anton chejov - relatos cortos tomo vi

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RELATOS CORTOS TOMO VI ANTON CHEJOV

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Al principio Chéjov escribía simplemente por razones económicas, pero su ambición artística creció, introduciendo innovaciones que han influido en la evolución de los relatos cortos. Su originalidad consiste en el uso de la técnica del monólogo, adoptada más tarde por James Joyce y otros escritores del modernismo anglosajón, además del rechazo de la finalidad moral presente en la estructura de las obras tradicionales. No le preocupaban las dificultades que esto planteaba al lector, porque consideraba que el papel del artista es realizar preguntas, no responderlas

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  • RELATOS CORTOS

    TOMO VI

    ANTON CHEJOV

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  • INDICE: 1.- Muerte de un funcionario. 2.- Poquita cosa. 3.- Las islas voladoras. 4.- Los mrtires. 5.- Los muchachos.

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  • MMUUEERRTTEE DDEE UUNN FFUUNNCCIIOONNAARRIIOO

    AANNTTOONN CCHHEEJJOOVV

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  • En una tarde maravillosa, el no menos ma-ravilloso alguacil Ivn Dmtrich Cherviakov se hallaba sentado en la segunda fila de butacas y miraba con los gemelos Las campanas de Corneville. Miraba y se senta lleno de felici-dad. Pero de pronto... En los relatos aparecen con frecuencia estos pero, de pronto. Los autores tienen razn: la vida est llena de imprevistos. Pero, de pronto su rostro se arrug, sus ojos se pusieron en blanco, su respiracin ces... apart los gemelos de los ojos, se inclin y... achs! Como ven, estor-nud. En ninguna parte se prohbe a nadie estornudar. Estornudan los mujiks, los jefes de polica y a veces hasta los Consejeros se-cretos. Todos estornudan. Cherviakov no se azor en absoluto, se limpi con el pauelo y, como persona bien educada, mir a su alre-dedor para ver si haba molestado a alguien con su estornudo. Entonces le lleg la hora de azorarse. Vio que un viejo, sentado delante de l, en la primera fila de butacas, se frota-ba cuidadosamente la calva y el cogote con un guante, refunfuando algo. En el viejo

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  • Cherviakov reconoci al general del Estado Brizhlov, del Ministerio de Caminos.

    Le he salpicado! - pens Cherviakov -. No es mi jefe, pero de todos modos es una situacin incmoda. Tengo que disculparme.

    Cherviakov tosi, se inclin hacia delante y susurr al odo del general:

    - Disculpe, Vuecencia, le he salpicado... no era mi intencin...

    - No es nada, no es nada... - Por el amor de Dios, disclpeme. Es

    que... ha sido sin querer. - Por favor, sintese! Djeme escuchar! Cherviakov se azor, sonri estpidamente

    y comenz a mirar al escenario. Miraba, pero ya no senta felicidad alguna. Comenz a sen-tirse molesto. En el descanso se acerc a Brizhlov, pas a su lado y, venciendo su timidez, balbuce:

    - Le he salpicado, Vuecencia... Disclpe-me... Es que... no era para...

    - Djelo ya! Ya lo haba olvidado y usted sigue con lo mismo - dijo el general movien-do con impaciencia el labio inferior.

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  • Lo ha olvidado, pero me mira de mal ojo - pens Cherviakov mirando recelosamente al general -. Ni siquiera quiere hablarme. Ten-dra que explicarle que yo en absoluto que-ra... que sea ley de la naturaleza. Si no, pen-sar que quera escupirle. Si no lo piensa ahora, lo pensar despus...

    Al llegar a casa, Cherviakov cont su gro-sera a su mujer. Le pareci que sta se to-maba el suceso muy a la ligera; slo se in-quiet al principio, pero luego, cuando supo que Brizhkov no era su jefe, se tranquiliz.

    - De todos modos, ve y pdele disculpas - dijo ella -. Si no, creer que no sabes com-portarte en pblico.

    - Eso es! Yo me he disculpado, pero l es-taba tan raro... No dijo ni una palabra sensa-ta. Adems, no hubo tiempo para hablar.

    Al da siguiente Cherviakov se puso el uni-forme nuevo, se cort el pelo y fue a ver a Brizhnov para explicarse... Al entrar en la sala de espera del general vio a muchos de-mandantes, y entre ellos, al propio general que ya haba empezado a atender las solici-tudes. Tras despachar con algunos deman-

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  • dantes, el general alz la vista hacia Chervia-kov.

    - Ayer, en el Arcadia, quizs lo recuerde Vuecencia - comenz a exponer el alguacil -, yo estornud y, sin querer, le salpiqu... Le ruego...

    -Por Dios! Qu tontera! Qu se le ofre-ce? - pregunt el general al siguiente deman-dante.

    No quiere hablar - pens Cherviakov, po-nindose plido -. O sea, que est enfada-do... No, esto no hay que dejarlo as... Se lo explicar...

    Cuando el general termin de hablar con el ltimo demandante y se diriga a las salas de dentro, Cherviakov dio un paso hacia l y balbuce:

    - Vuecencia! Si me atrevo a importunar a Vuecencia es precisamente por sentir, puedo decir, arrepentimiento... No fue a propsito... permtame asegurrselo.

    El general puso cara de llanto y agit la mano.

    - Usted se burla de m, Seor mo - dijo, desapareciendo tras la puerta.

