catequesis y homilias - semana santa 2012

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Catequesis y Homilias - Semana Santa 2012

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+Ricardo Tobón RestrepoArzobispo de Medellín

Catequesis y HomiliasSemana Santa 2012

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Presentación

PPara comprender bien lo que es y lo que celebramos en la Semana Santa, debemos conocer el sentido y la larga tra-dición de la fiesta de Pascua. El término “pascua”, según

la etimología más aceptada en todas las raíces de las lenguas antiguas, se relaciona con el verbo “pasar”. Con más de 6.000 años de historia, esta fiesta se ha vivido en el tiempo de diver-sas maneras. Al comienzo fue una celebración de agricultores y pastores nómadas que, al ver llegar la primavera y con ella las primeras espigas o los nuevos pastos, daban gracias a Dios al pasar a una nueva estación. En una de estas celebraciones, entre el 1400 y el 1350 a.C., el pueblo de Israel vivió la liberación de Egipto y, desde entonces, la Pascua ha sido para los judíos, con un ritual muy propio, la fiesta que rememora el paso de Dios para darles la libertad y la tierra “que mana leche y miel”.

En tiempos de Jesús, la Pascua era la fiesta más importante. Jesús, como buen judío, va a celebrarla cada año a Jerusalén. Durante su última Pascua es sentenciado a muerte y crucificado. Según el Evangelio de Juan, Jesús fue inmolado mientras en los hogares se degollaban los corderos de Pascua, en la tarde del 14 de nisán. Para Jesús la Pascua adquiere un nuevo sentido: “pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1). Ya aquí, el “paso” pascual no significa cambio de lugar, sino transformación de la existencia; llegar a un modo nuevo de existir desde Dios. A partir de entonces, la celebración anual de la Pascua es para los cris-tianos memorial de la muerte y resurrección de Cristo y empe-ño serio de pasar con él a Dios. Esta celebración se desarrolla en un rito litúrgico cargado de belleza y conlleva una profunda espiritualidad. En realidad, la vida cristiana es una experiencia permanente de “Pascua”.

La celebración de la Pascua a la que nos introducen la Cua-resma y la Semana Santa no es un mero recuerdo, no es una reconstrucción histórica o teatral del pasado, no es tampoco una ilusión para conjurar la monotonía de la existencia. Es una ta-rea concreta de nuestra vida personal y comunitaria. Mientras

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exista el mal, nosotros tenemos que vivir en un continuo naci-miento para pasar con Cristo a una nueva vida. Con el empeño cotidiano de morir al egoísmo, al odio, a la codicia, a la injusti-cia, vamos entrando en la verdad, en la libertad, en el amor, en la alegría; en una palabra, vamos pasando a vivir en Dios. Por consiguiente, estos días se presentan para todos, no sólo para los cristianos, como una gran oportunidad de encontrarnos con nosotros mismos, con los ideales que nos hacen vivir, con los valores que nos mueven, con la misión que tenemos, con el pro-yecto que somos.

Hoy, la Pascua es la ocasión para dar el paso de la reconcilia-ción con nosotros mismos y con los demás; para dar el paso de la solidaridad, viviendo la alegría de compartir con los otros; para dar el paso a una espiritualidad seria, asumiendo de verdad el Evangelio; para dar el paso a la resurrección, allí donde el amor tiene la última palabra; para dar el paso a la esperanza, pues siempre se puede comenzar de nuevo y se puede llegar más lejos; para dar el paso a la vida, dejando a Dios acontecer y reinar en nosotros y en el mundo. El don de la luz pascual, que ahuyenta el miedo y la tristeza, es para todos; la paz de Cristo resucitado, que liquida el odio y la violencia, es para todos; el amor de Dios, que trae la alegría verdadera, es para todos. Este es el mensaje de las homilías pronunciadas en la Semana Santa de 2012, que se publican por petición de muchos y esperando que puedan ayudar a alguno a pasar con Cristo de la muerte a la vida.

+ Ricardo Tobón RestrepoArzobispo de Medellín

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HOMILÍA EN LA MISA CRISMALPocas veces, como en este momento, brota del alma, viva y ac-tual, la palabra de alabanza del vidente del Apocalipsis: “A aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su san-gre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a Él la gloria y el poder por los siglos” (Ap.5,1-6). En efecto, de la Misa que estamos celebrando se reparte en nuestra Iglesia particular, como de una única fuente, el río de la gracia sacramental del cual somos indignos pero verdaderos ministros. Por eso, en esta fiesta eclesial, nos sentimos profundamente unidos todos los miembros de la comunidad arquidiocesana, vin-culados a sus parroquias e instituciones; hacemos memoria de todos nuestros hermanos en la fe, en las diversas circunstancias en que se encuentren; nos hacemos un solo corazón con todos los presbíteros y diáconos y sentimos cercanos especialmente a aquellos que por la ancianidad, la enfermedad, el servicio en otros lugares o aun circunstancias dolorosas no pueden estar con nosotros en esta mañana.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido” (Is 61,1). Con estas palabras, el profeta nos revela el origen de su misión: la presencia sobre él del Espíritu Santo. Es una presencia activa, puesto que el mismo Espíritu que consagra al profeta lo hace capaz de su misión. Lo que vive el profeta, como de modo figurado, se cumple perfectamente en Cristo: “Hoy se cumple esta Escritura” (Lc 4,21). Así, la palabra profética y evangélica nos conducen a contemplar la misión redentora de Jesús en su origen, en su brotar del Espíritu Santo. Aquí está escondido un gran misterio. Todo tiene su inicio en la decisión inescrutable del Padre de bendecirnos “con toda clase de bendiciones espiritua-les en los cielos, en Cristo… predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por obra de Cristo” (Ef 1,3.5). La disposición de que en nosotros fulgure su gracia misericordiosa ha sido realizada en el Hijo, quien no ha hecho alarde de su categoría de Dios, sino que “se anonadó a sí mismo y tomó la condición de escla-vo” (Fil 1,3.5). La decisión del Padre ha sido de tal manera la del Hijo encarnado que, al culminar su misión terrena, ha podido

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afirmar: “el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna; por eso, lo que hablo, lo digo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50)

La decisión del Padre, realizada en el Hijo, acontece por el Es-píritu Santo. Es el Espíritu quien está, al comienzo, en la en-carnación del Verbo: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y te cubrirá la sombra de Altísimo” (Lc 1,35). Y es el Espíritu quien está también, al final, en el don de sí mismo que Cristo realiza en la cruz: “la sangre de Cristo se ofreció sin mancha a Dios por un Espíritu eterno” (Heb 9,14). En verdad, Cristo puede decir: El Es-píritu del Señor está sobre mí y me ha ungido. Es el Espíritu del Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4) quien guía a Jesús. El, como persona divina, sopla libremente donde quiere y por esto viene concedido a Cristo sin medida (cf Jn 3,8.34). “Me ha enviado” dice el profeta y se cumple también en Jesús. Su programa le viene sugerido de un modo concreto: anunciar a los pobre el ale-gre mensaje, proclamar a los cautivos la libertad, dar la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y cambiar el tiempo en año de gracia del Señor (cf Lc 4,19-20). Hoy se ha cumplido esta Escritura; hoy está sucediendo este evento en nuestro mundo. Hoy se está realizando la obra que el Padre le ha confiado al Hijo, en función de la cual el Espíritu está sobre él y lo ha ungido. Nos hemos reunido para celebrar este misterio de salvación en el cual brilla la misericordia de Dios.

Pero, la Palabra de Dios habla hoy también de nosotros: “nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”. También nosotros podemos decir: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido”. Todos hemos sido consagrados por el Espíritu en el Bautismo que nos ha hecho, en verdad, sa-cerdotes, profetas, pastores. Algunos, por la imposición de las manos, hemos participado también del sacerdocio ministerial de Cristo. Es el mismo Espíritu que descendió sobre Cristo para cumplir la obra que le había encomendando el Padre, el que nos hace un solo cuerpo con él. Quedamos, entonces profundamen-te vinculados a la vocación y misión de Cristo, evangelizador y salvador. El Padre, en Cristo, por la unción del Espíritu, nos ha

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asociado a su obra de misericordia. Por tanto, nosotros existi-mos, vivimos y actuamos en el mundo, por la misma razón que existe, vive y actúa Cristo: somos sus discípulos, somos sus mi-sioneros, llevamos en nosotros su vida y continuamos su obra. Estamos ungidos y somos enviados a dar la luz a los ciegos, a liberar a los cautivos, a anunciar el Evangelio a los que sufren, a proclamar un tiempo de salvación.

Esta gracia que el Padre ha querido vincular sacramentalmen-te a nuestra vida por el Bautismo y por el Orden Sagrado con-siste, como lo ha recordado el Salmo, en la fidelidad de Dios, en el amor eterno que nos ha dado en Cristo para que poda-mos dirigirnos a él diciéndole: “Tú eres mi Padre, mi Dios, mi Roca salvadora” (Sal 88,27). Nosotros estamos al servicio de esta gracia. Estamos para ayudar a las personas a reconstruir su existencia cotidiana sobre los fundamentos más profundos de su humanidad y su dignidad: la eterna predestinación en Cristo. Nuestro trabajo tiene sus raíces en el mismo plan con el que las tres divinas Personas han proyectado, desde toda la eternidad, “el designio de recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1,10). Estamos inmersos en el misterio de la redención y somos minis-tros de esta redención. Todo esto lo vivimos en esta solemne Eucaristía cuando recordamos el amor eterno de Dios que nos ha dado al Hijo y nos preparamos para entrar en los misterios santos del Triduo Pascual, cuando bendecimos y consagramos los óleos santos con los que se realizará la vida sacramental en toda la Arquidiócesis, cuando los sacerdotes renovamos con gozo los compromisos de nuestra vida sacerdotal. Esta es una Eucaristía que nos llena de consuelo porque, en medio de las dificultades de nuestra peregrinación, en medio de nuestros can-sancios y de nuestras debilidades, celebramos con alegría el proyecto salvador de Dios, que no fallará jamás. Podemos decir con el salmista: “¡Anunciaré su fidelidad por todas las edades!”

En este momento, me dirijo a los señores obispos presentes, digo una palabra a los sacerdotes, mis primeros y necesarios colaboradores, sin los cuales es prácticamente impensable mi ministerio episcopal. Los invito a cuidar la incomparable gracia y dignidad que hemos recibido, a custodiar intacta la conciencia

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de nuestra misión. El don de Dios ha sido muy grande para cada uno de nosotros, tanto, que cada uno puede descubrir en sí mis-mo los signos de una singular predilección divina. Vivamos en el gozo de este descubrimiento, en la luz de esta elección, en la plenitud de esta gracia que se nos ha dado. Estemos vigilantes para no entristecer al Espíritu que nos ha consagrado con su un-ción. Lejos de nosotros todo lo que nos pueda causar desilusión, amargura y tristeza. Lejos de nosotros todo lo que pueda gene-rar divisiones, discordias y rupturas. Lejos de nosotros lo que nos pueda quitar la autoridad, la fuerza y el encanto para vivir el ministerio. Lejos de nosotros todo lo que nos pueda privar de la libertad, la paz interior y el don que hemos recibido del Señor.

