuerdo con los escépticos. La fe en que existe la verdad y en que nuestra inteligencia puede hallarla, es obtenible de dos modos: por el modo empírico y por el modo absoluto. Los absolutistas en esta materia, o idealistas, dicen que no solamente podemos llegar a conocer la verdad, sino saber cuándo hemos dado con ella, mientras que los empíricos opinan que aun alcanzándola, no podemos infaliblemente decir cuándo. Una cosa es conocer y otra conocer por cierto lo que conocemos. Se puede sostener la posibilidad de lo primero, sin necesidad de lo segundo; de aquí que los empíricos y los idealistas, aunque no entren en el calificativo general de escépticos, según el usual valor filosófico de este término, ofrecen gradaciones diferentes de dogmatismo en su manera de ser.

Echando una ojeada a la historia de la filosofía, se ve que ha prevalecido largo tiempo en la ciencia la tendencia empírica, mientras que la tendencia idealista ha dominado siempre en filosofía propiamente dicha. La peculiar especie de felicidad que la filosofía promete, consiste, precisamente, en la convicción íntima que posee cada una de sus escuelas de haber llegado por su sistema al fondo de la certidumbre absoluta. "Las otras escuelas no son sino un conjunto de opiniones, falsas en su mayoría; nuestra filosofía es la que contiene los fundamentos fijos y definitivos". ¿Quién no recuerda que tal es, en síntesis, la manera de expresarse de todos los sistemas conocidos? El que se precie de tal debe presentarse como un cuerpo cerrado, acaso inversible en tal o cual detalle, pero jamás en su disposición esencial.

La ortodoxia escolástica, en donde siempre se encontrarán conclusiones perfectamente definidas, ha edificado primorosamente esta convicción absolutista en la doctrina llamada de la evidencia objetiva. Si, por ejemplo, yo no me atrevo a dudar de que existo ahora delante de vosotros, de que dos es menos que tres, o de que siendo todos los hombres mortales, lo soy yo también, es porque estas cosas "iluminan mi intelecto irresistiblemente". El fundamento final de esta evidencia objetiva, presente en ciertas proposiciones, es la adequatio intellectus nostri cum re. La certidumbre que suministra, envuelve una aptitudinem ad extorquendum certum assensum por parte de la verdad apreciada; y en cuanto al sujeto, una quietem in cognitione, cuando una vez recibido mentalmente el objeto, no deja tras él posibilidad de duda; y en todo el razonamiento no opera sino la entitas ipsa del objeto y la entitas ipsa de la mente. A nosotros, vagos pensadores modernos, nos disgusta hablar en latín, no nos agradan términos de añejo sabor silogístico; pero en el fondo, nuestro estado mental es muy semejante al de este modo de raciocinar cuando dejamos ir nuestro juicio a rienda suelta. Ustedes creen en la evidencia objetiva y yo también; apreciamos algunas cosas como ciertas; conocemos y conocemos que conocemos; hay algo en nosotros que automáticamente da la hora cuando las manecillas de nuestro reloj mental han llegado a su sitio. Los mayores empíricos lo son como empíricos reflexivos; cuando se abandonan a sus instintos, dogmatizan como infalibles papas. Cuando Clifford nos habla de lo pecaminoso de ser cristiano bajo tan "evidente insuficiencia", la insuficiencia es, en realidad, la última cosa que aparece ante su mente. Para ellos, la evidencia es absolutamente insuficiente, sólo que por otro razonamiento. Creen tan profundamente en un orden anticristiano del universo, que no hay posibilidad de opción viva, fuera de esta suposición. El cristianismo es, pues, para ellos una hipótesis muerta desde un principio.

VI

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Ahora bien, siendo todos igualmente idealistas por instinto, ¿cómo debemos, en nuestra calidad de estudiantes de filosofía, comportarnos con tal hecho? ¿Marcharemos de acuerdo con él, o lo consideraremos natural flaqueza de la cual debamos curarnos en la medida de nuestras fuerzas?

Creo sinceramente que el último procedimiento es el que más nos cuadra como hombres reflexivos. Sin duda, la evidencia objetiva y la certidumbre no son nada más que hermosos ideales para especulaciones dialécticas, porque ¿quién las ha visto en este mundo sublunar y misterioso? Sin embargo, teniéndome como un completo empírico, tanto como alcanza mi teoría acerca del conocimiento humano, vivo en la fe práctica de que debemos seguir experimentando y pensando sobre nuestra experiencia, pues sólo así pueden adquirir más certeza nuestras opiniones; pero sostener que cualquiera de ellas, sea cual fuere, no será susceptible de corrección o interpretación nueva, creo que es actitud profundamente errónea, y aun pretendo no engañarme al decir que lo demuestra toda la historia de la filosofía.

No hay sino una verdad indefectiblemente cierta, y es la que el escepticismo pirronístico deja en pie: la verdad de que existe el fenómeno presente de la conciencia. Sin embargo, con ello no tenemos sino el simple punto de partida del conocimiento, la mera admisión de alguna sustancia sobre la que filosofar; y las diferentes filosofías no son otra cosa que otras tantas tentativas de definición de lo que realmente sea ésta. Si consultamos nuestras bibliotecas, ¡cuántas discordancias descubriremos! ¿Quién nos dará la respuesta enteramente cierta que buscamos? A excepción de abstractas proposiciones de comparación (tal como dos y dos son igual a cuatro), que por sí mismas nada nos dicen de la realidad concreta, no hallaremos proposición alguna, que por unos tenida como evidentemente cierta, no lo haya sido por otros como falsa, o haya sido cordialmente discutida. Baste citar como ejemplos, la trascendencia de los problemas geométricos, pues en duda serenamente por algunos contemporáneos (como Zöllner y Ch. Hinton), y el abandono de toda la lógica aristotélica por los hegelianos.

Nunca se ha admitido un fiel universal para lo que debe ser considerado como realmente verdadera. Diputan algunos por tal, al criterio externo para el momento de la percepción, el cual puede estar ya en la revelación, ya en el consensus gentium, ya en los instintos del corazón, ya en la experiencia organizada de la raza. Consideran otros que el dicho fiel de la verdad es el propio momento perceptivo, el cual, para Descartes, está constituido por su ideas claras y distintas garantizadas por la veracidad de Dios; para Reid por su "sentido común", y para Kant por sus formas de juicio sintético a priori. La imposibilidad de concebir "el contrario"; la posibilidad de demostración mediante los sentidos; la posesión de determinada unidad orgánica completa, o relación recíproca realizada cuando una cosa es su otro yo, son otras tantas bases sistemáticas empleadas para justipreciar la verdad. La muy venerada evidencia objetiva jamás aparece aquí triunfante: es una mera aspiración o Grenzbegriff, hacia el ideal infinitamente remoto de nuestra vida pensadora.

Alegar que ciertas verdades la poseen en la actualidad, es sencillamente decir que cuando las creéis ciertas y son ciertas, han alcanzado la verdad objetiva y nunca de otro modo. Pero, positivamente, la convicción que cada uno tiene de que su evidencia posee el carácter objetivo, es sólo otra opinión sobreañadida. ¡Para qué inmenso número de contrarias opiniones se ha invocado la evidencia objetiva y la certidumbre absoluta! El mundo es racional en todas sus partes —su existencia es el último hecho tangible; existe

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un Dios personal— un Dios personal es inconcebible; existe un mundo físico extramental inmediatamente conocido— la mente sólo puede conocer sus propias ideas; existe un imperativo moral —la obligación no procede sino de los deseos; existe en todo ser un principio espiritual permanente— no existen sino mudables estados mentales; hay una cadena sin fin de causas —sólo existe una causa primera absoluta; obedece todo a una necesidad eterna—todo es libre; existe un plan—no hay plan; todo procede de una Unidad primaria—el origen es múltiple; hay en las cosas universal continuidad—el mundo es discontinuo esencialmente; hay un infinito—¿quién lo ha visto?; todo es esto... todo es aquello... Nada ha habido que no haya sido invocado por absolutamente cierto y por absolutamente falso. No han considerado los idealistas que la dificultad persistirá siempre esencialmente, que la inteligencia, aun poseyendo inmediatamente la verdad, nunca tendrá un signo infalible de que está con ella. Si se recuerda que la más estricta aplicación práctica que de la doctrina de la certidumbre absoluta se ha hecho a la vida, fue la concienzuda labor del Santo Oficio de la Inquisición, bien pronto desaparecerá nuestra inclinación a tal doctrina.

No perdamos de vista el hecho de que cuando a título de empíricos rechazamos la doctrina de la certidumbre absoluta, no por esto damos de mano a nuestro anhelo o esperanza en la verdad misma. Aunque con alfileres, apuntalamos nuestra fe en su existencia, y aun creemos que a medida que nuestra experiencia se acumula y sobre ella alzamos nuestra vida mental, conquistamos mejores posiciones para poder ganar la verdad ansiada. Nuestra gran divergencia de los escolásticos está en el camino que emprendemos: se halla el fundamento del sistema de éstos en el arranque, en el origen, en el terminus a quo de su pensamiento; el valor del nuestro estriba en el punto de llegada, en el fin, en el resultado, en el terminus ad quem. Lo que ha de decidirse no es de dónde se parte, sino a dónde se va. A un empírico no le importa de dónde pueda llegarle una hipótesis, ni si por medios rectos o torcidos, traída por la pasión o por el capricho, pues si el siguiente discurso del pensamiento, continúa confirmándola, quedará definida su certeza.

VII

Conviene dejar limitado otro punto no sin importancia, antes de dar por terminados estos preliminares.

Cuando emitimos una opinión obedecemos a uno de los dos principios siguientes, al parecer diversos (pues poco es lo que la teoría del conocimiento nos dice respecto a la importancia de sus diferencias): debemos conocer la verdad, y debemos evitar el error; tales son esos fundamentales mandamientos de quienquiera intente saber algo. Pero esta dicotomía, no sólo supone dos diversos modos de estatuir el mismo mandamiento, sino que establece dos leyes separables. Aunque, ciertamente, pueda ocurrir que cuando creamos la verdad A, escapemos por incidental consecuencia de creer la falsedad B, muy raro es que suceda, que por meramente no creer B, nos veamos obligados a creer A. Al eludir B, podemos caer en la creencia de otras falsedades C o D, tan falsas como B; o podemos eludir B no creyendo en nada, ni aun en A.

Creer la verdad, evitar el error: he aquí dos leyes genuinamente diferentes, y de cuya elección dependerá el peculiar colorido que distinga nuestra vida mental; bien que dirijamos todas nuestras pesquisas a la posesión de la verdad, posponiendo la evitación del error, o ya ante el temor de éste, que demos la verdad confiada a su propia suerte,

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consideración ésta última en que se inspira el pasaje transcrito de la exhortación de Clifford. No créais nada, nos dice; guardad las puertas de vuestra inteligencia para cuanto no posea la evidencia suficiente; así evitaréis el terrible riesgo de cobijar el engaño. Mas ¿no ha de parecernos éste insignificante, si bien se mira, ante la probable adquisición de un conocimiento real? ¿Y no será afrontable el temor al engaño ante la esperanza de en algún tiempo poder vislumbrar la verdad? Imposible me es pensar con Clifford. No olvidemos que los sentimientos que impulsan nuestro deber hacia la verdad y el error son, en todo caso, expresión de nuestra vida pasional. Biológicamente considerada, se halla nuestra inteligencia tan dispuesta a asimilar la falsedad como la veracidad; y todo aquel que prefiere quedarse sin creer nada por no ser engañado, no hace sino manifestar su animadversión a ser embaucado; se erige en autoritario juez de muchos de sus deseos y temores e intenta someter éstos a tardías sentencias. También temo yo mucho el ser engañado; pero creo que otras cosas peores pueden ocurrirle al hombre en este mundo; por lo que la exhortación de Clifford carece de sentido para mí; me parece algo así como la orden de un general exponiendo a sus tropas a las ventajas de no entrar en combate para evitar todo riesgo de ser herido... Y no se vence así, ni sobre el enemigo, ni sobre la naturaleza. Por otra parte, los errores de nuestra fe no son de consecuencias tan irremediables; y entiendo que lo más adecuado a nuestros intereses en esta vida humana donde nadie dejará de tropezar una y cien veces, es que aligeremos el corazón de tan irritable nerviosismo. De todos modos es el consejo más propio de un filósofo empírico.

VIII

Terminada esta larga introducción, entraré en el fondo del asunto.

He indicado la positiva acción que sobre nuestras opiniones ejerce la influencia pasional, y debo añadir, que al actuar ésta en determinadas opciones, es, además de inevitable, la determinante fiel de nuestra elección, cosa que, a primera vista tal vez parezca atrevida. Mas, si los primero pasos de toda actividad encaminada a evitar el error o admitir la verdad van impulsados por la acción pasional, acaso no ocurra lo propio en la ulterior prosecución de aquélla.

En tanto que la opción entre ganar o perder la posesión de la verdad no sea momentánea, podremos pasarnos sin obtenerla; y aun también podremos eludir el creer lo falso, con no resolvernos definitivamente hasta haber alcanzado la verdad objetiva; tal es el caso de la mayoría de las cuestiones científicas y aun de los pequeños negocios cotidianos. Mas la necesidad de tomar una decisión es, en ocasiones, tan urgente, que es preferible adoptar una creencia falsa, que pasarse sin ninguna. Los tribunales de justicia han de decidir, a la base de la evidencia alcanzable en el limitado tiempo de que para juzgar cada caso disponen, bien que el deber judicial no es sino el aplicar determinada ley con acierto; y, como en cierta ocasión decíame un inteligente magistrado, pocos son los casos que exigen gran tiempo de examen, pues la función judicial queda cumplida con atenerse a algún aceptado principio general. Cuando se trata de la naturaleza objetiva, no actuamos como jueces, no somos hacedores de verdades, sino meros registradores, hallándose fuera de este orden las decisiones inmediatas que exige la perentoriedad del asunto en nuestras cotidianas obligaciones.

En toda la inmensa extensión de la naturaleza física, los hechos existen según son, con entera independencia de nosotros, y sólo por excepción es tal la urgencia del caso,

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que nos veamos precisados a afrontar el riesgo de creer acerca de ellos una teoría prematura. Las cuestiones que entonces se plantean, ofrecen opciones triviales; las hipótesis en ellas comprendidas, aparécennos escasamente vivas, dado que no nos afectan sino como meros espectadores, viniendo a ser forzosa excepcionalmente la elección entre creer la verdad o la falsedad. Por lo tanto, la actitud más adecuada en la obtención de este orden de verdades, la resolución más discreta para todos sus casos, según el criterio escéptico, será eludir el error. Porque ¿qué más nos da adoptar tal o cual teoría sobre los rayos Roentgen, sobre la materia pensante o sobre la causalidad de los hechos de conciencia? Nuestra opción en tales cuestiones indudablemente no es forzosa, conviniéndonos más, antes de decidirnos a adoptar una determinada teoría, seguir pesando, indiferentes razones en pro y en contra de las diversas opiniones que se disputen la primacía. Como se comprenderá, me refiero a la inteligencia en función juzgadora, porque la misma frialdad discursiva sería perjudicial en la actividad mental descubridora. ¡Jamás la ciencia hubiese avanzado en la medida que lo ha hecho, si cuantos a su progreso contribuyeron no hubiesen puesto en sus investigaciones el apasionamiento que encendiera la fe en el porvenir de su trabajo! ¡Qué inmensa sagacidad no despliega la inteligencia atizada por la pasión en esos dos colosos contrincantes que se llaman Spencer y Weismann! ¡Cuán menguada la investigación cumplida por quien no tiene interés alguno en sus resultados! El verdadero y más útil investigador habrá de ser siempre el observador más escrupuloso, el de más fina sensibilidad; aquel que aguijoneado por vivo interés, acaso de bandería, posea al propio tiempo la coordinación nerviosa más próxima a la precisión absoluta que le garantice contra el propio engaño3. Por esto la ciencia ha organizado de modo objetivo dicha necesaria coordinación nerviosa, creando la técnica y el llamado método de comprobación; si bien llega a poner en éste tales amores, que podría decirse que la misma verdad parece en muchos casos sacrificada en sus aras. Y aún sería capaz de exonerar de toda ejecutoria científica a la misma verdad de las verdades de venir solamnete con el simple atavío de la sencillez afirmativa.

Sin embargo, ¿quién será tan osado que niegue a las pasiones humanas poder superior a las reglas de la técnica? Le coeur a ses raisons, dice Pascal, que la raison ne connait pas. El abstracto intelecto, supremo árbitro, aparece indiferente a todo menos a las estrictas leyes de su enjuiciamiento; pero, no debemos olvidar que, acaso inconscientemente, haga el juego de los concretos de donde sus raíces se nutren y absorba en ellos las embriagadoras esencias de vivas y caprichosas hipótesis. Lo cual no obsta a que convengamos en que nuestro ideal en la consecución de la verdad debe ser el dejar libre y desapasionado el juicio de la inteligencia, purificada en cuanto posible sea de las opciones que acaso nos induzcan al engaño. Pero, ¿es que no existen en el campo especulativo opciones forzosas, y que, a pesar de nuestro natural humano interés en poseer la verdad de modo positivo, como en evitarnos el engaño, podremos aguardar friamente hasta que la evidencia completa llegue por sus vías conocidas? No parece, a priori, que la verdad haya de llegar tan sólo por tan estrechos y enmarañados callejones.

IX

Las cuestiones morales hemos de resolverlas, porque así lo exige su planteamiento, sin pruebas sensibles. Una cuestión moral no atañe a nada de cuanto hiere nuestros sentidos, sino a lo que es bueno o lo sería si existiera. De lo primero es la ciencia quien se encarga de hablarnos; mas para justipreciar los valores comparados de lo que existe y de lo que no, debemos consultar lo que Pascal llamaba nuestro corazón, porque la

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ciencia nada nos resolvería. Esta misma no hace sino invocar su corazón cuando proclama que la certeza infinita del hecho y la rectificación de las creencias falsas son el supremo bien del hombre. Y si le exigís pruebas no podrá sino repetir su afirmación como un oráculo; a lo sumo os aducirá una en la sencilla afirmación de que tal certeza y tal rectificación son manantial de bondades para el hombre, según su propio corazón le advierte.

La cuestión de tener o no creencias morales, la decide nuestra voluntad. ¿Son falsas o verdaderas, o bien meros fenómenos biológicos por los cuales apreciamos individualmente las cosas, indiferentes en sí mismas, como buenas o malas? ¿Es nuestra inteligencia quien deba fallar el pleito? Si el corazón no quiere, jamás ella podrá llevarnos a la creencia en ese mundo de realidad moral.

El escepticismo mefistofélico satisfará mejor que el idealismo alguno de los instintos intelectuales. Personas hay tan frías de corazón por naturaleza (hasta en la edad de las pasiones), que padecen anestesia absoluta para las hipótesis morales, y ante cuya presencia el defensor de cualquiera de éstas se siente turbado, porque, al parecer, tienen ellas de su parte la evidencia demostrativa del conocimiento científico, mientras que el moralista parece apóstol sencillo influido sólo por infantil credulidad ardientemente comunicativa. En su difícil posición, sin embargo, fortalecido y estimulado por la sinceridad, no se arredrará, bien consciente de que no obra como impostor, pues con Emerson, se dirá que existe un reino en donde todo ingenio y toda intelectualidad no son superiores a la astucia de una zorra. El escepticismo moral no puede probarse ni refutarse por la lógica como el escepticismo intelectual. Cuando nos aferramos a una verdad (de cualquiera de ambos géneros) ponemos en ello todo nuestro ser ateniéndonos a los resultados; lo propio que el escéptico, con igual ardor, adopta la actitud dubitativa. En cuanto a quien acierte, sólo puede saberlo la Omnisciencia infinita.

Ocupémonos ahora, después de estas amplias cuestiones acerca del bien, de un orden más concreto que afecta a relaciones entre personas, a estados mentales de entre ellas. Por ejemplo, ¿simpatizáis conmigo o no? Como en la mayoría de los casos, la respuesta dependerá de que desde un principio os halle dispuestos a simpatizar, yo quiere presumir que ya os agrado y que benevolentemente me prestáis vuestra atención y confianza. De tal modo, la fe previa por mi parte en vuestra simpatía es la que arrastra ésta tras de sí. Otra cosa sería si dudase de vuestra confianza hasta no tener evidencia objetiva de ella, o como dicen los idealistas, ad extorquendum assensum meum: puede asegurarse que en el 90 por cien de los casos no llegaría a presentarse vuestra complacencia. ¡Cuánto corazón femenino no se rinde sino únicamente a la tenaz insistencia del amante obstinado en la idea de que ha de ser correspondido! En estos casos, el propio deseo de alcanzar la verdad llega a dar existencia a ésta, y así en otros innumerables ejemplos. ¿Para quiénes son las recompensas, los ascensos, las prebendas, sino para aquellos que ricos en hipótesis vivas y previendo sus ventajas, ponen en juego su actividad arriesgándose en pro de un éxito feliz en el que confiadamente esperan? Esta fe en las propias energias llena en el pleito vital la doble función de demanda y de prueba. Un organismo social de cualquier orden, simple o complejo, debe su existencia a la mutua confianza de cada uno de sus miembros. El resultado de la acción cooperativa de muchos individuos independientes entre sí no existiría sin la fe precursora de unos en otros. Los Estados, los ejércitos, el comercio, un colegio, un equipo atlético, existen bajo tal condición cumplida por todas y cada una de las personas componentes; y sin tal fe previa desaparecería hasta el objetivo de tales asociaciones.

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Un atestado tren de viajeros, aunque cada cual estuviese decidido a vender cara su vida, con facilidad sería saqueado a mansalva por unos cuantos desalmados, a causa de la ciega confianza de todos los confabulados en que cada uno cumplirá la consigna del momento del ataque, y porque cada pasajero falto de fe en la ayuda de los compañeros de tren, por excepción se atreverá a poner resistencia. Mas, si todos ellos creyesen que obraban conjuntamente al arrojarse sobre los asaltantes, difícilmente podría intentarse saquear un tren con tan pasmosa temeridad.

Hay, pues, hechos cuya existencia depende, en absoluto, de la fe en su advenimiento. Y si la fe en un hecho puede crear el hecho, es atrevida y pretenciosa la lógica mantenedora de que la fe sin completa evidencia científica es "la más detestable inmoralidad en que pueda caer un ser pensante". Tal es, sin embargo, la lógica con que pretenden regular nuestra vida esos absolutistas científicos.

X

Queda demostrado con lo dicho, que para las verdades dependientes de nuestra acción personal, es necesaria, casi indispensable, la fe basada en el deseo.

Se me argumentará que, ejemplos como los citados, son triviales y que no tienen ni remota analogía con las grandes cuestiones cósmicas, como la de la fe religiosa; por lo cual no quiero dejar de ocuparme de éstas, si bien lo haré considerando la religión en abstracto, en su carácter genérico, prescindiendo de sus variedades accidentales.

¿Qué viene a significar la hipótesis religiosa?

La ciencia dice que las cosas existen; la Moral que unas son mejores que otras, y la Religión afirma en síntesis: primero, que las cosas más comprensivas son las más perfectas, las más eternas (al modo de la proposición de C. Secretan, "la perfección es eterna", es decir, que no puede ser objeto de demostración científica); segundo, que por creer la primera proposición adquirimos una supremacía moral.

Consideremos ahora los fundamentos lógicos de tales proposiciones, dando por cierta la hipótesis religiosa contenida en ellas y por admitida tal posibilidad, como casi necesaria, ya que discutimos la cuestión, advirtiendo que en ella va envuelta una hipótesis viva. Claro que quien no admita algún vislumbre de viva posibilidad en la certeza de la hipótesis religiosa, no debe proseguir; me dirijo solamente al saving remmant. Podemos ya observar por esta consideración, en primer lugar, que la religión se ofrece de tal modo como una opción momentánea, y que en el instante en que creemos, nos suponemos gananciosos de un cierto bien vital, que perderíamos en caso contrario. En segundo término, que la religión se nos presenta como una opción forzosa en cuanto hace relación al bien que podemos perder. No es posible rehuir la opción, declarándonos escépticos, en espera de más pruebas, porque aun evitándonos de tal modo el caer en el error de admitir la religión como una verdad, perderíamos el bien que por ella adquirimos, otro tanto que si optáramos por no creer. Sería exactamente lo propio que si un amante vacilase indefinidamente en pedir la mano de su novia, por no tener la evidente seguridad de que hubiese de resultar un ángel del hogar. ¿No daría lo mismo que, ante la duda de tal posibilidad, casase con otra? El escepticismo no es, pues, la evitación de optar; es una opción con determinada especie de riesgo: arriesgar mejor la pérdida de la verdad, que la ocasión del error, tal es la divisa de los escépticos. Y así

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como el creyente sostiene su creencia religiosa contra la negación, el escéptico mantiene ésta contra la creencia.

Intentar someternos al escepticismo religioso mientras logramos alcanzar una "evidencia suficiente", equivale a decirnos que, presentada la hipótesis religiosa, lo más prudente es rendirnos al temor de su errónea existencia, antes que a la esperanza en su certeza.

No existe, pues, tal oposición en dos bandos, en uno de los cuales militen todas las pasiones contra la inteligencia pura, sino que a ésta la impulsan también elementos pasionales. ¿Y qué garantías de suprema omnisciencia pueden arrogarse éstos, para ser los guías del intelecto? Engaño por engaño, ¿qué pruebas hay de que el engaño por la esperanza sea de peor linaje que el engaño por el miedo? Yo desobedezco el mandato de la Ciencia para cumplir mejor el hecho en que ella funda tal género de opción; y sigo mi inclinación propia, guía suficiente para permitirme, en casos como el que trato, correr mi riesgo.

Si la religión es luz cuya incierta claridad con esfuerzo vislumbramos, ¿por qué permitir que coloquéis ante mis ojos, ansiosos de esa luz eterna, pantallas que me impiden poseerla en la única ocasión oportuna, allegada por mi voluntariedad de arriesgarme a obrar por necesidad pasional, de considerar religiosamente el mundo, necesidad que yo aprecio como justa y hasta profética? No de otro modo suponemos nosotros la religión aun al discutirla en estos momentos, hipótesis viva, muy probablemente cierta, que en los más de nosotros actúa con fuerza de fe activa y aun acaso ilógica.

El aspecto perfecto, eterno, del universo, está representado en nuestras religiones como si tuvieran forma personal. Una vez adquirida la fe religiosa, el universo dejará de ser para nosotros un mero ello y será un tú, verdadero interlocutor invisible. Así, aunque en cierto sentido, aparecemos siendo partículas pasivas del universo, de este otro modo gozamos de autonomía, viniendo a ser centros activos, independientes.

Además, percibimos que a esta voluntariedad hacia el bien en nosotros existente, es a la que la religión se dirige, como si no pudiéramos jamás llegar a la evidencia sin adelantarnos hacia ella.

Si en lo social no diéramos paso alguno sin previas garantías de acierto y a nadie creyéramos por su palabra, lucido porvenir sería el nuestro; quedaríamos postergados siempre por aquellos espíritus que, más abiertos y confiados, supieran aventurarse en la ocasión propicia. Igualmente preteridos quedan, cuantos encerrados en la artillada fortaleza de inflexible lógica, piensan que la Divinidad ha de hablarles un día sin que ellos pongan nada de su parte por adelantarse a reconocerla en momento alguno de la vida. Ese sentimiento en nosotros imbuído, ignoramos de dónde, de qué, creyendo obstinadamente en la Divinidad (cosa que por otra parte no nos sería difícil evitar) cumplimos el más sagrado deber con el universo, parece integrar la vida esencia de la hipótesis religiosa. De ser ésta cierta en todas sus partes, incluso ésta última, el intelectualismo puro con su severa proscripción de la aquiescencia previa, sería un absurdo, quedando por lo tanto lógicamente sancionada la necesidad de la participación, tantas veces mentada, de nuestra naturaleza simpática. Así, pues, ¿cómo he de concebir yo las reglas del agnosticismo en la investigación de la verdad, y cómo, que se deje sin

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función definida en tal materia a nuestra naturaleza voluntaria? Me es imposible, por la sencilla razón de que considero irracional toda regla de procedimiento mental que ponga cortapisas al conocimiento de la verdad en cualquier forma que se adquiera. Tal es mi juicio resumido acerca de esta materia, y, sinceramente, no se me alcanza más.

Temo, sin embargo, que aun después de lo dicho, haya quien se sobrecoja por haber llegado con mi razonamiento a la conclusión de que tenemos el derecho de creer a nuestro riesgo toda hipótesis suficientemente viva para tentar nuestra voluntad. Sospecho que se atemoricen de tal atrevimiento los que aprecien mi proposición sólo en su aspecto lógico abstracto, pensando al propio tiempo (quizás maquinalmente) que pudiera con él dar entrada en mi pensamiento a cierta hipótesis religiosa, muerta ya para nosotros.

En la libertad de "creer lo que queramos", acaso imaginan que comprendo hasta la fe claramente supersticiosa, y tal vez lleguen a suponer que quiero admitir la fe que definen los chicos con el catecismo de "creer algo que no es cierto" (creer lo que no se ve). Basta para desterrar esa torcida intepretación la aclaración hecha in concreto; la libertad de creer sólo comprende opciones vivas, que aun cuando el intelecto individual no acierte a resolver por sí mismo, nunca parezcan absurdas a quien se proponen.

Cuando al considerar el problema religioso tal como la realidad lo presenta aisladamente a cada hombre, y al propio tiempo, las varias circunstancias de orden práctico y teórico en que aquél se plantea, paro mientes en que por categórico mandato quiere la Ciencia exigirnos que arrinconemos las tendencias íntimas, los arraigados instintos, los cálidos sentimientos que encienden nuestra fe religiosa (viviendo entre tanto como si la religión nada tuviese de verdadera) hasta que la Ciencia y los sentidos nos den de acuerdo su fallo y la pauta de nuestra conducta, me doy cuenta de que jamás se ha fraguado un canon más absurdo y ridículo en los antros de la Filosofía4.

Si fuesen infalibles los juicios intelectuales y tuviéramos conciencia de que en determinados momentos eramos poseedores de certidumbres objetivas, podría tenérsenos por desleales y sediciosos al rebelarnos impacientes contra las decisiones de tan perfecto órgano de conocimiento. Pero, como empíricos que consideramos imposible el saber cuando llega la verdad absoluta a nuestras manos, no podemos esperar ese solemne instante. Claro que nos sería dado hacerlo y nadie supondrá que haya negado tal posibilidad; más decidiríamos tan a nuestro riesgo como si nos declarásemos creyentes, y en ambos casos es la misma la vida y el porvernir de que juzgamos.

Nadie debe prohibir a cada cual su peculiar creencia, ni motejarle por ella; por el contrario, la libertad mental debe ser profunda y cortésmente respetada; sólo así prosperará la república intelectual; sólo con tal espíritu de íntima tolerancia no será un cuerpo sin vida toda nuestra bendita tolerancia externa, orgullo del empirismo; sólo así progresaremos en el mundo especulativo como en el práctico.

Comencé con una referencia de Fitz James Stephen y voy a terminar con palabras suyas.

"¿Qué idea nos hemos formado de nosotros mismos y del mundo en que nos encontramos? Ningún acto nuestro podrá sustraerse a la influencia que del concepto de

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estas enigmáticas cuestiones tengamos o dejemos de tener... En todo importante negocio de la vida hemos de arriesgar algún salto en la oscuridad... Si nos decidimos por no dar respuesta alguna a estas apremiantes interrogaciones, ya hacemos nuestra elección, otra tanto que si vacilamos en hacerla; de todos modos el albur es nuestro... Nadie podrá prohibiros que creais en Dios y en el futuro, porque nadie podrá presentaros pruebas de lo erróneo de vuestra creencia; como si alguien piensa lo contrario y ajusta su vida a sus creencias, tampoco habrá modo de demostrarle que está equivocado... Obre cada cual con arreglo a su pensamiento; si torcido, peor para él... En nuestra vida la arriesgadísima travesía de quien caminando por entre nevadas montañas, cegado por continuos ventisqueros, sólo en contados instantes vislumbrar pudiese vestigios de sendas... ¿Qué hacer...? ¿Condenarse a morir petrificado por el frío o marchar resuelto en pos de las únicas huellas que den alguna orientación, aunque con esfuerzo temerario? Sed fuertes y valerosos; obrad bien, aspirad al bien y aceptad lo que venga... Si la muerte acaba con todo, no podemos aguardarla de la mejor manera"5.

Notas

1. Comunicación leída ante los Philosophical Clubs de las Universidades de Yale y Brown.

2. Léase la admirable página 310 de Time and Space de S. H. Hogdson, Londres, 1865.

3. V. W. Ward: "Ensayo sobre The Wish to Believe" en Witnesses to the Unseen, Macmillan y C.º, 1893.

4. Admitida la creencia como medida de la acción, todo lo que nos prohiba creer en la certeza de la religión, necesariamente nos impide obrar como debiéramos dando a ésta por verdadera. La dignidad y el valor de la fe religiosa se sustenta en la acción. Si la inspirada o exigida por la hipótesis de una religión centro de verdad, no difiriese de la hipótesis materialista, la fe religiosa sería inútil, superflua, y perder el tiempo ocuparse de ella. Yo veo que la hipótesis religiosa comunica al mundo expresión tal, que por sí misma determina numerosas reacciones específicas en la conducta humana, diferentes de las que emanan del concepto materialista del mundo.

5. También dice Goethe:

Das Leben lieben und den Tod nich scheuen

Und fest and Gott und bessre Zukunft glauben

Heisst leben, heisst den Tod sein Bitteres rauben.

(Endulzarás el amargor de la vida y de la muerte, amando la una y no temiento a la otra; si crees en Dios y no pierdes la esperanza) [N. del T.].

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EL FILOSOFO MORAL Y LA VIDA MORAL1

William James (1897)

Traducción castellana de Oihana Robador (2004)

Este ensayo, "El filósofo moral y la vida moral" forma parte de la obra de William James La voluntad de creer que fue publicada por William James en 1897 con el título original de The Will to Believe and other Essays in Popular Philosophy (Nueva York, Longmans, Green, 1897). Esta obra está constituida por artículos y conferencias que fueron escritos a intervalos desde 1879 hasta 1896. La voluntad de creer surge de la propia necesidad de James de justificar la creencia -el derecho a creer, la libertad de creer-, idea que había aprendido de Charles Renouvier, en oposición al escepticismo y la duda. El mismo James al comienzo del libro lo califica diciendo que es "un sermón sobre la justificación por la fe: la defensa de nuestro derecho a adoptar una actitud creyente en materias religiosas, sin que por ello salga condenada a coacción alguna la lógica de nuestro intelecto"

Este capítulo de La voluntad de creer fue traducido en 1922 por Santos Rubiano quien le dio el título de "Los moralistas y la vida moral" (La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular. Traducción de Santos Rubiano. Madrid, Daniel Jorro, 1922). Este ensayo también está recogido en sus obras completas: William James. "The Moral Philosopher and The Moral Life" (1897),The Will to Believe en F. Burkhardt, F. Bowers e I. Skrupskelis (eds.),The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1979, VI, pp. 141-162.

El propósito principal de este artículo es mostrar la imposibilidad de algo así como una filosofía ética construida a priori de manera dogmática. Todos colaboramos en la determinación del contenido de la filosofía ética en la medida en que todos contribuimos a la vida moral de la raza. En otras palabras, no puede haber una verdad definitiva en ética, o al menos no más que en física, hasta que el último hombre no haya tenido su experiencia y manifestado su opinión. Sin embargo, en un caso como en el otro, las hipótesis que formulamos mientras esperamos y los actos a los que nos instan, se encuentran entre las condiciones indispensables que determinan lo que esa "opinión" será.

En primer lugar, ¿cuál es la postura de quien busca una filosofía ética? Para empezar debe distinguirse de todos aquellos que se conforman con ser escépticos éticos. No será un escéptico; por lo tanto, lejos de ser el escepticismo ético un posible fruto del filosofar ético, solo puede ser considerado como esa alternativa residual a toda filosofía, una alternativa que desde el punto de partida amenaza a cada pretendido filósofo, que

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puede abandonar la búsqueda descorazonado, y renunciar a su aspiracion original. Esa aspiración es encontrar una explicación para las relaciones morales que surgen entre las cosas, aquello que las ligue en la unidad de un sistema estable y haga del mundo lo que podría llamarse un universo genuino desde el punto de vista ético. En cuanto que el mundo se resiste a la reducción a la unidad, en tanto que las proposiciones éticas parecen inestables, el filósofo fracasa en su ideal. El objeto de su estudio son los ideales que encuentra existentes en el mundo; el propósito que le guía es su propio ideal de darles una determinada forma. Así, ese ideal es un factor en la filosofía ética cuya legítima presencia nunca debe pasarse por alto; es una contribución positiva que el propio filósofo hace necesariamente al problema. Sin embargo ésta es su única contribución positiva. Desde el comienzo de su indagación no debe haber otros ideales. Si estuviera interesado particularmente en el triunfo de cualquier tipo de bien, debería dejar de ser un investigador judicial y convertirse en defensor de algún elemento determinado del caso.

Existen tres cuestiones en ética que deben considerarse separadamente. Llamémoslas respectivamente la cuestión psicológica, la cuestión metafísica y la cuestión casuística. La cuestión psicológica se pregunta por el origen histórico de nuestros juicios e ideas morales; la cuestión metafísica se pregunta cuál es el verdadero significado de las palabras “bien”, “mal” y “obligación”; la cuestión casuística por cuál es la medida de los diversos bienes y males que el hombre reconoce, de manera que el filósofo pueda establecer el verdadero orden de las obligaciones humanas.

I

La cuestión psicológica es para la mayoría de los contendientes la única cuestión. Cuando el doctor en teología ha comprobado para su propia satisfacción que debe postularse una facultad del todo única llamada “conciencia” para decirnos lo que está bien y lo que está mal; o cuando el entusiasta de la ciencia popular ha proclamado que el “apriorismo” es una superstición refutada y que nuestros juicios morales han surgido gradualmente de nuestro aprendizaje del entorno, cada una de esas personas piensa que la ética ya está establecida y que no pueda decirse nada más. Los conocidos pares de nombres, Intuicionistas y Evolucionistas, tan usados comúnmente hoy en día para subrayar todas las diferencias posibles en la opinión ética, solo se refieren en realidad a la cuestión psicológica. La discusión de esta cuestión gira tanto en torno a detalles particulares, que es imposible adentrarse en ella dentro de los límites de este artículo. Por lo tanto, únicamente expresaré dogmáticamente mi propia creencia que es la siguiente –que los Benthams, los Mills y los Bains han hecho un mal servicio tomando tantos de nuestros ideales humanos y mostrando cómo deben haber surgido de la asociación con actos de simple satisfaccion corporal y alivio del dolor. La asociación con muchas satisfacciones remotas sería incuestionablemente una prueba de bondad en nuestras mentes; y cuanto más vagamente esté concebida la bondad, más misteriosa parecerá ser su fuente. Pero es seguramente imposible explicar todos nuestros sentimientos e inclinaciones de esta manera simple. Cuanto más minuciosamente estudia la psicología la naturaleza humana, más claramente encuentra trazos de afectos secundarios, relacionando las impresiones del entorno unas con otras, y con nuestros impulsos, en maneras muy diferentes a las meras asociaciones de coexistencia y sucesión, que son prácticamente todo lo que el empirismo puro puede admitir. Consideremos la pasión por la bebida; la timidez, el pánico a las alturas, la tendencia al mareo, el desmayarse ante la presencia de sangre, la susceptibilidad a los sonidos

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musicales; tomemos la emocion ante lo cómico, la pasion por la poesía, por las matemáticas o por la metafísica –ninguna de estas cosas puede ser explicada en su totalidad mediante asociación o utilidad. Se acompañan de otras cosas que sin duda pueden ser explicadas así; y algunas de ellas son proféticas de futuras utilidades, ya que no existe nada en nosotros para lo que no pueda encontrarse uso. Pero su origen está en complicaciones que inciden en nuestra estructura cerebral, una estructura cuyas características originales surgen sin referencia a la percepción de discordancias y armonías tales como éstas.

Ahora bien, un vasto número de nuestras percepciones morales también son ciertamente de ese segundo tipo que tiene su origen en el cerebro. Se ocupan de los estados directamente experimentados ante las cosas y a menudo, se dan de bruces con todas las prevenciones del hábito y las presunciones de utilidad. En el momento en el que remontas las máximas morales más burdas y más de sentido común, los Decálogos y El Almanaque del Pobre Richard, caes en esquemas y posiciones que desde el punto de vista del sentido común son fantasiosas y demasiado forzadas. El sentido de la justicia abstracta que algunas personas poseen es una variación tan excéntrica desde el punto de vista de la historia natural, como lo es la pasión por la música o por las elevadas consistencias filosóficas que consumen el alma de otros. El sentimiento de dignidad interior de ciertas actitudes espirituales como la paz, la serenidad, la simplicidad, la veracidad; y de la esencial vulgaridad de otras como la lamentación, la ansiedad, la existencia egoísta, etc. –son del todo inexplicables salvo por una preferencia innata de la actitud más ideal por su propio beneficio. Las cosas más nobles saben mejor, y esto es todo lo que podemos decir. La “Experiencia” de las consecuencias puede enseñarnos verdaderamente qué cosas son perversas pero ¿qué tienen que ver las consecuencias con lo mezquino y vulgar? Si un hombre ha disparado al amante de su mujer ¿en razón de quésutil repugnancia nos sentimos tan disgustados cuando escuchamos que la mujer y el marido han hecho las paces y viven de nuevo cómodamente juntos? o si se nos ofreciese la hipótesis de un mundo en el que las utopías de los Srs. Fourier, Bellamy y Morris estuvieran superadas y millones de personas fueran permanentemente felices con la simple condición de que cierta alma perdida más allá del límite de las cosas llevase una vida de solitaria tortura, ¿qué puede ser, excepto una específica e independiente emoción, lo que nos haga sentir inmediatamente, incluso aunque surja un impulso en nuestro interior que nos lleve a aferrarnos a la felicidad así ofrecida, lo espantoso que puede ser su disfrute cuando se acepta deliberadamente como el fruto de tal ocasión? ¿A qué, una vez más, sino a sutiles sentimientos de discordia nacidos en el cerebro pueden deberse todas esas recientes protestas en contra de la entera tradición de la justicia retributiva? –Me refiero a Tolstoi con sus ideas sobre la no resistencia, al Sr. Bellamy con su sustitución del olvido por arrepentimiento (en su novela El proceso del Dr. Heidenhaim), a M. Guyau con su radical condena del ideal punitivo. Todas estas sutilezas de la sensibilidad moral van mucho más allá de lo que puede ser cifrado a partir de las “leyes de asociación”, así como las delicadezas del sentimiento posibles entre una pareja de jovenes amantes, van más allá de preceptos como los de la “etiqueta que debe ser observada durante el noviazgo” tal y como se encuentran en los manuales de buenas maneras.

¡No! Ciertamente aquí están actuando fuerzas puramente interiores. Todo, los ideales más elevados y trascendentes son revolucionarios. Lejos de presentarse con la apariencia de efectos de la experiencia pasada lo hacen como probables causas de la

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experiencia futura, factores ante los que el entorno y las lecciones que nos ha enseñado hasta ahora deben enseñarnos a inclinarnos.

Esto es todo lo que puedo decir sobre la cuestion psicológica por el momento. En el último capítulo de un trabajo reciente2 he tratado de probar de forma general la existencia, en nuestro pensamiento, de relaciones que no repitan meramente las asociaciones de la experiencia. Nuestras ideas tienen ciertamente, muchas fuentes. No son totalmente explicables como placeres corporales significantes que ganar y dolores de los que escapar. Y por haber percibido así constantemente este hecho psicológico, debemos aplaudir a la escuela intuicionista. Si este aplauso debe o no extenderse al resto de características de esta escuela es algo que se verá a medida que continuemos con las siguientes cuestiones.

La siguiente en orden es la cuestión metafísica, de lo que entendemos con las palabras “obligación”, “bien” y “mal”.

II

En primer lugar, parece que palabras como éstas no pueden tener aplicación o relevancia en un mundo en el que no existe vida consciente. Imaginemos un mundo absolutamente material, que contuviese solo hechos físicos y químicos y que existiese desde la eternidad sin un Dios, sin ni siquiera un espectador interesado: ¿tendría algún sentido decir de ese mundo que uno de sus estados es mejor que otro? O si fuera posible la existencia de dos mundos tales ¿tendría algún sentido decir que uno es bueno y el otro malo –bueno y malo positivamente, quiero decir, a parte del hecho de que uno podría relacionarse mejor que el otro con los intereses particulares del filósofo? Pero debemos dejar a un lado esos intereses particulares, pues el filósofo es un hecho mental, y estamos preguntando por los bienes, males y obligaciones existen en los hechos físicos per se. Seguramente no hay status en el que bien y mal existan, en un mundo puramente inconsciente. ¿Cómo puede un hecho físico, considerado simplemente como tal, ser “mejor” que otro? Ser mejor no es una relacion física. En su mera capacidad material, una cosa no puede ser más buena o mala de lo que puede ser agradable o dolorosa. ¿Buena para qué? ¿Quiere decir buena para la produccion de otro hecho físico? ¿Pero qué es lo que en un universo puramente físico exige la producción de ese otro hecho? Los hechos físicos simplemente son o no son; y se supone que ni presentes ni ausentes, pueden hacer exigencias. Si lo hacen, solo pueden hacerlo teniendo deseos; y entonces han dejado de ser hechos puramente físicos y se han convertido en hechos de la sensibilidad consciente. Bondad, maldad y obligación deben realizarse en algún lugar realmente, en orden a existir; y el primer paso en filosofía ética es ver que ninguna “naturaleza de las cosas” meramente inorgánica puede realizarlos. Ni relaciones morales ni la ley moral puede moverse in vacuo. Su único hábitat puede ser una mente que los sienta; y ningún mundo compuesto meramente de hechos físicos puede posiblemente ser un mundo al que se apliquen las proposiciones éticas.

Sin embargo, en el momento en el que un ser consciente, es hecho parte del universo, hay una oportunidad de existir realmente para bienes y males. Las relaciones morales tienen entonces su status, en la conciencia de ese ser. En la medida en que siente que algo es bueno, o lo hace bueno. Es bueno, para él; y siendo bueno para él, es absolutamente bueno, pues él es el único creador de valores en ese universo, y al margen de su opinión las cosas no tienen ningún carácter moral.

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En un universo como ese, sería absurdo evidentemente elevar la cuestión de si los juicios sobre el bien y el mal del pensador solitario son verdaderos o no. La verdad supone un modelo fuera del pensador al que éste se debe plegar; pero aquí el pensador es una especie de divinidad, que no está sujeta a ningún juicio más elevado. Llamemos a este supuesto universo en el que habita una soledad moral. En esta soledad moral está claro que no puede haber ninguna obligación externa, y el único problema que el pensador pseudo-dios podría tener giraría en torno a la consistencia de sus diversos ideales unos con otros. Algunos de éstos serán sin duda más agudos y conmovedores que el resto, su bondad tendrá un profundo y más penetrante sabor; si son infringidos, volverán a obsesionarle con mayor número de obstinados remordimientos. Por lo tanto el pensador tendrá que ordenar su vida con dichos ideales como sus principales determinantes, o de otro modo permanecer discordante e infeliz. En cualquier equilibrio que establezca sin embargo, y de cualquier modo que pueda enderezar su sistema será un sistema correcto; no hay nada moral en el mundo pues, más allá de los hechos de su propia subjetividad.

Si ahora introducimos un segundo pensador en el universo con sus preferencias y aversiones, la situacion ética se vuelve mucho más compleja, e inmediatamente se contemplan diversas posibilidades.

Una de ellas es que los pensadores pueden ignorar completamente la actitud del otro sobre el bien y el mal, y continuar entregándose cada uno a sus propias preferencias, indiferentes ante lo que el otro pueda sentir o hacer. En tal caso, tenemos un mundo con el doble de calidad ética que en la soledad moral, pero sin unidad ética. El mismo objeto es aquí bueno o malo, en relación a si lo mides desde el punto de vista que éste o aquel pensador adopta. Tampoco podrás encontrar ningún fundamento posible en tal mundo para decir que la opinión de un pensador sea más correcta que la del otro, o que alguno tenga el verdadero sentido moral. Este mundo en resumen, no es un universo moral sino un dualismo moral. No sólo no existe en él ningún punto de vista en su interior desde el que los valores de las cosas puedan juzgarse inequívocamente, sino que ni siquiera existe la exigencia de tal punto de vista, ya que se impone que los dos pensadores son indiferentes respecto a los pensamientos y actos del otro. Multipliquemos los pensadores en un pluralismo, y encontraremos realizado en la esfera ética algo así como el mundo que los antiguos escépticos concibieron –en el que mentes individuales son la medida de todas las cosas, y en el que no puede encontrarse ninguna verdad “objetiva” sino solamente una multitud de opiniones “subjetivas”.

Este es el tipo de mundo al que el filósofo, desde el momento en que sostiene la esperanza de una filosofía, no se opondrá. Entre los diferentes ideales representados debe haber, piensa, algunos que tengan mayor verdad o autoridad; y a éstos deberían rendirse los otros, de manera que el sistema y la subordinación puedan reinar. Aquí en la palabra “debería”, surge de manera empática la noción de obligación, y el siguiente paso debe ser poner en claro su significado.

Puesto que el resultado de la discusión hasta ahora ha sido mostrarnos que nada puede ser bueno o correcto salvo en la medida en que alguna consciencia lo sienta como bueno o piense que es correcto, percibimos en el principio que la verdadera superioridad y autoridad que el filósofo postula reside en algunas opiniones, y el carácter verdaderamente inferior que supone que debe pertenecer a otras, no puede explicarse por ninguna “naturaleza de las cosas” moral abstracta que exista con anterioridad a esos

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pensadores mismos y sus ideales. Al igual que los atributos bien y mal, sus comparativos mejor y peor deben realizarse para ser reales. Si un juicio ideal es objetivamente mejor que otro, esa cualidad de ser “mejor” debe encarnarse alojándose de forma concreta en la percepción actual de alguien. No puede flotar en la atmosfera, ya que no es una especie de fenómeno metereológico como la aurora boreal o la luz zodiacal. Su esse es percipi, como el esse de los ideales mismos de entre los que se obtiene. Por lo tanto, el filósofo que busca saber qué ideal debería tener un peso supremo y cuál debería ser subordinado, tiene que remontar el mismo debería hasta la constitución de facto de una conciencia existente, más allá de la que, como uno de los datos del universo, él como filósofo puramente ético sea incapaz de ir. Esta consciencia debe hacer a un ideal correcto sintiéndolo correcto, y al otro equivocado sintiendo que está equivocado. Pero ahora bien, ¿qué consciencia particular en el universo puede disfrutar de la prerrogativa de obligar a las otras a someterse a una regla que ella establece?

Si uno de los pensadores fuera obviamente divino, mientras que el resto fueran humanos, probablemente no habría ninguna discusion práctica sobre el asunto. El pensamiento divino sería el modelo al que los otros se conformarían. Sin embargo todavía quedaría la cuestión teórica ¿cuál es el fundamento de la obligacion, incluso aquí?

En nuestros primeros intentos por responder a esta cuestion, existe una inevitable tendencia a deslizarse en una asunción que los hombres siguen habitualmente cuando discuten sobre cuestiones en relación con el bien y el mal. Imaginan un orden moral abstracto en el que reside la verdad objetiva, y cada uno trata de probar que ese orden preexistente está reflejado más exactamente en sus propias ideas que en las de su adversario. Debido a que uno de los contendientes se encuentra respaldado por la protección de ese orden abstracto pensamos que el otro tendría que someterse a él. Sin embargo, cuando no se trata tan solo de dos pensadores finitos, sino de Dios y nosotros, seguimos nuestra costumbre habitual, e imaginamos una especie de relación de jure, que precede y sobrepasa los simples hechos, y haríamos bien si conformásemos nuestros pensamientos a los de Dios, aunque él no exigiera nada al respecto, y aunque nosotros prefiriésemos de facto continuar pensando por nuestra cuenta.

Pero en el momento en el que observamos atentamente la cuestión, no sólo vemos que sin una exigencia por parte de una persona concreta no puede haber obligación, sino que existe alguna obligación allí donde hay una exigencia. Exigencia y obligación son, de hecho, términos coextensivos; se abarcan uno a otro exactamente. Nuestra actitud habitual de considerarnos a nosotros mismos como sujetos a un sistema de relaciones morales, verdaderas “en sí mismas”, por lo tanto, o es una redomada superstición, o de otra forma debe ser tratada simplemente como una abstracción provisional de ese verdadero Pensador en cuya exigencia actual de que pensemos como él lo hace tiene que basarse en última instancia nuestra obligación. En una filosofía ético-teística ese pensador en cuestión es, evidentemente, la Divinidad a la que es debida la existencia del universo.

Sé muy bien lo duro que es para aquellos acostumbrados a lo que he denominado la opinión supersticiosa darse cuenta de que cada exigencia de facto crea de ahora en adelante una obligación. Pensamos interesadamente que aquello que llamamos “validez” de la exigencia es lo que le da su carácter obligatorio y que esa validez es algo

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al margen de la mera existencia de la exigencia como algo que de hecho, cae sobre la exigencia, pensamos, desde alguna sublime dimensión del ser que la ley moral habita, al igual que la influencia del Polo sobre el acero de la aguja de la brújula cae de los cielos estrellados. Pero una vez más ¿cómo puede un carácter imperativo inorgánico y abstracto, adicional al imperativo que está en la misma exigencia concreta, existir? Tomemos cualquier peticion, por insignificante que sea, que cualquier criatura por débil que sea, pueda hacer. ¿Debería o no satisfacerse en su único beneficio? Si es que no, pruebe por qué no. La única clase de prueba posible que se puede aducir sería la exhibición de otra criatura que hiciera otra petición en sentido contrario. La única razón posible por la que un fenómeno debería existir es que tal fenómeno sea realmente deseado. Cualquier deseo es imperativo hasta donde alcanza; se hace a sí mismo válido simplemente por el hecho de existir. Algunos deseos, suficientemente verdaderos, son deseos pequeños; son expuestos por personas insignificantes, y acostumbramos a quitar importancia a las obligaciones que conllevan. Pero el hecho de que tales demandas personales impongan pequeñas obligaciones, no impiden que las obligaciones mayores sean también demandas personales.

Si tenemos que hablar de forma impersonal, con seguridad podemos decir que “el universo” requiere, precisa o hace obligatoria tal o cual acción, allí donde se exprese a sí mismo a través de los deseos de tal o cual criatura. Pero es mejor no hablar del universo de esta manera personificada, a menos que creamos en una consciencia universal o divina que exista realmente. Si hubiera tal conciencia, entonces sus peticiones acarrearían la mayor obligación simplemente porque éstas son las mayores en cantidad. Pero incluso aunque no fueran abstractamente correctas habría que respetarlas. En realidad, solo son hechas concretamente correctas, –o correctas según el hecho y por virtud del hecho. Supongamos que no las respetamos, como parece suceder con frecuencia en este extraño mundo. Esto no debería ser así, decimos, esto está mal. ¿Pero en qué medida se hace más aceptable o inteligible este hecho de incorrección cuando imaginamos que consiste más en la laceración de un orden ideal a priori que en la decepción de un Dios personal vivo? ¿Pensamos quizá que cubrimos y protegemos a Dios y que hacemos su impotencia sobre nosotros menos fundamental, cuando lo tapamos con esa manta de apriorismo de la que puede extraer el calor de alguna nueva solicitud? Sin embargo la única fuerza de solicitud para nosotros, que tanto un Dios vivo como un orden ideal abstracto pueden manejar, se encuentra en las “eternas bovedas de rubí” de nuestros propios corazones humanos, en la medida en que éstos palpitan sensible o insensiblemente ante la exigencia. En la medida en que la sienten cuando ésta proviene de una conciencia viva, se trata de vida respondiendo a vida. Una exigencia reconocida así vivamente es reconocida con una solidez y plenitud que ningún pensamiento de un “ideal” de soporte puede hacer más completa, mientras que por otra parte, si la respuesta del corazón se oculta, el difícil fenómeno es aquí de tal impotencia sobre la exigencia que el universo acarrea que ninguna disertación sobre una naturaleza eterna de las cosas podría borrar o disipar. Un orden a priori inefectivo es algo tan impotente como un Dios inefectivo; y bajo la perspectiva de la filosofía, es igualmente complejo de explicar.

Podemos considerar ahora que lo que hemos distinguido como la cuestión metafísica en la filosofía ética está suficientemente contestado, y que hemos aprendido lo que significan las palabras “bueno”, “malo” y “obligación”. No suponen ninguna naturaleza absoluta, independiente de un respaldo personal. Son objetos del sentimiento

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y del deseo, que no tienen ningún asidero o anclaje en el Ser, aparte de la existencia de mentes realmente vivas.

Allí donde existan tales mentes, con juicios de bueno y malo, y demandas sobre uno y otro, existe un mundo ético en sus características esenciales. Si todas las demás cosas, dioses, hombres y cielos estrellados, se borran de este universo, y no quedase sino una sola roca con dos almas amantes sobre ella, esa roca tendría una constitución moral tan completa como la de cualquier mundo posible que las eternidades e inmensidades pudieran albergar. Sería una constitución trágica, porque los habitantes de la roca morirían. Pero mientras vivieran, habría cosas reales buenas y malas en el universo; habría obligación, exigencias y esperanzas; obediencias, rechazos y decepciones; escrúpulos y ansias de recuperar la armonía, y paz interior de conciencia cuando fuera restaurada; habría en definitiva, una vida moral, cuya energía activa no tendría límite salvo la intensidad del interés por el otro con el que el héroe y la heroína estarían dotados.

Nosotros, en este globo terrestre somos, hasta donde llegan los hechos visibles, como los habitantes de esa roca. Tanto si existe o no un Dios, más allá del cielo azul que se extiende sobre nosotros, constituimos de todas formas una república ética aquí abajo y la primera reflexión a la que esto nos conduce es que la ética tiene una base genuina y real en un universo en el que la consciencia más elevada es la humana, igual que también en un universo donde existe un Dios. “La religión de la humanidad” proporciona una base para la ética igual que lo hace el teísmo. Si el sistema puramente humano puede satisfacer la demanda del filósofo tanto como el otro es una cuestión distinta, que nosotros mismos debemos responder, antes de terminar.

III

La última cuestión fundamental en ética era, como se recordará, la cuestion casuística. Aquí estamos, en un mundo en el que la existencia de un pensador divino ha sido y quizá siempre será puesta en duda por algunos de los espectadores, y en el que, en lugar de la presencia de un gran número de ideales con los que los seres humanos están de acuerdo, lo que hay son muchos otros sobre los que no se obtiene un consenso general. Apenas es necesario presentar un retrato literario sobre ellos, ya que los hechos son de sobra conocidos. Las luchas entre la carne y el espíritu en cada hombre, las concupiscencias de los diferentes individuos que persiguen las mismas recompensas materiales o sociales incompartibles, los ideales que tanto así en relación con las razas, las circunstancias, los temperamentos, las creencias filosóficas, etc., todo ello forma un laberinto de confusión aparentemente inextricable, sin ningún hilo de Ariadna claro que nos ayude a salir. Sin embargo, el filósofo, precisamente porque es un filósofo, añade su propio ideal peculiar a la confusión (con la que si fuera un escéptico estaría aceptablemente satisfecho), e insiste en que sobre todas estas opciones individuales existe un sistema de verdad que él puede descubrir con tan solo esforzarse lo suficiente.

Nos situamos ahora en el lugar de ese filósofo y no debemos dejar de darnos cuenta de todos los elementos que esta situación comporta. En primer lugar no seremos escépticos; sostenemos que existe una verdad que averiguar. Pero en segundo lugar hemos obtenido la intuición de que esa verdad no puede ser una serie de leyes autoproclamadas, o una “razón moral” abstracta, sino que solo puede existir en acto o en la forma de una opinión sostenida por algún pensador como auténticamente fundada.

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Sin embargo no existe ningún pensador visible investido de tal autoridad. ¿Debemos entonces simplemente proclamar nuestros propios ideales como los que proclaman las leyes? No; pues si somos verdaderos filósofos debemos, de forma imparcial, arrojar nuestros propios ideales espontáneos, incluso los más queridos, junto con esa masa total de ideales que han de ser juzgados justamente. Pero entonces ¿cómo podemos como filósofos encontrar una prueba alguna vez? ¿cómo evitar el completo escepticismo moral por un lado, y por el otro llevar con nosotros un caprichoso modelo personal propio, en el que simplemente clavamos nuestra fe?

El dilema es complejo, y tampoco se hace un poco más fácil a medida que le damos vueltas en nuestra mente. Toda la tarea del filósofo lo obliga a buscar una prueba imparcial. Esa prueba sin embargo, debe ser encarnada en la pregunta de una persona realmente existente; ¿y cómo puede elegir a una persona excepto por un acto en el que están implicados sus propias simpatías y prejuicios?

Un método se presenta en efecto a sí mismo y ha sido considerado como algo historico por las más serias escuelas éticas. Si la serie de cuestiones exigidas se probasen al analizarlas menos caóticas de lo que lo parecían en un principio, si constituyeran su propia prueba relativa y su medida, entonces el problema casuístico estaría resuelto. Si se encontrase que todos lo bienes qua bienes contuvieran una esencia común, entonces la cantidad de esa esencia involucrada en cualquier bien mostraría su rango en la escala de bondad, podría establecerse rápidamente en un orden pues esa esencia sería el bien sobre el que todos los pensadores estarían de acuerdo, el bien relativamente objetivo y universal que el filósofo busca. Incluso sus propios ideales privados serían medidos por su participacion de éste, y se encontraría su lugar correcto entre el resto.

De esta manera, se han encontrado y propuesto varias esencias de bien como base de un sistema ético. Así, ser el punto medio entre dos extremos, ser reconocido por una facultad intuitiva especial, hacer al agente feliz por el momento, hacer tanto a él como a otros felices a largo plazo, aumentar su perfeccion o dignidad, no dañar a nadie, seguirse de la razon o fluir de la ley universal, estar de acuerdo con la voluntad de Dios, promover la supervivencia de la especie humana en este planeta, son muchas pruebas cada una de las cuales ha sido sostenida por alguien como constitutiva de la esencia de todas las cosas o acciones buenas en la medida en que son buenas.

Sin embargo, ninguna de las medidas que se ha propuesto hasta ahora han proporcionado una satisfacción general. Algunas no se encuentran obviamente universalmente presentes en todos los casos, por ejemplo la característica de no dañar a nadie, o la de seguir la ley universal, el mejor camino es a menudo cruel, y muchos actos son considerados buenos con la única condición de que sean excepciones, y que no sirvan como ejemplos de una ley universal. Otras características, como la de seguir la voluntad de Dios, son vagas e imposibles de averiguar. Otras, como la supervivencia, son bastante indeterminados en sus consecuencias, y nos dejan en la estacada cuando más necesitamos su ayuda: un filósofo de la tribu de los Sioux por ejemplo, es seguro que empleará seguro el criterio de la supervivencia de manera muy distinta de la que lo haríamos nosotros. Lo mejor, en definitiva, de todas estas señales y medidas de bondad parece ser la capacidad para proporcionar felicidad. Pero para no fracasar estrepitosamente, esta prueba debe tomarse como abarcando innumerables actos e impulsos que nunca aspiran a la felicidad; por lo tanto, después de todo, al buscar un

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principio universal nos dejamos inevitablemente llevar de forma progresiva hacia el más universal de los principios –que la esencia del bien es sencillamente satisfacer una demanda. La demanda puede ser de cualquier cosa bajo el sol. No existe en realidad mayor fundamento para suponer que todas nuestras demandas pueden ser respondidas por un tipo de motivo universal subyacente, que para creer que todos lo fenómenos físicos son casos de una única ley. Las fuerzas elementales en ética son probablemente tan plurales como las de la física. Los diferentes ideales no tienen un carácter común a parte del hecho de que son ideales. Ningún único principio abstracto puede utilizarse así para entregar al filósofo algo parecido a una escala casuística científicamente exacta y auténticamente útil.

Una mirada sobre otra de las peculiaridades del universo ético, tal y como lo encontramos, nos mostrará a continuacion las perplejidades del filósofo. Como problema puramente teórico concretamente, la cuestión casuística difícilmente surgiría en absoluto. Si el filósofo ético estuviera solo preguntando por el mejor sistema de bienes imaginable tendría en realidad una fácil tarea, porque todas las demandas como tales son primâ facie respetables, y el mejor mundo simplemente imaginario sería uno en el que cada exigencia fuera satisfecha tan pronto como fuera formulada. Un mundo así tendría que tener, sin embargo, una constitución física completamente diferente de aquel en que habitamos. Sería necesario no solo un espacio, sino un tiempo, “de n dimensiones ”, para incluir todos los actos y experiencias incompatibles unas con otras aquí abajo, que irían entonces en conjunción –tal como gastar nuestro dinero, pero hacernos ricos; tomar vacaciones, pero avanzar en nuestro trabajo; cazar y pescar, pero no hacer daño a los animales; adquirir un sinfín de experiencia, pero mantener nuestra frescura juvenil de espíritu, y otras por el estilo. No puede haber ninguna duda de que un sistema de cosas así, como quiera que se produzca, sería el sistema absolutamente ideal; y que si un filósofo pudiera crear universos a priori, y proveerlos de todas las condiciones mecánicas, ese es el tipo de universo que debería indudablemente crear.

Pero este mundo nuestro está hecho según un modelo completamente distinto, y la cuestión casuística es aquí mucho más trágicamente práctica. Lo realmente posible en este mundo es mucho más angosto que todo lo demandado; y existe siempre una pizca entre lo ideal y lo real que solo puede superarse dejando parte del ideal atrás. Difícilmente existe un bien que podamos imaginar si no es en lucha por la posesión del mismo fragmento de espacio y tiempo con algún otro bien imaginado. Cada finalidad de un deseo que se presenta a sí misma, aparece como excluyente de otra. ¿Debería un hombre beber y fumar, o mantener sus nervios en condiciones? –no puede hacer las dos cosas a la vez. ¿Debe inclinarse por Amelia o por Henrietta? –su corazón no puede elegir a ambas. ¿Debe mantenerse fiel a su querido y viejo Partido Republicano o conducirse con un espíritu de sencillez en lo que respecta a los asuntos públicos? –no puede tener las dos cosas. Así, la exigencia ética del filósofo sobre la escala correcta de subordinación de los ideales es fruto de una total necesidad práctica. Una parte del ideal debe ser aniquilada y necesita saber qué parte. Se trata de una trágica situación, y no una mera adivinanza especulativa, con la que se tiene que manejar.

Ahora, nosotros somos ciegos para la verdadera dificultad de la tarea del filósofo por el hecho de haber nacido en una sociedad cuyos ideales se encuentran ya ordenados en su mayor parte. Si seguimos el ideal convencionalmente más elevado, los que aniquilemos o bien morirán y no volverán a obsesionarnos, o si vuelven y nos acusan de asesinato, todo el mundo nos aplaudirá por hacerles oídos sordos. En otras palabras,

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nuestro entorno nos anima a no ser filósofos sino partidistas. El filósofo, en todo caso, en la medida en que se aferra a su propio ideal de objetividad, no puede excluir ningún ideal de ser escuchado. Está seguro, y correctamente seguro, de que el simple hecho de seguir el consejo de sus preferencias intuitivas sería ciertamente acabar en una mutilación de la totalidad de la verdad. Se dice que el poeta Heine escribio “Bunsen” en lugar de “Gott” en su transcripción del trabajo de este autor titulado “Dios en la historia”, para que dijera “Bunsen in der Geschichte”. Ahora bien, sin ser irrespetuoso con el buen y sabio Barón, ¿no puede decirse con seguridad que cada filósofo, por amplias que sean sus simpatías, debe ser únicamente un Bunsen en der Geschichte del mundo moral, desde el momento en el que trata de introducir sus propias ideas de orden dentro del rugido de la multitud de deseos, luchando por hacerse con un poco de espacio para el ideal al que se aferran? El mejor de los hombres no sólo debe ser insensible, sino absurda y particularmente insensible, a muchos bienes. Como un militante, luchando a brazo partido para que los bienes a los que es sensible no sean sumergidos y apartados de la vida, el filósofo, como cualquier otro ser humano, se encuentra en una posicion natural. Pero pensemos en Zenón y en Epicúreo, pensemos en Calvino y en Paley, pensemos en Kant y en Schopenhauer, en Herbert Spencer y John Henry Newman, no ya como triunfadores unilaterales de unos ideales concretos, sino como maestros de una escuela decidiendo lo que todos debemos pensar –¿y qué tópico más grotesco que éste podría desear un escritor satírico para ejercitar su pluma? El débil intento de la Sra. Partington de detener la marea del Atlántico norte con su escoba era un espectáculo razonable en comparación con sus esfuerzo de sustituir el contenido de sus sistemas barbilampiños por esa exuberante masa de bienes con que la naturaleza humana trabaja, gimiendo por sacarlos a la luz del día. Piensen, además, en semejantes individuos moralistas, no ya como simples maestros de una escuela sino como pontífices armados del poder temporal, y con autoridad en cada conflicto concreto para ordenar qué bien debe ser aniquilado y cuál debe dejarse que sobreviva –y la idea le deja a uno verdaderamente pálido. Todos los instintos revolucionarios latentes en uno se despiertan ante la idea de un solo moralista empuñando tales poderes sobre la vida y la muerte. Mejor el caos para siempre que un orden basado en la norma de cualquier filósofo encubierto, aunque fuera el miembro más iluminado de su tribu. ¡No! Si el filósofo está para mantener su posición de juez, nunca debe convertirse en parte del litigio.

¿Qué podemos hacer entonces, cabría preguntarse, salvo volver a caer en el escepticismo y abandonar por completo la idea de ser filósofo? Sin embargo ¿no hemos visto ya que un camino perfectamente definido para escapar se abre ante él justamente porque es filósofo, y no el triunfador de un ideal particular? Desde el momento en el que todo lo que se exige es por ese mismo hecho un bien, ¿no debe ser el principio que guíe la filosofía ética (ya que todas las exigencias no pueden satisfacerse conjuntamente en este pobre mundo) solamente el satisfacer en todo momento tantas exigencias como podamos? Ese acto debe ser el mejor, por tanto, el que actúa contribuye al mejor todo, en el sentido de despertar la menor suma de insatisfacciones. En la escala casuística, por lo tanto, deben inscribirse los más altos aquellos ideales que prevalecen con el menor coste, o por cuya realizacion se destruyen el menor número posible de otros ideales. Ya que victoria y fracaso tienen que existir, la victoria que ha desearse filosóficamente es aquella del bando más inclusivo –la del bando que incluso en la hora del triunfo hará hasta cierto punto justicia con los ideales en los que reside el interés de la facción vencida. El curso de la historia no es sino la narracion de las luchas de los hombres generación tras generación por encontrar un orden más y más inclusivo. Inventar alguna forma de llevar a cabo los propios ideales que satisfaga también las exigencias ajenas –

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¡ese y solo ese es el camino de la paz! Siguiendo este camino, la sociedad se ha agitado en una especie de relativo equilibrio tras otro mediante una serie de descubrimientos sociales bastante parecidos a los de la ciencia. La poliandria, la poligamia y la esclavitud, la lucha y la libertad privada para matar, la tortura legal y la arbitrariedad del poder real han sucumbido lentamente ante las protestas surgidas en la realidad, aunque los ideales particulares son incuestionablemente lo peor para cada progreso, sin embargo un gran número de ellos encuentran más abrigo en nuestra sociedad civilizada que en las viejas costumbres. Hasta aquí entonces y por el momento, la escala casuística está ya elaborada mucho mejor para el filósofo de lo que nunca podría hacer él mismo. Un experimento de la clase más inquisitiva ha probado que las leyes y usos de la tierra son las que proporcionan la mayor satisfaccion al conjunto de pensadores. La presuncion en caso de conflicto tiene que estar siempre a favor del bien convencionalmente reconocido. El filósofo tiene que ser conservador e introducir en la construccion de su escala casuística los elementos más acordes con las costumbres de la comunidad en alza.

Y además si es un verdadero filósofo tiene que ver que no hay nada definitivo en ningún equilibrio actualmente dado de los ideales humanos, sino que, al igual que nuestras leyes y costumbres presentes han combatido y conquistado otras pasadas, estos serán a su vez derrocados por algún orden recientemente descubierto que acallará las quejas que todavía originen sin producir otras aún más fuertes. “Las normas están hechas para los hombres, no los hombres para las normas” –esta única frase es suficiente para inmortalizar el Prolegomena to Ethics de Green. Y a pesar de que un hombre siempre arriesga mucho cuando rompe con las normas establecidas y se esfuerza en realizar un ideal más amplio y completo de lo que éstas permiten, el filósofo debe admitir todavía que siempre está abierta la posibilidad de que cualquiera haga el experimento, a condición de que no tema jugarse la vida y la personalidad en el intento. El riesgo está siempre ahí. Bajo cada sistema de normas morales hay innumerables personas reprimidas a las que les pesa y bienes que reprime y éstos siempre permanecen como ruido de fondo, listos para cualquier cosa que les permita liberarse. No hay más que ver los abusos que la institución de la propiedad privada cubre, de manera que incluso hoy en día está descaradamente impuesto entre nosotros que una de las primeras funciones del gobierno es ayudar a los ciudadanos más hábiles a hacerse ricos. No hay mós que ver las anonimas e innumerables penas que la tiranía, en conjunto tan beneficiosa, de la institución del matrimonio acarrea a muchos, tanto a los casados como a los solteros. No hay mas que ver la pérdida total de oportunidades bajo nuestro régimen de la así llamada igualdad e industrialismo, con el tambor y el counter-jumper en la silla, a favor de tantas facultades y gracias que podrían florecer en el mundo feudal. Veamos cómo nuestra benevolencia para con los humildes y los parias lucha con ese severo eliminar que hasta ahora ha sido la condición de cada perfeccionamiento de la estirpe. Véase en todas partes la lucha y la opresión; siempre permaneciendo el problema de cómo reducirlas. Los anarquistas, nihilistas y defensores del amor libre; los socialistas y partidarios de un único impuesto; los librecambistas y reformadores de los servicios civiles; los prohibicionistas y anti-viviseccionistas; los darwinianos radicales con su idea de la supresión del débil –éstos y todos los sentimientos conservadores de la sociedad alineados contra ellos deciden sencillamente, a través del experimento actual, mediante qué forma de conducta puede ganarse y conservarse en este mundo la mayor cantidad de bien. Estos experimentos son para ser juzgados, no a priori, sino mediante una verdadera averiguación, según el hecho de su constitución, de cuánta protesta o cuánto apaciguamiento tiene lugar. ¿Qué tipo de soluciones encubiertas pueden

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posiblemente anticipar el resultado de los juicios hechos según tal escala? ¿o qué valor puede tener el juicio superficial de un teórico especial en un mundo en el que cada uno de los cientos de ideales tiene su triunfador ya adjudicado en forma de algún genio expresamente nacido para sentirlo, y para luchar hasta la muerte en su nombre? El filósofo puro tan solo puede seguir los devaneos del espectáculo, confiado en que la línea de la menor resistencia siempre será la que se incline hacia el orden más rico e inclusivo, y que un movimiento tras otro el acercamiento al reino de los cielos es incesante.

IV

Todo esto equivale a decir que, hasta donde la cuestion casuística alcanza, la ciencia ética es exactamente como la ciencia física, y en lugar de ser deducible todo de una sola vez de principios abstractos, tiene simplemente que esperar su tiempo, y estar lista para revisar sus conclusiones día a día. La presunción evidentemente, en ambas ciencias, es siempre la de que las opiniones vulgarmente aceptadas son verdaderas, y el orden casuístico correcto es aquel en el que la opinión pública cree; y seguramente sería un disparate bastante grande, en muchos de nosotros, conducirse independientemente y pretender la originalidad en ética al igual que en física. De vez en cuando, sin embargo, nace alguien con el derecho de ser original, y su pensamiento o acción revolucionaria puede dar sus frutos prosperos. Puede reemplazar las viejas “leyes de la naturaleza” por otras mejores; puede, rompiendo viejas normas morales en determinados lugares, aportar un estado de cosas más ideal del que se hubiera definido si se hubiera mantenido la regla.

En conjunto entonces, tenemos que concluir que ninguna filosofía ética es posible en el antiguo sentido absoluto del término. En todas partes el filósofo de la ética debe atender a los hechos. No sabe de dónde provienen los ideales que crean los pensadores ni sabe cómo se desarrollan sus sensibilidades; y solo puede contestar a la cuestión sobre cuál de dos ideales en conflicto producirá en la actualidad el mejor universo, con la ayuda de la experiencia de otros hombres. Hace un momento decía, hablando sobre la “primera” cuestión, que los moralistas intuicionistas merecen crédito por mantenerse fieles a los hechos psicológicos. Sin embargo, hacen mucho por arruinar completamente este mérito al mezclarlo con ese temperamento dogmático que, por distinciones absolutas e incondicionales “no debería”, transforma una vida creciente, elástica y continua en un sistema supersticioso de reliquias y huesos muertos. En realidad, no hay males absolutos y no hay bienes no-morales; y la vida ética más elevada –aunque solo unos pocos estén llamados a soportar sus cargas– consiste siempre en la ruptura de normas que se han hecho demasiado estrechas para la situación actual. Existe un único mandamiento incondicional, que es que deberíamos buscar incesantemente, con miedo y temblor, elegir y actuar de modo que se produzca el mayor universo total de bien que podamos ver. Las normas abstractas pueden ayudar en efecto, pero ayudan menos a medida que nuestras intuiciones son más penetrantes, y nuestra vocación para la vida moral más fuerte. Pues cada dilema real es, estrictamente hablando, una situacion única, y la combinación exacta de ideales realizados e ideales defraudados que cada decisión crea es siempre un universo sin precedentes, para el que no existe ninguna norma previa adecuada. El filósofo, entonces, qua filósofo, no es más capaz que otros hombres de determinar el mejor universo en un estado concreto. En efecto, comprende mejor que la mayoría de los hombres cuál es siempre la cuestión –no una cuestión de este o aquel bien tomados simplemente, sino de los dos universos totales a los que estos bienes

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pertenecen respectivamente. Sabe que tiene que votar siempre a favor del universo más rico, del bien que parece más organizable, más adecuado para encajar en combinaciones complejas, más apto para pertenecer a un todo más inclusivo. Pero no puede conocer de manera cierta con antelación qué universo particular es ese; solo sabe que si comete un error los gritos de los heridos pronto le informarán de ello. En todo este asunto el filósofo es exactamente como el resto de nosotros no-filósofos, en la medida en que somos justos y comprensivos instintivamente, y en la medida en que estamos abiertos a la voz de la protesta. Su función es de hecho indistinguible de la mejor clase de político actual. Sus libros sobre ética, por lo tanto, en tanto que conciernen verdaderamente a la vida moral, tienen que aliarse cada vez más con una literatura que es declaradamente provisoria y sugestiva, más que dogmática –me refiero a novelas y dramas de la clase más profunda, con sermones, con libros sobre política y filantropía, y sobre reforma social y económica. Considerados de esta manera los tratados de ética pueden ser voluminosos e iluminadores al mismo tiempo, pero nunca pueden ser conclusivos, salvo en sus aspectos más abstractos y vagos, y tienen que abandonar progresivamente la forma anticuada y presuntamente “científica”.