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  • De qu burlas se trata? - pens Cher-viakov -. No hay en absoluto ninguna burla. Es general, y no puede entenderlo. Pues bien, no pienso pedir ms disculpas a ese fanfa-rrn. Que se vaya al diablo! Le escribir una carta, pero no vuelvo. Por Dios, que no vuel-vo!

    As pensaba Cherviakov de camino a casa. No escribi la carta al general. Pens una y otra vez en ella, pero no consigui redactarla. Tuvo que volver al da siguiente a explicarse en persona.

    - Ayer vine a importunar a Vuecencia - empez a decir, cuando el general levant hacia l unos ojos inquisidores - no para re-rme de usted, como usted tuvo a bien decir-me. Le peda disculpas porque al estornudar, le salpiqu..., pero para nada pens en rer-me de usted. Cmo me iba a atrever a bur-larme? Si nos burlramos, entonces no ten-dramos respeto alguno... a las personas...

    -Fuera! - bram de pronto el general, lvi-do y trmulo.

    - Cmo? - susurr Cherviakov, pasmado de terror.

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  • - Fuera! - repiti el general, pataleando. Algo se quebr en el vientre de Chervia-

    kov. Sin ver ni or nada, retrocedi hacia la puerta, sali a la calle y ech a andar despa-cio... Al llegar maquinalmente a su casa, sin quitarse el uniforme, se tumb en el divn y... muri.

    FIN

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  • POQUITA COSA

    ANTON CHEJOV

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  • Hace unos da invit a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Tenamos que ajustar cuentas.

    Sintese, Yulia Vasilievna -le dije- . Arreglemos nuestras cuentas. A usted segu-ramente le har falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedir por s mis-ma... Veamos... Nos habamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...

    En cuarenta... No. En treinta... Lo tengo apuntado.

    Siempre le he pagado a las institutrices trein-ta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...

    Dos meses y cinco das... Dos meses redondos. Lo tengo apunta-

    do. Le corresponden por lo tanto sesenta ru-blos... Pero hay que descontarle nueve do-mingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, slo ha paseado... ms de tres das de fiesta...

    A Yulia Vasilievna se le encendi el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ni palabra!

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  • Tres das de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro das Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio slo a Varia... Hubo tres das que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permiti descansar despus de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... no es cierto?

    El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enroje-ci y lo vi empaado de humedad. Su mentn se estremeci. Rompi a toser nerviosamen-te, se son la nariz, pero... ni palabra!

    En vspera de Ao Nuevo usted rompi una taza de t con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale ms... es una reliquia de la familia... pero que Dios la per-done! Hemos perdido tanto ya! Adems, debido a su falta de atencin Kolia se subi a un rbol y se desgarr la chaquetita... Le descontamos diez... Tambin por su descui-do, la camarera le rob a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted re-cibe sueldo... As que le descontamos cinco

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  • ms... El diez de enero usted tom prestados diez rublos.

    No los tom musit Yulia Vasilievna. Pero si lo tengo apuntado! Bueno, sea as, est bien. A cuarenta y uno le restamos veintisie-

    te, nos queda un saldo de catorce... Sus dos ojos se le llenaron de lgrimas... Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron

    gotas de sudor. Pobre muchacha! Slo una vez tom - dijo con voz trmu-

    la- . Le ped prestados a su esposa tres ru-blos... Nunca ms lo hice...

    Qu me dice? Y yo que no los tena apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... He aqu su dinero, querida! Tres... tres... uno y uno... srvase!

    Y yo le tend once rublos... Ella los cogi con dedos temblorosos y se los meti en el bolsillo.

    Merci - murmur. Yo pegu un salto y me ech a caminar

    por el cuarto. No poda contener mi indigna-cin.

    Por qu merci? - le pregunt.

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  • Por el dinero. Pero si ya le he desplumado! Demo-

    nios! La he asaltado! Le he robado! Por qu merci?

    En otros sitios ni siquiera me daban... No le daban? Pues no es extrao! Yo

    he bromeado con usted... le he dado una cruel leccin... Le dar sus ochenta rublos enteritos! Ah estn preparados en un sobre para usted! Pero es que se puede ser tan apocada? Por qu no protesta usted? Por qu calla? Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? Es que se puede ser tan poquita cosa? Ella sonri d-bilmente y en su rostro le: "Se puede!"

    Le ped disculpas por la cruel leccin y le entregu, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tmidamente balbuce su merci y sa-li... La segu con la mirada y pens: Qu fcil es en este mundo ser fuerte!

    Ao 1883

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  • LAS ISLAS VOLADORAS

    ANTON CHEJOV

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  • CAPTULO I La Conferencia He terminado, caballeros! dijo Mr.

    John Lund, joven miembro de la Real Socie-dad Geogrfica, mientras se desplomaba ex-hausto sobre un silln. La sala de asambleas reson con grandes aplausos y gritos de bravo! Uno tras otro, los caballeros asisten-tes se dirigieron hacia John Lund y le estre-charon la mano. Como prueba de su asom-bro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitn de La Catstrofe, un yate de 100.000 toneladas.

    Caballeros! dijo Mr. Lund, profunda-mente emocionado. Considero mi ms sa-grada obligacin el darles a ustedes las gra-cias por la asombrosa paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una dura-cin de 40 horas, 32 minutos y 14 segun-dos... Tom Grouse! exclam, volvindose

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  • hacia su viejo criado. Despirtame dentro de cinco minutos. Dormir, mientras los ca-balleros me disculpan por la descortesa de hacerlo.