Igualmente, llamo y aliento a todos los bautizados de la Arquidió-cesis de Medellín a sentir la alegría de ser hijos de Dios, a redes-cubrir la posibilidad de conducir toda la vida como discípulos de Cristo, a experimentar la gracia de pertenecer a nuestra Iglesia, a asumir con seriedad la tarea de ser misioneros y anunciadores del Evangelio. Los invito a no ceder a la mentalidad secularista que quiere prescindir de Dios, a la vida hedonista que termina oprimiendo a los más débiles e indefensos, a la cultura egoísta que nos atrinchera en nuestro bienestar y nos hace olvidar la tarea de ayudar a que la sociedad se renueve desde sus fun-damentos para alcanzar una vida justa, digna y en paz para to-dos. Queridos religiosos, religiosas y fieles, den gracias al Señor por el don del sacerdocio ministerial y supliquen con fuerza que nunca falten muchos y santos sacerdotes a la Iglesia que está en Medellín. Reconozcan el don de Dios en sus sacerdotes no obstante sus debilidades y agradezcan el servicio que les pres-tan unas veces con humildad, con fe, con amor y otras, tal vez, llorando sus pecados. De todas formas, ellos son para Ustedes un signo del amor del Padre. Estén siempre cercanos a ellos con la oración, con la colaboración y con el más sincero afecto.

Queridos hermanos y hermanas, sintamos en esta mañana que realmente se realiza en nosotros el oráculo de Isaías que hemos escuchado: “Ustedes se llamarán sacerdotes del Señor, dirán de Ustedes: ministros de nuestro Dios… Su estirpe será célebre entre las naciones… Los que los vean reconocerán que son la

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estirpe que bendijo el Señor”. Ante el amor con que hemos sido amados, ante la unción del Espíritu con que hemos sido consa-grados, ante la misión que se nos ha confiado, proclamemos con la Santísima Virgen María las grandezas de Dios y dispongámo-nos, con el Salmista, a cantar eternamente las misericordias del Señor.

Medellín, 29 de marzo de 2012

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HOMILÍA DEL DOMINGO DE RAMOS

Celebramos hoy la entrada de Jesús en Jerusalén. No es ex-traño que Jesús vaya a Jerusalén, allí lo hemos visto desde los doce años. Ir a Jerusalén, la ciudad santa de Israel, era algo normal en la vida de un judío piadoso, especialmente para el día de Pascua que sobresalía entre las fiestas de peregrinación. Jesús llega a Jerusalén, esta vez, para poner en marcha de-finitivamente un proyecto que Él llama el Reino de Dios y que ha venido anunciado con sus parábolas, con sus actuaciones y, sobre todo, con su vida. Jesús sube a la capital de Israel a hacer ver que todo no se puede quedar en los ritos y normas que están oprimiendo al pueblo, sino que es precios instaurar el nuevo es-tilo de vida que Él propuso en las Bienaventuranzas. Podemos decir que éste es el día mesiánico por excelencia.

¿En qué consiste este proyecto? ¿Qué es lo que Jesús trae a Jerusalén y al mundo? ¿Cómo se realiza este Reino? El gran mensaje de Jesús es que Dios está cerca de cada uno de noso-tros, que está aconteciendo en nuestra vida, que quiere iluminar, liberar y hacer feliz nuestra existencia, que se ha propuesto re-novar el mundo en la verdad, la justicia y el amor. Jesús trae a Dios. No un Dios lejano y cruel, sino al Dios que es Padre y nos ama hasta el extremo de dar a su propio Hijo para que el que crea tenga vida. Esto no lo muestra con palabras sino con su comportamiento, que transforma la violencia que se viene contra Él en el amor que lo lleva a inmolarse en la cruz. Así introduce una nueva forma de ser y de vivir en el mundo, de ser y vivir des-de Dios. Más aún, Jesús trae la posibilidad de que esa vida sea por siempre; trae la vida eterna.

Al llegar Jesús a Jerusalén, en un primer momento, las multitu-des lo aclaman como el Hijo de David, como el Mesías espera-do, como el que viene en el nombre del Señor. Pero luego, todas las fuerzas se vuelven contra él y termina juzgado por tres tribu-

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nales y condenado a la crucifixión. Ante estos acontecimientos, la comunidad cristiana entendió la Escritura: Jesús es el Siervo de Dios, que se entregó a la muerte para instaurar su Reino, inaugurando una nueva humanidad. La Iglesia se apropia, cada año, los sentimientos de los peregrinos de Jerusalén y recibe a Jesús como el Mesías. Los ramos y las palmas ponen de ma-nifiesto que la muerte en la cruz es un camino de victoria. Es la muerte que engendra la vida. La procesión que hemos hecho es una expresión del triunfo sobre la muerte que alegra a la Iglesia cada semana. También las vestiduras rojas, nos hablan del már-tir que vence y triunfa.

Este domingo es como la entrada solemne al sacrificio, es la procesión que conduce al pueblo, en torno al Pastor, hacia los misterios centrales de la fe. En esta procesión tienen un papel protagónico los niños y los jóvenes, que aclaman a Cristo como el hijo de David, como el Mesías esperado, como el que viene en nombre de Dios. Invito a todos los jóvenes a contemplar a Cristo para encontrar el ideal y el modelo que necesitan en vida. Los invito a seguir a Cristo, a aprender a vivir a su lado; Él no les quita nada y les da todo. Los invito a asumir la misión de Jesús: mostrar la bondad de Dios en la que cada ser humano puede aprender a ser libre, verdadero, honesto y justo.

El sentido profundo de este día nos viene dado por las lecturas bíblicas que acabamos de proclamar. En la primera lectura (Is 50,4-7) hemos escuchado uno de los poemas del Siervo de Yahvé que se encuentran en el libro de Isaías. En él la comu-nidad cristiana desde siempre ha visto el destino mesiánico de Jesús y en él trata de comprender la pasión del Señor. Es la his-toria de un justo que encarna en su persona al pueblo purificado por el sufrimiento. El Salmo 21, según el testimonio evangélico, es la plegaria que Jesús dirigió al Padre en la cruz. En ella se expresa una experiencia de desamparo, pero también una con-fianza inquebrantable en Dios. Es un eco del cántico del Siervo, en cuanto expresa el sufrimiento y la alabanza. El texto de la Carta a los Filipenses es un himno a Cristo, humi-llado y exaltado, modelo y esperanza para los cristianos. Es un

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testimonio de gran valor sobre la fe en Cristo de la primera co-munidad. Nos lleva a considerar el movimiento que va desde la humillación hasta la exaltación, que comienza en la encarnación y culmina en la glorificación. En el relato de la Pasión debemos ver con fe el designio de Dios que pasa a través del sufrimiento de Jesús. El Reino al que Jesús convoca supone de parte suya una entrega sin límites por medio de la cual se manifiesta el amor infinito de Dios, el único amor que es capaz de poner en movimiento un mundo nuevo, el único amor que es capaz de hacer posible un futuro de glorificación. Esto aparece cuando el relato muestra que todo acontece para que se cumplan las escri-turas. Jesús las cumple presentándose como el Mesías humilde, el pobre entre los pobres, el verdadero Siervo de Dios.

Jesús entra en Jerusalén, a la vez, como el Siervo que va a la muerte y como el Señor que va a ser glorificado. Es el triunfo pascual por medio de la muerte. Toda la celebración de hoy es una profesión de fe en que la cruz de Cristo es una victoria. Por eso, también nosotros decimos: Bendito el que viene en nombre del Señor. Él viene en su palabra, en su presencia eucarística, en su actuación salvadora. Acojámoslo de verdad en nuestra vida durante esta semana que debe ser santa y no una mera re-construcción folclórica de acontecimientos pasados o un tiempo de vacaciones que nos deja vacíos. El Domingo de Ramos es una síntesis del misterio que vamos a vivir en la Semana Santa. Es un acto de fe en la victoria de la Cruz del Señor. El mensaje esencial es éste: Jesús ha venido a instaurar un mundo nuevo. Por tanto, es necesario que no reine más el egoísmo, la violen-cia, la codicia, la lujuria, que han llevado la humanidad al caos. Hay que acabar con el pecado. Donde reina el pecado cada uno impone la ley de su propio interés y provecho, generando dis-cordia, desorden, confusión. Es preciso que reine Dios. El lla-mamiento de este domingo es a entrar en esa dinámica de morir al pecado para resucitar a una vida nueva en Pascua. Esto hay que aplicarlo de modo concreto a la propia vida. Sugiero tres caminos para vivir este morir y resucitar con Cristo: Contem-plarlo y compenetrarse de él a través de la fuerza de la liturgia; emprender una lucha contra un pecado o un defecto concreto,

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haciendo realidad la conversión; encontrar a Cristo que padece en las personas que tenemos a nuestro lado, empezando por los más pobres, y ayudar a que tengan vida. Acojamos a Cristo con el alma de María, que supo contemplar el plan de Dios y hacerse humilde esclava del Señor.

Medellín, 1de abril de 2012

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HOMILÍA DEL LUNES SANTO

El Evangelio de hoy nos narra un hecho que aconteció en Be-tania, seis días antes de la Pascua. El evangelista Juan hace notar la proximidad de la Pascua y la presencia de Lázaro “que él había resucitado” de entre los muertos. Esto ya nos da una “clave” para la interpretación. La escena que hemos leído suce-dió, entonces, el “lunes” de la última semana de Jesús. Comien-za esta semana en casa de sus amigos donde le ofrecen una cena. Mientras los enemigos preparan en la sombra su muerte en Jerusalén, en las afueras de la ciudad él vive un momento reconfortante de amistad con Lázaro, Marta y María.

María realiza un gesto no esperado. Tomó una libra de ungüen-to de nardo legítimo, de gran valor, ungió los pies de Jesús, los enjugó con sus cabellos y la casa se llenó de olor del perfume. Podríamos decir, en primer lugar, que es un signo de amistad, es una demostración de afecto al Maestro que los honra con su visita. Pero también se podría pensar que es un gesto gratuito e insólito; Judas, en efecto, lo toma como un despilfarro; porque ese ungüento podría venderse por trescientos denarios, más o menos lo que gana un obrero en el año, y con esto beneficiar a los pobres. Judas no encuentra el sentido para malgastar esta fortuna.