V

La principal razón por la que una ética concreta no puede ser conclusiva es que tiene que atender a los conocimientos metafísicos y teológicos. Hace un momento decía que las verdaderas relaciones éticas existían en un mundo puramente humano. Existirían incluso en lo que llamamos una soledad moral si el pensador tuviera varios ideales que lo sostuvieran por turno. Su yo de un día tendría exigencias sobre su yo de otro día, y algunas de las exigencias podrían ser urgentes y tiránicas, mientras que otras serían amables y fácilmente rechazadas. Llamamos a las exigencias tiránicas imperativas. Si las ignoramos no será esto lo último que escuchemos de ellas. El bien que hemos lastimado vuelve para atormentarnos con series interminables de consiguientes daños, aflicciones y remordimientos. La obligación puede entonces existir en la conciencia de un único pensador consciente, y la paz perfecta puede acompañarle solo en la medida en que viva de acuerdo con una especie de escala casuística que mantiene sus bienes más imperativos en lo más alto. En la naturaleza de estos bienes está el ser crueles con sus rivales. Nada obtendremos cuando los midamos contra ellos en la balanza. Ellos apelan a una disposición despiadada, y no nos perdonarán fácilmente si somos tan blandos de corazón como para retroceder ante el sacrificio en su nombre.

Prácticamente, la diferencia más profunda en la vida moral del hombre es la diferencia entre el temperamento conformista y el enérgico. Mientras que en el temperamento conformista el retroceso ante el mal actual es nuestra principal consideración, el temperamento impulsivo, por el contrario, nos hace indiferentes al mal actual, solo con que se alcance el gran ideal. La capacidad para el temperamento impulsivo probablemente se encuentre subyacente en cada hombre, pero encuentra dificultad para despertarse en algunos que en otros. Son necesarias las pasiones más violentas para despertarlo, los mayores miedos, amores e indignaciones; o incluso la más profunda y penetrante llamada de algunas de las más altas fidelidades, como la justicia, la verdad o la libertad. Su visión necesita de un relieve abrupto, y no puede habitar en un mundo en el que todas las montañas están derribadas y todos los valles exaltados. Esta es la razón por la que en un pensador solitario este temperamento podría dormir para siempre sin despertarse. Sus diversos ideales, considerados por él como meras preferencias suyas, se encuentran demasiado próximos al mismo valor

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denominativo: puede jugar con ellos a voluntad. Esta es la razón también por la que, en un mundo meramente humano sin Dios, el llamamiento a nuestra energía moral no llega a su poder máximo de estimulación. La vida, en realidad, es una sinfonía genuinamente ética incluso en un mundo tal, pero es interpretada al compás de un par de pobres octavas, y la infinita escala de valores falla al abrirse. Muchos de nosotros de hecho, –como Sir James Stephen en esos elocuentes Essays by a Barrister– se mofaría abiertamente ante la idea misma de que un temperamento enérgico se despierta en nosotros por esas peticiones de remota posteridad que constituyen el último llamamiento de la religión de la humanidad. No amamos a esos hombres del futuro con suficiente intensidad; y quizá los amamos menos cuanto más oímos acerca de su evolucionada perfección, de su elevado promedio de longevidad y educación, de su libertad para la guerra y el crimen, de su relativa inmunidad hacia el dolor y la enfermedad cimótica y todas sus otras superioridades negativas. Todo esto es demasiado finito, decimos, vemos demasiado bien el vacío que existe más allá. Falta el matiz de infinitud y misterio y puede que todo tenga que ver con el temperamento conformista. No existe en la actualidad, la necesidad de que agonicemos o de que hagamos a otros agonizar por estas buenas criaturas.

Sin embargo, cuando creemos que existe un Dios, y que es uno de los demandantes, la perspectiva infinita se abre. La escala de la sinfonía se prolonga de manera incalculable. Los ideales más imperativos comienzan ahora a hablar con una objetividad y significado completamente nuevos, y comienzan a pronunciar una nota de llamada penetrante, aplastante, trágicamente desafiante. Resuenan como el grito del águila alpina de Víctor Hugo, “qui parle au précipice et que le gouffre entend”3, y con cuyo sonido el temperamento impulsivo se despierta. Se levanta entre las trompetas, huele la batalla desde lejos, el estruendo de los capitanes y el griterío. Le hierve la sangre; y la crueldad ante las menores súplicas, lejos de ser un elemento disuasorio, no hace sino sumarse a la alegría severa con la que salta para responder a lo más grande. A través de la historia, en los conflictos periódicos del puritanismo con el temperamento conformista, vemos el antagonismo entre los temperamentos impulsivos y geniales, y el contraste entre la ética de la infinita y misteriosa obligación que emana de lo alto, y la ética de la prudencia y la satisfacción de la necesidad meramente finita.

La capacidad para el temperamento enérgico se encuentra tan profundamente arraigada entre nuestras posibilidades humanas naturales que incluso si no existieran fundamentos metafísicos o tradicionales para creer en Dios, los hombres postularían uno simplemente como pretexto para una vida más dura, dejando fuera del juego de la existencia sus más intensas posibilidades de entusiasmo. Nuestra actitud hacia males concretos es completamente distinta en un mundo en el que creemos que no existen mas que demandantes finitos, de lo que lo es en uno donde felizmente afrontamos la tragedia por causa de un demandante infinito. Cada tipo de energía y de resistencia, de valor y capacidad para afrontar los males de la vida, se encuentra libre en aquellos que tienen fe religiosa. Por esta razón el temperamento enérgico siempre sobrepasará al temperamento conformista en la batalla de la historia humana, y la religión pondrá a la irreligión contra la pared.

Puede parecer también –y esta es mi conclusion final– que el universo moral estable y sistemático que el filósofo ético busca solo es totalmente posible en un mundo en el que existe un pensador divino con exigencias que lo envuelven todo. Si tal pensador existiera su forma de subordinar unas exigencias a otras sería la escala

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casuística válida definitiva; sus reivindicaciones serían las más conmovedoras; su universo ideal sería el todo realizable más inclusivo. Si existe ahora debe estar actualizado en un pensamiento, esa filosofía ética que buscamos como patron, al que cada uno debe a su vez aproximarse cada vez más4 . Por lo tanto, en interés de nuestro propio ideal de una verdad moral sistemáticamente unificada, nosotros, como pretendidos filósofos, debemos postular la existencia de un pensador divino, y rogar por la victoria de la causa religiosa. Mientras tanto, lo que el pensamiento del ser infinito pueda ser exactamente se encuentra oculto para nosotros, incluso aunque estemos seguros de su existencia; por lo que nuestro suponerlo sirve únicamente después de todo para desatar nuestro temperamento enérgico. Eso es lo que hace sin embargo en todos los hombres, incluso en aquellos que no sienten interés por la filosofía. El filósofo ético, por lo tanto, cuando se aventura a decir qué línea de acción es la mejor, no se encuentra en un nivel esencialmente distinto del común de los hombres. "Mira, he puesto ante ti esta vida y el bien, y la muerte y el mal; por lo tanto, elige la vida para que tú y tu descendencia podáis vivir" –cuando nos llega este desafío, son simplemente nuestro carácter y nuestro talento personal los que están a prueba; y si invocamos a cualquier tipo de filosofía, nuestra elección y uso de ella no será sino una revelación de nuestra aptitud o incapacidad personal para la vida moral. De esta despiadada prueba práctica no puede salvarnos ni las conferencias de un profesor ni ninguna serie de. La palabra clave, lo mismo para los eruditos que para los incultos, reside en última instancia en la voluntad boba o en la falta de disposición de sus temperamentos interiores, y en ningún otro lugar. No está en el cielo, ni tampoco bajo el mar; la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que puedas realizarla.

Traducción de Oihana Robador (2004)

Notas

1. Dirigido al Club Filosófico de Yale, publicado en el International Journal of Ethics, Abril de 1891.

2. The Principles of Psychology, New York, H. Holt & Co., 1890.

3. "Que habla al precipicio y que el abismo escucha", N. del T.

4. Todo esto ha sido expuesto con gran lucidez y fuerza en el trabajo de mi colega el Profesor Josiah Royce, El aspecto religioso de la Filosofía, Boston, 1885.

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LOS IDEALES DE LA VIDA (DISCURSOS A LOS JÓVENES SOBRE

PSICOLOGÍA)

William James (1899)

Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)

PRÓLOGO

No vayáis a creer que James sea un filósofo de pensar y expresar enrevesado. Al contrario: concibe y expone con claridad y llaneza y a ratos con el propósito de hacer gracia, de tal suerte que uno duda con frecuencia si está leyendo a un filósofo o a un humorista.

Gran cosa es para la propagación de las ideas poseer la facultad de prescindir del aparato dialéctico, y conseguir, por lo tanto, que sin preparación alguna el lector penetre en el pensamiento del que escribe. Ha perjudicado grandemente a la filosofía el uso de una fraseología poco humana, adoptada con manifiesta afectación y como con el intento de clasificar la humanidad en dos categorías: entendedores y no entendedores del lenguaje filosófico.

Los filósofos han acabado por escribir en romance, pero cuidando de que el romance resultase para el común de los lectores tan poco inteligible como el latín a la vieja filosofía. ¡A cuántos hase caído de las manos la obra filosófica que cogieron con sincero afán de aquistar verdades superiores y trascendentes, por culpa del enrevesamiento del conceptismo y del tecnicismo! ¡Cuánto pensamiento impropagado y, por consiguiente, malogrado, estéril, a causa de no haber sido expuesto con claridad y llaneza!

James es propiamente un norteamericano haciendo filosofía. No de otro modo es dable concebir la labor filosófica en un país que sabe ir rectamente a su objeto, aligerándose antes de prejuicios, rutinas y afectaciones. Nuestro autor comprende que para exponer lo que piensa no necesita montarse en el trípode: al contrario, sabe que si lo hace estará más lejos de sus oyentes y será más difícil que le escuchen. él no pretende que le diputen sabio y ser superior: quiere que le comprendan y cuida de ser muy claro, y como además desea persuadir, procura hacerse amable.

Por esto el lector le sigue con gusto y con provecho, y se explica con asiduidad y atención afectuosas con que acudiría a escuchar sus conferencias la multitud de

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maestros norteamericanos ante quienes fueron pronunciadas las que contiene este volumen.

***

Si he de darle una filiación a James, deber tradicional del prologuista, no hallo manera de apartarme de dos nombres: uno pronunciado por él repetidamente: el de Tolstoi; otro apenas citado: el de Emerson.

Tiene James como éste el sentimiento, mejor dicho, la pasión de la vida; pero no de la vida agitada, no de la vida histórica, no de la vida trascendental, sino de la vida vulgar, ordinaria. Lo que le inspira y emociona es la vida en sí misma y más cuanto más concentrada y vergonzante.

Aquí obsérvase manifiestamente la gran influencia que ha tenido Tolstoi en la formación del sentido ético de James. él no trata de ocultarlo: cita a Tolstoi infinidad de veces; copia largos periodos de sus obras; relata episodios de ellas; y muestra a sus conciudadanos, a los americanos eminentes en literatura, la senda trazada por el apóstol ruso como objetivo digno de la labor del genio.

Tolstoi arrastra y subyuga a James, y nótase en los discursos de éste el esfuerzo que le cuesta resistir al encanto que le producen las predicaciones del autor de La guerra y la paz. El propio James, al ponerse, de pronto y de manera un poco brusca, en desacuerdo con Tolstoi, manifiesta el temor de que le tachen de haber incurrido en contradicción. En efecto: a muchos parecerá así. Muchos creerán que al rehusar una última consecuencia de la doctrina de Tolstoi, no ha tratado James de otra cosa que de no entregarse al autor ruso con armas y bagajes: que no ha querido que pudiera decirse que es pura y simplemente con tolstoyano más en Moral y en Sociología.

***

De la trilogía que forma el primer volumen de Los ideales de la vida nada tan sentido, tan elevado y tierno a un tiempo como el segundo estudio. ¡Qué religioso respeto para el sagrado de la vida ajena, para la intimidad inexplicable de yo del prójimo! Él mismo, en el prefacio, demuestra su pasión por el tema al lamentar con encantadora llaneza el no haber estado todo lo vivo e impresionante que hubiese querido estar al tratar de la "singular ceguera de los seres humanos". Tal vez no le falte razón: después de expuesto el asunto magistralmente, después de haber escogido para sus citas los pasajes, no ya más probatorios, sino de mayor delicadeza y valor artístico que imaginar cabe, el profesor James, como pudiera un orador sin práctica, descuida la peroración, y aunque trata de remediar su deficiencia al empezar el discurso siguiente, no lo consigue por completo. Sí: el discurso sobre la singular ceguera merece más, mucho más desarrollo en el sentido de exponer su trascendencia sociológica, del que James le concede. Las consecuencias de la teoría que expone pueden llenar un volumen y no sería baldío, porque nunca se dará a la mutua tolerancia, al recíproco respecto de las creencias, de los sentimientos, de la conducta, de la vida, en fin, seancomo sean, comunes o singulares, insignificantes o sublimes, corrientes o estrambóticos, un fundamento más humanamente firme, que hable al corazón de un modo más directo y emocionante, que este discurso de James, del que parece desprenderse un aroma de vago misticismo que cautiva y conmueve.

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No hay duda, no: ahí está el fundamento de toda tolerancia y libertad. Cada vida es una vida: tiene una sustantividad completamente suya y para los demás perfectamente inescrutable. Desde la burla del vecindario y del círculo de amistades, hasta el tormento y el suplicio, todos los grados activos de la intolerancia deben estrellarse ante esta verdad nunca bastante propagada. El pueblo que consiga impregnarse de ellas, que la sienta y que la viva, será indudablemente el más culto y el más dichoso. Bien dice James que su desconocimiento es lo que con más frecuencia hace llorar a los ángeles.

Y si ensanchando el círculo de influencia de esta trascendental verdad que el autor preconiza, hacemos aplicación de ella a las relaciones entre las colectividades, a las relaciones entre los pueblos, quedará seguramente de relieve la condenación más completa de las guerras que con pretexto de misiones civilizadoras sirven a las naciones para adquirir territorios y mercados. Lo mismo que estamos ciegos para apreciar el significado y el valor internos de la vida del hombre que alienta a nuestro lado, lo estamos para apreciar el significado y valor internos de la vida de un pueblo, cualquiera que ésta sea y por mucho que choque con nuestros prejuicios de civilización y de progreso. El patrón moral y material de nuestras sociedades europeas y americanas parécenos el ideal universal; estamos convencidos de que no se debe otorgar consideración ni respeto alguno a otras organizaciones sociales que a él no se acomoden por completo, y reputamos justo y hasta generoso y grande el violentar su evolución histórica, ahogando la espontaneidad de su proceso.

Desde el momento en que reconozcamos nuestra ceguera para apreciar el valor que para cada pueblo tiene su propia vida, sentiremos hondamente el respeto de ésta, y si una nación se decide a ejercer violencia sobre otra, deberá invocar como motivo su codicia, su conveniencia, su necesidad en la lucha por la vida, pero nunca podrá disfrazarlas con el manto de la generosidad y del altruismo.

***

El primer discurso de la trilogía tiene tal vez un interés local, nacional mejor dicho, muy pronunciado para que pueda cautivar el nuestro. Con referencia a casos individuales podrá convenirnos su lectura: en este sentido debe interesar al pedagogo cuya profesión ha de ponerle algunas veces en presencia de niños excesivamente expresivos, propensos a la alarma, al apasionamiento, a la ira por motivos fútiles o desproporcionados. Colectivamente no adolecemos los españoles de este mal. Si a tratar fuéramos este asunto con referencia a nosotros, deberíamos entrar en una serie de distingos que nos llevarían muy lejos. Siquiera en Norte América, al parecer, la gente reacciona con exceso a todas las impresiones. Aquí reaccionamos excesivamente cuando no debemos, y no reaccionamos poco ni mucho cuanto más debiéramos.

En resumen, el evangelio del abandono no es más que una predicación modernizada de la imperturbabilidad de los estoicos y de la indiferencia de los místicos. Trescientos años antes de Jesucristo, ya Zenón en el famoso Pórtico que dio nombre a su doctrina, enseñaba una moral austera que hacía inconmovibles a sus discípulos para las enfermedades, la pobreza y los dolores, de suerte que llegaban a adquirir una apatía, imperturbabilidad e indiferencia para todos los acontecimientos y todas las situaciones.

El hermano Lorenzo, tan celebrado por James, no es más que un glosador de nuestra Santa Teresa. Su constante abandono a la voluntad de Dios y el confortamiento

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que se procura con la perpetua idea de que, obrando siempre por amor de Él, nada debe temer absolutamente, es repetición, después de tres siglos, del "Nada te turbe, nada te espante: sólo Dios basta", de la gran mística de Ávila.

Lo mismo puede decirse de las obritas místicas de autoras modernas norteamericanas, que, desde este punto de vista, tal vez producen al autor una admiración excesiva, no muy propia de quien está tronando contra el exceso en las reacciones.

Lo que sí resulta del primer discurso de este libro, es que el autor no adolece de "jingoísmo". Escribiendo después de la fácil victoria alcanzada por su pueblo, en pleno esplendor de la política imperialista yankee, James satiriza rudamente a sus conciudadanos, negándoles muchas cualidades y aun algunas que los extraños ni hubiéramos osado poner en duda. El citar como propias del pueblo americano "la ineficacia, la debilidad y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo", parecerá a la mayoría de los lectores imbuidos en la leyenda de la actividad yankee, una verdadera herejía.

A algunos conciudadanos nuestros puede ponerse por ejemplo ese proceder de James. No es prueba de amor a un pueblo el ensalzarle desmedidamente, el atribuirle cualidades de que desgraciadamente carece y el engreírle, por lo tanto, hasta ponerle en ridículo. Así los monarcas como los pueblos, han de desconfiar de los aduladores. Casi todos los jinetes acarician al caballo antes de montarlo. El halago ha sido siempre el camino más seguro de la dominación.

***

También es útil leer el último discurso de la trilogía. El precisar lo que es el ideal y el concluir que éste por sí solo no es nada, resulta muy instructivo. El ideal que enaltece una vida no está en la mente, sino en la acción, y no en la acción fácil, sino en el sacrificio. Esta es la conclusión de James, a la cual pudiera añadirse algo, más en contacto con la vida práctica: el ideal debe dominar la vida determinando la conducta, pero para el que manifiesta profesarlo debe ser real y verdaderamente un fin. Hallamos muchos preconizadores de un ideal, y pocos, muy contados, dispuestos por su ideal al sacrificio, a obrar como si en realidad el ideal fuese fin de su vida. La mixtificación es tan frecuente que raya en escándalo: el ideal predicado, propagado, preconizado, no es en realidad un fin: es un medio y un gran número, el mayor, sin duda, de los idealistas más ardientes, concluye por entrar en las grandes posiciones sociales a caballo del ideal.

En el orden de la política, donde tienen más significación exterior los ideales, el régimen parlamentario ha favorecido grandemente el equívoco, quitando todo peligro a la profesión y propaganda de las ideas, y brindando categorías y cargos públicos a la oposición más radical. Es en la actualidad sumamente difícil distinguir al idealista del ambicioso. En otras organizaciones políticas, la victoria del ideal no era la victoria de los que lo profesaban. Ahora, no solo al vencer el ideal vencen sus adeptos, sino que cada uno de estos puede personalmente triunfar sin que el ideal haya conseguido el triunfo.

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Leed el segundo volumen de James los que seáis y los que no seáis maestros. Obra de sinceridad y desinterés, su Psicología pedagógica es lo que debe ser y no puede ser ni más ni menos. No engaña a sus lectores con ponderaciones de la utilidad que para su profesión tendrá el libro: empieza ya por decirles que sufrirán un desengaño, pues para la enseñanza puede la Psicología prestarles una muy pequeña ayuda.

Sin embargo, creo que James se equivoca porque, en verdad, su Psicología pedagógica, obra maestra de claridad y de llaneza, ha de ser útil por fuerza a los que se dedican y a los que no se dedican a la enseñanza. Su obrita, tamaña apenas como un manual, es de las que dejan jalones en la mente, apoyos seguros para la conducta, de los cuales, una vez adquiridos, ya no se prescinde. Para los profesores, para los padres, para el que se preocupe de la propia higiene mental, la Psicología de James, desentendida por completo de los primeros principios que no interesan a su punto de vista práctico, es una pequeña joya. En manos de un maestro inteligente y enamorado de su sacerdocio, es inapreciable, pues sobre ella puede edificarse mucho y muy bueno en la vida profesional.

***

Aun cuando he dicho que nuestro autor prescinde de los primeros principios por estimar innecesaria su exposición, para los fines de su Psicología pedagógica, no puede, al tratar semejante materia, dejar de levantar siquiera una punta del velo de sus creencias y de revelarnos vagamente su opinión sobre el gran pleito entre el espiritualismo y el fatalismo, hoy en plena recrudescencia.

Un enamorado de Tolstoi y de Emerson, un admirador de los místicos, no podía ser materialista, ni dejar a sus lectores en la creencia de que lo fuese. Por esto, tras de una concepción mecánica de los procesos mentales ocasionada a que se le clasificase entre los que niegan el libre arbitrio, James, con el fin de evitarlo, hace una concisa profesión de fe. Cree en la libertad y señala el punto crítico en que la mecanicidad del proceso mental expuesta en su libro, puede dar, y da a su entender, acceso a la voluntad libre en la producción de la conciencia y consiguientemente en la determinación de la conducta.

Por lo demás, toda su obra se halla impregnada de este misticismo vago en que fluctúan las inteligencias más elevadas y sutiles de los modernos tiempos.

***

James es un profesor, un maestro norteamericano. No sé en qué grado o categoría. Es, de todos modos, un maestro.

Su ilustración, su sentido de la vida y de la sociedad, tienen una amplitud verdaderamente notable, que ¿por qué no decirlo? Contrasta a los ojos de un español, con su carácter profesional. Excede manifiestamente del tipo del maestro que ha cristalizado en nuestra mente de pueblo pobre, moral y materialmente pobre.

No se piense que me figure a todos los maestros norteamericanos a la altura de James. Pero, aun cuando le pongamos junto a la cúspide, ¡qué buena base no arguye para la pirámide!

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¡Qué le hemos de hacer! Hay cosas que explican muchas cosas. No repitamos lo que se ha dicho de Francia: que fue vencida por los maestros alemanes. Pero maestros contra maestros nos hubieran ganado; abogados contra abogados, también de fijo; comerciantes contra comerciantes, tambi´n de seguro; políticos contra políticos, no hay que decirlo. Claro está que habían de vencernos todos juntos a todos juntos. Nada hay más lógico que la Historia: siempre pasa lo que ha de pasar sin necesidad de que esté escrito.

CARLOS M. SOLDEVILA

PREFACIO

Una Corporación de Harvard me rogó que diese a los maestros de Cambridge alguna conferencia pública sobre Psicología. Los discursos que pronuncié accediendo a aquella súplica y que ahora os ofrezco impresos, constituyeron el fondo y la sustancia de un Curso que fue desarrollado sucesivamente en diversos lugares y ante distinto público de maestros. He tenido ocasión de experimentar que mis oyentes gustan poco de toda suerte de tecnicismos analíticos, y que, por el contrario, lo que más les apasiona son las aplicaciones prácticas, concretas. Por este motivo he procurado en mis conferencias reducir todo lo posible lo que correspondía a aquél, dejando intacto lo que a éstas se refería; y ahora, que por fin me he decidido a dar a la estampa mis discursos, me encuentro con que estos contienen el mínimum de eso que en Psicología se llama "científico", y son en cambio eminentemente prácticos y populares.

Ya me figuro estar viendo a alguno de mis colegas sacudir la cabeza al oír semejante herejía; pero yo abrigo la creencia de que el hecho de haberme orientado con arreglo a lo que me ha parecido el sentir de mis oyentes, debía servir para que este libro correspondiese a la más viva, a la más genuina necesidad de mi público.

Comprendo que los que enseñan adoren las divisiones y las subdivisiones diminutas, las definiciones, los parágrafos numerados y los epígrafes señalados con letras griegas y latinas, la diversidad de caracteres y todos los demás artificios mecánicos a que con constante progresión han ido acostumbrado su mente. Pero mi deseo principal ha sido conducirles a concebir y, si posible fuese, a reproducir simpáticamente en su imaginación, la vida mental de su discípulo como una especie de unidad activa. El alumno no se especifica a sí mismo en procesos, en compartimentos distintos. Desconocería el sentido más profundo de esta obra aquel que buscase en ella un libro cómodo, algo como una guía Baedeker o un manual de Aritmética.

La utilidad de los libros como este mío es tanto mayor cuanto más ponen ante los ojos del maestro joven la fluidez de los hechos, aun cuando se de el caso, no ciertamente injustificado, de que dejen sin satisfacción un deseo intenso de un poco más de nomenclatura, de alguno que otro epígrafe y de alguna que otra subdivisión.

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Los lectores que conozcan mis grandes volúmenes de Psicología1 encontrarán aquí muchas frases con las cuales estarán ya familiarizados. Hasta en los capítulos sobre la Costumbre y sobre la Memoria he copiado literalmente algunas páginas, pero no creo necesarias muchas excusas para este género de plagios.

"Discurso a los jóvenes", que son los que dan comienzo a este volumen, fueron escritos para ser leídos como conferencias inaugurales de Escuelas superiores femeninas. El primero fue compuesto para la última clase de la Escuela normal de Gimnástica de Boston. Tal vez con más propiedad debiera integrar y cerrar la serie de los "Discursos a los maestros". El segundo y el tercer discurso, aun cuando colocados uno junto a otro, responden a una diversa dirección del pensamiento.

Hubiera querido en gran manera que el segundo, cuyo título es "De una curiosa ceguera en la naturaleza humana", hubiese producido una impresión más viva de lo que produce, y esta pretensión constituye algo más que un simple alarde de sentimentalismo, como pudiese creer algún lector, pues responde a una visión bien precisa del mundo y de las relaciones morales que con el mundo tenemos. Cuantos me han dispensado el honor de leer mi volumen de Ensayos de filosofía popular 2 reconocerán que profeso la filosofía pluralística o individualista, y, según ella, la verdad es una cosa demasiado grande para que cualquiera mente real y efectiva, como no sea una mente ennoblecida como el "Absoluto", puede conocerla por completo. Concurren numerosas inteligencias para comprender los hechos y el valor de la vida. No existe punto alguno de vista absolutamente conocido y universal. Las percepciones particulares e incomunicables permanecen siempre en la superficie, y lo peor es que aquellos que las buscan desde fuera, nunca saben dónde están.

La consecuencia práctica de semejante filosofía se halla en el conocido principio democrático del respeto a la sagrada individualidad de cada uno, y es, de todos modos, la tolerancia completa de todo aquello que no es por sí mismo intolerante. Estas frases son tan comunes, tan conocidas de todos, que suenan actualmente a nuestros oídos como vacías y muertas. Sin embargo, hubo un tiempo en que poseían un significado interior que apasionaba el ánimo, y este significado personal íntimo pueden rápidamente reconquistarlo, si el afán que siente nuestro país de imponer sus propios ideales internos y sus propias instituciones vi et armis a los Orientales encontrase una oposición tan sólida y continuada como ha sido hasta ahora noble y viva. Desde el punto de vista filosófico y religioso, puede demostrarse que nuestra antigua doctrina nacional del vivir y dejar vivir posee un significado mucho más hondo de lo que hoy por hoy imagina nuestra gente.

Cambridge, Mass., U.S.A.

PRIMERA PARTE

DISCURSOS A LOS JÓVENES

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IEL EVANGELIO DEL ABANDONO

Me propongo examinar algunas doctrinas psicológicas y demostrar qué aplicaciones prácticas cabe deducir de ellas para la higiene mental en general, y, en particular, para la higiene de la vida americana. La Psicología despierta hoy en la gente una gran expectación, y para corresponder a ella, lo mejor que la Psicología puede hacer es mostrar los frutos que aporta al campo de la Pedagogía y de la Terapéutica.

Tal vez el lector haya oído hablar de una singular teoría de las emociones que se denomina "Teoría de James y Lange". Según ella, nuestras emociones son principalmente debidas a las conmociones orgánicas determinadas en nosotros de un modo reflejo por el objeto o por las situaciones que las producen.

Una emoción de miedo o de sorpresa, no es un efecto inmediato del objeto que se ofrece a nuestra mente, sino un efecto de aquel otro efecto anterior, o sea de la conmoción orgánica producida inmediatamente por el objeto; de modo que si se suprimiese aquella conmoción somática, orgánica, nosotros no sentiríamos el miedo, ni podríamos, por lo tanto, declarar terrorífica o pavorosa una situación, o bien no experimentaríamos sorpresa alguna y nos limitaríamos a reconocer fríamente que, en efecto, el objeto era muy insólito. Un entusiasta de esta teoría ha llegado al extremo de decir que si nos sentimos enfermos es porque nos quejamos, y que si estamos asustados es porque huimos, y no al contrario.

Esto no pasa de ser una paradoja.

De todos modos, aunque se incurra en grandes exageraciones al atribuir a nuestras emociones explicación semejante, lo cierto es que en el fondo de esta teoría está la verdad; y por esto es que el mero hecho de fundir en lágrimas o de abandonarse a cualesquiera expresiones externas de dolor, hace sentir con más amargura y viveza el interno sufrimiento. El precepto mejor conocido o más generalmente usado para la educación moral de los jóvenes o para la disciplina individual, es el que ordena prestar fiel atención a lo que hacemos o explicamos, sin cuidarnos demasiado de lo que sentimos. Si conseguimos reprimir a tiempo un impulso cobarde, o logramos contener una queja o una injuria (de la cual tal vez toda la vida nos habríamos de arrepentir), nuestros mismos sentimientos se calmarán y mejorarán sin necesidad de que nos ocupemos muchos en encauzarlos. Parece que la acción vaya a remolque del sentimiento, pero en realidad sentimiento y acción navegan de conserva: de aquí, que regulando la acción, que se halla más directamente bajo la férula de la voluntad, podamos tener a raya los sentimientos que al imperio directo de la voluntad se sustraen.

Por esto, el principal camino voluntario de la alegría, cuando hayamos perdido nuestro espontáneo humor, es el de erguirse alegremente, mirar alrededor con ojos serenos, y obrar y hablar como si siempre hubiésemos estado dispuestos y contentos. Si esto no os pone inmediatamente más alegres, se puede asegurar que, siquiera aquella vez, ningún otro arbitrio bastará a tranquilizaros. Así también para sentiros valientes, obrad como si realmente lo fueseis, lanzaos a la empresa con toda vuestra voluntad, y veréis cómo en vez de un impulso de miedo sentís un impulso de valor. Y lo mismo

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puede decirse de la dificultad de mostrarse amable con una persona con quien se esté reñido: el único miedo de vencer aquélla es sonreír más o menos de buen grado, mirar con simpatía y esforzarse por decir cosas afectuosas. Una buena carcajada lanzada al unísono hará que dos enemigos se hallen en condiciones de comunidad de sentimientos, mucho más que pudieran conseguirlo con horas enteras que separadamente consumieran en un examen interior dominado por el demonio de la falta de caridad para las debilidades del prójimo. Este examen hecho bajo el peso de un mal pensamiento no hace más que atraer sobre éste nuestra atención, arraigándolo cada vez más en lo hondo de nuestra mente; en cambio, si nos conducimos como si nos impulsase una tendencia algo más suave, el antiguo mal sentimiento recoge su tienda, como el árabe, y se aleja en silencio.

Los mejores libros de devoción religiosa predican repetidamente la máxima de que debemos dejar que nuestros sentimientos discurran sin cuidarnos mucho de ellos. En un librito admirable que ha alcanzado un éxito extraordinario —me refiero a El secreto cristiano de una vida dichosa de Dª Ana Whitall Smith— se halla este precepto repetido en todas las páginas. Obrad con fe, y tendréis en realidad la fe, por muy tibios y llenos de dudar que os sintiereis. "Vuestro deseo es lo que Dios mira —escribe la señora Smith— y no lo que sentís respecto de aquel deseo; vuestro deseo o vuestra voluntad son la sola cosa a que debéis prestar atención... Vayan o vengan vuestras emociones como Dios quiera; no os fijéis en ello... Estas no tienen, en verdad, importancia alguna, puesto que no son indicio del estado de vuestro ánimo, sino simplemente de vuestro temperamento o de vuestra actual condición psíquica".

Pero todos vosotros ya conocéis estos hechos y, por lo mismo, no tengo necesidad de llamar por más tiempo vuestra atención sobre ellos. Procedentes de nuestros actos y de nuestras situaciones entran en nosotros corrientes continuas de sensaciones que se conciertan para definir a cada instante en qué consisten nuestros estados interiores: esta es una ley fundamental de la Psicología, y por consiguiente la admitiré sin reserva en las siguientes páginas.

Un neurólogo de Viena, bastante reputado, ha escrito recientemente un volumen sobre la Binnenleben, como él la llama, o sea sobre la vida oculta, sepultada, de los seres humanos. Ningún médico —afirma— puede entrar en relación útil con un neuropático si no adquiere cierta noción de la Binnenleben de éste, esto es, cierto concepto de la especie de indefinible atmósfera interior, en la cual vive la conciencia en relación solamente con los secretos de la cárcel que la encierra.

Ese tono personal interno es imposible comunicarlo a alguien o describírselo con palabras; pero el espíritu y la sombra de él, por así decirlo, constituyen a menudo lo que nuestros amigos y nuestros íntimos aprecian como nuestra cualidad más característica. En los psicopáticos, además de toda especie de antiguas aflicciones, de ambiciones reprimidas por la vergüenza de aspiraciones anuladas por la timidez, consiste principalmente en un malestar físico indefinido, no bien localizado, pero que mantiene en ellos una condición general de poca confianza y el sentimiento de no ser conforme es debido. La mitad de la sed de alcohol que hay en el mundo, existe sencillamente porque el alcohol obra como anestésico temporal y suprime todas esas sensaciones anormales que jamás debiera experimentar un ser humano. En el individuo sano, por el contrario, no se descubre vergüenza ni temor, y las sensaciones que penetran su organismo

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contribuyen solamente a desarrollar el sentido vital general de seguridad y disposición para cualquier contingencia que pueda presentarse.

Considérese, por ejemplo, los efectos que un aparato motor, nervioso o muscular, bien tonificado, produce sobre nuestra conciencia personal general, y el resultado de elasticidad y vigor que de él se obtiene. Dícese que en Noruega la vida de la mujer ha sufrido recientemente una transformación completa por virtud de la nueva especie de sensaciones musculares que ha producido en ella el uso de los largos patines de nieve llamados ski, deporte en moda para los dos sexos.

Hace cincuenta años, las mujeres noruegas eran, mucho más que las de otros países, esclavas del anticuado ideal femenino de "ángel del hogar" y de su "influencia suavizadora". Ahora, según se dice, aquellas Cenicientas noruegas hanse trocado, gracias a los ski, en criaturas activas y resueltas, para las cuales no hay noche demasiado tenebrosa, ni altura que produzca vértigo, y no sólo han dado al olvido el tipo femenino tradicional y todas las delicadezas del sexo débil, sino que además se han puesto a la cabeza de toda reforma educativa y social. Yo no puedo dejar de pensar que el tennis y la patinación, las marchas a pie y la bicicleta, que se van extendiendo entre nuestras queridas hermanas e hijas en este país, elevarán y purificarán el tono moral, haciendo sentir su influencia en toda la vida americana.

***

Confío que aquí, en América, el ideal de un cuerpo vigoroso y bien nutrido irá unido siempre al ideal de una mente bien nutrida y vigorosa, porque uno y otro no son sino las dos mitades de toda educación superior, así para los hombres como para las mujeres. La fuerza del Imperio inglés reside en la fuerza del carácter de cada uno de los ingleses por separado. Y esta fuerza, no puedo dudarlo, sólo viene alimentada y sostenida por el amor en que todas las clases sociales se confunde, por la vida al aire libre, por el atletismo y los deportes.

Recuerdo que hace años leí cierto libro escrito por un médico americano sobre higiene, leyes de la vida y tipo de la humanidad futura. No recuerdo el nombre del autor ni el título de la obra, pero sí su pavorosa profecía respecto al porvenir de nuestro sistema muscular. La perfección humana —escribía— significa capacidad para adaptarse al ambiente; y el ambiente cada día exigirá de nosotros una mayor fuerza mental y una menor fuerza bruta. Las guerras cesarán, las máquinas harán todo el trabajo material que ahora nos corresponde realizar, el hombre acabará por ser un simple director de las energías naturales, y dejará de ser casi por completo un producto de energías por su propia cuenta. Ahora bien, ¿si el hombre del porvenir podrá limitarse a digerir y pensar, qué necesidad tendrá de una musculatura desarrollada? ¿Y por qué —proseguía el aludido autor— no acabaremos por sentirnos seducidos por un tipo de belleza más delicado e intelectual que aquel que hacía el encanto de nuestros antepasados?

Más aún: yo he oído a un amigo muy ingenioso, que llegaba más lejos en esta idea sobre el hombre futuro: como nuestro alimento —decía— consistirá mañana en un preparado líquido de los elementos químicos de la atmósfera, peptonado y digerido ya a medias e ingerido por un tubo de cristal desde un recipiente de lata, ya no tendremos necesidad de dientes, ni de estómago, y podremos vivir sin ellos, del mismo modo que

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sin músculos, sin vigor físico; y entre tanto, en medio de nuestra admiración creciente, se ensanchará la bóveda gigantesca de nuestro cráneo, arqueándose encima de nuestros ojos y animando nuestros labios flexibles como pétalos de rosa con un raudal de relatos eruditos y geniales que formarán nuestra ocupación predilecta 3

***

Estoy seguro de que se os pone piel de gallina a la idea de esa visión apocalíptica. Igual me pasa a mi: no me resigno a creer que nuestro vigor muscular llegue a reducirse y a ser una superfluidad. Aun cuando llegue el día en que no sea necesario para librar las duras batallas contra la naturaleza, será preciso siempre para formar el fondo de la salud, de la serenidad y de la gracia de la vida. Para dar elasticidad moral a nuestra disposición, para desmochar los ángulos demasiado pronunciados de nuestra impaciencia, para darnos el buen humor y la facilidad de vivir con los demás. La debilidad conviértese fácilmente en lo que llaman los médicos debilidad irritable.

Aquella tranquilidad, aquella bendita confianza interior que Spinoza solía llamar acquescentia in se ipso, que brota de cada uno de los elementos del cuerpo de un ser humano bien nutrido, impregnado su alma de satisfacción, es, dejando a un lado toda consideración sobre su utilidad mecánica, un elemento de higiene espiritual de suprema importancia.

***

Demos ahora un paso más por el camino de la higiene mental y tratemos de llamar vuestra atención sobre una causa a la cual concedo, para nosotros, americanos, una extraordinaria importancia patriótica. Hace algunos años, el eminente alienista escocés, doctor Clouston, visitaba nuestro país, y se le escapó, hablando conmigo, una frase que no he podido borrar de mi memoria:

"Vosotros, americanos, —me dijo, — tenéis las caras demasiado expresivas: vivís como un ejército que tiene siempre en combate todas las reservas. El aire más estúpido, más adormecido del pueblo inglés supone un esquema de vida mucho mejor, pues acusa la existencia de un depósito de fuerza nerviosa de reserva, que puede ser utilizado cuando la ocasión se presenta. Esa inexcitabilidad, esa constante presencia de fuerza no aplicada —prosiguió Clouston, — paréceme la mejor salvaguardia del pueblo inglés. La cualidad contraria que observo en vosotros me da una impresión de inseguridad, y por esto creo que debierais rebajar un poco vuestro tono vital. Os lo repito: sois demasiado expresivos: consideráis con excesiva intensidad las ocasiones más indiferentes de la vida".

Como el doctor Clouston está muy habituado a leer los secretos del alma por el continente de la persona, no cabe negar que su observación tiene singular importancia. Por otra parte, todos los americanos que viven en Europa tiempo suficiente para acostumbrarse al espíritu que allá reina y se manifiesta, mucho menos excitable que el nuestro, se sienten sorprendidos al hacer la misma observación cuando regresan a su patria. Encuentran en el rostro de sus conciudadanos una mirada demasiado animada, rayana en la ferocidad, ya exprese el ardor o ansiedad desesperada, ya una buena voluntad sobrado intensa. Difícil sería decir si esto se nota más en los hombres o en las mujeres. Verdad es que no todos ven las cosas con los ojos del doctor Clouston, pues

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muchos americanos, en vez de lamentar esto, lo admiran, diciendo: "¡Qué hermosa inteligencia demuestra! ¡Cuán diferente de aquellas mejillas estólidas, de aquellos ojos de pescado muerto, de aquel continente lento, desmadejado, que hemos visto en Inglaterra!"

***

Intensidad, rapidez, viveza de expresión son, en realidad, entre nosotros, un ideal nacional aceptado por todo el mundo, y no nos sugieren ciertamente como al doctor Clouston la idea de la debilidad irritable.

Recuerdo haber leído en un semanario una novela en la que el autor resumía la descripción que había hecho de la belleza de su interesante heroína, diciendo que cualquiera que la viese recibía la impresión de hallarse junto a una botella de Leyden.

¡Una botella de Leyden! Pues, sí, señor: ¡este es verdaderamente uno de nuestros ideales americanos, hasta tratándose del carácter de una muchacha bonita!

***

Sé muy bien que es incorrecto y hasta parecerá a alguno poco patriótico, el criticar en público la característica física del pueblo a que uno pertenece, de la propia familia, casi puede decirse. Además, cabe afirmar con certeza que en los demás países existen innumerables temperamentos que recuerdan las botellas de Leyden, y que, en cambio, existen entre nosotros innumerables personas flemáticas, de modo que la mayor o menor tensión a cuyo propósito meto tanto ruido, es, en suma, una particularidad bien insignificante en el conjunto de la vitalidad de una nación y no merece un discurso tan solemne, cuando hay tantos otros temas agradables. Desde cierto punto de vista, la mayor o menor tensión en nuestro rostro y en nuestros músculos menos útiles, es cosa baladí: produce contradicciones que no realizan un trabajo mecánico que valga la pena.

Mas nótese que no es siempre el tamaño material de una cosa lo que da la medida de su importancia: lo principal es el lugar que ocupa y la función que realiza. Una de las observaciones más filosóficas que he oído en mi vida es la de un obrero analfabeto que hace algunos años trabajaba en ciertas reparaciones de mi casa: "Si atendéis al fondo, la diferencia entre uno y otro hombre es pequeñísima. Pero esta pequeñez le es muy importante". Y esta observación puede aplicarse al caso presente. El exceso de contradicciones puede ser inapreciable si se estima en kilográmetros, pero tiene una importancia inmensa si se atiende a sus efectos sobre la vida espiritual hipercontraída del individuo de que se trate. Esto es una consecuencia directa y necesaria de la teoría de las sensaciones que recordaba al principio de este artículo, toda vez que de las sensaciones que penetran en un cuerpo demasiado contraído nacen hábitos de hipertensión y de excitación, de suerte que la atmósfera interior, caliente, amenazadora, exuberante, nunca más puede serenarse.

Si ni una vez sola os abandonáis sobre la poltrona en que estáis sentados, y por el contrario tenéis de continuo los músculos de las piernas y de los brazos a media tensión, como para poneros de pie de un momento a otro; si respiráis diez y ocho o diez y nueve veces por minuto en vez de diez y seis, y jamás expeléis todo el aire de vuestros pulmones, ¿qué disposición mental podéis tener que no sea de expectación y ansia, y

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cómo es posible que el porvenir y sus temores abandonen vuestro espíritu? Al contrario, ¿cómo han de encontrar el camino de vuestro corazón si las arrugas de vuestra faz permanecen aplanadas, vuestro entrecejo sin fruncir, vuestra respiración completa y tranquila y relajados todos vuestros músculos? Pero ¿a qué se debe esta carencia de reposo, esta cualidad de parecer botellas de Leyden, tan común entre los americanos? Se atribuye ordinariamente a la extrema crudeza del clima y a los saltos acrobáticos que da en América el termómetro, combinados con la actividad febril de nuestra vida, con las luchas rudas, la velocidad de los ferrocarriles, las fortunas rápidas y tantas otras cosas bellas que nos sabemos todos de memoria. En verdad, nuestro clima es excitante, pero no mucho más que el de varios países de Europa, donde todavía no se hallan niñas que parezcan botellas de Leyden; y nuestra vida no es más excesiva que la que se hace en las grandes capitales europeas.

***

Por mi parte, creo que estas pretendidas causas no bastan a explicar suficientemente el hecho. Para hallar la explicación no hemos de acudir a la geografía física, sino a la psicología y a la sociología, y el capítulo de ellas en que debemos detenernos es el que se ocupa del impulso a la imitación. Bagehot primero, después Tarde, y, después aún, entre nosotros, Royce y Baldwin han demostrado que el invento y la imitación, tomados en conjunto, puede decirse que forman la urdimbre o tejido de la vida humana en lo que tiene de social. La hipertensión, la nerviosidad, la respiración corta y la abundancia de expresión de los americanos son en primer término fenómenos sociales y sólo secundariamente fenómenos fisiológicos. Son malas costumbres, ni más ni menos, alimentadas por el uso y el ejemplo, nacidas de la imitación de malos modelos, y del cultivo de falsos ideales personales. ¿Cómo se forman las lenguas? ¿Cómo nacen las singularidades locales en las frases y en los acentos? Alguno incidentalmente se expresa de cierto modo que llama la atención de otro, y esto basta para que aquella nueva manera de decir adquiera notoriedad y sea copiada, hasta que la adoptan todos los habitantes de la localidad. Esto es precisamente la especialidad de la vocalización y el tono, de las maneras, de los movimientos, de los gestos y de las expresiones del rostro que caracterizan a una nación.

Los americanos después de atravesar una sucesión no interrumpida de modelos que es ahora imposible definir y que se han influido mutuamente siguiendo una mala dirección, nos hemos acomodado por fin colectivamente a lo que, mejor o peor, constituye nuestro tipo nacional característico, tipo a cuya producción no han contribuido el clima, ni las condiciones físicas, por lo menos desde el punto de vista de los hábitos a que me vengo refiriendo.

Este tipo que habíamos casi llegado a hacer imposible, gracias a nuestro espíritu de imitación, lo hemos fijado ahora definitivamente para nuestro bien y para nuestra ventaja. Pero ningún tipo puede ser completamente ventajoso, y este nuestro, en cuando siga la moda de las botellas de Leyden, no puede ser completamente bueno.

Tenía razón el doctor Clouston cuando pensaba que la aspereza de nuestros modales, la respiración cortada y la ansiedad retratada en nuestras facciones no son signos de fuerza, sino de debilidad y de mala coordinación. La frente aplanada, las mejillas marmóreas pueden ser de momento menos interesantes; pero, a la larga, son signos que prometen mucho más que la expresión intensa. El obrero estúpido e

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inexcitable realiza un trabajo inmenso, porque nunca se vuelve a mirar atrás, nunca se interrumpe.

Nuestro trabajador, excitado, convulso, se interrumpe a cada momento, se produce con maneras bruscas, y nunca sabréis dónde tiene la cabeza cuando más necesitaréis su atención; y se da frecuentemente el caso de que tenga uno de los que llama quot;malos díasquot;. Decimos que una infinidad de nuestro campesinos cae en el abatimiento por exceso de trabajo y debe ser mandado lejos del país para que se le calmen los nervios; pero yo sospecho que con esto incurrimos en un notable error, pues ni la naturaleza, ni la cantidad de trabajo que ejecutamos es tal vez responsable de la frecuencia y gravedad de nuestros colapsos, sino que la causa debe buscarse más bien en la sensación absurda de apuro, de falta de tiempo, en la brevedad de la respiración, en la tensión excesiva, en el ansia de hacer mucho, en la manía de conocer los resultados conseguidos, en la falta, por decirlo de una vez, de armonía interna y de facilidad que acompaña casi siempre nuestro trabajo, falta de que un europeo haciendo el mismo trabajo no adolecería de las diez veces una sola.

Estas maneras absolutamente incorrectas e innecesarias de nuestras disposiciones internas y de nuestros actos externos, cultivadas por la atmósfera social, conservadas por la tradición, idealizadas por muchos como formas admirables de la vida, son las últimas cargas que romperán el lomo del camello americano, son la suma de lágrimas y fatigas que excede de nuestra medida de resistencia.

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La voz, por ejemplo, tiene en la mayoría de nosotros un sonido apagado como un lamento. Muchos estamos realmente afónicos (porque no es posible negar en absoluto que nuestro clima contribuye a ello), pero la mayor parte no somos en realidad afónicos, o por lo menos no lo seríamos si no hubiésemos incurrido en el imperdonable vicio de sentirnos así, a fuerza de vocalizar y expresar con exceso. Si el hablar alto y el vivir con excitación y afán sirviese para hacer más, la cosa cambiaría de aspecto. Pero es precisamente todo lo contrario: el trabajador indiferente y fácil, que no tiene afán y que en la mayoría de los casos no considera, el resultado de su trabajo, es el que trabaja más; mientras que la tensión y la ansiedad, el presente y el pasado, revueltos en nuestra cabeza, constituyen la rémora más segura del progreso constante, e impiden nuestros éxitos.

Mi colega el profesor Münsterberg, que es un excelente observador, ha escrito en los diarios alemanes muchas notas sobre América y, en sustancia, ha dicho que la apariencia de extraordinaria energía de los americanos es superficial y engañosa y sólo obedece en realidad a los hábitos de atropello y de mala coordinación debidos a la insuficiente nutrición de nuestra gente. Yo mismo opino que ya es tiempo de abandonar tantas antiguas leyendas y tantas opiniones sin más apoyo que la tradición, y que si alguno quisiera escribir sobre la ineficacia, y la debilidad, y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo, propias del pueblo yankee, habría encontrado una hermosa tesis paradójica, pudiendo citar muchos hechos y una gran número de experiencias en su apoyo.

Ahora bien, amigos míos; si el carácter americano vive debilitado por todas estas hipertensiones —hecho general que, en medio de cuantas reservas se os ocurran,

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admitiréis todos conmigo— ¿en dónde hallar el remedio? Naturalmente: allá donde se hallan las raíces del mal. Si está en una moda viciosa, en un gusto detestable, será preciso mudar esa moda y ese gusto, y aunque no sea muy fácil inocular nuevas maneras a setenta millones de personas, si esto puede producir alivio, a esto habrá que recurrir. De una raza que por propio impulso admira la prontitud, el arrebato, y considera con lástima, como signo de estupidez, las voces bajas y los modales mesurados, hemos de hacer una raza que, al contrario, tenga por ideal la calma, y ame la armonía, la dignidad y la compostura.

***

Volvamos atrás; vayamos de nuevo a la psicología de la imitación. Hay un solo modo de mejorarse: el de que cada uno de nosotros se ponga como ejemplo que los demás noten e imiten, del mismo modo que un nuevo traje se extiende hasta los confines, de Este a Oeste. Algunos de nosotros se hallan en condiciones favorables para establecer nuevos usos: son, por decirlo así, más imitables; pero no hay en el mundo persona alguna que halla llegado a tan bajo extremo que no pueda ser imitada por alguna otra. Thackeray dice, hablando de Irlanda, que nunca ha habido un irlandés tan extremadamente pobre que no tuviese un irlandés más pobre todavía que viviese a sus expensas; de igual manera puede decirse que no hay un ser humano cuyo ejemplo no pueda en algún respecto obrar por contagio. Los mismos idiotas de nuestros manicomios imitan mutuamente sus singularidades. Por esto es que si individualmente consiguierais reunir en vuestra persona la calma y la armonía, esto produciría una onda de imitación que de seguro se difundiría como los círculos concéntricos que se alejan del punto del lago donde ha caído una piedra.

***

Afortunadamente no nos hallamos en la necesidad absoluta de ser la escuadra de gastadores, pues recientemente se ha constituido en Nueva York una sociedad para el mejoramiento de la manera nacional de vocalizar, cuyos efectos se observan en las notitas que insertan los diarios, encaminados todas ellas a demostrar lo monstruoso de nuestra vocalización característica. Cosa mejor aún, como más radical y general, es el evangelio del abandono, que predica Miss Annie Payson Call, de Boston, en el delicioso librito cuyo librito es Power Throuhg Repose, librito que en América debieran tener todos en las manos, estudiantes y maestros de uno y otro sexo. De modo que os toca solamente seguir una senda abierta por otros, con la seguridad completa de que otros muchos os seguirán inmediatamente.

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Y esto me conduce a otra aplicación de la Psicología a la vida práctica, sobre la cual quiero llamar vuestra atención antes de poner fin a este discurso. Se trata de que el ejemplo de las maneras reposadas y fáciles sea contagioso: pues bien, el mismo instinto nos dice que cuanto menos deliberadamente se aspire a ser imitado, cuanto más inconscientemente se practique la conducta ejemplar, tanto más fácilmente se conseguirá el éxito. Ejecutad el acto imitable, y no es cuenta vuestra el ser imitado: ya se ocuparán de esto las leyes sociales. El principio psicológico en que se funda este precepto es una ley de gran importancia y de mucha aplicación en la conducta humana; es al mismo tiempo una ley que con sobrada frecuencia infringimos los americanos.

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Hela aquí expuesta en términos técnicos: "El sentir fuertemente tiende por sí mismo a interrumpir la libre asociación de las ideas objetivas con los procesos motores de la persona". De este hecho tenemos un ejemplo clásico en la enfermedad mental llamada lipemanía.

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El melancólico se halla dominado del todo por una emoción intensamente penosa. Se siente amenazado, culpable, condensado, aniquilado, perdido... Su mente se halla fijada como con un clavo en estos pensamientos relativos a su condición, y en todos los volúmenes de Psiquiatría se puede leer que "el curso habitual de sus pensamientos se ha interrumpido. Sus procesos asociativos, digámoslo en lenguaje técnico, están inhibidos; y sus ideas, inmóviles, reducidas a la monótona función de representar a la conciencia la desesperada condición actual". Esta influencia inhibitriz no se debe solamente al hecho de ser penosa la emoción, puesto que aun las emociones alegres tienen la propiedad de interrumpir la asociación de nuestras ideas. Un santo en éxtasis está tan inmóvil y fijo en una idea, y es tan irresponsable como un melancólico; y sin llegar a los santos, sabe cualquiera de nosotros, por propia experiencia, que un gran placer imprevisto puede paralizar el curso de nuestros pensamientos.

Preguntad a los niños que regresan de un espectáculo que ha logrado excitarles, qué es lo que han visto, y no conseguiréis de ellos otra descripción que “¡era muy bonito, muy bonito!”, hasta que hayan recobrado la calma. Probablemente alguno de mis lectores habrá experimentado de improviso un golpe de buena fortuna. “¡Bien! ¡BIEN! ¡BIEN!” decimos, esto nos ocurre y no acertamos a encontrar otras palabras, mientras reímos plácidamente en nuestro interior.

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De todo esto se puede —conforme he dicho— sacar una conclusión extremadamente práctica. Hela aquí: si deseamos que las series de nuestras ideas y de nuestras voliciones sean abundantes, variadas y eficaces, debemos adquirir la costumbre de libertarlas de la influencia inhibitriz del reflexionar sobre ellas, de la egoístas preocupación de lo que de ellas pueda resultar. Esta costumbre puede adquirirse como todas las demás. La prudencia, el deber, el respeto de sí mismo, las emociones de la ambición y de la ansiedad, deben naturalmente tener una parte importante en nuestra vida; pero reducid cuanto sea posible su influencia a las grandes ocasiones, a aquellas que os obliguen a adoptar una resolución de orden general, a fijar un plan de campaña; y procurad que no se haga sentir en los detalles de vuestra vida. Una vez adoptada una resolución y empezada a ejecutar, abandonad por completo la responsabilidad y preocupaos exclusivamente del éxito. Abrid camino, en una palabra, a vuestros engranajes intelectuales y prácticos, y dejad que se desenvuelvan: sacaréis de ello doble ventaja. ¿Qué estudiantes fracasan en el examen? Precisamente los que piensan en la posibilidad de hacer fiasco y sienten más la importancia del acto que están realizando. ¿Cuáles son los que hacen mejor examen? Los que se toman la cosa con más indiferencia. Sus ideas surgen de su memoria como movidas por sí mismas. ¿Por qué oímos siempre lamentar que la vida sea en Nueva Inglaterra menos rica y menos expresiva o más enervante que en otro lugar del mundo? ¿A qué se debe este hecho, si un hecho es, como no sea a la conciencia sobrado activa de las personas temerosas de decir algo demasiado simple y trivial, o algo no sincero y por lo tanto indigno de la

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persona a quien se dirigen, o algo por una razón u otra no adecuado al lugar y a la ocasión? ¿Cómo es posible que una conversación pueda sostenerse y desenvolverse a través de semejante océano de responsabilidad y de inhibición? En cambio, la conversación brilla y la compañía se hace agradable, y ni es por una lado estúpida, ni por otra parte fatiga por lo forzada, siempre que algunas personas rompen con sus escrúpulos y cortan los frenos de sus corazones, dejando correr las lenguas a su antojo, automáticamente y sin preocupaciones de responsabilidad.

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Hállase hoy sobre el tapete en los círculos pedagógicos la obligación del profesor, de prepararse cada lección. Esto es útil desde muchos puntos de vista, pero no necesitan seguramente los yankees que se les recomiende, pues lo hacen en demasía. El consejo que quisiera dar a muchos maestros, lo encuentro en las palabras de uno de ellos, que es por cierto un profeta excelente; preparaos de manera que dominéis por completo el asunto, y después, en la escuela, fiad en vuestra espontaneidad abandonando toda preocupación.

Mi enseñanza será análoga para los estudiantes y especialmente para las mujeres; del mismo modo que la cadena de la bicicleta puede funcionar mal por estar demasiado tirante, la preocupación y capciosidad del individuo puede estar en tensión excesiva e impedir los movimientos del pensamiento. Tomad como ejemplo el periodo formado por muchos días sucesivos de examen. Una onza de buena entonación nerviosa en un examen vale por muchos días de preparación intensa y ansiosa. Si realmente deseáis hacer buen papel en un examen, tirad el libro el día antes y decir: "No quiero perder un minuto más en esta estúpida materia, y tanto se me importa que me aprueben como que me suspendan". Decid esto con sinceridad, sintiéndolo de veras; pasead, jugad, acostaos y dormid; y estoy seguro de que el buen resultado que de ello obtendréis al día siguiente os animará para hacerlo así siempre más. A un discípulo de Miss Call, cuyo libro sobre el relajamiento muscular he citado más arriba, he oído dar este mismo consejo. Dicha Miss, en otro libro que ha publicado posteriormente bajo el título As a Matter of Course, predica con igual entusiasmo el evangelio del relajamiento moral, el arrojar las cosas de la mente sin cuidarse de ellas.

La ansiedad siempre e invariablemente significa inhibición de las asociaciones y pérdida de potencia efectiva. Naturalmente la curación radical de la ansiedad, bien lo sabéis, hállase en la fe religiosa. Las espumosas olas de la inquieta superficie no turban la inmovilidad de las masas profundas del Océano; y por esto el que puede apoyarse en algo más amplio y más permanente, tiene por cosas insignificantes las continuas alternativas de la suerte. La persona esencialmente religiosa tiene firmeza, ecuanimidad y se halla solemnemente dispuesta al cumplimiento de todos los deberes que puede traerle el nuevo sol. He leído esto graciosamente expuesto en una obrita que conozco hace poco tiempo: La práctica de la presencia de Dios.—El mejor guía para una vida santa, del hermano Lorenzo, traducción del francés, de las conversaciones y cartas de Nicolás Ernmanno de Lorena, de la cual copio algunos pasajes.

El hermano Lorenzo era un carmelita que se había convertido en Paría el año 1666.

"Contaba que sirviendo de ayuda de cámara al Sr. Fieubert, había sido siempre una babieca que todo lo rompía. Que había deseado retirarse a un monasterio pensando

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encontrar en él ocasión de arrepentirse de su poca maña y de sus pecados, sacrificando de este modo a Dios la vida con sus placeres, pero que Dios le había faltado en aquella ocasión, puesto que en el monasterio no había hallado más que satisfacciones...

Que durante mucho tiempo habíale turbado la idea de que había de condenarse y todos los hombres de la tierra no habían podido convencerle de lo contrario, pero que al cabo se había hecho el siguiente raciocinio: Me he dedicado a la vida religiosa solamente por el amor de Dios, y por lo mismo solo por él he obrado: cualquiera cosa que me sobrevenga, condéneme o sálveme, yo continuaré con toda la pureza de mi espíritu obrando sólo por amor a Dios. Siquiera tendré el mérito de haber hecho hasta la muerte todo lo posible por amarle... Que desde aquel día había pasado la vida con perfecta libertad de espíritu y perpetua alegría.

Que cuando se le presentaba ocasión de poner en práctica alguna virtud, se dirigía a Dios diciendo:"Señor, y no sabré realizar esto si tú no me haces capaz de ello", y que entonces recibía toda la fuerza que necesitaba. Que si faltaba a su deber, confesaba en seguida su pecado diciendo a Dios: "Jamás haré otra cosa que faltar a mi deber si tú me abandonas a mis propias fuerzas: tú debes impedirme que obre mal y reparar mis errores." Y después de esto desechaba toda preocupación.

Que recientemente había sido enviado a Borgoña a comprar vino para la Comunidad, comisión que le pesaba mucho, pues carecía en absoluto de disposición para los negocios y se sentía torpe para desempeñar el encargo. Que dijo a Dios: "que era asunto suyo, porque él no se sentía con fuerzas", y que poco después estaba todo corriente.

"Que el año siguiente le habían mandado a Auvernia con el mismo objeto, y que, sin saber cómo, le había salido todo bien.

Y lo mismo le pasó con sus deberes de cocinero, teniendo verdadera aversión a la cocina, pues habiéndose habituado a hacerlo todo por amor de Dios y con oraciones para todos los casos, todo le había sido fácil durante los quince años que había permanecido allí, por asistirle la gracia en todo lo que hacia.

Que estaba contentísimo del lugar que actualmente ocupaba, pero que estaba dispuesto a abandonarlo como había dejado el anterior, pues siempre estaba complacido con lo que le correspondía, haciendo las cosas más humildes por el amor de Dios.

Que la bondad de Dios le hacía vivir en la seguridad de que nunca se vería abandonado, sino, al contrario, de que siempre le sería concedida la fuerza de soportar cualquier desgracia que El se sirviese mandarle; que como nada temía, jamás tenía necesidad de pedir consejos a nadie respecto de su situación. Que siempre que había probado de hacerlo, sólo había conseguido hallarse en mayor perplejidad."4

La sencillez de corazón del bueno del hermano Lorenzo y su abandono de todos los afanes innecesarios constituyen un espectáculo muy consolador.

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La necesidad de considerarse responsable ha sido proclamada con bastante frecuencia en Nueva Inglaterra, y especialmente respecto del sexo femenino. Hoy por hoy nuestros estudiantes y nuestros profesores necesitan, no ciertamente exacerbar, sino más bien atenuar su tensión moral.

Sin embargo, temo que en este mismo instante alguno de mis amables oyentes adopte la enérgica resolución de abandonarse, de relajarse durante lo que le resta de vida. No es preciso que diga que no es esta la manera de proceder. Aunque os parezca una paradoja, la mejor manera de lograr el éxito es no preocuparse de si se podrá o no se podrá obtener. De este modo es posible que, mediante la gracia de Dios, caigáis de pronto en la cuenta de que ya estáis practicando mi consejo y, penetrados de la clase de sensaciones que el hacerlo os proporciona, podáis (si os sigue Dios ayudando) persistir en la empresa.

Hago los más ardientes votos por que puedan conseguirlo todos mis corteses oyentes.

IIUNA SINGULAR CEGUERA DE LOS SERES HUMANOS

Nuestros juicios sobre el valor de las cosas grandes o pequeñas, depende de los sentimientos que las mismas cosas despiertan en nosotros. Cuando reputamos preciosa una cosa como consecuencia de la idea que formamos de ella, es porque la misma idea está ya asociada a un sentimiento. Si estuviésemos radicalmente privados de sentimientos y en su virtud pudiesen las ideas reinar por sí solas en nuestra mente, nos hallaríamos completamente libres de todas nuestras simpatías y antipatías, y seríamos incapaces de atribuir mayor importancia o significación a una que a otra situación, a una que a otra experiencia de nuestra vida.

Ahora bien: la ceguera de que quiero hablaros es la que todos sufrimos con relación a los sentimientos de las criaturas y de las personas diferentes de nosotros.

Somos seres prácticos y tenemos bien determinadas las funciones y los deberes que hemos de cumplir. Cada uno está obligado a sentir intensamente la importancia de sus propios deberes y la significación de las situaciones que provocan su aparición. Pero tal sensación es en cada uno de nosotros un secreto vital y en vano miramos a los demás para que sientan por ella la misma simpatía. Los demás viven demasiado absortos en los secretos vitales que les son propios para que se interesen por los nuestros. De este procede la estupidez y la injusticia de nuestras opiniones en cuanto se refieren al significado de la vida de los demás; y procede asimismo la falsedad de nuestros juicios en cuanto presumen de decidir de un modo absoluto sobre el valor de las condiciones o de los ideales ajenos.

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Tomemos como ejemplo nuestros perros y nosotros. Nos unen, como es sabido, lazos bastante más íntimos y estrechos que muchos otros que existen en el mundo. Y, sin embargo, en medio de la amigable ternura que nos liga, ¡cuán insensible es cada uno a lo que tiene más importancia en la vida del otro! Nosotros concedemos muy poca a las excelencias del hueso roído debajo de la mesa. Ellos atribuyen muy poca a las delicias de la literatura y el arte. Cuando estáis leyendo la novela más emocionante que ha caído en vuestras manos, ¿qué opinión formará al fox-terrier de vuestra actitud? Con toda su mejor voluntad, no puede explicarse su inteligencia la naturaleza de vuestra conducta. ¿Por qué estáis sentados como una estatua, cuando podríais arrojar un bastón para que corriese a cogerlo? ¿Qué misteriosa dolencia es la que os sobreviene cuando cogéis una cosa blanca y larga y la estáis mirando horas enteras, en la más completa inmovilidad y sin la menor expresión de una vida consciente? Ciertos africanos se aproximaron un poco más a la verdad, sin llegar a ella por completo, cuando se agrupaban maravillados alrededor de aquel viajero americano que había encontrado en el centro del áfrica un ejemplar del Comercial Advertiser de Nueva York y devoraba una tras otra las columnas del mismo. cuando hubo concluido, los indígenas le ofrecieron por aquel misterioso objeto un precio muy elevado, y como el viajero les preguntase para qué lo querían, contestaron: “Porque es un remedio para la vista.” Era ésta la única razón que acertaban a atribuir al prologando baño que el viajero había hecho sufrir a sus ojos sobre la superficie del periódico.

El juicio del espectador pierde el camino de las causas y no puede llegar a la verdad. El sujeto juzgado conoce una parte del mundo real que el espectador que juzga no llega en cambio a entrever: aquél conoce más lo que el espectador conoce menos; y donde existe tal conflicto de opiniones y tal diferencia de visión, hay más obligación de creer que el lado más verdadero es el de aquel que siente más, no el de aquel que siente menos.

Permitid que os refiera un ejemplo personal de esos que se registran todos los días:

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Hace algunos años, viajando por las montañas de la Carolina del Norte, pasaba junto a muchos “cowes” (que así llaman allá a unos pequeños valles tendidos entre las colinas) recientemente talados y provistos de nuevas plantaciones. Su vista me produjo una impresión completamente desagradable. Por lo regular, el colono había derribado los árboles más útiles, dejando sólo la base del tronco; pero a los árboles demasiado grandes se había limitado a abrirles una incisión alrededor del tronco con objeto de que se secaran, evitando así la excesiva sombra de su follaje; después había construido una cabaña de troncos, obturando con arcillar los intersticios, y en torno de tal escena de destrucción había dispuesto una valla rústica muy elevada para tener separados de la casa los cerdos y las ovejas. Por fin, había sembrado trigo entre los árboles y los troncos mochos que quedaban, y allí vivía con la mujer y los hijos. Toda su hacienda se reducía a un hacha, un fusil, unas pocas herramientas, algunos cerdos y algunos pollos.

El bosque había sido destruido y esto que lo había beneficiado resultaba horrible; parecía una úlcera, sin un solo elemento de gracia artificial que compensase todas las bellezas naturales que había perdido. En verdad, debía de ser desgraciada la vida del colono, navegante sin vela, como dicen los marineros, que empezaba de nuevo la existencia en el mismo punto de donde habían partido nuestros antepasados, y en

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condiciones muy poco mejoradas por el decurso de las generaciones que le habían precedido.

¡No me habréis de volver a la Naturaleza! —decíame al pasar por aquellos lugares bajo la opresión de la aridez que me rodeaba.— ¡No me habléis de la vida del campo para los viejos y para los niños! ¡Las pobres manos desnudas y la tierra sola para sostener la ruda batalla! ¡Jamás es dable prescindir de los últimos beneficios de la cultura! La belleza y las comodidades conseguidas por los siglos de cosa sagrada. Constituyen nuestra herencia y tenemos derecho a ella por el solo hecho de haber nacido. No es posible que persona alguna moderna desee vivir un solo día en un estado tan rudimentario y lleno de privaciones.

Y dije en seguida al montañés que me servía de guía: “¿A qué clase de genera están confiadas estas labores de tala?” “Pues, a todos nosotros —contestóme,— ¿por qué cómo podríamos acomodarnos aquí si no obtuviésemos uno de estos cowes para roturarlos?”— Comprendí instantáneamente que no había acertado a comprender el significado interior de aquella situación.

Porque a mí, aquel desmoche me daba sólo una impresión de pobreza y pensaba que a aquel que con sus vigorosos brazos y su fiel hacha lo había realizado, debía de producirle el mismo efecto. Pero él, cuando miraba aquellas monstruosas bases de troncos, recordaba una victoria personal. Todo aquello hablábale de su sudor honrado, de fatiga obstinada e industriosa, y de la recompensa final. La cabaña era para él, para la compañera, para los niños, una garantía de salvación. En una palabra: aquella tala que no era para mi retina sino un cuadro repugnante, era para él un símbolo perfumado de recuerdos morales, y le cantaba el poema del deber, de la lucha y de la victoria. Había yo estado tan ciego para la idealización peculiar de su condición, como él mismo habíalo estado seguramente respecto de mis ideales si hubiese podido dar una ojeada a las extrañas maneras académicas de mi vida doméstica en Cambridge.

***

Cada vez que un método de vida comunica cierto ardor al individuo, la vida adquiere un significado esencial, genuino.

Roberto Luis Stevenson ha ilustrado este hecho con un ejemplo que expone en un ensayo que merece alcanzar la inmortalidad, tanto por la verdad del fondo como por las excelencias de la forma.

“A fines de Septiembre —escribe Stevenson— cuando se acercaba la apertura del curso y las noches iban siendo muy oscuras, empezamos a salir de nuestras respectivas casas, provistos cada uno de una linterna de ojo de buey. Tan notable fue la cosa, que determino una pequeña revolución en el comercio de la Gran Bretaña, de modo que los drogueros, al poco tiempo, empezaron a adornar sus escaparates con el artefacto que servía para nuestras particulares iluminaciones. Llevábamos la lamparilla encima de la barriga, colgada de una gancho de cricket, y por encima de ella —según la consigna que nos habíamos dado— abotonábamos el sobretodo. Aquellas lamparillas, no sólo apestaban a lata recalentada, de una manera infame, sino que por añadidura apenas ardían aun cuando las estábamos despabilando metódicamente. La verdad es que no servían para nada, de suerte que el placer que nos producían era puramente imaginario.

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Los pescadores ponían linternas en sus barcos, y de ellos seguramente habíamos tomado ejemplo, aun cuando ni sus linternas eran de ojo de buey, ni nosotros tratábamos de imitarles en otra cosa. Los agentes llevaban las linternas sobre la barriga y lo mismo hacíamos nosotros; pero, por lo demás, no habíamos soñado en echárnoslas de polizontes. Quizá más bien pretendíamos imitar a los ladrones, recordando edades pasadas en que las linternas de ojo de buey eran mucho más comunes, y ciertos libros de cuentos en que esta clase de lámparas hacía un papel extraordinario. Pero, lo cierto es que, en resumen, el placer que aquellos nos procuraba puede llamarse sustantivo, pues nuestra felicidad consistía pura y simplemente en ser un chiquillo con una linterna sorda debajo del abrigo.

Cuando dos de esos excéntricos muchachos se encontraban, brotaba en seguida esta pregunta: “¿Tienes tu linterna?” a la cual correspondía un ‘sí’ de persona satisfecha. Estas eran las frases de consigna, por otra parte muy necesarias, pues como era de ordenanza llevar oculta nuestra gloria, nadie podía reconocer a un portador de linterna como no fuese por lo que apestaba. Alguna vez cuatro o cinco de esos rapaces se recogían bajo el vientre de algún barco de pesca, o en alguna caverna de la playa, mientras el viento batía a más y mejor. Parece que entonces se abrían los sobretodos y quedaban las linternas al descubierto: a su luz vacilante, bajo la bóveda pavorosa y agitada de la noche, acariciados por el aroma de lata asada, aquellos jovencitos se apretaban unos contra otros sobre la arena fría o sobre la palanca del barco de pesca, embriagándose de cuentos adecuados a las circunstancias. ¡Por desgracia, no puedo referiros uno como ejemplo!... Pero el relato no pasaba de ser un condimento, y hasta esas mismas reuniones no eran más que fenómenos accidentales en la carrera de los portadores de linternas. La esencia de aquella gloria paradisíaca consistía en caminar solos bajo la negra noche, con la lámpara cubierta y el sobretodo bien abrochado, sin que se escapase un solo rayo de luz que nos permitiese ver donde poníamos los pies, ni descubrir al público el secreto de nuestra felicidad.

Se ha dicho que en el corazón de todo hombre, aun del más torpe, ha muerto joven un poeta. Se puede sostener también que un bardo (inferior a un poeta en muchos respectos) sobrevive en la mayoría de los casos, y forma el perfume de la vida de aquel que lo posee. No se hace bastante justicia a la fluidez y frescura de imaginación del hombre. Su vida parecerá desde fuera un insignificante montículo de tierra; pero su corazón puede encerrar un camarín de oro donde encuentre un baño de delicias. Aun cuando siga una senda muy sombría, ¿quién os dice que no lleva sobre la barriga alguna linterna de ojo de buey?

Da una excelente idea de la rapidez de la vida, la leyenda de aquel hermano que atravesando el bosque, se para a escuchar el canto de un pájaro, oye dos o tres gorjeos y regresa al convento. Pero allí le miran como un extraño por haber estado ausente tanto años. Sólo uno de sus compañeros sobrevive y éste consigue reconocerle después de muchos esfuerzos.

La morada de este pájaro hechicero no es solamente el bosque. Canta donde más impresión puede producir. El mísero escucha y sucumbe al encanto: entonces sus días son momentos. Sin otro amuleto que una hedionda lámpara, helo evocado yo sobre la playa desierta. Toda vida que no sea puramente mecánica, se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo. Por esto es muy difícil apreciar el valor de una vida y es imposible comunicar a otra las delicias que cada una posee. El conocimiento de este

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hecho y el recuerdo de las horas felices en que el pájaro ha cantado para nosotros, nos hace leer con asombro las páginas de los escritores realistas. En ellas encontramos un cuadro exacto de la vida en cuanto se compone de cal y de hierro, de deseos y temores a bon marché que nos avergonzamos de recordar; pero de las notas de aquel ruiseñor devorador del tiempo no encontramos el menor eco.

Si en alguna novela realista habéis encontrado algo que se pareciese a la historia de mis portadores de linternas sobre la barriga, habréis hallado la descripción de unos muchachos ateridos de frío, hundidos en la arena de la playa y sobrecogidos de terror— y así es verdad que estaban; y habréis leído sus discursos estúpidos e indecorosos— que también es verdad que eran así. A vuestros ojos de lector aquellos chicos estaban mojados, fríos y asustados; pero preguntadles a ellos y os dirán que se hallaban en un paraíso de recónditos placeres, aun cuando estos no tuvieran otro fundamento que una linterna que apestaba endiabladamente.

En verdad, para decirlo una vez más, el fondo del placer de un hombre es a veces muy difícil de comprender. Puede unas veces derivarse de un simple accesorio, como una linterna, de igual modo que puede obedecer a misteriosos procesos psicológicos. Tiene tan pocos lazos con las cosas externas, que puede ni siquiera tocarlas, de modo que la verdadera vida del hombre, aquello que es causa de que acepte con agrado el seguir viviendo, se encuentre del todo en el campo de la fantasía. En tal caso la poesía rueda oculta.

El observador —pobre espíritu documentado— anda perdido. Porque mirar al hombre es bien poca cosa. podemos ver el tronco de que se nutre, pero él mismo está fuera y lejos, en la cúpula verde del follaje, a cuyo través murmura el viento, y donde los pájaros fabrican amorosamente sus nidos. El verdadero realismo es siempre y en todas partes el de los poetas, que buscan donde reside la alegría para prestarle con sus cantos una voz que llegue muy lejos.

No conseguir la alegría es perderlo todo. En la alegría de cada uno que obra consiste el sentido de todas sus acciones; su explicación, su excusa. Para el que ignora el secreto de la linterna, la escena de la playa carece de sentido. De aquí proviene la falta de realidad de obsesionante y verdaderamente fantástica de los libros realistas. En ninguno de ellos encontramos la poesía personal, la atmósfera encantada, la obra irisada de la fantasía que viste lo que está desnudo y parece ennoblecer lo más bajo. En todos ellos la vida cae muerta como el barro, en vez de levantarse como un globo a los vivos colores del sol naciente. Ninguno de ellos es verdadero, porque ningún hombre vive la realidad exterior entre sales y ácidos, sino en la cálida camarilla fantasmagórica de su cerebro formado de vidrieras decoradas y paredes cubiertas de pinturas”. 5

***

Estos parágrafos son lo mejor que conozco de Stevenson. "No conseguir la alegría es perderlo todo." Así es, en realidad. Cada uno de nosotros tiene una vocación singular bien especificada como suya propia. No parece sino que la energía necesaria para los deberes particulares sólo puede alcanzarse haciendo impenetrable el corazón para todo lo que sea diferente de ellos; de suerte que nuestra obtusidad para comprender las formas particulares de alegría, con excepción de una sola, viene a ser el precio con que pagamos el ser criaturas prácticas. A veces en algún mísero soñador, en algún filósofo,

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poeta, novelista —o cuando el hombre práctico se enamora— cede la dura corteza exterior, y una ojeada lanzada como un relámpago en el mundo efectivo —como le llama Clifford— en el vasto mundo de vida interior que irradiamos, tan diferente del mundo de las apariencias externas, ilumina nuestra mente. Esto basta para conmover todo el esquema habitual de nuestros valores, para que nuestro Yo se descomponga, y sus limitados intereses queden a un lado: es preciso hallar un nuevo centro, una nueva perspectiva.

Este cambio se halla muy bien descrito en Josiah Royce:

"¿Qué es, pues nuestro vecino? Has mirado su pensamiento y su sentimiento como algo diferente de los tuyos. Te has dicho: "Un dolor en él, es semejante a un dolor a mí, pero mucho más fácil de soportar." Te produce el efecto de algo menos vivo que tú: su vida es oscura, fría: un pálido fulgor en comparación con tus ardientes deseos. Así, a tientas y por instinto, has juzgado a tu vecino sin conocerlo, porque eres ciego. Has hecho de él una cosa, no un yo. Abandona tal ilusión y procura simplemente conocer la verdad. El dolor es el dolor, la alegría es la alegría en todas partes como en ti mismo. en todos los trinos de los pájaros del bosque, en los aullidos todos de los animales heridos o moribundos; en el mar sin límites donde miriadas de criaturas se agitan y perecen; entre todos los salvajes; en toda enfermedad y en todo júbilo y en toda esperanza; dondequiera, desde lo más bajo a lo más noble, se halla la misma vida consciente, ardiente, llena de voluntad, indefinidamente múltiple, como las formas de las criaturas vivientes, inextinguiblemente como los rayos del Sol, real como esos impulsos que ahora mismo palpitan en tu pequeño corazón de egoísta. Levanta los ojos, observa esa vida y luego ve y desmiéntela si puedes. Como hayas conocido esto, habrás ya empezado a conocer tu deber". 6

***

Esta visión más elevada de un significado interior en todo aquello que hasta entonces habíamos considerado fríamente de un modo exterior, a veces invade a una persona de improviso, y cuando esto ocurre forma época en la historia del sujeto. Existe en aquel momento una profundidad de concepción que nos obliga a atribuir a aquel instante una realidad mucho mayor que a las demás ocasiones de la vida.