    S, seor! dijo el viejo Tom Grouse. John Lund ech hacia atrs la cabeza, y

    estuvo dormido en un segundo. John Lund era escocs de nacimiento. No

    haba tenido una educacin formal ni estudia-do para obtener ningn grado, pero lo saba todo. La suya era una de esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que haba sido recibido su parlamento estaba to-talmente justificado. En el curso de cuarenta horas haba presentado un vasto proyecto a la consideracin de los honorables caballeros, cuya realizacin llevara a la consecucin de gran fama para Inglaterra y probara hasta qu alturas puede llegar en ocasiones la men-te humana.

    La perforacin de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena. ste

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  • era el tema de la brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!

    CAPTULO II El Misterioso Extrao Sir Lund no durmi siquiera durante tres

    minutos. Una pesada mano descendi sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante l se alzaba un caballero de un metro, ocho dec-metros, dos centmetros y siete milmetros de altura, flexible como un sauce y delgado co-mo una serpiente disecada. Era completa-mente calvo. Enteramente vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la na-riz, un termmetro en el pecho y otro en la espalda.

    Seguidme! exclam el calvo caballero con tono sepulcral.

    Dnde? Seguidme, John Lund! Y qu pasar si no lo hago?

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  • Entonces me ver obligado a perforar a travs de la Luna antes de que lo hagis vos!

    En ese caso, caballero, estoy a vuestro servicio.

    Vuestro criado caminar detrs de noso-tros.

    Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas, saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Cami-naron durante largo tiempo.

    Seor dijo Grouse a Mr. Lund, si nuestro camino es tan largo como este caba-llero, de acuerdo con la ley de la friccin, gastaremos nuestras suelas!

    Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos despus, tras decidir que el co-mentario de Grouse tena mucha gracia, rie-ron ruidosamente.

    Con quin tengo el honor de compartir mis risas, caballero? pregunt Lund a su calvo acompaante.

    Tenis el honor de caminar, hablar y rer con un miembro de todas las sociedades geo-grficas, arqueolgicas y etnogrficas del mundo, con alguien que posee un grado

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  • magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la actualidad, es miembro del Club de las Artes de Mosc, fi-deicomisario honorfico de la Escuela de Obs-tetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated Imp, profesor de magia amarillo-verdosa y gastronoma elemental en la futura Universidad de Nueva Zelanda, di-rector del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Os estoy llevando, caballero, a...

    (John Lund y Tom Grouse cayeron de rodi-llas ante el gran hombre, del que tanto hab-an odo, e inclinaron sus cabezas en seal de respeto.)

    ...os estoy llevando, caballero, a mi ob-servatorio, a treinta y dos kilmetros de aqu. Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un compaero en mi empresa, la significacin de la cual seris capaz de comprender con tan slo los dos hemisferios de vuestro cerebro. Mi eleccin ha recado en vos. Tras vuestra conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que deseis entablar conversacin conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi

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  • telescopio y a un silencio prolongado. La len-gua de vuestro servidor, empero, ser dete-nida a una orden vuestra. Caballero, viva la pausa! Os estoy llevando... Supongo que no tendris nada en contra, no es as?

    En absoluto, caballero! Tan slo lamen-to que no seamos corredores y, por otra par-te, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.

    Os comprar zapatos nuevos. Gracias, caballero. Aquellos de mis lectores que estn sobre

    ascuas por el deseo de tener un mejor cono-cimiento del carcter de Mr. William Bolva-nius pueden leer su asombrosa obra: Exis-ti la Luna antes del Diluvio?; y, si as fue, por qu no se ahog? A esta obra se le acostumbra a unir un opsculo, posterior-mente prohibido, publicado un ao antes de su muerte y titulado: Cmo convertir el Uni-verso en polvo y salir con vida al mismo tiempo. Estas dos obras reflejan la persona-lidad de este hombre, notable entre los nota-bles, mejor que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.

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  • Incidentalmente, estas dos obras descri-ben tambin cmo pas dos aos en los pan-tanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos de coco-drilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba en los panta-nos, invent un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubri la espina dorsal en los peces de la especie Riba. Al volver de su largo viaje, se estableci a unos kilme-tros de Londres y se dedic enteramente a la astronoma. Siendo como era un autntico misgino (se cas tres veces y tuvo, como consecuencia, tres esplndidos y bien des-arrollados pares de cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en pblico, llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y diplomtica mente, consigui que su observa-torio y su trabajo astronmico tan slo fuesen conocidos por l mismo. Para pesar y desgra-cia de todos los verdaderos ingleses, debe-mos hacer saber que este gran hombre ya no vive en nuestros das; muri hace algunos aos, oscuramente, devorado por tres coco-drilos mientras nadaba en el Nilo.

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  • CAPTULO III Los Puntos Misteriosos El observatorio al que llev a Lund y al vie-

    jo Tom Grouse... (sigue aqu una larga y tre-mendamente aburrida descripcin del obser-vatorio, que el traductor del francs al ruso ha credo mejor no traducir para ganar tiem-po y espacio). All se alzaba el telescopio per-feccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigi hacia el instrumento y comenz a observar la Luna.

    Qu es lo que veis, caballero? La Luna, caballero. Pero, qu es lo que veis cerca de la Lu-

    na, caballero? Tan slo tengo el honor de ver la Luna,

    caballero. Pero, no veis unos puntos plidos mo-

    vindose cerca de la Luna, caballero? Pardiez, caballero! Veo los puntos! Se-

    ra un asno si no los viera! De qu clase de puntos se trata?