Sin embargo, Jesús defiende a la mujer y justifica lo que hace: “Déjala lo tenía guardado para el día de mi sepultura”. Este ges-to tiene pues un alcance pascual. Jesús subraya que María anti-cipa aquí los cuidados que no podrán ser dados a su cadáver. La unción ritual de la sepultura, obligatoria para los judíos, no podrá tener lugar la tarde del viernes, pues el sábado de Pascua habrá ya empezado y esta unción tampoco podrá hacerse la mañana del Domingo, primer día de la semana; en efecto, cuando las mujeres llegan al sepulcro con este fin, provistas de aromas y bálsamos, encuentran la tumba vacía, pues él ya ha resucitado.

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Simbólicamente, esta “unción” del lunes es anuncio de la Re-surrección. Jesús piensa en su muerte y en su sepultura. Habla de ello con mucha lucidez, como esos enfermos valientes que sintiendo la muerte próxima, van hacia ella con plena conciencia y tranquilos comentan su situación con amigos y parientes. Pero Jesús piensa también en su resurrección. María de Betania re-presenta el “sí” de la humanidad a la muerte de Jesús. Es como si nos representara a todos diciéndole: Te doy gracias y te honro por el amor con el que das la vida por nosotros. Esta mujer está aceptando el amor salvador de Jesús, es la única que en este momento ha entendido el Evangelio predicado por el Señor.

El Evangelio no es gloriarse de hacer algo por el Señor, sino dar gracias porque el Señor hace tanto por nosotros. Esta mujer es el símbolo de la humanidad que se deja amar por Jesús y le ofre-ce lo único que se le debe dar: la fe. La fe es esa virtud teologal que nos ancla en Dios, que nos da la certeza de que no vamos a la deriva pues alguien muy grande y muy bueno nos guía y vela por nosotros. Es esa actitud que nos lleva a ver a Dios como roca, baluarte, alcázar inexpugnable en quien encontramos sen-tido y fuerza para nuestra vida. La fe es una luz que ilumina todo lo que somos y hacemos, que libera de la superficialidad y de la rutina nuestro trabajo, nuestras relaciones y nuestras ilusiones.

La fe es esa virtud recibida en el Bautismo como un don y que se va desarrollando a lo largo de la vida con las enseñanzas de nuestra familia, con las oraciones de nuestra comunidad parro-quial, con nuestros esfuerzos por ser fieles a los llamamientos y a las gracias del Señor. No podemos permitir que la fe se reduz-ca a unos conocimientos religiosos y a unas prácticas exteriores. La fe es la vida misma entregada a Dios, vivida desde Dios, proyectada hacia lo eterno en Dios. Por eso, la fe es también compromiso con el proyecto que Dios tiene sobre cada uno de nosotros y sobre la sociedad. No puede entenderse entre los creyentes la indiferencia frente al crimen, al robo, al secuestro y la extorsión; si tenemos fe no podemos quedarnos tranquilos frente al mal diciendo simplemente que es signo de una socie-dad descompuesta.

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Hay corrientes culturales que quieren crear un mundo sin Dios y sin ninguna referencia a él. Las consecuencias son fatales, pues cuando Dios no existe cada uno es dios y da rienda suelta a su egoísmo y a todas sus pasiones. Se justifica el mal pues la violencia es defensa personal, la mentira es un recurso para vivir, el robo un derecho, el chisme un entretenimiento. Vamos perdiendo los criterios para situarnos en el mundo, los valores, la dignidad y todo lo resolvemos diciendo que es la época, la crisis que pasamos, la situación actual. Esta Semana Santa nos tiene que llevar a encontrarnos con Cristo, a redescubrir su Evangelio, a entregarle nuestra fe. Debemos abrazarnos a los pies de Cris-to como María de Betania; mejor aún, como María la Madre del Señor que se unió y se ofreció con su Hijo en la cruz.

Medellín, 2 de abril de 2012

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HOMILÍA DEL MARTES SANTO

Después de la meditación de ayer que nos situaba históricamen-te el lunes, en Betania, saltamos hoy directamente a la tarde del jueves, durante la última cena. El texto evangélico que acaba-mos de escuchar produce una gran emoción en cualquier perso-na sensible. Pocos pasajes se le asemejan por su profundidad psicológica, por la fuerza de sus símbolos, por las perspectivas teológicas que nos abren.

Hay profundidad en el alma de Jesús por la experiencia que vive al ver que un discípulo, con quien ha compartido su vida, lo va a traicionar. Hay profundidad en la sorpresa de los discípulos, que se sienten pobres y débiles pero que no logran imaginar que uno de ellos pueda traicionar al Maestro. Profundidad en el amor de Jesús, que da al traidor el trozo untado para llamarlo una vez más a que se entregue con él. Profundidad en la obstinación de Judas que desprecia a Jesús, permite que Satanás entre en su corazón y deja que en torno a él se cierre la noche. Profundidad en la lectura que Jesús hace de los planes de Dios, pues ve en el aparente fracaso la hora del triunfo y de la glorificación.

Admira la lucidez y la libertad de Jesús frente a su muerte. Es él quien toma la iniciativa de anunciar la traición. Dialoga con Judas en un lenguaje velado como para no ofenderlo ni coac-cionarlo; todo se mueve en una especie de pudor sigiloso entre Jesús y Judas. Jesús parece dirigiendo las operaciones; es él quien decide la hora: “lo que has de hacer hazlo pronto”. Como reafirmando: “la vida a mí nadie me la quita, mi vida yo la doy”. No piensa en sí mismo, sigue pensando en sus discípulos. Su-pera los hechos, pues ve venir en el fracaso y la traición la glorifi-cación del Padre y su propia glorificación. Es admirable cómo se mueve Jesús en esta soledad, en esta noche, en esta amenaza de muerte.

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Es difícil llegar a comprender la profundidad de los sentimientos de Jesús en vísperas de su muerte. Y es también muy difícil lle-gar a saber qué pudo sentir su corazón cuando al hecho inexo-rable de su muerte se añadía la humillación de la traición y la negación de los propios compañeros. Y a esto se va a agregar la permanente posibilidad de la traición de los discípulos. Jesús no excluye a nadie. La traición no es solamente patrimonio de Judas; lo es también de los llamados discípulos fieles. Jesús no pierde el ánimo, por su confianza en el Padre. El Padre está con-migo. El sabe que cuando una obra está marcada con la justicia del Padre, éste se encargará, por la fuerza de su Espíritu, de no dejarla morir, pese a las amenazas. Es la fe en su Padre quien lleva a Jesús más allá de la derrota y es la justicia de su causa quien mantiene viva su esperanza. El gran peligro de una causa es que pierda en su interior el contenido de justicia y quede así asimilada a una causa más de lucha por el poder.

La gran reflexión en esta noche es que la traición puede gene-rarse en cada uno de nosotros mismos. Cuando empecemos a perder el vigor de la fe, el gusto por la oración, la ilusión por se-guir a Cristo, el compromiso apostólico no desconozcamos que la traición está rondando nuestra propia casa. Casi siempre la traición es el final de un largo proceso. Quizá Judas, primero, se sintió traicionado en sus expectativas. Él creía realmente que Jesús era el Mesías; pero también pensaba que Jesús se había traicionado a sí mismo, al rechazar a los que habían querido hacer de Él un salvador político. Ahí fue cuando dejó de ver el sentido de lo que Jesús era y hacía. Se sintió desencantado y defraudado. Judas no entendió nada. Hoy podemos preguntar-nos: ¿cómo leo yo los planes de Dios?, ¿hay un Judas dentro de mí?

Nos llamamos discípulos, pero podemos ser traidores. La pa-labra “traición” es muy dura. Al hablar preferimos eufemismos como debilidad, error, falencia. Pero ninguna de estas palabras tiene la fuerza del término traición. Hablar de traición supone ha-cer referencia a una relación de amor y fidelidad frustrada. Sólo se traiciona lo que se ama. ¿Estaremos nosotros traicionando a Jesús a quien queremos amar?

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Lo traicionamos cuando nos llamamos cristianos y no mostra-mos en nuestra vida la felicidad que da el Evangelio. Lo traicio-namos cuando, en medio de tantas ocupaciones y tareas, no tenemos tiempo para un diálogo personal con él. Lo traiciona-mos cuando interpretamos su mensaje según nuestros deseos y nuestra superficialidad. Lo traicionamos cuando volvemos la es-palda a los “rostros incómodos” en los que él se nos manifiesta. Lo traicionamos cuando lo convertimos en un personaje o en un objeto que manipulamos según nuestros antojos o necesidades. Lo traicionamos cuando llevamos una vida doble. Lo traiciona-mos cuando decimos que creemos, pero no estamos dispuestos a dejarnos transformar por él.

Lo contrario a la traición es el amor y la fidelidad. Cristo es el amor fiel de Dios revelado a nosotros. De él debemos aprender el amor que es el camino indispensable para nuestra realización individual y social, porque somos imagen y semejanza de Dios que es amor. No llamemos amor lo que no es y no dejemos que lo envilezcan nuestras pasiones. Miremos la cruz del Señor, ex-presión suprema y definitiva del amor que es entrega, perdón, servicio, donación hasta la muerte. Que en ese amor que Cristo nos enseña se encienda nuestro corazón, vivan nuestros hoga-res, se modele una nueva sociedad. Que vivamos esta Semana Santa en la fuerza y la alegría del amor que es Dios.

Medellín, 3 de abril de 2012

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HOMILÍA DEL MIÉRCOLES SANTO

Hoy, San Mateo nos presenta la misma escena que meditába-mos ayer en el Evangelio de Juan. Lo esencial es común en am-bas narraciones. San Mateo anota algunos elementos nuevos. Presenta a Judas tomando la iniciativa de buscar a los príncipes de los sacerdotes para proponerles: “¿Qué me dan y se los en-trego?” Convinieron, entonces, en treinta monedas de plata y, desde entonces, buscaba la ocasión favorable para entregarlo. En lo que ordinariamente era el precio de un esclavo, treinta monedas (cf Ex 21,32), Judas vende a quien lo ha elegido y lo ha amado hasta el final, como meditábamos ayer. Aparece cla-ramente el misterio de la libertad y de la culpabilidad humanas. Todos los evangelistas señalan que Judas iba tras el dinero; así explican esta actuación desconcertante e inimaginable de uno de los doce apóstoles.

Profundizar en la traición de Judas nos ofrece la ocasión de en-contrarnos con nosotros mismos, de conocer la fragilidad que llevamos dentro, de afrontar el misterio de gracia y de libertad que somos. Toda traición hay que ligarla a un proyecto. En la medida en que alguien se desilusione o deje de estar de acuer-do con el proyecto con el que estaba comprometido, empieza a entrar en la posibilidad de ser traidor. La traición de Judas no es solamente fruto de su avaricia, sino de que empezó a sen-tirse defraudado por Jesús. Para él un Mesías doliente y cru-cificado era un absurdo; no logró entender, como Jesús había anunciado, que el Mesías tenía que sufrir para resucitar de entre los muertos. Judas, a pesar de las maravillas que veía en su Maestro, comenzó a dudar de su condición de Hijo de Dops y a sentirse inconforme con su proyecto.