La pasión de amor se revelará en un individuo como una explosión, y determinará en otro una melancolía que durará toda la vida, como si llevase un clavo hundido en el pecho.

Este místico sentido de secreta significación procede quizás de causas naturales sobrehumanas.— Corto un pasaje de Oberman, novela francesa que alcanzó cierta fama en sus tiempos:

"París 7 de marzo.—Estaba el día encapotado y frío, y, sintiéndome melancólico, paseaba falto de ocupación. Pasé junto a unas flores colocadas a la altura de mi pecho: era unos junquillos y me produjeron una violenta impresión de deseo: eras las primeras flores del año. Sentí de pronto toda la felicidad que está reservada al hombre. la armonía de las almas que no tiene expresión posible, el fantasma del mundo ideal surgió en mí con toda su plenitud. Jamás había sentido nada tan grande y tan súbito. No sé qué formas, qué analogías, qué secretas afinidades hiciéronme ver en aquellas flores una

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belleza sin límites... Jamás podré expresar en concepción alguna esta inmensidad, este poder que no tiene expresión humana; esta forma que jamás se contendrá en ninguna parte, este ideal de un mundo mejor, que se siente, pero que parece no haber sido creado por la naturaleza". 7

Wordsworth y Shelley han sido pródigamente dotados para sentir esa significación oculta de las cosas naturales. En el primero se ofrece tal cualidad con caracteres de austeridad:—“En toda forma natural, roca, fruto o flor, aun en la misma piedra abandonada en el camino público, existe una vida moral. Yo la veía sentir o la asociaba a algún sentimiento: la gran masa yace sepultada en alguna alma que la estimula, y todo lo que yo miraba, tenía para mis ojos un significado interior”. 8

***

"¡Manifestaciones auténticas de cosas invisibles!"— Bien se comprende, por lo expuesto, que lo que sentía Wordsworth en sus arrebatos y en la luz que le daba vida, era ese presencia de algo desconocido en la naturaleza, que no podía exponer con orden lógico ni con sonidos articulados. Para él basta que por sí mismo haya experimentado momentos de arrebato semejantes; los versos en que Wordsworth expone simplemente el hecho, suenan como una afirmación autorizada que halaga el corazón: "Espléndida —despuntó el alba, como una pompa insuperable, —gloriosa como nunca la había visto. Delante de mí —el mar rielaba en lontananza: más cerca aparecían las sólidas montañas relucientes como las nubes —verdeantes, perdiéndose en las luces del cielo; —y en las praderas y en los planos inferiores— se mostraba toda la dulzura de una colina,—nieblas, vapores y la melodía de las aves, —y los campesinos que iban a la labor de los campos."

"Ah, no necesito decirte, caro amigo, que mi corazón —hallábase colmado hasta los bordes; yo no hacía votos —pero se hacían votos por mí; un lazo para mi desconocido —se estrechaba; yo debía haber sido desde aquel instante, cantando siempre más —un espíritu delicado. Por esto me marché —lleno de una santidad agradecida que todavía dura."

***

Cuando Wordsworth se marchaba lleno de su inmensa alegría interior, respondiendo a la vida secreta de la naturaleza que a su alrededor se agitaba, los aldeanos próximos a él, preocupados por sus tareas, debieron juzgarle un personaje bien insignificante y medio tonto. No se les ocurriría ciertamente la idea de maravillarse de lo que llevaba en su interior. Y sin embargo, aquella vida interior encerraba la esencia de un significado que ha alimentado muchas otras almas y que aun hoy día las llena de una interna alegría.

Ricardo Jefferies ha dejado un notable documento titulado La historia de mi corazón; y en él cuenta prolijamente el arrebato que le producía el sentir en su juventud la vida de la naturaleza. A propósito de la cumbre de cierta colina dice lo siguiente:

"Estaba absolutamente solo con el sol y la tierra. Acostado en la hierba hablaba con la voz del alma, a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas, al Océano distante, más allá de mi vista... Con toda la intensidad del sentimiento que me exaltaba, en la comunión

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estrecha que me ligaba a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas que la excesiva luz me ocultaba, el Océano —no es posible expresar con palabras la vibrante profundidad de estos sentimientos— con todas estas cosas yo me he divertido como si fuesen los trastes de un instrumento que yo pulsase. El sol inmenso derramando luz, la tierra poderosa —tierra querida, — el cielo ardiente, el aire puro, el pensamiento del Océano, la inefable belleza de todas las cosas, me llenaban de un arrebato, de un éxtasis, de un soplo divino. Aquel soplo me hizo rezar... Y la plegaria, esa emoción del alma, era fin de sí misma; yo no la individualizaba en un objeto: era una pasión. Escondí el rostro en el césped. Estaba postrado, me sentía arrebatado, arrastrado muy lejos... Si algún pastor me hubiese visto en aquella postura, se hubiera figurado que estaba descansando, porque mi estado no se traducía en modo alguno al exterior. ¿Quién hubiera podido imaginar el torbellino vertiginoso de la pasión que se agitaba en mi pecho, mientras estuve tendido en aquella colina?"9

¡He aquí una hora de vida inútil si se la quiere apreciar contrastándola con la unidad del valor comercial! Y, con todo, ¿cómo establecer el valor de una hora si no es dable apreciarlo con unos sentidos afinados como los de Jefferies y Wordsworth?

¡Ah! Pero al afán de los intereses prácticos nos vuelve tan ciegos y tan sordos para otra cosa, que no parece sino que sea preciso perder todo valor de ente práctico si se quiere alimentar la esperanza de conseguir cierta agudeza y alcance de visión que nos permita formarnos un concepto del significado de la vida desde un punto de vista suficientemente amplio. Solamente vuestros místicos, vuestros soñadores y tal vez vuestros payasos y vuestros vagabundos, pueden permitirse esa ocupación tan simpática, una ocupación que descompone en un abrir y cerrar de ojos, toda la vieja escala de los valores humanos, dando a la pereza más precio que al poder y arrojando al aire en un minuto todas las distinciones que un hombre común, fiel a los convencionalismos, emplea su vida entera en echarse encima. Así podréis ser profetas, pero no obtendréis éxitos en el mundo.

Walt Whitman, por vía de ejemplo, es considerado por muchos de nosotros como un profeta contemporáneo. Ha abolido las distinciones entre los hombres, ha roto con todos los convencionalismos, y difícilmente ama o celebra un atributo humano que no sea común a todos los miembros de la raza. Por esto es una especie de vagabundo ideal: un caballero errante de los imperiales de los ómnibus o de los barcos de vapor, y tanto si se le considera desde el punto de vista práctico, como desde el punto de vista académico, es un ser sin valor, perfectamente improductivo.

Sus versos son simples hilos de cosas sin tema, sin verbo, series de interjecciones hasta perder el fiato. Ha sentido el movimiento dela muchedumbre con el mismo arrebato con que Wordsworth sentía la montaña: lo ha sentido como una presencia, significativa como ninguna, tanto que el mero hecho de absorber en ella la propia mente constituye para él una tarea bastante a llenar la vida entera de un hombre de bien, acostumbrado a tomar las cosas por el lado serio.

He aquí lo que siente nuestro profeta cuando encuentra el barco de Brooklin:

"¡Onda que surges bajo mis pies! Yo te miro frente a frente.—¡Nieblas del Oeste! ¡Elevado sol del Mediodía! También os miro cara a cara. ¡Multitud de hombres y de mujeres vestidos con vuestros trajes de costumbre! ¡Qué cosa tan curiosa sois para mí!

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— Los centenares y centenares que veo volviendo a casa en los barcos, excitan mi curiosidad mucho más de lo que podréis suponer;— y vosotros que hace años atravesáis de una a otra orilla, sois para mí mucho más de lo que pensáis, entráis en mis meditaciones mucho más de lo que os es dable suponer.—Otros entrarán en el barco y pasarán de una orilla a otra.— Otros habrá que miren el curso de las ondas.— Otros verán la barca del Manhattan al Noroeste y la altura de Brooklin al Sudeste.— Otros verán las islas grandes y las pequeñas islas.— Dentro de cincuenta años, otros verán todo esto, mientras atraviesen el río, bajo el sol del Mediodía.— Y dentro de cien años y de otros cien años más, otros las verán.— Gozarán de la salida del sol, del flujo y del reflujo de las aguas.— Nada importa el tiempo ni el espacio, nada la distancia.— Lo mismo que sentís contemplando el río o el cielo, lo he sentido yo a mi vez.— Como cualquiera de vosotros forma parte de esa multitud viviente, formo yo parte de ella.— De igual modo que vosotros, me refrescan a mi las brisas del río.— Lo mismo que vosotros miráis los innumerables mástiles de las embarcaciones y las infinitas chimeneas de los vapores, los he mirado yo antes.— Infinitas veces, infinitas veces he atravesado el río a las doce del día.

He mirado los albatros y los he visto elevarse en el aire y sostenerse sobre sus alas inmóviles. —He visto el fulgor del sol iluminar partes de su cuerpo, dejando el resto en la sombra.— He visto sus lentos y anchos círculos, inclinarse gradualmente hace el Sud.— Y las blancas velas de los bergantines y de las navecillas, y las grandes embarcaciones firmes sobre sus anclas,. Y los marineros trabajando en las cuerdas, y sus gallardetes flotando al viento.— Y los cendales del crepúsculo, las oleadas majestuosas, y las crestas de espuma gárrulas y centelleantes.— La lontananza que se va oscureciendo.— Los muros grises de granito de los almacenes del puerto.— En la vecina playa los ardientes fuegos de los hornos de fundición irguiéndose en medio de la noche y haciendo volar sombras negruzcas.

—Estas y otras muchas cosas eran para mí lo mismo exactamente que son para vosotros”. 10

Y así va siguiendo un poema divinamente bello. Si además deseáis saber cuál sea —según el— la mejor manera de aprovechar la oportunidad de la vida que el cielo ofrece, leed el delicioso volumen de sus cartas a un joven amigo suyo:

"Nueva York, 9 de octubre de 1868.

Querido Pete: ¡Qué mañana tan hermosa, serena y fresca! He salido para dar un corto paseo a lo largo del río que dista poco de mi casa. ¿Te he de decir qué es de mi vida? Generalmente, por la mañana escribo, después me baño; salgo cerca de mediodía, paseando a la ventura, o llego con algún amigo hasta el centro de la ciudad, o bien hago algunas compras. Si el tiempo es a propósito, me hago llevar por algún cochero amigo sobre el Broadway de la calle vigésima tercia de Bowling Green, tres millas para la ida y tres para el regreso. Todos los días tengo mucho que hacer: no hay hora para mí sin ocupación. Es una diversión sin límites: un estudio y un recreo, el pasear en carroza un par de horas a lo largo de Broadway: todo lo voy viendo como en una especie de panorama viviente que nunca se acaba: muestras de comercio, espléndidos edificios con grandes ventanales; pasan de continuo por las aceras mujeres ricamente vestidas, siempre diferentes, mucho mejores que todo lo demás que pueda verse... Un verdadero río de gente... Hombres también muy bien vestidos a la última moda, infinidad de

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forasteros, multitud de coches particulares y de alquiler, los ómnibus de los hoteles, carros, vehículos de toda especie... Y el esplendor de la calle con tan suntuosos edificios, incrustados muchos de mármol blanco; y la alegría y el movimiento que se nota en todas partes... Ya comprendes que estoy es muy bello, cuando hace buen tiempo, para un vagabundo como yo que se goza lo que es decible viendo el mundo de los negocios agitarse en torno, mientras cómodamente mira y observa”. 11

***

Fútil manera de pasar el tiempo —pensaréis muchos de vosotros,— y, sin embargo, es muy conveniente para un hombre de cierta edad. Porque, vamos a ver, profundizando la materia, ¿quién es que conoce mayor parte de la verdad, y quién menor parte de ella, Whitman sobre su imperial del ómnibus, lleno de la intensa satisfacción que le inspira el espectáculo, o vosotros llenos del desdén que sentís por la futilidad de su ocupación?

Cuando vuestro vulgar brooklinés o neoyorkino, que vive una vida demasiado lujosa, o está melancólico e inquieto por sus negocios personales, encuentra el barco o pasea por el Broadway, su fantasía no puede, como la de Whitman, "levantarse y cernirse entre los colores del crepúsculo", ni en su interior puede en modo alguno realizar el hecho indiscutible de que nunca, en lugar alguno, en tiempo alguno, este mundo contiene una cantidad mayor de divinidad esencial o de significación eterna, que la que informa el espectáculo que sus ojos ven con tanto indiferencia. Allá está la vida, y un paso más allá está la muerte. Allá está la única forma de la belleza que ha existido. Allá, la antigua batalla humana con los frutos que ha producido. Allá, el espíritu y la letra: lo real y lo ideal reunidos. Pero para el ojo mortecino y flojo todo es vulgar e inexpresivo, fatigoso y desagradable. "¡Puah! ¡qué repugnante visión!"— decía Carlyle cuando paseaba de noche con alguno que le llamaba la atención sobre el esplendor del firmamento. Así ocurre que la eterna repetición de una escena por todas las generaciones, que el eterno retorno del orden establecido, que llenan de íntima satisfacción a un Whitman, constituye para un Schopenhauer una anestesia emocional, el ingrediente principal del tedio para un espíritu como el suyo lleno hasta los bordes del sentimiento de "terrible vanidad interior" ¿Qué cosa es en suma la vida—se pregunta— sino la eterna representación de la misma vanidad, el mismo ladrar de los perros, el mismo sempiterno graznar de las aves? Y, sin embargo, de las mismas fibras de que están formadas esas futilidades, está compuesto y tejido el material de todas las excitaciones, de todas las alegrías, de todas las significaciones que fueron, son y serán en el mundo.

El sentirse, como Whitman, arrebatado por el simple espectáculo de la presencia del mundo, es un modo, y en verdad, el modo más fundamental de reconocer su significado y su importancia inconmensurable. ¿Pero, cómo se puede llegar al sentimiento del significado vital de un experimento, si no se sabe por dónde empezar? No existe para esto precepto alguno. Siendo un secreto y un misterio, frecuentemente ocurre de un modo inesperado y misterioso. Quizá florece en la misma tumba donde creíamos para siempre enterrada nuestra felicidad. Benvenuto Cellini, después de una vida pasada en los esplendores del Renacimiento, entre las aventuras y las excitaciones del arte, hállase de improviso recluido en la base de la torre mayor del castillo de Sant’Angelo, lugar horrible abundante en ratones, humedades e inmundicias. Sobre esto, tiene una pierna rota y el escorbuto hace castañetear los dientes. Sin embargo, sus

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pensamientos se dirigen a Dios, como nunca lo había hecho hasta entonces. Consigue proveerse de una Biblia y la lee durante la única de las veinticuatro horas del día en que un rayo de luz reflejada penetra en su pocilga; tiene visiones místicas; canta salmos y compone himnos sacros.

Y pensando el último día de Julio en las fiestas religiosas que al día siguiente han de celebrarse en Roma, hace esta observación: "En años anteriores celebré esta fiesta entre las vanidades del mundo, pero este año la celebraré con la divinidad de Dios. Por esto dígome a mí mismo: ¡Oh, cuánto más feliz y soy con esta mi vida presente, que con todas aquellas cosas que recuerdo!" 12

Mas el gran intérprete de estos misteriosos y eternos flujos y reflujos es el conde Tolstoi, pues constituye el relieve de todas sus novelas. Pedro, el héroe de La guerra y la Paz, es reputado el hombre más rico del imperio ruso, y durante la invasión francesa cae prisionero y es conducido muy lejos por el enemigo en su desastrosa retirada. Asáltanle todas las formas de miseria: el frío, el hambre, la sed, los gusanos, y de todo ello resulta en su mente una revelación de la escala real de los valores de la vida. "Entonces solamente apreció, porque se hallaba privado de ello, el goce de comer cuando se tiene hambre, de beber cuando se tiene sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando se tiene frío y de hablar cuando deseaba conversación... Más tarde, recordaba siempre con alegría aquel mes de esclavitud, y no cesó de hablar con entusiasmo de las inefables sensaciones y, sobre todo, de la calma moral que había experimentado durante aquel período de su vida. Cuando al amanecer del día siguiente a aquel en que cayó prisionero, ve la cúpula oscura todavía y las cruces del monasterio, el rocío brillante sobre la hierba polvorienta, la montaña y sus vertientes cubiertas de bosque que se perdían a lo lejos en una niebla grisácea; cuando se siente acariciado por una fresca brisa, y de improviso mira brotar la luz entre los vapores de la niebla y el sol levantarse majestuoso por entre las nubes, las cruces y la cúpula, y en lontananza el río brillar a sus rayos esplendentes y juguetones, el corazón de Pedro da un vuelco de emoción. Aquella emoción ya no le abandonó: no hizo sino centuplicar sus fuerzas a medida que se hacían más graves las dificultades de su situación... De todo aquello que le pasaba, del género de vida a que forzosamente se hallaba sometido, dedujo que el hombre había sido creado para la felicidad, que esta felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las exigencias cotidianas dela existencia; y que la desgracia es el fatal resultado, no de la necesidad, sino de la abundancia. Acabábase de revelar en él una nueva y consoladora verdad: la de que en este mundo nada hay irremediable, y que, del mismo modo que el hombre jamás es del todo feliz e independiente, tampoco es nunca del todo infeliz y esclavo. Comprendió que el padecimiento tiene sus límites, lo mismo que la libertad, y que dichos límites se tocan: que el hombre acostado en un lecho de hojas de rosa, de las cuales está doblada una sola, sufre tanto como el que adormeciéndose sobre el suelo húmedo se siente transido de frío: que él mismo había sufrido tanto con los zapatos de baile demasiado ajustados, como entonces con los pies desnudos y doloridos...

Reinaba la calma en el vivac, una hora antes tan animado con el rumor de las voces y el chisporroteo de las hogueras, cuyos tizones palidecían y se apagaban poco a poco. La luna llena tocaba al cenit: los bosques y los campos, hasta entonces invisibles se dibujaban claramente alrededor, y más allá de aquellos campos y de aquellos bosques inundados de luz, la vista se perdía en la infinita profundidad de un horizonte sin límites. Pedro, con la mirada sumergida en el firmamento, donde centelleaban en aquel

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instante miriadas de estrellas, pensó: "Todo esto es mío: ¡todo esto es en mí y es yo! ¡Y se figuran haber hecho prisionero esto!¡Y esto es lo que se figuran haber encerrado en una barraca!" Sonrió y volvió a acostarse entre sus compañeros". 13

La ocasión y la experiencia no tienen importancia alguna. Todo depende de la capacidad que tiene el alma para ser impresionada, de sentir la propia corriente vital vibrar a impulsos de lo que encuentra al paso. "Atravesando un lugar muy común—dice Emerson—con los patines de nieve, al caer la tarde y bajo un cielo plomizo, sin tener en mi pensamiento ningún motivo especial, me ha dado un acceso de risa. Me ha alegrado la idea de mi rinconcito junto a la lumbre."

***

La vida merece siempre ser vivida y todo consiste en tener la sensibilidad correspondiente. Muchos de nosotros pertenecientes a las clases que a sí mismas se llaman cultas, nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito y a desdeñar lo ordinario. Estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería; y así es que mientras cultivamos esas funciones más elevadas, la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida.

En semejantes condiciones, el remedio consiste en el descenso a un nivel más primitivo. Ser prisionero, náufrago o soldado por fuerza, servirá siempre para mostrar la bondad de la vida a muchos pesimistas cultos. Viviendo al aire libre y sobre la tierra, el plato de la balanza que estaba bajo se levanta lentamente hasta hallarse en equilibrio, y la hipersensibilidad y la insensibilidad se equiparan. Los atractivos de los esquemas ficticios palidecen, mientras crecen y aumentan cada vez más los de ver, oler, gustar, dormir, actuar con el propio cuerpo. Los salvajes y los hijos de la naturaleza, a los cuales nos estimamos muy superiores, viven ciertamente en condiciones que para nosotros serían mortales, y, sin embargo, si ellos tuviesen la facilidad de escribir que nosotros tenemos, con seguridad harían conferencias sensacionales sobre nuestra impaciencia por mejorar y sobre nuestra ceguera respecto de los bienes estáticos fundamentales de la vida.

"¡Ah! Hijo mío—decía a un su huésped blanco un jefe de tribu india.— Tú nunca conocerás la gran felicidad de no pensar en nada y de no hacer nada. Esto, después del dormir, es la cosa más encantadora. Así éramos antes de nacer y así seremos después de muertos. Tu gente, cuando ha acabado de cultivar un campo, va a roturar otro; y, como si no fuese bastante el día, he visto a algunos labrando a la luz de la luna. ¿Qué significa su vida comparada con la nuestra, su vida que consumen de esta suerte? ¡Ciegos, que todo lo pierden! ¡Nosotros, en cambio, vivimos al día!" 14

***

El intenso interés que puede asumir la vida puesta al nivel de la falta de pensamiento, al nivel de la pura percepción sensorial, ha sido descrito magistralmente por W. H. Hudson en su obra: Idle days in Patagonia.

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"Pasé la mayor parte de un invierno —escribe dicho admirable autor— en una población sobre el Río Negro, a setenta u ochenta millas del mar.

Solía salir todas las mañanas a caballo, con el fusil y seguido de un perro, trotando a lo largo del valle. Apenas entraba en el enorme y uniforme bosque, me sentía tan solo, como si, no cinco, sino quinientas millas me separasen del valle y del río.

¡Tan salvaje me parecía aquella soledad gris que se extendía hasta lo infinito, no tocada aún por la mano del hombre, y en la cual los animales eran tan raros que ni siquiera habían trazado un sendero visible entre los espinos!... no una, no dos ni tres veces, sino todos los días volví a aquella soledad por la mañana como a una fiesta, abandonándola solamente cuando el hambre, la sed o el sol me obligaban a ello. Y con todo ningún motivo que yo pudiese explicar con palabras me impulsaba a ir allá, pues aunque llevaba un fusil, no podía tirar, ya que la caza estaba en el valle que quedaba detrás de mí... A veces paseaba todo un día sin ver un mamífero, y quizá no más allá de una docena de pájaros. El tiempo durante aquella estación era poco simpático: de ordinario un ligero velo de niebla cubría el cielo, y a menudo un viento helado me entorpecía la mano con que sujetaba la brida. Cabalgaba horas y horas seguidas con un paso lento que en otras circunstancias no habría podido resistir. Llegando a una colina, aceleraba el paso para alcanzar la cima, desde la cual contemplaba el paisaje que se extendía por todas partes con ondulaciones de un aspecto áspero e irregular. ¡Todo era gris! Solamente en el horizonte la línea ondulada de las colinas tomaba un color un poco más obscuro a causa de la distancia. Descendiendo de mi observatorio, buscaba otros puntos elevados para ver desde otro lugar la misma escena, y así sucesivamente durante horas y horas. Al medio día, me apeaba y me sentaba o tendía sobre el plaid desplegado, durante más de una hora.

Un día descubrí un bosquecillo de veinte o treinta árboles muy bien colocados, que presentaba señales evidentes de haber sido frecuentado por un rebaño de ciervos u otros animales silvestres. Aquella colina se distinguía poco de las que la rodeaban, y se convirtió a los pocos días para mí en una costumbre y en puntillo de amor propio, el encontrarla y hacer de ella el lugar de mi reposo al medio día. No comprendo por qué había hecho aquella elección, y muchas veces desviaba mucho de mi camino para ir a sentarme allá, en vez de hacerlo bajo cualquiera de los millones de árboles que cubrían todas las colinas. Lo hacía sin propósito alguno, sin pensar, de una manera inconsciente. Más tarde, parecíame, sin embargo, que habiendo descansado allí una vez, se renovaba mi deseo de hacerlo allí en las veces sucesivas, asociándose a la imagen de aquel grupo de árboles de tronco liso; y así formóse en mí en poco tiempo el hábito de volver a descansar en aquel lugar preciso.

Es quizá inexacto decir que me sentaba a descansar, porque en realidad no estaba fatigado, pero érame muy grata aquella pausa al medio día. Nunca había oído el menor rumor: ni el de una hoja cayendo de un árbol.

Un día mientras escuchaba el silencio, ocurrióseme asombrarme del efecto que habría producido si de pronto me hubiese puesto a gritar con todas mis fuerzas. Parecióme una horrible sugestión y casi me hizo temblar. Con todo, en aquellos días de soledad, era una excepción que un pensamiento atravesase mi mente, hasta el punto que en aquel estado de ésta hubiérame sido imposible pensar. Mi condición era la

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suspensión y la vigilancia, y, sin embargo, no esperaba aventuras de ninguna clase, y me sentía tan libre de temores como en mi estudio de Londres...

Ciertamente había retrocedido, porque aquel estado de vigilancia y de atención excesiva, acompañado de la paralización de las facultades intelectuales superiores, representaba el estado mental del salvaje puro, que piensa poco, razona poco, guiándose por sus percepciones puramente sensorias: hállase en perfecta armonía con la naturaleza, casi al nivel, mentalmente, de los animales salvajes a quienes acecha y por quienes tal vez es acechado”. 15

Para el lector, las horas que Hudson describe no pasan de ser la relación de una vaciedad en la que no ocurre nada ni hay cosa alguna que describir. Son lapsos de tiempo sin significación. En cambio, para el que siente su secreto interior, revisten una gran importancia. Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad —si así queréis que se diga,— mas también con su vigilancia y con su felicidad suprema. Las fiestas de la vida son las funciones de ella cubiertas con aquella especie de mágico encanto que no puede ser descrito.

Y ahora bien, ¿cuál es el resultado de todas estas consideraciones y de tantas citas? Es negativo en un sentido, y positivo en otro. Por una parte, nos prohíbe absolutamente juzgar con precipitación que carecen de sentido las formas de existencia diversas de la nuestra; y nos impone la tolerancia, el respeto, la indulgencia para todos los que vemos sin afectación interesados y felices en la senda que siguen, aun cuando no acertemos a explicárnosla. En pocas palabras: ni toda la verdad, ni toda la bondad se revelan a un solo espectador, sino que cada observador individual alcanza una superioridad parcial de visión gracias a la peculiar posición en que se encuentra. Hasta las cárceles y las salas de los hospitales tienen sus revelaciones. Basta querer que cada uno de nosotros sea fiel a la propia oportunidad y se aproveche cuanto pueda de sus propios bienes, sin la pretensión de someter a reglas el resto de vasto campo.

IIILO QUE DA SIGNIFICACIÓN A UNA VIDA

En el ensayo que antecede he tratado de haceros comprender cómo puede una vida hallarse llena de valor y de significación, aun cuando nosotros nos demos cuenta de ello a causa de nuestro punto de vista externo e insensible. Las significaciones que existen para los demás no existen para nosotros. La recta inteligencia de este hecho envuelve algo más que un simple interés de curiosidad especulativa: tiene una importancia práctica enorme. Quisiera convenceros de esto como yo estoy convencido, ya que para mí constituye la base de toda nuestra tolerancia social, religiosa y política. Entre las raíces de todos los errores estúpidos y sanguinarios que los directores de pueblos han hecho sufrir a sus súbditos, hállase siempre la negación de aquel hecho. Lo primero que importa evitar en las relaciones con las demás personas es cerrar el camino a los modos

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peculiares que tiene cada uno de ser feliz, para que los demás a su vez no pretendan cortar su senda a los nuestros. Nadie logra la intuición de todos los ideales, ni puede presumirse a la ligera capaz de juzgarlos. La prisa con que se dictan dogmas para los demás es la causa del mayor número de las injusticias y crueldades humanas, y es el rasgo humano carácter que más a menudo hace llorar a los ángeles.

Todo Juan ve en su Juanita una infinidad de gracias y de perfecciones a cuyo encanto nosotros los extraños permanecemos estúpidamente fríos... ¿Quién posee la vista superior de la verdad absoluta, él o nosotros? ¿Quién posee la intuición más vital sobre la naturaleza de la existencia de Juanita? ¿Es excesivo, Juan, porque es víctima, en tal caso, de una idea fija? ¿O nosotros somos deficientes sufriendo una anestesia patológica con relación a la mágica importancia de Juanita? Esta segunda hipótesis es, sin duda, la verdadera, porque, de seguro, se revelan a Juan las verdades más profundas, y ciertamente los pequeños latidos del corazoncito de Juanita son maravillas de la creación, son dignos de aquel interés y de aquella simpatía; y es para nosotros una vergüenza el no poderlo sentirlo así, como lo siente Juan. Porque él realiza su Juanita en concreto y nosotros no podemos hacerlo. El se une a la vida interior de ella, adivinando sus sentimientos, previniendo sus deseos, y, sin embargo, siempre demasiado indignamente porque hasta él mismo adolece de un poco de ceguera.—Entre tanto, nosotros, especie de piedras muertas, no nos preocupamos de esto poco ni mucho, y vivimos contentos aunque aquella porción de hecho externo que se llama Juanita signifique para nosotros tan poco como si no existiera. Juanita, que conoce su propia vida interior, sabe que la manera como la considera Juan —que tanta importancia le atribuye— es la sola manera verdadera y seria de considerarla, y corresponde a la verdad que reside en él, considerándolo, a su vez, con la misma verdad y seriedad. ¡Ojalá la antigua ceguera no cubra de nuevo a alguno de ellos con sus brumas!

***

¿Qué sería de cada uno de nosotros si ninguno quisiese conocernos como realmente somos, y no estuviese dispuesto a compensarse de nuestra intuición con una agradecido cambio? Es para todos nosotros un deber el realizarse mutuamente de esta manera intensa, patética e importante.

Si decís que esto es absurdo y que no podemos amarlo todo al mismo tiempo, os haré observar como un dato de hecho que ciertas personas poseen una infinita capacidad de amorosidad y de interés por la vida de los otros, gracias a la cual conocen una porción mayor de verdad que si su corazón fuese menos grande. El defecto del amor recíproco de Juan y de Juanita no es su intensidad, sino su exclusivismo y sus celos. Dejad estos a un lado y veréis cómo el ideal que levanto a vuestros ojos a modo de bandera, aun cuando no es posible practicarlo en la actualidad, nada contiene intrínsecamente absurdo.

***

Pesa sin duda sobre nosotros un enorme velo de ceguera atávica apenas surcado aquí y allí, de vez en cuando, de sagaces revelaciones de la verdad. Por ahora, es en vano esperar que tal estado de cosas se modifique sensiblemente. Nuestros internos secretos deben permanecer en su mayor parte impenetrables a los demás, porque los seres como nosotros, esencialmente prácticos, son necesariamente miopes. Pero si cada

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uno de nosotros no puede alcanzar una intuición muy positiva del modo de ser de los demás, ¿no podemos, por ventura, servirnos de la noción que tenemos de nuestra ceguera, para ser más cautos al atravesar los lugares oscuros? ¿No nos será dable sacudirnos alguna de esas horribles intolerancias atávicas, hereditarias, o alguna de esas ocultaciones positivas de la verdad?

Busquemos algunos principios que hagan nuestra intolerancia menos caótica, y del mismo modo que he comenzado mi anterior conferencia con un recuerdo personal, os pido perdón para otro rasgo semejante de egotismo.

***

Hace algunos años pasé una hermosa semana en el famoso Assembly Grounds, a orillas del lago Chautauqua. Así que uno penetra en aquel sagrado recinto, siéntese en una atmósfera de bienestar. Discreción e ingenio, inteligencia y bondad, orden e idealidad, prosperidad y gracia vagan por los aires. Es una continua partida de campo seria y estudiosa, organizada en una escala gigantesca. Hay allí una ciudad que muchos miles de habitantes espléndidamente colocada en el bosque, dispuesta y provista de manera que satisfaga a todas las necesidades elementales y a la mayor parte de los deseos superiores más superfluos que pueda experimentar un hombre. Allí una escuela superior de primer orden; allí espléndida música; un coro de 700 voces con el auditorium al aire libre más perfecto que existe en el mundo; allí toda clase de ejercicios atléticos, y todo lo preciso para navegar a vela y a remo, nadar, pedalear, jugar a pelota, y para todos los demás juegos especiales propios de la gimnástica. Allí jardines sistema Fröbel y escuelas secundarias modelos. Allí cultos religiosos y clubs especiales para todas las confesiones. Allí fuentes continuas de agua de soda, y todos los días conferencias populares por personajes eminentes. Allí la compañía más intelectual, y ni el menor esfuerzo. Nada de bacilos, ni de pobres, ni de borrachos, ni de criminales, ni de polizontes; sino cultura, cortesía, buen trato, igualdad, y los mejores frutos de todo aquello por que la humanidad ha combatido y ha sufrido en nombre de la civilización durante siglos y siglos. Allá, en pocas palabras, podéis frecuentar lo que podría ser la sociedad humana cuando la luz hubiese penetrado por todas partes y no existiesen sufrimientos ni ángulos agudos en la vida.

Durante un día mi curiosidad estuvo excitada. Continué durante la semana, encantado de la gracia y la facilidad de todas las cosas, de aquel paraíso de que gozaban las clases medias sin un pecado, sin una víctima, sin una lágrima...

Sin embargo, ¿cuál no sería mi maravilla al entrar de nuevo en el mundo oscuro y vicioso, y oírme decir a mi mismo, sin quererlo, inesperadamente? "¡Uf! ¡Gracias a Dios! Dadme cualquiera cosa de primordial o salvaje, así sea una cosa tremenda como un degüello de armenios, para poner la balanza en equilibrio! Aquel orden es demasiado mecánico, aquella cultura es demasiado de segunda mano, aquella bondad es demasiado artificiosa. Aquel drama humano sin un grito y sin un tormento; aquella comunidad tan refinada como un helado al agua de seltz es muy pobre regalo para presentado al bruto que todavía duerme en el hondo del hombre. Aquella ciudad susurrante bajo el tibio sol que templa sus rayos en el lago, aquel atroz endulzamiento de todas las cosas, me resultan insufribles. Quiero de nuevo correr el albur del mundo externo en pleno salvajismo, con todos sus delitos, con todo su sufrimiento, porque en él se encuentran lo elevado y lo profundo, los abismos y los ideales, los fulgores de lo horrendo y de lo

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infinito, y mil veces más esperanza y auxilio que en aquella quintaesencia de todas las mediocridades".

***

¡Tal fue el improvisado apóstrofe de mi desenfrenada fantasía! Habíase ofrecido a mis ojos la realización —naturalmente en mínima escala— de todos los ideales que han coronado la civilización: seguridad, inteligencia, humanidad y orden; y yo había sentido la reacción instintiva hostil, no ya del hombre de la Naturaleza, sino del hombre de cierta cultura enfrente de semejante utopía. Y esto constituía una contradicción, una paradoja que en mi calidad de profesor con estipendio entero me creía en el deber de estudiar y explicar si me era posible.

Por esto púseme a reflexionar y bien pronto caí en la cuenta de lo que era aquello que se echaba de menos en aquella ciudad infernal, y cuya falta hacia descender a cualquiera de los siete cielos de la admiración. Al punto reconocí que era el mismo elemento que da al pecaminoso mundo externo todo su tono moral, la expresión y el colorido: el elemento de la precipitación, por decirlo así, de la fuerza y del valor, de la tensión y del peligro. Lo que excita el interés del que observa la vida, lo que las estatuas y las novelas celebran, lo que los monumentos públicos recuerdan, es la continua batalla de la potencia de la luz contra la de las tinieblas: la victoria conseguida con el heroísmo, reducido a su más simple eventualidad, contra las dentelladas de la muerte. En aquella inefable Chautauqua, en cambio, no había a la vista ninguna potencialidad de muerte: no había punto alguno del horizonte por donde pudiese despuntar el peligro. El ideal era ya victorioso hasta tal extremo que no revelaba huella alguna de la batalla que debía haberle precedido. Lo que emociona el espíritu humano es el espectáculo de la batalla en acción: desde el momento en que no falta más que comer el fruto, ya resulta innoble. Sudor y esfuerzo, la humana naturaleza en tensión extremada, y volviendo la espalda al éxito obtenido para conseguir otro nuevo, más raro y más difícil todavía: esto es lo que inspira todas las formas más elevadas del arte y de la literatura. En Chautauqua no había más recuerdos de tormento ni aun en el Museo Histórico, ni sudor alguno como no fuese la transpiración en la frente de los conferenciantes, o en el cuerpo de los jugadores de pelota.

Tan completa falta de "humanidad in extremis" paréceme explicación suficiente de insustancialidad en Chautauqua.

¡Qué paraíso tan bien calculado para descorazonar a cualquiera! Realmente, pensaba yo, no parece sino que los idealistas románticos con todo su pesimismo respecto de nuestra civilización estuviesen completamente en lo cierto. Una irremediable insipidez está a punto de invadir el mundo.

Filisteísmo y mediocridad, iglesias sociales y convencionalismos de profesores van a tomar el lugar de los antiguos altibajos y de los claroscuros románticos. En el porvenir, para ver la vida humana en su más feroz intensidad, tendremos que alejarnos cada vez más de lo que actualmente existe, y refugiarnos en las páginas de los novelistas y de los poetas. El ancho mundo, si puede todavía parecer delicioso a un individuo escapado del encierro de Chautauqua, va, sin embargo, obedeciendo cada día más a los ideales que a la postre han de convertirle en una simple asamblea de Chautauqua en enorme escala. Was in Gesang soll leben, muss im Leben untergehen. En nuestro mismo

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país, la corrección, la elegancia, las preferencias por la más tenue ventaja, van tomando el lugar de las otras cualidades. Los heroísmos superiores y los antiguos gustos raros quedan eliminados de la vida. 16

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Mientras daba vueltas a estos pensamientos en mi cabeza, el tren que me llevaba acercábase a Búfalo, y ya próximo a esta ciudad, la vista de un obrero trabajando a una altura vertiginosa sobre el ángulo de una de esas construcciones de hierro que parecen escalar el cielo, me condujo de improviso al verdadero sentido de las cosas. Entonces, por un relámpago de intuición, comprendí que, dominado por la ceguera atávica, miraba la vida actual con los ojos de un espectador demasiado remoto. Deseoso de heroísmo y del espectáculo de la humanidad en tensión, jamás había observado los campos ilimitados que me circundaban y en que el heroísmo tenía aplicación constante: no había sabido considerar ese heroísmo presente y vivo. No sabía figurármelo sino muerto y embalsamado, clasificado y catalogado como en las páginas de las novelas, y, sin embargo, estaba ante mis ojos, en la vida de cada día de las clases trabajadoras. No hay que buscar solamente el heroísmo en la lucha cruenta y en las carreras desesperadas, sino en cada puente de ferrocarril y en cada edificio a prueba de fuego que hoy se fabrican. Sobre los trenes de los ferrocarriles, sobre las cubiertas de los barcos, en el recinto de las minas, entre los bomberos y los polizontes, en todas partes es incesante el dispendio de valor, y nunca disminuye. Donde quiera una pala, un hacha, un pico están en movimiento, la naturaleza humana suda, gime, suspira y con toda su fuerza de paciente sufrimiento llega al máximo de tensión.

Cuando al fin volví la vista a esa vida heroica tan poco idealizada que me circundaba, pareció que las cataratas cayesen de mis ojos, y me sentí anegado en la ola de simpatía más amplia y más intensa que nunca había sentido, hacia la vida ordinaria de los individuos más ordinarios; y comencé a creer que la única virtud germinativa y vital, la única digna de ser tenida en cuenta, es la que tiene las manos encallecidas y la piel curtida.

En cualquiera otra virtud hay pose: ninguna es como ésta inconsciente y sencilla, sin esperanza de ser honrada y reconocida. Estos son nuestros soldados, pensaba, estos nuestro sostén, estos la verdadera fuente de nuestra vida.

Muchos años después, estando en Viena, experimenté un sentimiento semejante de obsequio y reverencia observando a las aldeanas que habían ido a la ciudad para el mercado. Viejas, secas, rugosas, ennegrecidas en su mayoría, con su pañuelo a la cabeza y un jubón demasiado corto, caminaban pesadamente entre el ir y venir de los carruajes, sin mirar a derecha ni izquierda, atentas a su deber, sin envidia, con corazón humilde.

Y, sin embargo, pensaba yo, esas mujeres llevan sobre sus hombros laboriosos toda la trama de los esplendores y de la corrupción de la ciudad. ¿Cómo habría ésta hallado modo de existir sin su trabajo no interrumpido y mal recompensado? Y lo mismo pensaba de nosotros: no a los generales y a los poetas, sino a los jornaleros italianos y húngaros de la vía subterránea debieran dedicarse los monumentos de gratitud y respeto que embellecen una ciudad como Boston.

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Aquellos de vosotros que conocéis las obras de Tolstoi habréis notado que mi pensamiento se acomoda al suyo, con todo el horror que él siente hacia cuanto, por convención, llamamos distinguido, y con la divinización exclusiva de la bravura y de la paciencia del hombre natural inconsciente.

¿Pero dónde se halla —digo yo— un Tolstoi nuestro que esculpa esta verdad en nuestros pechos americanos, que nos dé una mejor intuición y nos libre del espurio romanticismo literario de que se alimenta nuestra sedicente cultura? En todas partes alrededor nuestro alienta la divinidad, y la cultura está demasiado hundida para sospecharlo siquiera ¡Oh! ¡Di un Howells o un Kipling asumiesen esta misión! ¿Están acaso tan influidos por la ceguera atávica y son tan poco humanos, que no se puede realmente revelar a sus ojos la intensa alegría y el sentido de la existencia del que trabaja? ¿Deberemos aguardar para eso, que uno nacido y crecido entre el pueblo, viviendo él mismo como un obrero, sea dotado por la gracia del Cielo, al mismo tiempo, de una voz literaria?

Desde aquel día me afirmé en este pensamiento como si mi facultad de visión hubiese crecido grandemente y como si hubiese adquirido algo que muy bien podría llamarse un aumento de mi consideración religiosa de la vida. A los ojos de Dios, las diferencias de posición social, de la inteligencia, de la cultura, de la urbanidad y del vestir que distinguen a los hombres, así como todas las demás irregularidades y excepciones a las que tan gran precio se atribuye, deben ser tan insignificantes que casi deben quedan absolutamente desvanecidas; y lo que queda es únicamente el hecho de que nosotros, infinita multitud de navegantes de la vida, existamos expuestos cada uno a ciertas dificultades particulares con las cuales debemos combatir tenazmente, consumiendo en la lucha toda la fuerza y bondad que hayamos podido acumular. El ejercicio del valor, de la paciencia y de la cortesía debe ser la porción importante de la tarea; mientras las distinciones nacidas de la posición deben ser solamente un modo de diversificar la superficie fenoménica bajo la cual las virtudes inferiores antes citadas pueden manifestarse. Por esto la vida humana más profunda existe en todas partes y es eterna. Y si existe en individuos humanos algún atributo singular, debe ser, sin duda, un atributo externo, decorativo de la superficie.

***

Las vidas de los hombres resultan así niveladas lo mismo arriba que abajo: niveladas en lo alto por su común significado interior, niveladas abajo por su gloria exterior y por su aspecto. Sin embargo, preciso es confesarlo, esta visión niveladora tiende a ser de nuevo oscurecida, pues siempre la ceguera atávica influye en nosotros de manera que acabamos por pensar que la creación no ha existido con otro fin que el de desenvolver situaciones dignas de nota, y distinciones y méritos convencionales.

Cada vez que semejante cosa ocurre surge un nuevo nivelador bajo el ropaje de un profeta religioso —Buda, Cristo, o algún San Francisco, algún Rousseau, algún Tolstoi— para disipar una vez más nuestra ceguera. Con todo, poco a poco, algún beneficio estable se junta a nuestro haber; porque el mundo debe ser más humano y la religión de la democracia tiende a un aumento progresivo y permanente.

Esto, como os he dicho, fue durante cierto tiempo mi convicción, con exclusión de toda otra creencia.

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Os he expuesto el hecho en forma de recuerdo personal para que penetraseis en él de un modo más directo y completo. Ahora trataremos el resto de un modo más impersonal.

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La filosofía niveladora de Tolstoi comenzó bastante antes de que él se sintiese afligido por aquella crisis de melancolía que recuerda en su maravilloso documento titulado Mi confesión, con el cual ha iniciado una misión especialmente religiosa. En su obra maestra La guerra y la paz —que es ciertamente la primera novela de todos los tiempos—, el papel de héroes está confiado a un pobre soldadito llamado Karataieff, tan lleno de gracia y devoción, que a pesar de su ignorancia, logra, con su sola presencia, abrir el cielo a la mente del personaje principal del libro; y su ejemplo es seguramente presentado por Tolstoi como medio de que el lector vea de nuevo a Dios en el mundo. El pobrecillo Karataieff cae prisionero de los franceses, y cuando la fiebre y el cansancio le impiden caminar, es fusilado, como lo fueron otros tantos prisioneros en la famosa retirada de Moscou. La última imagen que de él ofrece el libro, es la de su pobre figura apoyada en el tronco de un álamo blanco, aguardando su fin sin compasión y sin consuelo de nadie.

"Cuanto más —escribe Tolstoi en Mi confesión— cuanto más examino la vida de este pueblo de obreros, más me persuado de que poseen realmente la fe, y sacan de ella la posibilidad de vivir... Al revés de los que pertenecen a nuestra clase y que continuamente protestan contra el destino y se indignan de sus rigores, estos otros aceptan las enfermedades y las desgracias sin rebelarse, sin oponerse, y con la confianza sólida y tranquila de que todo debe pasar conforme pasa, de que no puede ocurrir de otra manera y de que así va bien... Cuanto más vivimos con el entendimiento, tanto menos comprendemos el significado de la vida. En el sufrimiento y en la muerte sólo acertamos a ver un juego cruel; pero ellos viven, sufren y se acercan a la muerte tranquilamente y con placer más a menudo de lo que se cree.

Existe un contingente enorme de seres humanos felices de la felicidad más perfecta, a pesar de faltarles lo que para nosotros constituye lo único bueno de la vida. entre los que carecen de ello, se cuentan por cientos, por miles, por millones, lo que entendiendo el significado de la vida, saben cómo deben vivir y cómo deben morir; los que se fatigan tranquilamente soportando privaciones y dolores, ,y viven y mueren viendo a través de todas las cosas el bien, pero no la vanidad... Debemos amar a estar personas. Yo cuanto más he penetrado en su vida, más las he amando, y más se me ha hecho a mí mismo posible el vivir. Oucrrióme que no sólo empezó a disgustarme la vida de nuestra sociedad instruida y rica, sino que tal vida fue perdiendo a mis ojos toda valor y sentido. Todos nuestros actos, nuestras deliberaciones, nuestra ciencia, nuestras artes tomaron para mí un significado completamente nuevo: comprendí que todas aquellas lindas cosas podían ser agradables pasatiempos, pero que no debía buscarse en ellas profundidad alguna, en tanto que la vida de la plebe en frente de la fatiga, la vida de esas multitud de seres humanos que realmente contribuyen a la existencia, se me aparecía en su verdadera y plena luz. Comprendí que allá verdaderamente estaba la vida, que el sentido de la vida que allá se tiene es la verdad; y lo acepté por completo". 17

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De un modo análogo llama Stevenson a las puertas de nuestra compasión hacia la virtud elemental de la raza humana:

"¡Qué cosa tan milagrosa —escribe— es el hombre! ¡Qué sorprendentes son sus atributos! Pobre alma venida al mundo por tan breve tiempo, sometida a tantos trabajos, acechada y oprimida de un modo salvaje, condenada irremisiblemente a ser una presa ¿quién puede hablar mal de ella?... No importa dónde le miremos, en qué clima le observemos, en qué clase social, en qué grado de cultura ni en qué nivel de moralidad. En un buque en mitad del Océano, un hombre dedicado al más rudo navegar y a los placeres más viles, cuya ilusión más elevada es el sonido de un violín perversamente tocado en una taberna, y una prostituta que se vende para robarle,... y él, sin embargo, sencillo, inocente, bueno como un niño, dispuesto al trabajo duro;... en las callejas oscuras de la ciudad, moviéndose en medio de millones de indiferentes, dedicado a las tareas mecánicas, sin esperanza de que en el porvenir cambie el modo de ser de las cosas, casi sin goce alguno en el presente, y no obstante fiel a su virtud, atento con los maestros de su arte, cortés con los vecinos... sirviendo muchas veces al vulgo a cambio de su desprecio, a menudo resistiendo frente a frente a una tentación;... donde quiera alguna virtud, doquiera alguna finura de pensamiento o de valor; en todas partes la muestra de la bondad fundamental del hombre... ¡Oh! ¡Si yo supiese mostraros todo esto! ¡Si pudiese haceros ver esos hombres y esas mujeres esparcidos por el mundo entero, en todas las edades de la historia, sujetos a todos los abusos del error, expuestos a todas las ocasiones del pecado, sin esperanza, sin ayuda, sin agradecimiento, y, con todo, librando constantemente en la oscuridad la lucha por la virtud, siempre adheridos a algún jirón de honra como única alegría de su alma misérrima!"

Todo esto es tan brillante como verdadero y debemos gratitud a Tolstoi y Stevenson por haberlo evocado en nuestro espíritu. Recordemos la respuesta del irlandés a quien preguntaron: "¿Es tan bueno un hombre como otro?" y contestó: "Sí: ¡y a veces mucho mejor!" De un modo parecido, según mi sentir, Tolstoi ataca excesivamente nuestros prejuicios sociales cuando manifiesta un amor tan exclusivo por los aldeanos, y aguza tanto sus dardos contra el hombre de ilustración. Es verdad que en Chautauqua se nota muy poco esfuerzo moral, poco sudor, poco cansancio; pero en la más oscura profundidad del alma de cada uno que allí estaba, seguramente se escondía algo bueno, alguna virtud vital que, llegada la ocasión, no dejaría de mostrarse. Y, después de todo, se impone esta pregunta: ¿Será cierto que las concomitancias y las circunstancias de la virtud hagan diferir tan poco la importancia de su resultado? ¿La utilidad para el Universo, de cierta cantidad definida de valor, de cortesía, de paciencia, no es mayor por ventura si el que la posee es persona de una cierta ilustración, con propósitos vastos, que si es un analfabeto que corta la leña y lleva el agua, y que trabaja justamente lo bastante para vivir? En este particular la filosofía de Tolstoi, tan profunda y tan luminosa, resulta una abstracción reñida con la verdad. Adolece demasiado del pesimismo oriental y del nihilismo que declara simple ilusión todo el mundo de los fenómenos, todos sus hechos y todas sus distinciones.

***

Jamás nuestro sentido común occidental podrá creer que sea una simple ilusión el mundo de los fenómenos. Admitirá sin esfuerzo que la alegría y la virtud interna son la parte esencial del complexo de la vida, pero siempre reconocerá algún valor positivo anexo a lo que se ve. Si es estúpido el romanticismo empeñándose en no reconocer lo

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heroico sino cuando se ofrece con pose de heroísmo, o cuando lo halla bien catalogado en los libros, es asimismo estúpido el no querer verlo sino en los zapatos sucios y en la camisa, empapada de sudor, del campesino. Lo heroico está entre nosotros, con cualquier traje; lo mismo en Chautauqua que en los campos de batalla, en la cubierta de los buques y en la Corte del Zar de todas las Rusias. Instintivamente, cuando tratamos de formular un juicio general acerca de un ser humano, combinamos dos cosas: sentimos que es un producto de su valor interno y de la posición externa que ocupa, no tomando separadamente una y otra, sino combinándolas. Si las diferencias exteriores no tuviesen importancia alguna para la vida, ¿por qué habría de ellas una variedad sin límites? Deben ser seguramente, con igual razón, elementos significativos del mundo.

He aquí un testimonio relacionado con la divinización que hace Tolstoi del simple obrero manual.

He aquí lo que escribe el señor Walter Wyckoff después de haber trabajado como simple peón en la demolición de unos edificios sitos en West-Point, acerca del estado de ánimo de la clase de que había querido formar parte durante cierto tiempo:

"Los puntos salientes de nuestra condición saltan a la vista. Somos hombres adultos y no tenemos un oficio determinado. En el mercado del trabajo estamos, todos los días, dispuestos a vender al mejor postor, por tantas horas diarias, nuestra fuerza muscular pura y simple. Por esto estamos en el último peldaño de la escala de los trabajadores. Y vendemos nuestra fuerza muscular en condiciones particulares, pues ella constituye todo nuestro capital y carecemos de medios de subsistencia de reserva, y no podemos por lo tanto recabar un precio de reserva, toda vez que vendemos obligados por la necesidad de satisfacer el hambre inminente. Hablando en plata: tenemos que vender nuestro trabajo o morir; y como el hambre es asunto de pocas horas y no tenemos otro medio de satisfacerla, debemos vender por lo que el mercado ofrece.

El que nos emplea compra el trabajo a un precio que le parece caro, y querrá, en consecuencia, por dicho precio cuanto más trabajo pueda obtener de nosotros. Esta es la razón de que escoja para capataz de cada grupo de operarios un individuo que conozca a fondo la tarea, y que tiene sobre nosotros poder absoluto. No nos ha conocido antes, y seguramente nos despedirá en cuanto el trabajo disminuya o se acabe. En el entretanto, su obligación es obtener de nosotros toda la labor física que individual y colectivamente podamos realizar. Si esto aniquila a alguno de nosotros, de suerte que quede incapaz para proseguir trabajando, él nada perderá con esto, porque el mercado le ofrecerá en seguida un suplente.

Somos unos ignorantes, pero vemos muy claramente que hemos vendido nuestro trabajo a un precio bajo, y hubiéramos podido obtener por él un precio mayor, y que el que nos emplea habría podido comprar la misma obra a menos precio. El ha pagado mucho y ha de hacernos trabajar cuanto pueda; y nosotros, por instinto que es común a todos, procuramos trabajar lo menos posible. Así es como de una labor semejante quedan por completo eliminados todos los elementos que constituyen la nobleza del trabajo: no nos alegra que éste progrese; no sentimos comunidad alguna de intereses con el que nos ha alquilado; jamás experimentamos el placer de la responsabilidad, ni aquella satisfacción de la obra realizada; y sí solamente la estúpida monotonía de la fatiga, con el deseo agudo, feroz, de la señal de reposo y del pago al final de la jornada.

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Y, siendo lo que somos, la escoria del mercado de trabajo, sin seguridad de una colocación estable, sin organización entre nosotros, no tenemos más esperanza que seguir trabajando bajo el ojo vigilante del capataz, esclavos del salario, hasta la terminación de nuestra obra.

Todo esto conduce a la conclusión de que, en efecto, nuestra vida es dura, improductiva y sin esperanza".

***

No se puede ciertamente desea vivir de un modo permanente esta vida dura, inútil y sin esperanza. ¿Por qué razón? ¿Porque es tan sucia? Nansen estaba mucho más sucio todavía durante su expedición polar, y no por ello despreciamos su vida, ¿Por causa de la insensibilidad? Nuestros soldados llegar a ser mucho más insensibles, y, no obstante, los glorificamos.¿Quizás por la pobreza? La pobreza ha sido reconocida como el coronamiento de nuestros caracteres heroicos. ¿Es la fidelidad, la esclavitud de un fin prefijado, la falta de placeres elevados? No: porque esa esclavitud y esa falta constituyen la verdadera esencia de la fuerza superior, y siempre se les ha atribuido gran mérito, bastando para que os persuadáis de ello la lectura de las memorias de los misioneros esparcidos por todo el mundo. No es ninguna de esas cosas tomada por separado, ni tampoco todas ellas reunidas, lo que hace que esta vida no sea apetecible. En verdad, un hombre puede trabajar como un operario analfabeto, llevar a cabo toda la tarea de éste, y, sin embargo, contarse entre las más nobles criaturas de éstas en la masa que Wyckoff describe; pero la corriente de su alma se deslizaba en lo profundo, y él estaba asaz influido por la ceguera atávica para darse cuenta de ella.

Pero, si hubiese existido alguno de esta naturaleza moralmente excepcional, ¿qué notas hubieran podido distinguirle de lo que le rodeaba? Una sola: que su alma trabajaba y sufría obedeciendo a algún ideal interno, mientras nada semejante ocurría en sus compañeros. Estos ideales de la vida ajena constituyen secretos casi siempre impenetrables, pues muy a menudo nada revela su existencia en los hombres que los poseen. En el caso de Wyckoff sabemos con exactitud el ideal que él se había impuesto: en parte se había propuesto salir bien de un empeño difícil, pero principalmente deseaba ampliar la propia intuición simpática de la vida de sus compañeros. Por esto sus sudores y sus penas alcanzan algo de significación heroica, y le hacen merecedor de una estima excepcional. Pero es fácil imaginar otros diversos ideales para sus compañeros de trabajo. Dejando a un lado la mujer y los hijos, uno de ellos podría ser un converso del "Ejército de salvación" del general Booth, y llevar oculto en el corazón un ruiseñor que entonase de continuo un canto de expiación y de perdón, mientras él se fatigaba en la tarea. Podría haber en el grupo algún apóstol a lo Tolstoi o a lo Bondareff, que hubiese abrazado la profesión manual como misión religiosa. Para muchos la solidaridad de clase era seguramente un ideal.Y quién puede decir cuánta parte habría entre ellos de aquella elevadísima dignidad en la miseria de que ha hablado Felipe Brooks con tanta agudeza y penetración?

***

La pobreza —dice Brooks— es, para vivir, una tierra inhospitalaria y estéril; una tierra donde muy a menudo hay que contentarse con hallar un fruto o una raíz que roer. Pero viviéndola en realidad, dejando que se manifieste genuinamente, sin deshonrarla de

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continuo juzgándola por la medida de otras tierras, sus cualidades saltan gradualmente a la vista. Desde luego, ninguna tierra como la inhospitalaria y estéril tierra de la pobreza puede mostrarnos la geología moral del mundo.

Nada puede como la pobreza llevarnos al corazón de las cosas y haceros comprender su significado, ni puede hacernos sentir la vida y el mundo como ella cuando ha arrojado a un lado los falsos almohadones... La pobreza acerca a los hombres y les hace conocer recíprocamente sus corazones; la pobreza exige e impone la fe en Dios mejor y con más fuerza que otra cosa alguna...

Bien sé que ha de sonar a falso y a afectado cuanto pueda deciros en honor de la pobreza..., Pero os aseguro que estoy bien convencido de que la libertad y la dignidad del pobre, el respeto de sí mismo y su energía dependen de la sincera y clara conciencia de que la pobreza es una verdadero modo de vivir, y de que con ella se puede tener carácter y fuentes de felicidad y de divina revelación. Lo que debe procurar es resistir tenazmente a la tendencia de carecer de carácter, que es a menudo achaque de la pobreza; afirmarse en el respeto de la condición en que vive; aprender a amarla de suerte que si llega a ser rico pueda salir por la baja puertecita de la antigua miseria con verdadero aflicción, y honrado sinceramente la augusta casa donde por tanto tiempo ha vivido". 18

***

La inutilidad y la inferioridad de la vida en la mayoría de los obreros consiste en que no se sientes animados por un ideal anterior. Soportan con paciencia el dolor en la espalda, las horas interminables, el peligro mismo, #191a cambio de qué? A cambio de un poco de tabaco, de un vaso de cerveza, de una taza de café, un pan y una cama, para recomenzar el día siguiente, con la preocupación de evitar todo lo posible la fatiga. Esta es en realidad la razón de que no elevemos monumentos a los obreros de la Metropolitana, aun cuando en realidad nuestra ciudad se funda sobre sus corazones pacientes y sobre sus espaldas encallecidas. Y esta es la razón porque, en cambio, levantamos monumentos a nuestros soldados cuyas condiciones exteriores son, sin embargo, más brutales. Se supone simplemente que los soldados han perseguido un ideal, lo cual nunca se supone en los obreros.

Y he aquí, como veis, de qué suerte se complican las cosas y de qué extrañas manera empieza a desenvolverse bajo nuestras manos la complejidad de la maravillosa naturaleza humana. hemos visto que eran nuestro patrimonio natural la ceguera y la indiferencia de los unos respecto de los otros; y a pesar de esto, hemos llegado a reconocer que puede existir en la vida de otro un significado interior, cuando menos lo sospechamos. Ahora, por fin, nos vemos inducidos a afirmar que este significado interior puede ser completo y tener valor hasta para nosotros, cuando la alegría interna, el valor y la constancia se asocian a un ideal.

Pero ¿qué es lo que debemos entender por un ideal?¿Podemos dar una definición exacta de esta palabra? Sí, hasta cierto punto. Un ideal, por ejemplo, debe ser algo concebido intelectualmente, alguna cosa que tenemos conciencia de que está delante de nosotros, y debe llevar consigo aquella suerte de expresión, de lucidez, de elevación que acompaña a los hechos intelectuales más altos. Secundariamente, un ideal debe tener novedad, al menos para aquel que lo profesa. Una vieja rutina es incompatible con la

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idealidad, si bien lo que es para uno rutina encallecida por el uso, puede ser para otro una novedad ideal. Lo cual quiere decir que nada existe absolutamente idea, sino que los ideales son siempre relativos a la vida de quien los cultiva. El evitar el agua de las goteras no absorbe la más mínima parte de la conciencia de los que estamos aquí, y sin embargo, para muchos de nuestros hermanos, es el ideal que más legítimamente les preocupa.

Bien se ve, pues, que los ideales son la cosa más barata que hay en el mundo. Cada uno los posee en una u otra forma, personales o generales, justos o disparatados, elevados o bajos; y es posible que los más insignificantes sentimentalistas o soñadores, los borrachines, los vagos, en los que jamás se manifiesta una forma de esfuerzo, de valor o de constancia, tengan mayor copia de ideales que todos los demás. La cultura, ensanchando nuestro horizonte y nuestro campo visual mental, es un gran medio de multiplicar nuestro ideales, para hacer que surjan ante nuestra vista muchos ideales nuevos. Por esto vuestro tipo de profesor, con la camisa almidonada y calados los anteojos, sería el hombre de más absoluta y profunda significación, si bastase para dar significado a una vida una buena provisión de ideales. Tolstoi incurriría en un error si lo despreciase por pedante y afectado como una parodia; y todas nuestras ideas acerca de la divinidad del trabajo muscular errarían por completo el camino de la verdad.

Semejantes consecuencias, bien lo comprendéis, son completamente erróneas. Aunque un hombre tenga muchos ideales, continuaréis despreciándole si no pasa de ahí, sin no pone en acción algunas de las cualidades laboratrices del hombre; si no demuestra valor, sino soporta privaciones, si no se lastima y hiere procurando la consecución de alguno de sus ideales. Es bien evidente que para dar significación a una vida hasta el punto de provocar la admiración del observador, se requiere algo más que la simple posesión de ideales. Es verdad que el individuo puede sentir la alegría interior de la posesión de sus ideales, pero esto es una empresa puramente sentimental. Para obtener de nosotros que vemos las cosas desde fuera y tenemos nuestros propios ideales por alcanzar, el tributo de ardiente reconocimiento, debe asociar a sus visiones ideales lo que los trabajadores poseen: la virtud humana; debe ensanchar la propia superficie sentimental con toda la extensión de su volición activa, si quiere producir la impresión de la profundidad, o de algo cúbico y sólido respecto del carácter.

La significación de una vida humana en cuanto a los propósitos públicamente apreciables, es, por consiguiente, el connubio entre dos seres, cada uno de los cuales sería estéril por sí solo. Los ideales tomados separadamente carecen de realidad; las virtudes, por separado, carecen de novedad. Digan lo que quieran orientalistas y pesimistas, lo que en la vida tiene un significación más profunda —por lo menos, comparativamente— hállase constituido por el carácter de progresión, es decir, por el raro connubio entre realidad y novedad ideal. El reconocer la novedad ideal es función de la inteligencia, pero no todas las inteligencias puede decir qué novedades son ideales. Para muchos el ideal será siempre lo que más concuerde con el bien más antiguo a que está acostumbrados. En tal caso, su carácter, aunque no sea absolutamente significativo, podrá ser significativo pasionalmente. Si tuviésemos que decir cuál sea el factor más esencial del carácter humano, el valor para la lucha o la amplitud de la inteligencia, escogeríamos, iluminados por Tolstoi, la fe sencilla formada de luz y sombra, que puede manifestarse en cualquier analfabeto.

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De seguro, pensaréis vosotros, que con tanto dar vueltas al asunto acabaré por producir una gran confusión, pues, en realidad, parece que acepte todas las opiniones sólo por el gusto de rechazarlas poco después. En efecto; he empezado por elogiar a Chautauqua, y después la he arrojado a un lado; luego he puesto por los cielos a Tolstoi y la fatiga de todos los días, y por fin les he dejado caer; últimamente, me he dedicado a glorificar los ideales y ahora parece que en gran parte los desecho. Observad, sin embargo, en qué sentido lo hago. Les abandono en cuanto pretendan bastar singularmente a dar significación a una vida. La cultura y el refinamiento no bastan para ello y tampoco las aspiraciones ideales, si no están acompañadas por el valor y la voluntad. Ni el valor, ni la voluntad, ni la constancia, ni la indiferencia ante el peligro, son suficientes cada una de por sí. Es preciso que se forme como una fusión, una especie de combinación química de todos estos elementos para que resulte una vida objetiva y completamente significativa.

Naturalmente, esta conclusión adolece de incertidumbre, pero en cuestiones de significación, de valor, jamás las conclusiones pueden ser precisas. La medida del aprecio, de sentimiento es siempre una cuestión de más y de menos, una especie de balance determinado por la simpatía, por la intuición, por la buena voluntad. De todos modos, hemos llegado a una respuesta, a una conclusión, y me parece que en el camino emprendido para conseguirlo, nuestros ojos se han abierto ante muchas cuestiones de importancia. Muchos de vosotros advertiréis ahora con más perspicacia que antes la profundidad de valor que se oculta en la vida de los demás, y cuanto tratéis de distribuir y aplicar vuestra simpatía, hallaréis aún en la noción de la combinación de los ideales y de las virtudes activas, una buena base para formar vuestras resoluciones. De todos modos, vuestra imaginación se ha hecho más vasta. Adivináis en el mundo que os rodea algo que os hace ser un poco más humildes y más tolerantes, un poco más respetuosos que los demás, que os hace amarlos mayormente; y vais adquiriendo una alegría interior al considerar de tal suerte aumentada la importancia de nuestra vida común. Tal alegría es una inspiración religiosa, un elemento de salud espiritual, y vale bastante más que las minuciosas noticias técnicas que, según la suposición general, acostumbramos a dar nosotros los maestros.

Para demostrar lo que quiero decir con estas palabras, voy antes de concluir a ilustrarlo prácticamente.

En la actualidad sufrimos en América la llamada cuestión del trabajo, y en todo el mundo llama la atención la perplejidad que esta cuestión engendra. Digo cuestión del trabajo para expresarme en una fórmula breve, pues comprendo en ella todas las formas de insufrimiento anárquico, de proyectos socialistas y de resistencias conservadoras que estos provocan. Si semejante conflicto es malo y lamentable —y creo que lo es sólo dentro de ciertos límites—, la maldad consiste únicamente en que una mitad de nuestros compatriotas cierra por completo los ojos ante el significado interior de la vida de la otra mitad, no viendo en ella goces ni penas, ni virtud moral, ni la existencia de ideales intelectuales. Sus propósitos se entrechocan a cada momento, y se consideran recíprocamente como una hilera de autómatas gesticulando de un modo peligroso. A menudo la única cualidad que el pobre concibe en el rico es la infame liviandad de la impunidad, del lujo, del afeminamiento y una afectación sin límites: no lo considera como un ser humano, sino como una cartera o un billete de Banco. En cambio, muchas personas ricas no imaginan en el pobre otro estado mental que un hervor de deseos convertidos en envidia a fuerza de privaciones. En cambio, si el rico se acerca con

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sentimiento al pobre, ¡qué error tan grande comete compadeciéndole por razón o de los verdaderos deberes y la real inmunidad que, examinados rectamente, son las condiciones más características y duraderas de su alegría! En pocas palabras: cada uno ignora el hecho de que la felicidad e infelicidad y sentido de la vida son un misterio vital; cada uno lo cifra absolutamente en cualquiera ridícula particularidad de la situación externa, y cada uno permanece fuera del modo de ver individual de todos los demás.

Con todo, la sociedad ha obtenido indudablemente la aproximación a un nuevo y mejor equilibrio, y la distribución del bienestar ha ganado algo con el cambio. Pero si después de todo lo que he dicho, alguno de vosotros cree que los cambios, como el que he indicado (que se han sucedido y seguirán sucediéndose) determinarán alguna diferencia vital genuina, en gran escala, en la vida de nuestros descendientes, no ha entendido mi conferencia. El sentido sólido de la vida es siempre el mismo algo eterno, esto es, el connubio de algún ideal poco común con la fidelidad, el valor y la paciencia, y con el sufrimiento de algún hombre o mujer, y dondequiera y cualquiera que sea la vida, es connubio puede realizarse.

***

Fitz-James Stephen escribió sobre esto, hace muchos años, palabras mucho más elocuentes que las que yo podría pronunciar: “El Great Eastern, o cualquiera de sus sucesores —escribía— atravesará la anchura del Atlántico sin que sus pasajeros se percaten de que han dejado la tierra firme. Pues bien: el viaje de la cuna a la tumba puede realizarse con la misma facilidad. El progreso y la ciencia permitirán quizás a muchos millones de hombres vivir sin un cuidado, sin una aflicción, sin una ansiedad, y estos tendrán una travesía plácida y de continuo una conversación brillante, y se maravillarán de que haya habido nunca combates exterminadores, ciudades incendiadas, barcos sumergidos y manos tendidas para implorar; y llegados al fin de su camino, cederán el sitio, sin dejar de ello ni una huella. Pero no es probable que estos tengan el conocimiento del Océano tan completo como el de los que en frágiles esquifes han afrontado sus tempestades, sus corrientes, sus olas gigantescas de cresta espumeante y sus huracanes formidables, y que, aun careciendo de otros méritos, habrían alcanzado el de haberse hallado frente a frente con el tiempo y con la eternidad y en condiciones, por lo tanto, de tener una visión bien definida de sus relaciones con ambos”. 19

En este sentido sólido y tridimensional, por así decirlo, tienen razón los filósofos que sostienen que el mundo es una cosa inmóvil, sin progreso, sin historia real. Las condiciones que alteran la historia no hacen más que surcar la superficie de lo que se ve. Los cambios de equilibrio y las nuevas distribuciones, no hacen más que mudar nuestras facilidades y las posibilidades abiertas para llegar a los ideales nuevos. Pero cuando un nuevo ideal surge a la vida, destierra toda posibilidad de una existencia que se funde en un ideal antiguo: sería ciertamente un presuntuoso calculista quien pretendiesen confiadamente afirmar que la suma total de significación haya sido en una época del mundo positiva y absolutamente mayor que en cualquier otra.

Hablo en general y por esto no puedo tomar en consideración algunos puntos de vista que se relacionan con lo expuesto. En una conferencia no se puede tratar más que un punto y me tendría por dichoso si hubiese conseguido hacer entender, siquiera aproximadamente, lo que he pretendido explicar. Existen compensaciones: y ninguna

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modificación extensiva de las condiciones de la vida puede impedir al ruiseñor —de la significación eterna— cantar en todas las diversas especies de corazones humanos. Esto es lo principal. ¡Si sabéis admitirlo, no ya con los labios, sino creyéndolo con verdadera fe, sentiréis suavizarse nuestra antipatías recíprocas, atenuarse nuestros terrores! Si el pobre y el rico pudieran mirarse entre sí de este modo, sub especie aeternitates, ¡cómo se dulcificarían sus contiendas! ¡Cuánta tolerancia y cuánto buen humor, cuánta buena voluntad de vivir y de dejar de vivir brotarían en el mundo!

FIN DEL TOMO PRIMERO

Traducción de Carlos M. Soldevila (1904)

Notas

1. W. James, Principles of Psychology y Psychology. Briefer Course.

2. W. James, The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy.

3. Recuerdo haber leído en la revista Mercure, de Francia, una ingeniosa e interesante novela titulada: Los Marcianos, en que el autor finge una invasión de la Tierra por los habitantes de Marte que llegan de su planeta en varios proyectiles. Los marcianos o habitantes de Marte, cuya cultura supone el autor extraordinariamente superior a la nuestra, son unos monstruos análogos a los hombres del porvenir a que se refiere James. Han sufrido la atrofia de los órganos de la nutrición y del aparato motor, y todo su organismo se halla reducido casi a la cavidad craneana. (N. del T.)

4. H. Flerning, Revell Company. New York.

5. R. L. Stevenson, The Lantern-bearers, en el volumen titulado: Across the Plains.

6. Josiah Royce, The Religious Aspect of Philosophy, págs. 157-162.

7. De Sénancour.Oberman. Lettre XXX.

8. Wordsworth, The Prelude.Bk. III.

9. Jefferies, ob. cit., págs. 5 y 6. Boston, Roberts, 1885.

10. Walt Whitman, Crossing Brooklin Ferry.

11. Whitman, Calamus, págs. 41-42. Boston, 1897.

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12. Vida de Benvenuto Cellini, Libro II, cap. IV.

13. L. Tolstoi, La guerre et la paix, vol. III, págs. 268, 276, 316. París, 1884.

14. Citado por Lotze en el Microcosmus, vol. II, pág. 240.

15. W. H. Hudson, Ob. cit., págs. 210-222.

16. Estas líneas fueron escritas antes de la guerra de Cuba y Filipinas. Pero esas manifestaciones de la pasión de dominar son simples episodios de un proceso social que, a la larga, tiende por todas partes a los ideales de Chautauqua.

17. Tolstoi, Mi confesión, cap. X (condensado).

18. Brooks, Sermons. 5ª serie.

19. Fitz-James Stephen, Essays by a Barrister, pág. 318. London, 1862.

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LOS IDEALES DE LA VIDA (DISCURSOS A LOS MAESTROS SOBRE

PSICOLOGÍA PEDAGÓGICA)

William James (1899)

Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)

SEGUNDA PARTE

DISCURSOS A LOS MAESTROS SOBRE PSICOLOGÍA PEDAGÓGICA

ILA PSICOLOGÍA Y EL ARTE DE ENSEÑAR

En la actividad difusa de la vida americana y en la agitación de los intereses ideales que el que vive con los ojos abiertos puede notar por todos lados, no existe quizás un fenómeno más preñado de promesas que la fermentación que de unos doce años a esta parte se ha venido manifestando entre los que se dedican a la enseñanza. En cualquier esfera del profesorado en que se ejerza su actividad, puede verse la llama de una verdadera pasión por todas las cuestiones más elevadas que con su profesión se relacionan. La renovación de las naciones se inicia siempre en las capas superiores, entre los que piensan, y lentamente se difunde hacia abajo. Ahora puede decirse que los maestros de este país tienen sus destinos en la mano. La pertinacia con que actualmente procuran fortificar e iluminar su mente es un indicio de la probabilidad que la nación tiene de progresar en todas las direcciones del ideal. La organización extensa de la educación que existe en los Estados Unidos es quizá, en conjunto, la mejor que existe.

Los sistemas de las escuelas del Estado ofrecen tal variedad y tal flexibilidad, una oportunidad de experimentar y una finura de comparación, que es imposible hallarlas en otra parte alguna en tan grande escala. La independencia de tantos Liceo y de tantas Universidades; los cambios de estudiantes y profesores; sus emulaciones y su excelente relación orgánica con las escuelas inferiores; las tradiciones de instrucción que existen, fruto de la evolución del antiguo sistema americano del recitado (merced a las cuales se

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evita, por una parte, el simple sistema de las lecciones, que prevalece en Alemania y en Escocia, el cual considera demasiado poco al individuo que estudia, y por otra parte no llega al sacrificio del profesor al alumno en que tan fácilmente se puede caer con el sistema tutelar de los ingleses) —todas estas cosas (dejando a un lado lo de la coeducación de los dos sexos, en cuyos beneficios muchos de nosotros creemos firmemente) —todas estas cosas, digo, son las más felices notas de nuestra vida escolar y de ellas podemos deducir los más lisonjeros auspicios.

Teniendo una organización tan favorable, lo que ahora interesa es impregnarla de genialidad, convertirnos en hombre y mujeres excelentes que se dediquen a esa tarea con entusiasmo siempre creciente; y así, dentro de una o dos generaciones, la América estará a la cabeza de todas las naciones del mundo, en el campo educativo. Debo añadir que dirijo con la mayor confianza la mirada hacia el día feliz en que todo esto será un hecho.

En los círculos pedagógicos, ninguno de nuestros psicólogos ha sabido aprovechar esta fermentación. El deseo, por parte de los maestros de las escuelas, de una instrucción profesional más completa, y su aspiración a crear el "espíritu profesional" por medio de un perfeccionamiento cada vez mayor de su obra, les han impulsado cada vez más a dirigirse a nosotros para iluminar los principios fundamentales de su ciencia. Y estoy seguro de que en estas pocas horas que debemos pasar juntos, esperáis obtener de mí nociones sobre las operaciones mentales que os permitan trabajar con más facilidad y eficacia en las diversas escuelas en que ejercéis vuestra misión.

Lejos de mí el negar que sean justificadas estas esperanzas. La Psicología debe, sin duda alguna, dar a la enseñanza un auxilio radical, pero os confieso que sabedor como soy de la alteza de vuestras aspiraciones, me atormenta un poco el pensar que al final de estas conferencias alguno de vosotros se sienta un poco desilusionado ante la simplicidad de los resultados. Temo que os hayáis forjado ilusiones exageradas, lo cual no me asombra, pues en este país la Psicología ha tenido un periodo de extraordinario predicamento, durante el cual se han fundado cátedras, laboratorios y revistas, y los directores de diarios y de revistas se han visto precisados a darse aires de estar a la altura de la novedad del día, algunos profesores han cooperado y no han faltado editores que también lo hicieran. La nueva "Psicología" ha llegado a ser así una palabra evocadora de ideas portentosas, y vosotros, maestros, dóciles y maleables, llenos de aspiraciones, habéis sido arrojados a nuestra ciencia, en medio de una atmósfera de indeterminación que más ha servido para extraviaros que para iluminar vuestros pasos. En conjunto, parece como si una fatalidad de mixtificación se haya cernido durante cierto tiempo sobre los profesores de nuestros días. La sustancia de su profesión, bastante consiguiente, no es garantía de que seamos unos buenos maestros. Para obtener este último resultado debemos poseer completamente otras cualidades: tacto fácil e ingenuidad para saber qué cosas determinadas debemos hacer, qué palabras pronunciar cuando el niño está delante de nosotros. Esta ingenuidad respecto del niño, este tacto para resolver la situación concreta, con ser el alfa y la omega del arte de enseñar, son dotes para cuya consecución puede servir muy poco la Psicología.

La ciencia psicológica como cualquiera otra de Pedagogía general que se base en aquélla, tienen gran semejanza con la ciencia de la guerra. Una y otra tienen unos principios muy sencillos. En la guerra todo consiste en encerrar al enemigo en una posición en la cual los propios elementos naturales le impidan la huída si quiere apelar a

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ella; caerle entonces encima con un número mayor de hombres, en el momento en que os suponga más lejos de aquel sitio; y así, exponiendo lo menos posible vuestras tropas, podréis matar a un buen número de contrarios y hacer prisioneros a los demás.