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  • Esos puntos tan slo son visibles a tra-vs de mi telescopio. Pero ya basta! Dejad de mirar a travs del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo que sa-ber, qu son esos puntos. Estar all pronto! Voy a hacer un viaje para verlos! Y ustedes vendrn conmigo.

    Hurra! gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse. Vivan los puntos!

    CAPTULO IV Catstrofe en el Firmamento Media hora ms tarde, Mr. William Bolva-

    nius, John Lund y Tom Grouse estaban vo-lando hacia los misteriosos puntos en el inter-ior de un cubo que era elevado por dieciocho globos. Estaba sellado hermticamente y provisto de aire comprimido y de aparatos para la fabricacin de oxgeno (1). El inicio de este estupendo vuelo sin precedentes tuvo lugar en la noche del 13 de marzo de 1870. El viento provena del sudoeste. La aguja de

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  • la brjula sealaba oeste-noroeste. (Sigue una descripcin, extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho globos.) Un pro-fundo silencio reinaba dentro del cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fu-maban cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo, dorma como si estuviera en su propia casa. El termmetro (2) registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas, no se cruz entre ellos ni una sola palabra ni ocurri nada de particular. Los globos haban penetrado en la regin de las nubes.

    Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance, como era natural esperar tratndose de ingleses. Al tercer da John Lund cay enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colision con un aerolito y reci-bi un golpe terrible. El termmetro marcaba -76.

    Cmo os sents, caballero? pregunt Bolvanius a Mr. Lund al quinto da, rompiendo finalmente el silencio.

    Gracias, caballero replic Lund, emo-cionado; vuestro inters me conmueve.

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  • Estoy en la agona. Pero, dnde est mi fiel Tom?

    Est sentado en un rincn, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.

    Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius! Gracias, caballero. Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar

    su mano con la del joven Lund antes de que algo terrible ocurriese. Se oy un terrorfico golpe. Algo explot, se escucharon un millar de disparos de can, y un profundo y furioso silbido llen el aire. El cubo de cobre, habien-do alcanzado la atmsfera rarificada y siendo incapaz de soportar la presin interna, haba estallado, y sus fragmentos haban sido des-pedidos hacia el espacio sin fin.

    ste era un terrible momento, nico en la historia del Universo!

    Mr. Bolvanius agarr a Tom Grouse por las piernas, este ltimo agarr a Mr. Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo. Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, co-

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  • menzaron a girar sobre s mismos, explotan-do luego con gran ruido.

    Dnde estamos, caballero? En el ter. Hummm. Si estamos en el ter, qu es

    lo que respiramos? Dnde est vuestra fuerza de voluntad,

    Mr. Lund? Caballeros! grit Tom Grouse. Ten-

    go el honor de informarles de que, por alguna razn, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!

    Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos habamos propuesto. Hurra! Mr. Lund, qu tal os encontris?

    Bien, gracias, caballero. Puedo ver la Tierra encima, caballero!

    Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. Vamos a chocar con l en este mis-mo momento! BOOOM!!!

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  • CAPTULO V La Isla de Johann Goth Tom Grouse fue el primero en recuperar el

    conocimiento. Se restreg los ojos y comenz a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund y l yacan. Se despoj de uno de sus calcetines y comenz a dar friegas con l a los dos caballeros. stos recobraron de inme-diato el conocimiento.

    Dnde estamos? pregunt Lund. En una de las islas que forman el archi-

    pilago de las Islas Voladoras! Hurra! Hurra! Mirad all, caballero! Hemos

    superado a Coln! Otras varias islas volaban por encima de la

    que les albergaba (sigue la descripcin de un cuadro comprensible tan slo para un ingls). Comenzaron a explorar la isla. Tena... de largo y... de ancho (nmeros, nmeros, una epidemia de nmeros!). Tom Grouse consi-gui un xito al hallar un rbol cuya savia tena exactamente el sabor del vodka ruso.

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  • Cosa extraa, los rboles eran ms bajos que la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna criatura viva haba puesto el pie en ella.

    Ved, caballero, qu es esto? pregunt Mr. Lund a Bolvanius, recogiendo un manojo de papeles.

    Extrao... sorprendente... maravilloso... murmur Bolvanius.

    Los papeles resultaron ser las notas toma-das por un hombre llamado Johann Goth, escritos en algn lenguaje brbaro, creo que ruso.

    Maldicin! exclam Mr. Bolvanius. Alguien ha estado aqu antes que nosotros! Quin pudo haber sido? Maldicin! Oh, ra-yos del cielo, machacad mi potente cerebro! Dejad que le eche las manos encima, tan slo dejad que se las eche! Me lo tragar de un bocado!

    El caballero Bolvanius, alzando los brazos, ri salvajemente. Una extraa luz brillaba en sus ojos.

    Se haba vuelto loco.

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  • CAPTULO VI El Regreso Hurra! gritaron los habitantes de El

    Havre, abarrotando cada centmetro del mue-lle. El aire vibraba con gritos jubilosos, cam-panas y msica. La masa oscura que los haba estado amenazando durante todo el da con una posible muerte estaba descendiendo sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los bar-cos se hacan rpidamente a mar abierto. La masa negra que haba ocultado el sol durante tantos das chapuz pesadamente (pesam-ment), entre los gritos exultantes de la multi-tud y el tronar de la msica, en las aguas del puerto, salpicando la totalidad de los muelles. Inmediatamente se hundi. Un minuto des-pus haba desaparecido toda traza de ella, exceptuando las olas que cruzaban la superfi-cie en todas direcciones. Tres hombres flota-ban en medio de las aguas: el enloquecido Bolvanius, John Lund y Tom Grouse. Fueron

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  • subidos rpidamente a bordo de unas barqui-chuelas.