El error de Judas fue exigir que el plan de Dios se acomodara a sus esquemas y a sus intereses. No tuvo la fe y la humildad para aceptar los designios de Dios. La situación se hace parti-

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cularmente dramática, en primer lugar, porque Dios no coaccio-na la libertad humana para que su propuesta sea aceptada. La dignidad y el valor de la libertad llegan hasta el punto que Dios permite ser despreciado y traicionado en sus proyectos antes que anular a la persona humana. De otra parte, una actuación contra el plan de Dios aniquila al hombre; andamos muy mal cuando queremos enmendarle la plana a Dios. Judas, al sacar de sí mismo el proyecto de Dios, renuncia a su plenitud huma-na; cambia su propio ser por el dinero; se destina a sí mismo al fracaso; se pone en una situación que, en verdad, más le valdría no haber nacido.

La meditación de esta noche nos hace ver que debemos entrar en los planes de Dios con esperanza, la virtud teologal que nos da la certeza de que Dios no miente, no defrauda, no fracasa. Judas perdió la esperanza en Cristo. En un primer momento em-pezó a seguirlo, pero luego confió más en el dinero que en su Maestro y lo vendió. Como Judas tantos podemos entrar en una cadena de desilusiones, de amarguras y de traiciones cuando perdemos la esperanza. Como Judas también hoy aparecen tantos desesperados por su situación, desilusionados de Dios, desencantados de la Iglesia, cansados de su condición de cris-tianos. Esposos que creen que no es posible conducir su amor según el designio de Dios, padres y madres que se sienten inca-paces de continuar su misión en una familia, jóvenes que pien-san que no existe ningún aliciente para vivir, hombres y mujeres que viven en la insatisfacción y el hastío sin proyecto de vida que, desde Dios, les permita realizarse plenamente y ofrecer su aporte específico a la sociedad.

Sin Dios no hay verdadera esperanza. Tantos se afanan por el poder y cada vez que logran una nueva meta se sienten más impotentes; tantos corren tras el placer creyendo encontrar en él la plenitud que les reclama el corazón y cada vez experimentan más un dramático vacío interior; muchos se esclavizan del dine-ro para constatar bien rápido que él no llena el alma; la juventud busca en la droga una salida a un mundo en el que no logra ubicarse y cada vez se siente más incapaz de afrontar la vida; todos frecuentemente en nuestra conversación diaria ante las di-

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versas situaciones de la sociedad mostramos el descontento y la angustia. Amplios sectores del mundo de hoy están bajo el signo de la desesperación. El tedio y la desilusión parecen marcar la cultura y la sociedad en nuestro tiempo.

Esta semana santa es una invitación a cifrar nuestra esperanza en Dios. El nos ama, ha enviado a su Hijo para nuestra sal-vación, hoy mismo quiere realizar su proyecto con nosotros y en medio de nosotros. Miremos a Jesucristo con esperanza. En él se cumplen todas las promesas de Dios y todas las aspira-ciones del hombre. La esperanza no es una evasión, no es un sedante, no es un aguardar pasivamente un futuro mejor. Nues-tra esperanza se fundamenta en la resurrección del Señor. Con él, resucitado, ha comenzado un mundo nuevo. Por eso puede decirnos: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La restauración del mundo está definitivamente decretada. Con su resurrección Cristo ha iniciado el mundo nuevo. Y el Espíritu mueve las velas de la historia para que llegue el momento definitivo en que Dios sea todo en todo (cf 1 Cor 15,28).

Esto nos pide comprometernos con el plan de Dios, descubrir nuestro puesto en él, escuchar el llamado concreto que nos hace cada día, asumir con responsabilidad y creatividad nuestra misión, tomar con generosidad la cruz del Señor, que es un sig-no de luz y de esperanza en el horizonte de la historia y que es el camino hacia la vida y la resurrección.

Medellín, 4 de abril de 2012

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HOMILÍA EN LA CENA DEL SEÑOR

Tres misterios nos congregan en esta solemne liturgia de hoy: la promulgación del mandamiento nuevo del amor, la institución de la Eucaristía y la institución del Sacerdocio ministerial. Cada uno de ellos basta para sumirnos en la más honda meditación, en el más profundo agradecimiento, en la más sentida adoración. Celebrándolos hoy hacemos la memoria del Señor, como él nos mandó.

En primer lugar, Jesús, viviendo en esta cena el culmen de su amor y de su entrega, propone a los que quieren ser suyos el mandamiento nuevo del amor. La novedad estriba en que ahora el amor constituye el único compromiso radical del nuevo orden de cosas que él ha venido a instaurar bajo el nombre de Reino de Dios. Es un amor recíproco pues ninguno es superior al otro y todos tenemos necesidad del amor del otro. Este amor implica una inversión de todos los valores del mundo, pues si el mundo se mueve por el tener, el placer y el poder, para los discípulos de Jesús sólo importa el amor. El amor es nuestro estilo de vida, el amor es nuestro distintivo y señal, el amor es nuestra misión en la tierra y en el cielo, el amor es nuestra gloria.

La novedad del mandamiento está también en la forma de amar; ya no se ama al otro como a sí mismo, sino como Cristo nos ha amado. El amor a nosotros mismos está viciado de egoísmo, el amor de Cristo, como acabamos de escuchar en el texto evan-gélico que se ha proclamado, es un amor que va hasta el extre-mo de la total donación. En esta tarde, Cristo arrodillado ante sus apóstoles es un llamamiento apremiante para que dejemos el egoísmo y el orgullo y demos el paso de la fraternidad, de la reconciliación y del servicio. Este amor es la necesidad más apremiante para el hombre de hoy, para las familias, para la so-ciedad. Pidamos con fe, que los católicos podamos sembrar la luz y la fuerza de este amor en el mundo.

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En segundo lugar, recordamos hoy la institución del sacramento de la Eucaristía. San Pablo, en el relato más antiguo que te-nemos y que hemos escuchado, nos presenta de una manera sobria y sencilla este misterio: “El Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por Ustedes. Hagan esto en memoria mía” (1 Cor 11,24-26). La Eucaristía nace del amor de Cristo que quiere vivir en nosotros y se hace, por lo mismo, raíz del amor entre sus discípulos que queremos celebrar su memoria. No puede ser más grande el don y el milagro.

En la fórmula del pan eucarístico se marca el aspecto sacrificial y redentor: un cuerpo entregado por nuestra liberación. Antes que lo crucifique el odio, él permite que lo crucifique el amor. Está unido al pasado, es decir, al sacrificio de Cristo; pero es también presencia actual del Resucitado entre nosotros y es anuncio de la futura venida del Señor. La fórmula del cáliz está centrada sobre el tema de la nueva alianza. Cristo establece un nuevo pacto, no ya con la sangre del cordero que se rociaba sobre el pueblo, en el Sinaí, sino con su propia sangre que establece la comunión con Dios y con la fuerza de su Espíritu en el que nace la Iglesia.

En el pan y el vino compartidos por toda la familia, el hebreo celebraba la acción de Dios que liberó a su pueblo de la tiranía de Egipto. Cristo en el sacrificio de la nueva alianza ve nacer la nueva comunidad que sale del pecado y entra por una indestruc-tible comunión con él a la cena definitiva del Reino de Dios. La Eucaristía significa que nuestra unión con Dios es tan profunda que produce la unión con los hermanos. Nuestra fraternidad es el signo que nos permite ver si nuestras Eucaristías son verda-deras y no un ritualismo mágico. Si por la Eucaristía no llegamos a ser un solo cuerpo, así como los granos de trigo dispersos por las colinas han llegado a ser un solo pan, no podemos decir que es real nuestra comunión con Cristo (cf 1 Cor 10,16-17).

Finalmente, para perpetuar la Eucaristía y conducir la Iglesia, Cristo instituye el Orden sagrado. Escoge a unos discípulos, los

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configura con su condición de cabeza y pastor y así realiza otro sacramento de su presencia. Le bastan también unas palabras sencillas: “Hagan esto en memoria mía”, para darles a unos hombres ignorante y pecadores el poder de poner la fuerza de su amor en el corazón de su comunidad. Esto a nosotros los sacerdotes nos anonada y le decimos: Señor no somos dignos, pero ya que nos has elegido nos sentimos felices de prestarte nuestros labios, nuestras manos, nuestro corazón para que tú sigas realizando la salvación.

A Ustedes, queridos fieles, debe llevarlos a la gratitud; gracias a los sacerdotes tienen el anuncio de la Palabra de Dios, la gracia del perdón de los pecados y, sobre todo, la presencia real del Señor en la Eucaristía. A los niños y a los jóvenes debe llevarlos a pensar que sería maravilloso que el Señor los llamara a dejar-se consagrar por el Espíritu Santo para abrirse a un amor muy grande que les permita continuar a Cristo y prolongar su misión en el mundo.

Esta Misa de la Cena del Señor es una invitación a entrar en verdadera comunión con Dios y su proyecto de salvación y, por lo mismo, a entrar en el verdadero amor con todos los hombres y mujeres de la tierra. Es experiencia y espera de la última y gloriosa venida del Señor. Es para celebrar de pie, con ardor; es paso a lo definitivo y eterno; es necesidad sentida de pregustar la fiesta final de la esperanza y de la gloria.

Medellín, 5 de abril de 2012

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HOMILÍA EN LA MUERTE DEL SEÑOR

Toda esta celebración nos centra en el misterio de la cruz del Señor. En primer lugar, la liturgia de la Palabra que llega a su momento culminante en el impresionante relato de la pasión del Señor según el Evangelio de Juan; luego, la adoración de la cruz como signo y emblema de nuestra redención; después, la oración confiada de la Iglesia que encuentra en el sacrificio de Cristo la fuerza para alcanzar la salvación del mundo; por último, la recepción del Cuerpo del Señor, que nos participa de un modo real la gracia de su muerte y resurrección.

La cruz era, antiguamente, un instrumento de tortura y de muer-te para los criminales más peligrosos y perversos; por lo mismo, era un signo de infamia y de ignominia (cf Heb 12,2; 13,13; Gal 3,13). Hasta allí quiso llegar nuestro Señor Jesucristo en su ca-mino de amor y de obediencia (cf Fil 2,8). Después de su muerte se ha convertido en un signo de victoria, en síntesis de una his-toria humana y trascendente, en señal de bendición y de gloria.

Por eso, la encontramos en todas partes: en las torres de los templos, en las cimas de las montañas, en lugares públicos y en los campos donde los agricultores esperan las cosechas, en las habitaciones de los cristianos y en el pecho de tantas perso-nas que la aceptan como señal de esperanza y protección. A lo largo de toda nuestra vida estamos marcados por la cruz. En el Bautismo, nos hacen en la frente este signo santo, en momentos importantes pedimos a los sacerdotes y a nuestros padres que nos bendigan trazando sobre nosotros la cruz del Señor y, des-pués de nuestra muerte, vigila nuestra tumba la sombra bendita de una cruz.