Lo mismo ocurre con el arte de enseñar: debéis despertar en vuestro discípulo tal interés respecto de lo que vais a enseñarle, que destierre de su atención todo otro objeto; entonces revelarle las cosas de un modo tan impresionante que las recuerde durante toda su vida; y, en fin, inspirarle una curiosidad ardiente de saber lo que vendrá después del tema que es objeto de la lección. Con tan sencillos principios, todo debiera ser victorias para los que poseen tan hermosas ciencias, así en el campo de batalla como en la escuela, si maestros y generales no debiesen contar con una cantidad incalculable como es la mente de su adversario. La mente de vuestro especial enemigo, el escolar, trabaja por su parte con tanta finura y constancia como la mente del caudillo del ejército enemigo de aquel que dirige el general sabio, hasta el punto de que es tan difícil para el maestro como para el general, indagar lo que piensan y desean, lo que saben y lo que no saben sus respectivos contrarios. En estos casos, ha de buscarse la ayuda en la adivinación y en la percepción, no en la Estrategia teórica, ni en la Pedagogía psicológica.

Sin embargo, aun cuando el uso de los principios psicológicos fuese negativo, no por eso dejaría de producir utilidad. En primer lugar para limitar el campo de las experiencias y de las tentativas, toda vez que como psicólogos sabemos desde luego que ciertos métodos nos conducirán al error. En segundo lugar, da mayor claridad y lucidez a nuestro campo de operaciones, pues en cuanto una vez adoptado un método observamos que la teoría y la práctica lo recomiendan de consuno, adquirimos mayor confianza en él. Sobre todo, el ver desde dos ángulos diferentes nuestro objeto, el obtener, por decirlo así, una vista estereoscópica del organismo lleno de vida que tenemos en frente, y, al mismo tiempo, manejarlo con todo el tacto y perspicacia de que somos capaces y podernos representar los interesantes elementos interiores de su máquina mental, hace fructífera nuestra independencia y aviva nuestro interés. Este conocimiento completo del escolar, a la vez intuitivo y analítico, debe ser ciertamente la aspiración de todo maestro.

Afortunadamente para vosotros profesores, los elementos del mecanismo mental pueden aprenderse rápidamente, y comprender con facilidad su mutua dependencia. Y como quiera que los elementos y los mecanismos más generales son precisamente la parte de la Psicología que el maestro estima más útil, resulta que la parte de esta ciencia que es indispensable a todos los profesores de enseñanza, no es necesariamente muy extensa. Todos los que amen este tema pueden avanzar en él tanto como les plazca, sin temor de volverse peores que los otros maestros, aun cuando corren el riesgo de una ligera pérdida de equilibrio, a causa de la tendencia que en todos nosotros se observa, de exagerar alguna parte especial del tema que estamos estudiando intensamente y de un modo abstracto. Para la mayoría de vosotros una mirada general, mientras que sea verdadera, es lo que basta; puede decirse que cabría en la palma de la mano.

Evitad especialmente la creencia de que como profesores de enseñanza tengáis el deber de contribuir a la ciencia de la Psicología, de hacer de un modo sistemático e intencionado observaciones psicológicas. Mucho me temo que algún entusiasta de los estudios sobre la infancia os haya llenado demasiado las orejas con este estribillo. Seguramente debéis continuar el estudio de los niños, porque esto aviva vuestro sentido

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de la vida infantil. Hay maestros que hallan espontáneamente un placer inmenso en llenar registros, anotando observaciones y recopilando estadísticas.

Ciertamente el estudio de los niños embellecerá su existencia, y aunque los resultados obtenidos parezcan en conjunto insignificantes, las anécdotas y las observaciones de que constarán, les darán un conocimiento bastante más íntimo de sus discípulos. Nuestros ojos y nuestros oídos se harán más pronto cargo de que existe un niño determinado, un proceso semejante a aquel cuya relación habíamos leído a propósito de otros niños, proceso que de otra suerte se hubiera borrado por completo. Pero, por el amor de Dios, dejad que el ejército de los maestros dé pasivamente sus lecciones, si así lo prefiere, y que se sienta en libertad de no contribuir a acumular el material psicológico. No se debe imponer semejante tarea como un mandato o como una regla a aquellos para quienes constituya una carga insoportable, a aquellos que no sientan vocación alguna en tal sentido. Jamás aplaudiré con bastante calor a mi colega el profesor Münsterberg cuando afirma que la actitud del maestro en frente del discípulo, es concreta y ética, y por lo tanto opuesta positivamente a la del observador psicólogo, que es abstracta y analítica. Si alguno de nosotros consigue concordar ambas actitudes, serán en mayor número aquellos que no puedan tenerlas reunidas.

Lo peor que se le puede ocurrir a un buen maestro es formar de sí mismo una mala opinión como profesor por el mero hecho de sentirse incapaz de cultivar la Psicología. Nuestros maestros están ya demasiado ocupados y el que a su abrumadora carga pretende añadir un pero innecesario, por pequeño que sea, es un enemigo de la educación. Una mala opinión de sí mismo, aumenta al peso de toda carga; y yo sé que el estudio psicológico de los niños ha suscitado una mala opinión de sí mismos a muchos pedagogos.

Me consideraría feliz si con estas palabras mías lograra disiparla, porque precisamente es uno de los frutos de la mixtificación que lamentaba al principio. El mejor enseñador puede ser el más insignificante coleccionista de materiales para el estudio de los niños, y el mejor coleccionista puede ser el más infeliz maestro. No hay hecho más evidente.

Con esto entiendo haber dicho lo bastante acerca de la actitud del profesor respecto del tema que vamos a tratar.

IILA CORRIENTE DE LA CONCIENCIA

He dicho —hace poco— que todo lo que el maestro necesita conocer para sus fines se reduce a los elementos y a las relaciones más generales de la mente.

Ahora bien: el hecho inmediato que debe estudiar la Psicología, la ciencia de la mente, es también el hecho más general: este hecho es que en cada uno de nosotros durante la vigilia (y a veces hasta durante el sueño) se desenvuelve de continuo una conciencia de alguna especie. Existe una corriente, una sucesión de estados, de

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ondulaciones, de campos (llamadlo como queráis) de conocimiento, de sentimiento, de deseo, de deliberación, etc., etc., que constantemente pasa y repasa, constituyendo nuestra vida interior. La existencia de esta corriente es el hecho primitivo fundamental de nuestra ciencia, y su naturaleza y sus orígenes constituyen el problema esencial. Mientras clasificamos los estados o campos de la conciencia, fijamos sus diversas naturalezas y reseñamos sus hábitos de sucesión, permanecemos encerrados en el campo descriptivo y analítico. En cuanto tratamos de averiguar de dónde provienen o por qué son tales como son, entramos en el campo explicativo.

En estas conferencias prescindiré por completo de cuantos problemas se refieren a este segundo campo. Débese confesar francamente que no conocemos en modo alguno fundamentalmente de dónde provienen nuestros sucesivos estados de conciencia o la razón de que tengan la especial constitución interior que en ellos se revela. Ciertamente estos estados siguen o acompañan nuestros estados cerebrales, y naturalmente sus formas especiales son determinadas por nuestras experiencias precedentes y por nuestra educación. Pero si nos preguntamos cómo son determinados por el cerebro, no sentimos la más remota inclinación a contestar en un sentido o en otro; de modo que si nos preguntamos de qué manera la educación modela el cerebro, no podemos responder sino en los términos más abstractos, generales e hipotéticos. Por otra parte, si dijésemos que los estados de conciencia son debidos a cierto algo espiritual llamado Alma, que reacciona sobre nuestros estados cerebrales según su forma particular de energía espiritual, nos serviríamos, es cierto, de vocablos que nos son familiares, pero todos vosotros convendréis conmigo en que la explicación real que con ellos se consigue es bien mezquina. La verdad es que nosotros ignoramos la solución de los problemas que se encuentran en el campo explicativo. En vista de los fines que ahora me propongo, prescindiré completamente de ellos, limitándome a la simple descripción. A este estado de cosas me refería al afirmar, hace un momento, que no existe una "Nueva Psicología" que merezca en realidad este nombre.

Tenemos, pues, campos de conciencia; este es el primer hecho general. El segundo es que los campos concretos son siempre complexos. Contienen sensaciones de nuestros cuerpos y de los objetos que nos circundan, recuerdos de las experiencias pasadas, pensamientos de cosas distantes, sensaciones de satisfacción o de necesidad, deseos y aversiones, y otras condiciones emocionales, y esto con toda la variedad de combinaciones posibles e imaginables.

En la mayor parte de nuestros estados de conciencia concretos, simultáneamente reunidos en mayor o menor grado, pues oscila fuertemente la proporción relativa de su intervención. Un estado de conciencia determinado parecerá compuesto exclusivamente de recuerdos, etc. Pero alrededor de las sensaciones, si examinamos minuciosamente las cosas, se encontrará una orla de pensamiento o de voluntad, y alrededor del recuerdo algún borde o nimbo de emoción o de sensación. En la mayoría de nuestros estados de conciencia existe una esencia de sensación, un núcleo de sensación muy pronunciado. Vosotros, por ejemplo, aunque estéis ahora pensando y sintiendo, asumís a un tiempo por vuestros ojos numerosas sensaciones de mi rostro, de toda mi persona, y por vuestros oídos, sensaciones de mi voz. Tales sensaciones son el centro, el foco; los pensamientos y los sentimientos, el margen de vuestro campo consciente actual.

Por otra parte, cualquier objeto de pensamiento, cualquier imagen distante, puede llegar a ser el foco de vuestra atención mental, aun mientras yo os estoy hablando: en

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una palabra, vuestra mente puede vagar muy lejos de esta sala, y en tal caso las sensaciones de mi semblante y de mi voz, sin desaparecer en absoluto de vuestro campo consciente, pueden haber quedado reducidas a una posición marginal, muy insignificante y tenue. Del mismo modo, para presentaros otra variante, puede una sensación de vuestro propio cuerpo pasar desde un punto marginal a un punto focal, mientras os estoy hablando.

Las expresiones "objeto focal" y "objeto marginal" que tomo prestadas a Lloyd Morgan no necesitan ser explicadas.

La distinción que simbolizan es sumamente importante y son los primeros términos técnicos que habré de rogaros retengáis en la memoria.

En las mutaciones sucesivas de nuestros campos de conciencia, el segundo proceso en que cada uno de estos se disuelve al transformarse en otro, ofrécese algunas veces con infinitas gradaciones, y tiene a menudo todas las especies de coordinaciones interiores que aquellos campos contenían. Unas veces, el foco no se modifica casi nada, mientras los contornos los alteran rápidamente; otras, cambia el foco y los márgenes permanecen. Otras, aún, se modifican el foco y márgenes; cambiando de situación. Otras, quizás, se retiran de improviso produciendo una súbita alteración del campo en sus contornos y en su núcleo. Es difícil hacer una descripción estricta de estos cambios: todo lo que sabemos redúcese a que la mayor parte de esos campos puede clasificarse llamándoles a unos, estados de emoción; a otros, estados de perplejidad; a otros, estados sensitivos; a otros, estados de pensamiento abstracto, estados de voluntad, etc., etc.

Vaga y nebulosa como es una descripción semejante de la corriente de nuestra conciencia, tiene la ventaja de hallarse a cubierto de todo error fundamental y limpia de toda mezcla de conjeturas y de hipótesis. Una escuela psicológica muy influyente, para evitar la nebulosidad en los principios fundamentales, ha tratado de dar a las cosas una apariencia más exacta y más científica, haciendo un análisis más agudo. Los diversos campos de conciencia, según dicha escuela, resultan de un número limitado de estados mentales elementales, perfectamente definidos, asociados mecánicamente como un mosaico, o tal vez combinados químicamente. En opinión de los diversos pensadores —Spencer y Taine, por ejemplo, — estos estados se resuelven en muchas pequeñas partículas psíquicas elementales, o átomos de "polvo mental", del cual, dícese, están compuestos todos los estados mentales más inmediatamente conocidos. Locke dio a esta teoría una forma indeterminada bastante aceptable. Las simples "ideas" de la sensación y de la reflexión, como él las llamaba, eran para él la masa y la piedra de que estaba construida nuestra arquitectura mental. Si alguna vez debiese en lo sucesivo referirme a esta teoría, la indicaré con el nombre de teoría de las "ideas". Sin embargo, procuraré hacerlo lo menos posible, porque, verdadera o falsa, es de todos modos hipotética, y para los fines que a vosotros como profesores os interesan, la concepción infinitamente menos pretenciosa de la corriente de la conciencia con todas sus oleadas y todos sus campos en incesante mutación es más que suficiente. 1

IIIEL NIÑO COMO ORGANISMO EDUCABLE

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Prosiguiendo ahora la descripción de las particularidades de las corrientes de la conciencia, veré si es posible determinar sus funciones de un modo inteligible.

Desde luego, es cosa obvia que la conciencia tiene dos funciones: conduce al conocimiento, e impulsa a la acción.

¿Se puede decir cuál de estas dos funciones es la más esencial?

A este propósito, hace su aparición en escena una antigua e histórica divergencia de opiniones. La creencia popular se ha inclinado siempre a apreciar el valor de los procesos mentales de un hombre según el efecto que de los mismos se manifiesta en la vida práctica. Pero los filósofos se han encarnado más en una opinión diversa. "La suprema gloria del hombre —han dicho siempre— consiste en ser un ente racional y conocer, gracias a eso, la absoluta, eterna y universal verdad". Que aplique su inteligencia al cuidado de sus intereses prácticos es cosa perfectamente secundaria. "La vida teórica es la que principalmente incumbe a su alma". Nada puede conducirnos a resultados más diferentes respecto de nuestra conducta personal, que el adoptar uno u otro de estos dos puntos de vista, esto es, el profesar el ideal práctico o el teórico. Profesando éste último, resulta, no ya excusable, sino meritorio el abstraerse de las emociones y de las pasiones, el alejarse de las luchas de la vida humana. Adoptando el primero, al contrario, el hombre contemplativo apenas será considerado como un ente humano: una vez más las pasiones y los medios prácticos volverán a ser las glorias de nuestra raza, una victoria concreta sobre los poderes oscurantistas externos de la tierra tendrá el mismo valor todavía que una cantidad cualquiera de cultura espiritual pasiva, y la conducta vendrá a ser la medida y el sello de toda la educación digna de este nombre.

Es imposible desconocer el hecho de que en la Psicología de nuestros días, la atención ha pasado desde las funciones puramente racionales de la mente, donde Platón, Aristóteles y lo que puede llamarse toda la tradición filosófico-clásica la habían colocado, hasta al lado práctico por tanto tiempo desatendido y menospreciado. Débese principalmente este fenómeno a la teoría de la evolución. Si el hombre (alguna razón existe para creerlo), ha surgido por evolución de predecesores infrahumanos, es preciso reconocer que en estos la pura razón, admitiendo que existiese, debía ser rudimentaria, y que su mente, dado que tuviese algunas funciones, no pasaría de ser un órgano destinado a adaptar los movimientos a las impresiones del ambiente para sustraerse a las causas de su destrucción. La conciencia no hubiera sido otra cosa positivamente que una especie de perfección biológica inútil de todo punto si no hubiese servido para una aplicación práctica e inexplicable fuera de esta consideración.

En el fondo de nuestra propia naturaleza persisten, no disfrazados ni disminuidos, los fundamentos biológicos de nuestra conciencia.

Nuestras sensaciones existen para llamarnos la atención y para relacionarnos; nuestras memorias para corregirnos y para darnos valor; nuestros sentimientos para animarnos; nuestros pensamientos para contener nuestra conducta, de modo que por la acción combinada de todos estos elementos, podemos prosperar y pasar nuestros días sobre la tierra. Así es que todo cuanto relativo a nuestra visión ultraterrena metafísica, a

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nuestra percepción estética prácticamente inaplicable o a nuestro sentimiento ético llevamos en nuestro interior, puede ser considerado como una parte de aquel exceso incidental de funcionamiento que acompaña necesariamente la acción de toda máquina muy complicada.

Sin entender con esto haber cerrado la cuestión teórica, sino tan sólo porque me parece este punto de vista el de mayor valor para vosotros, como profesor os invitaré desde luego a adoptar en nuestras conferencias la concepción biológica que acabo de exponer, dando un gran valor al hecho de que el hombre, sin perjuicio de todo lo demás que pueda ser, es en primer término un ser práctico y que la mente de que está dotado la ha recibido para adaptarse a la vida en este mundo.

Cuando se trata de aprender una materia especial debe partirse de algún aspecto profundo de la cuestión, haciéndose la cuenta de que es el único aspecto posible, sin perjuicio de ir, después, paulatinamente, corrigiéndolo al adicionarle todas las particularidades, al principio desatendidas, que sirven para completar el asunto.

Nadie cree más firmemente que yo, que todo lo que conocen nuestros sentidos como "nuestro mundo" no es sino una parte de lo que nos circunda y forma el objeto de nuestra mente. Pero como constituye la parte primera, es la condición sine qua non de todo el resto. Si conseguís abarcar fuertemente todos los hechos de esta porción más próxima, podréis elevaros cómodamente a las regiones más elevadas. Mas como quiera que hemos de pasar poco tiempo juntos, prefiero no pasar de elemental y resultar completo, y por eso os propongo que os atengáis estrictamente al punto de vista más sencillo.

Las razones fundamentales están pronto expuestas.

Ante todo, la Psicología humana y la de los animales resulta menos discontinua. Es verdad que para muchos de vosotros una raza semejante tendrá poco atractivo, pero en cambio complacerá a los demás.

En segundo lugar, la acción mental es determinada por la acción cerebral, y las dos corren paralelamente. Pero el cerebro, según lo que podemos comprender, nos ha sido dado para la conducta práctica. Toda corriente que desde la piel arriba al cerebro, ora proceda de los ojos, ora de los oídos, se manifiesta de nuevo en los músculos, en las glándulas, en las vísceras, y ayuda al animal a adaptarse al ambiente de donde tal corrientes proviene. Nuestro modo de ver se generaliza, pues, y se simplifica cuando tratamos la vida cerebral y la mental como si tuviesen un mismo género de propósitos fundamentales.

En tercer lugar, las funciones verdaderamente mentales que no se refieren directamente al ambiente de este mundo, las utopías éticas, las visiones estéticas, las miradas dirigidas a los campos de la verdad eterna y las fantásticas combinaciones lógicas no podrían, de seguro, ser concebidas y desarrolladas por un individuo humano cuya mente fuese incapaz de dar productos más prácticamente útiles. Estos últimos son, por lo tanto, los resultados más esenciales o, a lo menos, los más primordiales.

En último término: las actividades no esenciales, "no prácticas" están por sí mismas y más estrechamente enlazadas con nuestra conducta y con nuestra adaptación

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al ambiente, de lo que pudiéramos figurarnos a primera vista. Ninguna verdad, aun siendo abstracta, puede ser percibida de tal manera que alguna vez no influya en nuestras acciones terrenas. Debéis tener entendido que cuando os hablo de acción, me refiero a la acción en el sentido más lato. Me refiero a hablar, a escribir, afirmar y negar, tendencias de las cosas y tendencias a las cosas, y determinaciones emocionales; y todo esto tanto en lo futuro como en el presente más inmediato. Mientras yo hablo y me escucháis vosotros, parece que no se realiza acción alguna. Podéis creer que asistís a un proceso puramente teórico, sin resultados prácticos. Y, sin embargo, todo esto tendrá su resultado práctico; esto no puede ocurrir, no puede suceder, sin influir vuestra conducta. Si no hoy mismo, en algún día lejano, contestaréis de un modo diferente a una pregunta por razón de lo que es estéis pensando ahora. Cada uno de vosotros, por causa de mis palabras, emprenderá alguna vía de investigaciones, leerá algunos libros especiales que desenvolverán sus opiniones en pro o en contra de las mismas; y estas opiniones, a su vez serán criticadas por otros en vuestro ambiente y estos modificarán el juicio que de vosotros tienen formado. No podemos sustraernos a nuestro destino que es práctico, y por esto, aun nuestras facultades más teóricas contribuyen a su actuación.

Estas pocas razones quizás facilitarán vuestra conformidad con mi opinión. Para vosotros, maestros, creo con sinceridad que es una concepción suficiente la de considerar los jóvenes fenómenos psicológicos que debéis cuidar y dirigir, desde el punto de vista de sus relaciones con la conducta futura de los sujetos en que se producen. Debéis considerar vuestro oficio profesional como si consistiera principalmente en acostumbrar a vuestro discípulo a contenerse, tomando la palabra contenerse, no en el sentido más estricto con relación a los modales, sino en el sentido más amplio posible en cuanto atañe a toda especie posible e imaginable de reacción adaptada a las circunstancias en que le colocarán las vicisitudes de la vida.

Es verdad que la reacción puede a veces ser negativa. No hablar, no moverse, es, en ciertas contingencias prácticas de la existencia, uno de nuestros deberes más importantes. "¡Debes refrenarte, renunciar, abstenerse!" Esto reclama a menudo un gran esfuerzo que considerado psicológicamente es una función nerviosa tan positiva como el movimiento.

IVEDUCACIÓN Y CONDUCTA

En nuestra conversación precedente tratamos de delinear una concepción simplicísima de lo que significa educación. En último análisis ésta se reduce a reduce a organizar los resortes que se hallan en el ser humano, las facultades de conducta que deben adaptarlo a su mundo físico y social. Es una persona ineducada la que se halla en un estado de confusión de todas las situaciones no habituales. Al contrario, el que está educado sabe portarse, aun en las circunstancias que se le ofrecen por primera vez, sirviéndose al efecto de los ejemplos que halla almacenados en su memoria y de las concepciones abstractas que tiene reunidas. La educación no puede en pocas palabras definirse mejor que diciendo: la organización de los hábitos de conducta adquiridos y de las tendencias a contenerse.

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Expliquemos esta definición. Vosotros y nosotros somos educados: cada cual de un modo diverso, y manifestamos nuestra educación en el momento actual comportándonos de un modo diferente. Para mí, con el cerebro organizado técnica y profesionalmente como lo tengo, y con los estímulos ópticos que me procura vuestra presencia, sería imposible permanecer aquí sentado sin decir una palabra y sin hacer un movimiento. Algo me dice que se espera que yo hable, y yo debo hablar; después, algo me obliga a seguir hablando. Mis órganos fonéticos están continuamente enervados por corrientes centrífugas, puestas en movimiento por las corrientes centrípetas que a través de mis ojos han penetrado en mi cerebro; y los movimientos particulares de dichos órganos siguen una forma y un orden exactamente predeterminados por todos los años en que he dado lección. Vuestra conducta, en cambio, puede a primera vista parecer receptiva o inactiva, prescindiendo de algunos que tomáis notas; pero, a no dudar, la atención con que me escucháis es en sí misma un modo determinado de conducta. Todas las tensiones musculares de vuestro cuerpo se hallan, mientras me prestáis atención, distribuidas de un modo particular. Vuestra cabeza y vuestros ojos tienen una actitud característica. Y mi conferencia, cuando habrá terminado, se resolverá, a no dudar, en alguna modificación de vuestra conducta: quizás os conduciréis de un modo diverso dentro de la escuela en cualquier contingencia especial que ocurra, por causa de las palabras que ahora estoy pronunciando.

Y lo mismo sucede con la impresión que vosotros producís en vuestros alumnos. Debéis, pues, considerar tales impresiones como hechos que ayudan al discípulo a adquirir cierta capacidad útil para su conducta, ya sean emocionales, ya somáticas, vocales, técnicas o de otro género cualquiera. Y siendo esto así, debéis sentiros llenos de buena voluntad, en tesis general; y sin tergiversaciones ni discusiones, aceptar, para los fines de esta conferencia, la concepción biológica de la mente que os la presenta como una cosa que nos ha sido concedida para los usos prácticos, concepción que bastará seguramente para la máxima parte de vuestra labor de educadores.

Si examinamos los diversos ideales de educación que prevalecen en los distintos países, notaremos que todos tienden a organizar las diferentes capacidades para la conducta. Esto es más visible en Alemania que en otra parte alguna; pues allá el fin explícitamente confesado de la educación superior es transformar al estudiante en un instrumento apto para contribuir al progreso de los descubrimientos científicos. Las universidades germánicas se muestran orgullosas del número de jóvenes especialistas que ponen en camino todos los años; jóvenes no precisamente provistos de fuerza original intelectiva, pero si habituados de tal manera a las investigaciones, que cuando el profesor les confía la preparación de una tesis filológica o histórica, o alguna parte de la tarea de laboratorio, les bastan dos palabras indicándoles la dirección general y el método más conveniente para que se valgan por sí mismos, sirviéndose de los aparatos y consultando las fuentes, y llegan a dilucidar, en un periodo determinado de meses, un pedacito de verdad nueva. En Alemania pocas cosas son tan reconocidas como el título útil para el adelanto académico como la idoneidad para ser un buen instrumento de investigación.

En Inglaterra parece a primera vista que la educación universitaria superior tiende más bien a la producción de ciertos tipos estéticos de carácter, que a desenvolverse lo que pudiera llamarse la eficacia dinámica científica de los alemanes. Dícese que interrogado el profesor Jowett acerca de lo que podía hacer Oxford para sus alumnos, contestó simplemente: "Oxford puede enseñar a un gentilhombre inglés a ser un

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gentilhombre inglés." Si le preguntaseis qué entiende por ser un gentilhombre inglés, la sola respuesta que obtendríais se referiría a la conducta. Un gentilhombre inglés tiene un haz de reacciones específicamente calificadas: es una criatura que en todas las emergencias posibles de la vida cuenta con una línea de conducta claramente trazada ante sí desde largo tiempo. Por esto Inglaterra puede esperar que, llegada la ocasión, cada uno de ellos cumplirá su deber.

VNECESIDAD DE LAS REACCIONES

Admitido lo que antecede, surge desde luego un aforismo general, que en buena ley debe dominar toda la conducta del profesor de escuela.

No se debe recibir nada sin reaccionar: ninguna impresión sin expresión, —esta es la gran máxima que el maestro jamás debe perder de vista.

Una impresión que atraviesa simplemente los oídos y los ojos del escolar y no modifica poco ni mucho su vida activa, es una impresión caída en el vacío, una impresión fisiológicamente incompleta que no puede producir fruto alguno. Ni siquiera como simple impresión produce un efecto particular sobre la memoria, toda vez que aun para lograr únicamente las adquisiciones de esta última facultad, la impresión debe entrar en el ciclo completo de nuestras aspiraciones. —Sus consecuencias motrices son las que fijan este ciclo. Cualquier efecto de la impresión en forma de una actividad cualquiera, debe volver a la mente en forma de sensación de haber obrado y combinarse con la impresión. Las impresiones más duraderas son aquellas a propósito de las cuales hablamos y obramos, o que de algún modo conmueven lo íntimo de nuestro ser.

El antiguo método pedagógico de aprender las cosas de memoria y de recitarlas como un papagayo en la escuela, se fundaba sobre un principio verdadero: el de que una cosa simplemente vista u oída y nunca reproducida verbalmente contrae adhesiones demasiado tenues en nuestra mente. La recitación verbal o la reproducción es una forma muy importante de reacción respecto de nuestras impresiones, y es de temer que con la moderna reacción contra el antiguo recitado a lo papagayo, como principio y fin de la instrucción, queda excesivamente relegado el altísimo valor de la repetición verbal como elemento de ejercicio completo.

Cuando observamos la pedagogía moderna, vemos cuán grandemente se ha extendido el campo de nuestra conducta reactiva, merced a la introducción de todos aquellos métodos de enseñanza completa objetiva que constituyen la gloria de las escuelas contemporáneas. Las reacciones, verbales, aunque útiles, son insignificantes. Las palabras del alumno pueden ser exactas, pero a veces los conceptos que corresponden a aquellas palabras son espantosamente equivocados. En una escuela moderna, las recitaciones constituyen, pues, una mínima parte de lo que se exige al alumno que se ve obligado a tomar notas, hacer dibujos, planos y mapas; tomar medidas, frecuentar laboratorios y hacer experimentos, consultar autores y redactar memorias. Debe hacer, a su manera, aquello de que se ríen a menudo los demás

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maestros cuando lo ven anunciado en los prospectos con el epígrafe "trabajos originales", pero que es, en realidad, el único ejercicio mediante el cual puede llegarse a realizar verdaderos "trabajos originales". La mejora más colosal obtenido durante los últimos años en la educación secundaria es debida a la institución de escuelas para los trabajos manuales, no porque con ellos se produzca gente más diestra, más práctica para la vida doméstica, más apta para el comercio, sino porque se producirán ciudadanos de una fibra intelectual muy distinta. El trabajo del laboratorio y el de los talleres engendrarán tales hábitos de observación, tal conocimiento de la diferencia que existe entre la precisión y la indeterminación, y tal idea de la complejidad de la naturaleza y de la insuficiencia de todas las definiciones verbales abstractas de los fenómenos de la realidad, que si la mente la adquiere una sola vez, ya la adquisición es para mientras dure la vida del individuo. Con el trabajo manual se consigue la precisión, porque, si se hace una cosa, ha de hacerse decididamente bien o decididamente mal. Esto, además, infunde honradez, porque cuando os expresáis haciendo algo, es decir, no por medio de palabras, no podéis disimular vuestra confusión o vuestra ignorancia con ambigüedades. Y asimismo, produce un hábito de confianza en sí mismo, mantiene continuamente despiertos el interés y la atención y reduce al minimum las funciones disciplinarias del que enseña.

Entre los varios sistemas de ejercicio manual, si me es permitido tener opinión en esta materia, es seguramente el mejor, por lo que respecta a las labores en madera, el sistema sueco Sloyd, desde el punto de vista psicológico. Afortunadamente los métodos del trabajo manual van lenta, pero seguramente, penetrando en todas nuestras grandes ciudades; pero aun falta recorrer por este camino una muy gran distancia.

Ninguna impresión sin expresión; por consiguiente, este es el primer fruto pedagógico de nuestra concepción evolucionista de la mente como una especie de instrumento para una conducta de adaptación. Pero se puede añadir algo. La misma expresión, conforme exponía hace un momento, vuelve a nosotros en forma de impresión ulterior, esto es, impresión de lo que hemos hecho. Recibimos, así noticias sensibles de nuestra conducta y de los resultados que hemos obtenido. Oímos las palabras que hemos pronunciado, nuestro fiato mientras lo hacemos salir del pecho; al mismo tiempo leemos en los ojos de nuestros oyentes la aprobación o la desaprobación de nuestra conducta. Así es que esta onda retornante de la impresión sirve para completar la totalidad de la experiencia, de modo que no estará fuera de lugar unas palabras sobre su importancia en la escuela.

Parece muy natural decir que así como obtenemos normalmente, después de haber obrado, alguna impresión reactiva del resultado, sería conveniente que el alumno se acostumbrase a recibir una impresión semejante en la mayor parte de los casos. Mas en la escuela donde se mantiene el secreto de las votaciones, de la "posición" y de los demás resultados obtenidos por el discípulo, falta a éste la terminación natural del ciclo de su actividad y muy a menudo experimenta una sensación dolorosa de incertidumbre y de incompletez. No falta, sin embargo, quien defiende semejante sistema por entender que anima al escolar a trabajar por trabajar, sin atender a consideraciones extrañas. Naturalmente que en ésta como en otras cuestiones, la observación concreta debe prevalecer sobre la deducción psicológica; pero lo cierto es que ésta nos enseña que el deseo ardiente, por parte del muchacho, de saber en qué grado ha obrado bien, corresponde regularmente al complemento adecuado de sus funciones normales, y jamás debiera serle defraudado como no fuese por razones bien definidas.

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Decidle, pues, cuantos puntos ha hecho, y en qué "posición" se encuentra, a menos que en el caso individual de que se trata tengáis alguna razón práctica especial para proceder de otra suerte.

VIREACCIONES CONGÉNITAS Y REACCIONES ADQUIRIDAS

Henos ya completamente lanzados al mar de la concepción biológica. El hombre es un organismo que debe reaccionar a las impresiones: su mente sírvele para determinar las reacciones y el fin de su educación es conseguir que sus reacciones sean numerosas y perfectas. Nuestra educación significa, en pocas palabras, un cúmulo de posibilidades de reacción, adquiridos en casa, en la escuela y en el trato de los negocios. El ministerio del profesor consiste en velar el proceso de su adquisición.

Ya llegado aquí, estableceré inmediatamente un principio que es la base de todo el proceso adquisitivo, y gobierna por completo la actividad del educador.

Helo aquí:

Toda reacción adquirida es, por regla general, ya una complicación añadida a una reacción congénita, ya un substituto para una reacción congénita que un mismo objeto solía provocar.

El arte del educador consiste en determinar la substitución o la complicación, y un éxito obtenido en este arte presupone un conocimiento simpático de las tendencias reactivas congénitas.

Si un patrimonio de reacciones congénitas por parte del muchacho, el profesor no podría ejercer presión alguna sobre su atención o sobre su conducta. Podéis conducir un caballo hasta el borde del agua, pero no podéis obligarle a beber. Del mismo modo, podéis meter un niño en la escuela pero no hacerle aprender las cosas nuevas que queráis enseñarle, a no ser que empecéis a solicitarlo por medio de alguna cosa que congénitamente provoque en él una reacción. El es quien por sí mismo debe dar el primer paso: debe hacer algo antes que vosotros podáis apoderaros de él, y lo que haga puede ser bueno o malo, pero siempre vale más una mala reacción, que la carencia de reacciones. Suponiendo que una reacción sea mala, podréis poneros en relación con consecuencias que presenten al niño la idea de la maldad de la reacción realizada. Mas imaginad un niño apático hasta el punto de no reaccionar en modo alguno a los primeros reclamos del profesor: ¿cómo os las compondréis para emprender su educación?

Para ofrecer con más claridad esta cuestión concreta, pongamos por ejemplo el caos de tener que enseñar a un niño los buenos modales, y que este niño tiene la tendencia intuitiva de echar mano de todos los objetos que atraen su curiosidad; la tendencia, además, de retirar las manos cuando se le pega en ella; de llorar en este último caso; de reír cuando se le hable con cariño y de imitar los gestos que ve hacer.

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Ahora bien: os presentáis al chiquillo con un juguete nuevo. En cuanto lo habrá visto, procurará agarrarlo en seguida. Entonces le dais en las manos, él las retira y se echa a llorar. En seguida levantáis bien alto el juguete y le decís sonriendo: "¡Anda! ¡Pídelo por favor!". Y el niño para de llorar, os imita, obtiene el juguete y se aleja contento. El pequeño ciclo del ejercicio se ha cerrado: habéis substituido la nueva reacción del pedir por la reacción congénita de coger, para todas las veces que se le vuelva a presentar la misma impresión.

Ahora bien: si el niño no tuviese memoria, el proceso no resultaría educativo. Tantas veces como entraríais con un juguete, tantas se realizaría fatalmente la misma serie de reacciones, cada una de éstas provocada por su correspondiente impresión: ver y coger; ser pegado y llorar; oír y pedir; obtener y sonreír. En cambio, el niño, gracias a la memoria, en el instante preciso en que va a coger el objeto, se representa la experiencia pasada, piensa en los golpes y en el juguete negado, recuerda el acto de obedecer y la recompensa, o inhibiéndose del instinto de agarrar, substituye a éste la reacción "cortés" y obtiene en seguida el juguete eliminando los pasos intermedios. Cuando el primer impulso de coger es excesivo en un niño, o éste no tiene una memoria feliz, puede ser que se requieran muchas repeticiones del ejercicio, antes que la reacción adquirida se convierta en una costumbre, sólida; pero en un muchacho eminentemente educable bastará una sola experiencia.

Así, pues, la primera cosa que el educador debe estudiar, son las tendencias reactivas congénitas —los impulsos y los instintos de la infancia, — a fin de hallarse en aptitud de substituirlas.

Se ha repetido mucho que el hombre se distingue de los animales inferiores porque posee un contingente mucho menor de impulsos y de instintos congénitos. Esto constituye un grande error. Naturalmente, el hombre no tiene el instinto admirable de depositar los huevos que poseen algunos vertebrados; pero si lo comparamos con los mamíferos que le son más afines, nos veremos obligados a confesar que se interesa por un número infinitamente mayor de objetos que cualquier otro mamífero, y que sus reacciones en frente de tales objetos son muy características y determinadas del modo más evidente. Los simios, y principalmente los antropoides, son los únicos seres que se aproximan al hombre por su curiosidad analítica y por lo extenso de su espíritu de imitación. Es verdad que en el hombre, los impulsos instintivos están dominados por las reacciones secundarias debidas a su facultad superior de razonamiento, y por esto en él desaparece pronto la simple conducta instintiva. Pero la vida del instinto no está suprimida, sino solamente disimulada. Tanto es así, que cuando, como ocurre en los caos de imbecilidad, faltan las funciones mentales superiores, los instintos del hombre se manifiestan algunas veces de la manera más brutal.

Quiero, pues, deciros, algunas palabras sobre las tendencias instintivas más importantes desde el punto de vista de la enseñanza.

VIICUÁLES SON LAS REACCIONES CONGÉNITAS

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En primer término el miedo. El temor al castigo ha sido siempre la gran arma de los maestros y siempre conservará, naturalmente, un cierto lugar en el orden interior de la escuela.

Lo mismo puede decirse del amor y del deseo instintivo de agradar a los que amamos. El maestro que consiga hacerse amar de sus discípulos, obtendrá resultados que otro maestro, de temperamento más distanciador, por decirlo así, jamás conseguirá.

Debemos decir algo de la curiosidad. Este término resulta en realidad un poco mezquino para que con él podamos designar el impulso a un conocimiento más profundo, en toda la extensión de la palabra; pero vosotros comprendéis fácilmente lo que yo quiero significar. La novedad de los objetos sensibles, en especial si tienen una cualidad sensacional muy grande, brillante e imprevista, atrae seguramente la atención del niño y le entretiene hasta que el deseo de conocer otras cosas relativas a aquel objeto se ha calmado completamente. En su forma más elevada, más intelectual, el impulso hacia el conocimiento más completo de un objeto toma el carácter de curiosidad científica o filosófica. En sus dos formas, sensacional e intelectual, este instinto es más vivaz en la infancia y en la juventud que en las edades ulteriores. Los niños se sienten movidos de curiosidad a cada nueva impresión que reciben. A un niño le sería imposible prestar atención, como vosotros ahora, a una conferencia durante más de unos pocos minutos, pues las impresiones ópticas y acústicas que llegan del exterior la desviarían inevitablemente. En cambio, para muchas personas de mediana edad sería de todo punto imposible la especie de esfuerzo intelectual que se requiere para aprender el latín o el griego, el álgebra o la física. El ciudadano de mediana edad presta atención solamente a las minucias de sus negocios: las verdades nuevas, especialmente cuando reclaman series evolutivas de razonamientos cerrados, exceden de la órbita de su capacidad. La curiosidad sensorial de la infancia es particularmente puesta en acción por ciertas especies determinadas de objetos. Las cosas materiales, las cosas que se mueven, las cosas vivas, las acciones humanas y las narraciones de éstas, conquistarán mejor su atención que cualquier asunto abstracto. Y aquí es de oportunidad elogiar de nuevo la enseñanza objetiva y los métodos del ejercicio manual. La atención del niño se mantiene espontáneamente respecto de cualquier problema que envuelva la presentación de un nuevo objeto material, o de una actividad por parte de alguno. Esto quiere decir que las primeras llamadas del maestro a la atención del niño deben hacerse con objetos puestos de manifiesto, o sino con actos realizados o referidos. La curiosidad puramente teórica, la curiosidad acerca de las relaciones racionales entre las cosas, difícilmente se despierta antes de la adolescencia. Las preguntas metafísicas comunes en los niños, como por ejemplo: "¿Quién ha hecho a Dios?" "¿Por qué tenemos cinco dedos?" no son precisamente del género al que aludimos. Pero apenas apunta en el niño el instinto teórico, empieza para él un orden de relaciones pedagógicas completamente nuevo. Las razones, las causas, las concesiones abstractas adquieren para él de improviso un sabor intenso, y este hecho no lo ignora profesor alguno. Así en su desenvolvimiento sensible, como en su desenvolvimiento racional, la curiosidad desinteresada puede ser mucho más fácilmente puesta en acción en el niño que en el adulto, en el cual ordinariamente este instinto intelectual se ha entorpecido hasta el punto de no poderse despertar como no sea asociándose a algún interés egoísta. Luego me ocuparé de este último punto.

Imitación.—Siempre se ha reconocido en el hombre al animal imitador por excelencia, y no hay libro de Psicología, por antiguo que sea, que no dedique a este hecho un parrafito. Es de admirar, sin embargo, que sólo de doce años a esta parte se

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haya llegado a reconocer y apreciar la importancia y el interés del impulso imitativo en el hombre. Les lois de l’imitation, de Tarde, obra extraordinaria, ha abierto el camino, y en América los profesores Royce y Baldwin han seguido su huella con laudable entusiasmo. Cada uno de nosotros, es, en efecto, lo que es casi exclusivamente gracias a su espíritu de imitación. Conseguimos la conciencia de lo que somos, imitando a los demás: lo primero es la conciencia de lo que son los otros, y el sentido del yo se desenvuelve según los modelos que encuentra.

Todo el bienestar acumulado de la humanidad —idiomas, artes, instituciones y ciencias— se transmite de una a otra generación por medio de lo que llama Baldwin la herencia social, es decir, imitando una generación a la que le ha precedido. No tengo tiempo de penetrar en los particulares de este asunto que constituye uno de los capítulos más seductores de la Psicología. De todos modos, es un hecho que sólo oyendo formular la proposición de Tarde, se siente ya toda la verdad que encierra. La invención —tomando esta palabra en su más lato sentido— y la imitación son las dos piernas, por así decirlo, sobre las cuales ha andado la humanidad en su evolución histórica.

La imitación se transforma imperceptiblemente en la emulación, que es el impulso de imitar lo que hace otra para no parecer inferior a él, y de tal suerte mezclan sus efectos que es difícil separar sus respectivas manifestaciones. La emulación es la verdadera espina dorsal de la sociedad humana. ¿Por qué me estáis escuchando? Si no hubieseis oído nunca hablar de que un colega hubiera frecuentado una "Escuela" o algún "Instituto para maestros", ¿se os habría ocurrido a cada uno independientemente romper la rutina y realizar un acto tan contrario a la costumbre aceptada? Probablemente no. No acudirían a vosotros vuestros alumnos si los niños de los vecinos no fuesen simultáneamente mandados a la escuela por sus padres. No gustamos de estar aislados y echárnoslas de excéntricos, ni deseamos que nos separen de nuestro grupo, a no ser por cosas que parezcan a nuestros vecinos privilegios apetecibles.

La imitación y la emulación tienen un oficio vital en la escuela. Todos los maestros saben muy bien cuán ventajoso es que una cosa sea realizada simultáneamente por un grupo de chiquillos. El profesor que obtiene más resultados es aquel cuyas maneras particulares sean más fácilmente imitables. Un maestro jamás debe disponer que los alumnos hagan una cosa que él no sepa hacer. "Venid para que os enseñe cómo se hace" es un estímulo infinitamente más fuerte que éste: "Id y hacedlo como enseña el libro". Los niños admiran a un profesor que tenga habilidad. Lo que hace él les parece fácil y se esfuerzan por imitarle. No basta que un profesor estúpido exhorte a sus muchachos a estar atentos y tomar interés por la lección, sino que él mismo debe interesarse por ella y sólo entonces logrará con su ejemplo una eficacia que no hubiera conseguido de ninguna otra manera.

Toda escuela tiene su tono moral e intelectual propio, y este tono es simplemente una tradición, que la imitación ha conservado, y debida al ejemplo dado por ciertos maestros y ciertos discípulos que tenían quizás un carácter agresivo o dominador, ejemplo copiado y transmitido de año en año de modo que los alumnos nuevos lo adoptan inmediatamente. Un tono semejante varía con lentitud, pero varía y siempre bajo la influencia modificadora de nuevas personalidades de carácter suficientemente agresivo para erigirse en modelos nuevos y no copiar mansamente lo antiguos.

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El ejemplo clásico de esta especie de tono es el caso frecuentemente citado de Rugby bajo la administración del doctor Arnold, que imprimió como un modelo el mismo carácter en la imaginación de los muchachos más antiguos y estos lo fueron imprimiendo a su vez en la imaginación de los más jóvenes. El contagio del genio de Arnold era tan grande que se decía que un hombre de Rugby podía ser reconocido durante toda su vida, gracias a ciertas cualidades de carácter que había adquirido en la escuela.

Es obvio que la Psicología como tal no puede dar en esta materia preceptos particulares. Como en otros muchos campos de la enseñanza, el proceso depende principalmente del genio nativo del profesor, de su simpatía, de su tacto, de su percepción, dotes que le hacen capaz de aprovechar el momento oportuno para proponer el ejemplo justo.

Entre las reformas recientes de los métodos de enseñanza se ha tratado muchas veces de desacreditar la emulación como impulso útil para la actuación del alumno. Ya Rousseau en su Emilio declaraba hace más de un siglo que la rivalidad entre dos escolares era una pasión demasiado vil para entrar a formar parte de una educación ideal. "Que Emilio —escribía— no se contraponga nunca a los demás jovencitos. Ninguna rivalidad, ni aun en la carrera, desde que tenga uso de razón, pues sería cien veces mejor que no aprendiese que hacerle aprender mediante la envidia y la vanidad. En cambio tened en cuenta todos los años los progresos que haya realizado y se los pondréis en parangón con los progresos de los años sucesivos, diciéndole: "Has crecido tantos centímetros, —alcanzas a saltar este foso—, puedes lanzar el disco;— sabes correr tanto tiempo y con tal rapidez sin perder el resuello;— mira cuánto más sabes hacer ahora". Así quería excitarle sin ponerle celoso de nadie; quería que él desease sobrepujarse a sí mismo; y en verdad no sé ver inconveniente alguno en semejante emulación con su yo anterior.

A no dudar, la emulación con el propio yo precedente es una noble forma de la pasión de la rivalidad y tiene buena parte en la educación de los jóvenes. Pero el excomulgar toda rivalidad posible entre dos jóvenes porque puede degenerar en excesos egoístas y brutales paréceme puro romanticismo por no decir fanatismo. El sentido de la rivalidad yace en el fondo de nuestro ser y a ella se debe en gran parte el mejoramiento social. Existe una forma de rivalidad noble y generosa, y existe una forma mezquina.

El principal atractivo de los juegos consisten en que estos se fundan principalmente en la emulación, y sin embargo son el medio más adecuado de habituar a los niños a la cortesía y a la magnanimidad. ¿Podía, por lo tanto, un maestro permitirse el lujo de prescindir de este resorte? ¿Es posible esperar que los puntos, las distinciones, los premios y las demás recompensas del esfuerzo, que se basan en el reconocimiento de la superioridad, sean desterrados de nuestras escuelas? Como psicólogo obligado a conocer el carácter profundo e insinuante de la pasión de la emulación, debo manifestar que lo dudo mucho. El profesor sagaz se servirá de este instinto como se sirve de los demás, aprovechando las ventajas que ofrece, de modo que obtengan un máximum de utilidad con un mínimum de fatiga; porque, después de todo, es preciso confesar con un crítico francés de la doctrina de Rousseau, que el mayor impulso de nuestras acciones lo encontramos en las acciones de los demás. Ese espectáculo del esfuerzo es lo que despierta y sostiene nuestro esfuerzo. Ningún andarín en una pista sabrá encontrar en su propia voluntad la fuerza de estímulo que le proporciona la rivalidad con los demás

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andarines cuando siente que le van pisando los talones. Cuando un caballo está desalentado es preciso ponerle al lado de un caballo que galope para mostrarle el paso.

Así como la imitación se transforma en emulación, ésta degenera en ambición. Y la ambición se enlaza estrechamente con la rivalidad. Por lo tanto, estas cinco tendencias instintivas forman un grupo estrechamente conexo y difícilmente diferenciable en la determinación de una gran parte de nuestra conducta. Todo el grupo pudiera llamarse con propiedad impulsos ambiciosos.

La ambición y la rivalidad se han considerado a menudo como pasiones que no debieran ser excitadas en los jóvenes, pero la verdad es que en sus formas más refinadas y nobles tienen un gran lugar en la escuela y en la educación en general, pues por muchas razones constituyen uno de los estímulos más potentes del esfuerzo. No debe entenderse la rivalidad simplemente como combatividad física, sino que puede considerarse en el sentido de una resistencia genérica a dejarse abatir por toda suerte de dificultades. Merced a ella se adquiere tenacidad, ánimo para afrontar las pruebas más difíciles. Es cualidad indispensable de todo carácter vivo y emprendedor. Recientemente hemos oído hablar mucho de la filosofía de la ternura en la educación. Según ella, debieran atenuarse todas las dificultades, allanarlas todas delante del discípulo. Esa Pedagogía de agua de rosas quiere tomar el sitio del antiguo áspero camino de la enseñanza. No alentaría en ella el hábito vivificador del esfuerzo. Es un contrasentido suponer que todo paso en el camino de la educación puede ser interesante para el alumno; tanto es así, que muchas veces debe ser provocado artificialmente el impulso combativo. Haced que el alumno se avergüence de ser derrotado en la lección de quebrados, o sobre la ley de la caída de los graves; provocad entonces su rivalidad y su ambición, y lo veréis correr a los lugares de peligro, llevando en sí una especie de impetuosidad interior que formará una de sus mejores facultades morales. Una victoria conseguida en condiciones semejantes puede ser el punto de partida de una crisis en su carácter. Representa el nivel máximo de su potencia y puede servir después como modelo ideal de su conducta futura. El profesor que no excita un empeño semejante en sus alumnos, se priva de uno de sus auxiliares más preciosos.

El instinto que quiero recordar ahora es el de la apropiación que constituye una de las cualidades fundamentales de nuestra raza. Es a menudo el contrapeso de la imitación, hasta el punto de no poder afirmarse si el progreso social se debe más a la pasión de conservar cosas y costumbres antiguas, o a la pasión de imitar otras nuevas y adoptarlas.

El sentido de la propiedad empieza en el segundo año de la vida. Entre las primeras palabras que aprende a pronunciar el niño encuéntranse mío y mía, y ¡pobres padres de gemelos que no adquieran dos ejemplares de cada uno de sus regalos! La profundidad y primitividad de este instinto arroja anticipadamente cierto descrédito psicológico sobre todas las formas radicales de la utopía comunista. No puede prácticamente ser abolida la propiedad privada sin variar de antemano la naturaleza humana. Parece esencial para la salud mental del individuo, que éste, además de las costumbres adoptadas, tenga alguna cosa sobre la cual pueda afirmar su exclusiva posesión, y defenderla encarnizadamente contra todo el mundo. Aun las órdenes religiosas que hacen los más rigurosos votos de pobreza, han sentido la necesidad de hacer alguna concesión al corazón humano, caído en la infelicidad con la reducción a los términos de un interés demasiado absoluto. El

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monje puede tener sus libros; la monja su pequeño jardín y las imágenes de los santos en su celda.

El instinto de la propiedad es fundamental en la educación y es dable provocarlo de muchas maneras. En la casa, los hábitos de orden y cuidado comienzan obligando al niño a tener limpias y bien acondicionadas sus cosas. En la escuela, la apropiación es particularmente importante por lo que se relaciona con una de las formas especializadas más importantes de su actividad; me refiero al impulso coleccionista. Un objeto que por sí no tiene gran interés, como una concha, un dibujito, adquiere valor si llena una laguna en una colección, o contribuye a completar una serie. Una gran parte de la labor escolar del mundo —digámoslo así— en cuanto es simple bibliografía, memoria, erudición, despierta principalmente nuestro interés porque satisface nuestro instinto de acumular y de hacer colecciones. Un hombre desea una colección completa de noticias, aspira a conocer sobre un asunto determinado más de lo que conocen todos los demás, de la misma manera que existe quien desea poseer más dólares que otro, o más ediciones antiguas, o más obras ilustradas que otro cualquiera.

El profesor que consiga encauzar este impulso hacia lo que conviene para la escuela, puede considerarse afortunado. Casi todos los niños hacen colecciones. Un profesor avisado puede inducirles a hacer colecciones de libros; colecciones ordenadas y limpias, de notas; a conservar los dibujos... La limpieza, el orden y el método son cualidades que se adquieren con poseer una sola colección. Una cosa tan estúpida como una colección de sellos puede ser utilizada por el profesor para excitar el interés por las noticias históricas y geográficas que se proponga enseñar a sus alumnos. El hacer colecciones constituye la base de todos los estudios de historia natural y probablemente nadie llega a ser un buen naturalista sin haber sido desde niño un coleccionista de gran actividad.

La constructividad es otra gran tendencia instintiva con la cual debe afirmar estrecha alianza el profesor. Hasta los ocho o nueve años el niño casi no debe hacer otra cosa que tocar los objetos, explorar las cosas con las manos, hacer y deshacer, unir y separar, pues desde el punto de vista psicológico, construcción y destrucción son dos nombres de una misma actividad manual. Uno y otro significan modificación, y, por lo tanto, manifestaciones de los efectos sobre las cosas exteriores. De todo esto resulta una íntima familiaridad con el ambiente físico y un conocimiento de las propiedades de las cosas materiales, que constituyen en realidad el fundamento de la conciencia humana. en el fondo, la mayoría de nosotros limitamos nuestro conocimiento de los objetos a la noción de lo que se puede hacer con ellos. un "bastón" significa algo en que apoyarse y con que pegar; "fuego" es algo que sirve para "cocer", para calentarse o para quemar otras cosas;"cuerda" es una cosa con la que se unen y sujetan las cosas. Para la mayor parte de las personas no hay en estos objetos otro significado. En geometría, el cilindro, el círculo, la esfera, se definen como el resultado o efecto de ciertos procesos especiales de construcción, haciendo girar un paralelograma sobre uno de sus lados, etc., Cuantas más cosas llega a conocer un niño tratándolas y manejándolas, tanta mayor familiaridad consigue con el mundo en que vive. Un adulto indiferente se maravilla del número de horas que un niño consume interesado hasta la pasión con sus cubos, poniéndolos en orden y esparciéndolos de pronto para reordenarlos; pero de este mismo hecho, una sabia educación sabe sacar partido y dedica los primeros años a ejercitar a los niños en la construcción y en las lecciones objetivas. No tengo necesidad de repetir lo que antes he dicho, acerca de la superioridad del método experimental objetivo que ocupa al niño

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de un modo más acorde con los intereses espontáneos de su edad y le absorbe dejando en él impresiones profundas y duraderas. En comparación con los niños sometidos a este método, aquel que ha sido educado exclusivamente con los libros, adolece toda la vida de una cierta distancia de la realidad; está, por así decirlo, fuera del mundo, y sufre a veces una especie de melancolía al pensar lo que habría podido obtener con una educación más real.

Existen otros impulsos, como el deseo de la aprobación o vanidad, el recelo, la reserva, de los cuales algo podría decirse, pero son demasiado comunes para que haya necesidad de explicarlos y vosotros mismos podréis reflexionar sobre ellos.

Sin embargo, hay una ley general que se refiere al mayor número de nuestras tendencias instintivas, y que tiene mucha importancia para la educación: se la ha llamado "ley de transitoriedad de los instintos". Casi todas nuestras tendencias instintivas maduran en un momento determinado; de modo que atendiendo a ellas con oportunidad y acierto se pueden obtener hábitos de conducta que lleguen a ser estables. Si, por el contrario, no se acude a esos impulsos en su sazón y lugar, puede darse el caso de que se extingan antes que se forme el hábito, y más tarde puede ser ya difícil enseñar a la criatura a reaccionar en la dirección conveniente. El instinto de mamar en los animales, el de seguir a la madre en ciertos pájaros y en ciertos cuadrúpedos, son ejemplo de lo que decimos: poco tiempo después del nacimiento desaparecen por completo si no son mantenidos en ejercicio.

Hemos observado que, en los niños, en los impulsos y las aficiones maduran con un orden determinado. El arrastrarse, el caminar, el encaramarse, la imitación de los sonidos, el construir, el dibujar y el calcular ocupan sucesivamente al niño, de modo que en ocasiones una afición de éstas llega a ser exclusiva y luego puede llegar a disiparse completamente. Es natural que el momento pedagógico propicio para enseñar bien y para consolidar la costumbre útil, es aquel en que está más vivo el instinto congénito. Debéis, pues, aprovechar el momento que os parezca oportuno para desarrollar las disposiciones al atletismo, al cálculo mental, a aprender los versos de memoria, a dibujar, a la Botánica. Quizás este momento dure poco, de modo que no importa que mientras dure releguéis todo lo demás al segundo término. Haciéndolo así economizáis tiempo y lográis un resultado mejor, pues muchos hijos pródigos para las artes y para las matemáticas tienen, sin embargo, una eflorescencia de algunos meses con relación a esas ramas del saber.

Para todo esto es imposible especificar reglas, ya que todo depende de la asidua observación de cada caso particular, observación que es mucho más fácil a los padres que a los maestros, de suerte que la ley de la transitoriedad de los instintos se puede aplicar a la escuela en una escala muy reducida.

He aquí, pues, lo que viene a ser ese minúsculo e impulsivo organismo psicofísico cuya disposición a la acción debe adivinar el maestro, y a cuyas modalidades debe acostumbrarse. Partiendo de las tendencias congénitas, debe ampliar toda la experiencia activa y pasiva de su discípulo. Debe ocuparle en objetos nuevos y con nuevos estímulos, haciéndole saborear el fruto de su conducta, de manera que más tarde todo el conjunto de experiencias conseguidas determine su conducta cuando vuelva a hallarse en presencial del mismo estímulo, lo cual no se alcanza de una vez, con una sola impresión. Aunque de esta suerte la vida del niño se amplifica, llenándose cada vez más

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de recuerdos, asociaciones, sustituciones, el ojo habituado al análisis psicológico discernirá siempre debajo de todo esto las líneas fundamentales de nuestro simple esquema psicofísico.

Respetad siempre, pues, os lo ruego, las reacciones originarias, hasta cuando tratéis de vencer su conexión con determinados objetos, sustituyendo éstos por otros sobre los cuales deseéis establecer una regla. Una mala conducta, con relación al arte de enseñar, es un punto de partida tan oportuno como puede serlo una conducta buena; y hasta a riesgo de pareceros una afirmación paradoxal, me atrevo a sostener que muchas veces una mala conducta es mejor punto de partida que una conducta buena.

Las reacciones adquiridas deben convertirse en habituales desde el momento en que son convenientes y apropiadas. Por esto os invito a tratar de la Costumbre como nuevo tema de nuestro estudio.

VIIILAS LEYES DE LA COSTUMBRE

Es esencial que el profesor se dé cuenta de la importancia que tiene la costumbre y la Psicología debe servirle para eso. Es verdad que hablamos de buenas y malas costumbres, pero cuando aplicamos la palabra costumbre generalmente nos referimos a una mala costumbre, pues a nadie se le ocurre decir: "la costumbre de ser sobrio o de tener templanza", y si decir la costumbre de embriagarse o de fumar. Sin embargo, nuestras virtudes son costumbres ni más ni menos que nuestros vicios. Toda nuestra vida, en cuanto tiene una forma definida, es solamente un cúmulo de costumbres prácticas, emocionales e intelectuales —organizadas sistemáticamente para nuestro provecho o para nuestro daño—, las cuales nos impulsan irresistiblemente hacia lo que constituye nuestro destino.

Como quiera que los escolares pueden comprender esto en una edad relativamente muy tierna, y como el haberlo comprendido contribuye en gran medida a que se desarrolle en ellos el sentimiento de la responsabilidad, convendría que el maestro estuviese en condiciones de hablarles de la filosofía de la costumbre, de una manera un poco abstracta, tal como trato yo ahora de hacerlo con vosotros.

Yo creo que por el hecho de poseer un cuerpo, nos hallamos sometidos a las leyes de la costumbre. La plasticidad de la materia viva de nuestro sistema nervioso es la razón de que hagamos con dificultad una cosa por vez primera, y siempre con mayor facilidad las veces sucesivas, y al cabo, ya lograda cierta práctica, casi mecánicamente y como sin conciencia de ello. Nuestro sistema nervioso ha evolucionado (adoptando la palabra del doctor Carpenter) en el sentido de su ejercicio, del mismo modo que un pliego de papel o un traje que han estado doblados en cierto sentido, tienden siempre, apenas se ofrece la ocasión, a adoptar el mismo doblez.

La costumbre es una segunda naturaleza, o mejor, como dice Lord Wellington, es "diez veces la naturaleza", a lo menos por la importancia que tiene en la vida de los

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adultos, puesto que nuestras costumbres adquiridas absorben y destruyen la mayor parte de nuestras tendencias impulsivas. El noventa y nueve por ciento o, si se quiere, el novecientos noventa y nueve por mil de nuestra actividad es cosa puramente automática y habitual, desde que nos levantamos por la mañana hasta que nos acostamos por la noche. El vestirse y el desnudarse, el comer y el beber, el saludar, el quitarse el sombrero y ceder la preferencia a las señoras, el mayor número de las locuciones, son cosas que a fuerza de repetición se han determinado de un modo tan sólido que se pueden muy bien clasificar entre los reflejos. Para cada clase de impresión tenemos dispuesta una contestación automática. Las palabras que oís ahora son ejemplo de esto: la circunstancia de haber ya dado una conferencia sobre la costumbre y de haber escrito sobre el mismo tema un capítulo de un libro y haberlo leído una vez impreso, hace que ahora mi lengua incida inevitablemente en las viejas frases que han llegado a serme habituales, y que vaya repitiendo lo propio que tengo dicho.

Por lo mismo que somos simples fases de hábitos o costumbres, somos criaturas estereotípicas, imitadoras y copiadoras de nuestro Yo pasado. De aquí se sigue que la preocupación esencial del maestro debe ser el engranar en el niño la serie de costumbres que puede serle más útil en el curso de la vida. La educación atiende a la conducta, y las costumbres son la sustancia de que se alimenta la conducta.

Para no ir más lejos, os citaré aquel libro mío de que hace poco os hablaba: en él he dicho que lo más importante en la educación es el procurar que nuestro sistema nervioso sea nuestro aliado y no nuestro enemigo. Es preciso hacerse un fondo de caja, de adquisiciones; capitalizarlas y después vivir cómodamente de los intereses del capital. Con este objeto, debemos convertir en automáticas y habituales, cuanto antes, el mayor número de acciones útiles que podamos, y procurar no adquirir hábitos que puedan sernos perjudiciales. Cuanto mayor sea el número de particularidades de la vida de cada día que podamos confiar a la custodia, que nada cuesta, del automatismo, tanto más la potencialidad más elevada de nuestra mente se hallará en libertad de dedicarse a lo que es su propia labor. No hay ser más digno de compasión que el que carece absolutamente de hábitos, todo él indecisión, que no acierta a encender un cigarro, ni tragas una bebida, ni consigue acostarse o levantarse, sin un mandato especial de la voluntad. Una buena parte de la vida de un hombre semejante piérdese en indecisiones y lamentaciones sobre cosas que debieran ya estar engranadas en su naturaleza y no existir prácticamente para su conciencia. Si mis oyentes no tienen bien engranados tales deberes, empiecen a ponerlos en esta condición desde luego. En el capítulo que el profesor Bain dedica a "Las costumbres morales" he leído algunos datos prácticos de gran valor, de los cuales surgen dos máximas principales.

La primera es que para adquirir una costumbre nueva o para abandonar una mala costumbre debemos lanzarnos con toda la iniciativa de que seamos capaces. Acumulad todas las circunstancias que puedan reforzar el motivo justo; poneos asiduamente en las condiciones que os animen en la nueva dirección; adoptad nuevos empeños incompatibles con el antiguo; si conviene, haced público el empeño en que os habéis colocado; en una palabra: apoyad vuestra resolución con todos los auxilios de que seáis capaces. Esto dará tal peso a vuestra renovación que la tentación de volver atrás tardará en presentarse y cuanto más tarde, más probabilidades hay de resistirla.

Recuerdo haber leído en un diario austriaco un aviso de cierto Rodolfo X, ofreciendo cincuenta florines de regalo al que después de la fecha del aviso encontrase

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en la posada de Ambrosio y "hago esto —terminaba el aviso— para cumplir una promesa que he hecho a mi mujer". Con una mujer semejante y con esta manera de conseguir nuevas costumbres, se podría apostar casi con seguridad por el éxito del amigo Rodolfo.

La segunda máxima, es: No toleréis una sola excepción, mientras la nueva costumbres no está bien arraigada en vuestra vida. La continuidad del ejercicio es lo que hace que el sistema nervioso actúe rectamente. Por esto dice el profesor Bain:

"La peculiaridad de las costumbres morales por la cual se distinguen de las adquisiciones intelectuales, es la presencia de dos potencias hostiles, una de las cuales debe gradualmente imponerse a la otra. Importa en grado máximo, en tal situación, no perder una sola batalla. Una ventaja, la más leve, del bando malo, contrasta el efecto de muchas conquistas del lado bueno. La precaución esencial consiste, pues, en regular las dos potencias opuestas de modo que la una tenga una serie no interrumpida de buenas fortunas, hasta que la repetición la haya reforzado hasta el punto de que pueda luchar con la potencia adversa en cualquier circunstancia. Este es teóricamente el mejor camino del proceso mental".

Una tercera máxima débese añadir: Aprovechad la primera oportunidad que encontréis de obrar con arreglo a la resolución tomada, y seguir cualquier estímulo emocional que advirtáis en el sentido de las costumbres que deseéis adquirir. No es, en efecto, en el momento de formarse, sino en el momento en que produzcan efectos motores, cuando las resoluciones y aspiraciones imprimen la nueva disposición en el cerebro.

Aun cuando esté llena de máximas la mente, aun cuando sean excelentes los sentimientos, si el individuo no ha sabido aprovechar para obrar ninguna oportunidad concreta, no conseguirá, de seguro, que mejore su carácter. Ya dice el proverbio que el infierno está empedrado de buenas intenciones. "Un carácter —como dice Stuart Mill— es una voluntad completamente acostumbrada"; y una voluntad, en el sentido que él entiende esta palabra, es una agregación de impulsos de obrar de una manera firme, pronta y exacta, en todas las principales ocasiones de la vida. Una tendencia a obrar se adapta a nosotros solamente en proporción de la frecuencia no interrumpida con que se suceden las acciones y el cerebro se adapta a ellas. El consentir que una resolución o un ardor de sentimiento se desvanezcan sin obtener efectos prácticos, es cosa mucho peor que desaprovechar una buena ocasión, pues semejante consentimiento contribuye a impedir que las emociones y las resoluciones futuras sigan su vida normal de realización y éxito. No existe un ser humano más despreciable que el sentimental enervado y el soñador que diluye su propia vida en un mar de sensiblerías sin realizar jamás una empresa concreta.

Esto se relaciona con una cuarta máxima: No prediquéis demasiado a vuestros alumnos: no prodiguéis los discursos abstractos. Esperad sobre todo la oportunidad práctica; agarraos a ella cuando pase, y así, en un solo acto, conseguís que vuestro niño piense, sienta y obre. Los golpes directos a la conducta crean la nueva disposición del carácter y hacen de las costumbres nuevas un tejido orgánico. Predicar y relatar demasiado se reduce a una fatiga inútil.

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En la breve autobiografía de Darwin existe un pasaje citado con gran frecuencia, pero que, como encaja exactamente en lo que llevo dicho sobre la costumbre, quiero citarlo una vez más:

"Hasta la edad de treinta años todos los géneros de poesía me proporcionaban un placer extraordinario; y ya cuando iba a la escuela gozaba intensamente con los dramas de Shakespeare, en particular con los que tenían un argumento histórico. La pintura también me proporcionaba grandes satisfacciones y la música me arrebataba. Ahora, en cambio, y de esto hace ya muchos años, no puedo leer un verso. Recientemente he intentado leer a Shakespeare y lo he encontrado estúpido hasta un punto intolerable, y me ha dado hastío. Del mismo modo, he perdido el gusto de la música y la pintura. No parece sino que mi mente se ha convertido en una máquina que sólo sirve para deducir de los hechos, leyes generales; pero no acierto a concebir cómo esto puede hacer determinado la atrofia de aquella parte del cerebro de que dependen los gustos más elevados... Si tuviese que volver a vivir mi vida, impondríame como regla de conducta el leer alguna poesía y escuchas un poco de música a lo menos una vez por semana, pues así tal vez la costumbre mantendría la vitalidad en aquellas porciones de mi cerebro que se han atrofiado. La pérdida de estos gustos es una pérdida de felicidad y quizás pueda perjudicar a la inteligencia: más bien debe dañar al carácter moral, debilitando la parte emocional de nuestra naturaleza".

Mientras somos jóvenes cualquiera de nosotros cree poder llegar a ser todo lo que puede ser un hombre. Deseamos y creemos poder goza siempre con la poesía; que cada día seremos más inteligentes en pintura y en música; que llegaremos a comprender las ideas espirituales y religiosas, y en fin, que no dejaremos que los grandes pensamientos filosóficos de la época pasen por fuera de nuestra vida. Todo esto creemos durante la juventud, y sin embargo, ¿cuántos hombres y cuántas mujeres, en la edad adulta, han realizado esta esperanza buena y honrada? Ciertamente, muy pocos, y las leyes de la costumbre nos indican la razón. En un momento dado se despierta en nosotros el interés por alguna de estas cosas, pero si no es pertinazmente alimentado, en vez de convertirse en hábito poderoso y necesario, se atrofia y muere, cortado de raíz por los intereses rivales fomentados diariamente. Hacemos ni más ni menos que Darwin. Ya decimos, ya, en abstracto: "Quiero divertirme con la poesía, quiero firmemente mantener mi gusto por la música, leer los libros que imprimirán una nueva dirección al pensamiento de mi época, mantener viva mi porción espiritual más elevada, etc., etc.". Pero no tomamos estas resoluciones de un modo concreto, y no empezamos hoy. Parece que pretendemos desmentir que todos los bienes, que valen la pena de ser poseídos, deben ser pagados con un esfuerzo continuado. Lo dejamos para más tarde y muy pronto se desvanece hasta la posibilidad de hacerlo. ¡Y pensar que diez minutos diarios de poesía, de lectura o de meditación, una hora o dos de música, de pintura, de filosofía, por semana —mientras que empezásemos en seguida— nos darían infaliblemente, a su tiempo, la plenitud de lo que deseamos! No cuidando de realizar la tarea concreta necesaria, sustrayéndonos a la insignificante fatiga de todos los días, estamos cavando la tumba de nuestras potencialidades más elevadas. Este es un punto acerca del cual, vosotros, maestros, debéis reclamar repetidamente la atención de vuestros alumnos más antiguos que muestren aspiraciones más elevadas.

Según que una función se ejercite diariamente o no, el individuo resulta un ser diferente en la vida ulterior. Recientemente recibimos en Cambridge la vista de varios individuos indios cultos con quienes hablamos libremente de la filosofía y de la vida.

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Más de uno de ellos me ha dicho en confianza que la vista de nuestros rostros contraídos por la hipertensión y la intensidad de la expresión propia de los norteamericanos, y nuestras actitudes contorsionadas y sin gracia cuando estamos sentados, le producía una impresión muy penosa. "Yo no comprendo —me decía uno de ellos— cómo podéis vivir de esta manera, sin conceder deliberadamente ni un solo minuto a la meditación y a la tranquilidad en todo el día. Es una cosa común e invariable en nuestra vida de la India el permanecer retirados durante una media hora por lo menos todos los días, en la soledad, en el silencio, relajando todos los músculos, respirando rítmicamente y meditando en las verdades eternas. Todos los niños indios se acostumbran a esto desde los primeros días de su vida". Los buenos frutos de una disciplina semejante resultaban evidentes observando la falta de tensión, la maravillosa dulzura, la calma de la expresión del rostro y la imperturbabilidad de las maneras de aquellos orientales. Comprendí entonces que mis paisanos se están privando de una gracia esencial del carácter. ¿Cuántos niños americanos se han oído aconsejar por sus padres y por sus maestros que moderen su voz estridente, que relajen los músculos cuando no se sirven de ellos y que, en lo posible, se abandonen cuando están sentados? Ni siquiera el uno por mil, ni el uno por cien mil tal vez. Y, sin embargo, por la influencia refleja que tiene sobre nuestros estados mentales interiores, esta incesante hipertensión, hiperactividad, hiperexpresión, están elaborando el daño de nuestra nación de un modo terrible.

Os ruego, maestros, que reflexionéis seriamente sobre esta cuestión. Quizás os está confiado el ayudar a la generación americana que surge, a tener una nueva y mejor forma de ideales personales.

Volviendo ahora a nuestras máximas generales, puedo prescribiros como quinta y última, la siguiente: Mantener viva en vosotros la facultad del esfuerzo mediante un pequeño ejercicio diario. Esto quiere decir: sed sistemáticamente heroicos todos los días en las pequeñas cosas no necesarias, haced uno o dos días alguna cosa por la sola razón de que es difícil y de que preferiríais no hacerla. Y así cuando suene la hora del peligro o de la necesidad os encontrará animosos y dispuestos. Un ascetismo de esta naturaleza parécese al seguro que uno paga por su casa y por sus bienes. Pagar el premio no le gusta y es posible que jamás le sea útil, pero si ocurre que el fuego le destruye la casa, el haber pagado le salvará de la ruina. Y lo mismo pasa al hombre que se ha acostumbrado cada día a concentrar su atención, a querer enérgicamente, a privarse de lo superfluo. En medio del ciclón, estará sólido como una torre mientras a su alrededor todo se derrumbará y sus compañeros de desgracia serán arrebatados como la paja del grano que se cierne.

Me han echado en cara, cuando he tratado el tema de la costumbre, el mostrar tan fuertes los hábitos antiguos, tan difícil el adoptar los nuevos y hasta imposible una reforma o una conversión de improviso. Naturalmente esto bastaría a condenar mi doctrina, pues aun cuando son muy raras, todavía ocurren conversiones repentinas. Pero nótese que no existe incompatibilidad entre las leyes generales que he establecido y las modificaciones más sorprendentes del carácter. Se pueden tomar costumbres nuevas, lo he dicho expresamente, cuando hay estímulos y excitantes nuevos. Si una vida abunda en estos últimos o tiene aquellas experiencias críticas revolucionarias que derrumban toda la escala de valores de un individuo y todo el sistema de sus ideas, no es admirar una conversión improvisada; el viejo orden de sus costumbres se derrumbará, y si los motivos nuevos tienen valor positivo se formarán las nuevas costumbres reconstruyendo en el individuo una naturaleza nueva o regenerada.

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Todo esto lo reconozco y concedo fácilmente, pero las leyes generales de la costumbre no por esto deben ser alteradas, y el estudio fisiológico de las condiciones mentales continúa siendo todavía en su conjunto el aliado más poderoso de la ética exhortativa. El infierno de que habla la Teología, no es peor que el infierno que nos creamos en nuestra vida, dejando que nuestro carácter adopte una mala forma. Si los jóvenes se hicieran cargo de lo que muy pronto que las acciones se transforman en costumbres, prestarían más atención a su conducta, mientras se hallan en la edad plástica. Nosotros mismos engendramos nuestros destinos buenos o malos. Nada se pierde; cada pequeño rasgo de virtud o de vicio deja su huella nunca demasiado leve. El borracho Rip Van Winkle, de la comedia de Jefferson, a cada nueva recaída en su vicio predilecto, se excusa exclamando: "¡Esta vez no se cuenta!" Está muy bien: él puede no contarla aquella vez, un cielo benigno puede tampoco contarla; pero resulta contada de todos modos, porque, en el fondo, entre sus células y sus fibras nerviosas, las moléculas la cuentan, la registran y la almacenan para servirse de ella contra él a la primera ocasión en que la tentación se reproduzca. Nada de lo que hacemos queda a un lado en el sentido literal de la palabra.

Naturalmente esto tiene su punto de vista malo y su punto de vista bueno. Del mismo modo que se llega a borracho por una serie de bebidas separadas, se llega a santo en moral, y a autoridad en lo científico gracias a muchas obras y trabajos separados. Ningún joven debe dudar del éxito final de su educación en cualquier situación en que se encuentre. Si se aplica con fe durante todas las horas laborales del día puede estar seguro del resultado, puede tener la certeza de despertarse un día siendo uno de los competentes de su generación en la facultad que haya escogido. Silenciosamente, entre todos los detalles de sus tareas, la facultad de formar juicio en la materia de que se ocupe se habrá elaborado por sí misma como una propiedad que nunca más se pierde. Los jóvenes deben tener desde luego noción de esta verdad, pues el ignorarla ha sido probablemente lo que más que otra causa alguna ha engendrado el descorazonamiento en muchos jóvenes que habían emprendido carreras arduas y difíciles.

IXLA ASOCIACIÓN DE IDEAS

Al pronunciar mi última conferencia, tratando de la costumbre, referíame principalmente a nuestras costumbres motrices o sea a las costumbres de la conducta exterior. Pero nuestros procesos del pensamiento y de la sensación también hállanse sometidos a las leyes de la costumbre, y resultado de esto es el fenómeno conocido con el nombre de "asociación de las ideas". ahora me propongo estudiar este fenómeno.

Recordaréis perfectamente que hemos descrito la conciencia como una corriente continua de objetos, de sentimientos y de tendencias impulsivas. Hemos visto ya que las fases de ésta son semejantes a campos u ondulaciones, teniendo cada una de éstas un punto central de atención más vivaz, en correspondencia con el objeto que es más prominente en nuestro pensamiento, mientras alrededor se encuentra un margen de otros objetos de menor relieve que casi se funde y confunde con el campo de las tendencias emocionales y activas que todo lo reúne y abarca. Describiendo la mente de este modo,

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nos atenemos lo más posible a la naturaleza de las cosas. Puede a primera vista parecer que en la fluidez de estas ondas sucesivas todo esté indeterminado; pero si bien se observa, se ve que cada onda posee una constitución que puede en cualquier grado ser explicada estudiando la constitución de las ondas que inmediatamente le han precedido. Esta relación que existe entre cada onda y las que le han precedido, viene expresada en las dos llamadas "leyes de la Asociación", de las cuales la primera lleva el nombre de Ley de contigüidad, y la segunda el nombre de Ley de similaridad.

La ley de contigüidad enseña que los objetos en que se piensa con la onda que surge, son los que en alguna experiencia precedente se encontraban junto a los objetos representados por la onda que estaba pasando. Cuando recitáis el alfabeto o una oración, cuando la vista de un objeto os recuerda su nombre o el nombre os recuerda el objeto, os halláis en otros tantos casos de aplicación de la ley de contigüidad.

La ley de similaridad afirma que, cuando la contigüidad no consigue describir los objetos tal cual son, los objetos que surjan probarán de igualarse a los objetos que se retiran, aunque unos y otros jamás antes hayan sido experimentados juntamente. En nuestros vuelos de la fantasía ocurre esto con mucha frecuencia.

Si deteniendo el flujo de nuestra reverie nos hacemos esta pregunta: "¿Cómo me he puesto ahora a pensar que este objeto?" podemos casi siempre desandar la vía que hemos recorrido, llegando hasta aquello que ha introducido en nuestra mente el objeto de referencia, con sujeción a una u otra de estas leyes. Toda la rutina de nuestras adquisiciones mnemónicas, por ejemplo, es una consecuencia de la ley de contigüidad. Las palabras de un poema, las formas trigonométricas, los hechos de la Historia, las propiedades de los cuerpos, son cosas que conocemos como sistemas definidos o como grupos de objetos que están en nuestra mente ordenados de cierto modo determinado por repeticiones innumerables, de las cuales una pequeña parte nos hace recordar todo lo demás. En las mentes áridas y prosaicas casi todas las series mentales fluyen a lo largo de estas dos líneas de la rutina habitual: la repetición y la sugestión.