    No hemos comido en cincuenta y siete das! murmur Mr. Lund, delgado como un artista hambriento. Y relat lo sucedido.

    La isla de Johann Goth ya no exista. El peso de los tres bravos hombres la haba hecho repentinamente ms pesada.

    Dej la zona neutral de gravitacin, fue atrada hacia la Tierra, y se hundi en el puerto de El Havre.

    CONCLUSIN John Lund est ahora trabajando en el

    problema de perforar la Luna de lado a lado. Se acerca el momento en que la Luna se ver embellecida con un hermoso agujero. El agu-jero ser propiedad de los ingleses.

    Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se de-dica a la agricultura. Cra gallinas y da palizas a su nica hija, a la que est educando al estilo espartano. Los problemas cientficos todava le preocupan: est furioso consigo mismo por no haber pensado en recoger nin-

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  • guna semilla del rbol de la Isla Voladora cuya savia tena el mismo, el mismsimo sa-bor que el vodka ruso.

    (1). Gas inventado por los qumicos. Dicen

    que es imposible vivir sin l. Tonteras. Lo nico sin lo cual no se puede vivir es el dine-ro.

    (2). Este instrumento existe en la realidad. (Notas del traductor del francs al ruso.)

    FIN

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  • LOS MARTIRES

    ANTON CHEJOV

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  • Lisa Kudrinsky, una seora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enfer-ma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.

    He aqu cmo cuenta la seora Lisa la his-toria de su enfermedad:

    Despus de pasar una semana en la quinta de mi ta me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un dspota -yo le ma-tara!- hemos pasado unos das deliciosos. La otra noche dimos una funcin de aficionados, en la que tom yo parte. Representamos Un escndalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto beb un poco de limn helado con coac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sent mal. Al da siguiente hicimos una excursin a caballo. La maana era un poco hmeda y me resfri. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No haba hecho ms que llegar, cuando he senti-do unos espasmos en el estmago y unos dolores... Cre que me mora. Varia, claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirar-

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  • se de los pelos, ha mandado por el mdico. Han sido unos momentos terribles!

    Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.

    Despus de la visita del mdico se duerme con el sosegado sueo de los justos, y no se despierta en seis horas.

    En el reloj acaban de dar las dos de la ma-ana. La luz de una lmpara con pantalla azul alumbra dbilmente la estancia. Lisa, envuel-ta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetn gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama est sentado su marido, Visili Stepanovich. Al po-bre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.

    -Qu tal, querida? Ests mejor? -le pre-gunta muy quedo.

    -Un poco mejor! -gime ella-. Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...

    -Quieres que te cambie la compresa, n-gel mo?

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  • Lisa se incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la ca-beza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo sagrado, le cambia la compresa. El agua fra la estremece ligeramente y le arranca risitas nerviosas.

    -Y t, pobrecito, no has dormido? -gime, tendindose de nuevo.

    -Acaso podra yo dormir estando enferma mi mujercita?

    -Esto no es nada, Vasia. Son los nervios. Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo achaca al estmago; pero estoy segura de que se engaa. No ha comprendido mi en-fermedad. Son los nervios y no el estmago, te lo juro! Lo nico que temo es que sobre-venga alguna complicacin...

    -No, mujer! Maana se te habr pasado ya todo.

    -No lo espero... No me importa morirme; pero cuando pienso que t te quedaras so-lo... Dios mo!... Ya te veo viudo!...

    Aunque el amante esposo est solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amila-na y se aflige al orla hablar as.

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  • -Vamos, mujer! Cmo se te ocurren pen-samientos tan tristes? Te aseguro que maa-na estars completamente bien...

    -No lo espero... Adems, aunque yo me muera, la pena no te matar. Llorars un poco y te casars luego con otra...

    El marido no encuentra palabras para pro-testar contra semejantes suposiciones, y se defiende con gestos y ademanes de desespe-racin.

    -Bueno, bueno, me callo! -le dice su mu-jer-. Pero debes estar preparado...

    Y piensa, cerrando los ojos: Si efectiva-mente me muriera...

    El cuadro de su propia muerte se le repre-senta con todo lujo de detalles. En torno del lecho mortuorio lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su ado-radores. Est plida y bella. La amortajan con un vestido color de rosa, que le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un verdade-ro tapiz de flores, en un atad magnfico, con aplicaciones doradas. Huele a incienso; arden las velas funerarias. Su marido la mira a tra-vs de las lgrimas. Sus adoradores la con-

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  • templan con admiracin. Se dira -murmuran- que est viva. Hasta en el atad est bella! Toda la ciudad se conduele de su fin prematuro... El atad es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre los que va el estudiante de ojos negros que le aconsej que bebiese la limonada con coac... Es ls-tima que no acompae a la procesin fnebre una banda de msica... Despus de la misa, todos rodean el atad y se oyen los adioses supremos. Llantos, sollozos, escenas dram-ticas... Luego, el cementerio. Cierran el ata-d...

    Lisa se estremece y abre los ojos. -Ests ah, Vasia? -pregunta-. No hago

    ms que pensar cosas tristes, no puedo dor-mir!... Ten piedad de m, Vasia, y cuntame algo interesante!

    Qu quieres que te cuente, querida? -Una historia de amor -contesta con voz

    moribunda la enferma-, una ancdota.... Vasili Stepanovich hasta bailara de coroni-

    lla con tal de ahuyentar los pensamientos tristes de su mujer.