La piedad cristiana nos enseña a recordar nuestra redención y a buscar la protección divina haciendo sobre nosotros la santa cruz al levantarnos y acostarnos, antes de entrar al templo o a

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cualquier lugar, antes de las comidas y de las acciones más im-portantes del día, cuando tenemos una necesidad, cuando nos amenaza un peligro y antes de comenzar una buena obra. Así, en todos los momentos de la vida, la cruz es invocación de la salvación de Dios, que en la muerte del Señor nos ha mostrado de un modo definitivo su fidelidad y su amor.Pero, más que un signo, la cruz es una realidad en nuestra vida. Cada uno de nosotros carga su propia condición, vive su misión, asume responsabilidades y pruebas, atraviesa por momentos de sufrimiento y de fatiga. Es el peso de los que nos han sido con-fiados, un defecto u un vicio que no logramos corregir, la enfer-medad que nos amilana, la pobreza que nos humilla, la dolorosa infidelidad de los que amamos, la impotencia ante situaciones que nos duelen, la separación de los seres queridos.El dolor es un misterio incomprensible que rechazamos instin-tivamente; ese misterio sólo encuentra sentido y se ilumina en Cristo que ha asumido el dolor y lo ha hecho camino de salva-ción. El Señor nos ha enseñado que la cruz que cada uno tiene no se maldice, no se arrastra, no se deja irresponsablemente a la orilla del camino; tendríamos que asumir otra tal vez más pe-sada. La cruz se toma a dos manos y se lleva con amor. La cruz se recibe y se vive como la oportunidad de redimir con Cristo el mundo. La cruz la tenemos los discípulos de Jesús como un medio precioso para seguirlo y llegar con él hasta la resurrección (cf Mt 16,24.).

Todavía más, para los cristianos la cruz es un programa de vida. Es un modo de ser y de vivir que nos invita al amor, a la entrega hasta el final, al heroísmo de la inmolación y la santidad. Es un camino de realización personal y de colaboración con el plan salvífico de Dios, pues fue éste el que escogió nuestro Maestro cuando se anonadó hasta la muerte de cruz (cf Fil 2,8). Es un itinerario seguro de salvación, pues no son la comodidad y la puerta ancha las que llevan a la vida (cf Mt 13,7-14). Más aún, es un motivo de gozo ya que, como Pablo, no queremos gloriarnos sino en la cruz del Señor (cf Gal 6,14).

La cruz es el signo que nos invita a una continua conversión, a un cambio radical y profundo, a la destrucción del egoísmo hasta

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en sus más hondas raíces, a crucificarnos con Cristo (cf Rm 6,6) para lograr una vida de servicio y entrega a los demás, ya que la cruz es definitivamente la victoria del amor sobre el egoísmo y el odio. La cruz es una entrega incondicional de todo nuestro ser a la voluntad del Padre para colaborar en su proyecto de sal-vación cumpliendo con generosidad y alegría nuestra misión en el mundo (cf Jn 12,28). La cruz es una configuración con Cristo que nos lleva a participar de su sacerdocio ofreciendo, bajo la acción del Espíritu Santo, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos, nuestra vida toda por la salvación del mundo.

María al pie de la cruz, asociándose al sufrimiento de Cristo, aceptando amorosamente la voluntad del Padre, entregándose en la inmolación con el Hijo que había engendrado, es nuestro modelo en la fe y en el seguimiento de Cristo. Y así, también nosotros, cargando con la cruz, viviendo en la escuela de la cruz de Cristo, inmolándonos con Cristo, gloriándonos sólo en Cristo Crucificado, un día podremos participar de la alegría de su victo-ria sobre el mal y sobre la muerte.

Medellín, 6 de abril de 2012

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PREDICACIÓN DE LAS SIETE PALABRAS

IntroducciónPor el corazón endurecido de los jefes de Israel, por la cobardía de la autoridad civil, por la ingratitud de su pueblo, por el mal-trato brutal de los soldados romanos y por el abandono de casi todos los suyos, llegó a la muerte Nuestro Señor Jesucristo en el Calvario. Expiró después de perdonar a sus verdugos, de dar-nos a su madre, de ofrecer la salvación a todos, de encomendar su espíritu al Padre. Hoy, al recordar aquel acontecimiento, nos estremecen y nos conmueven sus gestos y sus palabras. Nos estremece y nos conmueve, sobre todo, él mismo, entregado por el bien de la humanidad.

El profeta Isaías lo describió, muchos años antes de su sacrifi-cio, de manera desgarradora: “Desfigurado y deshecho de los hombres, varón de dolores y acostumbrado al sufrimiento, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no le tuvimos en cuenta. Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Nosotros le tuvimos por azotado por Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz y con sus llagas hemos sido curados” (Is.53,3-5).

El Papa Benedicto XVI, invitándonos a contemplar el amor de Dios que se manifiesta en Cristo crucificado, nos dice: “En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito. La muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad del nuevo Adán… En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros” (Mensaje para la Cuaresma, 2007).

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Si, en esta tarde, queremos aceptar el amor de Dios revelado en Cristo, entonces, debemos aprovechar estos momentos para aprender a amar a nuestros hermanos con su mismo amor, con ese amor que va hasta el extremo de dar la vida y que debe expresarse en cada uno de nuestros gestos y palabras. “Con-templar ‘al que traspasaron’, añade el Santo Padre, nos llevará a abrir el corazón a los demás, reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; y nos llevará, en especial, a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona, y a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchas personas” (Ibid).

No permitamos que la rutina y la superficialidad, en las que con frecuencia vivimos, nos priven del mensaje y de la gracia que nos trae este Viernes Santo. Entendamos que la ciencia del amor, que Cristo nos enseña desde el árbol de la cruz, es cues-tión de vida o muerte. Esa revolución silenciosa que instaura con el misterio de su obediencia y su inmolación en la cruz es la única que puede poner paz y alegría en nuestros corazones, unidad y bienestar en nuestros hogares, estabilidad y auténtico desarrollo en nuestra sociedad.

Hoy, con el supremo testimonio de su muerte, Cristo nos dice, de nuevo, que el amor vence la violencia, los abusos de poder, la inequidad que seguimos padeciendo en nuestra sociedad; que el amor vence la infidelidad, el egoísmo, los resentimientos, la incomunicación que están destruyendo nuestras familias; que el amor vence los miedos, las angustias, la soledad, las frustra-ciones que tantas veces nos impiden ser felices. Pensemos que los hechos que ocurrieron hace dos mil años continúan hoy en cada niño desamparado, en cada joven sin sentido en la vida, en cada mujer maltratada, en cada obrero sin trabajo, en cada des-plazado sin esperanza y en cada persona que necesita nuestra ayuda, porque en ellos podemos encontrar el rostro de Cristo marcado por el dolor, pero también por la posibilidad de resu-rrección.

Que, esta tarde, la muerte de Nuestro Señor grabe en nuestro corazón el más profundo rechazo a la mentira y a la injusticia, a

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la prepotencia y a la violencia, a la calumnia y a la envidia, a la codicia y al egoísmo, al rechazo y al atropello de los débiles. Las cualidades, el poder, el dinero, las fuerzas que Dios nos ha dado no podemos usarlos jamás para destruir sino para construir a los demás, en el espíritu de la verdad, la libertad, la humildad y el amor que Jesús nos ha enseñado en la cruz. Este es el nuevo espíritu que necesitamos para dar forma a nuestra convivencia, para construir un mundo nuevo, para hacer la travesía de la Pas-cua que nos lleve de la muerte a la vida.

Primera Palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23. 23,34)

La crucifixión era un suplicio tan cruel y tan inhumano que se reservaba sólo para los malhechores más terribles y peligrosos, que no fueran ciudadanos del Imperio Romano. El crucificado moría por asfixia lenta, en medio de la irrisión pública y de agu-dos dolores. A Jesús lo han crucificado en la colina llamada Gól-gota, en las afueras de Jerusalén. Así se cumplió la profecía de Isaías: “Fue oprimido y él se humilló y no abrió la boca. Fue llevado como un cordero al matadero” (Is.53,3). San Pablo dirá que se hizo un “maldito” (cf Gal 3,13). En la cruz, contemplamos a Jesús de Nazaret como el inocente que sufre, por puro amor, bajo el peso de la injusticia del mundo.

En este “varón de dolores” (Is.53,7) se nos manifiesta, en efecto, una nueva comprensión de Dios: el Dios que se compromete con el mal y el sufrimiento de los hombres. Dios se revela en la cruz como aquel que no quiere usar su poder para “defenderse” de las injusticias a que puede llegar la libertad de los que ha creado. Es un Dios que, ni siquiera en el momento más dra-mático de la historia, renuncia a la esencia de su ser que es el amor; y, por eso, no responde a la violencia con la violencia, sino con la mansedumbre. En la muerte de Cristo, ha escrito el Papa Benedicto XVI, “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo; esto es amor en su forma más radical” (DCE 12).

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En medio del suplicio, Jesús dice unas palabras que nadie es-peraba y que todavía hoy nos sorprenden: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc.23,34). Jesús no usa el po-der que tenía para aniquilar y destruir a sus enemigos; él no ha venido a destruir sino a salvar; él no quiere ser aceptado por la fuerza, sino por el amor. Jesús no protesta con agresividad frente a la injusticia con que es tratado; él cree en el poder de la mansedumbre, por eso, perdona a sus verdugos, más aún, ora por ellos; todavía más, los excusa diciendo que no saben lo que hacen.

Es preciso que nos dejemos sobrecoger por estas palabras con las que Jesús responde al odio, a la ira, a la injusticia con que lo tratan sus adversarios. Permitamos que este gesto de Jesús nos abra nuevos horizontes en nuestra manera de actuar tan de-terminada por la agresividad y el resentimiento para que apren-damos a comprender las debilidades de nuestros hermanos, a disculpar las ofensas que nos hacen, a perdonar los malos tratos que recibimos, a orar por los que nos ofenden y persiguen.