En las mentes dispuestas y llenas de poder imaginativo, en cambio, la rutina se interrumpe a cada momento de facilidad, y un campo de objetos mentales sugiere otro campo que quizás no se había enlazado con aquél durante toda la historia del pensamiento humano. En estos casos, el anillo de conjunción es, comúnmente, alguna analogía entre los objetos sucesivamente pensados, a veces tan sutil, tan tenue, que aun cuando le sentimos presente y vivo, apenas podemos analizar sus términos: como cuando, por ejemplo, encontramos algo masculino en el color rojo, y algo femenino en el azul pálido, o cuando de los caracteres humanos decimos que uno nos sugiere la idea de un gato, otro el de un perro, y otro, en fin, el de una vaca.

Los psicólogos, naturalmente, han profundizado la cuestión de las causas posibles de la Asociación y algunos han tratado de demostrar que la contigüidad y la similaridad no son dos leyes radicalmente diversas, sino que cada uno presupone la presencia de la otra. Yo mismo me siento inclinado a creer que los fenómenos de asociación dependen de nuestra constitución cerebral, y no son consecuencia directa de nuestra cualidad de racionales. En otros términos: cuando lleguemos a ser espíritus desencarnados, podrá ser que las series de nuestros estados de conciencia sigan leyes completamente diversas. Tales cuestiones son muy discutidas en las obras de psicología y en ellas hallaréis noticias más extensas. No quiero prescindir de estos problemas, porque en mi calidad de

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maestro es el hecho de la asociación lo que me interesa, así sus fundamentos sean cerebrales o espirituales, así sean o no sus dos leyes reducibles a una sola. Vuestros alumnos son pequeños mecanismos de asociación, y su educación consiste en organizar dentro de ellos ciertas tendencias determinadas a asociación: una cosa determinada con otra, impresiones con consecuencias, éstas con reacciones, aquéllas con resultados, y así sucesivamente hasta lo infinito. Cuanto más abundantes son los sistemas asociativos, es tanto más completa la adaptación del individuo al mundo en que vive.

El maestro puede formular su función, ya en los términos de "asociación", ya en los de "reacción congénita adquirida". Su función consiste principalmente en constituir sistemas útiles de asociación en la mente del muchacho. Esta definición es más amplia que la formulada al principio. Pero cuando se piensa que nuestras series de asociación, cualesquiera que sean, se reducen normalmente a reacciones adquiridas, o sea, a la conducta, se comprende que, en tesis general, la misma masa de hechos viene comprendida en las dos fórmulas.

Es maravilloso el número de operaciones mentales que nos es permitido explicar apenas hemos concebido el principio de la asociación. El gran problema que éste trata de resolver, es el siguiente: ¿Por qué aparece ahora en mi mente este campo de conciencia, constituido de este modo particular? Y el aludido campo puede estar constituido por objetos imaginados, por objetos recordados, o por objetos percibidos, del mismo modo que puede encerrar una acción decidida. En uno y otro caso, cuando analizamos las diversas partes del campo, se puede demostrar que provienen de pactos de campo que precedentemente hallábanse en la conciencia y se han derivado con arreglo a una u otra de las referidas layes de la asociación. Estas leyes ponen la mente en movimiento; el interés, excitando a un lado y otro, toma la medida, y la atención, como veremos más tarde, obrando como timón, impide que la marcha siga un zig-zag exagerado.

Cuando uno se hace perfecto cargo de esos factores, se comprende de un modo sólido y sencillo el mecanismo psicológico. La naturaleza y el carácter en un individuo equivalen, en realidad, a la forma habitual de sus asociaciones. El oficio principal del educador es interrumpir las asociaciones equivocadas o malas, crearlas mejores, y constreñir las tendencias asociativas por los cauces que se ofrecen más propicios. En esto, como siempre que se trata de principios simples, la mayor dificultad es la aplicación. La Psicología puede establecer las leyes, pero únicamente el tacto y el talento pueden conducir a resultados útiles.

Es un hecho de la más vulgar experiencia que nuestras mentes pueden pasar de un objeto a otro a través de muy diversos campos de experiencia. La indeterminación de nuestra vida de asociación in concreto es una particularidad tan notable como lo es la uniformidad de su forma abstracta. Partiendo de una idea cualquiera, toda la sucesión de vuestras ideas está potencialmente a vuestra disposición. Si tomamos como punto de partida de asociaciones, como botafuego —digámoslo así— cualquier simple palabra que yo pronuncie delante de vosotros, es ilimitado el número de diversas sugestiones que puede suscitar en vuestra mente. Suponed que yo diga "azul", por ejemplo: uno de vosotros puede pensar en el cielo azul y en la calurosa estación actual, de aquí a pasar a pensar en la meteorología general; otro puede pensar en el espectro solar y en la fisiología de la visión de los colores, de aquí a pasar a los rayos X y a las recientes especulaciones de los físicos sobre el incognoscible actual; otros pueden pensar en una

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camisa azul o en las flores que una amiga llevaba en el sombrero y seguir por esta línea de reminiscencias personales. A otros tal vez sólo les sugiera dicha palabra disquisiciones filológicas o lingüísticas; y otros, hallando en el azul un sinónimo de melancolía, pueden deducir de esta idea series enteras de interesantes asociaciones relativas a la Psicología morbosa.

En la misma persona, la misma palabra oída en momentos diversos provocará, como consecuencia del variar de las preocupaciones marginales, una u otra cadena de asociaciones posibles. El profesor Münsterberg hacía metódicamente el siguiente experimento: presentaba la misma palabra cuatro veces, en intervalos de tres meses, a cuatro diversas personas que eran sujetos de sus observaciones; y encontró que de ordinario las asociaciones que surgían provocadas de aquel modo no eran constantes. En una palabra: todo el contenido potencial de la conciencia de un individuo es accesible por cualquiera de sus puntos. Esta es la razón de que nunca podamos desarrollar mucho las leyes de la asociación: partiendo del campo mental presente jamás podremos predecir ni definir lo que pensará la misma persona cinco minutos más tarde. Los elementos que pueden lograr en el proceso una gran preponderancia, las partes de los campos sucesivos a cuyo alrededor girarán las asociaciones, las posibles bifurcaciones determinadas y la sugestión, son tan numerosas y ambiguas que no se pueden determinar antes de realizarse. Pero si no podemos desarrollar las leyes de la asociación hacia delante, podemos seguir su curso en sentido inverso. No podemos decir lo que nos pondremos a pensar dentro de cinco minutos, pero sea lo que sea, podremos seguir su derivación a través de los anillos intermedios de contigüidad y de semejanza. Lo que frustra nuestras previsiones es el impulso desviatriz que se engendra entre el margen y el foco.

Yo estoy, verbi gratia, recitando el poema Locksley Hall para distraer mi mente de un estado de suspensión de ánimo en que me encuentro respecto de las disposiciones testamentarias de mi pariente que acaba de fallecer. El testamento permanece en el foso de la escena mental como una porción extremadamente periférica del campo de mi conciencia. pero el poema distrae gratamente mi atención hasta que llego al verso que empieza:

"Yo, el heredero de todas las edades"...

Las palabras "Yo, el heredero..." forman inmediatamente un contacto eléctrico con la idea marginal del testamento, el cual, a su vez, hace palpitar mi corazón representándome el posible legado a mi favor, hasta el punto de que tiro el libro y paseo a grandes pasos por la estancia excitado por las visiones de próxima fortuna que atraviesan mi imaginación.

Cualquier porción del campo de la conciencia que tenga una excitabilidad mayor que la que se halla actuando puede ser provocada y obrar desde luego e un modo predominante. La acción desviatriz del interés hace torcerse la corriente, del modo más caprichoso.

Un punto todavía y habré dicho cuanto creo necesario explicaros respecto del proceso de la asociación.

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Habréis visto con cuánta prepotencia una simple palabra excitante evoca sus propios asociados, haciendo desviar todo el orden de nuestro pensamiento del camino que venía siguiendo. Esto quiere decir que toda porción del campo tiende a imponer sus propios asociados. Si se da el caso de que estos sean muy diversos, se entabla una especie de rivalidad; pero apenas uno de ellos empieza a obrar por su propia cuenta, los demás quedan como absorbidos. Raramente, sin embargo, ocurre como en el ejemplo referido, que todo el proceso mental se forma alrededor de un particular único. Hay algo como una constelación por la cual entran en juego pasiones ya pasadas del campo mental. Así, volviendo al poema que os he contado, cada palabra de él, mientras yo le recito todas por su orden viene sugerida no solamente de las palabras precedentes que una a una expiran sobre mis labios, sino asimismo de todas las palabras precedentes tomadas en conjunto. La palabra edades, por ejemplo, reclama las palabras "en las primeras filas del tiempo" si viene precedida por las palabras "Yo, el heredero de todas las..."; mientras que cuando viene precedida, como en otro verso del propio poema, de las palabras "Porque yo no dudo que a través de las"... reclama "un solo propósito corre". Análogamente si yo escribo en el encerado las letras A, B, C, D, E, F, probablemente estas os sugerirán G, H, I... Pero si escribo ABADE os sugerirán como complemento SA para decir Abadesa.

La razón práctica para recordaros una ley semejante es que desarrollando las asociaciones en la mente de vuestros discípulos no debe reducirlas todas a pocos excitantes, sino multiplicar estos cuanto sea posible. Asociad las reacciones que deseáis obtener a múltiples constelaciones de antecedentes: no hagáis nunca una pregunta con una misma palabra y de un mismo modo. Ahí va un ejemplo: no os sirváis siempre de las mismas combinaciones de números en los problemas de Aritmética. Cuando lleguemos al capítulo de Memoria hablaremos de todo esto con mayor difusión.

Esto basta en cuanto al tema general de la asociación. Abandonándolo para tratar otros puntos (con los cuales repetidamente se relaciona este mismo asunto) no puedo menos de insistir en una exhortación: la de que os acostumbréis a pensar en vuestros alumnos en términos asociativos. Si pensáis en vuestros discípulos como en tantos otros pequeños sistemas de un mecanismo asociativo, os quedaréis maravillados de la penetración de vuestra vista en sus operaciones, y de lo práctico de los resultados que obtendréis. Nosotros juzgamos que nuestros conocimientos, por ejemplo, están caracterizados por ciertas tendencias. Ahora, cada vez que los examinemos, veremos demostrado que son tendencias de asociación. Ciertas ideas van continuamente seguidas de otras ideas; éstas, de ciertos sentimientos e impulsos a aprobar o desaprobar, a aceptar o rechazar. Si el sujeto rechaza una de estas primeras ideas, el éxito práctico puede fácilmente ser previsto. En resumen: los tipos de carácter son, en amplio sentido, tipos de asociación.

XINTERÉS

En la última conferencia hablé de la tendencia del alumno a reaccionar según maneras característicamente definidas, a consecuencia de estímulos o circunstancias

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excitativas diversas. Traté, en sustancia, de los instintos del discípulo. Algunas situaciones se refieren desde el primer momento a instintos especiales; en otras esta relación no se establece sino después que las conexiones oportunas están organizadas mediante el ejercicio del individuo. Del primer grupo de objetos o situaciones decimos que son interesantes por sí mismas originariamente, y del otro, que originariamente carecen de interés, debiendo éste ser adquirido ulteriormente.

Ningún tema ha obtenido atención mayor que éste por parte de los pedagogistas. Si algunos objetos son originariamente interesantes, y para los otros el interés debe ser adquirido artificialmente, el que enseña debe saber cuáles son aquéllos para asociarlos con estos y lograr así que se les comunique el interés despertado por los últimos.

Los intereses originarios de los niños residen casi todos en la esfera de las sensaciones. Las cosas nuevas que ven los nuevos sonidos que oyen, el espectáculo de cualquier especie de acción violenta harán desviar siempre su atención de los objetos enseñados verbalmente. El castillo de naipes que está disponiendo Juanito, la riña de perros en la calle, el sonido de la campana que avisa de un incendio, son los adversarios que debe combatir la buena voluntad del maestro constantemente. El niño atenderá más siempre a lo que el maestro hace que a lo que el maestro dice. Mientras se está preparando un experimento o el maestro escribe sobre la pizarra, los niños permanecen tranquilos y atentos. Yo he visto toda una multitud escolar quedarse callada y atenta de improviso, viendo que el maestro cortaba la corteza de un palito para servirse de ella en un experimento, y volver a mostrarse ruidosa y turbulenta apenas el profesor empezó a explicar el experimento mismo. Una señora me refería que un día durante una lección se sintió entusiasmada de haber mantenido fija la atención de uno de sus alumnos. Ni un momento había dejado de mirarle a la cara, pero terminada la lección, el alumno le dijo: "Os he estado mirando mientras ha durado la lección y nunca habéis movido el labio superior". Era la única cosa que había llamado la atención de aquel muchacho.

Las cosas vivas, pues, las cosas que se mueven, o por lo menos las cosas que tienen apariencia de peligro, alguna cosa de dramático, son las que originariamente interesan a la infancia, más que otra cosa alguna. Por esto los maestros de niños pequeños, hasta tanto que se hayan avivado en ellos intereses más artificiales, deben mantener siempre el contacto con ellos valiéndose de aquellas cosas. La instrucción debe hacerse objetivamente, anecdóticamente, experimentalmente. A cada momento los dibujos en la pizarra y los cuentos deben amenizar las lecciones. Pero, naturalmente, este método solo sirve para los primeros pasos.

¿Es posible, pues, formular algún principio general mediante el que los intereses ulteriores y más artificiales se pongan en conexión con estos primeros que el niño lleva consigo en la escuela?

Sí, afortunadamente: existe una ley sencillísima que pone en relación los intereses adquiridos con los intereses originarios.

Cualquier objeto que carezca de interés por sí mismo puede llegar a hacerse interesante asociándose a un objeto ya interesante de suyo. Entonces los dos objetos asociados, se desenvuelven, por decirlo así, unidos: la porción interesante difunde la propia cualidad a todo el resto, y así cosas no interesantes por sí mismas logran un interés que llega a ser tan fuerte como el de cualquier otra cosa originariamente

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interesante. Lo más curioso es que la difusión del interés no empobrece el objeto de donde éste surge, sino que a veces los objetos tomados conjuntamente son más interesantes que no lo fue nunca por sí sola la cosa naturalmente interesante.

Esta es una de las mejores pruebas del grado en que es aplicable el principio de la asociación de las ideas en Psicología. Una idea comunicará a la otra el propio interés emocional cuando las dos hayan estado asociadas en cualquier especie de complexo mental. Como quiera que no existen límites para las diversas asociaciones en que puede combinarse una idea interesante, bien claro se desprende de cuántos modos se puede evocar un interés.

Fácilmente comprenderéis esta consideración abstracta, si os expongo el más insignificante ejemplo concreto: el del interés que despiertan las cosas por el solo hecho de relacionarse con nuestro bienestar material. El objeto más originariamente, más fundamentalmente interesante para un hombre es su yo y la muerte de éste. Por esto apenas una cosa se relaciona con la muerte del yo, es ya en gran manera interesante. Entregad al niño los libros, las plumas, los lápices y demás cosas de que tiene necesidad; dádselas luego, hacedlas propiedad suya y atended a las nuevas luces que esta circunstancia hace brillar a sus ojos. El muchacho se toma por dichas cosas una vez suyas un cuidado perfectamente nuevo. En toda la vida adulta las inferioridades de la profesión y de los quehaceres de un hombre, intolerables por sí mismas, son soportados porque se enlazan con la fortuna personal del individuo. ¿Qué cosa menos interesante que un horario de ferrocarril? Y, sin embargo, ¿qué otra cosa de más interés si tenéis que emprender un viaje y buscáis un tren que os acomode? En ocasión semejante, el horario absorberá todo el interés del individuo, por la sola razón de que se relaciona con su vida personal. De todos estos hechos se deduce un programa abstracto simplicísimo, que el maestro debe seguir para entretener sólidamente la atención del niño; debe empezar en la línea de sus intereses congénitos y ofrecerle solamente objetos que tengan con aquéllos relación inmediata. El método de los jardines de la infancia, el sistema de las lecciones objetivas, el ejercicio de la pizarra y la labor manual responden a estos principios. Las escuelas que emplean estos métodos son aquellas en que la disciplina es más fácil, en que el maestro jamás necesita levantar la voz para reclamar orden y atención.

Después, poco a poco, asociad a estas primeras ideas y a estas primeras experiencias los objetos y las ideas ulteriores que deseéis infundir en vuestros alumnos: Reunid lo nuevo a lo viejo en forma natural y eficaz, de suerte que el interés, atraído de continuo de un punto a otro, acabe por abarcar todo el sistema de objetos del pensamiento.

Tal es la regla, en abstracto, y abstractamente no hay cosa más fácil de entender. La dificultad está en la aplicación de la regla, porque la diferencia entre un profesor que interesa y un profesor que aburre consiste en el don de la inventividad merced a la cual el primero sabe establecer las conexiones y asociaciones, y el segundo, o no acierta a encontrarlas o lo hace tarde y premiosamente. En los relatos de aquél abundarán las anécdotas y el estímulo del interés pasará de detrás a delante, enlazando lo nuevo a lo viejo, de un modo brillante y atractivo. Otro profesor no tendrá tanta fecundidad de invención y su lección será siempre una cosa muerta y pesada. Este es el significado psicológico del principio herbartiano, de preparar para cada lección lo nuevo con lo viejo, y el significado psicológico, asimismo, de todo aquel método de concentración en

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los estudios, de que recientemente tanto habéis oído hablar. Cuando la geografía, y la gramática, y la historia y la aritmética se cruzan y entrecruzan entre sí, obtenéis toda una serie interesante de procesos.

Si queréis, pues, conquistar el interés de vuestros discípulos, seguir un camino que os diré: aseguraos de que tienen en la mente algo a que prestar atención desde el momento que empezáis a hablarles. Este algo puede consistir en un grupo precedente de ideas, interesantes por si mismas, y de tal naturaleza que los nuevos objetos que les presentéis puedan incrustarse en aquéllos, formando una especie de todo lógicamente asociado y sistemático. Afortunadamente, son muchas las conexiones que pueden despertar el interés. ¡Qué auxiliar tan grande ha sido la reciente guerra de Filipinas para estudiar la geografía! Pero aun sin la guerra, habríais podido preguntar a vuestros alumnos si comerían huevos con pimienta, y de dónde suponían que la pimienta provenía. Y también preguntarles si el ladrillo es una piedra y sabido que no lo es, explicarles cómo están formadas las piedras y cómo se fabrican los ladrillos. El interés una vez puesto en un objeto puede decirse que permanece en él. Nuestras adquisiciones llegan a ser dentro de ciertos límites porciones de nuestro yo personal, y poco a poco, con la multiplicación de las asociaciones que se entrecruzan y el acrecentamiento del hábito de familiaridad y de práctica, el sistema entero de los objetos de nuestro pensamiento se consolida, haciéndose interesante por algún motivo y en algún grado la máxima parte de él.

Los intereses de un individuo son en su mayoría profundamente artificiales: se han formado lentamente. Los objetos del interés profesional en su mayor parte fueron al principio repulsivos, pero por su conexión con objetos congénitamente interesantes, como la fortuna personal, o la responsabilidad social, y especialmente por la fuerza de la costumbre inveterada, llegan a ser, a la mitad del camino de la vida, lo único en que el hombre pone todo su cuidado. Mas aun en todo esto, la extensión y la consolidación llegan por el mismo camino que os he explicado. Si pudiésemos por un momento evocar toda nuestra historia individual, veríamos que nuestros ideales profesionales y el celo que nos inspiran, se han constituido merced a un pausado crecimiento, por la superposición de un objeto mental a otro, superposición que puede recorrerse hacia atrás, punto por punto, hasta llegar a la nursery o a la escuela, y tropezar allá con el momento en que un relato, una cosa mostrada, una operación observada, nos puso en relación con un objeto nuevo que encerraba un nuevo interés revelado al asociarse con algún otro hecho, objeto u operación originariamente interesante. El interés que ahora se extiende a todo el sistema, comenzó merced a aquel pequeño acontecimiento. Del mismo modo que las abejas se colocan en algún sitio pegándose unas a otras de manera que son muy pocas las que se hallan en contacto con el tronco de que pende el enjambre, se disponen los objetos de nuestro pensamiento: cuelgan unos de otros por medio de eslabones asociados; pero la fuente originaria del interés es para todos aquel interés congénito en que los más antiguos se incrustaron una vez.

XIATENCIÓN

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No se puede tratar del interés sin tratar de la atención, porque decir que un objeto es interesante vale tanto como decir que llama la atención. Mas, aparte de la atención que atrae cualquier objeto interesante, a la cual podemos llamar atención pasiva o espontánea, existe una forma más deliberada de atención: atención voluntaria o con esfuerzo, que podemos prestar a los objetos poco interesantes o por sí mismos no interesantes. La distinción entre atención activa y pasiva, hállase en todo los tratados de psicología, y se relaciona con los aspectos más profundos del asunto. Nosotros, considerando el hecho desde nuestro punto de vista actual no necesitamos complicar las cosas.

Cuanto más continuamente es sostenida la atención pasiva, tanto menos necesaria es aquella forma de atención que requiere un esfuerzo, y tanto más dulce y plácidamente discurre la labor de la clase.

Hablemos ahora de la atención voluntaria o deliberada. Se oye repetir a menudo que el genio consiste en el poder de mantener fija la atención, y está muy extendida la opinión popular de que los hombres de genio se distinguen por su poderosa voluntad en este sentido. La observación introspectiva más ligera, demuestra, sin embargo, que la atención voluntaria no puede sostenerse continuamente, sino por periodos. Cuando estamos estudiando un tema que no logra interesarnos, si nuestra mente propende a divagar, nos vemos obligados a cada momento a concentrar nuestra atención por medio de esfuerzos que vivifican por un instante el tema, de manera que la mente puede correr durante algunos minutos en el sentido de éste, hasta que una idea incidental la detiene y la desvía. Entonces hay que repetir el proceso del reclamo volitivo. En pocas palabras: la atención voluntaria sólo se mantiene pocos momentos. La atención sostenida del hombre de genio, que se mantiene fija en un objeto durante horas y horas, es, en su mayor parte, de naturaleza pasiva. Las inteligencias de los genios están llenas de asociaciones copiosas y originales. El tema del pensamiento, una vez en marcha, desarrollada toda suerte de consecuencias fascinadoras. La atención es llevada de una de estas consecuencias a la otra, de la manera más interesante, y ni por un momento intenta desviarse.

En una mente vulgar, por el contrario, un tema cualquiera desarrolla asociaciones mucho menos numerosas y acaba por morirse tranquilamente; y si el individuo quiere absolutamente pensar sobre el tema de que se trata, debe hacer retroceder a cada momento su atención merced a un esfuerzo violento. En él, en cambio, la facultad de la atención voluntaria halla de continuo oportunidades de ocuparse. El despreciado mercachifle, el vulgar hombre de negocios (tan menospreciado por los superhombres distribuidores de renombre), tal vez sea quien tenga más desarrollado este sentido, porque tiene que oír tantos discursos de un gran número de personas poco interesantes, y descontar tantos detalles inútiles, que la facultad de que os hablo debe tenerla siempre en ejercicio. El hombre de genio, por el contrario, es la persona en quien encontraréis menos desarrollada la facultad de estar atento a una cosa insípida o por sí misma desprovista de gracia. El hombre de genio no puede regir sus asuntos, no contesta las cartas, descuida irremediablemente todos sus deberes de familia, porque es incapaz de desviar la atención de la serie de imágenes con que su genio le ha poblado la mente.

La atención voluntaria es un asunto esencialmente momentáneo. Podéis reclamarle en la escuela ahuecando la voz y conseguirla fácilmente; pero si el tema sobre el cual con semejante vozarrón llamáis la atención de los discípulos no tiene el poder de

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interesarlos, no la mantendréis firme por mucho rato, y muy pronto las mentes de los escolares tomarán el camino de los espacios infinitos. Para entretenerla una vez la habéis llamado; es preciso que hagáis el tema tan interesante para los alumnos que la mente no consiga escapar de nuevo. Para obtener esto hay que observar un precepto, abstracto como todos ellos, de modo que para aplicarlo con fruto se requiere un conocimiento singularísimo.

He aquí el precepto: debe procurarse que el tema presente siempre aspectos nuevos; que ofrezca cuestiones nuevas, que, en una palabra, varíe incesantemente. De un tema que no cambie, huye la atención inevitablemente, y esto podéis probarlo en el más sencillo de los ejemplos: con el de la atención sensorial. Procurad estar incesantemente atentos a una mancha hecha en un papel o en la pared. ¿Sabéis lo que os pasará? Que muy pronto el campo de vuestra visual se habrá hecho ceniciento, de suerte que nada veréis distintamente, o involuntariamente habréis dejado de mirar la mancha y estaréis mirando otra cosa cualquiera. Pero si a vosotros mismos os hacéis sucesivamente variadas preguntas acerca de la mancha: qué fuerza tiene, a qué distancia está, qué gradaciones de color ofrece, etc., etc., en una palabra, si la variáis en vuestro interior, si la pensáis de un modo diverso, formando distintas asociaciones, podréis estar con la mente fija en ella durante un tiempo relativamente largo. Esto es lo que hace el genio en cuyas manos los temas se agigantan. Esto es lo que debe hacer el maestro sobre cada tema, si desea economizar los reclamos violentos a la atención de los alumnos. El fiarse a la atención violentada es un método desastroso, porque irrita y enerva, y sólo conduce a resultados imperfectos. Por esto el profesor que acierta a tener siempre despierto el interés de sus alumnos, debe ser considerado como el maestro más sagaz.

En la labor de toda escuela, existe, sin embargo, una gran cantidad de material por fuerza enojoso y poco excitante, y al cual es imposible incrustar de un modo permanente un interés obtenido por medio de la asociación. Para esto existen ciertos métodos externos, conocidos por todos los maestros. Fitch ha hecho un especial estudio de estos procedimientos para fijar la atención, y pasa revista a muchos de ellos. se debe hacer cambiar de posición a los alumnos. Se les debe hacer cambiar de lugar. Después que se han obtenido contestaciones individuales, se debe hacer contestar las preguntas a coro. Se debe hacer preguntas elípticas, las cuales ha de completar el alumno. El maestro debe procurar sorprender al alumno más distraído y despabilarse. Se debe fomentar el hábito de las respuestas prontas y rápidas. Las recapitulaciones, las ilustraciones, los ejemplos, los cambios de orden, las interrupciones de la rutina, son medios oportunos para mantener despierta la atención y reflejar un poco de interés sobre un tema pesado. Sobre todo, el maestro debe ser vivo y listo, y difundir estas cualidades con su ejemplo.

Pero, después de todo, existe además el hecho de que algunos maestros tienen en su fisonomía alguna cosa que naturalmente atrae, y puede hacer interesantes los ejercicios merced a esta cualidad, mientras que otros carecen de esta condición. La Psicología y la Pedagogía general se declaran impotentes en presencia de este conflicto.

Un breve resumen de la teoría fisiológica del proceso de la atención puede ilustrar un poco estas indicaciones prácticas, y ratificarlo presentándolo desde un punto de vista ligeramente distinto.

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¿Qué es el proceso de la atención psicológicamente considerado? La atención por un objeto existe cuando éste ocupa por completo la mente. Suponemos para mayor sencillez que el objeto sea un objeto de sensación: una figura que se acerca a nosotros en la calle. Mientras está distante se destaca mal y apenas se nota su movimiento; no sabemos con seguridad si es un hombre. Un objeto semejante si lo miramos sin intención, difícilmente atraerá nuestra atención por completo. La impresión óptica puede no obstante herir nuestra conciencia hállase interesada por otras cosas. Hasta, podemos, no ver en efecto la figura hasta que alguien nos avise. Pero, ¿de qué modo? Señalándola con el dedo o descubriendo su apariencia: esto es, creando una imagen premonitoria del punto a donde debemos mirar y de la cosa que debemos esperar ver. La imagen premonitoria es ya una excitación de los centros nerviosos que han recibido la impresión. Entonces el objeto entra en el foco del campo mental, pues la conciencia ha sido atraída, no sólo por la impresión, sino además por la imagen premonitoria. Pero el máximum de la atención no se ha conseguido todavía. Aun cuando veamos el objeto, y nos fijemos en él, puede darse el caso de que no nos importe, que no nos sugiera nada que valga la pena, y que una corriente opuesta de objetos o de pensamientos la aparte rápidamente de nuestro campo de conciencia. en cambio, si nuestro compañero acierta a descubrírnoslo de un modo muy expresivo, si hace revivir en nuestra mente un grupo de experiencias relativas al caso —pronuncia el nombre de un enemigo o el de un mensajero de noticias importantes— las ideas marginales se alían con la del objeto, y se combinan con éste en un solo sistema, y la mente tiende a él con toda su fuerza.

El proceso de la atención, pues, en su punto máximo, puede compararse a una célula nerviosa excitada por dentro y por fuera. Las corrientes centrípetas que surgen de la periferia la despiertan, y las corrientes colaterales provenientes de la memoria y de la imaginación la refuerzan.

En este proceso la impresión centrípeta es el elemento más nuevo: las ideas que la refuerzan y lo sostienen están entre los más antiguos procesos mentales. Puede decirse, pues, que se realiza el máximum de la atención cada vez que tenemos una armonía sistemática o una unificación entre lo nuevo y lo viejo. Es una circunstancia curiosa la de que ni lo nuevo ni lo viejo sean por sí mismo interesantes: lo viejo carece de sabor, y lo que es absolutamente nuevo no es suficiente para llamar la atención. Lo viejo en lo nuevo es lo que más la excita: lo viejo con un leve quid de novedad. Nadie desea oír una lección sobre un asunto que no tiene conexión alguna con sus cogniciones anteriores; pero a todos agrada escuchar disertaciones sobre un tema de que ya sepan una pequeña cosa. Lo mismo ocurre con la moda: todos se complacen con la pequeña o ligera modificación que introduce cada año en los trajes del año anterior, mientras un salto de la moda de una década a la de la década siguiente parecería una ridiculez y una exageración.

El secreto del profesor que sabe interesar consiste en una adivinación simpática (dando a esta palabra un sentido más etimológico) de la clase de materia que con mayor espontaneidad hará vibrar el interés del niño en un momento dado; y en el ingenio que le hace descubrir vías de conexión entre tal material y las cosas que debe enseñarle. El principio es fácilmente comprensible, pero es muy difícil ponerlo en práctica. Esto significa que el conocimiento de una psicología como la que os estoy exponiendo, no puede crear un buen maestro, del mismo modo que las leyes de la perspectiva no tienen poder para dar una habilidad efectiva a un insignificante pintor de paisajes.

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Mas, podría a alguno de vosotros ocurrir cierta duda. Hace poco, a propósito del instinto de la combatividad, os hablé de nuestra moderna pedagogía como de una cosa demasiado suave. Ahora vosotros mismos podréis decirme si el esfuerzo exclusivo del enseñante para excitar el interés espontáneo del alumno evitando las vías severas de la atención voluntaria, violentada hacia el objeto repulsivo, no peca un poco de sentimentalismo. La mayor parte del trabajo escolar debe, por su propia naturaleza, ser desagradable. El hallarse en presencia de insulseces poco interesantes es cosa muy común en la vida. ¿Por qué, pues, exponerse por desterrarla de la escuela, o atenuar el rigor de esta ley?

Dos palabras bastarán a obviar esta mala inteligencia. Es indudable que la máxima parte del trabajo de la escuela, hasta que ha llegado a ser habitual y automático, es repulsivo, y no puede llevarse a cabo sino con un voluntario y continuo llamamiento de la atención. Haga el enseñante lo que quiera, esto es inevitable, porque deriva de la naturaleza misma del asunto y de la mente que aprende. El proceso repulsivo de enseñar de memoria al pie de la letra, debe hacerse interesante, al principio, por medios puramente exteriores, asociando al éxito del esfuerzo de atención el interés personal del alumno, como por ejemplo, el mejorar de lugar en la escuela, el evitar un castigo, etc., etc. Sin este interés el niño nunca prestará atención. Sin embargo, aunque en estos procesos una cosa llegue a ser bastante interesante para que se le preste atención, no quiere esto decir que se le pueda prestar atención sin esfuerzo. El esfuerzo debe estar constantemente presente y activo, pues si el interés derivado del objeto ya por sí sola de lo fácilmente atrae la atención, este debe llamarse espontáneo. El interés que el maestro más hábil puede reflejar sobre el objeto es siempre y solamente un interés suficiente a determinar el esfuerzo; y para ello debe aprovechar todas las fuentes de interés que sepa descubrir respecto del objeto, determinando conexiones entre su naturaleza propia y la de los alumnos, ya en la línea de la curiosidad teórica, ya en la del interés personal, ya en la del impulso de combatibilidad. Las leyes mentales podrán entonces provocar suficientes sensaciones de esfuerzo para mantener al discípulo en la dirección del objeto. No existe, en efecto, escuela de mayor esfuerzo que aquella en que se procura incesantemente estar atento a objetos de pensamiento por sí mismos repulsivos, difíciles, y cuyo único interés se ha conseguido por la vía de sus asociaciones como medios para un fin ideal remoto.

La doctrina herbartiana del interés no debe, pues, por sistema, ser acusada de suavizar excesivamente la Pedagogía. Si ocurre así, consiste en que la doctrina es desarrollada de un modo poco inteligente. No queráis simplemente por amor a la disciplina, reclamar la atención de vuestros alumnos, atronándolos con la voz; tampoco muy a menudo la solicitéis como un favor; ni la exijáis siempre como un derecho, ni abuséis de excitarla preconizando la importancia del asunto. Tal vez, en verdad, no podréis eludirlo siempre, pero cuantas veces lo hagáis tantas menos pruebas daréis de ser buenos maestros. Despertad, deducid el interés del fondo mismo, fomentadlo en el calor con que vosotros mismos os apasionáis por el tema, según las leyes que acabo de exponeros.

Si un asunto es excesivamente abstracto, ilustrad su naturaleza por medio de ejemplos concretos. ¿Es poco familiar? Presentad algún punto de analogía que tenga con cosas ya conocidas. ¿No es bastante humano? Intercaladlo en un relato. ¿Es difícil? Asociad su conocimiento con el punto de vista de alguna ventaja personal. A cada cosa imprimid variaciones, porque ningún objeto invariable puede ocupar largo tiempo el

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campo mental. Procurad que vuestro discípulo pase desde un asunto a otro completamente diverso, pues la variedad en la unidad es el secreto de todo relato y de todo pensamiento interesante.

Otro punto nada más y habré dado fin a este tema. Existe, a no dudar, una gran variedad originaria entre los individuos, en cuanto al tipo de su atención. Algunos de nosotros son, por naturaleza, distraídos, y otros siguen apaciblemente una serie de pensamientos relacionados entre sí sin sentir tentaciones de desviar su mente hacia otros objetos. Parece que esto consiste en una diferencia de tipo individual del campo de la conciencia. Este se halla en algunos intensamente localizado y concentrado, y las ideas que ocupan el punto focal predominan en la determinación de las asociaciones. En otras personas debemos suponer que el margen es más amplio y que de vez en cuando los atraviesan como meteoros ciertas imágenes que eclipsan la idea focal, y conducen en sentido distinto de ésta al impulso asociativo. Las personas de este último tipo encuentran que su atención divaga de continuo y que se ven obligados a hacerle retroceder por medio de esfuerzos voluntarios. Los primeros, en cambio, caen profundamente en un tema de meditación, y para salir de él, se sienten como suspensos o perdidos por un momento antes de volver al contacto y relación con el mundo exterior.

Es una gran fortuna el poseer semejante facultad de fijar la atención. Los que la tienen pueden trabajar con más rapidez y con menos dispendio nervioso; y yo me inclino a creer que los que naturalmente carecen de ella, a pesar de los esfuerzos que hagan, no pueden aquistarla en gran escala. Esta facultad es probablemente una característica fija, determinada, del individuo. Sólo deseo hacer una observación que habré de repetir luego: es que nadie debe lamentar indebidamente la inferioridad que reconozca en sí mismo, respecto de alguna facultad elemental. El tipo de la atención concentrada es una de estas facultades y puede ser reconocida y medida en los laboratorios de Psicología experimental. Pero cuando la hayamos medido en un cierto número de personas, no podremos establecer entre ellas una escala de valor mental efectivo con relación al grado de aquella facultad, porque el valor mental de un individuo es la resultante de la labor coordinada de todas sus facultades, de suerte que ninguna de ellas tiene el voto decisivo. Si una de ellas lo poseyese, sería probablemente la fuerza del deseo y de la pasión, la intensidad del interés que el individuo pone en sus propósitos. La concentración, la memoria, el raciocinio, la inventividad, la excelencia de los sentidos, son facultades auxiliares de la que hemos propuesto como primera. No importa que el tipo de los sucesivos campos de conciencia de un individuo sea todo lo desordenado que se quiera. Si realmente se apasiona por un asunto, volverá, a no dudar, sobre sus divagaciones repetidas, y en conjunto, hará más y obtendrá mejores resultados que otro individuo cuya atención puede ser más continuada durante cierto intervalo, pero cuya pasión por el tema es más tenue y menos permanente. Casi todos los trabajadores más eficaces que conozco tienen el tipo ultradistraído. Un amigo mío cuya producción es prodigiosa, me ha confesado que si tiene necesidad de formarse concepto de un asunto, se pone a pensar en otro, pues los mejores resultados que obtiene proceden de sus divagaciones mentales. Esto es una exageración humorística; pero hablando en serio, lo cierto es que nadie debe desesperarse por su inferioridad desde este punto de vista. Nuestra mente puede ser todo lo inquieta que se quiera, pero no por esto ha de carecer de la eficacia de cualquier otra por extraordinaria que sea.

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XIIMEMORIA

Reconozco que estamos siguiendo un orden bastante arbitrario. Hubiera sido natural tratar de la memoria después de hablar de las asociación, y estudiar luego la atención y el interés. Pero, ya que hemos empezado por estas dos últimas operaciones, pasemos enseguida a ocuparnos de la memoria cuyos fenómenos son las más simples e inmediatas consecuencias del hecho de que nuestra mente es una máquina asociativa. Entre los principios del análisis psicológico, no puede ofrecerse ejemplo mejor que la memoria para poner de relieve la fecundidad de las leyes de la asociación. Por otra parte, la memoria es una facultad tan importante en la escuela que probablemente esperáis con curiosidad el saber qué ayuda puede prestaros respecto de ella la Psicología.

Si en los tiempos pasados hubieseis preguntado a una persona por qué podía recordar algún incidente particular de su vida, la sola respuesta que os hubiera dado hubiese sido “que tenía un alma y que ésta hallábase dotada de una facultad llamada memoria cuya función era recordar, y gracia a ella tenía de presente un conocimiento de aquella porción determinada de su pasado”. Esta explicación basada en la facultad ha quedado completamente desterrada merced a la teoría de la asociación. Si diciendo que tenemos la facultad de la memoria no se entiende sino el hecho de que podemos recordar, es decir, sin no es más que una denominación abstracta aplicada a nuestro poder interno de tener presente el pasado, no hay dificultad en admitirla; tenemos esta facultad porque tenemos dicho poder. Pero si con la palabra facultad se entiende exponer un principio de explicación de nuestro poder general de recordar, nuestra Psicología suena a hueco. La Psicología asociacionista, en cambio, da una explicación de cada hecho particular de la memoriación, y haciéndolo así, da una explicación de la facultad en general.

He aquí demostrado lo que quiero deciros. Suponed que yo callo durante unos segundos y que luego grito con acento de mando: "¡Recordad! ¡Haced memoria!" ¿Obedecerá a esta orden vuestra facultad de la memoria y reproducirá alguna imagen definida de vuestro pasado? Ciertamente que no. Nuestra mente permanecerá atónita y acabaréis por preguntarme: "¿Qué queréis que recordemos?" Es necesario un punto de partida o de apoyo. "Recordad la fecha de vuestro nacimiento, lo que habéis cenado, o la serie de las notas musicales". En este caso vuestra facultad de la memoria produce inmediatamente el resultado apetecido: el punto de partida encamina su amplia potencialidad hacia un objeto particular. Y si ahora tratáis de averiguar cómo ocurre esto, tened presente que el punto de apoyo es una cosa asociada contiguamente con el objeto evocado. Las palabras "fecha de mi nacimiento" están directamente asociadas con un número, un mes y un año particular; las palabras "desayuno de esta mañana" interrumpen todas las vías de revocación, excepto aquellas que se refieren a "café, jamón y huevos"; las palabras "escala musical" se asocian en la mente con do, re, mi fa, sol, etc. En efecto, las leyes de la asociación gobiernan toda la serie de nuestros pensamientos no interrumpidos por las sensaciones que sobre nosotros descienden desde lo exterior. La mente se asimila todo lo que halla eco en ella; y una vez dentro, lo asocia a cuanto antes contenía. Esto es tan cierto en lo que se refiere a cualquier cosa de que se haga memoria, como lo es en lo que se piensa en cualquier momento dado.

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Reflexionando, hallaréis que existen en vuestra memoria ciertas peculiaridades que nos parecerían extrañas e inconcebibles, de vernos obligados a considerarlas como producto de una facultad puramente espiritual. Si la memoria fuese una facultad de este género, la cual se nos hubiese concedido tan sólo para uso práctico, deberíamos recordar más fácilmente todo aquello que mayor necesidad tuviésemos de recordar; y ninguna influencia tendría la frecuencia de las repeticiones, la proximidad en el tiempo, ni otras circunstancias semejantes.

El recordar mejor una cosa reciente o repetidamente observada, y el haber olvidado una cosa antigua o vista una sola vez, constituiría una anomalía desde el punto de vista de que fuese la memoria solamente una facultad espiritual. Pero si recordamos por virtud de nuestras asociaciones, y si éstas son debidas (como enseñan la Psicología fisiológica) a la organización de nuestras vías cerebrales, comprendemos fácilmente que prevalezcan las leyes de la proximidad en el tiempo y de la multiplicidad de repeticiones. Los senderos más frecuentados y más recientemente recorridos, son siempre los más expeditos, los más fáciles de seguir. Las leyes de nuestra memoria son incidentes de nuestra constitución asociativa, que durarán mientras nuestro cerebro conserve su constitución actual.

Podemos, pues, establecer que la evocación de los recueros es una resultante de nuestro poder asociativo, y éste, en último análisis, es debido, según todas las probabilidades, a la acción de nuestro cerebro.

Descendiendo para analizar más particularmente la facultad de la memoria, impórtanos distinguir entre su aspecto potencia, como un almacén o un depósito, y su aspecto real de evocación actual de un suceso particular. Nuestra memoria contiene todas las clases de particulares, no que debamos recordar ahora, sino que podamos tener precisión de recordar en cuanto se ofrezca un estímulo suficiente. Así la retentiva general como la especial explícanse por la asociación. Una memoria nutrida depende de un bien organizado sistema de asociaciones, y su bondad depende de dos cualidades: en primer término, de la persistencia de las asociaciones; y después, del número de las mismas.

Consideremos aisladamente cada uno de estos dos puntos.

En primer lugar, la persistencia de las asociaciones. Esta idea da al individuo lo que puede llamarse la cualidad de la retentiva natural. Si, conforme yo creo, admitimos que el cerebro sea la condición orgánica de la asociación de los vestigios de nuestra experiencia, podemos suponer que algunos cerebros sean cera para recibir y mármol para retener, de suerte que en ellos se conserve la más tenue impresión. Nombres, datos, precios, anécdotas se conservan de un modo indeleble, y sus diversos elementos permanecen en la más perfecta coherencia, de suerte que el individuo llega a ser una especie de enciclopedia ambulante. Todo esto puede ocurrir sin que se tenga en la cabeza un plan filosófico, ni el impulso de utilizar los materiales así adquiridos, según cierto sistema lógico. En los libros de anécdotas, y más recientemente en los tratados de Psicología, encontramos citados ejemplos de verdaderas monstruosidades de esta memoria asistemática, en personas muchas veces estúpidas. Esta condición no es, sin embargo, incompatible con una mente filosófica, porque las características mentales son infinitamente variables. Por esto, cuando la memoria y filosofía se combinan en una misma persona, se consigue la más elevada especie de eficiencia intelectual. Los Walter

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Scott, los Leibnitz, los Gladstone, los Goethe, todos los autores de los infolio de nuestra biblioteca ha pertenecido a este tipo. La actividad mental muy desarrollada parece, en efecto, exigir tal combinación, puesto que si vuestra mente filosófica sistemática, se halla privada de una buena memoria asistemática aunque conozca el modo de lograr resultados y recuerde en qué libros podrá encontrarlos, el tiempo que pierde en buscarlos constituye una inferioridad para vosotros como pensadores, mientras que el individuo del tipo más rápido tiene con esto solo una ventaja en la economía mental.

El tipo opuesto, en su forma extrema, el tipo de las asociaciones efímeras, lo encontramos en aquellos que no poseen ni sombra de memoria asistemática. Si estos son además deficientes en poder lógico y de sistematización, puédeseles clasificar entre los individuos de mentalidad débil; pero este no es lugar para ocuparse de este asunto. Podemos imaginarnos que su materia mental es como fluida gelatina, en la cual las impresiones se hacen con la mayor facilidad, pero una vez separado lo que imprime, la substancia se nivela de nuevo, volviendo de nuevo el cerebro a su condición originaria de indiferencia.

Mas así y todo, como en cualquier otra substancia gelatinosa, puede darse el caso de que una impresión vibre a través de todo el cerebro, transmitiendo ondas a otras partes de éste. En caso semejante, si bien la impresión inmediata puede desaparecer rápidamente, modifica, no obstante, la masa cerebral, toda vez que la vía que ha trazado puede permanecer, de suerte que por ella sea fácil reproducir la impresión cuando algún estímulo nuevamente la excite. La facilidad de la reproducción dependerá naturalmente de la frecuencia con que tales vías sean recorridas. Cada una de estas vías es un proceso asociado, y el número de ellos puede llegar a sustituir la tenacidad de la impresión originaria. Ha escrito un autor: cada uno de los asociados es un eslabón del cual depende el otro por toda la vida, y un medio de pescarlo de nuevo cuando se sumerge. Forman, por así decirlo, una red completa, la trama de todo el tejido de nuestro pensamiento. El “secreto de una buena memoria” es el secreto de formar tantas asociaciones diversas como hechos se trata de recordar. Pero esto de formar asociaciones diversas como hechos se trata de recordar. Pero esto de formar asociaciones con un hecho —¿qué otra cosa es sino pensar lo más posible en este hecho?— En una palabra, pues: entre dos hombres con las mismas experiencias externas, el que piense más en estas experiencias y las combine con las relaciones de la vida de un modo más sistemático, será el que tenga la mejor memoria.

Mas si nuestra habilidad de recordar una cosa depende tan principalmente de las asociaciones que pueda tener con las otras cosas que vengan a ser de esta suerte sus estímulos o excitantes, podemos deducir esta consecuencia pedagógica importante: No se puede obtener un mejoramiento de la facultad general o elemental de la memoria, pero si es dable mejorarla respecto a especiales sistemas de cosas asociadas, y esto último es debido a la manera de entretejer dichas cosas en nuestra mente. Si se entretejen mucho o muy profundamente, se conservan; si poco y superficialmente, tienden a desprenderse tanto más rápidamente cuanto más escasa es la retentiva congénita del cerebro.

Y en cuanto los ejercicios, en cuanto las repeticiones sean adecuadas para un sistema de objetos, para la aprender la Historia, por ejemplo, no servirán para mejorar ni la duración, ni la facilidad de retener objetos pertenecientes a un sistema completamente distinto: por ejemplo, el sistema de los hechos químicos. Cada sistema debe ser

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almacenado, digámoslo así, con separación y por sí mismo en mi mente; porque un hecho químico tenderá a permanecer en cuanto haya sido pensado en conexión con otros hechos químicos, y será fácilmente borrado si ha sido pensado de otra guisa.

No tenemos, por consiguiente, una facultad, sino facultades de la memoria, en tanto número cuantos son los sistemas de objetos que son pensados habitualmente con conexión entre sí. Un objeto determinado es mantenido en la memoria por medio de los asociados que ha conseguido exclusivamente dentro de su propio sistema. El aprender hechos de otros sistemas no le ayudará en manera alguna a ser retenido en la mente, por la simple razón de que no tiene estímulos adecuados en aquel sistema. A cada paso vemos ejemplos de este hecho. La mayor parte de los hombres posee una excelente memoria para los hechos que se relacionan con las cosas en que se ocupan de ordinario. Un atleta de vuestra Universidad, algo estúpido cuando se trata de libros, os sorprenderá con el conocimiento que tiene de los records establecidos en todos los ejercicios y juegos, y puede resultar un diccionario ambulante deportivo. La razón del hecho consiste en que él continuamente trabaja en su mente sobre aquellos datos, confrontándolos y disponiéndolos en series. Para él no son solamente una serie de datos curiosos sino un sistema conceptual: este es el motivo de su permanencia. De una manera análoga, recuerda el comerciante los precios del mercado, el hombre político las discordias de los demás hombres políticos y los diversos votos emitidos, y todo esto con una abundancia que maravilla al profano, pero que fácilmente se explica considerando la cantidad de pensamientos que unos y otros dedican a tales asuntos.

La gran memoria que para los hechos demuestran en sus libros un Darwin o un Spencer no impiden que posean una grado muy mediano de retentiva fisiológica. Que un hombre todavía joven asuma la misión de verificar una teoría como la de la evolución, y los hechos se le presentarán, por sí mismos, adheridos los unos a los otros como los granos de uva en el racimo. Sus relaciones con la teoría los mantendrán unidos, y cuantas más relaciones sepa discernir la mente, tanto mayor será la erudición del individuo. Puede, pues, el teorista poseer poca memoria inmediata, si es que alguna tiene. Tal vez los hechos que no puede utilizar se le escaparán sin advertirlo, y no los recordará apenas observados. Una ignorancia tan enciclopédica como su misma erudición puede coexistir con esta última, escondida en los intersticios del tejido de ésta.

El mejor sistema de insertar una cosa en la mente, es un sistema racional o lo que se llama una "ciencia". Poned la cosa en su casilla, en una serie clasificativa; explicadla lógicamente mostrando sus causas y las deducciones necesarias; encontrad de qué leyes naturales puede servir de ejemplo, y la conoceréis del mejor modo posible. Una "ciencia"es, en efecto, la mejor invención para ahorrar fatigas, pues economiza a la memoria un gran número de particulares, sustituyendo las simples asociaciones de contigüidad con las asociaciones lógicas de identidad, semejanza o analogía. Si conocéis una ley, podéis descargar vuestra memoria de una infinidad de ejemplos particulares, porque la ley os los representará cada vez que lo necesitéis. Tomemos, por ejemplo, la ley de la refracción: si la conocéis, podéis representaros sen seguida cómo alteran la apariencia de un objeto una lente cóncava, una convexa o una prismática. Pero si no conocéis la ley general, no tenéis más remedio que recargar vuestra memoria con las tres serie de efectos separados.

Un sistema "filosófico" en que todas las cosas encontrasen su explicación racional o estuviesen entre sí coordinadas como causas y efectos, sería el sistema mnemónico

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ideal, pues reuniría a la mayor sobriedad de los medios, la mayor riqueza de resultados. Así es que, los que tengan la memoria inmediata poco feliz, pueden salvarse cultivando su espíritu en el sentido filosófico.

Existen numerosos sistemas artificiales de mnemotecnia: algunos son conocidos de todo el mundo, otros se venden como secretos. Todos en general no son sino medios de pensar, según ciertas manera metódicas y estereotipadas los hechos que se trata de retener. Aun cuando tendría en este asunto cierta competencia, no quiero penetrar en los detalles de estos sistemas. Sin embargo, un solo ejemplo sacado de un sistema popular bastará para demostrar lo que quiero decir. Tomar el alfabeto numerado, el gran medio mnemotécnico para aprender números y datos. En este sistema cada cifra está representada por una consonante. De esta manera: 1 es t o d; 2, n; 3, m;4, r; 5, b; 6, sh, j, eh, o, g; 7, c, k, g, q; 8, f, v; 9, b, p; 0, 1, c, z. Suponed ahora que queréis acordaros de la velocidad del sonido, 1.142 pies por segundo; t, t, r, n son las letras que debéis escoger. Con ellas, como consonantes, podéis formar una palabra o sonido imitativo de los clarines ¡teterín!, y así para recordar la velocidad del sonido, no tenéis sino imitar el sonido de los clarines en la forma dicha. De un modo parecido podéis recordar el año de la batalla de Waterloo, 1815, formando la frase "día funesto de Bonaparte" cuyas iniciales son las letras d, f, d, b, que corresponden a las cifras del indicado año.

Aun dejando aparte la extrema dificultad de encontrar palabras que se presten para este ejercicio; el medio resulta mezquino, trivial y ridículo, y el método a que recurre el historiador para recordar las fechas es mucho mejor. Empieza por conocer toda una serie de datos fundamentales. Conoce el encadenamiento histórico de los acontecimientos, y sabe colocar un hecho en su lugar de la tabla cronológica, recordando sus antecedentes, concomitancias y consecuencias. Los métodos artificiales de mnemotecnia, en cambio, pueden recomendarse para retener los datos fundamentales de un sistema, o para hechos completamente aislados que no tienen lazo racional con todo el resto de nuestras ideas. De este suerte, los alumnos de estudios clásicos, recuerdan con la palabras Mar-Ma-Lu-Ot los nombres de los meses que tienen los Idus el día 16 en vez de tenerlos el día 15; los estudiantes de Anatomía recuerdan con el símbolo AEPI la disposición de los ligamentos cruzados en la articulación de la rodilla, porque el Anterior es Externo y el Posterior es Interno.

El sistema de llenarse la cabeza de las cosas que se quieren retener es un método de estudio muy mezquino. No tiende a otra cosa que a imprimir las cosas mediante una aplicación intensa, poco antes del examen. Pero una cosa aprendida de esta manera, sólo puede formar asociaciones muy flojas. En cambio, la misma cosa representada en días diversos, con diverso contexto, leída, pronunciada, repetida una y muchas veces, y una y muchas veces puesta en relación con otras cosas, se inserta íntimamente en el tejido mental. Por esto debéis insistir con vuestro alumnos para que adopten la costumbre de la aplicación continuada. El método de atiborrarse la cabeza de las cosas que se quieren aprender, sería a no dudar el mejor si diese buenos resultados. Pero esto no sucede, y debéis demostrárselo así a vuestro alumnos más creciditos.

De lo que hemos dicho, se deduce, pues, que la idea vulgar de que la "memoria" en sentido de una facultad general, puede ser mejorada con el ejercicio, contiene un gran error. Vuestra memoria puede ser mejorada realmente ejercitándola respecto de cierto genero de hechos, porque el hecho nuevamente aprendido encontrará entonces toda suerte de hechos análogos y asociados que ya existían y que lo hacen más

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fácilmente evocable. Pero otro sistema de hecho no logrará ventaja alguna, y quedará abandonado a la simple retentiva del individuo, del cual, como hemos visto, es prácticamente una cantidad determinada. No obstante, óyese decir muy a menudo:"Cometieron conmigo una gran falta siendo joven. Mis maestros no me hicieron ejercitar la memoria. Si cuando iba a la escuela me hubiesen hecho aprender buenas tiradas de cosas, no me hallaría ahora tan pobre de memoria para todo lo que veo y oigo". Eso es un gran error. Aprender de memoria las poesías os dará facilidad para recordar otras poesías, pero nada más; y lo mismo ocurre con la fechas, y con la Química y la Geografía.

No creo necesario insistir en este punto después de lo dicho: prefiero pasar a otro.

Así como he hablado del aprender las cosas a estilo de papagayo, me figuro que no estará fuera de lugar una observación general sobre este asunto. Los excesos del antiguo aprender de memoria literalmente y las inmensas ventajas de la enseñanza objetiva en los primeros estadios de la cultura han inducido quizás a una reacción inmoderada e injusta a los que cultivan la filosofía de la enseñanza: el aprender de memoria es hoy un método demasiado despreciado. Por más que se diga, no cabe negar que el material verbal es en definitiva el material más práctico y útil para el manejo del pensamiento. Las concepciones abstractas no tienen para nosotros otra encarnación que las palabras. Una investigación estadística demostraría que a medida que los hombres adelantan en la vida, tienden a servirse menos de imágenes visibles y cada vez más de palabras. Uno de los primeros descubrimientos de Galton fue la revelación de este hecho en los miembros de la Sociedad Real a quienes se había dirigido para informarse acerca de sus imágenes mentales. Esto quiere decir, pues, que el ejercicio de aprender literalmente de memoria debe ser un ingrediente esencial de toda educación sana. Naha hay más deporable que aquella especie de memoria no articulada e ineficaz, que recuerda el sentido general de una cita, de un caso, de una anécdota, pero no sabe expresarlo con exactitud. Nada, por el contrario, más conveniente, para quien la posee, ni más agradable para sus amigos, que una mente capaz de referir al relatar un sucedido, las palabras exactas de un diálogo, o de dar una definición exacta y completa. En cada rama del saber humano hallánse fórmulas felices, concisas y cómodas que resumen de un modo incomparable los resultados. La mente que puede retener tales fórmulas es por lo mismo una mente superior, y el comunicarlas a los discípulos será siempre una de las funciones favoritas del profesor.

Para aprender de coro, existen, sin embargo, métodos eficaces e ineficaces, y adiestrando al discípulo en los métodos mejores, el profesor puede a un tiempo despertar el interés y disminuir la fatiga. El método mejor, naturalmente, no es martillear las sentencias, repitiéndolas simplemente, sino analizarlas y pensarlas. Por ejemplo, si el niño tiene que aprender este último precepto, haced que primero aísle el fondo gramatical. "El mejor método no es machacar, sino analizar la sentencia". Después añadid las cláusulas simplificativas y restrictivas. "El mejor método es naturalmente no machacar las sentencias, sino analizarlas y pensarlas". Por fin, añadid las palabras"repitiéndolas simplemente". Así la sentencia se completa, y es a un tiempo mejor comprendida y retenida con más facilidad que si hubiese sido aprendida con un método más mecánico".

Antes de terminar, debo decir dos palabras acerca del tributo que han prestado a nuestros conocimientos sobre la memoria los psicólogos de laboratorio. Muchos

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entusiastas por los estudios científicos acerca de los niños van adquiriendo medidas precisas de las facultades elementales de la infancia, y entre ellas principalmente, de la memoria inmediata que se presta más que otra alguna a la mediación. Para practicarla, no debemos hacer más que enseñar al niño una serie de letras, de sílabas, de números, de figuras o de cualquier otra cosa, con intervalos de uno, dos, tres o más segundos, o pronunciar una serie análoga de nombres, con el mismo ritmo, para observar si él sabe repetir la serie, primero en seguida, después con un intervalo de diez, veinte, sesenta segundos o más. En relación con los resultados de este examen los niños pueden ser colocados en una escala determinada por razón de la memoria, y hasta hay quien opina que el maestro debiera modificar la enseñanza según la fuerza o debilidad de la memoria del alumno demostradas por este procedimiento.

Yo no puedo hacer aquí sino repetiros lo que os dije al hablar de la atención: el hombre es un ser demasiado complejo, para que se pueda apreciar con certeza su valor real midiendo una de sus facultades abstraída del conjunto de su mecanismo mental. Un ejercicio del género indicado, con objetos incoherentes y sin interés, sin que exista entre ellos ningún enlace lógico, sin valor externo práctico, es un ejercicio que no tiene semejante en la vida real, y en esta nuestra memoria siempre entra en acción por algún motivo y para algún fin. Recordamos las cosas que nos inspiran cuidado o que están asociadas con las que se hallan en este caso; y el niño que se halle en el último lugar de la escala establecida con arreglo al experimento, puede si se apasiona por un tema dar muestras de una memoria excelente y llenar sus obligaciones escolares mucho mejor que los pequeños papagayos que ocupan los primeros puestos de aquella lista "científicamente precisa".

La preponderancia del interés, de la pasión, para determinar el resultado de la actividad vital de un ser humano, no se desmiente nunca. No hay medida elemental de esas que se puedan establecer en un laboratorio, que baste a discernir la eficacia real del sujeto, porque su vitalidad, su energía emocional y moral, su tenacidad, no pueden determinarse con un solo experimento, y sólo es dable reconocerlas a la larga en presencia de la complejidad de los resultados. Un ciego como Huber, gracias a su pasión por las abejas y las hormigas, puede observarlas valiéndose de ojos ajenos, mucho mejor que podría hacerlo otro con sus propios ojos. Un hombre nacido sin brazos ni piernas como el pobre Kavanagh —¡cuán negativo hubiese sido en un laboratorio el resultado de un examen de su potencia motriz!— puede ser un viajero de aventuras, un sportman, y vivir una vida atlética al aire libre. Romanes estudiaba el grado de la apercepción en un gran número de personas haciéndoles leer un párrafo con gran velocidad, el cual debían después escribir de memoria lo más completamente posible. Encontró notables diferencias en cuanto a la rapidez, pues unos necesitaban para leer el párrafo un tiempo cuatro veces mayor que otros, y generalmente los que con más velocidad leían eran los que tenían mejor memoria. Pero estos no eran —y este es el punto sobre que yo insisto— no eran los más intelectuales, pues Romanes probó el experimento con muchos hombres eminentes así en la ciencia como en las letras, y muchos de ellos demostraron ser muy lentos en la lectura.

A la luz de todos estos hechos puede presumirse que la impresión en globo que una maestro recibirá de las condiciones de su discípulo según las indicaciones de su temperamento general y de su conducta, de su atención, de su prontitud, de la facilidad con que llenará sus tareas escolares, tendrá un valor mucho mejor que los sabios experimentos fuera de la realidad, como son las pedantísimas mediciones elementales

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del desarrollo de la memoria, de la asociación, de la atención, etc., que son preconizadas como la única base de una pedagogía genuinamente científica. Estas mediciones pueden dar, es verdad, indicaciones útiles, pero solamente cuando se combinan con observaciones con el conjunto general del individuo hechas por profesores de mirada penetrante, de mucho sentido común, y de corazón dotado de sentimiento para los hechos concretos de la naturaleza humana.

Por consiguiente, nadie debe empequeñecer demasiado si descubre en sí mismo alguna deficiencia con relación a alguna facultad elemental de su mente. Lo que tiene verdadero valor en la existencia es todo el complexo de la vida en acción, y las deficiencias que cualquiera de las facultades pueden ser compensadas con los esfuerzos de todo lo restante. Podéis llegar a ser un pintor aun sin tener imágenes visibles, un lector sin tener ojos, un portento de erudición careciendo casi de memoria elemental, y en cada uno de estos casos lograréis el éxito merced a la pasión que sentiréis por el asunto. Si de veras os interesa un resultado, podéis tener la seguridad de alcanzarlo. Si deseáis llegar a ricos, llegaréis a serlo; si pretendéis ser eruditos, lo conseguiréis; seréis buenos, si queréis serlo. Lo que importa es que deseéis realmente estas cosas, que las deseéis de un modo exclusivo, y no al mismo tiempo y con igual intensidad gran número de cosas incompatibles unas con otras.

Uno de los descubrimientos más importantes en el orden científico y en el campo de la Psicología es seguramente el de Galton y otros, con relación a las grandes variedades que ofrecen los individuos en cuanto al topo de su imaginación. Es ahora bien conocido el hecho de que los seres humanos varían entre sí enormemente por razón de la vivacidad, la completividad, la definidad y la extensión de sus imágenes visibles. Son extraordinariamente perfectas en cierto número de individuos, y en algunos tan rudimentarias que puede decirse que no existen. Lo mismo puede decirse respecto de las imágenes auditivas y motrices, y probablemente es verdad respecto de todas; los recientes descubrimientos sobre el área cerebral distinta para los diversos órdenes de las sensaciones parece ofrecer una base física a tales variaciones y discrepancias. Estos hechos son hoy tan conocidos que me basta llamaros la atención sobre ellos. Puede parecer a primera vista que tienen para el maestro una importancia práctica, y en efecto se ha prescrito a los profesores que clasificaran a sus alumnos, tratándoles luego según los resultados obtenidos. Interrogadles acerca de sus imágenes mentales, se dic a los maestros; presentadles una lista de nombres, recitad luego a su oído una lista análoga, y averiguad por qué vía el niño recuerda mayor número de palabras; y, en consecuencia, al enseñar a cada niño haced que vuestras palabras le lleguen por el camino que hayáis reconocido como mejor para él. Si la clase comprendiese un reducido número de escolares, un maestro que se preocupase mucho de esto conseguiría ciertamente resultados apreciables, pero es obvio que en una escuela común no es posible tal diferenciación de la enseñanza, y que la única lección realmente útil y práctica en las escuelas numerosas, es la lección a que se había llegado por una senda puramente empírica, y que consiste en procurar siempre el profesor producir impresión en su grey escolar por todas las vías sensitivas que le sea posible.

Hablad, escribid y dibujad en la pizarra, dejad que los niños hablen y hacedles escribir y dibujar; enseñadles planos y dibujos; presentadles diagramas con coloridos diversos, y el alumno escogerá entre la compleja variedad de las impresiones la que para él tenga mayor valor. Este principio de las impresiones múltiples se halla bien reconocido en las escuelas primarias y no debo insistir sobre él.

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Este principio de multiplicar las vías y de variar las asociaciones y los reclamos es importante, no sólo para enseñar a los niños a recordar, sino para enseñarles a comprender.

Puede decirse que abarca todo el arte de la enseñanza.

Una palabra sobre la parte inconsciente y no reproducible de nuestras adquisiciones, y pongo fin al tema de la memoria.

El profesor Ebbinghaus imaginó un medio de medir el grado de nuestro olvido apoyándose en una ley importante de la mente. Consistía su método en releer más y más veces una lista de sílabas sin sentido hasta que el sujeto la repitiese bien sin vacilación. El número de veces que necesitaba aquél para aprender la lista era el índica de la facultad vencida. Si aprendéis una de estas listas y tardáis cinco minutos en repetirla, hallaréis que es imposible hacerlo con la misma soltura. Es preciso releerla para avivar el recuerdo de lagunas sílabas que se han desvanecido o han sufrido alguna trasposición. Pues bien: Ebbinghaus estudiaba sistemáticamente el número de repeticiones necesarias para reavivar el recuerdo exacto de la lista después de cinco minutos, media hora, una hora, un día, una semana, un mes; y el número de las repeticiones lo fijaba como medida de la cantidad de olvido habida durante el intervalo. El proceso del olvido es mucho más rápido en seguida que más tarde. Parece ser que más de la mitad de la lista se olvida durante la primera media hora; dos tercios a las ocho horas y solo cuatro quintos en el término de un mes. No hizo experimentos en periodos mayores de un mes; pero prolongando idealmente la curva del recuerdo obtenida como inicial en este experimento es natural suponer que por muy largo que sea el tiempo que dejemos pasar, no descenderá la curva hasta cero. En otras palabras, por muy largo tiempo que haya transcurrido desde que aprendimos un poema y aunque seamos completamente incapaces de recitarlo, siempre el haberlo aprendido una vez abreviará el tiempo necesario para aprenderlo de nuevo. En pocas palabras: el experimento del profesor Ebbinghaus demuestra que las cosas que somos incapaces de reproducir de un modo definitivo, han dejado sin embargo cierta impresión particular en la estructura de nuestro cerebro, de suerte que se han modificado las resistencias de las vías de dicho órgano y nuestro aprender procede con más rapidez.

El maestro debe sacar de estos hechos una lección. Todos nosotros tendemos con demasía a medir el aprovechamiento de nuestros alumnos por el poder de repetir como lección o en un examen las materias que han aprendido; pero del poder que no se expresa, pero que en él reside, no apreciamos suficientemente el valor. Al muchacho que dice: "Sé la contestación, pero no acierto a decirla", le colocamos prácticamente entre los que nada saben, y en esto cometemos un grave error, porque es una parte muy exigua de nuestra experiencia de la vida, la que somos capaces de expresar en forma articulada. Aunque una memoria pronta sea en gran fortuna para el que la posee, la memoria más indistinta de un asunto, esto es, la de haberlo tratado otra vez, la de sus similares y la del lugar a donde podemos acudir para estudiarlo, constituyen para muchos hombres y para muchas mujeres el principal fruto de la educación, y aun de la educación profesional, puesto que el médico y el abogado raras veces son capaces de decidir un caso a primera vista, y se diferencian solamente del común de los hombres en que saben encontrar los elementos para una resolución en cinco minutos o en media hora, en tanto que el profano en Leyes o en Medicina no sabría encontrar los mismos

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elementos, ya por no conocer los libros que los contienen, ya por ignorar los términos técnicos.

Sed pacientes, pues, y no separéis vuestra simpatía del tipo mental que hace un papel mezquino al primer examen, toda vez que puede darse el caso de que, en la larga experiencia de la vida, aquel tipo obtenga una clasificación mejor que la obtenida por el fluido y rápido repetidor de lecciones, ora porque sus pasiones sean más profundas, ora porque sean mejores sus propósitos, quizás por poseer un poder más elevado de combinación de ideas, por tener, en suma, importante el conjunto de su valor mental.

Estos son los puntos principales que he creído oportuno presentaros a propósito de la memoria. Podemos recapitularlos para los fines prácticos, diciendo que el arte de recordar es el arte de pensar, añadiendo con el doctor dic que cuando deseemos fijar una cosa nueva en nuestra mente o en la de un discípulo, nuestro mayor esfuerzo no debe ser el imprimir y el retener, sino el relacionar el objeto con alguna cosa ya poseída por nuestra mente. Relacionar y pensar, y, como nos fijemos claramente en la relación, la cosa relacionada tenderá a permanecer presente sin necesidad de reclamos.

Os invito ahora a considerar el proceso mediante el cual obtenemos nuevos conocimientos, mediante el cual recibimos y tratamos nuevas experiencias y repasamos el fondo de nuestras ideas para formar conceptos nuevos y mejores.

XIIILA ADQUISICIÓN DE LAS IDEAS

Las imágenes de nuestras pasadas experiencias, de cualquier naturaleza que sean, ópticas o fonéticas, pálidas o confusas, abstractas o concretas, no deben ser por fuerza imágenes mnemónicas en el sentido estricto de la palabras, es decir, no es necesario que surjan ante nuestra mente en una franja marginal o en un contexto de circunstancias concomitantes que para nosotros representan la fecha; sino que pueden ser simples concepciones, aspectos fluctuantes de un objeto, de su tipo o de su clase. Cuando se hallan en esta condición de no referirse a una fecha, se las llama productos de imaginación o de concepción. Imaginación es el término que aplicamos comúnmente cuando el objeto representado lo pensamos como una cosa individual. Concepción, cuando lo pensamos como una cosa individual. Concepción, cuando lo pensamos como un tipo o como una clase. Para nuestro fin actual, esta distinción carece de valor, y yo me permitiré adoptar ya la palabra “concepción”, ya la palabra un poco indeterminada “idea”, para designar los objetos internos de la contemplación, ora sean cosas individuales, como "el sol", o "Julio César", ora clases de cosas como "reino animal", ora, en fin, atributos completamente abstractos como "bondad", "rectitud".

El resultado de nuestra educación es llenar poco a poco nuestra mente, a medida que se acrecienta la experiencia, de un cierto fondo de ideas semejantes. En el ejemplo de que ya me he servido, el niño que agarra el chocolate y recibe un golpecito en la mano, los vestigios de la primera experiencia respondían a otras tantas ideas adquiridas de aquella manera, ideas que permanecían asociadas a la experiencia en un cierto orden,

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y desde la última de ellas el chiquillo pasaba a la acción. La ciencia de la Gramática como la de la Lógica no pasan de tentativas de clasificar metódicamente todas las ideas adquiridas, delineando entre ellas alguna idea de relación. Las formas de relación que existen entre ellas, advertidas una tras otra por la mente, son tratadas como concepciones de un orden más elevado y más abstracto, como cuando hablamos de una "relación silogística" entre proposiciones, o de cuatro cantidades que están en "proporción", o de la "inconsistencia" de dos concepciones, de la "implicación" de la una en la otra.

Ved, pues, cómo el proceso de la educación, considerado ampliamente, puede ser simplemente descrito como el proceso mediante el cual se adquieren ideas y concepciones, toda vez que la mente mejor educada es la que se halla más provista de ideas dispuestas para ser utilizadas en la mayor variedad posible de emergencias de la vida. Carecer de educación significa carecer de tales concepciones o ideas, de lo cual deriva una facilidad grande de ser "vencido" y "reducido al silencio" en la vida práctica.

En todo este proceso por el cual se adquieren concepciones, actúa un cierto orden instintivo. Existe una tendencia congénita a asimilarse en una edad determinada cierto orden de concepciones, y otro orden en una edad más avanzada. En los primeros siete años de la vida la mente se interesa principalmente por la propiedad de los objetos materiales. La constructividad es el instinto más activo: en el incesante golpear y cortar, en el vestir y desnudar las muñecas, en el reunir y desparramar los objetos, el niño no sólo habitúa sus músculos a la acción coordinada, sino que adquiere una infinidad de concepciones físicas que forman la base de su conocimiento del mundo material para toda la vida. La enseñanza objetiva y el ejercicio manual sirven sabiamente para ampliar la esfera de este orden de adquisiciones.

La arcilla, la madera, los metales y las varias especies de instrumentos contribuyen en gran medida a este almacenamiento. Una juventud fundada sobre una base de este género suficientemente amplia reporta siempre consigo algo útil a la vida. entonces el individuo conoce la Naturaleza y ésta, en cierto sentido, le conoce a él. En cambio, el joven crecido en la soledad, en una casa desierta, sin familiaridad alguna con el exterior más que con las páginas impresas, se siente continuamente afligido como de una alejamiento de los hechos materiales de la vida, y de una consiguiente inseguridad de su conciencia, que le convierte en una especie de ser extraño dentro de la vida en cuyo seno hubiera podido sentirse confiado y gozoso.

Ya hablé algo de eso hablando del instinto constructivo, y no tengo más remedio que repetirme. Por otra parte, tengo la seguridad de que vosotros realizáis perfectamente todo lo que es importante para la vida —para el tono moral de la vida, dejando aparte los fines prácticos concretos— es decir, aquel sentido de preparación para todas las contingencias que adquiere el hombre mediante una precoz familiaridad con el mundo de las cosas materiales. El haber crecido en una factoría, el haber frecuentado las cuadras de una fábrica, el haber manejado caballos y bueyes, barcas y fusiles, es tener ideas y capacidad respecto de estos objetos, y forman una parte inestimable de las adquisiciones juveniles. Después de la adolescencia, es raro que se pueda tener trato familiar con cada una de estas cosas primitivas, porque están ya atenuadas las propensiones instintivas y las costumbres se adquieren con gran dificultad.

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En consecuencia, uno de los puntos mejores del movimiento a favor del “estudio de los niños” ha sido el de no prescindir de esa actividad material en todo santo sistema educativo. Alimentad ese ser humano que crece, nutridlo de aquel género de experiencia para la cual demuestre mayor propensión en cada año, y él en su vida adulta desarrollará un tejido mental más sano, aunque parezca que ha perdido buena parte del tiempo de su crecimiento a los que estiman que las únicas vías de la enseñanza son los libros y las lecciones.

Sólo cuando se ha alcanzado la adolescencia puede el cerebro hallarse en aptitud de aprender los aspectos más abstractos de la experiencia, las semejanzas ocultas, las distinciones entre las cosas, y especialmente su relación de causalidad. La noción racional de cosas como las Matemáticas, la Química, la Mecánica y la Biología, es entonces posible; y la adquisición de concepciones de este orden viene a formar la base de la educación. Más tarde todavía, no antes del pleno florecimiento de la adolescencia, se despierta en la mente el interés sistemático por las relaciones humanas abstractas —las relaciones morales propiamente dichas— por las ideas sociológicas, por las abstracciones metafísicas.

En la escuela este orden general síguese ya por tradición. No pretendo otra cosa que establecer el principio general psicológico del orden sucesivo de despertamiento de las facultades sobre que se fundamenta todo lo restante, del cual he hablando ya a propósito de la transitoriedad de los instintos. De la misma manera que muchos jóvenes pueden permanecer constantemente privados de un fondo adecuado de concepciones de un cierto orden, porque no le fueron prestadas experiencias de tal orden en el momento preciso en que la nueva curiosidad era más aguda, así, por el contrario, ocurrirá que muchos jóvenes fracasarán en un tema de estudio (que les habría colmado de gozo un poco más tarde) por haberlos dedicado a él prematuramente, de modo que les resultase insípido y desagradable hasta el punto de descorazonarlos para otra tentativa futura. He conocido muchos estudiantes que se han hecho perpetua y absolutamente incapaces para la Filosofía por haber empezado su estudio un año antes de la época oportuna.

En todos estos estudios ulteriores el material verbal es el vehículo de que se sirve la mente para pensar. Las concepciones abstractas de la Física y de la Sociología pueden ciertamente ser incorporadas a imágenes visibles o en otro género de fenómenos, pero esto no es indispensable: la verdad es que, empezada la adolescencia, "palabras, palabras y palabras" deben constituir gran parte —una parte cada vez mayor según se adelanta en la vida— de lo que el ser humano debe aprender. Esto ocurre en las ciencias naturales en cuanto son simplemente descriptivas, sino causales y racionales. Vuelvo así a lo que decía hace un momento acerca de los recuerdos verbales. Con cuanta mayor precisión se aprendan las palabras, mejor, siempre y cuando el maestro pueda tener la seguridad de que se han comprendido exactamente el significado. La insuficiencia de esta última condición ha determinado la reacción contra las repeticiones de papagayo en las cuales tan familiarizados estamos actualmente. Un amigo mío, al visitar una escuela, fue invitado a hacer una pregunta de geografía. Hojeó el libro de texto y dijo: "Supongamos que caváis un agujero en el suelo, de un centenar de pies de profundidad: ¿cómo encontraréis la temperatura del fondo? ¿más fría o más caliente que en la superficie?" Como ninguno contestara, el maestro dijo: "Estoy seguro de que saben esto, pero me parece que no formuláis bien la pregunta: permitidme que yo lo intente". Tomó el libro y dijo: "¿En qué condiciones se halla el interior del globo terrestre?" y recibía en seguida la contestación de media escuela: "El interior del globo se halla en un estado de

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fusión ígnea". Vale ciertamente muchísimo más una enseñaza objetiva exclusiva que semejantes recitaciones verbales; pero, con todo, la recitación verbal, enlazada de un modo inteligente con un trabajo más objetivo debe tener siempre un oficio determinante, ha de ser la parte determinante en la educación. Nuestros reformadores hablan en sus libros demasiado exclusivamente de los primeros años de los alumnos. Es verdad que yo mismo insistiendo tanto sobre los impulsos congénitos y la enseñanza objetiva, sobre las anécdotas y otros puntos de vista, he pagado tributo a esta tendencia. Verdad es también que después de la infancia encontramos ya la iniciación de la curiosidad puramente intelectual y la comprensión de los términos abstractos. La enseñanza objetiva sirve principalmente para lanzar los alumnos con algún conocimiento concreto de los hechos de que se deben ocupar cuando aprendan ideas más abstractas.

Por este camino de la enseñanza objetiva, podríais llegar a suponer que la Geografía no sólo comienza, sino que acaba también en el jardín de la escuela y la más próxima colina; y que la Física no es más que una fastidiosa repetición de pesar y medir; cuando es lo cierto que de ordinario bastan muy pocos ejemplos para encarrilar la imaginación sobre vías genuinas, después de lo cual la mente aspira a un tratamiento más rápido y abstracto. Yo he oído decir a una señora que había acompañado a su hijo al jardín de infancia: "pero es tan listo que a los cinco minutos lo había visto y comprendido todo".

Ahora bien: hay un gran número de niños que "ve" con igual rapidez a través de los afectados extremos de una Pedagogía melosa que trata de endulzarles las cosas y de hacérselas interesantes. Estos niños pueden, en efecto, dedicarse desde luego a las abstracciones porque son ya de un orden adecuado a sus facultades; y es una mezquina satisfacción para su deseo de racionalidad el pensar que los cuentos sobre Juanito y Mariquita sean lo único que pueda digerir su mente.