    -Bueno; voy a imitar a un relojero judo.

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  • El amante esposo pone una cara muy gra-ciosa de judo viejo, y se acerca a la enferma.

    -Necesita usted, por casualidad, compo-ner su reloj, hermosa seora? -pregunta con una pronunciacin cmicamente hebrea.

    -S, s! -contesta Lisa, riendo y alargndo-le a su marido su relojito de oro, que ha de-jado, como de costumbre, en la mesa de no-che-. Compngalo, compngalo!

    Vasili Stepanovich coge el reloj, le abre, le examina detenidamente, encorvado y hacien-do muecas, y dice:

    -No tiene compostura; la mquina est hecha una lstima.

    Lisa se re a carcajadas y aplaude. -Muy bien! Magnfico! -exclama-. Eres

    un excelente artista! Haces mal en no tomar parte en nuestras funciones de aficionados. Tienes talento. Ms que Sisunov. Sisunov es un joven con una vis cnica admirable. Slo el verle la cara es morirse de risa. Figrate una nariz apatatada, roja como una zanaho-ria, unos ojillos verdes... Pues y el modo de andar?... Anda de un modo graciossimo, igual que una cigea. As, mira...

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  • La enferma salta de la cama y empieza a andar descalza a travs de la habitacin.

    -Salud, seoras y seores! -dice con voz de bajo, remedando al seor Sisunov-. Qu hay de bueno por el mundo?

    Su propia toninada la hace rer. -Ja, ja, ja! -Ja, ja, ja! -re su marido. Y ambos, olvidada la enfermedad de ella,

    se ponen a jugar, a hacer nieras, a perse-guirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y la cubre de ardien-tes besos.

    De pronto ella se acuerda de que est gra-vemente enferma.

    Se vuelve a acostar, la sonrisa huye de su rostro...

    -Es imperdonable! -se lamenta-. No con-sideras que estoy enferma!

    -Me perdonas? -Si me pongo peor, t tendrs la culpa.

    Qu malo eres! Lisa cierra los ojos y enmudece. Se pinta

    de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho dolorosos gemidos. Vasia se

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  • cambia la compresa y se sienta a su cabece-ra, de donde no se mueve en toda la noche.

    A las diez de la maana vuelve el doctor. -Bueno; cmo van esas fuerzas? -le pre-

    gunta a la enferma, tomndole el pulso-. Ha dormido usted?

    -Se siente mal, muy mal! -susurra el ma-rido.

    Ella abre los ojos y dice con voz dbil: -Doctor, podra tomar un poco de caf? -No hay inconveniente. -Y me permite usted levantarme? -S; pero sera mejor que guardase usted

    cama hoy. -Los malditos nervios... -susurra el marido

    en un aparte con el mdico-. La atormentan pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.

    El doctor se sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide hasta la noche.

    Al medioda se presentan los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen flores y novelas francesas. Lisa, interesantsima con su peinador blanco

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  • y su gorro de encaje, les dirige una mirada lnguida en que se lee su escepticismo res-pecto a una curacin prxima. La mayora de sus adoradores no han visto nunca a su ma-rido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana resignacin: su comn desventura les ha re-unido con l junto a la cabecera de la enfer-ma adorable.

    A las seis de la tarde, Lisa torna a dormir-se para no despertar hasta las dos de la ma-ana. Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa, le cuenta ancdotas regocijadas.

    -Pero adnde vas, querida? -le pregunta Vasia, a la maana siguiente, a su mujer, que est ponindose el sombrero ante el espejo-. Adnde vas?

    Y le dirige miradas suplicantes. -Cmo que adnde voy? -contesta ella,

    asombrada-. No te he dicho que hoy se repi-te la funcin de teatro en casa de Mara Lvovna?

    Un cuarto de hora despus toma el tole.

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  • El marido suspira, coge la cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.

    -Qu le pasa a usted? -le pregunta su je-fe.

    Vasia hace un gesto de desesperacin y ocupa su sitio habitual.

    -Si supiera vuestra excelencia -contesta- lo que he sufrido estos dos das!... Mi Lisa est enferma!

    -Dios mo! -exclama el jefe-. Lisaveta Pavlovna? Y qu tiene?

    El otro alza los ojos y las manos al cielo, como diciendo:

    -Dios lo quiere! -Es grave, pues, la cosa? -Creo que s! -Amigo mo, yo s lo que es eso! -suspira

    el alto funcionario, cerrando los ojos-. He perdido a mi esposa... Es una prdida terri-ble!... Pero estar mejor la seora, verdad? Qu mdico la asiste?

    -Von Sterk.

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  • -Von Sterk? Yo que usted, amigo mo, llamara a Magnus o a Semandritsky... Est usted muy plido. Se dira que est usted enfermo tambin...

    -S, excelencia... Llevo dos noches sin dormir, y he sufrido tanto...

    -Pero para qu ha venido usted? Vyase a casa y cudese! No hay que olvidar el pro-verbio latino: Mens sana in corpore sano...