De lo contrario, seguiremos viendo cómo en Colombia la violen-cia se mimetiza, evoluciona, se adapta, se especializa. Sin un proceso de reconciliación nadie podrá parar las fieras inteligen-tes que logramos ser. De esta forma podemos pasar de grupos armados que oprimen a la sociedad a una sociedad agresiva que asume la violencia como forma de enfrentar sus problemas: peleamos en el hogar, nos maltratamos en el trabajo, nos intimi-damos y explotamos en todas partes. Ni el control armado que con laudable esfuerzo hacen los militares, ni el diálogo político que muchos emprenden con generosidad son suficientes mien-tras no logremos sanar el corazón humano. Perdonando a sus victimarios a la hora de morir, Jesús es la suprema revelación del perdón de Dios para la humanidad. El es el “Siervo” sufriente de Yahvé, traspasado por nuestros pe-cados, golpeado por nuestras iniquidades, herido de muerte por nuestros delitos (cf Is.53,1-11). Su misión ha sido, según expre-siones del Nuevo Testamento, “librar al pueblo de sus pecados” (Mt.1,21), “llamar a los pecadores” (Mc.2,17), morir por nuestros

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pecados (cf 1 Cor.15,13). Por eso, Jesús en esa hora suprema de su vida invoca la misericordia del Padre para todos los que andamos por la vida sin saber realmente lo que hacemos. Al pedir perdón para nosotros, Cristo nos invita y nos urge a perdo-nar a quienes nos han ofendido. San Pablo enseña: “del mismo modo que el Señor les ha perdonado, así también ustedes de-ben perdonarse” (Col.3,13).

El perdón es el camino para la paz interior, para la convivencia fraterna, para construir una civilización del amor y la solidaridad, para alcanzar la misericordia de Dios. El perdón brota de la ex-periencia íntima y gozosa de que Dios nos perdona. Nuestro perdón, como el suyo, debe ser generoso, total, permanente. Todo ser humano, inclinado al error y al mal, necesita el perdón. Cuántas veces experimentamos esa necesidad apremiante de que Dios nos perdone; que nos dé el perdón que llega hasta lo más hondo de nuestra conciencia; el perdón que cubre nuestro pasado y nos abre horizontes hacia el futuro; el perdón que nos da alegría, esperanza y paz. Vivimos un verdadero nacimiento cada vez que escuchamos la voz de Dios que nos dice: “Vete en paz; tus pecados son perdonados” (Jn.8,11).

Comprendamos, entonces, que estamos llamados a perdonar. Deben perdonarse los esposos si quieren mantener la alegría y la estabilidad de su amor; deben perdonarse las familias para superar las situaciones conflictivas que con frecuencia llevan los hogares a la ruptura; deben perdonarse los amigos y compa-ñeros de trabajo para rehacer las relaciones que se deterioran tantas veces en las fatigas cotidianas de la vida; deben perdo-narse los pueblos y los distintos grupos que los integran pues la capacidad de reconciliación es básica en cualquier proyecto de una sociedad pacífica y solidaria.

Cuánto sufre cada persona y la humanidad toda por no saber perdonar; cuántos retrasos en nuestro desarrollo por no saber perdonar. La propuesta del perdón no se comprende de inme-diato; a corto plazo parece una pérdida y una debilidad, pero con el paso de los años sus frutos son abundantes. Podemos seguir ensayando en Colombia muchos caminos para alcanzar

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la paz; iremos alternando, como lo hemos hecho en las últimas décadas, entre tácticas militares y tácticas negociadas; y detrás de cada una de estas tácticas las partes seguirán peleando sus intereses sin que llegue definitivamente la paz. La paz en los hogares y en la patria es posible sólo el día en que, con un acto de valentía moral a toda prueba, nos perdonemos y empezemos juntos una nueva vida. Aquí, al pie de la cruz del Señor, siento el deber de hacer un llamamiento a todos Ustedes para que por el perdón crezcamos en humanidad, de tal manera que seamos capaces de reflejar en nuestra sociedad un rayo del amor de Dios.

Segunda Palabra: Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc.23,43)

Jesús está clavado en la cruz, forma como un todo con ella. El dolor va penetrando hasta lo más íntimo de su ser. Transcurren los minutos dolorosos de la agonía y las fuerzas de Jesús se van apagando lentamente. Sin embargo, aún tiene fuego interior para realizar un acto de amor en favor de uno de los dos conde-nados que se encuentran a su lado en esos instantes trágicos. Entre Cristo y aquel hombre tiene lugar un breve diálogo, com-puesto por dos frases esenciales, como aquellas que se dicen cuando se sabe que ya no hay más tiempo.

Por un lado, está la petición del malhechor convertido en la hora extrema de su vida, al que la tradición llama “el buen ladrón”: “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino”. Este hom-bre no juzga a Jesús, como lo hace su compañero de suplicio. Sólo confía en él. Por eso, le dirige una petición: “acuérdate de mí”. Este hombre aún conserva su dignidad y es capaz de es-cuchar el grito definitivo de su conciencia. Ve las miserias en que ha caído y la posibilidad que todavía le queda. Se confiesa, entonces, pecador y necesitado de perdón y de misericordia.

En cierto sentido, es como si aquel hombre aplicara a su situa-ción personal el “Padre nuestro” y orara a su manera: “Venga tu Reino”. Hace la petición no al Padre, sino directamente a Jesús, llamándolo por su nombre; un nombre con un significado lumino-

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so en ese instante: “El Señor salva”. Luego viene la súplica apre-miante: “Acuérdate de mí”. En el lenguaje de la Biblia este verbo tiene una fuerza particular, que no corresponde a nuestro pálido “recuerdo”. Es una palabra de certeza y de confianza, como para decir: Tómame a tu cargo, no me abandones, sé como el amigo que me sostiene, confío en que tú serás el pastor que me lleva sobre sus hombros.

De la otra parte, está la respuesta de Jesús, igualmente breve: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. La palabra “Paraíso”, tan rara en las Escrituras, que sólo aparece otras dos veces en el Nuevo Testamento (2 Cor.12,4; Ap.2,7), en su significado ori-ginario evoca un jardín fértil y florido. Es una imagen de aquel Reino de vida y de paz que Jesús había anunciado en su pre-dicación, que había manifestado con sus milagros y que dentro de poco tendrá su epifanía gloriosa en la Pascua. Es la meta de nuestro fatigoso camino en la historia, es la plenitud de la vida, es la intimidad del abrazo con Dios. Es el último don que Cristo nos hace, precisamente a través del sacrificio de su muerte, que se abre a la gloria de la resurrección.

Este diálogo breve y esencial de Jesús con aquel otro hombre crucificado nos lleva a considerar la pregunta que, en una de sus catequesis, formulaba el Papa Benedicto XVI: “La humanidad de nuestro tiempo, ¿espera todavía un Salvador? Da la impre-sión de que muchos consideran que Dios es ajeno a sus intere-ses. Aparentemente no tienen necesidad de él, viven como si no existiera y, peor aún, como si fuera un “obstáculo” que hay que quitar para poder realizarse” (20-XII-2006). Más aún, no pocos creyentes, marcados por el secularismo, el relativismo moral, el materialismo se dejan seducir por propuestas falaces y se dejan desviar por doctrinas engañosas que proponen atajos ilusorios para alcanzar la felicidad.

Pero hoy, como siempre, la humanidad, a pesar de sus contra-dicciones, angustias y dramas, tiene que seguir buscando un camino que le dé sentido, que le permita renovarse desde aden-tro, que le ofrezca verdadera salvación. Los falsos profetas que van proponiendo una “salvación barata”, como decía el Papa,

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terminan provocando fuertes decepciones. La persona humana es muy grande para que la satisfaga un “salvador barato”. Nece-sitamos cultivar una espiritualidad sólida, que desenmascare los engaños de prácticas supersticiosas, de doctrinas esotéricas, de objetos mágicos, de promesas de supuestos sanadores que ofrecen lo que no pueden dar.

Es necesario que busquemos seriamente a Cristo, el único Re-dentor verdadero de la persona humana. Necesitamos que nos diga el sentido del amor, del dolor, del trabajo, de la vida y de la muerte. Necesitamos que El, como aquella tarde del Calvario, se compadezca también de nosotros empobrecidos y humilla-dos por tantas situaciones con que nos prueba la existencia y nos muestre que es posible la luz y la alegría. Necesitamos que cuando nos llegue la hora decisiva de la muerte no nos deje replegarnos sobre nosotros mismos sino que, puestos bajo la sombra de su cruz, abramos nuestra alma a la gracia salvadora de Dios que todo lo redime y todo lo perdona. Necesitamos que, para no morir para siempre, él nos abra el camino que lleva al cielo.

En aquella tarde de angustia y de dolor, nada más se dijeron Je-sús y aquel que con él fue crucificado; pero esas pocas palabras pronunciadas con dificultad por sus gargantas secas resuenan aún hoy y constituyen siempre un signo de confianza y de sal-vación para todos los que esperamos llegar un día a la casa del Padre; resuenan especialmente con particulares acentos para quienes han pecado pero también están llamados a creer y a entregarse, aunque sea en la última frontera de la vida.

Tercera Palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre” (Jn.19,26-27)

María había comenzado a desprenderse de su Hijo desde el día de la presentación, cuando Simeón tomó al niño Jesús en sus brazos y anunció que sería un signo de contradicción y que a la madre una espada le traspasaría el alma. Confirmó que ese Hijo no era suyo cuando él mismo, a los doce años, le dijo que

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tenía otra casa y otra misión que realizar, en nombre de su Pa-dre (cf Lc 2,49). Sin embargo, ahora para María ha llegado el momento de la separación suprema. Podemos pensar en el des-garramiento de una madre que ve alterada la lógica misma de la naturaleza, puesto que son las madres quienes normalmente mueren antes que sus hijos. Pero el evangelista san Juan borra toda lágrima de aquel rostro dolorido, apaga todo grito en aque-llos labios, no presenta a María postrada en tierra en medio de la desesperación.

Más aún, reina el silencio, que sólo rompe una voz que baja de la cruz y del rostro torturado del Hijo agonizante. Es mucho más que un testamento familiar; es una revelación que marca un cambio radical en la vida de la Madre. Aquel desprendimiento extremo en la muerte no es estéril, sino que tiene una fecundi-dad inesperada, semejante a la del parto. Exactamente como había anunciado Jesús mismo pocas horas antes: “La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn.16,21).

María, afirma el Concilio Vaticano II, “conservó fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma” (LG 58). María vuelve a ser madre; no es casualidad que en las pocas líneas del relato evangélico que nos narra el acon-tecimiento aparezca cinco veces la palabra “madre”. En Juan, Jesús le entrega los que lo seguirán a él a lo largo de la historia. Por consiguiente, María vuelve a ser madre y sus hijos serán todos los que son como “el discípulo amado”, es decir, todos los que se acogen bajo el manto de la gracia y siguen a Cristo con fe y amor. Por eso, podemos unir al sufrimiento de María el dolor de tantas madres del mundo que lloran desconsoladas la muerte de sus hijos víctimas de la droga, del hambre, de la guerra, de la injusticia, de la violencia.