Pero, como todas, ésta es cuestión de más y de menos, y solamente en último término el tacto del profesor es lo que puede servir para obtener el efecto deseado. La gran dificultad que se tropieza con las abstracciones es la de conocer el significado exacto que aplica el alumno a los términos que adopta. Puede darse el caso de que todas las palabras resulten muy bien, pero que su significación sea un secreto que se guarda el niño. Así es que importa grandemente insistir acerca de los significados de las palabras para encontrar la clave del secreto, con lo cual a veces se descubren singularísimas curiosidades. Una parienta mía trataba de explicar a una niñita lo que quiere decir "modo pasivo" en estos términos: "Supón que tú me asesinas: tú que realizas el acto de asesinarme haces el ‘modo activo’, y yo, que soy asesinada, hago el ‘modo pasivo’". —"Pero ¿cómo puedes hacerlo —exclama la niña— si yo te he asesinado?" —Es verdad —contesta mi parienta—, supón que no me has muerto del todo".— Al día siguiente la muchachita fue preguntada en la escuela sobre el modo pasivo y lo definió en esta forma: "Es lo que uno hace cuando está casi muerto".

En un caso como el expuesto hubieran sido necesarios ejemplos más variados. Cualquiera recuerda probablemente ejemplos de conceptos fantásticos que atribuía a ciertas proposiciones verbales —especialmente en poesía— y que nunca habían sido corregidos porque nadie suponía la posibilidad de semejantes errores.

Sé de una persona que leía con una especial cantinela los versos de Manzoni:

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"Giace la pia con tremoloSguardo cercando il cielo...",

haciendo una pausa después del tremolo como si allí existiese una coma; y es que se figuraba que "la pia" estaba con un "tremolo" —con un temblor— lo cual aumentaba su compasión por la pobre esposa de Carlomagno, pero no su perfecta inteligencia de la poesía.

Otros muchos ejemplos semejantes podría citaros sacándolos de los estudios críticos hechos sobre estas variantes.

La única defensa contra esta especie de errores consiste en insistir y dar diversas definiciones, sometiendo siempre que sea posible a una prueba práctica el concepto formado por el niño.

Pasemos ahora al tema de la "Apercepción".

XIIILA APERCEPCIÓN

"La apercepción”. He aquí una palabra que tiene gran importancia en la Pedagogía actual. Leed, por ejemplo, el siguiente anuncio de una obra que he encontrado entre los reclamos de un periódico dedicado a la enseñanza:

"¿QUÉ ES LA APERCEPCIÓN? Si deseáis una explicación de la Apercepción, adquirid la PSICOLOGÍA de Blank, vol. N. De la SERIE EDUCATIVA.

La diferencia entre Percepción y Apercepción está explicada para los maestros en el prefacio de la Psicología de Blank.

Muchos profesores se preguntan: "¿Qué significa la APERCEPCIÓN en la psicología educativa?" El libro que les conviene es precisamente la Psicología de Blank, donde esta idea ha sido expuesta por vez primera. La idea más importante de la psicología educativa es la de la Apercepción, que está realizando una revolución en los métodos. Esto se halla expresado en la PSICOLOGÍA de Blank que acaba de ver la luz.

La PSICOLOGÍA de Blank se remite franco de porte contra envío de un dólar."

Pensaba en esta forma de charlatanería, cuando en la primera de nuestras conferencias afirmaba que los maestros sufrían en nuestros días cierta mixtificación industrial por parte de los directores de periódicos y las casas editoriales. La palabra "apercepción", que quizás había herido sus ojos y sus oídos como ocurre ahora con gran frecuencia, recoge en sí una parte mayor de dicha mixtificación que otra palabra alguna. Y, naturalmente, el profesor joven y concienzudo sospecha algún sentido recóndito y portentoso de la aludida palabras, y que si no acierta a penetrarlo ha de resentirse de este deficiencia toda su carrera. Sin embargo, cuando se agarra a los libros y lee en ellos los

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capítulos que se refieren a la apercepción, se encuentra con una cosa tan triste e insignificante —toda vez que aquélla no es más que el modo de recibir una cosa dentro de nuestra mente— que teme no haber sabido leer a causa de la superficialidad de su inteligencia, y se queda afligido por una sensación de incertidumbre o de estupidez, y en todo caso mortificado al sentirse tan por debajo de su misión.

Esto no quiere decir que la apercepción no sea una palabra muy útil en Pedagogía, pues sirve para dar un nombre adecuado a un proceso a que debe referirse a menudo el profesor, si bien no significa otra cosa que el acto de asumir una cosa en la mente. No corresponde, pues, a nada peculiar o fundamental de la Psicología, siendo solamente uno de los innumerables resultados del proceso psicológico de la asociación de las ideas, y la Psicología puede prescindir de ella, aun cuando sea útil en Pedagogía.

La esencia de la cuestión es la siguiente: toda impresión que penetre, ora una proposición que oigamos, ora un objeto que veamos, ora un efluvio que llegue a nuestro olfato, apenas se halla en nuestra conciencia es llevada en una o en otra dirección, formando conexiones con los demás elementos que ya se hallan en aquélla, y acaba de producir lo que llamamos nuestra reacción.

Las conexiones particulares que se forman son determinadas por las experiencias pasadas, y de "las asociaciones" de la impresión presente con aquéllas. Si, por ejemplo, me oís pronunciar A, B, C, existen en diez casos nueve probabilidades contra una de que reaccionaréis a esta impresión, articulando en vuestra mente o en voz baja D, E, F. La impresión despierta a sus antiguos asociados; estos salen a su encuentro; es por ellos recibida y "reconocida" como "el principio del alfabeto".

El destino de toda impresión es caer de este modo en una mente ocupada por recuerdos o ideas, intereses, y ser por estos acogida. Con la educación que ya tenemos no podemos encontrar una experiencia que sea para nosotros completamente nueva, sino que siempre recuerda alguna cosa semejante por cualidad o por algún contexto que puede haberla circundando anteriormente, cosa que es sugerida por la experiencia aludida. Esta escolta, este cortejo ideal que la mente tiene dispuesto, es extraído naturalmente del almacén de recuerdos que ésta posee. Concebimos la impresión de un modo definido, y disponemos de ella según nuestras posibilidades adquiridas, pocas o muchas, en cuanto a las "ideas". Esta manera de asumir el objeto constituye el proceso de la apercepción. Las concepciones que salen al encuentro del objeto y lo asimilan han sido denominadas por Herbart "masa aperceptiva". La impresión apercibida se engolfa en ella y de esto resulta un nuevo campo de conciencia, del cual, una parte, muchas veces muy pequeña, procede del mundo exterior, y una parte, quizás la mayor, procede del contenido anterior de la mente.

Creo que ahora comprenderéis bien que el proceso de la apercepción es lo que he dicho hace un momento: una resultante de la asociación de las ideas. El producto es una especie de fusión de lo nuevo con lo viejo, en el cual es muy a menudo imposible discernir la porción perspectiva de ambos factores. Así, cuando escuchamos una persona que habla o leemos un página impresa, mucho de lo que pensamos, vemos y oímos, es debido a nuestra memoria. Pasamos sobre las erratas de imprenta, imaginando la letra correspondiente, a pesar de estar viendo la equivocada. Para probar cuán poco oímos cuando oímos hablar, basta asistir a una representación teatral en el extranjero, donde nos parece que la dificultad de comprender estriba en que no oímos bien la

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palabra de los actores. En cambio, en un teatro de nuestro país, no oímos más ni menos que a los cómicos, y sin embargo, les entendemos bien porque nuestra mente está llena de asociaciones verbales de nuestro idioma, y gracias a ella suple el material verbal que es necesario para comprender merced a un muy leve estímulo auditivo.

En todas las cuestiones aperceptivas de la mente influye una ley general: la ley de la economía. En presencia de un nuevo cuerpo de experiencias, instintivamente procuramos turbar lo menos posible el fondo persistente de nuestras ideas. Tendemos siempre a aplicar a una experiencia nueva un nombre ya conocido, y odiamos cualquier cosa completamente nueva, cualquier cosa que no tenga un nombre y que se deba inventar uno para representarla. Así es que se acaba por aceptar el nombre más próximo, aun cuando no resulte exactamente adecuado. Un niño que vea la nieve por primera vez la llamará azúcar o harina. Los polinesios llamaron cerdos a los caballos del capitán Cook, y Gaspar Hauser llamó caballos a las primeras ocas que vió. Por esto Rooper ha escrito un librito sobre la apercepción y lo ha titulado "Un jarro de plumas verdes", porque un niño dio este nombre a una maceta de helechos al ver estos por vez primera.

En la vida interior, este tendencia económica, a no alterar lo viejo, lo ya admitido, origina los seres a que llamamos "viejas momias". Un hecho o una idea que trajese una reordenación muy extensa en los antiguos sistemas aceptados, es siempre ignorada, o expulsada de la mente, si no se presta a ser interpretada de un modo sofístico, gracias a lo cual puede acomodarse con algún sistema preexistente. Todos nosotros hemos sostenido vivas discusiones con personas de cierta edad, a quienes hemos arrollado con la fuerza de nuestra argumentación, obligándoles a aceptar nuestras opiniones, y a la semana siguiente las hemos encontrado más firmes y más convencidas que nunca de su vieja opinión, como si en toda su vida no hubieran nunca hablando con nosotros. Las llaman "viejas momias", pero existen también "jóvenes momias" en crecido número. Se empieza a ser vieja momia mucho antes de lo que nos figuramos. Aunque hiele la sangre el afirmarlo, es lo cierto que en la mayoría de los seres humanos la transformación sobreviene alrededor de los veinticinco años.

En ciertos libros encontramos codificadas las diversas formas de "apercepción", con las subdivisiones numeradas, etiquetadas y dispuestas en tanto número de tablas que alegran infinitamente la vista pedagógica. Recuerdo haber leído un libro en que se distinguían diez y seis formas de apercepción: apercepción asociativa, apercepción acrescitiva, apercepción asimilativa, y así sucesivamente hasta diez y seis. Excuso deciros que esto es efecto de la crasa artificiosidad que ha contaminado siempre la Psicología —y que perdura aún en nuestros días— y especialmente en los libros que se anuncian como escritos "para uso de los maestros". La fluente vida del pensamiento se halla en ellos fraccionada en porciones y dividida en supuestos "procesos", con largos nombres griegos y latinos, que carecen de existencia singular en la vida real.

Si nos ponemos a clasificar los tipos de apercepción, la misma razón hay para establecer diez y seis como diez y seis mil, pues hay tantos cuantos son los modos posibles de que una mente individual reaccione con relación a una impresión determinada. Hace algún tiempo, en la ciudad de Búfalo, fui huésped de una señora que hacía dos semanas había conducido a un hijo suyo a admirar por primera vez las cascadas del Niágara. El niño contemplaba silencioso la masa de agua imponente, y la madre creyéndole mudo de admiración, le preguntó: "Y bien, ¿qué piensas de esto, hijo mío?" Y el chico respondió: "¿Es como este el vapor que me echas en la nariz en casa?"

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Tal era la forma en que el muchacho apercibía el espectáculo. Podéis sostener que aquél era un tipo de apercepción rinoterapéutica. Si lo hacéis así, no apareceréis más vulgares y artificiosos que los autores de los libros a que he aludido.

Pérez, en uno de sus libros sobre los niños, ofrece un óptimo ejemplo de los diversos modos de apercibir el mismo fenómeno, según las diversas etapas de la experiencia individual.

Se pegó fuego en una casa, y un niño de la familia que la habitaba, viendo el incendio desde los brazos de su nodriza no expresaba sino el placer que le causaba la vivacidad de las llamas; pero en cuanto se oyó la campana de los bomberos que se aproximaban, fue acometido de un acceso de terror, porque los ruidos insólitos producen como sabéis, mucho miedo a las criaturas. ¡Con qué diverso estado de ánimo apercibirían los padres del niño respectivamente el incendio y la llegada de los bomberos!

La misma persona, según la línea de pensamiento en que se encuentre, o según su estado o motivo, apercibirá la misma impresión de un modo diferentísimo en ocasiones diversas. Un médico o un ingeniero llamado como perito de una parte, no puede apercibir los hechos del mismo modo que lo haría si fuese la otra parte la que lo hubiese designado. Cuando dos personas discuten acerca de la interpretación de un hecho, se ve que ambos contendientes tienen pocos términos de clasificación para apercibirlo, porque por regla general del mismo hecho de que discuten es suficiente para demostrar que ni una ni otra de las dos interpretaciones rivales encaja perfectamente. Los dos contendientes tratan la materia por aproximación, forzándola en el sentido de las concepciones más cómodas y menos perturbadoras, y nueve veces de cada diez valdría más que ambos ensanchasen el bagaje de sus ideas e inventasen para el fenómeno algún título absolutamente nuevo.

Así, en Psicología, se acostumbraba a suscitar discusiones interminables sobre si ciertos organismos unicelulares son animales o vegetales, hasta que Haeckel introdujo el nuevo nombre aperceptivo de Protistas, que puso término a los debates. En el tribunal de Asises no se reconoce ningún tipo intermedio entre la salud y la enfermedad de la mente. Si el individuo tiene la mente sana ha de ser castigado, si la tiene enferma debe ser absuelto, y es raro que no se produzcan dictámenes parciales opuestos sobre un mismo caso. Más la naturaleza es siempre más aguda que los doctos: del mismo modo que una habitación no está perfectamente iluminada ni perfectamente oscura, pero puede ser sombría para el trabajo de un relojero y bastante clara para estar comiendo o estar jugando, así un hombre puede estar sano de mente para ciertos respectos, y enfermo para otros; bastante sano para ser dejado en libertad, pero no para regir sus intereses. La palabra americana "crank" (que corresponde al "mattoide" de Lombroso), que se vulgarizó con motivo del proceso Guiteau, respondía a la necesidad de un tercer tipo. Los términos "desequilibrado", "hereditario", "degenerado", "psicopático", han tratado de dar satisfacción a la misma necesidad.

Todo el progreso de nuestras ciencias se realiza merced al hecho de inventar nuevos nombres técnicos con que designar los aspectos nuevamente revelados de los fenómenos, porque los fenómenos hubieran debido ser violentados para adaptarse a las casillas preexistentes de nuestros almacenes mentales. Con el tiempo va siendo nuestro

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vocabulario cada vez más voluminoso correspondiendo al depósito cada día aumentado de nuestras ideas aperceptivas.

En este proceso gradual de integraciones entre lo nuevo y lo viejo, no sólo lo nuevo es modificado y determinado de la especie particular de lo antiguo que lo apercibe, sino que la masa aperceptiva, lo viejo mismo, se modifica por la influencia de la especie particular de nuevo que asimila. Así, para tomar un ejemplo de los alemanes, para el niño que ha habitado en una casa en que sólo existen mesas cuadradas, mesa significa una cosa para la cual son esenciales los ángulos rectos, de modo que si entra en una casa donde haya mesas redondas y las oye llamar mesas, su noción aperceptiva de la mesa se acrecienta con un contenido interior mucho más vasto. De esta suerte, nuestras concepciones van eliminando continuamente los caracteres que fueron tenidos por esenciales, e incluyendo otros que se tenían por inadmisibles. La extensión de la palabra "mamífero" a las focas y a las ballenas, y de la noción de "organismo" a la sociedad, son ejemplos comunes de lo que os digo.

Pero, sean o no adecuadas nuestras concepciones, y sea grande o pequeño el patrimonio que en nosotros forman, es el caso que todos debemos servirnos de ellas. Si el hombre educado es, como decía, un grupo de tendencias organizadas, lo que determina la conducta es siempre, en todo caso, la concepción que tiene el hombre de cómo ha de llamar y clasificar la emergencia actual. Cuanto más adecuado es el patrimonio de las ideas, tanto más "hábil" es el hombre, y tanto más fácil que su conducta sea uniformemente apropiada. Cuando más adelante trataremos de la voluntad, veremos que el preliminar esencial para cualquier resolución es encontrar nombres exactos con que clasificar las alternativas de conducta que nos proponemos. El que tiene pocos nombres es, por lo tanto, un deliberante incompleto. Los nombres, y todo nombre corresponde a un concepto o a una idea, son instrumentos que poseemos para tratar nuestros problemas, para encontrar a los dilemas una salida. Al hablar de esto, no es posible olvidar demasiado un hecho importantísimo, y es que en la mayoría de los seres humanos el capital de los nombres y de los conceptos se adquiere durante la adolescencia y en los primeros años de la vida adulta. Probablemente os habrá escandalizado el oírme decir hace poco que los hombres en su mayoría empiezan a ser "viejas momias" a la edad de veinticinco años. Sin embargo, el hecho es que un adulto inteligente adquiere hasta cierta edad muchas nociones de detalles y de casos individuales que se relacionan con su vida profesional o con el núcleo de sus negocios. En ente sentido, sus concepciones aumentan durante un período bastante largo, haciéndose su conocimiento más extenso y detallado. Pero la categoría más amplia de las concepciones, las más extensas clases de relaciones entre las cosas que forman el patrimonio de nuestro conocimiento, penetran todas en nuestra mente en una edad relativamente precoz. Pocas personas pueden penetrarse de los principios de una nueva ciencia más allá de los veinticinco años. Si no estudiáis Economía política en la Universidad, existen mil probabilidades contra una de que las concepciones fundamentales de dicha ciencia serán siempre para vosotros letra muerta. Lo mismo cabe decir de la Biología, como de la Electricidad. Entre cien personas de cincuenta años, ¿cuántas hay que tengan un concepto claro de lo que es un dinamo, o de cómo se han puesto en movimiento los ferrocarriles eléctricos? De seguro una pequeña fracción de uno por ciento. En cambio, los muchachos de la escuela aprenden sin fatiga todas esas cosas.

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En todos nosotros, mientras somos jóvenes, existe un sentimiento de potencialidad indefinida que hace que formemos largas listas de libros, cuya lectura nos proponemos para más tarde y que muchos pensemos que ulteriormente podremos aprender una infinidad de cosas que descuidamos con la resolución de estudiarlas después, en los momentos de reposo de nuestra vida fatigosa. Pero estas buenas intenciones casi nunca se traducen en actos. Las concepciones adquiridas antes de los treinta años, son de ordinario las únicas de que vivimos, y el caso excepcional de una juventud, como la de Gladstone, que se renueva continuamente, prueba con la admiración que produce, la universalidad de la regla. Y un maestro debe sentir algo de religioso, algo parecido a la confirmación en sí mismo de la importancia de su misión, conociendo que depende de él exclusivamente, de su acción presente tan sólo, el dotar al alumno de las concepciones que han de nutrir su vida intelectual y quizás también su vida moral toda entera.

XVLA VOLUNTAD

Toda vez que la mentalidad tiene su término natural en la conducta exterior, el último capítulo de la Psicología debe ser el capítulo de la Voluntad. Mas la palabra voluntad puede ser entendida en un sentido amplio y en un sentido limitado. En aquél significa toda la capacidad que poseemos para la vida impulsiva y activa, incluso nuestras reacciones instintivas y aquellas formas de conducta que han llegado a ser secundariamente automáticas y semi-inconscientes merced a sus frecuentes repeticiones. En el sentido más restrictivo los actos más volitivos son aquellos que no pueden realizarse si no se les presta atención. Una idea precisa de lo que son, y un fiat bien decisivo por parte de la mente deben preceder su ejecución.

Semejantes actos están a menudo caracterizados por cierta vacilación y van acompañados de un sentimiento de resolución absolutamente peculiar, sentimiento que puede o no llevar consigo el sentido ulterior del esfuerzo. He hablado tanto, en los capítulos precedentes, de nuestras tendencias impulsivas, que en las páginas que siguen quiero limitarme a la volición en este segundo sentido más limitado, más restringido.

Los antiguos psicólogos consideraban todos nuestros actos como debidos a una facultad particular llamada "la Voluntad", sin cuyo fiat no era posible que el acto se produjera. Los pensamientos y las impresiones, siendo como son intrínsecamente inactivos, no hubieran podido determinar la conducta sino merced al intermediario de agente superior. Hasta que, por así decirlo, no tiraban del vestido a la voluntad, no podía haber conducta externa. Esta doctrina fue abandonada hace ya muchos años a seguida de haberse descubierto el fenómeno de la acción refleja, en la cual, como es sabido, las impresiones sensitivas producen el movimiento inmediatamente y por sí solas.

El hecho es que no existe especie alguna de conciencia, ya sea una sensación, ya un sentimiento, ya una idea, que no tienda directamente a manifestarse en algún efecto motor. No es siempre necesario que este efecto motor esté representado por una modificación exterior de la conducta. Puede hasta darse el caso de que se limite a una

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alteración en el ritmo del corazón o de la respiración, a una modificación en la distribución de la sangre, como el sonrojarse y el palidecer, a la secreción lagrimal, etc., etc. Pero, en todo caso en que se tiene una conciencia de alguna especie, encuéntrase un efecto motor, en alguna forma; y constituye una creencia tan fundamental como no lo es otra alguna en la Psicología moderna, la de que los procesos conscientes de todo género, sólo por ser tales, deben dar lugar a alguna clase de movimiento manifiesto o desconocido.

El caso menos complicado de semejante tendencia es el caso de una mente poseída de una idea única. Si se tratase de una idea relacionada con un impulso congénito, el impulso tendería en seguida a producir el efecto referido. Si fuese la idea de un movimiento, el movimiento se realizaría. El aludido caso de la acción determinada por una sola idea se ha distinguido de los casos más complejos, con el nombre de acción "ideomotriz", queriéndose indicar con esto que la acción no ha sido precedida de una decisión expresa o de un esfuerzo. La mayor parte de las acciones habituales que nos son familiares son de este género ideo-motor. Percibimos, por ejemplo, que la puerta está abierta, nos levantamos y la cerramos; vemos uvas en un plato cercano, extendemos la mano y llevamos algún grano a la boca, sin interrumpir la conversación; estando acostados pensamos de pronto que se nos ha hecho tarde para el desayuno, y nos levantamos de un salto, sin una resolución particular y sin esfuerzo. Todos los procedimientos bien engranados gracias a los cuales la vida marcha, —maneras y costumbres, vestirse y desnudarse, saludos, etcétera, etc.,— se realizan perfectamente, sin vacilación, de este modo semiautomático, pareciendo sólo interesado en estas acciones al margen de la conciencia, mientras el foco permanece ocupado en otras cosas completamente distintas.

Llegamos ahora a un caso más complicado. Suponed que existen al mismo tiempo en nuestra mente dos pensamientos, uno de los cuales, A, tomado por sí solo se resolvería en una acción, y el otro, B, sugiere una acción diferente, o una consecuencia de la primera acción contraria a la realización de la misma. Los psicólogos dicen que la segunda idea B, inhibirá los efectos motores de la primera idea A. Digamos algo sobre la "inhibición" en general, para ilustrar un poco este caso particular.

Uno de los descubrimientos más importantes de la psicología, realizado simultáneamente en Francia y Alemania hace medio siglo, fue el de que las corrientes nerviosas no sólo ponen en actividad los músculos, sino que pueden interrumpir también su actividad, o impedir que ésta se produzca cuando podría producirse. Por esto se ha establecido la distinción entre los nervios motores y los nervios de detención. El nervio pneumogástrico, por ejemplo, detiene los movimiento del corazón; el esplácnico, los movimientos del intestino. Pronto se cayó en la cuenta, sin embargo, de que este era un modo bastante mezquino de considerar las cosas, y que una detención o paro semejante era más bien que una función especial de ciertos nervioso, una función general que algunas partes del sistema nerviosos podían ejercer sobre otras partes, en condiciones oportunas. Parece, por ejemplo, que los centros superiores ejercen una influencia inhibitriz sobre la excitabilidad de los centros inferiores. Los movimientos reflejos de un animal a quien se han extraído en todo o en parte los hemisferios cerebrales, se exageran. Si rascáis el lomo de un perro obtendréis un reflejo muy común: el de que mueve la pata posterior del mismo lado para rascarse. Pues bien: en los perros a quienes se ha quitado los hemisferios cerebrales, este reflejo rascatorio es tan incesante que, como observó Goltz, acaban por perder todo el pelo de aquel lado. En los

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idiotas, las funciones de los hemisferios se hallan en gran parte suspendidas, y por esto los impulsos inferiores no inhibidos como en los seres humanos normales, se manifiestan de la manera más brutal. Bien sabéis que cualquier tendencia emocional elevada suprime otra inferior: el miedo quita el deseo, el amor materno suprime el miedo, el pudor ahoga la sensualidad, y así muchos ejemplos; y en las más pequeñas manifestaciones de la vida moral, la influencia de un ideal muy activo, produce una alteración del equilibrio de toda la escala de nuestros valores motrices. La fuerza de las antiguas tentaciones desaparece, y lo que era imposible un momento antes, llega a ser no sólo posible, sino fácil, a causa de dicha inhibición. A este hecho se ha dado el nombre muy propio de "poder expulsivo de la emoción superior".

Es fácil aplicar esta emoción de la inhibicional al caso de nuestros procesos ideativos. Estoy en la cama y pienso que es hora de levantarse, pero al mismo tiempo se ofrece a mi mente la imagen del rigor extremo de la mañana y del simpático calor del lecho. En semejantes condiciones, las consecuencias motrices de la primera idea quedan en suspenso, y durante media hora o más puedo permanecer acostado, mientras las ideas oscilan delante de mí como una balanza —es decir— mientras me hallo en un estado de deliberación o de duda. En tal situación, la deliberación puede resolverse de una de estas dos maneras:

1ª Puedo olvidar por un momento las condiciones termométricas, y la idea de levantarme se resolverá en acción inmediatamente; o bien,

2ª A pesar de tener presente el rigor de la temperatura, el pensamiento del deber que tengo de levantarme puede hacerse tan agudo que provoque la acción, a pesar de la fuerza inhibitiva. En este caso realizado un esfuerzo enérgico y siento la satisfacción de haber realizado un acto virtuoso.

Todos los casos de asociación voluntaria propiamente dicha, esto es, de acción consecuencia de excitación y de deliberación, pueden ser cumplidos según uno u otro de estos últimos esquemas. De modo que, conforme veis, la volición en su sentido más restringido ocurre únicamente cuando se hallan en conflicto varios sistemas de ideas y depende de que tengamos un campo de conciencia complexo. Lo que interesa poner de relieve es la extremada delicadeza de nuestro sistema inhibitorio. Una idea motriz fuerte y urgente que ocupe el foco del espíritu puede ser neutralizada y paralizada por la presencia en el margen de la más leve idea contradictoria. Por ejemplo, yo extiendo la mano y teniendo los ojos cerrados me esfuerzo por representarme lo más vivamente posible que tengo en la mano un revólver y que aprieto el gatillo. Ahora mismo me parece sentir temblar mi dedo por la tendencia a contraerse y si estuviese en contacto con un aparato registrador éste revelaría ciertamente su estado de tensión. Pero el dedo no se dobla en realidad, y no completa el movimiento de apretar el gatillo. ¿Por qué? Simplemente porque, aun cuando yo estoy concentrado en la idea del movimiento, me represento, no obstante, la condición total de la experiencia y la franja, por así decirlo, de mi mente conserva la idea simultánea de que el movimiento no ha de realizarse efectivamente. La simple presencia de esta intención maquinal, sin esfuerzo, sin urgencia, sin aparto, sin que mi intención se sienta atraída notablemente por ella, basta a producir la inhibición.

Y esta es la razón por la cual tan pocas ideas de las muchas que bullen en nuestra mente producen consecuencias motrices. La vida sería una continua carrera y un afán

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incesante, si toda idea, toda fantasía pasajera tuviese que producir efecto. En abstracto es verdadera la ley de la acción ideo-motriz pero en concreto nuestros campos de conciencia son siempre tan complejos que el margen inhibitorio mantiene inactivo el centro durante la mayor parte del tiempo. Como podéis ver, hablo de todo esto, como si las ideas, por el mero hecho de su presencia o de su ausencia determinasen la conducta, y como si, entre las mismas ideas, de una parte, y la conducta, de la otra, no quedase lugar para un tercer principio de actividad intermedia, como el que se llama "la voluntad".

Si os parece que de semejantes concepciones hay que derivar las doctrinas fatalistas o materialistas, os ruego que suspendáis vuestro juicio, hasta que haya expuesto algo más sobre este asunto. Pero, entre tanto, aceptando la concepción mecánica del organismo psicofísico, nada es más fácil que sentirse impresionado por el cuadro del carácter fatalista de la vida. La conducta del hombre aparece como la simple resultante de todos sus variados impulsos y de sus inhibiciones. Un objeto merced a su presencia nos hace obrar, otro deprime nuestra acción. Los sentimientos provocados y las ideas sugeridas por los objetos se influyen en todos sentidos: las emociones complican el cuadro con sus efectos inhibitores recíprocos, aboliendo las superiores a las inferiores, y quizás resultando abolidas ellas mismas. Merced a todo esto, la vida es prudente y moral; pero los agentes psicológicos de este drama no pueden ser descritos de otro modo: bien veis que nada más son las "ideas mismas" —entendiendo con este nombre el entero sistema de lo que nos hemos acostumbrado a llamar "alma", "carácter", o "voluntad" de la persona, y que no es sino un nombre colectivo. Según decía Hume, las ideas son los actores, la escena, el teatro, los espectadores y la comedia. En esto consiste la "Psicología asociacionista" reducida a su expresión más radical; mas vale la pena de conocer su valor como concepción. Pasa con ella como con todas las concepciones luminosas y vivaces, tiende singularmente a imponerse a nuestra creencia, y los psicólogos a base biológica suelen adoptarla como la última palabra de la ciencia en este respecto. Nadie puede tener una noción exacta de las teorías psicológicas modernas si no ha sufrido esta especie de fascinación.

La acción voluntaria es, pues, siempre una resultante de la composición de nuestras impulsiones con nuestras inhibiciones.

Se deduce de esto inmediatamente que existen dos tipos de voluntad: en uno de ellos predominan las impulsiones y en el otro las inhibiciones. Podemos llamarles, si no os parece mal, voluntad precipitada y voluntad obstruida. El ejemplo extremado y patológico del querer precipitado nos lo ofrece el loco: sus ideas se resuelven en la acción con tal rapidez y sus procesos asociativos tienen una vivacidad tan extravagante que no dejan a la inhibición tiempo de llegar, y dice y hace todo lo que apunta en su cerebro sin un momento de vacilación.

Algunos melancólicos, por el contrario, nos muestran el ejemplo del tipo hiperinhibito. Sus mente hallánse como contraídas en una emoción inmóvil, de miedo o de desesperación; sus ideas se reducen a un solo pensamiento: el de que para ellos la vida es imposible. Se hallan en una condición de perfecta "abulia" o incapacidad de querer y de obrar. No pueden cambiar de postura, ni hablar, ni obedecer la orden más sencilla.

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Las diferentes razas humanas ofrecen diversos temperamentos desde este punto de vista. Los meridionales son tenidos por impulsivos y precipitados. A la raza inglesa se la supone influida por una infinidad de formas de conciencia deprimida, y condenada a manifestarse a través de un bosque de escrúpulos y reservas.

La forma más elevada del carácter, considerada abstractamente debe, en verdad, estar llena de escrúpulos y de inhibiciones. Pero en un carácter semejante, lejos de quedar paralizada la acción, debe producirse con una determinación enérgica que quizás vence todas las oposiciones o rompe por el punto donde es más leve la resistencia.

Del mismo modo que nuestros músculos flexores obran con más exactitud cuando una contracción simultánea de los extensores los guía y afirma, así la mente de aquellos cuyo campo de conciencia es complejo, y que ven junto con las razones que les inclinan a la acción, las razones contrarias, y en vez de paralizarse por esto, obran teniendo presente todo el campo, constituye la mente ideal, la que debemos procurar reproducir en nuestro niños. La acción puramente impulsiva, la acción que procede hasta los últimos extremos sin atender a las consecuencias es la más fácil y la de tipo inferior. Cualquiera puede parecer enérgico si hace las cosas sin cuidado alguno. El oficio del déspota oriental no exige talento alguno; mientras vive, todo le marcha bien, porque se han formado una línea de conducta absoluta: cuando el mundo no puede a la postre soportar el horror de su presencia, surge un asesino que acaba con él. En cambio, el no lanzarse inmediatamente a los extremos, el saber obrar enérgicamente teniendo un gran patrimonio de inhibición, es verdaderamente raro y difícil. Cavour, solicitado por todas parte en 1859 para que publicase la ley marcial, se resistía diciendo: “De esta manera cualquiera sabe gobernar. Yo quiero mantenerme constitucional”. Los mejores parlamentarios, Lincoln, Gladstone son los tipos humanos más fuertes porque consiguen resultados en las condiciones de mayor confusión. Consideramos a Napoleón I como una muestra formidable de voluntad, y aunque ciertamente lo era, no sé si desde el punto de vista del mecanismo psicológico aventaja a Gladstone en intensidad volitiva, porque Bonaparte se sobreponía a las inhibiciones, pero Gladstone, a pesar de ser un carácter apasionado, gobernaba teniéndolas todas en cuenta.

Un ejemplo común del poder inhibitorio de los escrúpulos se ofrece en el efecto inhibitorio que el ser concienzudo produce en la conversación. Parece que nunca ha sido la conversación tan brillante como en Francia en 1700; pero si leemos los antiguos libros franceses de memorias personales, veremos cuántos frenos de los que contiene nuestra lengua actualmente faltaban entonces. Cuando la mentira, el engaño, la obscenidad y la malicia circulan libremente, la conversación puede ser brillantísima. Su llama palidece, en cambio, cuando la mente se cubre con el temor de violar las convenciones morales y sociales.

El profesor encuentra a menudo en la escuela un tipo anormal de voluntad, que podríamos llamar "voluntad de cuerno de caracol". Algunos niños, si no hacen una cosa bien la primera vez que la intentan, quedan ya respecto de ella completamente inhibidos; ya no hay posibilidad de que lo entiendan si se trata de un problema intelectual, de realizarla si se trata de una operación externa, mientras dura tal estado particular de inhibición. A esos muchachos generalmente se les tienes por gandules y como tales con castigados, o el profesor opone a la voluntad de ellos su propia voluntad, pensando que necesitan ser violentados. "Destruid la voluntad del niño para que no perezca —escribe Juan Wesley—. Destruid su querer antes de que hable de un modo

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corriente, o antes de que hable. Es preciso obligarle a hacer lo que se le dice, aun cuando para ello fuese preciso castigarle diez veces seguidas. Destruid su voluntad para que viva su alma". Mas esta operación lleva siempre consigo un gran gasto de fuerza nerviosa por ambos lados, y la victoria no siempre es en definitiva para el aspirante a destructor de voluntades.

Cuando se vea claramente planteada una situación de este género, y se halle el niño en un estado de tensión interior y de agitación, es mejor en diez y nueve casos de cada veinte, que el maestro le considere como un caso de patología mental, que no como un caso de culpabilidad moral. Mientras permanezca aquel sentido inhibitorio de imposibilidad en la mente del alumno, no es de esperar que éste consiga vencer el obstáculo, y en esta situación el maestro no debe procurar otra cosa sino que el discípulo olvide el conflicto y lo que lo ha originado. Abandonad el asunto, dirigid la atención del niño a otros objetos, y después, haciéndole retroceder por alguna vía asociativa disimulada, reanudad el famoso tema antes que haya podido reconocerlo, y es muy probable que atraviese la dificultad sin advertirla. De este mismo modo solamente acostumbramos a un caballo a no asustarse de alguna cosa: distraemos su atención haciendo algo junto a su nariz o sus orejas, le hacemos dar una vuelta redonda, y conseguimos que pase por encima de una mancha determinada; mientras que si hubiésemos querido valernos del látigo no habríamos conseguido otra cosa que convertir en invencible la tenacidad del animal. Un maestro que tenga tacto no llevará nunca al extremos las situaciones difíciles.

Ahora, amigos míos, podéis ver claramente en qué consiste vuestra misión como maestros. Aunque como tales debéis infundir en vuestros alumnos un amplio patrimonio de ideas, algunas de las cuales serán de orden inhibitorio, procurad con cuidado que no resulte de ello una excitación ni una parálisis de la voluntad, y que vuestro discípulo conserve toda su potencialidad para una acción vigorosa. La Psicología plantea en estos términos vuestro problema, pero ya veis que es impotente a dotaros de elementos para una solución práctica. Cuando se ha dicho y hecho todo, cuando habéis realizado vuestros mejores esfuerzos, es muy posible que el resultado dependa todavía, más que de otra cosa, de cierto matiz nativo de la constitución psicológica del niño. Parece que algunas personas tienen una focalización singularmente pobre del campo de la conciencia, y en ella, la acción procede fatigosamente, mientras la inhibición halla una gran facilidad.

Pero, penetremos un poco más en el análisis de este tema de la educación de la voluntad. Vuestra misión es formar un carácter a vuestros alumnos, y un carácter —como muchas veces he dicho— consiste en un patrimonio organizado de costumbres y reacciones. ¿De qué están formadas estas costumbres y estas reacciones? Constan de tendencias a obrar cuando se está en posesión de ciertas ideas, y de tendencias a contenerse cuando ciertas otras ideas dominan.

Nuestras costumbres volitivas dependen por lo tanto principalmente del patrimonio de ideas que poseemos: en segundo lugar, de la manera de juntarse habitualmente las ideas con la acción y la inacción. ¿Qué ocurre cuando se presenta a vuestro espíritu una alternativa y estáis incierto sobre lo que debéis hacer? Primero dudáis, luego deliberáis. ¿En qué consistirá vuestra deliberación? En procurar apercibir sucesivamente el caso con cierto número de ideas diferentes que parecen convenirle más o menos, hasta que lo aplicáis a una que le conviene perfectamente. Si esta es una de aquellas ideas que

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ordinariamente preceden en vosotros a la acción, cesará vuestra vacilación y obraréis inmediatamente. Si en cambio, es una idea que tenga por resultado habitual la inacción, y ésta concuerda con la prohibición, os contendréis en seguida.

El problema consiste, pues, en encontrar la concepción o la idea oportuna para el caso particular, y en esta búsqueda se pueden emplear días y semanas.

He hablado como si la acción fuese fácil una vez hallada la concepción. Muchas veces es así, pero pudiera ser de otro modo, y en este caso nos hallamos en el centro de una situación moral que conviene examinar un poco de cerca.

La concepción exacta, el verdadero término de clasificación, puede ser difícil de conseguir, o puede siquiera ser uno de aquellos respecto del cual no tenemos contraídos hábitos estables de acción. Más aún: puede darse el caso de que la acción que determina sea peligrosa y difícil, y también el de que la inacción aparezca mortalmente fría y negativa, y ardiente nuestro sentimiento impulsivo. Es uno y otro de estos últimos casos es difícil mantener con bastante solidez la idea justa ante la atención de modo que ésta puede ejercer sus efectos adecuados. Sea ésta estimulante o inhibitoria, resulta siempre demasiado racional para nosotros, y entonces la propensión pasional, mas instintiva, tiende a excluirla de nuestra consideración. Para impedirlo debemos realizar un esfuerzo resuelto y traerla desde el margen del campo de conciencia al punto focal del mismo, y mantenerla en él un tiempo suficiente para que se manifiesten sus efectos asociativos y motores. Todos sabéis por experiencia con qué facilidad la mente se sustrae a la contemplación de las condiciones según el tono que en cada ocasión domina al sentimiento.

Pero, una vez llevada al centro del campo de la conciencia y mantenida en él, la idea razonable ejercita inevitablemente sus efectos, porque en tal caso las leyes de conexión entre nuestra conciencia y nuestro sistema nervioso determinan la producción de la acción. Nuestro esfuerzo moral verdadero y propio termina en el hecho que corresponde a la idea apropiada.

Si ahora se os pregunta "¿en qué consiste un acto moral reducido a su forma más simple y elemental?", podéis dar una sola respuesta y es la siguiente: consiste en el esfuerzo de atención merced al cual mantenemos firme una idea, la cual, faltando tal esfuerzo, sería expulsada del mente por las demás tendencias psicológicas contenidas en ella. Pensar es, en una palabra, el secreto de la voluntad, del mismo modo que el secreto de la memoria.

Esto resulta claro de las excusas que frecuentemente alegan las personas a quienes se reprueba alguna culpa o algún olvido. "No he pensado en eso" —dicen— "No he pensado que fuese una acción tan mala". "No he pensado que pudiese tener consecuencias tan graves". ¿Y qué replicamos nosotros? "¿Por qué no lo habéis pensado? ¿Cómo es posible que no lo hayáis pensado?" Y entonces les dedicamos un sermón entero a propósito de su falta de reflexión.

El ejemplo más común de la deliberación moral es el caso del borracho que se halla en presencia de la tentación. Ha tomado una resolución de enmendarse, pero se siente de nuevo excitado a la vista de la botella. Su triunfo o su derrota moral dependen de si encontrará o no el nombre justo aplicable al aso en que se halla. Si dice que se trata

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de no desperdiciar un licor precioso ya escanciado, o de no mostrarse descortés con los amigos, o de completar su cultura con una clase de vino que no ha probado nunca, o de celebrar una fiesta, o de estimularse a sí mismo para una resolución más enérgica que la que ha hecho en pro de la abstinencia, está perdido. Si, en cambio, no obstante todos los buenos nombres que su sedienta fantasía le sugiere copiosamente, permanece arrimado al nombre innoble y considera que se trata de "ser un borracho" y nada más que de "ser un borracho", ya tiene los pies asegurados en la senda que conduce a la salvación. Se salva gracias a pensar rectamente.

Así es cómo debéis salvar a vuestros alumnos: primero mediante el patrimonio de ideas que les procuráis; segundo, mediante la suma de atención voluntaria de que pueden disponer para mantener sólidamente las ideas justas, aunque poco simpáticas; y tercero, mediante la costumbre que se les debe imbuir, de obrar resueltamente según estas últimas.

En todo esto, lo que importa es el poder de estar atento a lo que se quiere. Del mismo modo que una balanza oscila sobre sus soportes, así nuestro destino moral se apoya sobre esta facultad. Bien recordaréis que cuando hablábamos de la atención, indicamos que nuestros actos de atención voluntaria son mucho más intermitentes y breves de lo que se suele suponer. Si los sumásemos todos, representarían una parte de nuestra vida tan insignificante que os parecería increíble. Pero dije también que su brevedad no era proporcionada a su significación, porque no es la amplitud de una cosa lo único que constituye su importancia, sino su posición en el organismo a que pertenece. Nuestros actos de atención voluntaria, aunque breves, son importantes y críticos, pues nos determinan a destinos elevados o a destinos inferiores. El ejercicio de la atención voluntaria debe ser, pues, en la escuela considerado como uno de los más importantes, y el maestro eminente, con la habilidad de despertar intereses remotos, procurará muchas oportunidades para dicho ejercicio.

Se me ha acusado de dar en este libro una idea mecánica y hasta materialista de la mente. En efecto, la he llamado organismo y máquina. Alguno de vosotros empieza a dudar si yo soy o no un materialista absoluto.

Aunque en estas conferencias sólo aspiro a ser práctico y útil, manteniéndome separado de toda complicación especulativa, no quiero dejar ambigüedades respecto de mi posición, por lo cual y para evitar una mala inteligencia, os diré que sólo en cierto sentido me podéis llamar materialista. No acierto a comprender que una cosa como nuestra conciencia pueda ser producida por un mecanismo nervioso, si bien puedo comprender perfectamente que si las ideas acompañan el funcionamiento de un mecanismo, el orden de las ideas podría seguir el orden de las operaciones del mecanismo. Así nuestras comunes asociaciones de ideas, series de pensamientos o de acciones, pueden ser una consecuencia de la sucesión de ciertas corrientes en nuestros sistemas nerviosos. Análogamente puede ocurrir que el patrimonio de ideas dentro del cual el libre espíritu de un hombre puede desenvolver sus ideas propias, dependa exclusivamente de los poderes congénitos o adquiridos del cerebro. Admitido todo esto, se puede en verdad adoptar la concepción fatalista de que os hablaba hace poco: nuestras ideas vendrían determinadas por corrientes cerebrales y éstas por leyes puramente mecánicas.

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Mas, después de lo que hemos visto —esto es, dada la parte de atención voluntaria que se ejercita en la volición— la creencia en el libre albedrío y en una causalidad puramente espiritual hállase siempre libre y abierta antes nosotros. La duración y la suma de esta atención parece indefinida dentro de ciertos límites. Sentimos que realmente podemos acrecentarla o disminuirla, y como si nuestra libre acción en este respecto fuese un punto genuinamente crítico por naturaleza, un punto del cual pudiese depender nuestro destino y el de otros. Toda la cuestión del libre arbitrio concéntrase, pues, en esta pregunta concreta: "¿La apariencia de la indeterminación en este punto es o no es una ilusión?"

Es evidente que semejante cuestión no puede ser resuelta por observaciones precisas, y sí tan sólo por analogías generales. El defensor del libre arbitrio cree que aquella apariencia es una realidad; el determinista la considera una ilusión. Yo me inclino al primero, no porque no pueda concebir claramente la teoría fatalista o porque no me parezca plausible, sino simplemente porque si el libre arbitrio fuese verdadero, sería absurdo que nos viésemos fatalmente obligados a aceptarlo y a creen en él. Considerando la intimidad de las cosas debiérase pensar más bien que el primer acto de una voluntad libre debe consistir en sostener la creencia en la libertad. En consecuencia, creo francamente en mi libertad, y lo hago con la mayor conciencia científica: sabiendo que la predeterminación de la suma de mi esfuerzo de atención jamás podrá ser probada objetivamente, y esperando que, así sigáis como no mi opinión, al menos reconoceréis que las teorías psicológicas y psicofísicas que yo sostengo no obligan necesariamente a un hombre a ser fatalista o materialista.

Diré todavía una palabra sobre este importantísimo tema de la voluntad, después de lo cual cerraré el tema y el libro.

Como existen dos tipos de voluntad, existen dos tipos de inhibición, a los cuales podemos respectivamente llamar inhibición de represión o de negación, e inhibición de substitución. La diferencia entre ellos consiste en que, en el caso de inhibición de represión, tanto la idea inhibida como la inhibitriz, así la que impulsa como la que refrena, permanecen juntas en la conciencia, determinando un cierto esfuerzo o tensión interior; y en el caso de inhibición por substitución, la idea inhibitriz suprime completamente la idea inhibida, de suerte que esta última queda completamente borrada del campo.

Por ejemplo: vuestros alumnos están distraídos porque prestan oído a un ruido de la calle, bastante interesante para conquistar toda su atención. Podéis reclamar ésta mandándoles con grandes gritos que no escuchen aquel ruido, y que se fijen en lo que les estáis explicando, y si no les quitáis la vista por encima es posible que consigáis vuestro objeto. Pero será un efecto de orden inferior e inútil porque apenas habréis disminuido vuestra vigilancia, si persiste el elemento perturbador, la curiosidad infantil les hará volver a la misma distracción. En cambio, si, sin decir una palabra de lo que pasa en la calle, determináis en ellos una acción contraria, empezando un cuento o alguna demostración muy interesante, es seguro que olvidarán el ruido callejero y os seguirán sin esfuerzo. Son muchos los intereses que no pueden ser inhibidos por una simple orden negativa. A un enamorado, verbi gratia, no le es posible anular su pasión por un esfuerzo de la voluntad; pero si "un nuevo planeta surge en su horizonte, el antiguo ídolo cesará de dominar en su mente".

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Es evidente que siempre que sea posible se ha de adoptar la inhibición por substitución. Aquellos cuya vida se funda en la palabra "no", que dicen la verdad sólo porque la mentira es pecado, y deben luchar de continuo con sus tendencias envidiosas, o cobardes, o mezquinas, hállanse por todos los respectos en una posición inferior a la que ocuparan si desde su nacimiento hubieran poseído el amor de la verdad y de la magnanimidad, y no sintieran tentaciones de un orden inferior. El gentilhombre de raza es para los fines humanos un ser de mayor valor que el que resiste violentamente al diablo que lleva en sí mismo, aun cuando a los ojos de Dios, según los teólogos católicos, puede este último tener una infinidad de mérito por encima del otro.

Hace muchos años, Spinoza escribió en su ética que toda cosa que un hombre puede evitar, merced a la noción de que es mala, puede también evitarla merced a la noción de que otra cosa es buena. Spinoza llama esclavo al que generalmente obra sub specie mali, tomando por base la noción negativa, la noción del mal. Se llama hombre libre al que obra según la noción del bien. Cuidad, pues, de hacer de vuestros alumnos otros tantos hombres libres. Acostumbradles a decir siempre la verdad, no precisamente mostrándoles la mezquindad del mentir; sino promoviendo su entusiasmo por el honor y por la verdad. disuadidles de la instintiva crueldad, comunicándoles algo de vuestra congénita positiva simpatía por las fuentes internas de alegría de los animales. En las lecciones que por mandato de la ley deberéis darles respecto de los perniciosos efectos del alcohol, hablad menos de lo que suelen hacerlo los libros, del estómago, de los riñones y de los nervios del borracho, y mucho más de la fortuna de poseer un organismo que se mantenga, durante toda la vida, en las condiciones juveniles de elasticidad que da una sangre sana, que desconoce los excitantes y los narcóticos, y para el cual son elementos suficientes de excitación el sol de la mañana, el aire libre y el rocío.

Aquí pongo fin a estos discursos. Si a alguno le ha parecido demasiado corriente y vulgar lo que he dicho, posible es que modifique su opinión cuando dentro de uno o dos años considere en su escuela ciertos hechos de un modo muy diferente, como consecuencia de los conceptos que he tratado de explicaros. Yo no sé librarme de esperar que el considerar a vuestro alumno como un pequeño organismo sensitivo, impulsivo, asociativo, en parte predestinado, en parte libre, os conducirá a una mejor inteligencia de todos sus medios. Concebidlo, pues, como tal diminuto mecanismo. Y si, además de esto, acertáis a verle sub specie boni, y a quererle, estaréis en las mejores condiciones posibles para ser maestros perfectos.

Traducción de Carlos M. Soldevila (1904)

Notas

1. Es muy instructivo, en vista de la gran expectación que reina en ciertos países por la nueva psicología, leer la confesión hecha por su fundador Guillermo Wundt, después de treinta años de vida de laboratorio: "El auxilio que el método experimental puede proporcionarnos consiste esencialmente en el perfeccionamiento de nuestra observación interior, o mejor dicho, en hacer ésta posible. Pero ¿es que nuestra autor

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observación experimental ha alcanzado ya algún resultado importante? No es dable contestar a esta pregunta en términos generales, porque dada la condición incompleta de nuestra ciencia, aun dentro la línea experimental de la investigación, no existe cuerpo alguno de doctrina psicológica universalmente aceptada.

A pesar de semejante discordancia de opiniones (bastante comprensible en un momento de desenvolvimiento incierto y a tientas) el investigador individual puede decir qué puntos de vista debe a los nuevos métodos. Y si se me preguntase en qué había consistido y consiste para mí el valor de la observación experimental en psicología, diré que a ella debo una ideal completamente nueva, sobre la naturaleza y sobre la conexión de nuestros procesos interiores. Por los procedimientos del sentido visible he llegado a observar el hecho de la síntesis mental creadora... Por mi investigación sobre las relaciones temporales, etc., he adquirido la noción de la intima correlación de todas las funciones psíquicas que suelen separase por medio de abstracciones artificiosas y de nombres diversos, como ideación, sentimiento, voluntad, y he visto la indivisibilidad y la homogeneidad de la vida mental en todas sus fases. En fin, el estudio cronométrico de los procesos asociativos me ha demostrado que la noción de las imágenes mentales distintas (reproducirten Vorstellungen) es una de aquellas numerosas ilusiones que colocan fantasías en lugar de la realidad. He llegado a comprender la "idea" como un proceso no menos transitorio y evolutivo que un acto cualquiera de voluntad o de sensación, y me he convencido de que la antigua teoría de la asociación de las ideas no se puede ya sostener... A más de todo esto, la observación experimental me ha proporcionado muchas otras noticias acerca de la extensión de la conciencia y la rapidez de ciertos datos psico-físicos, y otros semejantes. Pero reconozco que todos estos resultados especiales son producto accesorios relativamente insignificantes y que no afectan poco ni mucho a lo importante". (Philosophische, Studien, X, pág. 121-4). Debiera leerse todo el capítulo todo el capítulo. Según yo acierto a interpretarlo, conduce a la adopción del concepto vago de la corriente de la conciencia y a desterrar todo aquel sistema, tan trabajosamente expuesto antiguamente en infinitos tratados, de especificar la mente en tantas unidades distintas, por composición y por función, y enumerarlas y etiquetarlas con nombres técnicos.

UN MUNDO DE PURA EXPERIENCIA

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William James (1904)

Traducción castellana de Oihana Robador (2004)

Un mundo de pura experiencia es el segundo capítulo de la obra póstuma de William James Ensayos sobre Empirismo Radical publicada en 1912. Este artículo que James tituló A World of Pure Experience fue publicado por primera vez en 1904 en Journal of Philosophy, Psychology, and Scientific Methods 1: 533-543, 561-570..

Es difícil no advertir un curioso desorden en la atmósfera filosófica actual, una pérdida de viejos lugares comunes, un debilitamiento de opuestos, una mutua influencia de uno en otro por parte de sistemas antiguamente cerrados, y un interés por nuevas proposiciones, no obstante vagas, como si la única cosa segura fuera la insuficiencia de las soluciones académicas existentes. La insatisfacción hacia esas soluciones parece debida, en su mayor parte, al sentimiento de que son demasiado abstractas y académicas. La vida es confusa y superabundante, y lo que la joven generación parece anhelar en su filosofía es más bien el pulso de la vida, aunque sea a costa del rigor lógico y de la pureza formal. El idealismo trascendental tiende a dejar que el mundo se agite incomprensiblemente a pesar de su Sujeto Absoluto y su unidad de propósito. El idealismo berkleyano está abandonando el principio de parsimonia y se está interesando por especulaciones panpsíquicas. El empirismo coquetea con la teología y, lo más extraño de todo, el realismo natural, tan decentemente enterrado hace tiempo, levanta su cabeza sobre la tierra y encuentra las manos tendidas de sus partidarios más indeseados que le ayudan a ponerse en pie de nuevo. Todos estamos predispuestos por nuestros sentimientos personales, lo sé, y yo personalmente me siento descontento con las soluciones existentes, por lo que me parece adivinar los signos de una gran inestabilidad, como si un cataclismo de concepciones más reales y métodos más productivos fuera inminente, como si un verdadero paisaje, menos recortado, perfilado y artificial, pudiera resultar.

Si la filosofía estuviera realmente en vísperas de una reorganización considerable, sería un momento propicio para que cualquiera que tuviera sugerencias propias las presentase. Durante muchos años mi mente ha ido creciendo hacia un tipo concreto de weltanschauung. Acertada o equivocadamente, he llegado a un punto en el que apenas puedo ver las cosas de una manera distinta. Por eso me propongo describir esa manera lo más claramente que pueda dentro de la brevedad, y arrojar esa descripción dentro de la tinaja burbujeante del debate público en la que, empujada por los rivales y desgarrada por los críticos, finalmente o pasará inadvertida, o más bien, si corre mejor suerte, descenderá silenciosa a las profundidades y servirá como posible fermento de nuevos desarrollos o como núcleo de una nueva cristalización.

I. EMPIRISMO RADICAL

Llamo "empirismo radical" a mi weltanschauung. El Empirismo es conocido como el opuesto del Racionalismo. El Racionalismo tiende a enfatizar los universales y a priorizar el todo sobre la parte tanto en el ámbito de la lógica como en el del ser. El

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Empirismo, por el contrario, deposita la tensión explicativa sobre la parte, el elemento, lo individual, y trata el todo como una colección y lo universal como una abstracción. De acuerdo con esto, mi descripción de las cosas comienza con las partes y hace del todo un ser de segundo orden. Es esencialmente una filosofía mosaico, una filosofía pluralista, como la de Hume y sus seguidores, quienes no refieren dichos factores a las sustancias de las que derivan, ni a una mente absoluta que las crea como sus objetos. Sin embargo difiero del empirismo de Hume en un punto que hace que califique mi empirismo como radical.

Para ser radical, un empirismo ni puede admitir en sus construcciones ningún elemento que no sea directamente experimentado, ni excluir ningún elemento que sea directamente experimentado. Para tal filosofía, las relaciones que conectan las experiencias deben ser en sí mismas relaciones experimentadas, y cualquier tipo de relación experimentada debe ser considerada "real", como cualquier otra cosa dentro del sistema. Los elementos pueden ser efectivamente redistribuidos, el lugar originario de las cosas puede ser dispuesto correctamente, pero debe encontrarse un lugar para cada tipo de cosa experimentada dentro del orden filosófico final.

Ahora bien, el empirismo ordinario, a pesar del hecho de que las relaciones conjuntivas y disyuntivas se presentan a sí mismas como partes completamente coordinadas de la experiencia, siempre ha mostrado una tendencia a deshacerse de las conexiones de las cosas, y a insistir más en las disyunciones. El nominalismo de Berckley, la afirmación de Hume de que las cosas que distinguimos están tan "desconectadas y separadas" como si no tuvieran forma de conexión, la negativa de James Mill a que los similares tengan algo "real" en común, la resolución del nudo causal dentro de la secuencia acostumbrada, la consideración de John Mill sobre las cosas físicas como compuestos de posibilidades discontinuas, y la general pulverización de toda experiencia mediante asociación, así como la teoría del "Mind-dust"1, son ejemplos de lo que quiero decir.

El resultado natural de esta cosmovisión ha sido el esfuerzo del racionalismo por corregir sus incoherencias mediante la adición de agentes trans-experimentales de unificación, sustancias, categorías intelectuales y posibilidades, entre otros. Mientras, si el Empirismo hubiera sido sólo radical y hubiera considerado sin desaprobación del mismo modo conjunción que separación, cada una con su valor nominal, los resultados no habrían exigido una rectificación tan artificial. El Empirismo radical, tal y como yo lo entiendo, hace completa justicia a las relaciones conjuntivas sin tratarlas, no obstante, como el Racionalismo siempre tiende a tratarlas, es decir, como si fueran verdad en algún sentido sobrenatural, como si en suma, la unidad de las cosas y su variedad pertenecieran a órdenes distintos de verdad y vitalidad.

II. RELACIONES CONJUNTIVAS

Las relaciones son de diferente grado de intimidad. Estar simplemente una "con" otra es la relación más externa que los términos pueden tener en un universo de discurso, y no parece incluir, en absoluto, lo que se refiere a futuras consecuencias. A continuación vienen la simultaneidad y el intervalo de tiempo, y después la contigüidad espacial y la distancia. Después de éstas, similitud y diferencia, que acarrean la

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posibilidad de muchas inferencias. Luego las relaciones de actividad, asociando términos en series que comprenden cambio, tendencia, resistencia y generalmente, el orden causal. Finalmente, la relación experimentada entre términos que forman parte de estados mentales, y que son inmediatamente conscientes de continuarse uno a otro. La organización del yo como un sistema de memorias, propósitos, esfuerzos, realizaciones o desacuerdos, es irrelevante para las relaciones más íntimas de todas, los términos con los que parece en muchos casos actualmente, compenetrarse y cubrirse el ser de cada uno.

La filosofía siempre ha empleado partículas gramaticales. Con, cerca, siguiente, como, desde, hacia, contra, porqué, por, a través de, mi –estas palabras designan tipos de relación conjuntiva dispuestas en un orden violentamente ascendente de intimidad e inclusividad–. A priori, podemos imaginar un universo de contigüidad pero no de continuidad; o uno de continuidad pero no de semejanza, o de semejanza sin actividad, o de actividad sin intención, o de intención sin ego. Estos serían universos cada uno con su propio grado de unidad. El universo de la experiencia humana es, por una u otra de sus partes, todos y cada uno de esos grados. Si es o no posible que disfrute de algún grado aún más absoluto de unión es algo que no se percibe a simple vista.

Tal y como se presenta, nuestro universo es, en gran medida, caótico. Ni un sólo tipo de conexión atraviesa todas las experiencias que lo componen. Si tomamos las relaciones espaciales, éstas fallan a la hora de conectar las mentes a algún sistema regular. Causas y propósitos sólo se obtienen de series especiales de hechos. La auto-relación parece extremadamente limitada y no conecta dos yo distintos. Prima facie, si asociaseis el universo del idealismo absoluto con un acuario, una esfera de cristal en la que unos peces de colores están nadando, tendríais que comparar el universo empirista con algo más parecido a una de esas cabezas humanas disecadas con las que los Dyaks de Borneo engalanaban sus aposentos. La calavera forma un núcleo sólido, pero innumerables plumas, hojas, cuerdas, abalorios, y apéndices sueltos de todas clases flotan y cuelgan de ella, y salvo que terminen en ella, parece que no tienen nada que ver unos con otros. Aun pesar de que mis experiencias y las vuestras, flotan y cuelgan, terminando, es cierto, en un núcleo de percepción común, pero permaneciendo en su mayor parte inadvertidas, irrelevantes e inimaginables para el otro. Esta imperfecta intimidad, esta relación desnuda de contigüidad entre unas partes y otras de la suma total de la experiencia, es el hecho que el empirismo común enfatiza frente al Racionalismo, que tiende siempre a ignorarlo en exceso. El empirismo radical, por el contrario, es justo tanto con la unidad como con la pluralidad. No encuentra ninguna razón para tratar a ninguno de las dos como ilusorias. Asigna a cada una su definitiva esfera de descripción, y está de acuerdo con que parece haber fuerzas reales actuando, hacia las que tienden a medida que pasa el tiempo, para hacer mayor la unidad.

La relación conjuntiva que más problemas ha dado a la filosofía es la transición co-consciente, por así llamarla, mediante la que una experiencia pasa a otra cuando ambas pertenecen al mismo yo. Sobre esto no cabe duda. Mis experiencias y vuestras experiencias están unas “con” otras de diversas maneras externas, pero la mía pasa a la mía, y la vuestra a la vuestra de una forma en la que la vuestra y la mía nunca pasarán de la una a la otra. Dentro de cada una de nuestras historias personales, sujeto, objeto, interés y propósito son continuos o pueden ser continuos2. Las historias personales son procesos de cambio en el tiempo, y el propio cambio es una de las cosas inmediatamente experimentadas. “Cambio” en este caso significa continuidad, como

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frente a transición discontinua. Sin embargo, la transición continua es un tipo de relación conjuntiva, y ser un empirista radical significa aferrarse rápidamente a esa relación conjuntiva. Este es el punto clave, la posición a través de la que, si se construye un todo, todas las corrupciones de la dialéctica y todas las ficciones metafísicas se vierten en nuestra filosofía. El mantenerse aferrado a esta relación significa tomarla en su valor nominal, ni más ni menos, y tomarla en su valor nominal significa, en primer lugar, tomarla tal y como la sentimos y no confundirnos a nosotros mismos con un discurso abstracto sobre ello, utilizando palabras que nos conduzcan a inventar concepciones secundarias en orden a neutralizar sus sugestiones y a hacer nuestra experiencia actual de nuevo racionalmente posible. Lo que sencillamente siento cuando un momento posterior de mi experiencia sucede a uno anterior es que son dos momentos distintos, la transición de uno a otro es continua. Continuidad aquí es una clase definitiva de experiencia, igual de definitiva que lo es la experiencia discontinua, que encuentro imposible de evitar cuando busco llevar a cabo la transición de una experiencia mía a una vuestra. En este último caso tengo que poner y quitar de nuevo, para pasar de una cosa vivida a otra cosa sólo concebida, y la ruptura es positivamente experimentada y advertida. A pesar de que las funciones empleadas por mi experiencia y por la vuestra puedan ser las mismas (e.g., los mismos objetos conocidos y los mismos propósitos perseguidos), enseguida la identidad tiene que ser en este caso descubierta de forma expresa (y a menudo con dificultad e incertidumbre), después de que la oportunidad ha sido sentida; considerando que al pasar de uno de mis momentos a otro la igualdad del objeto y el interés están intactos, y que tanto la primera como la última experiencia son cosas directamente vividas.

No existe ninguna otra naturaleza, ninguna otra cualidad (whatness) que esta ausencia de ruptura y este sentido de continuidad en la más íntima de todas las relaciones conjuntivas, el pasar de una experiencia a otra cuando ambas pertenecen al mismo yo. Y esta cualidad (whatness) es el“contenido” empírico real tal y como la cualidad (whatness) de separación y discontinuidad es contenido real en el caso contrastado. Experimentar el continuum personal de este modo de vida es conocer en la práctica los orígenes de las ideas de continuidad y de identidad, conocer lo que las palabras representan concretamente, reconocer todo lo que puedan significar. Pero todas las experiencias tienen sus condiciones, y los intelectos más agudos, pensando sobre estos hechos, y preguntándose cómo son posibles, han terminado sustituyendo muchos objetos estáticos conceptuales por las experiencias perceptuales directas. La “identidad”, han dicho, “debe ser una identidad numérica completa, no puede continuar de una a otra. La continuidad no puede significar la mera ausencia de vacío, porque si decís que dos cosas están en contacto inmediato, ¿cómo pueden ser dos en contacto? Si, por otra parte, establecéis una relación de transición entre ellas, esto en sí mismo es una tercera cosa, y necesita ser relacionada o asociada con sus términos. Está involucrada una serie infinita, y así sucesivamente”. El resultado es que de dificultad en dificultad, la experiencia conjuntiva completa ha sido desacreditada por ambas escuelas, los empiristas dejando cosas permanentemente en disyunción y los racionalistas remediando la desconexión mediante sus absolutos o sustancias, o mediante cualquier otros agentes ficticios de unión que puedan haber empleado. Podemos salvarnos de todo lo artificial mediante un par de sencillas reflexiones; primero, esas conjunciones y separaciones son, en todos los casos, fenómenos coordinados que, si tomamos las experiencias en su valor nominal, deben ser considerados igualmente reales; y segundo, que si insistimos en tratar las cosas como realmente separadas cuando se dan continuamente asociadas, recurriendo, cuando se requiere la unión, a principios

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trascendentales para vencer la separación que hemos asumido, debemos estar preparados para llevar a cabo el acto de conversión. Debemos invocar a altos principios de desunión también, para hacer nuestras disyunciones, simplemente experimentadas, más verdaderamente reales. De no ser posible, debemos dejar que las continuidades originalmente dadas se mantengan firmes por su propio pie. No tenemos derecho a mostrarnos desequilibrados o a soplar a capricho calor y frío.

III. LA RELACIÓN COGNITIVA

La primera gran dificultad de la que tal experiencia radical sostenida nos salvará es una concepción artificial de las relaciones entre el cognoscente y el conocido. A través de la historia de la filosofía el sujeto y su objeto han sido tratados como entidades absolutamente discontinuas, y enseguida, la presencia del objeto en el sujeto, o la "aprehensión" por aquel de éste, ha asumido un carácter paradójico que para ser superado ha llevado a inventar todo tipo de teorías. Las teorías más representativas establecieron una "representación" mental, "imagen", o "contenido" en el vacío, como una especie de intermediario. Las teorías del sentido común dejaron el vacío intocable, declarando a nuestra mente capaz de salvarlo mediante un salto auto-trascendente. Las teorías trascendentalistas consideraron imposible de atravesar por cognoscentes finitos, y presentaron un absoluto para representar el acto de saltar. En todos estos casos, en el mismo seno de la experiencia finita, cada conjunción requerida para hacer inteligible la relación es dada en plenitud. Cualquiera de los dos, el cognoscente y lo conocido, son:

I. la misma parte de experiencia tomada dos veces en diferentes contextos; o sonII. dos partes de la experiencia real pertenecientes al mismo sujeto, con huellas determinadas de la experiencia conjunta transicional entre ellos; oIII. lo conocido es una experiencia posible de cualquier sujeto, al que las mencionadas transiciones conjuntivas conducirían, si se prolongasen lo suficiente.

Discutir todas las maneras en las que una experiencia puede funcionar como conocedora de otra, sería incompatible con los límites de este ensayo 3. He hablado sobre el tipo 1, el tipo de conocimiento llamado percepción, en un artículo publicado en Journal of Philosophy del 1 de septiembre (1904), titulado “¿Existe la ‘conciencia’?” Este es el tipo de caso en el que la mente disfruta de una “relación” directa con un objeto presente. En los otros tipos la mente tiene “conocimiento-sobre” un objeto no inmediatamente presente. Sobre el tipo 2, la forma más simple de conocimiento conceptual, he hecho alguna consideración en dos artículos, publicados respectivamente en Mind, vol. X, p. 27, 1885, y en la Psychological Revue, vol. II, p- 105, 1895 4. El tipo 3 siempre puede, de manera formal e hipotética, ser reducido al tipo 2, de manera que una breve descripción de ese tipo pondrá ahora al lector suficientemente al tanto, y le hará ver lo que pueden ser los significados actuales de la misteriosa relación cognitiva.

Suponed que estoy aquí sentado en mi biblioteca de Cambridge, a diez minutos andando del "Memorial Hall" y pensando realmente en este objeto. Mi mente tendría antes que nada el nombre, o una imagen clara, o una imagen borrosa del hall, pero tal diferencia intrínseca en la imagen no supone una diferencia en su función cognitiva.

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Cierto fenómeno extrínseco, ciertas experiencias especiales de conjunción, son lo que otorgan a la imagen sea lo que sea, su función cognitiva.

Por ejemplo, si me preguntáis a qué hall me refiero con mi imagen, y no puedo deciros nada, o si soy incapaz de señalar o de guiaros hacia el Harvard Delta, o si, siendo conducido por vosotros, no estoy seguro sobre si el Hall que veo es o no es el que tengo en mente, negaríais de forma correcta que, de ninguna manera, he "significado" ese hall particular, incluso si mi imagen mental se hubiera parecido en algún grado. La semejanza contaría en ese caso simplemente como coincidente, para toda clase de cosas semejantes en este mundo, sin que por esta razón se tomen para adquirir conocimiento la una de la otra.

Por otra parte, si puedo conduciros hasta el hall, y hablaros de su historia y usos actuales, si en su presencia siento mi idea, por imperfecta que pueda haber sido, conducida hasta este punto y estando así terminada; si los asociados a la imagen y al hall experimentado corren paralelos, de manera que cada término del contexto corresponde de forma serial, a medida que avanzo, con un término de respuesta del otro, por qué entonces mi alma era profética, y mi idea debe ser, y por sentido común será, llamada conocimiento de la realidad. Este percepto era lo que quería significar cuando he afirmado que para penetrar en ello, mi idea ha pasado por experiencias conjuntivas de identidad e intención realizada. En ningún caso hay sorpresa, sino que cada momento continúa y corrobora uno anterior.

En esta continuación y corroboración, tomadas en sentido no trascendental, sino denotando transiciones sentidas de forma segura, reside todo lo que el conocimiento de un percepto mediante una idea puede posiblemente contener o significar. Dondequiera que tales transiciones son experimentadas, la primera experiencia conoce la última. Allí donde no intervienen, o donde aun siendo posibles no pueden intervenir, no puede haber pretensión de conocimiento. En este último caso los extremos estarán conectados, si están conectados de algún modo, mediante relaciones inferiores –simplemente por semejanza o sucesión o mediante “proximidad” solamente–. Un conocimiento como este de las realidades sensibles, surge en el tejido de la experiencia. Está hecho, y hecho mediante relaciones que se desarrollan a sí mismas en el tiempo. Cuando quiera que ciertos intermediarios son dados tal que, a medida que se desarrollan hacia su término, hay experiencia de un punto al otro de una dirección seguida, y finalmente de un proceso realizado, el resultado es que, de este modo, su punto de partida se convierte en un cognoscente y su término en un objeto significado o conocido. Esto es todo por lo que el conocimiento (en el sencillo caso considerado) puede considerarse como conocido, este es el todo de su naturaleza, situado en términos experimentales. Cada vez que ésta es la secuencia de nuestras experiencias, podemos decir libremente que tenemos el objeto final "en mente" desde el principio, incluso a pesar de que al comienzo nada estaba en nosotros salvo una mínima parte de experiencia sustantiva como otra cualquiera, sin auto-trascendentalidad sobre ella, y ningún misterio salva el misterio de tomar parte en la existencia y ser gradualmente continuado por otros fragmentos de experiencia sustantiva con experiencias conjuntivamente transicionales en medio. Esto es lo que queremos decir aquí con la existencia del objeto "en la mente". No tenemos una concepción positiva sobre una forma más real y profunda de esa existencia en la mente y tampoco tenemos derecho a desacreditar nuestra experiencia actual hablando de tal forma.

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Se que más de un lector se rebelará ante esto. "Meros intermediarios", dirá, "aunque sean sentimientos de satisfacción creciente continua, sólo separando el cognoscente de lo conocido, considerando que lo que tenemos en el conocimiento es una especie de tacto inmediato de uno a otro, una "aprehensión" en el sentido etimológico de la palabra, un salto del abismo como un relámpago, un acto mediante el que dos términos se convierten en uno por encima de su distinción. Todos vuestros intermediarios muertos están fuera del alcance unos de otros y fuera aún de su término".

Pero ¿no nos recuerdan estas dificultades dialécticas al perro arrojando su hueso e intentando morder su imagen en el agua? Si conociéramos cualquier otro tipo de unión aliunde más real, podríamos estar en derecho de considerar todas nuestras uniones empíricas como falsas. Sin embargo, tanto en este asunto del conocimiento-sobre que termina en una relación, como en la identidad personal, en la predicación lógica a través de la cópula "es", o en cualquier otro asunto, las uniones mediante transiciones continuas son las únicas que conocemos. Si en cualquier otro sitio hubiera más uniones absolutas, solo se nos revelarían a sí mismas mediante tales resultados conjuntivos. Esto es para lo que valen las uniones, esto es todo lo que casi siempre podemos significar por unión, por continuidad. ¿No es el momento de repetir lo que Lotze decía sobre las sustancias, que actuar como una es ser una? ¿No deberíamos decir aquí, que ser experimentado como continuo es ser verdaderamente continuo, en un mundo en el que experiencia y realidad vienen a ser la misma cosa? En una galería de pintura una percha pintada serviría para colgar una cadena pintada, un cable pintado sostendría un barco pintado. En un mundo en el que tanto los términos como sus distinciones son asuntos de la experiencia, las conjunciones que se experimentan deben ser al menos tan reales como cualquier otra cosa. Serán conjunciones "absolutamente" reales, si no tenemos preparado ningún absoluto trans-fenoménico, mediante el que desrealizar el conjunto del mundo experimentado de un solo golpe. Si, por otra parte, tenemos un absoluto como éste, ninguna de las teorías de conocimiento de nuestros oponentes puede permanecer en pié mejor de lo que lo pueden hacer las nuestras; tanto por las distinciones como por las conjunciones de la experiencia, podrían alcanzar imparcialmente su presa. Toda cuestión acerca de cómo "una" cosa puede conocer "otra" dejaría de ser real por completo en un mundo en el que lo otro en sí mismo fuera una ilusión5.

En cuanto al tema de los factores esenciales de la relación cognitiva donde el conocimiento es de carácter conceptual, o forma de conocimiento "sobre" un objeto consiste en experiencias intermediarias (posibles, si no reales) de un progreso en continuo desarrollo, que se realiza finalmente, cuando el percepto sensible, que es el objeto, es alcanzado. El precepto aquí no sólo verifica el concepto, sino que también prueba su función de conocimiento de ese percepto como verdad, pero no que la existencia del percepto como término de una cadena de intermediarios cree su función. Como quiera que termine, esa cadena era, debido a que ahora se prueba a sí misma ser, lo que el concepto "tenía en mente".

La importancia más destacada para la vida humana de este tipo de conocimiento reside en el hecho de que una experiencia que conoce a otra puede figurar como su representativa, no en ningún casi-ridículo sentido "epistemológico", sino en el definitivo sentido práctico de ser su sustituto en diversas operaciones, en ocasiones físicas y en ocasiones mentales, que nos conducen a sus asociados y a sus resultados. Mediante la experimentación de nuestras ideas de realidad, podemos salvarnos del

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problema de experimentación de las experiencias reales que a menudo significan. Las ideas forman sistemas relacionados, que corresponden punto por punto con los sistemas que las realidades forman, y dejando que un término ideal traiga a la memoria a sus asociados de forma sistemática, podemos ser conducidos a un final al que el término real correspondiente conduciría en el caso de que hubiéramos operado en el mundo real. Esto nos lleva a la cuestión general de la sustitución, y a algunas consideraciones sobre ese sujeto. Consideraciones que parecen ser la siguiente cuestión en orden.

IV. SUSTITUCIÓN

En el brillante libro de Taine Inteligencia, la sustitución fue considerada por primera vez como una función lógica cardinal, aunque evidentemente los hechos siempre han sido suficientemente familiares. ¿Qué es, exactamente, en un sistema de experiencias, lo que hace la "sustitución" de un significado de éstos por otro?

Según mi punto de vista, la experiencia en conjunto es un proceso en el tiempo, por lo que innumerables términos particulares se deslizan y son suplantados por otros que les siguen mediante transiciones que, tanto si son disyuntivas como conjuntivas en contenido, son en sí mismas experiencias, y en general deben ser consideradas al menos, tan reales como los términos que relacionan. Lo que la naturaleza del acontecimiento llamado "suplantación" significa, depende en conjunto del tipo de transición que prevalece. Algunas experiencias simplemente abolen a sus predecesoras sin continuarlas en ningún sentido. Otras parecen incrementar o agrandar su significado, llevar a cabo su propósito, o acercarnos más a su objetivo. Las "representan", y pueden realizar su función mejor de lo que la realizan por sí mismas. Pero "realizar una función" en un mundo de pura experiencia puede ser concebido y definido de una única forma. En un mundo como ese las transiciones y las llegadas (o terminaciones) son los únicos acontecimientos que suceden, a pesar de que suceden por diversos caminos. La única función que una experiencia puede representar es la de conducir a otra experiencia; y la única realización de la que podemos hablar es la de alcanzar un cierto final experimentado. Cuando una experiencia conduce (o puede conducir) al mismo final que otra, coinciden en su función. Pero el sistema completo de experiencias, en la medida en que éstas son dadas de forma inmediata, se presenta a sí mismo como un casi-caos a través del cual uno puede recibir un término inicial en diferentes direcciones y finalizar aún en el mismo término, moviéndose de uno al siguiente mediante un gran número de caminos posibles.

Cualquiera de estos caminos podría ser un sustituto funcional para otro, y seguir uno mejor que otro podría ser en ocasiones, algo ventajoso. De hecho, y de forma general, los caminos que ensayan experiencias conceptuales, esto es, a través de "pensamientos" o "ideas" que "conocen" las cosas en las que terminan, son caminos altamente ventajosos para seguir. No solamente producen transiciones de forma inconcebiblemente rápida; sino que, perteneciendo al carácter6 "universal" que frecuentemente poseen, y a su capacidad de asociación con otro en grandes sistemas, se adelantan a las tardías consecuciones de las propias cosas, y nos mueven hacia nuestro último término de una manera mucho menos trabajosa de lo que nunca podría el seguimiento de las líneas de la percepción sensible. Son maravillosas las nuevas incisiones y los corto-circuitos llevados a cabo por los caminos del pensamiento. La

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mayoría de estos caminos, es cierto, no son sustitutos para nada real; en general acaban fuera del mundo real, en díscolas fantasías, utopías, ficciones o errores. Pero allí donde vuelven a entrar en la realidad y terminan en ella, siempre los sustituimos; y con estos sustitutos pasamos gran parte de nuestro tiempo7.

Esta noción de lo puramente sustitucional o mundo físico conceptual nos lleva al más crítico de todos los pasos en el desarrollo de la filosofía de la pura experiencia. La paradoja de la auto-trascendentalidad en el conocimiento vuelve aquí sobre nosotros, sin embargo, creo que nuestras nociones de pura experiencia y de sustitución, y nuestra visión radicalmente empírica de las transiciones conjuntivas son denkmittel que nos conducirán de forma segura a través del pasado.