    Vasia se deja convencer, coge la cartera, despide del jefe y se va a su casa a dormir. FIN

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  • LLLLLLLLOOOOOOOOSSSSSSSS MMMMMMMMUUUUUUUUCCCCCCCCHHHHHHHHAAAAAAAACCCCCCCCHHHHHHHHOOOOOOOOSSSSSSSS

    AAAAAAAANNNNNNNNTTTTTTTTOOOOOOOONNNNNNNN CCCCCCCCHHHHHHHHEEEEEEEEJJJJJJJJOOOOOOOOVVVVVVVV

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  • Volodia ha llegado! Grit alguien en el patio. -El nio Volodia ha llegado! -repiti la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el come-dor- Ya est ah! Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corri a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se vean unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazn envueltos en vapor. Los trineos estaban vacos; Volodia se hallaba ya en el vestbulo, y haca esfuerzos para despo-jarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no le obedecan. Su abrigo de colegial su gorra, Sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve. Su madre y su ta le estrecharon, hasta casi aho-garlo, entre sus brazos. -Por fin! Queridito mo! Qu tal? La criada Natalia haba cado a sus pies y trata-ba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lan-zaban gritos de alegra. Las puertas se abran y se cerraban con estrpito en toda la casa. El

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  • padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudi al vestbulo y quiso abrazar a su hijo; pero ste se hallaba tan rodea-do de gente, que no era empresa fcil. -Volodia, hijito! Te esperbamos ayer... Qu tal?... Pero, por Dios, dejadme abrazarlo! Creo que tambin tengo derecho! Mlord, un enorme perro negro, estaba tambin muy agitado. Sacuda la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: Guau! Guau! Durante algunos minutos aquello fue un gritero indescriptible. Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que adems de Volodia se encontraba all otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas e igualmente blanco de nieve. Permaneca inm-vil en un rincn, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha. -Volodia, quin es se? - pregunt muy quedo la madre.

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  • -Ah, s!- record Volodia Tengo el honor de presentaros a mi camarada Chechevitzin, alum-no de segundo ao. Lo he invitado a pasar pon nosotros las Navidades. -.Muy bien, muy bien! Sea usted bien venido! dijo con tono alegre el padre -. Perdneme; es-toy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al se-or Chechevitzin a desnudarse. Largo, Mlord! Me aburres con tus ladridos! Un cuarto de hora ms tarde Volodia y Cheche-vitzin, aturdidos Por la acogida ruidosa y rojos aun de fro, estaban sentados en el comedor y tomaban t. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samo-var y sobre la vajilla. Haca calor en el come-dor, y los dos muchachos parecan por completo felices. -Bueno, ya llegan as Navidades! - dijo el seor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo - Cmo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte t al colegio, y ahora hete ya de vuelta. Seor Chechevitzin, un poco ms

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  • de t? Tome usted pasteles. No est usted cohi-bido, se lo ruego. Est usted en su casa. Las tres hermanas de Volodia - Katia, Sonia y Macha -, de las que la mayor no tena ms que once aos, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su herma-no. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero ms moreno y ms delgado. Tena la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeos, los labios gruesos. Era, en fin muy feo, y sin el uniforme de colegial se lo hubiera podido tomar por un pillete. Su actitud era triste; guardaba un constante si-lencio y no haba sonredo ni una sola vez. Las nias, mirndolo, comprendieron al punto que deba de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallbase siempre tan sumido en sus re-flexiones, que si le preguntaban algo sufra un ligero sobresalto y rogaba que le repitiesen la pregunta.

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  • Las nias haban observado tambin que el mismo Volodia siempre tan alegre y parlanchn, casi no hablaba y se mantena muy grave. Hasta se dira que no experimentaba contento alguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, slo una vez se dirigi a sus hermanas, y lo hizo con palabras por dems extraas; seal al samovar y dijo: -En California se bebe gin en vez de t. Tambin l se hallaba absorto en no saban qu pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos. Luego del t se dirigieron todos al cuarto de los nios. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa y reanudaron el trabajo que haba interrumpido la llegada de los dos jve-nes. Hacan, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el rbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la

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  • flor cayese del ciclo. El padre pareca tambin entusiasmado A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con clera. De vez en cuando entraba la madre, gra-ve y atareada, y preguntaba -Quin ha agarrado mis tijeras? Has sido t, Ivn Nicolayevich? -Dios mo! -se indignaba Ivn Nicolayevich con voz llorosa. Hasta de tijeras me privan! Su actitud era la de un hombre atrozmente ultra-jado pero, un instante despus, volva de nuevo a entusiasmarse. El ao anterior, cuando Volodia haba venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, haba manifestado mucho inters por estos preparativos; haba fabricado tambin flores; se haba entusiasmado ante el rbol de Navidad; se haba preocupado de su ornamenta-cin. A la sazn no ocurra lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia abso-luta haca las flores artificiales. Ni siquiera mos-traban el menor inters por los dos caballos que

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  • haba en la cuadra. Se sentaron junto a la venta-na, separados de los dems, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geo-grfico, y empezaron a examinar una de las cartas. -Por de pronto, a Perm - deca muy quedo Che-chevitzin - de all, a Tumen.... Despus, a Tomsk... Espera...Eso es de Tomsk a Kamchatka . . . En Kamchatka nos meteremos en una canoa y atravesaremos el estrecho de Bering, henos ya en Amrica. All hay muchas fieras..... -Y California? - pregunt Volodia. -California est mas al sur. Una vez en Amri-ca, est muy cerca.... Para vivir es necesario cazar y robar. Durante todo el da Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas y, las mir con des-confianza. Por la tarde, despus de merendar, se encontr durante algunos minutos completa-mente solo con ellas. La cortesa mas elemental exiga que les dijese algo. Se frot, con aire

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  • solemne las manos, tosi, mir severamente a Katia y pregunt: -Ha ledo usted a Mine-Rid? -No... Dgame: sabe usted patinar? Chechevitzin no contest nada. Infl los carri-llos y resopl como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo: -Cuando una manada de antlopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bes-tezuelas, lanzan gritos de espanto. Tras un nuevo silencio, aadi: - Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termtidos y los mosquitos. -Y qu es eso? -Una especie de hormigas, pero con alas. Muer-den de firme... Sabe usted quin soy yo? - Volodia nos dijo a nosotras que usted es el seor Chechevitzin -No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles. Las nias, que no haban comprendido nada, le miraron con respeto y un poco de miedo.