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En María que, cumpliendo su misión, entrega a su Hijo para la redención del mundo, podemos contemplar la grandeza de la maternidad y la importancia de la familia. La madre y el hogar son punto obligado de referencia para toda persona humana. Son realidades profundamente inscritas en la misma naturaleza; por tanto, cuando una sociedad permite y aun favorece que la mujer no valore o no tenga las condiciones para vivir dignamente la maternidad y que se desintegre la familia, camina irremedia-blemente hacia su disolución. No puede subsistir una sociedad que, víctima de su egoísmo, para favorecer la comodidad de una vida frívola y sin los esfuerzos que piden los grandes ideales, confía la procreación de los hijos y su conducción por el camino de la vida a cuanto sugieran los instintos y las pasiones. No logra uno imaginarse el mundo sin las madres que saben orar, amar y acompañar a lo largo de la vida a sus hijos. Mirando a María, que vive la misión de su maternidad hasta el heroísmo de la cruz, en-tendamos una vez más, como ha dicho el Papa Benedicto XVI, que la familia no es negociable.

Desde aquel instante en que fuimos confiados a María, ella ya no estará sola; se convertirá en la madre de la Iglesia, un pueblo inmenso de toda lengua, pueblo y nación, que a lo largo de los siglos se unirá a ella en torno a la cruz de Cristo, su Hijo. Desde aquel momento también nosotros caminamos con ella por las sendas de la fe, nos encontramos con ella en la casa donde ac-túa el Espíritu de Pentecostés, nos sentamos a la mesa donde se parte el pan de la Eucaristía y esperamos el día en que su Hijo vuelva para llevarnos como a ella a la eternidad de su gloria.

Cuarta Palabra: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abando-nado? (Mt.27,46)

La historia que había comenzado en la tenebrosa oscuridad de la noche anterior, bajo las ramas de los olivos de un campo de-nominado Getsemaní, y que se había desarrollado de modo acelerado en los palacios del poder religioso y político, que ha-bía desembocado en una condena a muerte, llega ahora a un momento dramático. El Hijo eterno de Dios, que ha vivido para el

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Padre y para anunciar su Reino, se siente abandonado por DiosComo cualquier persona cuando afronta la muerte, también Cris-to está lleno de angustia; la palabra que utiliza el evangelista san Lucas para describir lo que vive en Getsemaní es “agonía”, o sea, lucha. Entonces la oración de Jesús es dramática, es tensa como en un combate, y el sudor mezclado con sangre que res-bala por su rostro es signo de un tormento áspero y duro. Jesús lanza un grito hacia lo alto: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz”, el cáliz del dolor y de la muerte. Orar en el tiempo de la prueba es una experiencia que conmueve el cuerpo y el alma, y también Jesús, en las tinieblas de aquella noche, “ofrece ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que puede salvarle de la muerte” (Heb 5,7).

A Jesús lo habían ido abandonando todos; las masas que vieron sus milagros, los jefes de Israel que lo rechazaron, los discípu-los que ahora lo negaban y huían. Pero la oscuridad llega a su momento culminante cuando entre los dolores de la muerte experimenta también el abandono de Dios. En el Cristo aban-donado del Calvario nos reconocemos nosotros mismos cuando atravesamos la noche del dolor lacerante, de la soledad en que nos dejan los amigos, de la ausencia de Dios. En él descubrimos también nuestro rostro, cuando está bañado en lágrimas y mar-cado por la desolación. Reconocemos los niños que no tienen hogar, los jóvenes que van a la deriva por la vida, los que han perdido la libertad, los que buscando dinero fácil se han hundido en situaciones dolorosas, los pobres de todos los tiempos a los que la falta de solidaridad humana ha dejado sin consuelo ni esperanza. Por esto, Jesús, como decía Pascal, “estará en ago-nía hasta el fin del mundo: no hay que dormir porque él busca siempre compañía y consuelo”.

La plegaria de Jesús que, con palabras del Salmo 21, pregunta: “Dios mío por qué me has abandonado”, no es el derrumbamien-to final del crucificado, sino la experiencia de quien se ha hecho pecado para cargar sobre sus hombros la salvación del mundo. No puede haber abandono del Padre para Jesús, que tiene la misma naturaleza de Dios y que vive en una permanente rela-ción filial con él. De otra parte, Jesús conoce bien que su misión

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lo ha llevado a aceptar voluntariamente la muerte para dar la vida a una muchedumbre (Mc.14,24). Pero esta muerte va hasta el final, hasta esta misteriosa experiencia del abandono de Dios. Ahora sí podemos decir con San Pablo: “el Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado por mí” (Gál.2,20).

Las palabras de Jesús no eran blasfemas, sino expresión del su-frimiento del justo que experimenta el abandono de Dios cuando comprende lo que es el pecado. Las palabras de Jesús mani-fiestan su angustia profunda pero reflejan también su oración confiada. El que ora no rechaza a Dios, sino que deja que Dios sea Dios en él; él ora, cumple una vez más la voluntad de Dios. Jesús se pone en las manos de Dios, su Padre, confía y acepta sus designios sobre él. Sabe que su Padre le responderá a su tiempo; por eso, Jesús no fue derrotado, ni acabó en un fracaso, ni sucumbió a la desesperación. En medio de la oscuridad y el dolor, sigue esperando que el Padre lo lleve a la resurrección.

También nosotros hagamos nuestra la experiencia de Jesús. Pongámonos en las manos de Dios y no nos apartemos jamás de él. Aunque no veamos con claridad todas las cosas; aunque no dominemos nuestro futuro, confiemos en Dios que nunca nos abandona. Oremos con el salmo: “el Señor es mi Pastor, nada me falta. Aunque pase por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal.23).

Quinta Palabra: “Tengo sed” (Jn.19,28)

Un día subió Jesús a la montaña e hizo una solemne proclama-ción del Evangelio que traía de parte de Dios. Anunció los cami-nos de la felicidad que instaura el Reino de Dios. Uno de ellos es éste: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados”. Aquel pregón de bienaventuranza no era una simple norma moral, sino una promesa de dicha y ple-nitud. Por eso, aquella nueva ley del Señor no sería grabada en una piedra dura sino en los corazones que, no contentos con la justicia de los hombres, buscaban la de Dios; esos corazones insatisfechos con las alegrías del momento, que tenían hambre

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y sed de algo más; esos corazones que querían conocer el se-creto de la verdadera alegría para la que hemos sido hechos. Lo que prometió ese día, otro día lo realizó. Cansado del camino, se sentó junto al pozo de Jacob, mientras sus discípulos fueron a buscar comida. Llegó una samaritana y Jesús le pidió: “Dame de beber”. La mujer se extrañó: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber?” Y Jesús le reveló el misterio: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú y él te daría agua viva... porque el que bebe de este pozo vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente que salta hasta la vida eterna”. Aquella sama-ritana, poco a poco, cambió de actitud hasta hacerse testigo en su aldea de que había encontrado al Mesías. Allí se cumplió la bienaventuranza; aquella mujer que llevaba ya cuatro maridos en su intento de ser feliz, encontró por fin la verdad de Dios; dejó su cántaro y, con él, todo lo que la cansaba en la vida; todo lo que, en realidad, nunca la había saciado.

Para ayudarnos a saciar nuestra sed con su palabra, con su ale-gría, con su amor, ha venido Jesús. En efecto, todos luchamos y nos agobiamos por alcanzar tantas cosas, por realizar tantos sueños que nunca se logran del todo. El hombre siempre se fa-tiga en la aventura de ser feliz, pero nunca está completamente satisfecho; siempre quiere más, siempre tiene sed. Vivimos con tristeza el crecimiento del consumo de drogas alucinógenas en el país, fruto de la necesidad de evadir la realidad y del afán de dinero. Esto no nos trae sino males. Como ha reconocido recien-temente la ONU, las ganancias van a otros países y aquí nos quedamos con el desprestigio, con los muertos y con los droga-dictos. Jesús ha venido para ofrecer la paz y la plenitud al co-razón. Sólo Jesús tiene el agua que puede apagar nuestra sed. Esa vida nueva de confianza y de amor al Padre, de entrega en el cumplimiento de nuestra misión en el mundo, que él enseñó y que llevó a la perfección en la cruz es la única que cura todos los deseos y anhelos de nuestro inquieto corazón.

Acudamos, hermanos, acudamos a la cruz. No es fuente de muerte, sino de vida; no es un triunfo del mal, sino del amor; no

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es una consecuencia de la locura humana, sino de la sabiduría de Dios; no es una victoria más de la injusticia de los hombres, sino una proeza de la justicia nueva de Dios. Acudamos a esta fuente, que salta hasta la vida eterna. Apacigüemos la sed, que hemos querido calmar por caminos equivocados, en la verdad que él es y da sentido a toda nuestra vida, en la justicia que él enseña para llegar a tener un mundo nuevo, en la esperanza que él abre ante nosotros con su resurrección. Calmemos la sed de Dios que a todos nos atormenta el alma y que no saciamos porque no hemos podido aprender a mirar con fe la cruz de Cristo.

Sexta Palabra: “Todo está consumado” (Jn.19,30)

En el Calvario se alzan tres cruces de condenados a muerte, dos “malhechores”, probablemente revolucionarios antirromanos, y Jesús. Comienzan a transcurrir las últimas horas de la vida te-rrena de Cristo, horas marcadas por el desgarramiento de su carne, por el descoyuntamiento de sus huesos, por la asfixia progresiva, por la desolación interior. Son las horas que ates-tiguan la plena fraternidad del Hijo de Dios con el hombre que sufre, agoniza y muere. Un poeta, Charles Peguy, cantaba: “El ladrón de la izquierda y el ladrón de la derecha/ sólo sentían los clavos en el cuenco de la mano. Cristo, en cambio, sentía el do-lor dado por la salvación en el costado atravesado, en el corazón traspasado. Era su corazón el que ardía. El corazón devorado por el amor”.

Efectivamente, en torno a ese patíbulo resuena la voz de Isaías: “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido curados. Él se da a sí mismo en expiación” (Is 53,5). Los brazos abiertos de aquel cuerpo martirizado quieren abarcar todo el horizonte, abrazando a la humanidad, según dijo, “como una gallina que recoge a su nidada bajo las alas” (Lc 13,34). De hecho, esta era su misión: “Yo, cuando sea levantado de la tie-rra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Bajo aquel cuerpo ago-nizante desfila la multitud que quiere “ver” un espectáculo ma-cabro. Es el retrato de la superficialidad, de la curiosidad trivial,

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de la búsqueda de emociones fuertes. Un retrato en el que se puede identificar también a una sociedad como la nuestra, que utiliza la crónica roja y lo sensacional casi como una droga para excitar a personas débiles y a mentes confusas. La liberación de secuestrados, el sufrimiento de las víctimas y las necesidades de los pobres no puede ser aprovechados con fines políticos, para hacer un espectáculo mediático o para buscar ganancias económicas.