V. LO QUE LA REFERENCIA OBJETIVA ES

Cualquiera que sienta su experiencia como algo sustitucional incluso mientras la experimenta, podría decirse que tiene una experiencia que se eleva por encima de sí misma. Desde dentro de su propia entidad dice "más", y postula la realidad como existente en otra parte. En cuanto al trascendentalista, sostiene el conocimiento como consistente en un salto mortal a través de un "abismo epistemológico", tal idea no presenta dificultad; pero parece a primera vista como si fuera inconsecuente con un empirismo como el nuestro. ¿No hemos explicado que un conocimiento conceptual esta hecho tan completamente por la existencia de las cosas que cae fuera de la propia experiencia del conocimiento –mediante experiencias intermediarias y por un término que realiza? ¿Puede el conocimiento estar aquí antes de que esos elementos que constituyen su ser hayan sucedido? Y si el conocimiento no está aquí, ¿cómo puede suceder la referencia objetiva?

La clave de esta dificultad reside en la distinción entre conocimiento como verificado y completado, y el mismo conocimiento como en su tránsito y en su camino. Si recurrimos de nuevo al ejemplo utilizado anteriormente del Memorial Hall, sólo cuando nuestra idea del Hall ha terminado realmente en lo percibido sabemos "seguro" que desde el principio era verdaderamente cognitiva de eso. Hasta establecer mediante el final del proceso, su cualidad de conocer eso, o al menos de conocer algo, todavía podría ser dudada; y el conocimiento aún estaría realmente ahí, tal y como muestra ahora el resultado. Eramos conocedores virtuales del Hall mucho antes de que hubiéramos certificado haber sido sus cognoscentes reales, mediante el poder de validación retroactiva del percepto. Es por esto que siempre somos "mortales", por razón de la virtualidad del acontecimiento inevitable que nos hará así cuando haya llegado.

Ahora, la inmensa y la mayor parte de todo nuestro conocimiento nunca llega más allá de este estadio virtual. Nunca está completo o fijado. Hablo no solamente de nuestras ideas de imperceptibles como etéreas ondulaciones o "iones" disociados, o de "efectos" como los contenidos de la mente de nuestros vecinos. Hablo también de ideas que podríamos verificar si nos tomásemos la molestia, pero que sostenemos como verdad a pesar de estar perceptualmente inacabadas, porque nada nos dice que "no", y no hay a la vista una verdad que lo contradiga. Continuar pensando de forma incontestada es, el noventa y nueve por cien de las veces, nuestro sustituto práctico

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para conocer en un sentido completo. Como cada experiencia pasa a la siguiente mediante la transición cognitiva, y en ninguna parte sentimos un choque con lo que en otro lugar cuenta como verdad o hecho, nos comprometemos con el presente como si el puerto fuera seguro. Vivimos, de esta forma, al borde de la cresta de una ola que avanza, y nuestro sentido de una dirección determinada hacia la que avanzar es todo lo que abarcamos del futuro de nuestro camino. Es como si un cociente diferencial debiera ser consciente y tratado en sí como un sustituto adecuado para una curva ya realizada. Nuestra experiencia, inter alia, está compuesta de variaciones de ritmo y de dirección, y vive en esas transiciones antes que en el final de un viaje. Las experiencias de tendencia son suficiente para actuar –¿qué más podríamos haber hecho en esos momentos incluso si la última verificación llega completa?

Esto es lo que como empirista radical, digo en contra de la referencia objetiva, que es una característica evidente de nuestra experiencia, conlleva un abismo y un salto mortal. Una transición positivamente conjuntiva ni conlleva un abismo ni un salto. Siendo el simple origen de lo que queremos decir por continuidad, hace un continuum allí donde aparece. Sé perfectamente que palabras tan breves como éstas dejarán impertérritos a los trascendentalistas empedernidos. Las experiencias conjuntivas separan sus términos, podríamos decir todavía; hay interpuestos terceros asuntos, que en sí mismos tienen que ser conjugados mediante nuevos lazos, e invocarlos hace nuestro problema infinitamente peor. "Sentir" nuestro movimiento hacia delante es imposible. Movimiento implica término; ¿y cómo ser sentido antes de que hayamos llegado? El comienzo más simple y la salida más airada, la tendencia a dejar el instante más simple, conlleva el abismo y el salto. Las transiciones conjuntivas son las más superficiales de las apariencias, ilusiones de nuestra sensibilidad que la reflexión filosófica pulveriza con sólo tocarlas. El concepto es nuestro único instrumento de confianza, el concepto y el absoluto trabajando codo con codo. El concepto desintegra la experiencia por completo, pero sus disyunciones son fácilmente retomadas de nuevo cuando el absoluto se hace cargo de la tarea.

Debo dejar a tales trascendentalistas, al menos provisionalmente, en plena posesión de su credo. No tengo tiempo para polémicas en este ensayo, por lo que simplemente deberé formular la doctrina del empirismo como mi hipótesis, dejando que funcione o no como pueda.

La referencia objetiva, entonces, es un incidente de hecho más que de una cuestión de nuestra experiencia que viene a ser como una insuficiencia y consiste en proceso y transición. Nuestros ámbitos de experiencia no tienen límites más definidos de lo que lo tienen nuestros ámbitos de visión. Ambos están rodeados siempre por un más que se desarrolla de forma continua, y que los desbanca continuamente a medida que la vida avanza. Las relaciones, hablando de forma general, son tan reales aquí como lo son los términos, y la única queja de los trascendentalistas con la que podría simpatizar sería su acusación de que, mediante el primer conocimiento realizado consistente en relaciones externas tal y como le he hecho, y confesando entonces que en nueve de diez ocasiones éstas son no reales sino virtuales, he golpeado en el fondo de todo el asunto, y he encajado un sustituto del conocimiento para la cosa genuina. Sólo la admisión, podría hacerse una crítica así, de que nuestras ideas son auto-trascendentales y ya "verdad", antes que las experiencias, que están para terminarlas, puede devolver la solidez al conocimiento en un mundo como éste, en el que transiciones y terminaciones son realizadas sólo excepcionalmente.

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Este me parece un lugar excelente para recurrir al método pragmático ¿Qué es lo que afirmaría existir la auto-trascendencia antes que toda mediación o terminación experimental, sea conocida-como? ¿Qué es lo que resultaría para nosotros de forma práctica, si fuera verdad?

Sólo podría tener como resultado el cambio de nuestra orientación, de nuestras expectativas y tendencias prácticas, hacia el camino correcto; y el camino correcto aquí, en la medida en que nosotros y el objeto no estamos aún cara a cara (o nunca podemos estar cara a cara, como en el caso de los expulsados), sería el camino que nos conduzca lo más cerca posible del objeto. Ahí donde falta una relación directa, el "conocimiento-sobre" es lo siguiente mejor, una relación con la que realmente gira en torno al objeto, y se encuentra lo más cercanamente relacionada con él, introduce tal conocimiento en nuestro entendimiento. Etéreas ondulaciones y furia, por ejemplo, son cosas en las que mis pensamientos nunca terminarán perceptualmente, pero mis conceptos de ellos me conducirán a su verdadero límite, a las franjas cromáticas y a las palabras y a los hechos nocivos que son sus verdaderos efectos.

Incluso si nuestras ideas poseyeran en sí mismas la postulada auto-trascendencia, seguiría siendo cierto que el hecho de introducirnos en la posesión de tales efectos sería el único valor nominal de la auto-trascendencia. Y no es necesario decir que este valor, es verbatim et liberatim, lo que abona la cuenta de nuestros empiristas. Por lo tanto, en los principios del pragmatismo, una disputa sobre la auto-trascendencia es una pura logomaquia. Que llamemos a nuestros conceptos de cosas eyectivas auto-trascendentes o lo contrario, da lo mismo, en la mediada en que no diferimos sobre la naturaleza de los frutos de tan exaltada virtud –frutos para nosotros, evidentemente, humanísticos.

Si por otras razones fuera probada la existencia de un absoluto, podría perfectamente parecer que su conocimiento está terminado en innumerables casos en los que los nuestros estarían aún incompletos. Esto, en cualquier caso, sería un hecho indiferente a nuestro conocimiento que no crecería ni mejor ni peor, tanto si reconocemos tal absoluto como si lo omitimos.

Por tanto, la noción de un conocimiento aún in transitu y en camino, se asocia aquí con la noción de una "pura experiencia" que yo trataba de explicar en un reciente artículo titulado "¿Existe la ‘conciencia’?" El ámbito inmediato del presente es siempre la experiencia en estado "puro", la realidad evidente no calificada, un simple eso, hasta ahora indiferenciado entre cosa y pensamiento, y sólo virtualmente clasificable como hecho objetivo o como la opinión de alguien sobre el hecho. Esto es más cierto cuando el ámbito es conceptual que cuando es perceptual. El "Memorial Hall" está "ahí" en mi idea tanto como cuando me sitúo ante él. Procedo a actuar en su nombre en cualquiera de los casos. Sólo en la última experiencia que suplanta a la presente es esa proximidad naïf escindida retrospectivamente en dos partes, una "conciencia" y su "contenido", y el contenido corregido o confirmado. Mientras sea todavía pura o presente, cualquier experiencia –la mía, por ejemplo, sobre lo que escribo en estas mismas líneas– pasa por "cierta". El mañana puede reducirla a "opinión". El trascendentalista, en todos sus conocimientos particulares, es tan responsable como yo de esta reducción: su absoluto no lo salva. ¿Por qué necesita entonces discutir con una consideración del conocimiento que insiste en dar nombre a ese efecto? ¿Por qué no tratar el funcionamiento de esta idea de uno a otro como la esencia de su auto-trascendencia? ¿Por qué insistir en que el conocimiento es una relación estática, fuera del tiempo, cuando de forma práctica

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parece mucho más una función de nuestra vida activa? Para que una cosa sea válida, dice Lotze, es lo mismo hacerla válida. Cuando el universo entero parece hacerse a sí mismo válido y estar incompleto todavía (¿por qué sus incesantes cambios?) ¿por qué de entre todas las cosas, el conocimiento debería estar exento? El filósofo empirista, como cualquier otro, siempre puede esperar que algunas partes de este conocimiento puedan ser válidas ya, o verificadas más allá de discusión.

VI. LA CONTERMINIDAD DE MENTES DISTINTAS

Con transición y perspectiva entronizadas de esta forma en la pura experiencia, es imposible suscribirse al idealismo de la escuela inglesa. El empirismo radical no tiene, de hecho, más afinidades con el realismo naturalista que con las visiones de Berckley o de Mill, y esto puede ser mostrado fácilmente.

Para la escuela berckleyana, las ideas (el equivalente verbal de lo que ha llamado experiencias) son discontinuas. El contenido de cada una es completamente inmanente, y no hay transiciones con las que sean consubstanciales y a través de las cuales los seres puedan unirse. Vuestro Memorial Hall y el mío, incluso cuando ambos son percibidos, están completamente desconectados uno del otro. Nuestras vidas son una suma de solipsismos, al margen de que en estricta lógica sólo un Dios podría componer un universo, incluso de discurso. Ninguna corriente dinámica discurre entre mis objetos y vuestros objetos. Nuestras mentes nunca pueden coincidir en la misma.

La incredibilidad de una filosofía como ésta es flagrante. Es "forzado y antinatural" en sumo grado, y podría dudarse incluso si el propio Berckley, que todo lo tomaba tan religiosamente, verdaderamente creía, cuando paseaba por las calles de Londres, en que su espíritu y los espíritus de sus conciudadanos paseantes tenían en mente ciudades absolutamente distintas.

Para mí, la razón decisiva en favor de la idea de que nuestras mentes se encuentran en algunos objetos comunes es, que salvo que haga esa suposición, no tengo ningún motivo para asumir que vuestra mente existe. ¿Por qué postulo la existencia de vuestra mente? Porque veo vuestro cuerpo actuando en un cierto sentido. Sus gestos, sus movimientos faciales, sus palabras y su conducta en general son "expresivos", por lo que considero que actúan como lo hace mi conducta, mediante una vida interior como la mía. Este argumento de la analogía es mi razón, de si una creencia instintiva surge antes que éste o no. Pero ¿qué es aquí "vuestro cuerpo" sino un percepto de mi entorno? Es sólo animando ese objeto, mi objeto, como yo tengo la oportunidad de pensar en vosotros. Si el cuerpo que impulsáis no es el mismo cuerpo que veo ahí, sino algún duplicado de vuestro propio cuerpo con el que nada tiene que ver, vosotros y yo pertenecemos a universos distintos, y hablar de vosotros es absurdo para mí. Incluso así, miríadas de universos como éste pueden coexistir, permaneciendo irrelevantes los unos para los otros. Mi interés tiene que ver únicamente con el universo al que mi propia vida está conectada.

En esta parte perceptual de mi universo que yo llamo vuestro cuerpo, vuestra mente y mi mente se encuentran y pueden llamarse conterminales. Vuestra mente impulsa ese cuerpo y mi mente lo ve, mis pensamientos pasan a él como a sus

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armoniosas realizaciones cognitivas, vuestras emociones y voliciones pasan a él como las causas a sus efectos.

Pero este percepto se sostiene junto a todos nuestros otros preceptos físicos. Forman una misma materia con él, y si fuera nuestra posesión común, debería ser por tanto lo mismo. Por ejemplo, vuestra mano sostiene un extremo de una cuerda y mi mano sostiene el otro extremo. Tiramos uno contra otro. ¿Pueden nuestras dos manos ser objetos comunes en esta experiencia y no ser la cuerda igualmente común? Lo que es cierto sobre la cuerda es cierto sobre otro percepto. Vuestros objetos son una y otra vez lo mismo que los míos. Si os pregunto dónde está un objeto vuestro, nuestro viejo Memorial Hall, por ejemplo, vosotros señaláis hacia mi Memorial Hall con vuestra mano, que yo veo. Si alteráis un objeto en vuestro mundo, sacáis una vela, por ejemplo, cuando yo estoy presente, mi vela desaparece ipso facto. Sólo mediante la alteración de un objeto es como yo supongo que vosotros existís. Si vuestros objetos no se unen a mis objetos, si no son idénticos en lo que los míos lo son, deben ser probados como existentes positivamente en algún otro lugar. Sin embargo, ningún otro lugar puede serles asignado, por lo que su sitio debe ser el que parece ser, el mismo8 .

Prácticamente, entonces, nuestras mentes se encuentran en un mundo de objetos que comparten, que estarían aún allí, si una o varias de nuestras mentes fuera destruida. No puedo ver objeción formal alguna para que esta suposición no sea literalmente cierta. En los principios que estoy defendiendo, una "mente" o "conciencia personal" es el nombre para una serie de experiencias que corren juntas mediante ciertas transiciones definidas, y una realidad objetiva es una serie de experiencias similares tejida mediante diferentes transiciones. Si una y la misma experiencia puede figurar dos veces, una vez en lo mental y otra en un contexto físico (como he tratado en mi artículo sobre "Conciencia", para mostrar que puede), uno no ve por qué no podría figurar una tercera vez, o cuatro veces, o cualquier número de veces, contrayendo igual número de contextos mentales diferentes, y en el mismo sentido, situándose en su intersección, pueda ser continuada en líneas muy distintas. Aboliendo cualquier número de contextos no se destruiría la experiencia en sí misma o el resto de sus contextos, no más que aboliendo algunas de las continuaciones lineales de la cuestión se destruirían las otras, o destruirían la propia cuestión.

Conozco bien la sutil dialéctica que insiste en que un término tomado en otra relación debe necesitar ser un término intrínsecamente diferente. El asunto sigue siendo la vieja cuestión griega sobre que el mismo hombre no puede ser alto en relación con un vecino, y bajo en relación con otro, porque esto le haría alto y bajo al mismo tiempo. No puedo detenerme a refutar esta dialéctica en este ensayo, por lo que lo paso por alto, dejando este flanco abierto. Sin embargo, si mi lector sólo permitiera que el mismo "ahora" terminase su pasado y comenzase su futuro, o que cuando compra un acre de tierra de su vecino, sea el mismo acre que sucesivamente figura en los dos estados, o que cuando le pago un dólar, el mismo dólar vaya a su bolsillo que salga del mío, tendrá que permitir también en consecuencia que el mismo objeto pueda de forma concebible, actuar como relacionado con el resto de cualquier número de otro tipo de mentes completamente distintas. Esto es suficiente para mi cuestión actual, la noción de sentido común de mentes compartiendo el mismo objeto no ofrece una lógica especial o dificultades epistemológicas propias, se sostiene o no con la posibilidad general de que las cosas sean en relación conjuntiva con otras cosas.

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En principio entonces, dejemos que el realismo natural pase por posible. Vuestra mente y la mía pueden terminar en el mismo percepto, no meramente en contra de él, como si fuera una tercera cosa externa, sino insertándolas en él y uniéndose con él, tal es el tipo de unión conjuntiva que parece experimentarse cuando un término perceptual "realiza". Incluso así, dos cuerdas pueden abrazar el mismo montón, y no tienen por qué tocar ninguno de los dos la parte del otro, excepto ese montón, al que la otra cuerda está sujeta.

No se trata por lo tanto de una cuestión formal, sino únicamente de una cuestión de hecho empírica, en la que cuando se dice que vosotros y yo conocemos el mismo "Memorial Hall", nuestras mentes terminan en o dentro de mi percepto numéricamente idéntico. Obviamente, en realidad, no lo hacen. A parte del daltonismo y posibilidades así, vemos el Hall con perspectivas diferentes. Podéis estar en un lado de éste y yo en el otro. El precepto de cada uno de nosotros, en la medida en que ve la superficie del Hall, es además sólo su término provisional. Lo siguiente más allá de mi percepto no es vuestra mente, sino más perceptos propios en los que mi primer percepto se desarrolla, por ejemplo, el interior del Hall o la estructura interna de sus ladrillos y mortero. Si nuestras mentes fueran en sentido literal, conterminales, nada podría ir más allá del percepto que lo que tuvieran en común, sería una última barrera entre ellos –a menos que de hecho, fluyeran sobre él y se convirtieran en "co-conscientes" sobre una parte aún más amplia de su contenido, lo que (aparte de la transferencia de pensamiento) no parece ser el caso. De hecho, la última barrera común siempre puede ser empujada, por ambas mentes, lejos de cualquier percepto real, hasta que al fin se resuelva en la simple noción de imperceptibles como átomos y demás, de manera que, allí donde terminamos en perceptos, nuestro conocimiento está sólo completado de forma especiosa, siendo, en sentido estrictamente teórico, sólo un conocimiento virtual de aquellos objetos remotos que el concepto realiza.

Sí, ciertamente tienen un espacio en común. En los principios pragmáticos, estamos obligados a predicar la monotonía allí donde no podamos predicar ningún punto de diferencia asignable. Si dos cosas nombradas tienen cada uno de ellos cualidad y función indiscernibles, y están al mismo tiempo en el mismo lugar, deben ser anotadas bajo dos nombres distintos, como numéricamente una. Sin embargo no existe ninguna prueba que se pueda descubrir, hasta donde yo sé, mediante la que pueda ser mostrado que el lugar ocupado por vuestro percepto del Memorial Hall difiere del lugar ocupado por el mío. Las propios perceptos pueden mostrarse para diferir, pero si se pidiera a cada uno de nosotros que señalase dónde está lo percibido, señalaríamos un punto idéntico. Todas las relaciones del Hall, sean geométricas o causales, se originan y terminan en el punto en el que nuestras manos se encuentran, y en el que cada uno comenzaría a trabajar si quisiera hacer que el Hall cambie a los ojos del otro. Así sucede con nuestros cuerpos. Vuestro cuerpo con el que os impulsáis y sentís, desde el interior, debe ser en el mismo punto, como vuestro cuerpo que veo o toco desde fuera. "Existen" para mí términos en los que pongo mi dedo. Si no sentís que el contacto de mis dedos está "ahí", en mi sensación cuando lo pongo en vuestro cuerpo, entonces ¿dónde lo sentís? Vuestros impulsos internos, los de vuestro cuerpo, se encuentran con mi dedo ahí, es ahí donde resistís sus empujes, o donde retrocedéis, o donde apartáis bruscamente el dedo con vuestra mano. Sea cual sea el conocimiento más avanzado que cualquiera de nosotros pueda adquirir de la constitución real del cuerpo que así sentimos, vosotros desde dentro y yo desde fuera, es en el mismo lugar que los constituyentes nuevamente concebidos, o percibidos tienen que ser situados, y es a

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través de ese espacio que vuestros y mis contactos mentales con cada uno tienen siempre que llevarse a cabo, mediante la mediación de las impresiones que expresé en tercer lugar, y de las reacciones que, en consecuencia, esas impresiones puedan provocar de vosotros.

En términos generales, entonces, sea cual sea el diferente contenido, nuestras mentes pueden eventualmente llenar un lugar con él, el lugar en sí es un contenido numéricamente idéntico de las dos mentes, una pieza de propiedad común en la que, a través de la que, y sobre la que, ellos se juntan. El receptáculo de ciertas de nuestras experiencias siendo así comunes, las experiencias en sí podrán convertirse algún día en comunes también. Si este día nunca llegase, nuestros pensamientos terminarían en una identidad completamente empírica, existirá un final, en la medida en que esas experiencias fueran, hacia nuestras discusiones sobre la verdad. Sin que aparezcan puntos de diferencia, tendrían que contar como lo mismo.

VII. CONCLUSIÓN

Con esto tenemos ante nosotros el perfil de una filosofía de pura experiencia. Al comienzo de mi ensayo, la denominé una filosofía mosaico. En los mosaicos reales las piezas se sostienen mediante su soporte, para este soporte pueden tomarse las sustancias, egos trascendentales o absolutos de otras filosofías. En el empirismo radical no hay soporte, es como si las piezas se pegasen por sus bordes, tomando como cemento las transiciones experimentadas entre ellas. Para la experiencia real en tal metáfora evidentemente engañosa, las partes más sustantivas y más transitivas tropiezan continuamente una con otra, en general no es necesario vencer ninguna separación mediante un cemento externo, y cualquier separación experimentada realmente no se supera, permanece y cuenta como separación hasta el final. Sin embargo, la metáfora sirve para simbolizar el hecho de que la experiencia en sí, entendida libremente, puede crecer por sus bordes. Sostengo que, que un momento de ella prolifera en el siguiente mediante transiciones, sean conjuntivas o disyuntivas, que continúan el tejido experiencial, y que no pueden ser negadas. La vida está en las transiciones tanto como en los términos conectados, a menudo, de hecho, parece estar ahí con mayor énfasis, como si nuestros esfuerzos y salidas hacia delante fueran la verdadera línea de batalla, como la delgada línea de la llama avanzando a través del seco campo otoñal que el granjero procede a quemar. En esta línea vivimos eventualmente tanto como retrospectivamente. Es "del" pasado, puesto que llega expresamente como la continuación del pasado; es "del" futuro en la medida en que como el futuro, cuando llega, lo habrá continuado.

Estas relaciones de transición continua experimentada son lo que hace nuestras experiencias cognitivas. En los casos más sencillos y más complejos las experiencias son cognitivas unas de otras. Cuando una de ellas termina una serie previa de éstas con un sentido de realización es, decimos, lo que esas otras experiencias "tienen a la vista". El conocimiento, en tal caso, se verifica, la verdad es "salada" (es conservada en sal).

En cualquier caso, vivimos mayormente en inversiones especulativas, o solamente en nuestras perspectivas. Pero vivir en cosas in posse es tan bueno como vivir en lo real,

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en la medida en que nuestra creencia permanece como buena. Es evidente que para la mayor parte es bueno, y que el universo rara vez censura nuestras versiones.

En este sentido podemos continuar en cada momento creyendo en la existencia de un más allá. Sólo en casos especiales nuestra firme precipitación es reprendida. En nuestra filosofía, el más allá debe ser evidentemente, de naturaleza experiencial. Si no, una experiencia futura nuestra o una experiencia presente de nuestro vecino, debe ser una cosa en sí, en el sentido del término del Dr. Price y del Profesor Strong –esto es, debe ser una experiencia para sí, cuya relación con otras cosas traduzcamos a la acción de moléculas, etéreas ondulaciones, o cualquier otra cosa que los símbolos físicos puedan ser 9–. Esto abre el capítulo de las relaciones del empirismo radical con el panpsiquismo, en las que ahora no puedo entrar.

El más allá puede existir en cualquier caso simultáneamente –para que pueda ser experimentado como haber existido simultáneamente– con la experiencia que de forma práctica lo postula, observando en su dirección, o girando, o cambiando en la dirección de la que es el objetivo. Hasta que llegue esa realidad de la unión, en virtud de la cual la "verdad", incluso ahora, en la que la postulación consiste, el más allá y su cognoscente son entidades separadas una de otra, y esto es por lo que decía anteriormente que la unidad del mundo está, en conjunto, experimentando un aumento. El universo crece continuamente en cantidad gracias a nuevas experiencias que se insertan sobre la más vieja masa de experiencias, pero estas mismas experiencias nuevas a menudo ayudan a la masa de experiencias a adquirir una forma más consolidada.

Estas son las características principales de una filosofía de la pura experiencia. Tiene otros innumerables aspectos y suscita innumerables cuestiones, pero los puntos que he tratado parecen suficiente como puerta de entrada. Bajo mi punto de vista una filosofía así armoniza mejor con un pluralismo radical, con la novedad y el indeterminismo, el moralismo y el teísmo, y con el "humanismo" surgido últimamente entre nosotros gracias a las escuelas de Oxford y Chicago10 . Sin embargo, no puedo estar seguro de que todas esas doctrinas sean sus necesarios e indispensables aliados. Presentan tantos puntos de diferencia, tanto desde el sentido común como desde el idealismo que ha hecho nuestro lenguaje filosófico, que es casi tan difícil de establecer como lo es estudiarlo claramente, y si siempre crece en un sistema respetable, deberá construirse mediante las contribuciones de muchas mentes co-operantes. Me parece, como dije al comienzo de este ensayo, que en realidad muchas mentes se encuentran ahora girando en la dirección que apunta hacia el empirismo radical. Si llegan más lejos por mis palabras, y si entonces añaden sus voces, más fuertes, a mi débil voz, la publicación de este ensayo habrá valido la pena.

Traducción de Oihana Robador (2004)

Notas

1. Teoría del "Mind-dust" (o "Mind-Stuff") según la cual la mente individual procede de la combinación de partículas previas que han existido siempre asociadas con

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átomos materiales. Esta teoría atribuida a W. K. Clifford (1845-1879) es llamada también "Teoría del tejido mental". (N. del T.)

2. Los libros de psicología han descrito recientemente estos hechos con una adecuación aproximada. Me refiero a los capítulos sobre "La corriente de la conciencia" y sobre el Yo en mi obra Principios de psicología, así como en la Metafísica de la experiencia de S. H. Hodgson, vol. I, Capts. VII y VIII.

3. En favor de la brevedad omito en su conjunto la mención al tipo constituido mediante conocimiento de la verdad de proposiciones generales. Este tipo ha sido dilucidado de forma meticulosa y, hasta donde puedo ver, satisfactoriamente en la obra de Dewey Estudios sobre teoría lógica (Chicago, 1903). Tales proposiciones son reductibles a la forma S-es-P; y el "terminus" que verifica y realiza es el SP en combinación. Evidentemente en las experiencias mediadoras pueden estar involucrados preceptos, o en la "satisfactoriedad" de P en su nueva posición.

4. Estos artículos y su doctrina, aparentemente inadvertidos por nadie más, han obtenido últimamente comentarios favorables del Profesor Strong en ese JOURNAL del 12 de mayo, 1904. El Dr. Dickinson S. Miller ha llegado por su cuenta a las mismas conclusiones, que Strong consecuentemente denomina teoría de la cognición de James-Miller.

5. El Sr. Bradley, sin confesar conocer su absoluto aliunde, desrealiza sin embargo la experiencia alegando que se encuentra infectada por la auto-contradicción. Sus argumentos parecen puramente verbales, pero este no es lugar para discutir sobre este punto.

6. Sobre todo, lo que es necesario decir en este ensayo es que también puede ser concebido como funcional, y definido en términos de transiciones, o de posibilidad de tales transiciones.

7. Esta es la razón por la que he llamado a nuestras experiencias, tomadas en su conjunto, un casi-caos. Existe una discontinuidad mucho más vasta en la suma total de las experiencias de lo que habitualmente suponemos. El objetivo nuclear de la experiencia de cada hombre, su propio cuerpo, es, es cierto, una continua percepción; e igualmente continua que lo percibido (a pesar de que podemos no prestar atención a ello) es el entorno material de ese cuerpo, cambiando mediante una transición gradual cuando el cuerpo se mueve. Sin embargo las partes distantes del mundo físico están siempre ausentes para nosotros, y forman simplemente, objetos conceptuales, en la realidad perceptual en la que nuestra vida se inserta a sí misma en modos discretos y relativamente raros. En torno a sus diversos núcleos objetivos, en parte comunes y en parte discretos, del mundo físico real, innumerables pensadores, persiguiendo sus diversas líneas de meditación físicamente verdadera, trazan caminos que se intersectan incongruentemente; y en torno a todos los núcleos de “realidad” compartida flota la vasta nube de experiencias que son completamente subjetivas, que no son sustitucionales, que no encuentran siquiera un final eventual para sí mismas en el mundo perceptual –las simples ensoñaciones y alegrías y sufrimientos y deseos de las mentes individuales–. éstas existen una con otra, de hecho, y con los núcleos objetivos, sin embargo, fuera de ellos es probable que para toda eternidad no inter-relacionada, siempre habrá un sistema del tipo que sea.

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8. La noción de que nuestros objetos están dentro de nuestras respectivas cabezas no es defendible seriamente, por lo que la paso por alto.

9. Nuestras mentes y estas realidades eyectivas tendrían todavía espacio (o pseudo-espacio, tal y como creo que el Profesor Strong llama al medio de interacción entre las "cosas en sí mismas") en común. Este existiría donde y comenzaría a actuar donde situamos las moléculas, etc., y donde percibimos el fenómeno sensible así explicado.

10. He comentado algo sobre esta última alianza en un artículo titulado "Humanismo y verdad" en Mind, octubre 1904.

RAZÓN Y FE

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William James (1905)

Traducción castellana de Oihana Robador (2004)

Este ensayo de William James fue publicado póstumamente en 1924 en Journal of Philosophy (24: 197). Además está recogido en sus obras completas: William James, "Reason and Faith" (1905) en Burckhardt F., Bowers F. Y Skrupskelis I. (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1982, IX, pp. 124-128.

Se me ha pedido que hable sobre Fe y Razón, sin embargo no se ha propuesto ninguna cuestión definida respecto a ellas. Además, se ha anunciado en la prensa que probablemente el Profesor Howison y yo nos enfrentaríamos, pero espero sinceramente que no sea así. Si lo hacemos, será seguramente sobre la cuestión de la autosuficiencia de la Razón para alcanzar conclusiones religiosas sin la ayuda de la fe, de modo que comenzaré, con su permiso, hablando sobre este asunto.

Si la Razón debe o no ser considerada como autosuficiente depende de lo que se entienda por Razón. Estricta y técnicamente, la Razón es una facultad no de hechos sino de principios y relaciones. Al margen de sus propios recursos no puede establecer qué hechos existen; pero si le es dado un hecho, es capaz de inferir otro, y se supone que mediante ciertos principios que posee, es capaz de establecer con anticipación qué relaciones deben tener unos hechos con otros, que las causas por ejemplo, deben preceder y no seguir a sus efectos, y otras parecidas.

La cuestión religiosa es del todo una cuestión fáctica. ¿Existe o no un Dios? ¿Se encuentra el mundo realmente conducido por sus fuerzas más altas o por las más bajas? Sentir que las cosas son más altas o más bajas, pero confesar que las cosas más elevadas carecen de potencia, sería una conclusión irreligiosa. Si hubiera un Dios, la Razón podría ser teísta y decir que existimos junto a él, o panteísta y decir que somos parte de él; pero la Razón tan sólo puede inferir que exista un Dios a partir de los hechos de la experiencia, de su naturaleza en cuanto que necesitan una causa, o del propósito que manifiestan.

Si entendemos la Razón en este sentido estricto de una facultad de inferencia, nada es más notable que su insuficiencia para extraer conclusiones religiosas con una base sólida. El propio ateísmo siempre ha apelado a la Razón en busca de apoyo, por no hablar de las disputas del panteísmo y del teísmo. El libro más profundamente ateo que he podido ver últimamente es Vida de la Razón, de mi colega Santayana, que les recomiendo a todos que lean. Por otra parte, tal y como ustedes saben, para mi colega Royce la existencia de Dios es el único hecho que la Razón asegura. ¿A cuál de estos pensadores mueve la genuina Razón? Hablando del comportamiento humano, y juzgando mediante otras pruebas que no sean la religiosa, la Razón es en ambos muy superior a lo que lo es en la mayoría de nosotros. Ninguno de los dos puede proclamar su monopolio; ninguno puede decir que su colega no la emplea, pero alcanza sus conclusiones mediante una Fe ciega.

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Los hombres del mundo podrían decir probablemente que la Fe se encuentra implícita en las conclusiones de ambos. Su Razón señala la entrada y su Fe entra. La Fe emplea una lógica completamente distinta de la lógica de la Razón. La Razón exige certeza y finalidad para sus conclusiones. La Fe se conforma si las suyas parecen probables y casi juiciosas.

La forma de la Fe es algo así: Si consideramos una determinada visión del mundo, siente que "Es adecuada para ser verdadera"; "estaría bien si fuera verdadera, tendría que ser verdadera; podría ser verdadera; puede ser cierta", dice, "debería ser verdadera” continua; "Será verdadera", concluye, "para mí; esto es, voy a considerarla como si fuera cierta en lo que a mi advocación y acciones concierne".

Obviamente, ésta no es una cadena intelectual de inferencias, como las sorites de los libros de lógica. Podría llamarse si ustedes quieren, la "escalera de la fe"; pero, le llamen como le llamen, es la clase de pendiente en la que vivimos habitualmente. Nuestras conclusiones sobre cualquier asunto complejo no pueden ser mas que probables. Empleamos nuestros sentimientos, nuestra buena voluntad, en juzgar dónde reside la mayor probabilidad, y cuando nuestro juicio ya está conformado, volvemos prácticamente la espalda a las posibilidades más pequeñas, como si éstas no estuvieran ahí. La probabilidad, como saben, es matemáticamente expresable mediante una fracción. Sin embargo, rara vez podemos actuar fraccionadamente -media acción no es acción (¿cuál es la utilidad de medio asesinar a nuestro enemigo? -mejor si no lo tocamos en absoluto); para los propósitos de la acción equiparamos la idea más probable a 1 (o certeza) y consideramos otras ideas como cero.

Llegados a este punto los defensores de la autosuficiencia de la Razón pueden seguir una de las dos direcciones, pero no ambas.

Pueden aceptar la escalera de la fe y adoptarla, pero llamándola al mismo tiempo un ejercicio de Razón. En este caso cierran la controversia mediante una definición verbal, lo que equivale a una capitulación material frente a la facción opuesta.

Otra posibilidad es adherirse a la definición más común de la Razón, y prohibirnos la escalera de la fe, como algo que sólo tiende al error. "Fortalézcase frente a esa pendiente" podrían decir; "espere a una completa evidencia; sólo la Razón y los hechos deben decidir; deje al margen su buena voluntad; no se mueva hasta que no esté seguro”. Pero esta advertencia es tan obviamente imposible de seguir en cualquier asunto práctico o teórico, y los propios racionalistas la siguen tan poco en sus libros y en su práctica, fornicando como lo hacen habitualmente con la inmundicia que denuncian, que no veo cómo podría ser considerada seriamente. Virtualmente equivale a prohibirnos vivir.

Concluyo por tanto, que no queda ya nada por discutir. Si la palabra Razón se utiliza para reemplazar el proceso de la fe, entonces la Razón es en efecto, autosuficiente. Pero si se emplea para excluir el proceso de la fe, entonces su insuficiencia para fundamentar de manera sólida la religión de un hombre me parece demasiado obvia como para que pueda desarrollarse ninguna discusión posterior.

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Sin embargo puede que haya confundido por completo que quieren decir. Quizá tengan en perspectiva la Razón frente a la Experiencia antes que Razón frente a Fe. En ese caso, creo que todavía queda algo por decir.

Estamos de acuerdo en que la cuestión religiosa es una cuestión sobre hechos. El racionalismo religioso piensa que de los hechos de la experiencia finita la Razón puede inferir el Infinito, de lo visible puede inferir el mundo invisible.

Ahora bien, históricamente la pretensión del racionalismo religioso ha sido que todos los hechos de la experiencia, correctamente interpretados, hechos físicos y hechos morales, llevan a conclusiones religiosas, y que los hechos específicamente religiosos, como conversiones, intuiciones místicas o señales providenciales, aunque pueden confirmar nuestra religión, no son necesarios para establecerla en primera instancia. Factores naturales comunes lo harán.

Sin embargo, debo repetir aquí lo que dije al principio. Los hechos de la experiencia natural ¿inclinan la Razón del hombre, mientras ésta existe de forma concreta, hacia conclusiones religiosas? Ciertamente aquellos que tienen cualquier otra apariencia de poseer la Razón se han visto conducidos por los hechos del mundo a conclusiones irreligiosas. La gente probablemente siempre concluirá de manera diversa sobre este asunto, tal y como lo ha hecho hasta ahora. Algunos verán en los hechos morales un poder que actúa a favor de la honradez, y en los hechos físicos un poder intelectual que geometriza, que crea orden y ama la belleza. Pero junto a todos esos hechos hay hechos contrarios en abundancia; y el que busca esos hechos, puede igualmente bien inferir un poder que desafíe la honradez, cree desorden, ame la fealdad y conduzca a la muerte. Depende de qué tipo de hecho se señale como el más esencial. Si tu Razón trata de ser imparcial, si recurre a la comparación estadística, y pregunta qué clase de hechos inclinan la balanza, y hacia qué dirección tienden, concluirá, me parece, en la irreligiosidad, a menos que le demos más experiencias religiosas específicas que la guíen, pues la última palabra en todas partes, según la ciencia puramente naturalista, es la palabra Muerte, la sentencia de muerte que la Naturaleza acarrea sobre plantas y bestias, y sobre el hombre y la tribu, y la tierra y el sol, y sobre todo lo que ha producido.

Sin embargo la experiencia religiosa, estrictamente llamada así, ofrece a la Razón un conjunto adicional de hechos para utilizar. Éstos muestran otra posibilidad a la Razón, y entonces puede entrar la Fe.

Brevemente, los hechos a los que me refiero pueden describirse como experiencias de una vida inesperada que suceden en la muerte. Con esto no me estoy refiriendo a la inmortalidad o a la muerte del cuerpo. Quiero decir la muerte y conclusión de ciertos procesos mentales dentro de la experiencia individual, procesos que conducen al fracaso y en algunos individuos al menos, resultan en desesperación. Lo mismo que el amor romántico parece ser una invención literaria relativamente reciente, estas experiencias de una vida que deriva en la desesperación no parecen haber jugado un gran papel en la teología oficial hasta la época de Lutero, y la mejor manera de subrayar su carácter sería posiblemente, establecer una comparación entre nuestra propia vida interior y la de los antiguos Griegos y Romanos.

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En lo concerniente a su vida moral, los griegos y los romanos eran pueblos extraordinariamente solemnes. Los habitantes de Atenas pensaban que los mismos dioses debían admirar la rectitud de Foción y Aristides, y estos mismos caballeros eran aparentemente de la misma opinión. La veracidad de Catón era tan impecable que la más extrema incredulidad que un romano podía expresar sobre cualquier cuestión era decir "No me lo hubiera creído ni aunque Catón me lo hubiera dicho". Para aquella gente, lo bueno era bueno y lo malo era malo. La hipocresía, que introdujo la Iglesia Cristiana, casi no existía; el sistema naturalista se sostenía firme; sus valores no mostraban vacío ni soportaban ironía. Lo individual, si era suficientemente virtuoso, podía cumplir todos los requisitos posibles. El orgullo pagano nunca se hubiera desmoronado.

Lutero se abrió paso a través de aquella capa de autosuficiencia naturalista. Pensó (y posiblemente estaba en lo cierto) que San Pablo ya lo había hecho. La experiencia religiosa de carácter luterano hace quebrar todos nuestros modelos naturalistas. Dicha experiencia muestra que se es fuerte tan sólo siendo débil. No se puede vivir en el orgullo o en la autosuficiencia. Existe una luz bajo la cual todas las distinciones, excelencias y seguridades de nuestros caracteres, naturalmente fundadas y actualmente aceptadas, parecen auténticas chiquilladas. La única puerta hacia los logros más profundos del Universo es renunciar a nuestra vanidad de ser buenos.

Estos logros, son suficientemente familiares para la Cristiandad evangélica y para lo que hoy en día es conocido como la religión del "movimiento de la curación mental" [Mind-cure] o "Nuevo-Pensamiento" [New-Thought]. El fenómeno es el de la sucesión de nuevas variaciones de la vida en nuestros momentos de mayor desesperación. Existen recursos en nosotros mismos que el naturalismo, con sus virtudes literales nunca consideró, posibilidades que nos dejan sin respiración, y nos muestran un mundo mucho más amplio de lo que la física o la Ética filistea puedan imaginar. He aquí un mundo en el que todo está bien, a pesar de ciertas formas de muerte, verdaderamente a causa de ciertas formas de muerte, la muerte de la esperanza, la muerte de la fortaleza, la muerte de la responsabilidad, del miedo y la preocupación, la muerte de todo aquello sobre lo que el paganismo, el naturalismo y el legalismo habían puesto su confianza.

La Razón, actuando sobre el resto de nuestras experiencias, incluso sobre nuestras experiencias psicológicas, jamás hubiera podido inferir estas experiencias específicamente religiosas antes de su aparición real. Ni siquiera podría sospechar su existencia, ya que éstas son discontinuas respecto de la experiencia "natural", e invierten sus valores. Sin embargo, en la medida en que vienen y son dadas, la Creación se ensancha ante nuestra vista. Sugieren que nuestra experiencia "natural" así llamada, vendría a ser tan sólo un fragmento de la realidad. Debilitan las líneas maestras de la Naturaleza y despliegan las más extrañas posibilidades y perspectivas.

Este es el motivo por el que me parece que la Razón, si trabaja en abstracción de las experiencias específicamente religiosas, siempre omite algo y fracasa en su intento de alcanzar conclusiones completamente adecuadas. Esta es la razón por la que la "experiencia religiosa", llamada así tan peculiarmente, necesita en mi opinión, ser considerada e interpretada cuidadosamente por todo aquel que aspire a desarrollar una verdadera filosofía religiosa.

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LA NOCIÓN DE CONCIENCIA

William James (1905)

Traducción castellana de Oihana Robador (2004)

Comunicación presentada (en francés) en el V Congreso Internacional de Psicología, Roma, 30 de abril de 1905. En una nota introductoria advierte William James que "esta comunicación es el resumen, forzosamente condensado, de ideas que el autor ha expuesto a lo largo de estos últimos meses, en una serie de artículos publicados en el Journal of Philosophy, Psychology, and Scientific Methods, editado por M. Woodbridge (Nueva York, 1904 y 1905)".

Me gustaría comunicarles algunas dudas que me han surgido sobre el tema de la noción de Conciencia que reina en todos nuestros tratados de psicología.

Definimos habitualmente la Psicología como la Ciencia de los hechos de la Conciencia, o de los fenómenos, o incluso de los estados de la Conciencia. Que admitamos que ésta depende de yoes personales, o que la consideremos impersonal a la manera del "yo trascendental" de Kant, de la Bewusstheit o del Bewusstsein überhaupt de nuestros contemporáneos alemanes, esta conciencia es considerada siempre como poseedora de una esencia propia, absolutamente distinta de la esencia de las cosas materiales, que tiene el misterioso don de representar y conocer. Los hechos materiales, tomados en su materialidad, no son experimentados, no son objetos de experiencia, no se refieren. Para que éstos adquieran la forma del sistema en el que sentimos vivir, es necesario que aparezcan y a ese hecho de aparecerse, añadido a su existencia bruta, se le denomina la conciencia que tenemos de ellos, o quizá, según la hipótesis panpsiquista, la conciencia que ellos tienen de sí mismos.

He aquí ese arraigado dualismo que parece imposible de alejar de nuestra visión del mundo. Este mundo puede existir perfectamente en sí, pero nosotros no podemos saber nada de él, ya que para nosotros es exclusivamente un objeto de experiencia, y la condición indispensable para ello es que sea referido con pruebas, que sea conocido por un sujeto o sujetos espirituales. Objeto y sujeto, he aquí las dos piernas sin las que parece que la filosofía no sabría dar un paso adelante.

Todas las escuelas están de acuerdo sobre este asunto, la escuela escolástica, el cartesianismo, el kantismo, el neo-kantismo, todas admiten el dualismo fundamental. El positivismo o el agnosticismo de nuestros días, que se jacta de reedificar las ciencias naturales, se da con mucho gusto, es cierto, el nombre de monismo. Pero éste no es sino un monismo verbal. Enuncia una realidad desconocida, pero nos dice que esta realidad se presenta siempre bajo dos "aspectos", un lado consciente y un lado material, y esos dos lados permanecen tan irreductibles como la extensión y el pensamiento, atributos

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fundamentales del Dios de Spinoza. En el fondo, el monismo contemporáneo es spinozismo puro.

Ahora bien ¿cómo se representa esta conciencia de la que todos somos tan dados a admitir su existencia? Imposible definirla, se nos dice, pero todos tenemos una intuición inmediata: en primer lugar la conciencia tiene conciencia de sí misma. Pregunten a la primera persona que se encuentren, hombre o mujer, psicólogo o ignorante, y les responderá que se siente pensar, disfrutar, sufrir, desear, de la misma manera que se siente respirar. La conciencia percibe directamente su vida espiritual como una especie de corriente interior, activa, ligera, fluida, delicada, diáfana por así decir, y absolutamente opuesta a lo que sea materialmente. En suma, la vida subjetiva no parece ser solamente una condición lógicamente indispensable para que haya un mundo objetivo que aparezca, se trata aun de un elemento de la experiencia misma que nosotros experimentamos directamente, del mismo modo que experimentamos nuestro propio cuerpo.

Ideas y Cosas, ¿cómo entonces no reconocer su dualismo? Sentimientos y Objetos, ¿cómo dudar de su heterogeneidad absoluta?

La llamada psicología científica admite esta heterogeneidad como la admitía la antigua psicología espiritualista. ¿Cómo no admitirla? Cada ciencia separa arbitrariamente dentro de la trama de los hechos, un ámbito en el que se encierra, y del que describe y estudia el contenido. La psicología considera como su dominio el ámbito de los hechos de la conciencia. Los postula sin criticarlos, los opone a los hechos materiales y, sin criticar tampoco la noción de estos últimos, los asocia a la conciencia mediante el lazo misterioso del conocimiento, de la apercepción que, para ella, es un tercer tipo de hecho fundamental y último. Siguiendo esta vía, la psicología contemporánea ha celebrado grandes triunfos. Ha podido realizar un boceto de la evolución de la vida consciente, concibiendo esta última como una adaptación cada vez más completa al medio físico circundante. La psicología contemporánea ha podido establecer también un paralelismo en el dualismo, el de los hechos físicos y los acontecimientos cerebrales. Ha explicado las ilusiones, las alucinaciones y hasta cierto punto, las enfermedades mentales. Se trata de bellos progresos, pero todavía quedan bastantes problemas. La filosofía general especialmente, que tiene como deber escrutar todos los postulados, encuentra paradojas e impedimentos ahí donde la ciencia hace caso omiso, y en esto, no hay nada como los amantes de la ciencia popular que nunca se muestran perplejos (ante aquellos). Cuanto más al fondo de las cosas vamos, más enigmas encontramos, y por mi parte confieso que desde que me ocupo seriamente de la psicología, ese viejo dualismo de materia y pensamiento, esta heterogeneidad entendida como absoluto de estas dos esencias, siempre me ha planteado dificultades. Es de algunas de estas dificultades de las que me gustaría hablarles ahora.

Para empezar hay una que, estoy convencido, les habrá llamado la atención a todos. Tomemos la percepción exterior, la sensación directa que nos ofrecen por ejemplo los muros de esta sala. ¿Podemos decir que lo psíquico y lo físico son aquí absolutamente heterogéneos? Al contrario, son tan poco heterogéneos que si nos situamos en el punto de vista del sentido común, si hacemos abstracción de todas las invenciones explicativas, moléculas y ondulaciones etéreas, por ejemplo, que son en el fondo entidades metafísicas; si, en una palabra, tomamos la realidad ingenuamente, tal y como nos es dada en primer lugar, esta realidad sensible de donde dependen nuestros

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intereses vitales y sobre la que responden todas nuestras acciones, esta realidad sensible y la sensación que tenemos de ella son, en el momento en el que la sensación se produce, absolutamente idénticas una con otra. La realidad y la apercepción misma. Las palabras "muros de esta sala" no significan más que esta blancura fresca y sonora que nos rodea, interrumpida por esas ventanas, limitada por esas líneas y esos ángulos. Lo físico aquí, no tiene otro contenido que lo psíquico. El sujeto y el objeto se confunden.

El primero que hace honor a esta verdad es Berkeley. Esse est percipi. Nuestras sensaciones no son pequeños duplicados interiores de las cosas, son las cosas mismas en tanto que éstas nos son presentes. Y como quiera que queramos pensar de la vida ausente, escondida y por así decir privada de las cosas, y como quiera que sean las hipotéticas construcciones que hagamos sobre ella, sigue siendo cierto que la vida pública de las cosas, esta actualidad presente a la que nos confrontan, de donde derivan todas nuestras construcciones teóricas, y a la que todas deben volver y unirse bajo pena de flotar en el aire y en lo irreal, esta actualidad, digo, es homogénea, y no solamente homogénea, sino numéricamente una con una cierta parte de nuestra vida interior.

Eso en lo que respecta a la percepción externa. Cuando nos referimos a la imaginación, a la memoria o a las facultades de representación abstracta, a pesar de que los hechos sean aquí mucho más complicados, creo que de ella se desprende la misma homogeneidad esencial. Para simplificar el problema, excluyamos para empezar toda realidad sensible. Tomemos el pensamiento puro, tal y como se desarrolla en el sueño o en la ensoñación, o en la memoria del pasado. Aquí también, el tejido de la experiencia ¿no tiene un doble uso, lo físico y lo psíquico no se confunden? Si sueño con una montaña de oro, ésta sin duda, no existe más allá del sueño, pero en el sueño es de naturaleza o de esencia perfectamente física, es como física como se me aparece. Si en ese momento me permito acordarme de mi casa en América, y de los detalles de mi reciente embarque para Italia, el fenómeno puro, el hecho que se produce ¿qué es? Es, decimos, mi pensamiento con su contenido. Pero ese contenido, ¿qué es? El contenido de mi pensamiento lleva la forma de una parte del mundo real, es cierto que es una parte distante, de seis mil kilómetros de espacio y de seis semanas de tiempo, pero una parte asociada a la sala en la que estamos por una multitud de cosas, objetos y acontecimientos, por un lado homogéneos con la sala y por otro, con el objeto de mis recuerdos.

Para empezar, ese contenido no se da como un pequeñito hecho interior que posteriormente se proyectaría a lo lejos, sino que se presenta de golpe como el hecho mismo alejado. Y el acto de pensar ese contenido, la conciencia que tengo de él ¿qué es? ¿Es en el fondo otra cosa distinta de formas retrospectivas de nombrar el propio contenido, una vez que lo hemos separado de todos esos intermediarios físicos y lo hemos ligado a un nuevo grupo de asociados que le hacen volver a entrar en mi vida mental, asociados como por ejemplo, las emociones que ha despertado en mí, la atención que le concedo o las ideas que lo han suscitado como recuerdo? No es más que refiriéndose a esos últimos asociados como el fenómeno llega a ser clasificado como pensamiento; mientras que no se refiera más que a los primeros, permanece como fenómeno objetivo.

Es cierto que habitualmente oponemos nuestras imágenes interiores a los objetos, y que las consideramos como pequeñas copias, como calcos o dobles, debilitados, de dichos objetos. Lo que un objeto presenta tiene un vivacidad y una nitidez superiores a

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las de la imagen. Le hace así contraste, y para servirme del excelente término de Taine, le sirve de reductor. Cuando los dos están presentes juntos, el objeto toma el primer plano y la imagen "recula", se convierte en una cosa "ausente". Pero este objeto presente ¿qué es en sí mismo? ¿De qué tejido está hecho? Del mismo tejido que la imagen. Está hecho de sensaciones, él es cosa percibida. Su esse es percipi, y él y la imagen son genéricamente homogéneos.

Si en este momento pienso en mi sombrero, que acabo de dejar en el guardarropa, ¿dónde está el dualismo, el discontinuo, entre el sombrero pensado y el sombrero real? Es de un verdadero sombrero ausente de lo que mi espíritu se ocupa. Lo tengo en cuenta prácticamente como si de una realidad se tratase. Si estuviera presente en esta mesa, el sombrero determinaría un movimiento de mi mano: yo me lo quitaría. De la misma forma, ese sombrero concebido, ese sombrero idealizado, determinará luego la dirección de mis pasos. Iré a cogerlo. La idea que tengo de él se continuará hasta la presencia sensible del sombrero y se fundirá con ella armoniosamente.

Concluyo entonces que –aunque hay un dualismo práctico–, ya que las imágenes se distinguen de los objetos, tienen lugar, y nos llevan a ellos, no hay motivo para atribuirles una diferencia de naturaleza esencial. Pensamiento y actualidad están hechos de un solo y único tejido, que es el tejido de la experiencia en general.

La psicología de la percepción externa nos lleva a la misma conclusión. Cuando percibo el objeto ante mí como una mesa de tal forma, a tal distancia, se me explica que este hecho es debido a dos factores. En primer lugar, a una materia sensible que me entra por la vía de los ojos y que ofrece el elemento de exterioridad real, y en segundo lugar, a ideas que se despiertan, que salen al encuentro de esta realidad, la clasifican y la interpretan. Pero, en la mesa concretamente percibida ¿qué parte es sensación y qué parte es idea? Lo externo y lo interno, lo extenso y lo inextenso, se fusionan y constituyen un matrimonio indisoluble. Esto recuerda a esos panoramas circulares, donde los objetos reales, rocas, hierba, carros, etc., que ocupan el primer plano, están tan ingeniosamente unidos al lienzo que constituye el fondo y que representa una batalla o un vasto paisaje, que ya no sabemos distinguir lo que es objeto de lo que es pintura. Las costuras y las juntas son imperceptibles.

¿Podría suceder esto si el objeto y la idea fueran de naturaleza absolutamente desigual?

Estoy convencido de que consideraciones parecidas a las que acabo de expresar habrán suscitado ya, también entre ustedes, dudas sobre el tema del supuesto dualismo.

Y aún surgen otras razones para dudar. Existe toda una esfera de adjetivos y atributos que no son ni objetivos, ni subjetivos de manera exclusiva, sino que los empleamos unas veces de una manera y otras de otra, como si nos complaciésemos en su ambigüedad. Hablo de las cualidades que apreciamos, por así decir, en las cosas, su lado estético, moral o su valor para nosotros. La belleza, por ejemplo, ¿dónde reside? ¿Está en la estatua, en la sonata o en nuestro espíritu? Mi colega en Harvard, Georges Santayana, ha escrito un libro de estética1, en el que llama a la belleza "el placer objetivado"; y ciertamente, es aquí precisamente donde podríamos hablar de proyección hacia el exterior. Decimos indiferentemente, un calor agradable, o una sensación agradable de calor. La rareza, lo valioso del diamante nos parecen cualidades esenciales

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de éste. Hablamos de una tormenta espantosa, de un hombre detestable, de una acción indigna, y creemos hablar objetivamente, aunque esos términos no expresan mas que relaciones con nuestra propia sensibilidad emotiva. Decimos incluso, un camino penoso, un cielo triste, una puesta de sol maravillosa. Toda esta manera animista de ver las cosas que parece haber sido la forma primitiva de pensar de los hombres, puede explicarse perfectamente (y el Sr. Santayana, en otro reciente libro2, así lo ha explicado), por la costumbre de atribuir al objeto todo lo que experimentamos en su presencia. La división de lo subjetivo y de lo objetivo es el resultado de una reflexión muy avanzada, que todavía nos gusta citar en muchos lugares. Cuando las necesidades prácticas no nos arrastran forzosamente, parece que nos gusta mecernos en lo vago.

Las cualidades secundarias, en sí mismas, calor, sonido, luz, no tienen todavía hoy mas que una atribución vaga. Para al sentido común, y la vida práctica, son absolutamente objetivas, físicas. Para el físico, son subjetivas. Según él, solo la forma, la masa, el movimiento, tienen una realidad exterior. Para el filósofo idealista, al contrario, la forma y el movimiento son tan objetivos como luz y calor, y solo el "noúmeno", participa de una realidad extramental completa.

Nuestras sensaciones íntimas conservan todavía esta ambigüedad. Hay ilusiones de movimiento que prueban que nuestras primeras sensaciones de movimiento eran generalizadas. Es el mundo entero, con nosotros, el que se mueve. Ahora distinguimos nuestro propio movimiento del de los objetos que nos rodean, y entre los objetos distinguimos los que permanecen en reposo. Pero es en estados de vértigo donde recaemos aún hoy, en la indiferenciación primera.

Todos conocen sin duda, esa teoría que ha pretendido hacer de las emociones una suma de sensaciones viscerales y musculares. Esta teoría ha dado lugar a muchas controversias, y ninguna opinión ha logrado aún la unanimidad. Ustedes conocen también las controversias sobre la naturaleza de la actividad mental. Unos sostienen que es una fuerza puramente espiritual que estamos en situación de percibir inmediatamente como tal. Otros pretenden que lo que llamamos actividad mental (esfuerzo, atención, por ejemplo) no es mas que el reflejo sentido de ciertos efectos de los que nuestro organismo es el centro, tensiones musculares en el cráneo y en el gaznate, parada y paso de la respiración, flujo sanguíneo, etc.

Sea como sea que se resuelvan las controversias, su existencia prueba claramente una cosa, y es que es muy difícil, o incluso absolutamente imposible de saber, por la sola inspección íntima de ciertos fenómenos, si son de naturaleza física o externa, o si son de naturaleza puramente psíquica e interna. Siempre nos es necesario encontrar razones para apoyar nuestro punto de vista; nos es necesario buscar la clasificación más probable del fenómeno; y a fin de cuentas podría suceder perfectamente que todas nuestras clasificaciones habituales habrían tenido sus razones antes que en alguna facultad en la que deberíamos de percibir dos esencias últimas y diversas que compondrían juntas la trama de las cosas, en las necesidades de la práctica. El cuerpo de cada uno de nosotros supone un contraste práctico casi violento con el resto del medio ambiente. Todo lo que sucede en el interior de este cuerpo nos es más íntimo e importante que lo que sucede en otra parte. Se identifica con nuestro yo, se adhiere a él. Alma, vida, aliento ¿quién sabría distinguirlas exactamente? Incluso nuestras imágenes y nuestros recuerdos, que no actúan sobre el mundo físico más que por medio de nuestro cuerpo, pareciendo pertenecer a él, los tratamos como internos y los clasificamos como

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nuestros sentimientos afectivos. Hay que reconocer, en suma, que la cuestión del dualismo del pensamiento y de la materia está muy lejos de ser finalmente resuelta.

He aquí terminada la primera parte de mi discurso. He querido transmitirles, señoras y señores, mis dudas, así como la realidad y la importancia del problema.

En lo que respecta a mí, tras largos años de duda, he terminado por tomar una decisión rotunda. Creo que la conciencia, tal y como se la representa comúnmente, sea como entidad, sea como actividad pura, pero en todo caso como fluido, inextenso, diáfano, vacío de todo contenido propio, conociéndose directamente a sí mismo, espiritual al fin, creo, digo, que esta conciencia es una pura quimera, y que la suma de realidades concretas que la palabra conciencia debería abarcar, merece una descripción totalmente distinta, descripción que por lo demás, una filosofía atenta a los hechos y sabiendo hacer un poco de análisis, estaría en lo sucesivo en situación de producir o, más bien, de comenzar a producir. Sería mucho más corta que la primera, porque si la desarrollase sobre la misma escala, sería mucho más larga. Es necesario, en consecuencia, que me restrinja a las indicaciones indispensables.

Admitamos que la conciencia, la Bewusstheit, concebida como esencia, entidad, actividad o mitad irreductible de cada experiencia, sea suprimida, que el dualismo fundamental y por así decir ontológico sea abolido y que lo que suponíamos existir sea solamente lo que hemos llamado hasta ahora el contenido, el Inhalt, de la conciencia; ¿cómo va la filosofía al salir del paso con esa especie de vago monismo que resultará de ella? Voy a tratar de transmitirles a continuación algunas sugestiones positivas, aunque temo que, a falta del desarrollo necesario, mis ideas no serán de una gran claridad. Con tal de que yo indique el comienzo del camino, será quizá suficiente.

En el fondo, ¿por qué nos aferramos de manera tan tenaz a esta idea de una conciencia sobreañadida a la existencia del contenido de las cosas? ¿Por qué la reclamamos tan fuertemente, de forma que aquel que la negase nos parecería mas bien un bromista pesado antes que un pensador? ¿No es para salvar el hecho innegable de que el contenido de la experiencia no tiene solamente una existencia propia, inmanente e intrínseca, sino que cada parte de ese contenido contagiada por así decir, por sus vecinas, da cuenta de sí misma a otras, sale de alguna manera de sí, para ser conocida, y que así todo el campo de la experiencia sea transparente de parte a parte, constituido como un espacio lleno de espejos?

Esta bilateralidad de las partes de la experiencia –a saber, por un lado, que existen con cualidades propias; y por otro, que se refieren a otras partes–, es constatada por la opinión reinante que la explica mediante un dualismo fundamental de constitución que pertenece a cada fragmento de experiencia propia. En esta hoja de papel no hay solamente, decimos, el contenido, la blancura, la delgadez, etc., sino que también existe ese segundo hecho de la conciencia de esta blancura y de esta delgadez. Esta función de ser "referido", de formar parte de la trama completa de una experiencia más comprensiva, lo erigimos en hecho ontológico, y alojamos ese hecho en el interior mismo del papel, acoplándolo a su blancura y a su delgadez. No es una relación extrínseca que suponemos, es una mitad del fenómeno mismo.

Creo que en suma, nos representamos la realidad como constituida de la manera en la que están hechos los "colores" que nos sirven para la pintura. Para empezar hay

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materias colorantes que corresponden al contenido, y hay un vehículo, óleo o cola, que las mantiene en suspensión y que corresponde a la conciencia. Es un dualismo completo, en el que, empleando ciertos procedimientos, podemos separar cada elemento del otro por vía de sustracción. Es así como nos aseguramos que haciendo un gran esfuerzo de abstracción introspectiva, podemos aprehender nuestra conciencia sobre lo vivo, como una actividad espiritual pura, casi despreciando por completo las materias que en un momento dado ella alumbra.

Ahora, yo les pregunto si podríamos también invertir completamente este punto de vista. Supongamos, en efecto, que la realidad primera sea de naturaleza neutra, y llamémosla mediante algún nombre ambiguo, como fenómeno, dato, Vorfindung. Yo mismo hablo sobre él en plural, y le doy el nombre de experiencias puras. Esto será un monismo, si quieren, pero un monismo completamente rudimentario y absolutamente opuesto al llamado monismo bilateral del positivismo científico o spinozista.

Estas experiencias puras existen y se suceden, entran en relaciones infinitamente variadas las unas con las otras, relaciones que son en sí mismas partes esenciales de la trama de las experiencias. Existe "Conciencia" de esas relaciones del mismo modo que existe "Conciencia" de sus términos. Resulta que grupos de experiencias se remarcan y distinguen, y una sola y misma experiencia, vista la gran variedad de sus relaciones, puede desempeñar un papel en diversos grupos a la vez. Es así como en cierto contexto de vecindad, sería clasificada como un fenómeno físico, mientras que en otro entorno figuraría como un hecho de conciencia, al modo como una misma partícula de tinta puede pertenecer simultáneamente a dos líneas, una vertical, otra horizontal, con tal de que esté situada en su intersección.

Tomemos, para fijar nuestras ideas, la experiencia que tenemos en este momento del local donde estamos, de estos muros, de esta mesa, de estas sillas, de este espacio. En esta experiencia plena, concreta e indivisa, tal y como está aquí dada, el mundo físico objetivo y el mundo interior y personal de cada uno de nosotros se encuentran y se fusionan como dos líneas se fusionan en su intersección. Como cosa física, esta sala tiene relaciones con el resto del edificio, edificio que nosotros no conocemos y no conoceremos. Debe su existencia a toda una historia de financieros, arquitectos y obreros. Pesa sobre el suelo; durará indefinidamente en el tiempo; si el fuego prendiese en él, las sillas y las mesas que contiene serían rápidamente reducidas a cenizas.

Como experiencia personal, al contrario, como cosa "referida", conocida, consciente, esta sala tiene continuidades y consecuencias muy distintas. Sus antecedentes no son los obreros, son nuestros respectivos pensamientos. Dentro de poco no figurará mas que como un hecho fugitivo en nuestras biografías, asociada a agradables recuerdos. Como experiencia física, no tiene ningún peso, sus muebles no son combustibles. No ejerce fuerza física más que sobre nuestros cerebros, y muchos de nosotros niegan todavía esta influencia; mientras que la sala física está en relación de influencia física con el resto del mundo.

Y sin embargo, es de la propia sala de lo que se trata en los dos casos. Mientras que no hagamos física especulativa, mientras que nos situemos en el sentido común, es la sala vista y sentida la que verdaderamente es la sala física. De qué hablamos si no es de esto, de esa misma parte de la naturaleza que todos nuestros espíritus, en ese momento, abrazan, que tal cual es en la experiencia actual e íntima de cada uno de nosotros, y que

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nuestro recuerdo se considerará siempre como una parte integrante de nuestra historia. Es absolutamente un mismo tejido el que figura simultáneamente, según el contexto que consideremos, como hecho material y físico, o como hecho de conciencia íntima.

Creo por tanto que no sabríamos tratar la conciencia y la materia como si fueran esencias diferentes. No se obtiene ni una ni la otra por sustracción, descuidando cada vez la otra mitad de una experiencia de composición doble. Las experiencias son al contrario primitivamente, de naturaleza más bien simple. Se convierten en conscientes en su totalidad, se convierten en físicas en su totalidad; y es por vía de adición como ese resultado se realiza. Sin embargo cundo las experiencias se prolongan en el tiempo, entrando en relaciones de influencia física, rompiéndose, calentándose, iluminándose, etc., mutuamente, hacemos de ellas un grupo aparte que llamamos el mundo físico. Sin embargo, al contrario, cuando son fugitivas, inertes físicamente, cuando su sucesión no se sigue de un orden determinado, sino que parece mas bien obedecer a caprichos emotivos, hacemos con ellas otro grupo que llamamos el mundo psíquico. Es entrando en el presente en un gran número de esos grupos psíquicos que esta sala se convierte ahora en cosa consciente, en cosa referida, en cosa sabida. Formando parte en lo sucesivo de nuestras respectivas biografías, no será seguida de esta necia y monótona repetición de sí misma en el tiempo que caracteriza su existencia física. Será seguida, al contrario, por otras experiencias que serán discontinuas con ella, o que tendrán ese tipo particular de continuidad que llamamos recuerdo. Mañana, habrá tenido su lugar en cada uno de nuestros pasados; pero los presentes diversos a los que todos esos pasados estarán ligados mañana, serán muy diferentes del presente del que esta sala disfrutará mañana como entidad física.

Los dos tipos de grupos están formados por experiencias, pero las relaciones de las experiencias entre sí difieren de un grupo a otro. Es por tanto por adición de otros fenómenos que un determinado fenómeno se convierte en consciente o conocido, no es por un desdoblamiento de esencia interior. El conocimiento de las cosas les sobreviene, ella no les es inmanente. No es el hecho de un yo trascendental, ni de una Bewusstheit o acto de conciencia que los animaría a cada uno. Ellas se conocen una a otra, o más bien hay quien conoce a las otras; y la relación que llamamos conocimiento no es en sí misma, en muchos casos, más que una continuación de experiencias intermediarias perfectamente susceptibles de ser descritas en términos concretos. No se trata en absoluto del misterio trascendente en el que se han complacido tantos filósofos.

Pero esto nos llevaría mucho más lejos. No puedo entrar aquí en todos los recovecos de la teoría del conocimiento, o de eso que, ustedes italianos, llaman gnoseología. Debo contentarme con esas breves observaciones, o simples sugestiones, que creo que son todavía oscuras, a falta de los desarrollos necesarios.

Permítanme por tanto que resuma todo lo dicho –muy someramente, y en un estilo dogmático– en las seis tesis siguientes:

1º La Conciencia, tal como se la entiende ordinariamente, no existe, no más que la Materia, a la que Berkeley ha dado el golpe de gracia;

2º Lo que existe y forma la parte de verdad que la palabra "Conciencia" recubre, es la susceptibilidad que poseen las partes de la experiencia de ser relacionadas o conocidas;

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3º Esta susceptibilidad se explica por el hecho de que ciertas experiencias pueden llevar las unas a las otras mediante experiencias intermediarias netamente caracterizadas, de tal forma que las unas se encuentran desempeñando el papel de cosas conocidas y las otras el de sujetos cognoscentes;

4º Se puede perfectamente definir esos dos papeles sin salir de la trama de la experiencia misma, y sin invocar nada trascendente;

5º Las atribuciones sujeto y objeto, representado y representativo, cosa y pensamiento, significan por tanto una distinción práctica que es de la máxima importancia, pero que es de orden FUNCIONAL solamente, y en absoluto ontológica como el dualismo clásico la representa;

6º A fin de cuentas, las cosas y los pensamientos no son en ningún punto profundamente heterogéneas, pues están hechos de un mismo tejido, tejido que no se puede definir como tal, sino solamente experimentar, y que se puede llamar, si se quiere, el tejido de la experiencia en general.

Traducción de Oihana Robador (2004)

Notas

1. The Sense of Beauty (Macmillan y Cia.).

2. The Life of Reason (ibid., 1905).

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LAS ENERGÍAS DE LOS HOMBRES1

William James (1906)

Traducción castellana de Izaskun Martínez (2005)

Este ensayo, "Las energías de los hombres" ["The Energies of Men"], fue publicado por William James en enero de 1907 en la revista The Philosophical Review (16, pp. 1-20), aunque originalmente fue el discurso que pronunció James en calidad de presidente ante la Asociación Americana de Psicología en la Universidad de Columbia, el 28 de diciembre de 1906. Un año más tarde, este ensayo, fue publicado de nuevo, después de omitir algunas cosas y añadir otras, bajo en título de "Los poderes del hombre" ["The Powers of Men"]. Las energías, los poderes y las posibilidades son centrales en la antropología filosófica de William James. Ambos ensayos están recogidos en sus obras completas: "The Energies of Men" (1906) en Burkhardt F., Bowers F. y Skrupskelis I. (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1982, IX, pp. 129-146 y "The Powers of Men" (1908), IX, pp. 147-161.

Hoy en día oímos hablar mucho de la diferencia entre psicología estructural y psicología funcional. No estoy seguro de entender la diferencia, pero probablemente tiene algo que ver con lo que en privado estoy acostumbrado a distinguir como el punto de vista analítico y el punto de vista clínico en la observación psicológica. El profesor Sanford en un "Proyecto de un curso introductorio de psicología", publicado recientemente, recomendaba en este tema "la actitud médica" como la que el profesor, antes de todo, debería tratar de inculcar al discípulo. Imagino que pocos de ustedes pueden haber leído los trabajos magistrales sobre patología mental del profesor Pierre Janet sin quedar impresionados por el poco uso que hace de la maquinaria sobre la que generalmente se basan los psicólogos, y por su apoyo sobre concepciones que no oímos, en absoluto, ni en los laboratorios ni en las publicaciones científicas. Diferenciaciones y asociaciones, la elevación y la caída de los umbrales, impulsos e inhibiciones, fatiga: estos son los términos con los que nuestra vida interior es analizada por los psicólogos que no son médicos y con los que, se quiera o no, deben ser expresadas sus anomalías desde la normalidad. En efecto, pueden ser descritas, después del hecho, en tales términos, pero siempre débilmente y todos deben sentir cuánto queda inexplicado y cuánto se deja fuera.

Cuando volvemos a las páginas de Janet encontramos otras formas de pensamiento utilizadas. Oscilaciones del nivel de energía mental, diferencias de tensión, desdoblamientos de conciencia, sentimientos de insuficiencia y de irrealidad, sustituciones, agitaciones y ansiedades, despersonalizaciones: estos son los conceptos elementales que impone a este observador clínico la completa consideración de la vida de su paciente. Tienen nada o poco que ver con las categorías habituales de laboratorio. Pidan a un psicólogo científico que prediga qué síntomas debe tener un paciente cuando

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su "dosis de energía mental" disminuye, y sólo podrá pronunciar la palabra fatiga. No podría predecir nunca estas consecuencias que Janet agrupa bajo el término "psicastenia", a saber, las más extravagantes obsesiones y agitaciones, las más completas distorsiones de las relaciones entre el yo y el mundo.

Yo no garantizo que los conceptos de Janet sean válidos, y tampoco digo que los dos modos de considerar la mente se contradigan el uno al otro o se excluyan recíprocamente: sólo digo que no están, por así decir, en el mismo plano. Cada uno cubre una pequeña parte de toda nuestra vida mental en la que incluso no interfiere ni entran en conflicto. Mientras que los conceptos clínicos, aunque puedan ser más vagos que los analíticos, son ciertamente más adecuados, proporcionan una imagen más concreta del modo como trabaja la mente y tienen una importancia práctica más inmediata. Así, "la actitud médica", "la psicología funcional" hoy en día es sin ninguna duda la cosa más digna de un estudio general.

Deseo dedicar esta hora a un concepto de psicología funcional, un concepto que nunca antes mencionado u oído en los círculos de laboratorio, pero que quizá ha sido utilizado, más que ningún otro, prácticamente por el público: me refiero al concepto de la suma de energía disponible para poner en marcha las propias operaciones mentales y morales. Prácticamente cada uno reconoce en sí mismo la diferencia entre los días en los que el flujo de esta energía es alto y en los que es bajo, aunque ninguno sepa exactamente qué realidad abarca el término energía usado aquí, ni lo que sus flujos, tensiones y niveles son en sí mismos. Esta vaguedad es probablemente la razón por la que nuestros psicólogos científicos ignoran incluso este concepto. Indudablemente este concepto se conecta con las energías del sistema nervioso, pero presenta fluctuaciones que no pueden ser fácilmente traducidas en términos nerviosos. Se revela como una noción de cantidad, pero sus flujos y reflujos producen extraordinarios resultados cualitativos. Y aunque mantener elevado el mismo nivel es la cosa más importante que puede sucederle a un hombre, no he encontrado en ninguna de mis lecturas ni una sola página o parágrafo de un libro de psicología científica en los que se hable de ello: los psicólogos han dejado de tratar este tema, y son exclusivamente los moralistas, los mind-curers y los médicos exclusivamente los que lo tratan.

Todo el mundo está familiarizado con el fenómeno de sentirse más o menos vivo en diferentes días. Todo el mundo sabe que, dado cualquier día, hay energías inactivas en él que los estímulos de tal día no despiertan, pero que podrían desplegarse si fueran más fuertes. La mayor parte de nosotros siente como si viviera habitualmente bajo una especie de nube suspendida sobre él, manteniéndole bajo su más alto punto de claridad en el discernimiento, de seguridad en el razonamiento o de firmeza en la decisión. Comparado con el estado en el que deberíamos estar, solamente estamos medio despiertos. Nuestros fuegos son sofocados, nuestros impulsos son dominados. Hacemos uso solamente de una pequeña parte de nuestros posibles recursos mentales y físicos. En algunas personas este sentido de desconexión de sus verdaderos recursos es entonces extremo, y encontramos unas claras condiciones neurasténicas y psicoasténicas, con la vida reducida en un tejido de imposibilidades como el que describen los libros de medicina.

Las razones de nuestra imperfecta vitalidad, por la que avanzamos con dificultad, pueden ser explicadas por la psicología científica. Este es el resultado de la inhibición ejercida por una parte de nuestras ideas sobre otras partes. La conciencia nos hace a

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todos cobardes. Las convenciones sociales nos impiden decir la verdad a la manera de los héroes y las heroínas de Bernard Shaw. Nuestra respetabilidad científica nos contiene a la hora de ejercitar libremente las partes místicas de nuestra naturaleza. Si somos médicos nuestras simpatías por la cura psíquica son impedidas y si somos mind-curist son impedidas nuestras simpatías por la medicina. Todos nosotros conocemos personas que son modelos de excelencia pero que pertenecen al tipo mental filisteo extremo. Es tan mortífera su respetabilidad intelectual que hace que, de ninguna manera, podamos conversar con ellas sobre ciertos temas, no permite que ejercitemos nuestras mentes con ellas, o que no podamos ni siquiera mencionarlos en su presencia. Yo cuento, entre mis más queridos amigos, con personas que sufren similares inhibiciones intelectuales, con las que habría sido capaz gustosamente de hablar libremente sobre ciertos temas interesantes para mí, o sobre ciertos autores como Bernard Shaw, Chesterton, Edward Carpenter, H. G. Wells, pero no ha sido posible porque les hacía sentirse demasiado incómodos; no se prestaban a ello y yo debía callarme. Un intelecto así, sometido a la literalidad y al decoro produce sobre las personas el mismo efecto que produciría en un hombre físicamente sano el hecho de habituarse a realizar su trabajo con un solo dedo, dejando inmovilizado el resto de su organismo sin utilizarlo.

En pocos de nosotros hay funciones que no sean paralizadas por el ejercicio de otras funciones. G. T. Fechner es una extraordinaria excepción que confirma la regla. Fechner podía usar sus facultades místicas siendo científico. Podía ser, al mismo tiempo, críticamente agudo y devoto. Imagino que pocos hombres de ciencia pueden rezar, pocos pueden mantener una viva comunión con Dios. Sin embargo, muchos de nosotros sabemos muy bien cuánto más libres en muchas direcciones y cuánto más hábiles serían nuestras vidas si no fueran selladas tales formas importantes de ganar energía. En todas las personas existen formas potenciales de actividad que, en la práctica, no son usadas.

La existencia de reservas de energía a las que habitualmente usamos nos es muy familiar en el fenómeno de "segunda aura". Generalmente nos paramos cuando encontramos el primer estrato efectivo, por así llamarlo, de fatiga. En este punto hemos caminado, jugado o trabajado "lo suficiente" y desistimos. Esta suma de fatiga es un impedimento eficaz que señala el límite de nuestra vida ordinaria. Pero si una necesidad inusual nos obliga a continuar sucede una cosa sorprendente. El cansancio aumenta hasta un cierto punto crítico en el que gradual o súbitamente desaparece y nos encontramos más frescos que al principio. Evidentemente nos encontramos de repente en un nivel de nueva energía, oculto hasta entonces por el obstáculo del cansancio que habitualmente obedecemos, y estrato tras estrato de esta experiencia, puede sobrevenir una tercera y una cuarta aura. La actividad mental muestra este fenómeno como si fuera físico y en casos excepcionales podemos encontrar, al otro lado del punto más extremo de fatiga, un gran alivio y una capacidad que nosotros mismos nunca habríamos soñado tener, fuentes de fortaleza que habitualmente no usamos en absoluto en un esfuerzo excesivo porque habitualmente no avanzamos tras el obstáculo, no pasamos nunca esos primeros puntos críticos.

Cuando atravesamos este obstáculo, #191qué nos empuja a hacerlo? O un estímulo inusual que nos llena de excitación emocional, o alguna idea inusual de necesidad nos inducen a realizar un esfuerzo extraordinario de voluntad. Excitaciones, ideas y esfuerzos, en una palabra, son lo que nos lleva al otro lado de la barrera.