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  • Chechevitzin pronunciaba palabras extraas. l y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos y se mantenan muy graves; todo esto era misterioso enigmtico. Las dos nias mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos mucha-chos. Por la noche, cuando los muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. Santo Dios lo que supieron!. Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algn punto de Amrica para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje: tenan un revlver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brjula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos deban andar muchos millares de kilmetros, luchar contra los tigres y los salva-jes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber gin, y, como remate ca-sarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. Mientras las dos nias espiaban a

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  • la puerta los muchachos hablaban con gran animacin y se interrumpan. Chechevitzin lla-maba a Volodia mi hermano rostro plido en tanto que Volodia llamaba a su amigo "Monti-gomo, Garra de Buitre". -No hay que decirle nada a mam -dijo Katia al odo de Sonia mientras se acostaban. Volodia nos traer de Amrica mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mam no le dejarn ir a Amrica. Todo el da de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo y, con sus gruesos mofletes, pareca un hombre picado por una abeja. Iba y vena sin cesar por las habi-taciones, y no quera comer. En el cuarto de los nios, se detuvo una vez delante del icono, se persign y dijo: -Perdname! Dios mo soy un gran pecador. Ten piedad de m pobre, de mi desgraciada mam! Por la tarde se ech a llorar. Al ir a acostarse abraz largamente y con efusin a su madre, a

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  • su padre y, a sus hermanas. Katia y Sonia com-prendan el motivo do su emocin; pero la pe-queita, Macha, no comprenda nada, absoluta-mente nada, y lo miraba con sus grandes ojos asombrados. A la maana siguiente, temprano Katia y Sonia se levantaron, y una vez abandonado el lecho se dirigieron quedamente a la habitacin de los muchachos, para ver cmo huan a Amrica. Se detuvieron junto a la puerta y oyeron lo siguien-te: -Vamos, quieres ir? - pregunt con clera Chechevitzin - Di, no quieres? - Dios mo! - respondi llorando Volodia -No puedo, no quiero separarme de mam. -Hermano rostro plido, partamos! Te lo ruego. Me habas prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. Eso est muy mal, hermano rostro plido! -No me da miedo; pero... qu va a ser de mi pobre mam? -Dmelo de una vez: quieres seguirme o no?

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  • -Yo me ira, pero... esperemos un poco; quiero quedarme an algunos das con mam - -Bueno; en ese caso me voy solo -declar re-sueltamente Chechevitzin - Me pasar sin ti. Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! Qu le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revlver, los cuchillos y todo lo dems. Volodia se ech a llorar con tanta desespera-cin, que Katia y Sonia compadecidas empeza-ron a llorar tambin. Hubo algunos instantes de silencio. - Vamos, no me acompaas? - pregunt una vez ms Chechevitzin. - Si, me voy... contigo -Bueno; vstete. Y para dar nimos a Volodia, Chechevitzin em-pez a contar maravillas de Amrica, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometi en fin, a Volodia darle todo el marfil y tambin todas las pieles de los leones y los ti-gres que matase.

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  • Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante les pareca a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Hroe vale-rossimo arrostraba todo el peligro y ruga como un len o como un tigre autnticos. Cuando las dos nias volvieron a su cuarto, Katia con los ojos arrasados en lgrimas dijo: -Qu miedo tengo! Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero en-tonces se advirti la desaparicin de los mucha-chos. Los buscaron en la cuadra, en la en el jar-dn; se los hizo buscar despus en la aldea veci-na; todo fue vano. A las cinco se merend, sin los muchachos. Cuando la familia se sent a la, mesa para comer, mam manifestaba una gran inquietud y lloraba. Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriaron, con linternas, las orillas del ro. En toda la casa, lo mismo, que en la aldea, reinaba gran agitacin. A la maana siguiente lleg un oficial de polica. Mam no

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  • cesaba de llorar. Pero hacia el medioda unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, se detuvieron junto a la puerta. -Es Volodia! -exclam alguien en el patio. -Volodia est ah! -grit la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor. El enorme perro Mirara, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: Guau! Guau! Los dos muchachos haban sido detenidos en la ciudad prxima cuando preguntaban dnde po-dran comprar plvora. Volodia se lanz al cuello de su madre. Las nias, esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El seor Korolev se encerr con ambos muchachos en el gabinete. -Es posible? -deca con tono enojado - Si se sabe esto en el colegio os pondrn de patitas en la calle. Y a usted, seor Chechevitzin, no le da vergenza? Est muy mal lo que ha hecho. Espero que ser usted castigado por sus pa-dres... Dnde habis pasado la noche?

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  • -En la estacin! - respondi altivamente Che-chevitzin. Volodia se acost, y hubo que ponerle compre-sas en la cabeza. A la maana siguiente lleg la madre de Chechevitzin, avisada por telgrafo. Aquella misma tarde parti con su hijo. Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las nias no les dijo palabra; pero tom el cua-derno de Katia y dej en l, a modo de recuer-do, su autgrafo: "Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los In-vencible". FIN

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