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En estas condiciones hiperasténicas que la invalidez crónica lleva a menudo consigo, la barrera ha cambiado su sitio normal. El umbral del dolor está anormalmente cercano. El mínimo ejercicio funcional provoca una angustia mental que somete y detiene al paciente. En tales casos de "neurosis habitual" a menudo aparece un nuevo y mayor grado de capacidad como consecuencia de la cura a base de imposiciones y de esfuerzos que el médico obliga al paciente a llevar a cabo contra su voluntad. Primero aparece el verdadero extremo de la angustia, después le sigue un alivio inesperado. No cabe duda de que cada uno de nosotros, somos víctimas de "neurosis habitual". Debemos admitir el límite potencial más extenso y su uso limitado actual. Estamos sujetos a inhibiciones debidas a grados de fatiga que hemos llegado a obedecer solo por hábito. Muchos de nosotros podemos aprender a empujar más allá la barrera y a vivir en un perfecto bienestar en unos niveles de capacidad mucho más altos.

La gente de campo y la gente de ciudad, como clase, ilustran esta diferencia. El rápido ritmo de la vida, el número de decisiones en una hora, el gran número de cosas que se deben tener en cuenta en la ocupada vida de un hombre o de una mujer de ciudad, le parecen monstruoso a una persona de campo. No entiende, en absoluto, cómo vivimos. Pero trasládenlo a la ciudad y, en un año o dos, si no es muy mayor, aprenderá él mismo a mantener el ritmo como cualquiera de nosotros, obteniendo más de sí mismo en una semana que lo que habría hecho en su casa en diez semanas. Los fisiólogos muestran cómo uno puede mantenerse equilibradamente nutrido, sin perder o ganar peso, con cantidades increíblemente diferentes de comida. Así, uno puede estar en lo que podría llamar "equilibrio eficiente" (sin ganar ni perder capacidad, una vez alcanzado el equilibrio), con cantidades de trabajo increíblemente diferentes, sin tener en cuenta en qué dimensión el trabajo puede ser clasificado, ya que puede ser trabajo físico, intelectual, moral o espiritual.

Por supuesto hay límites: los árboles no crecen hasta el cielo. Pero queda el simple hecho de que los hombres poseen cantidades de recursos que solamente pocos individuos excepcionales usan hasta sus límites.

Las emociones que nos llevan al otro lado de la barrera efectiva, son, a menudo, las emociones más clásicas, como el amor, la cólera, la atracción de la masa, o la desesperación. Las vicisitudes de la vida nos las ofrecen en abundancia. Un nuevo cargo de responsabilidad, si no destruye al hombre, le mostrará a menudo, es más, le mostrará habitualmente que es una criatura mucho más fuerte de lo que él suponía. Incluso aquí somos testigos (algunos de nosotros admirando y otros deplorando; y yo debo incluirme entre los admiradores) de los efectos dinamogénicos de una elevadísima posición política sobre las energías de un individuo que ya ha manifestado una cantidad normal de energía antes de llegar al cargo.

El señor Sidney Olivier nos ha ofrecido una bella fábula sobre los efectos dinamogénicos del amor en un bello relato titulado "El constructor de imperios" publicado en Contemporary Review en mayo de 1905. Un joven oficial de marina se enamora a primera vista de la hija de un misionero en una isla recóndita a la que su barco llega accidentalmente. Desde entonces debía volver a verla y removió cielo y tierra en la oficina colonial y en el Almirantazgo para que le destinaran allí nuevamente. Finalmente la isla fue anexionada al imperio por los varios trámites que llevó a cabo el oficial. La gente debió quedarse estupefacta en San Francisco el encontrar las reservas de energía y de resistencia contenidas que poseían.

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Por supuesto, las guerras y los naufragios son grandes reveladores de lo que los hombres y las mujeres son capaces de hacer y de soportar. Las carreras de Cromwell y de Grant son ejemplos de cómo la guerra puede despertar a un hombre. Debo agradecer la gentileza del prof. Norton por su permiso para leerles un extracto de una carta del Coronel Baird-Smith, escrito poco después del asedio de Delhi, que duro seis semanas en 1857, y cuyo éxito debe agradecerse principalmente a aquel excelente oficial que escribe lo siguiente:

"Mi pobre mujer tenía parte de razón al creer que la guerra y la enfermedad unidas habían dejado una pequeña parte de su marido para cuidar cuando lo tuvo de nuevo con ella. Un ataque de escorbuto me había llenado la boca de úlceras, hacía temblar todas las articulaciones de mi cuerpo y me lo había cubierto de heridas y de manchas moradas, lo que era absolutamente desagradable de ver. Un fuerte golpe en la espinilla producida por la metralla de un proyectil que me disparó a bocajarro, era en sí mismo una bagatela, pero necesariamente la descuidé por las continuas presiones y llamadas que me hacían y siguió empeorando cada vez más hasta que toda la parte de la pierna por debajo de la rodilla se convirtió en una masa negra y parecía amenazar con gangrenarse. Sin embargo, insistí para que me permitieran participar en el asedio hasta que la ciudad fuera tomada, con gangrena o sin ella, y aunque el dolor era a veces horrible, luché y resistí hasta el final. Al día siguiente del asalto tuve una desgraciada caída en un terreno malo y durante dos o tres días estuve dudando si me había roto el codo. Afortunadamente sólo fue una fortísima luxación pero aún me resiento de aquel desgarro que tuve. Para completar el maravilloso catálogo diré que padecía una constante diarrea y consumía tanto opio cuanto habría hecho honor a mi suegro2 . Sin embargo, gracias a Dios, tengo una parte de Tapleyism y me hago más fuerte en la adversidad. Creo que puedo asegurar que nadie me ha visto nunca abatido o me ha escuchado refunfuñar ni siquiera cuando nuestras expectativas eran más pesimistas. Fuimos fuertemente castigados por el cólera y fue asombroso para mí descubrir que de veintisiete oficiales presentes sólo pude reunir a quince para las operaciones de ataque. De todos modos se perpetró el ataque y cuando terminó sentí cómo desfallecía. No te horrorices cuando te digo que durante el asedio e, incluso durante algún tiempo antes, sobrevivía a base de aguardiente. No tenía apetito pero me esforzaba por comer solamente lo suficiente para sobrevivir y tenía un deseo incesante de aguardiente que era el estimulante más fuerte que podía procurarme. Es extraño decirlo pero no me daba ni cuenta de que me produjese el más mínimo efecto. La excitación del trabajo era tan grande que ningún otro pequeño estímulo parecía poder influir contra ella y yo ciertamente nunca tuve la mente tan clara o los nervios tan fuertes en toda mi vida. Sólo era mi miserable cuerpo que era débil y cuando el verdadero trabajo fue realizado y nos convertimos en dueños absolutos de Delhi, enseguida perdí la salud y descubrí que si quería vivir no debía continuar más con el modo de vida que me había mantenido durante la crisis. Con ello desaparecieron todos los deseos de estimulantes y se apoderó de mí un terrible horror debido a mi reciente modo de vida". Estas experiencias demuestran qué profunda es la alteración en el modo en el que, bajo la influencia de la excitación, nuestro organismo, en ocasiones, realiza su trabajo fisiológico. Los metabolismos se vuelven diferentes cuando deben ser usadas las reservas y tal uso tan profundo puede durar semanas y meses.

Casos morbosos, aquí y en cualquiera lugar, dejan al descubierto el mecanismo normal. En el primer número del Journal of Abnormal Psychology del doctor Morton Prince, el doctor Janet ha tratado sobre cinco casos de impulso nervioso con una

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explicación que resulta valiosa para el tema que estoy tratando ahora. El primero es el de una chica que come, come y come durante todo el día. Una segunda chica camina, camina y camina y recibe la comida desde un automóvil que la escolta. La tercera es dipsomaníaca. Una cuarta se arranca el cabello. Y la quinta se hiere la carne y se quema la piel. Hasta ahora, estos impulsos anormales han recibido nombres griegos (como bulimia, dromomanía, etc.) y han estado clasificados científicamente como "síndromes episódicos de degeneración hereditaria". Sin embargo, ocurre que los casos de Janet son todos aquellos que él llama psicasténicos y son víctimas de un sentido crónico de debilidad, torpeza, letargo, fatiga, insuficiencia, imposibilidad, irrealidad e impotencia de la voluntad y en cada uno de ellos la actividad particular seguida, aunque deleterea, tiene como resultado provisional el realzamiento del sentido vital y hace que el paciente se sienta nuevamente vivo. Estas cosas reaniman, nos reanimarían pero ocurre que en cada paciente la actividad anormal elegida es la única cosa que reanima y en lo que consiste el estado morboso. El modo de curar a estas personas es descubrirles los modos más usuales y útiles de poner en movimiento sus reservas de energía vital.

El coronel Baird-Smith habiendo necesitado usar sus reservas de energía extraordinariamente, se dio cuenta de que el aguardiente y el opio eran modos de mantenerle nuevamente activo.

Tales casos son típicamente humanos. Todos nosotros estamos, en cierta medida, oprimidos, sin libertad. No obtenemos todo lo que debemos, está ahí pero no llegamos a conseguirlo. En el umbral se debe encontrar un recurso. Entonces muchos de nosotros encontramos que una actividad excéntrica —por ejemplo una juerga— nos alivia. No hay duda de que para algunos hombres las juergas y los excesos de cualquier tipo son medicinales, en todos los casos temporalmente, a pesar de lo que dicen los moralistas y los médicos.

Pero cuando los deberes normales y los estimulantes de la vida no sacan a la luz los más profundos niveles de energía de un hombre, y éste requiere decisivamente de excitaciones deletéreas, su constitución se dirige a la anormalidad. El mayor descubridor de los más profundos niveles de energía es la voluntad. La dificultad está en usarla; en realizar el esfuerzo que implica la palabra volición. Pero si, efectivamente lo hacemos (o si un dios, aunque fuera el dios Oportunidad, lo hace a través de nosotros), actuará dinamogénicamente sobre nosotros por un mes. Es notorio que un exitoso esfuerzo de voluntad moral, como el decir no a una tentación habitual o el llevar a cabo un acto valiente, llevará al hombre a un nivel mayor de energía durante días y semanas y le dará una nueva extensión de su capacidad.

Las emociones y las excitaciones debidas a situaciones normales son incitadores usuales de la voluntad. Pero aquéllos actúan discontinuamente; y en los intervalos los más bajos niveles vitales tienden a rodearnos y a pararnos. Por eso, los mejores conocedores prácticos del alma humana han inventado algo conocido como disciplina ascética metódica para mantener siempre los niveles más altos. Comenzando con deberes fáciles, pasando a otros más difíciles, y ejercitándose día tras día es, creo, admitido que los discípulos del ascetismo pueden conseguir niveles muy altos de libertad y de fuerza de voluntad.

Los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola deben haber producido este resultado en innumerables devotos. Pero el más venerable sistema ascético, aquel cuyos

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resultados tienen la máxima corroboración experimental, es indudablemente el sistema Yoga en el Indostán. Desde tiempos inmemoriales, por medio del Hatha Yoga, Raja Yoga, Karma Yoga, o cualquier código de ejercicios, los aspirantes hindús a la perfección se han entrenado, mes tras mes, durante años. El resultado alabado, en muchos casos de acuerdo a juicios imparciales, es la fuerza de carácter, el poder personal, y la inquebrantabilidad del alma. Pero no es fácil distinguir el hecho de la tradición en el caso hindú. Y por eso me alegra tener un amigo europeo que se ha sometido al sistema Hatha Yoga y que me permite contar los resultados de su experiencia. Creo que apreciaréis la luz que arroja este asunto sobre la cuestión de nuestras reservas de capacidad no usadas.

Mi amigo es un hombre extraordinariamente dotado, tanto moral como intelectualmente, pero tiene un sistema nervioso inestable y durante muchos años ha estado sumido en un proceso cíclico en el que se alternaban letargo y sobreanimación: algo así como tres semanas de actividad extrema y después una semana de postración en la cama. Esta poco prometedora condición, hacía que los mejores especialistas de Europa no fueran capaces de aliviarlo. Así que probó al Hatha Yoga, en parte por curiosidad, y en parte, por una especie de esperanza desesperada. Lo que sigue es un breve extracto de una larga carta de unas sesenta páginas que me envío hace un año.

“Así que decidí seguir el consejo de Vivekananda: ‘ejercitaros duramente: de este modo no importa si vivís o morís’. Mi improvisado chela y yo comenzamos por el ayuno. No sé si lo habéis probado alguna vez pero el ayuno voluntario es muy diferente del involuntario e implica más tentaciones. Primero redujimos nuestras comidas a dos al día, después a una. Las mejores autoridades están de acuerdo en que para controlar el cuerpo el ayuno es esencial y también en el Evangelio se dice que los peores espíritus obedecen solo a aquellos que ayunan y rezan. Redujimos mucho la cantidad de comida sin tener en cuenta la teoría clínica sobre la necesidad de albúmina, a veces, viviendo a base de aceite de oliva y pan o sólo de fruta, o de leche y arroz en pequeñísimas cantidades, mucho menos de lo que yo comía antes de una comida. Comenzamos a adelgazar más cada día y perdimos veinte libras en pocas semanas pero esto no me hizo renunciar a tal desesperada empresa... mejor morir de hambre que vivir como un esclavo. Además después practicamos las asana o posturas casi rompiendo nuestros miembros. Probad a sentaros en el suelo y a besar vuestras rodillas sin doblarlas o juntar vuestras manos sobre la parte superior generalmente inalcanzable de vuestra espalda o a llevar el pulgar de vuestro pie derecho a vuestra oreja izquierda sin doblar las rodillas. Estos son ejemplos fáciles de posturas para un Yogi.

Durante todo este tiempo hacía también ejercicios de respiración, inspirando y respirando hasta dos minutos, respirando según diversos ritmos y diferentes posiciones. Muchas plegarias y prácticas religiosas católicas romanas también se combinan con el Yoga para no dejar nada por intentar y para ser protegidos de los engaños de los diablos hindús! Después concentraba el pensamiento sobre varias partes del cuerpo y sobre procesos que suceden en su interior. Excluí todas las emociones y realicé lecturas áridas de lógica como régimen intelectual y resolví problemas de lógica. De hecho escribí un manual de lógica como un Nebenprodukt de todo el experimento3.

Después de pocas semanas no pude resistir y tuve que interrumpir todo al sobrevenirme el peor estado de postración en el que no había estado nunca... mi chela, que era más joven que yo, continuó, sin rendirse por mi mala suerte, y apenas me

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levanté de la cama lo intenté de nuevo, decidido a luchar hasta el final y sintiendo una especie de determinación que no había experimentado nunca antes, una cierta y absoluta voluntad de victoria a todo costa y de fe en ella. No puedo asegurar con certeza si fue mérito mío o una especie de gracia divina, pero prefiero suponer que fue ésta última. Estaba enfermo desde hacía siete años y muchos dicen que esto era la penitencia por tantos pecados. Quizá porque yo había sido un bajo y vil pecador estuviera en condiciones de ser perdonado y el Yoga era solo una ocasión exterior, un medio para la concentración de la voluntad. Todavía no pretendo explicar mucho de lo que he soportado pero el hecho es que desde que abandoné la cama el 20 de agosto no tuve ninguna crisis de postración más y ahora tengo la más fuerte convicción de que no la tendré jamás. Si consideráis que en los últimos años no he estado ni un solo mes en este letargo, coincidiréis en que también para un observador apasionado cuatro meses sucesivos de creciente salud son una prueba objetiva. Durante este tiempo he soportado penitencias severísimas disminuyendo el sueño y la comida y aumentando las tareas laborales y el ejercicio. Mi intuición se desarrolló con estas prácticas, he logrado un sentido de certeza que no había conocido antes sobre las cosas necesarias para el cuerpo y para la mente y mi cuerpo llegó a obedecer como un caballo salvaje domado. Mi mente también aprendió a obedecer y la corriente de pensamientos y sentimientos fue dirigida por mi voluntad. Dominé el sueño, el hambre y las distracciones del pensamiento, y llegué a conocer una paz nunca antes conocida, y un ritmo interno al unísono con un ritmo más profundo, más y más alto. Los deseos personales cesaron y se despertó una conciencia de ser un instrumento de un ser superior. Una cierta tranquilidad de indudable éxito en todas las empresas desempeñadas concede un poder grande y real. Adivinaba a menudo los pensamientos de mi compañero... generalmente observábamos una gran soledad y un gran silencio. Ambos sentíamos una alegría inexpresable por las impresiones más simples de la naturaleza, por la luz, por el aire, por el paseo, por cualquier comida de lo más simple y, sobre todo, por la respiración rítmica que produce un estado mental sin pensamiento o sentimiento, y que, sin embargo, es muy intenso e indescriptible.

Estos resultados comenzaron a hacerse más evidentes en el cuarto mes de práctica ininterrumpida. Nos sentíamos absolutamente felices y nunca estábamos cansados, durmiendo solo desde las ocho de la tarde hasta la media noche y despertándonos con alegría dispuestos para otro día de estudio y ejercicio.

Ahora estoy en Palermo y he tenido que dejar la práctica de los ejercicios durante los últimos días, pero me siento fresco como si estuviese en pleno ejercicio y veo el lado bello de todas las cosas. No tengo prisa por terminar...".

Y en este punto mi amigo alude a un cierto trabajo suyo particular del cual será mejor que yo no hable. Continúa analizando los ejercicios y sus efectos de un modo extremadamente práctico pero demasiado extensamente para poder entretenerme con la explicación. Las repeticiones, las alteraciones, la periodicidad, el paralelismo (o la asociación de ideas de cualquier efecto vital o espiritual deseado con cada movimiento), etc. son leyes que él considera altamente importantes. "Estoy seguro", continúa, "de que todo aquel que es capaz de concentrar el pensamiento y la voluntad y de eliminar las emociones superfluas, tarde o temprano, se convierte en dueño de su propio cuerpo y puede superar toda clase de enfermedad. Esta es la verdad que se encuentra en la base de todas las curas mentales. Nuestros pensamientos tienen un poder plástico sobre el cuerpo".

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Sin duda se sentirán aliviados al escuchar a mi excéntrico corresponsal mencionar finalmente algo que de sobra conocen y es "la terapia sugestiva". Llamen a su actuación, si quieren, un experimento de autosugestión metódica que sólo lo hace más valioso como una ilustración de lo que deseo que retengan a toda cosa en la mente, lo que habitualmente vivimos dentro de nuestros límites de poder. La sugestión, especialmente bajo hipnosis, ahora se reconoce universalmente como un medio que puede tener un éxito excepcional en algunas personas para concentrar la conciencia y, en otras, para influir en sus estados corpóreos. Pone en juego energías de la imaginación, de la voluntad y de influencia mental sobre los procesos fisiológicos, que usualmente permanecen dormidos y que pueden solo ponerse en juego en algunos sujetos elegidos. Es, en una palabra, dinamogénico y el término más fácil de usar para referirse a la experiencia de nuestro Yogi amateur es el de auto-sugestión.

Yo le escribí diciendo que no podía atribuir ningún valor sacramental a los procedimientos especiales del Yoga, es decir, que las posiciones, las respiraciones, el ayuno y cosas así, me parecían solo métodos útiles en su caso y en el de su compañero pero no para todos, para superar las barreras que la rutina de la vida ha construido alrededor en los estratos más profundos de la voluntad y para poner en acción gradualmente sus energías menos usadas.

El respondía lo siguiente: "Tienes mucha razón cuando dices que los ejercicios del Yoga no son otra cosa que una manera metódica de aumentar nuestra fuerza de voluntad. Como somos incapaces a la primera de querer las cosas más difíciles, debemos imaginar unas escaleras que nos conduzcan a ellas. La respiración, que es la más fácil de las actividades corporales, ofrece naturalmente campo libre para el ejercicio de la voluntad. El control del pensamiento podría obtenerse sin la disciplina de la respiración, pero es simplemente más fácil controlar el pensamiento junto con la respiración. Alguien que pueda pensar clara y persistentemente en una sola cosa no necesita ejercicios de respiración. Tienes mucha razón cuando dices que no usamos todo nuestro poder y que a menudo aprendemos cuanto podemos solamente cuando debemos... El poder que no usamos completamente puede ser usado siempre más de lo que aquello que llamamos fe. La fe es como el manómetro de la voluntad que registra su presión. Si pudiera creer que puedo levitar podría hacerlo. Pero como no lo puedo creer entonces me quedo torpemente pegado al suelo. Ahora esta fe, este poder de creer, puede ser educado mediante pequeños esfuerzos. Razonablemente yo puedo respirar, diremos, unas doce veces por minuto. Puedo fácilmente creer que puedo respirar diez veces por minuto. Cuando me he acostumbrado a respirar diez veces por minuto llego a creer que será fácil respirar seis veces por minuto. Así, yo he aprendido de verdad a respirar una vez por minuto. No sé hasta qué punto progresaré. El Yogi avanza en su actividad lentamente, sin pasos muy largos o muy cortos, y elimina la intranquilidad y las preocupaciones llegando al infinito mediante un entrenamiento regular, mediante pequeños progresos en las pruebas con las que se ha familiarizado. Tienes mucha razón al decir que las crisis religiosas, las crisis de amor y las crisis de indignación pueden despertar en un brevísimo margen de tiempo poderes similares a aquellos ganados con años de paciente ejercicio de Yoga: los mismos hindús creen que el Samadhi puede ser alcanzado de muchas formas y también con la completa negligencia de toda ejercitación física".

Dejando a un lado la parte del entusiasmo y de la exageración, no pueden ustedes dudar de la regeneración de mi amigo, al menos relativamente. La segunda carta escrita

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seis meses después de la primera (esto es, diez meses después de haber comenzado los ejercicios de Yoga) dice que el progreso continua. Ha soportado incomodidades materiales con indiferencia, ha viajado en tercera clase en buques de vapor del Mediterráneo y en cuarta clase en trenes africanos, viviendo con los árabes más pobres y repartiendo su comida, y todo con tranquilidad. Su apego a ciertos intereses ha sido sometido a una dura prueba y nada es para mí más digno de observación que el nuevo tono moral con el que describe su estado. Confróntenla con algunas cartas anteriores y esta parece escrita por otro hombre, paciente y razonable, en lugar de vehemente; dominador de sí mismo, en lugar de imperioso. El nuevo tono persiste en una comunicación recibida hace solo quince días (catorce meses después de comenzar la educación) y no dudarán ustedes de que ha sufrido una profunda modificación en el engranaje de su mecanismo mental.

El movimiento ha cambiado y su voluntad es eficaz como no lo era antes —eficaces sin que ideas, creencias o emociones nuevas, hasta donde puedo saber, hayan sido implantadas en él—. Simplemente él está más equilibrado donde estaba más desequilibrado.

Recordarán que él habla de fe, llamándola el manómetro de la voluntad. Pero es más natural llamar a nuestra voluntad el manómetro de nuestra fe. Las ideas liberan creencias y las creencias liberan nuestras voluntades (uso estos términos sin ninguna pretensión de ser “psicológico”), por cuanto los actos volitivos registran dentro la presión de la fe. Por esto, habiendo considerado la liberación de nuestra energía en reserva por medio de excitaciones emocionales y de esfuerzos, sea o no metódicamente, debo ahora decir algo sobre las ideas como nuestro tercer gran agente dinamogénico. Algunas ideas contradicen a otras ideas y nos llevan a creerlas. Una idea que niega de este modo una primera idea puede ser ella misma negada por una tercera idea, y la primera idea puede así conservar su influencia sobre nuestra creencia y determinar nuestra conducta. Nuestro desarrollo filosófico y religioso procede así por creencias, negaciones y negaciones de negaciones.

Pero sea por crear o por destruir creencias, las ideas pueden no ser eficaces, precisamente como un cable puede conducir electricidad en un momento dado, y en otro momento no hacerlo. Aquí nuestra visión de las causas nos falla, y solo podemos advertir los resultados en términos generales. Generalmente, que una idea sea una idea vital depende más de la mente en la que está arraigada que de la idea misma. En este punto comienza toda la historia de la "sugestión".

¿Cuáles son las ideas sugestivas para una persona y cuáles para otra? Más allá de las susceptibilidades determinadas por la educación de uno y por sus peculiaridades originales del carácter, existen líneas a lo largo de las cuales los hombres, simplemente en cuanto hombres, tienden a ser inflamables por las ideas. Como ciertos objetos suscitan naturalmente amor, cólera o codicia, del mismo modo, ciertas ideas despiertan energías de lealtad, coraje, tolerancia o devoción. Cuando estas ideas son efectivas en la vida de un individuo, sus efectos son a menudo muy grandes. Pueden transfigurarla, generando innumerables poderes que sin aquella idea no serían nunca puestos en juego. "Patria", "La Unión", "La Santa Iglesia", "La doctrina de Monroe", "Verdad", "Ciencia", "Libertad", "la frase de Garibaldi ‘Roma o muerte’", etc. son otros tantos ejemplos de ideas abstractas suscitadoras de energías. La naturaleza social de todas estas frases es un factor esencial de su poder dinámico. Son fuerzas de arrebato en situaciones en las

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cuales ninguna otra fuerza produce efectos equivalentes, y cada una es una fuerza de arrebato solo en un grupo específico de hombres.

El recuerdo de un juramento o un voto que se ha hecho dará fuerza a uno para abstinencias y esfuerzos que de otro modo serían imposibles: así lo atestigua la "prueba" en la historia del movimiento por la templanza. Una simple promesa a su enamorada purificará toda la vida de un joven, al menos, por algún tiempo. Para tales efectos es necesaria una susceptibilidad ya educada. La idea del propio "honor", por ejemplo, despierta energía solo en aquellos que han tenido una educación de "gentleman", por así decir.

Aquel delicioso ser, el príncipe Pückler-Muskau, le escribe a su mujer desde Inglaterra contándole que ha inventado "una especie de solución artificial para las cosas que son difíciles de llevar a cabo". "Mi máxima es esta: me doy solamente a mi mismo mi más solemne palabra de honor de hacer o no hacer esto o lo otro. Por supuesto, soy extremadamente cauto en el uso de este recurso pero una vez que doy mi palabra, incluso si después creo que me he precipitado o me he confundido, la considero absolutamente irrevocable, cualquiera que sean los inconvenientes que preveo que puedan surgir. Si no fuese capaz de mantener mi palabra, después de tal madura reflexión, perdería todo respeto por mí mismo y ¿qué hombre de buen sentido no preferiría la muerte en tal situación? Cuando la misteriosa fórmula es pronunciada ningún cambio en mi propio modo de verlo —ni siquiera ninguna imposibilidad física— debe, por el bien de mi alma, alterar mi voluntad. Encuentro algo muy satisfactorio al pensar que el hombre tiene el poder de fabricar tales apoyos y armas a partir de la materia más trivial, incluso de la nada, simplemente con la fuerza de su voluntad que por eso merece de verdad el nombre de omnipotente"4.

Las conversiones, ya sean políticas, científicas, filosóficas o religiosas, son algunos de los otros modos mediante los que las energías prisioneras se liberan. Aquéllas unifican y ponen término a antiguas interferencias mentales. El resultado es la libertad y, a menudo, un gran aumento del poder. Una creencia penetra en el modo en el que un individuo actúa siempre como un desafío a su voluntad. Pero, para llevar a cabo este particular desafío, debe ser un desafío idóneo. En la conversiones religiosas encontramos un ajuste tan sutil que la idea puede encontrarse en la mente del que acepta el desafío durante años antes de causar efecto y porque así actúa es, a menudo, tan poco obvio que la conversión se produce por un milagro de gracia y no por un hecho natural. Cualquier cosa que sea, puede ser un alto signo de energía en el que de los "noes" imposibles una vez son fáciles, y en el que una nueva línea de "síes" se gana el derecho de paso.

Ahora justamente somos testigos —aunque nuestra educación científica nos ha hecho a la mayoría de nosotros incapaces de comprender el fenómeno— de una amplia apertura de energía por medio de ideas en aquellos neófitos del "Nuevo Pensamiento", "Ciencia Cristiana" y de la "Curación metafísica", u otras formas de filosofía experimental que son tan numerosas entre nosotros hoy en día. Aquí las ideas son sanas y optimistas, y está claro que una onda de actividad religiosa, análoga en algunos aspectos en la difusión del Cristianismo temprano, del Budismo, del Mahometismo está atravesando nuestro mundo americano. El rasgo común de estas formas optimistas de fe es que todas tienden a la supresión de lo que Horace Fletcher llama "pensamiento del temor" ["fear-thought"]. él define "el pensamiento del temor" como "autosugestión de

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inferioridad", así puede decirse que todos estos sistemas operan mediante la sugestión de la capacidad. Y la capacidad, sea grande o pequeña, le viene de varias formas al individuo, una capacidad, como él nos dirá, de no atender a cosas que antes le encolerizaban, la capacidad de concentrar su mente, su buen humor, su buen carácter, en una palabra por decirlo sencillamente, gozar de un tono moral más firme y más elástico. La persona más genuinamente santa que he conocido nunca es una amiga mía que ahora sufre de cáncer de mama. No pretendo aquí juzgar su acierto o desacierto al desobedecer a los médicos y la cito aquí solo como un ejemplo de lo que pueden hacer las ideas. Sus ideas la han mantenido prácticamente como una mujer sana durante meses después de haber tenido que ceder y mantenerse en cama. Han anulado todo dolor y debilidad y le han dado una vida alegre, activa e insólitamente beneficiosa a todos y cada uno de los que le han ayudado.

Hasta qué punto el movimiento de la cura mental [mind-cure] está destinado a extender su influencia y qué modificaciones intelectuales pueda todavía experimentar nadie puede preverlo. Siendo un movimiento religioso sobrepasará ciertamente las previsiones de sus críticos racionalistas, entre los cuales podemos ser incluidos también aquí nosotros. De este modo he aportado bastantes hechos que apoyan y sostienen bien mi tesis. El individuo humano habitualmente vive dentro de sus propios límites, posee poderes de varias especies que habitualmente no acierta a usar. Usa su energía por debajo de su máximo [maximum] y actúa por debajo de su "óptimo" [optimum]. En las facultades elementales, en la coordinación, en el poder de inhibición y control, en todas los sentidos concebibles, su vida se contrae como el campo de visión de un sujeto histérico —pero con menos excusa porque el pobre histérico está enfermo, mientras que en el resto de nosotros es sólo un hábito arraigado— el hábito arraigado de inferioridad en nuestro ser pleno, que es malo.

Expresado de este modo vago, todos deben admitir la verdad de mi tesis. Los términos deben permanecer vagos porque cualquier hombre nacido de mujer sabe qué significan cada una de las siguientes frases: tener un buen tono vital, un alto flujo de espíritu, un temperamento elástico, vivir enérgicamente, trabajar fácilmente, decidir firmemente y frases similares; y estaríamos en aprietos si se nos pidiera que explicáramos en términos de psicología científica el significado preciso de cada una de estas expresiones. Podríamos dibujar algunos infantiles diagramas psicofisiológicos y nada más. En física el concepto de energía está perfectamente definido, está en correlación con el concepto de "trabajo". Pero el trabajo mental y el trabajo moral, aunque no podamos vivir sin hablar de ellos, apenas han sido analizados hasta ahora e indudablemente significan varias cosas elementales y heterogéneas. Nuestro trabajo muscular es una cantidad física voluminosa, pero nuestras ideas y voliciones son diminutas fuerzas de liberación y aquí por "trabajo" entendemos la sustitución de las mas altas especies de arrebatos por las más bajas. "Más alto" y "más bajo" son aquí términos cualitativos, no inmediatamente traducibles cuantitativamente, a menos que no se constate que significan formas más nuevas o más viejas de organización cerebral y a menos que no se pruebe que nuevas significa que son más superficiales corticalmente, y viejas que son más profundas corticalmente. Algunos anatomistas, como saben, lo han pretendido pero es obvio que la idea intuitiva y popular de trabajo mental, por cuanto es fundamental y absolutamente indispensable en nuestras vidas, no posee hoy en día ningún grado de claridad científica. Esto es, por lo tanto, el primer problema que surge de nuestro estudio. ¿Alguno de nosotros puede reflexionar sobre conceptos de trabajo mental y energía mental de modo tal que pueda arrojarse alguna luz definitivamente

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analítica sobre los que nosotros entendemos por "tener un tono moral más elástico" o por "usar niveles más altos de poder y voluntad"? Me imagino que deberemos esperar mucho, antes de que se haga algún progreso en esta dirección. El problema es demasiado familiar; no se ve cómo las llaves eléctricas y los interruptores van a hacer científica la psicología de hoy.

Mi compañero pragmatista en Florencia, G. Papini ha adoptado un nuevo concepto de la filosofía. él la llama doctrina de la acción en sentido amplio, esto es, el estudio de todos los poderes y medios humanos (entre estos últimos figuran naturalmente en primera línea la verdades de cualquier género). Desde este punto de vista la filosofía es una pragmática que comprende como departamentos tributarios de sí misma las antiguas disciplinas de la lógica, la metafísica, la física y la ética.

Y aquí, después de nuestro primera problema, nos aparecen otros dos problemas. Creo que estos dos problemas forman un programa de trabajo digno de la atención de una reunión tan dotada y seria como esta que me escucha, lo que, de hecho, me ha decidido a elegir este argumento y conducirles a través de tantos hechos bien conocidos durante la hora que ha transcurrido.

El primero de los dos problemas es el de nuestros poderes y el segundo el de nuestros medios. Deberíamos de cualquier modo llevar a cabo una inspección topográfica de los límites del poder humano en todos las direcciones concebibles, algo parecido al gráfico que hace un oftalmólogo de los límites del campo de visión humana y, entonces, deberíamos construir un inventario metódico de los caminos de acceso, o claves, diferenciando según los diversos tipos de individuos, a los diferentes tipos de poder. Este sería un estudio absolutamente concreto que se utilizaría principalmente material biográfico e histórico. Los límites de poder deben ser límites que hayan sido verdaderamente logrados por personas concretas, y las diferentes maneras de liberar las reservas de poder deben haber sido ejemplificadas en la vida de individuos concretos. La experimentación de laboratorio puede llevarlo a cabo pero en una pequeña parte. Su Versuchsthier de psicólogo, fuera de la hipnosis, no puede ser nunca requerido para poner a prueba sus energías en modos tan extremos como los que será forzado por las emergencias de la vida.

De este modo tenemos aquí un programa de psicología concreta individual en el, en cierta medida, cualquiera puede trabajar. Está lleno de hechos interesantes y señala soluciones prácticas de importancia superior a todo lo que conocemos. Por esto lo recomiendo insistentemente a su consideración. De algún modo todos habíamos trabajado con estos hechos de un modo más o menos ciego o fragmentario; pero antes de que Papini hubiera hecho mención yo no había reflexionado nunca sobre ellos ni había oído hablar de ninguna de ellos de forma general como un programa como el que yo sugiero ahora, un programa que con el cuidado necesario se podría extender para cubrir el campo entero de la psicología y podría mostrarnos algunas de sus partes bajo una nueva luz.

Precisamente es la generalización del problema lo que me parece nos interpela tan fuertemente. Espero que en alguno de ustedes esta concepción pueda abrir inutilizadas reservas de poder de investigación.

Traducción castellana de Izaskun Martínez (2005)

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Notas

1. Esta conferencia fue pronunciada por William James en calidad de presidente ante la Asociación Americana de Psicología en la Universidad de Columbia, el 28 de diciembre de 1906.

2. Thomas De Quincey.

3. Este manual fue publicado el pasado marzo.

4. Tour in England, Ireland and France. Philadelphia, 1833, p. 435.

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G. PAPINI Y EL MOVIMIENTO PRAGMATISTA EN ITALIA

William James (1906)

Traducción castellana de Izaskun Martínez (2007)

Este artículo, "G. Papini y el movimiento pragmatista en Italia" ["G. Papini and the Pragmatist Movement in Italy"], fue publicado por William James en 1906 en la revista The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods III/13 (1906), pp. 337-341 y ha sido recogido en sus obras completas: "G. Papini and the Pragmatist Movement in Italy" (1906) en Burkhardt F., Bowers F. y Skrupskelis I. (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, V, 1978, pp. 144-148.

Desde hace tiempo los estudiantes americanos han tenido la costumbre de volverse hacia Alemania en busca de inspiración filosófica, y sólo ahora comienzan a reconocer la espléndida actividad psicológica y filosófica que existe en Francia hoy en día; y, en cuanto a la pobre y pequeña Italia, pocos de ellos consideran necesario ni siquiera aprender a leer su lengua. Mientras tanto Italia está envuelta en la agitación de un rinascimento intelectual casi tan vigoroso como su renacimiento político. Sus hijos aún clasifican las asuntos del pensamiento de manera demasiado política, haciendo partidismo político, clerical o positivista de todas las conquistas o concesiones, sin embargo, estos son los últimos coletazos de un hábito nacido en tiempos oscuros. El antiguo genio de los italianos evidentemente no ha disminuido, y la tendencia al individualismo que les ha marcado siempre comienza a marcarles de nuevo más fuertemente que nunca, y en ningún ámbito este hecho es más notable que en la filosofía.

Como ilustración, permítanme que les dé una pequeña explicación del agresivo movimiento en favor del "pragmatismo" que la revista mensual Leonardo (publicada en Florencia, y que actualmente cumple su cuarto año) impulsa, con el joven Giovanni Papini como editor y otros nombres apenas menos jóvenes como Prezzolini, Vailati, Calderoni, Amendola y otros, que firman los artículos más destacados. Para una persona acostumbrada al estilo de artículo que habitualmente ha discutido el pragmatismo, el deweyismo o el empirismo radical, en este país, y más concretamente en esta revista, la literatura italiana sobre el tema es sorprendente, y para el que escribe, interesante y novedosa. Nuestros seminarios universitarios (donde muchos jóvenes aspirantes al doctorado audaces de pensamiento y valientes de corazón han estado todos estos años acostumbrados a aburrirse uno a otro con 'artículos' e 'informes' pedantes y técnicos, informes [formless], incircuncisos, desvergonzados y sin censurar) están produciendo, por fin, el fruto que se esperaba, un casi completo embotamiento del sentido literario en muchos de los filósofos jóvenes de nuestro país. Seguramente en ningún otro país como en el nuestro se han publicado en el mismo número de meses tanta cantidad de malos

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escritos filosóficos desde que se publicaron los Estudios de teoría lógica de Dewey. Alemania en esto, según creo, no es como nosotros en lo que respecta a la grosería de la forma.

En este grupo florentino de 'Leonardistas', por otro parte, en lugar de pesadez, extensión y oscuridad, encontramos agilidad, claridad y brevedad, sin carecer de profundidad y estudio (completamente al revés, en efecto), y la retozonería e impertinencia que tiene el encanto de la juventud y la libertad. El señor Papini, en particular, tiene un verdadero talento para la fraseología no técnica y cortante. Es capaz de escribir literatura descriptiva y policromática sin adjetivos, como un decadente, y aclarar un tema haciendo frías distinciones, como un escolástico. Como es el pragmatista más entusiasta de todos ellos (algunos de sus colegas tienen claras reservas) hablaré de él exclusivamente. Papini anunció un trabajo general sobre el movimiento pragmatista todavía en prensa; pero en el número de febrero de Leonardo y en último capítulo de su recién publicado volumen titulado El crepúsculo de los filósofos, ofrece su programa, y se anuncia como el más radical creyente del pragmatismo que pueda encontrarse en cualquier lugar.

El libro El crepúsculo de los filósofos se denomina a sí mismo en el prefacio un trabajo de "pasión", en el que se saldan deudas privadas del autor con varios filósofos (Kant, Hegel, Schopenhauer, Comte, Spencer, Nietzsche), y se aclaran sus clasificaciones mentales de sus próximas tonterías, para poder estar libre para asuntos constructivos. Solo diré de sus capítulos críticos que son pensamiento fuerte y están escritos con propiedad. El autor da en el clavo en lo imprescindible pero no siempre cubre todo, y más que lo que dijo a favor o en contra, queda por decir sobre Kant y Hegel. Son el prefacio y el capítulo final del libro los que muestran la pasión. El "¡Ya era hora!", que Papini grita despidiéndose de la filosofía del pasado, parece más que nada significar para él un adiós a su exagerado respeto por los universales y las abstracciones. La realidad para él existe solo distributivamente, en lo concreto particular de la experiencia. Lo abstracto y lo universal son solo instrumentos mediante los que encontramos y manejamos estos últimos.

En un artículo de Leonardo del año pasado, expone todo el ámbito y el programa pragmatista muy claramente. Fundamentalmente, dice, significa un unstiffening de todas nuestras teorías y creencias atendiendo a su valor instrumental. El pragmatismo incorpora y armoniza varias tendencias antiguas, como

Nominalismo, que significa el llamamiento a lo particular. El pragmatismo es nominalista no sólo respecto a las palabras, sino también respecto a las frases y las teorías.

Utilitarismo, o la enfatización de los aspectos y problemas prácticos.

Positivismo o el desprecio de las cuestiones verbales e inútiles.

Kantismo, en la medida en que Kant afirma la primacía de la razón práctica.

Voluntarismo, en el sentido psicológico, de la posición secundaria del intelecto.

Fideísmo, en su actitud respecto a las cuestiones religiosas.

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Así, el pragmatismo, de acuerdo con Papini, es solo una colección de actitudes y métodos, y su característica principal es su armada neutralidad en medio de diversas doctrinas. Es como un pasillo en un hotel, en el que hay cien puertas abiertas por las que se accede a otras tantas habitaciones. En una puede verse a un hombre de rodillas rezando por recuperar su fe; en otra un escritorio en el que se sienta otro deseoso de destruir todas las metafísicas; en una tercera un laboratorio con un investigador buscando nuevos puntos de apoyo sobre los que avanzar hacia el futuro. Pero el pasillo pertenece a todos, y todos pueden pasar por él. El pragmatismo, en resumen, es una gran teoría-pasillo.

En el Crepúsculo el señor Papini dice que lo que el pragmatismo ha significado siempre para él es la necesidad de ampliar nuestros significados de acción, la vanidad de lo universal como tal, el uso de nuestros poderes espirituales, y la necesidad de hacer el mundo en lugar de, simplemente, mantenerse al margen de él y contemplarlo. En resumen, inspira la actividad humana de forma diferente a otras filosofías.

"El común denominador al que todas las formas de vida humana pueden ser reducidas es este: la búsqueda de instrumentos con los que actuar, o, en otras palabras, la búsqueda del poder".

Con "acción" el señor Papini se refiere a cualquier cambio en el que el hombre entra como una causa consciente, ya sea añadir a la realidad existente o a sustraer de ella. Arte, ciencia, religión y filosofía todas son otros tantos instrumentos de cambio. El arte cambia las cosas a nuestra visión; la religión a nuestro tono vital y nuestra esperanza; la ciencia nos dice cómo cambiar el curso de la naturaleza y nuestra conducta para con ella; la filosofía es sólo una ciencia más penetrante. Tristán e Isolda, el Paraíso, los Átomos, la Sustancia, ninguno de ellos copia nada real; todas son creaciones colocadas sobre la realidad, para transformar, construir e interpretarla según los intereses de la necesidad y la pasión humanas. En vez de afirmar con los positivistas que nosotros debemos hacer el mundo ideal tan similar como sea posible al actual, el señor Papini enfatiza nuestro deber de convertir el mundo actual en una copia tan cercana al ideal como nos permita. Los diversos mundos ideales están aquí porque el mundo real falla en su intento de satisfacernos. Están más adaptados a nosotros, realizan más poderosamente nuestros deseos. Deberíamos considerarlos como límites ideales hacia los que la realidad debe aproximarse eternamente.

Así, todos nuestros instrumentos ideales son todavía imperfectos. Las artes, las religiones, las ciencias, las filosofías, tienen sus vicios y defectos, y los peores de ellos son los de las filosofías. Pero la filosofía puede ser regenerada. Puesto que el cambio y la acción son los ideales más generales posibles, la filosofía puede convertirse en una 'pragmática' en el sentido estricto de la palabra, significando una teoría general de la acción humana. Fines y medios pueden aquí ser estudiados juntos, en el sentido más abstracto y más inclusivo, de modo que la filosofía puede resolverse a sí misma en una discusión comparativa de todos los posibles programas para la vida del hombre cuando el hombre es de una vez por todas considerado como un ser creativo.

Como tal el hombre llega a ser una clase de dios, y ¿dónde hemos de trazar sus límites? En un artículo titulado 'Desde el hombre a Dios' en el Leonardo del pasado febrero, el señor Papini deja trabajar a su imaginación para estrechar los límites. Su intento será llamado Prométeico o "bull-froggiano"1, según el temperamento del lector.

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Decididamente tiene un elemento de pavoneo literario y de impertinencia consciente, pero confieso que soy incapaz de considerarlo de otra manera que respetuosamente. ¿Por qué no deberían ser usados los atributos divinos de omnisciencia y omnipotencia por el hombre como las estrellas polares por las que puede dirigir metódicamente su propio rumbo? ¿Por qué no debería ser el apoyo divino su propio objetivo final, apoyo logrado al final mediante una actividad tan inmensa que todos los deseos sean satisfechos, y no sea necesaria más acción? Los inexplorados poderes y relaciones del hombre, tanto físicos como mentales, son ciertamente enormes; ¿por qué deberíamos ponerles límites a priori? Y, si no, ¿por qué son correctos los programas utópicos?

El programa de un Hombre-Dios es seguramente uno de los posibles grandes "programas-tipo" de filosofía. Yo mismo he ido poco a poco llegando a la completa interioridad del pragmatismo. Los escritos de Schiller y de Dewey y su escuela me han enseñado algunos de sus más amplios alcances; y en los escritos de este joven italiano, claros a pesar de toda su brevedad y audacia, encuentro no sólo un camino en el que nuestras miradas inglesas podrían ser más consistentemente desarrolladas —por lo menos eso me parece— sino también un estilo sentimental hecho a medida de las reuniones de devotos, para hacer del pragmatismo una nueva forma militante de filosofía religiosa o casi religiosa.

Su mérito supremo en estas regiones aventureras es que nunca puede volverse doctrinario antes de la verificación, o tener pretensiones dogmáticas.

Cuando uno mire hacia atrás desde el mundo actual en el que cree y vive y se mueve, e intente entender cómo el conocimiento de sus contenidos y estructura se desarrolló alguna vez paso a paso en nuestras mentes, debe confesar que las influencias objetivas y subjetivas se han mezclado de tal manera en el proceso que es imposible ahora distinguir sus contribuciones o concederle a cualquiera de las dos la primacía. Cuando un hombre ha caminado una milla, ¿quién puede decir si su pierna derecha o su pierna izquierda es más responsable? Y ¿quién puede decir si es al agua o a la arcilla a la que se le debe agradecer más la evolución del cauce de un río? Algo como esto entiendo que es la controversia sobre la verdad de los señores Dewey y Schiller. Los factores objetivos y subjetivos de cualquier cuerpo de ella que funcione actualmente están perdidos en la noche de los tiempos y son indistinguibles. Sólo la manera en la que vemos el desarrollo de una nueva verdad nos muestra que, por analogía, deben estar siempre activos factores subjetivos. De esta manera, los factores subjetivos son poderosos, y sus efectos permanecen. Así pues, en algún grado son creativos; y llevan con ello, me parece, la admisibilidad de todo el programa pragmatista italiano. Pero, sea acertado o estúpido el que el Hombre-Dios forme parte de éste, los pragmatistas italianos están extraordinariamente bien formados y dotados, y por encima de todo son un grupo de escritores extraordinariamente libres, enérgicos y no pedantes.

Notas

1. La bull-frog es una especie de rana grande que habita principalmente en Norteamérica y que se caracteriza por la intensidad y el volumen alto de los sonidos que emite y que produce la sensación de ser más grande de lo que de hecho es [Nota de la T.].

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EL EQUIVALENTE MORAL DE LA GUERRA

William James (1910)

Traducción castellana de Mónica Aguerri (2004)

INTRODUCCIÓN

La conferencia "The Moral Equivalent of War" ("El equivalente moral de la guerra") fue pronunciada por William James en la Universidad de Stanford en 1906 y publicada por primera vez en 1910 por la Asociación para la Conciliación Internacional (The Association for International Conciliation) en International Conciliations (n° 27, 1910). Según cuenta el biógrafo de James, R.B. Perry, cuando esta conferencia fue publicada por la Asociación tuvo un gran éxito de propaganda y se tuvieron que imprimir y distribuir más de 30.000 ejemplares, además de ser publicada posteriormente en dos revistas populares. James recibió la aprobación de los dos sectores a los que pretendía conciliar con este ensayo: los pacifistas -grupo al que pertenecía el propio James-, y a los militaristas. Aquéllos quedaron conformes porque James hacía un sincero alegato en favor de la paz, y a su vez, y esto fue lo que le reconocieron los militaristas, reconocía la excelencia y la moralidad de algunas de las virtudes marciales que James resaltaba como valiosas para la vida ordinaria de los hombres. James creía que virtudes tales como la valentía y la disciplina propias del ejército pueden ser valiosas para poder soportar dignamente los sufrimientos que la vida nos depara. En todo caso, "El equivalente moral de la guerra" no deja de ser un alegato en favor de la paz, recomendando en todo momento, la sublimación del espíritu marcial "Hemos de hacer que nuevas energías y audacias continúen la masculinidad a la que la mente militar tanto se aferra. Las virtudes marciales han de ser el cemento endurecedor; la valentía, el desdén por lo débil, la cesión del interés privado, la obediencia a las órdenes, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyan tales estados", pero siempre sin la crueldad y la degradación que produce la guerra.

Esta conferencia está recogida en sus obras completas: William James, "The Moral Equivalent of War" (1906) en Burkhardt F., Bowers F. y Skrupskelis I. (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1982, IX, pp. 162-173. Puede encontrarse también on line en las siguientes direcciones:

http://www.constitution.org/wj/meow.htm

http://www.emory.edu/EDUCATION/mfp/moral.html

Izaskun Martínez

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La guerra contra la guerra no va ser una excursión ni una fiesta de acampada. Los sentimientos militares están demasiado arraigados como para abandonar su lugar entre nuestros ideales, hasta que no se ofrezcan nuevos mejores sustitutos que la gloria y la vergüenza que les advienen tanto a las naciones como a los individuos de las altas y bajas esferas de la política así como de las vicisitudes del comercio. Pregúntenles a todos los millones de personas, de norte a sur, si votarían ahora (si esto fuera posible), si borrarían de la historia nuestra guerra por la Unión, y el logro de una transición pacífica hasta el presente por la de sus marchas y batallas, y probablemente sólo un puñado de excéntricos diría que sí. Aquellos antepasados, aquellos esfuerzos, aquellas memorias y leyendas, son la parte más ideal de lo que ahora poseemos, una posesión espiritual sagrada que vale más que toda la sangre derramada. Pero pregúntenle a esa misma gente si desearía a sangre fría comenzar ahora otra guerra civil para ganar otra posesión similar, y ni un solo hombre o mujer votaría a favor de la propuesta. A los ojos modernos, por inapreciables que puedan ser las guerras, no deben librarse solamente por una cosecha ideal. Sólo cuando uno está forzado a ello, cuando la injusticia del enemigo no nos deja otra alternativa, se piensa hoy que una guerra es permisible.

No era así en la antigüedad. Los primeros hombres eran cazadores; y perseguir a una tribu vecina, matar a los hombres, saquear la aldea y poseer a las mujeres era el modo de vida más provechoso y emocionante. Por tanto, si seleccionáramos las tribus más marciales, la belicosidad pura y el amor a la gloria venían a mezclarse en las gentes con el más básico apetito por el saqueo.

La guerra moderna es tan costosa que sentimos que el comercio es un camino mejor para el saqueo; pero el hombre moderno hereda toda la belicosidad innata y todo el amor a la gloria de sus antepasados. Mostrar la irracionalidad y el horror de la guerra no tiene efecto en él. Los horrores producen fascinación. La guerra es la vida fuerte; es la vida in extremis. Los impuestos de la guerra son los únicos que los hombres nunca dudan en pagar, como muestran los presupuestos de todas las naciones.

La historia es un baño de sangre. La Ilíada es un recital de cómo Diómedes y Ajax, Sarpedón y Héctor mataban. No nos libramos de un solo detalle de las heridas que hicieron, y la mente griega alimentó la historia. La historia griega es un panorama de patriotismo e imperialismo: la guerra por la guerra, siendo todos los ciudadanos guerreros. Es una lectura horrible -salvo por el propósito de hacer "Historia"-, y la historia es la de la última ruina de una civilización que intelectualmente fue quizá la más elevada que la tierra haya visto jamás.

Aquellas guerras eran puramente de piratas. El orgullo, el oro, las mujeres, los esclavos, la emoción, eran sus únicos motivos. En la guerra del Peloponeso, por ejemplo, los atenienses piden a los habitantes de Milo (la isla donde se encontró la "Venus de Milo"), hasta ese momento neutral, que reconocieran su señorío. Los enviados se encuentran, y se mantiene un debate que Tucídides da por terminado, y que, por una dulce razonabilidad de la forma, hubiera satisfecho a un Mathew Arnold. "La gran exigencia que pueden", dicen los atenienses, "y la poca concesión que deben". Cuando los de Milo dicen que antes de ser esclavos, apelarán a los dioses, los atenienses replican: "De los dioses en los que creemos, y de los hombres que conocemos, por una ley de su naturaleza, dondequiera que puedan gobernar, lo harán. Esta ley no la hicimos nosotros, y no somos los primeros que actúan conforme a ella; no hicimos sino heredarla,...y sabemos que vosotros y todos los hombres, si fuerais tan fuertes como

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nosotros, haríais lo mismo que nosotros. Tanto es por los dioses; os hemos dicho porqué esperamos tener tan alta consideración en su opinión como vosotros." Bien, los de Milo seguían negándose y su pueblo fue tomado. "Los atenienses", relata Tucídides, "mataron a todos los hombres con edad militar, e hicieron esclavos a mujeres y niños. Entonces colonizaron la isla enviando allá a quinientos colonizadores de los suyos."

La trayectoria de Alejandro fue piratería pura y simple, una orgía de poder y saqueo, convertida en romántica por el personaje del héroe. No había un principio racional en ella, y en el momento en que murió, sus generales y gobernadores se atacaron unos a otros. La crueldad de aquellos tiempos es increíble. Cuando Roma por fin conquistó Grecia, el Senado romano le dijo a Paulo Emilio que recompensara a sus soldados dándoles el antiguo reino de Epiro. Saquearon setenta ciudades y se llevaron a ciento cincuenta mil habitantes como esclavos. Ignoro a cuántos aniquilaron; pero en Etolia mataron a todos los senadores, unos quinientos cincuenta. Bruto era el "romano más noble de todos ellos", pero para reanimar a sus soldados en vísperas de Filipo, promete darles las ciudades de Esparta y Tesalónica para que las destrozaran si ganaban la lucha.

Tal era el sangriento cuidado que llevaba a las sociedades a la cohesión. Nosotros heredamos el tipo belicoso; y por gran parte del heroísmo del que la raza humana está llena, tenemos que agradecer a esta cruel historia. Los hombres muertos no cuentan cuentos, y si hubiera tribus de otro tipo distinto a éste, no quedarían supervivientes. Nuestros antepasados han calado la belicosidad en nuestros huesos y en nuestra médula, y miles de años de paz no harán que nos libremos de ella. La imaginación popular se alimenta bastante del pensamiento de las guerras. Permítasele a la opinión pública alcanzar cierto terreno de lucha, y no habrá gobernante que lo resista. En la guerra de los Boers, ambos gobernantes comenzaron con fanfarronadas; pero no pudieron mantenerse ahí: la tensión militar fue demasiado para ellos. En 1898 nuestra gente había leído la palabra GUERRA con letras enormes en todos los periódicos durante tres meses. El flexible político McKinley fue destituido por su impaciencia y nuestra escuálida guerra con España se convirtió en una necesidad.

Hoy en día, la opinión civilizada es una curiosa mezcla mental. Los instintos e ideales militares son tan fuertes como siempre, pero están confrontados por una auto crítica que contiene profundamente su antigua libertad. Innumerables escritores están mostrando el lado animal del servicio militar. El beneficio y el dominio puros parecen no ser ya motivos admisibles moralmente, y han de encontrarse pretextos atribuyéndoselos solamente al enemigo. Inglaterra y nosotros, las autoridades de nuestro ejército y nuestra marina repiten sin cesar, armas sólo por la "paz"; Alemania y Japón se inclinan ante el beneficio y la gloria. La "paz" en boca de los militares es actualmente un sinónimo de "guerra esperada". La palabra se ha convertido en pura provocación, y jamás un gobierno que desee sinceramente la paz debería permitir que se imprimiera en un periódico. Todo diccionario actualizado debería decir que "paz" y "guerra" significan la misma cosa, bien in posse, bien in actu. Puede incluso decirse de un modo bastante razonable, que la preparación intensamente competitiva de las naciones para la guerra es la guerra real, permanente, incesante; y que las batallas son sólo una manera de verificar públicamente el dominio militar ganado en un intervalo de "paz".

Está claro que sobre este asunto, el hombre civilizado ha desarrollado una especie de doble personalidad. Si tomamos las naciones europeas, ningún interés legítimo de

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ninguna de ellas parecería justificar las tremendas destrucciones que una guerra (para tramarla) implicaría necesariamente. Parece que el sentido común y la razón deberían encontrar un modo para alcanzar un acuerdo en todo conflicto de intereses honestos. Creo que nuestro deber es creer en la racionalidad internacional en la medida en que sea posible. Pero, tal y como están las cosas, veo lo desesperadamente difícil que es acercar a los partidarios de la paz y a los partidarios de la guerra. Pienso que la dificultad se debe a ciertas deficiencias en el programa de pacifismo asentado con fuerza en la imaginación militarista, y de forma justificable hasta cierto punto, va contra él. En toda la discusión, ambas posturas se encuentran en el terreno imaginativo y sentimental. No es sino una utopía contra otra, y todo lo que uno dice ha de ser abstracto e hipotético. Sujeto a esta crítica y a la cautela, he de intentar caracterizar en trazos abstractos las fuerzas imaginativas opuestas, y señalar cuáles son para mi mente falible las mejores hipótesis utópicas, la línea de conciliación más prometedora.

En mis observaciones, aunque sea pacifista, debo rechazar el hablar del lado animal del régimen de la guerra (al que tantos escritores han hecho justicia ya), y considerar sólo los aspectos más elevados del sentimiento militarista. Nadie piensa que el patriotismo sea indigno; ni nadie niega que la guerra es el romance de la historia. Pero las ambiciones desmesuradas son el alma de todo patriotismo, y la posibilidad de la muerte violenta, el alma de todo romance. Los que tienen una mente militarmente patriótica y romántica, y en especial la clase militar profesional, no admiten ni por un momento que la guerra sea un fenómeno transitorio en la evolución social. La noción de un paraíso de ovejas, afirman, repugna a nuestra imaginación más elevada. ¿Entonces, dónde estarían las pendientes de la vida? Si la guerra se hubiera detenido alguna vez, tendríamos que haberla reinventado, para redimir a la vida de una degeneración uniforme.

Hoy, todos los pensadores apologistas de la guerra lo toman como algo religioso. Es para ellos una especie de sacramento; sus beneficios son tanto los vencidos como los vencedores; y aparte de cualquier cuestión de beneficio, es un bien absoluto, se nos dice, pues es la naturaleza humana en su dinámica más elevada. Sus "horrores" son un precio barato que hay que pagar por el rescate de la única alternativa supuesta, de un mundo de oficinistas y profesores, de co-educación y cuidado de los animales, de "ligas de consumidores" y "caridades asociadas", de industrialismo ilimitado, y feminismo descarado. ¡No hay ya desdén, ni dureza, ni valor! ¡Vaya pocilga de planeta!1

Tal y como va hasta ahora la esencia central de este sentimiento, ninguna persona de mente sana, me parece, puede evitar tomar parte en él en alguna medida. El militarismo es el gran guardián de nuestros ideales de dureza, y la vida humana sin dureza sería despreciable. Sin riesgos o premios para el valiente, la historia sería insípida, en efecto; y hay un tipo de carácter militar que todo el mundo siente que no debería nunca dejar de producirse, pues todo el mundo es sensible a su superioridad. El deber le incumbe al género humano, el de mantener los caracteres militares en la reserva, -de mantenerlos, si no para utilizarlos, como fines en sí mismos y como piezas puras de perfección- de modo que los niños mimados y débiles de Roosevelt no terminasen haciendo desaparecer todo lo demás de la faz de la Tierra!.

Pienso que este sentimiento natural forma el alma más íntima de los escritos militares. Sin ninguna excepción que yo conozca, los autores militaristas adoptan una postura altamente mística del asunto, y consideran la guerra como una necesidad

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biológica o sociológica, que no está controlada por comprobaciones y motivos de la psicología ordinaria. Cuando el tiempo del desarrollo sea oportuno, la guerra ha de venir, haya o no razón, pues las justificaciones alegadas son invariablemente ficticias. La guerra, en resumen, es una obligación humana permanente. El general Homer Lea, en su reciente libro El valor de la ignorancia, se sitúa sobre esta base. La buena disposición para la guerra es para él la esencia de la nacionalidad, y la habilidad en ella, la medida suprema de la salud de las naciones.

Las naciones, dice el general Lea, jamás son estacionarias: deben expandirse necesariamente desde su encogimiento, en función de su vitalidad o decrepitud. Japón está culminando; y por la fatal ley en cuestión, es imposible que sus hombres de estado no duren, puesto que han emprendido, con una previsión extraordinaria, una vasta política de conquista: el juego en el cual los primeros movimientos fueron sus guerras con China y Rusia y su acuerdo con Inglaterra, cuyo objetivo final es la captura de las Filipinas, las Islas Hawaianas, Alaska, y toda nuestra costa Oeste de los Pasos de la Sierra. Esto le dará a Japón lo que su ineludible vocación como estado le obliga a afirmar, la posesión del Océano Pacífico entero; y oponiéndose a estos proyectos, nosotros los americanos no tenemos, según nuestro autor, sino nuestra vanidad, nuestra ignorancia, nuestro comercialismo, nuestra corrupción, y nuestro feminismo. El general Lea hace una detallada comparación de la fuerza militar que tenemos actualmente opuesta a la fuerza de Japón, y concluye que las Islas, Alaska, Oregón y el sur de California caerían sin apenas resistencia, que San Francisco habría de rendirse en quince días ante un cerco japonés, y que en tres o cuatro meses la guerra terminaría, y nuestra República, incapaz de recuperar lo que con descuido no protegió, se "desintegraría" entonces, hasta que algún César se planteara volver a unirnos como nación.

¡Desalentador pronóstico, desde luego! Sin embargo no es del todo irrealizable, si la mentalidad de los hombres de estado japoneses fueran del tipo de César de los que tantos ejemplos muestra la historia, y del que el general Lea es capaz de imaginar. No hay razón para pensar, después de todo, que sus mujeres no puedan ser las madres de personajes como Napoleón o Alejandro; y si estos personajes aparecieran en Japón y encontraran su oportunidad, lo retratado en El valor de la ignorancia podría tendernos una emboscada. Ignorantes como somos aún de los recovecos más íntimos de la mentalidad japonesa, podríamos ser muy estúpidos al desconsiderar estas posibilidades.

Otros militaristas son más complejos y más morales en sus consideraciones. La Philosophie des Krieges de S. R. Steinmetz es un buen ejemplo. La guerra, según su autor, es una dura prueba establecida por Dios, que pesa a las naciones en su balanza. Es la forma esencial del Estado, y la única función en la que las gentes pueden emplear todas sus fuerzas a la vez y de modo convergente. No hay victoria posible que no sea el resultado de una totalidad de virtudes, ni fracaso alguno del cual no sea el vicio o la debilidad el responsable. La fidelidad, la cohesión, la tenacidad, el heroísmo, la consciencia, la educación, la invención, la economía, la riqueza, la salud física y el vigor: no hay un punto intelectual o moral que no diga cuando Dios toma sus decisiones y lanza a los pueblos contra otros. Die Weltgeschichte ist das Weltgericht; y el Dr. Steinmetz no cree que en la extensa carrera la oportunidad o la suerte tomen parte al asignar los asuntos.

Debe observarse que las virtudes que prevalecen son, de algún modo, virtudes superiores que cuentan tanto en la competición pacífica como en la militar; pero la

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tensión que hay sobre ellas, siendo infinitamente más intensa en el último caso, hace a la guerra infinitamente más minuciosa como prueba. Ninguna dura prueba, según este autor, puede compararse con sus cribas. Su terrible martillo es el soldador de los hombres en estados cohesivos, y en ningún sitio sino en esos estados puede la naturaleza humana desarrollar adecuadamente su capacidad. La única alternativa es la "degeneración".

El Dr. Steinmetz es un pensador concienzudo, y su libro, breve como es, da buena cuenta de ello. El resultado, me parece a mí, puede resumirse en la palabra de Simon Patten, que la humanidad fue criada en el dolor y el miedo, y que la transición a una "economía placentera" puede ser fatal para alguien que no esté preparado para defenderse contra sus influencias desintegradoras. Si hablamos del miedo de la emancipación desde el miedo del régimen, reducimos la actitud militarista en una simple frase: el miedo que nos concierne toma el lugar del antiguo miedo del enemigo.

Al darle vueltas al miedo en mi mente como hago, todo parece llevar de nuevo a dos faltas de voluntad de la imaginación, una estética y la otra moral: falta de voluntad, primero, para hacer frente a un futuro en el que la vida armada, con sus numerosos elementos de encanto, sea imposible por siempre, y en el que los destinos de las gentes nunca más se decidirán rápida, escalofriante y trágicamente por la fuerza, sino sólo insípidamente por medio de una "evolución"; y, en segundo lugar, falta de voluntad para ver el teatro supremo del vigor humano, y las espléndidas aptitudes militares de los hombres condenados a quedarse siempre en un estado de latencia y de no mostrarse jamás en acción. Estas insistentes faltas de voluntad, me parece, no han de ser menos escuchadas y respetadas que otras insistencias éticas y estéticas. Uno no puede encontrarlas efectivamente por mera contra-insistencia en la expansión de la guerra y el horror. El horror provoca escalofrío; y cuando es una cuestión de sacar lo más extremo y supremo de la naturaleza humana, hablar de gasto suena ignominioso. La debilidad de tanta crítica meramente negativa es evidente: el pacifismo no es una conversión a partir de lo promilitarista. Los partidarios de lo militar no niegan ni la bestialidad ni el horror ni el gasto; sólo dicen que estas cosas no cuentan sino la mitad de la historia. Sólo dicen que la guerra vale estas cosas; que, tomando al ser humano como un todo, las guerras son su mejor protección contra su ser más débil y cobarde, y que la humanidad no puede permitirse adoptar una economía de la paz.

Los pacifistas deberían profundizar más en el punto de vista estético y ético de sus oponentes. Haz esto primero en cualquier controversia, dice J. J. Chapman, mueve entonces el punto, y tu oponente seguirá. Mientras que los antimilitaristas no propongan sustitutos para la función disciplinaria de la guerra, algún equivalente moral de la guerra, análogo, podría decirse, al equivalente mecánico del calor, fracasarán en su comprensión de la esencia entera de la situación. Y en cuanto norma, sí fracasan. Las obligaciones, castigos y sanciones en las utopías que trazan, son todas demasiado débiles e insulsas como para afectar al militarista. El pacifismo de Tolstoi es la única excepción a esta regla, pues es profundamente pesimista en cuanto a los valores de este mundo y hace que el temor al Señor alimente el estímulo moral por el temor al enemigo. Pero todos nuestros abogados socialistas de la paz creen absolutamente en estos valores del mundo; y en vez del temor al Señor y del temor al enemigo, el único miedo al que se enfrentan es a la pobreza si uno es perezoso. Esta debilidad domina toda la literatura socialista con la que estoy familiarizado. Incluso en el exquisito diálogo de Lowes Dickinson2, los salarios altos y las escasas horas son las únicas fuerzas invocadas para

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sobrepasar el disgusto del hombre por los tipos repulsivos de trabajo. Mientras tanto, los hombres en gran tranquilidad viven como han vivido siempre, bajo una economía del dolor y del miedo. -Pues aquellos de nosotros que viven en una economía fácil no son sino una isla en el tormentoso océano- y toda la atmósfera de la literatura utópica presente tiene un gusto empalagoso e insulso para la gente que todavía mantiene el gusto por los sabores más amargos de la vida. Sugiere, en verdad, una omnipresente inferioridad.

La inferioridad está siempre con nosotros, y el despiadado desprecio de ella es la pieza clave del temperamento militar. "Galgos, ¿viviréis para siempre?"3 exclamó Federico "el Grande". "Sí", dicen nuestros utópicos, "permítenos vivir para siempre e incrementa nuestro nivel gradualmente". Lo mejor de nuestros "inferiores" es que son tan duros como clavos y casi tan insensibles física y moralmente casi. Los utópicos los considerarían débiles y remilgados, en tanto que los militaristas mantendrían su insensibilidad, pero la transfigurarían en una característica meritoria, requerida por "el servicio", y redimida por la sospecha de inferioridad. Todas las virtudes de un hombre adquieren dignidad cuando sabe que el servicio de la colectividad al que pertenece le necesita. Si está orgulloso de la colectividad, su propio orgullo crece proporcionalmente. Ninguna colectividad es un ejército para alimentar tal orgullo; pero ha de admitirse que el único sentimiento que la imagen del industrialismo cosmopolita es capaz de albergar en numerosos pechos es la vergüenza de formar parte de tal colectividad. Es obvio que los Estados Unidos de América tal y como existen hoy impresionan a una mente como la del general Lea. ¿Dónde están la agudeza y la precipitación, el desprecio por la vida, propia o ajena? ¿Dónde está el feroz "sí" o "no", el deber incondicional? ¿Dónde el servicio militar? ¿Dónde el impuesto de sangre? ¿Dónde está aquello que le hace a uno sentirse orgulloso cuando forma parte de él?

Habiendo dicho, pues, tanto, y conciliando el lado al que no pertenezco, confesaré ahora mi propia utopía. Creo devotamente en el reinado último de la paz y en el advenimiento gradual de algún tipo de equilibrio socialista. La visión fatalista de la función de la guerra me resulta absurda, pues sé que el hacer la guerra se debe a motivos definidos que están sujetos a comprobaciones prudenciales y a críticas razonables, como cualquier otra forma de empresa. Y cuando naciones enteras son ejércitos, y la ciencia de la destrucción rivaliza en refinamiento intelectual con las ciencias de la producción, veo que la guerra se vuelve absurda e imposible desde su propia monstruosidad. Las ambiciones extravagantes habrán de reemplazarse por afirmaciones razonables, y las naciones deben hacer causa común contra ellas. No veo razón por la que todo esto no debiera aplicarse a las naciones tanto amarillas como blancas, y desear un futuro en el cual los actos de la guerra fueran formalmente proscritos entre los gentes civilizadas.

Todas estas creencias mías me sitúan directamente en el partido antimilitarista. Pero no creo que debiera ser ni que sea permanente en este mundo, a no ser que los estados organizados pacíficamente preserven algunos de los elementos antiguos de la disciplina armada. Una economía de la paz que tuviera éxito permanentemente no puede ser una simple economía del placer. En el futuro más o menos socialista hacia el que la humanidad parece dirigirse, debemos someternos colectivamente a aquellas austeridades que responden a nuestra posición real en este mundo único parcialmente habitable. Hemos de hacer que nuevas energías y audacias continúen la masculinidad a la que la mente militar tanto se aferra. Las virtudes marciales han de ser el cemento endurecedor; la valentía, el desdén por lo débil, la cesión del interés privado, la

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obediencia a las órdenes, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyan tales estados- a no ser, desde luego, que deseemos que las reacciones que hacen peligrar la riqueza común se den sólo por desprecio, y que sean engañosas al invitar al ataque cuando, para el militarista, se forme un centro de cristalización en alguna parte de su vecindario.

Los partidarios de la guerra seguramente tienen razón al afirmar y reafirmar que las virtudes marciales, a pesar de haberse conseguido por medio de la guerra, son bienes humanos absolutos y permanentes. El orgullo patriótico y la ambición en su forma militar son, después de todo, solamente especificaciones de una duradera pasión competitiva más universal. Son su primera forma, pero no hay razón para suponer que son su última forma. Los hombres están ahora orgullosos de pertenecer a una nación conquistadora, y sin nisiquiera un murmullo, dejan a un lado su gente y sus riquezas, si al hacer esto pueden eludir cualquier sometimiento. Pero ¿quién puede estar seguro de que otros aspectos del país de uno no pueden, con tiempo y educación y las indicaciones suficientes, llegar a ser considerado con sentimentos similarmente efectivos de orgullo y vergüenza? ¿Por qué los hombres no habrían de sentir que merece la pena un impuesto de sangre para pertenecer a una colectividad superior en cualquier aspecto ideal? ¿Por qué no habrían de enrojecer de indigna vergüenza si la comunidad de la que forman parte es vil en cualquier modo? Los individuos, cada vez más numerosos, sienten ahora esta pasión cívica. Es sólo cuestión de soplar en la chispa de toda la población para que se vuelva incandescente, y para que, sobre las ruinas de la vieja moral del honor militar, se construya a sí misma. La función de la guerra nos ha atrapado hasta el momento; pero los intereses constructivos pueden parecernos un día no menos imperativos, e imponerse sobre el individuo una carga apenas más ligera.

Permítaseme ilustrar esta idea de un modo más concreto. No hay nada que lo haga a uno indigno en el mero hecho de que la vida sea dura, de que los hombres deban esforzarse y padecer dolor. Las condiciones del mundo son de tal manera que podemos soportarlas. Pero que tantos hombres, por los meros accidentes del nacimiento y de la oportunidad, tengan una vida de nada más que trabajo duro, dolor, dureza y inferioridad impuestos sobre ellos, sin ninguna vacación, mientras que otros de nacimiento no prueban este tipo de vida en absoluto, esto es capaz de provocar la indignación en las mentes reflexivas. Puede terminar pareciéndonos vergonzoso a todos que algunos de nosotros no tenemos sino una vida de lucha, y otros no tienen sino desmasculinizadas facilidades. Si ahora -y ésta es mi idea- hubiera, en vez de un servicio militar, un servicio de toda la población joven para formar durante cierto número de años a una parte del ejército alistado contra la naturaleza, la injusticia tendería a nivelarse, y se seguirían otros muchos beneficios para la riqueza común. Los ideales militares de dureza y disciplina calarían en el carácter de la gente; nadie permanecería ciego, como ciegas son ahora las clases altas, a la relación real del hombre con el mundo en el que vive, y a las fundaciones duras y permanentemente sólidas de su vida más elevada. Al carbón y a las minas de hierro, a las flotas pesqueras en diciembre, al lavar los platos y las ropas y las ventanas, a la construcción de carreteras y de túneles, a las fundiciones y a los agujeros de carbón, y a los armazones de los rascacielos, que harían de nuestra dorada juventud un esbozo según su elección, para reclutar su puerilidad y para volver a la sociedad con compasiones más saludables y con ideas más sobrias. Habrían pagado el impuesto de la sangre, y hecho su propia parte en la guerra humana inmemorial en contra de la naturaleza, pisarían la tierra con más orgullo, las mujeres los valorarían más, serían mejores padres y maestros de la siguiente generación.

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Tal servicio, con el estado de la opinión pública que habría de requerir, y los frutos morales que habría de sustentar, preservaría en medio de una civilización pacífica las virtudes masculinas que el partido militarista tanto teme ver desaparecer en la paz. Deberíamos conseguir la dureza sin insensibilidad, la autoridad con la menor crueldad criminal posible, y deberíamos llevar a cabo alegremente el trabajo doloroso, porque el deber es temporal y no amenaza, como lo hace ahora, el resto de la vida de uno. Hablaba del "equivalente moral" de la guerra. Hasta ahora, la guerra ha sido la única fuerza que puede disciplinar a una comunidad entera, y hasta que se organice una disciplina equivalente, creo que la guerra debe tener su camino. Sin embargo no me cabe duda de que los orgullos ordinarios y las vergüenzas del hombre social, una vez desarrollados en cierta intensidad, son capaces de organizar una moral equivalente tal y como la he esbozado, o alguna otra tan efectiva para preservar la masculinidad del tipo. Aunque es una utopía infinitamente remota ahora, al final no es sino una cuestión de tiempo, de hábil propagandismo, y de hombres que forman opiniones aprovechando las oportunidades históricas.

El tipo de carácter marcial puede producirse sin la guerra. El honor vigoroso y el desinterés abundan por todas partes. Los predicadores y los hombres de la medicina son educados en él, y todos nosotros deberíamos sentir cierto grado de él si fuéramos conscientes de nuestro trabajo como un servicio obligatorio al estado. Deberíamos ser pertenecidos, como lo son los soldados por el ejército, y nuestro orgullo debería crecer de acuerdo a esto. Podríamos ser pobres, pues, sin humillación, como lo son ahora los oficiales del ejército. Lo único que se necesita en adelante es encender el temperamento cívico como la historia pasada ha inflamado el temperamento militar.

"De muchas maneras" dice H. G. Wells, "la organización militar es la más pacífica de las actividades. Cuando el hombre contemporáneo proviene de la calle del clamoroso anuncio insincero, de la adulteración, del empleo malbaratado e intermitente, hacia el barracón, él camina hacia un plano social más elevado, hacia una atmósfera de servicio y de cooperación y de emulaciones infinitamente más honorables. Aquí al menos a los hombres no se les deja sin empleo porque no hay trabajo inmediato para que ellos hagan. Ellos son alimentados, instruidos y entrenados para servicios mejores. Aquí al menos se supone que el hombre gana promoción por medio del auto-olvido y no por medio de la auto-búsqueda"4. Mala como puede ser la vida en un barracón, es muy congruente con la naturaleza ancestral humana, y tiene los aspectos más elevados que Wells por lo tanto enfatiza. Wells añade5 que piensa que las concepciones del orden y de la disciplina, de la tradición del servicio y de la devoción, del buen estado físico, del duro esfuerzo, de la responsabilidad universal, que el deber militar universal está enseñando ahora a las naciones europeas, quedarán como una adquisición permanente, cuando se haya utilizado la última munición en los fuegos artificiales que celebren la paz final. Yo creo como él. Sería simplemente absurdo que la única fuerza capaz de producir ideales de honor y parámetros de eficiencia en las naturalezas inglesa o americana fuera el temor de ser aniquilado por los alemanes o los japoneses. Grande, desde luego, es el miedo; pero no es, como nuestros entusiastas militaristas creen e intentan hacernos creer, el único estímulo conocido para despertar los rangos más elevados de la energía espiritual de los hombres. La cantidad de alteración en la opinión pública que postula mi utopía es ampliamente menor que la diferencia entre la mentalidad de aquellos guerreros negros que persiguieron a los partidarios de Stanley en el Congo con su grito de guerra caníbal de ¡Carne! ¡carne! y la de los generales de

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cualquier nación civilizada. La Historia ha visto el último intervalo construido: el anterior puede construirse mucho más fácilmente.

Mónica Aguerri (2004)

Notas

1. "Fie upon such a cattleyard of a planet!". Fie upon, expresión arcaica caída en desuso, expresa disgusto, rechazo e incluso repulsión ante algo. [Nota del T.]

2. Justice and Liberty, N. Y., 1909.

3. "Hounds, would you live for ever?" Federico "el Grande" (1712-1766), emperador de Prusia, probablemente formuló esta pregunta a sus galgos, a quienes consideraba fidelísimos compañeros. Tanto es así que en su última voluntad pidió ser enterrado junto a sus restos, si bien su familia, llegado el momento, decidió no cumplirla por considerarla un extravagante capricho.

4. First and Last Things, 1908, p. 215.

5. Ibid., p.226.