Bajo aquella cruz está también la crueldad pura, la de los jefes y de los soldados que no saben lo que es compasión y logran profanar incluso el sufrimiento y la muerte con el escarnio: “Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!”. No saben que precisamente sus palabras sarcásticas y la inscripción oficial puesta sobre la cruz, “este es el rey de los judíos”, encierran una verdad. Cierta-mente, Jesús no baja de la cruz con una acción espectacular; no quiere adhesiones serviles y fundadas en lo prodigioso, sino una fe libre y un amor auténtico. Con todo, precisamente a través de la derrota, de su humillación y la impotencia de la muerte, él abre la puerta de la gloria y de la vida, revelándose como el verdadero Señor y rey de la historia y del mundo: “Todo está cumplido”. La vida de Jesús fue un camino de gracia y de perdón, de amor y de misericordia para la humanidad. Ungido por el Espíritu, pasó por la vida haciendo el bien y curando a los enfermos. Comió con los pecadores a quienes ofreció la ternura de Dios para sus vidas. Acogió a los pobres a quienes anunció la buena noticia del Reino de Dios. Se acercó a los oprimidos a quienes liberó de la esclavitud de la injusticia y de la iniquidad. Anunció e inaugu-ró el año de gracia del Señor. Ahora ha llegado el momento de su entrega suprema y definitiva. Toda su vida queda entonces puesta definitivamente bajo el signo de la obediencia al Padre y de la inmolación por la humanidad. Se ha vaciado de sí mismo; se ha hecho pecado para que nosotros nos salváramos en él. Se anonadó hasta la muerte y una muerte de Cruz (cf Fil.2,6-11). Todo está cumplido.

Con su entrega total todo adquiere sentido: el dolor, el trabajo, el amor, la alegría, las relaciones entre las personas, el mundo,

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la vida y la muerte. Por todos los caminos Cristo ha pasado. Ya no hay callejones sin salida. Ya no hay rutas oscuras y sin hori-zontes. Desde ahora, si los caminos del hombre coinciden con los caminos de Cristo, desembocarán en el corazón de Dios. Todo está cumplido porque todo el designio de Dios, por primera vez, se ha hecho realidad en Jesucristo. Podemos proclamar con San Pablo: “Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potes-tades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm.8,38-39).

Séptima Palabra: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc.23,46)

La oscuridad de un eclipse se extiende como un sudario sobre el Gólgota. El “poder de las tinieblas” (cf Lc 22,53) parece domi-nar sobre la tierra donde Cristo muere. El Hijo de Dios, por ser verdaderamente hombre y hermano nuestro, debe beber tam-bién el cáliz de la muerte. Así es como Cristo “se asemeja en todo a sus hermanos” (Heb.2,17), se hace plenamente uno de nosotros, cercano a nosotros también en la lucha suprema de la agonía. En Cristo que agoniza se revela Dios comprometido con sus hijos, hasta el punto de cruzar libremente su frontera de dolor y de muerte.

Por esto el Crucifijo, que en algunas oficinas públicas ya no se permite, es un signo humano universal de la soledad de la muer-te y también de la injusticia y del mal. Pero es igualmente un signo divino universal de esperanza para las expectativas de de toda persona que busca. En efecto, padeciendo en aquel patíbu-lo, mientras su respiración se apaga, Jesús no deja de ser el Hijo de Dios. En aquel momento todos los sufrimientos y las muertes son atravesadas y poseídas por la divinidad, son impregnadas de eternidad; en ellas queda depositada una semilla de vida in-mortal, brilla un rayo de luz divina. Entendemos lo que dijo Paul Claudel: “Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento, tampoco ha venido a explicarlo; ha venido a llenarlo con su presencia”.

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Jesús ha cumplido la obra que le encomendó el Padre. Ya pue-de morir tranquilo y hacer suyas las palabras del salmista: “en paz me acuesto y enseguida me duermo, pues sólo tú, Señor, me das seguridad” (Sal.4,9). En él se cumplen las palabras de otro salmo: “su carne descansará segura porque Dios no lo entregará a la muerte ni dejará a su fiel conocer la corrupción” (Sal.15,10). Jesús es dueño de sí mismo hasta el final, “sabien-do que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía” (Jn.13,13), se dispone a entregar su espíritu en las manos del Padre, a confiarle su vida, su obra, todo su ser. Al morir, entregando su alma entre las manos del Padre, Jesús nos muestra que es necesario dejar a Dios ser Dios en nosotros, en nuestra vida, en nuestra historia y también en nuestra muerte.

En el abandono en las manos del Padre se hace realidad el de-seo de plenitud de toda persona humana. Por eso, contemplar la muerte de Jesús nos hace siempre mucho bien. Desde esa muerte reciben consuelo nuestros llantos, luz nuestras contra-dicciones, esperanza nuestras desesperanzas, ánimo nuestros desalientos, perdón nuestros pecados, alegría nuestras triste-zas, mansedumbre nuestras intolerancias, misericordia nuestras venganzas. La muerte, entonces, aun sin perder su perfil trágico, muestra un rostro inesperado, tiene los mismos ojos del Padre celestial. Por eso Jesús, en aquella hora extrema, puede rezar fi-lialmente: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”. A esa invo-cación nos unimos también nosotros a través de la voz poética y orante de una escritora: “Padre, que tus dedos también cierren mis párpados. Tú, que eres mi Padre, vuélvete a mí también como tierna Madre, a la cabecera de su niño que duerme. Padre, vuélvete a mí y acógeme en tus brazos” (Marie Noël).

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Conclusión Después de entregar su espíritu, Jesús es bajado de la cruz. Toda la naturaleza se conmueve ante el misterio del amor de Dios, que ha entregado el Hijo. Envuelto en la sábana funeraria, el cuerpo crucificado y martirizado de Jesús se desliza lenta-mente de las manos compasivas de José de Arimatea al sepul-cro escavado en la roca. La madre lo contempla estremecida de amor y de dolor. Entre las lágrimas de las buenas discípulas que lo han seguido hasta el final, Cristo no se diferencia de todos los hombres que entran en el seno oscuro de la muerte. Amortajado y rígido baja al sepulcro.

Pero todo no se queda allí. La última palabra no la tienen el do-lor, el mal y la muerte. Llegará la mañana de Pascua. Entonces despuntará ante nuestros ojos la luz, la vida nueva conquistada al precio de la sangre del Hijo de Dios. En aquella aurora, a lo largo del camino de la existencia, saldrá a nuestro encuentro el ángel y nos dirá: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24,5). Y al volver a nues-tras casas, será el Resucitado mismo quien se situará a nuestro lado, caminando con nosotros, explicándonos los designios de Dios, haciéndose el huésped de nuestra mesa y partiendo con nosotros el pan que da la vida eterna (cf Lc. 23, ). Amén.

Medellín, 6 de abril de 2012

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HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL

Los judíos celebraban la fiesta de Pascua como la más grande e importante del año. En ese día conmemoraban, como acaba-mos de escuchar en el texto tomado del libro del Éxodo, que el Señor hizo pasar, a través del Mar Rojo, a los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto a la tierra prometida. Durante una de esas fiestas de Pascua Cristo pasó de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Desde entonces la Pascua es el centro de la vida cristiana, es el programa fundamental de los discípulos de Jesús, es la esperanza de la humanidad llamada a pasar con Cristo a una vida nueva y eterna.

El Evangelio de Marcos nos acaba de narrar el acontecimiento. Cuando las mujeres fueron el domingo en la mañana a ungir al Señor encontraron el sepulcro vacío y un ángel les dio la noticia más extraordinaria que se haya podido escuchar en el mundo: “No está aquí; ha resucitado”. El que fue crucificado y sepultado, ahora vive en una condición gloriosa a la que también estamos llamados todos nosotros. La resurrección de Cristo no fue un simple retorno a la vida ni la recuperación de su cuerpo mortal; la resurrección de Jesús es la comunión plena del Hijo con el Padre, la plenitud de la vida nueva en Dios, que hace trascender todo dolor y toda limitación.

La Resurrección de Cristo es la actuación de Dios ante el mal que le asesinó a su Hijo. Es el culmen de todas las intervencio-nes de Dios en la historia como acabamos de verlo en la liturgia de la Palabra. Es el comienzo de una nueva época, de una nue-va creación. Es la primera manifestación de la forma de vida en la que está llamada a realizarse toda la humanidad. Cristo una vez resucitado ya no muere más, la muerte no tiene dominio sobre él. Ahora podemos decir que, en verdad, la última palabra no la tiene el mal y que la victoria definitiva no será de la muerte.

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Nosotros también hemos venido esta noche a buscar a Jesús al que hemos seguido en su pasión, muerte y sepultura a lo largo de esta semana. Debemos entonces oír las mismas palabras del ángel: “No está aquí; ha resucitado”. Su obediencia al Padre, su fidelidad al proyecto de salvación, su amor a la humanidad no han quedado tapados por la piedra del sepulcro. No se ha perdido en el pozo oscuro de la muerte su dolor, su sangre, su inmolación. Verdaderamente el Señor, como dijo, ha resucitado. La Iglesia nos congrega en el júbilo de esta noche para que con-templemos la gran hazaña de Dios: mostrarnos a su Hijo resuci-tado y glorioso como primicia de lo que podrá ser cada persona en el futuro.

Estemos bien despiertos para que entendamos que Jesús, el que como buen pastor va delante de nosotros, nos ha abierto las puertas de la vida, ha sanado la tristeza de la disolución de-finitiva, ha roto las ataduras de la muerte. Cristo ha resucitado y está vivo, por siempre, en medio de nosotros. Este misterio y esta alegría los quiere expresar la solemne liturgia de esta no-che a través de cuatro signos.

En primer lugar, el rito de la luz con el que hemos iniciado nues-tra celebración. Estábamos en la oscuridad pero ha llegado el Resucitado, luz del mundo, representado en el cirio pascual; a partir de él hemos encendido nuestros cirios y se ha ilumina-do toda la Iglesia. Con un canto bellísimo hemos pregonado las maravillas de esa luz. En efecto, ahora en un acontecimiento histórico concreto y en un hombre de nuestra raza hemos en-trado en el ámbito de la verdad plena sobre nuestra condición; hay sentido para el enigma del dolor y de la muerte; ha quedado esclarecida la más profunda realidad del hombre y su destino trascendente.

El segundo signo de esta noche ha sido la palabra. Con una serie de lecturas tomadas del Antiguo y del Nuevo Testamento hemos tenido un recuento de las maravillas de Dios en la histo-ria, desde la creación del mundo hasta la resurrección de Cristo. Como hemos podido ver no vamos a la deriva, Dios guía nuestro camino y va cumpliendo todas las promesas que hizo desde an-

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tiguo. Nuestra fe no se fundamenta en ilusiones sino en hechos cumplidos y no hemos podido sino, por medio de varios salmos, alabar a Dios por sus proezas y agradecerle su misericordia que no tiene fin.

Después vendrá el signo del agua. Cristo prometió que nos da-ría un agua que salta hasta la vida eterna. Su promesa se ha hecho realidad en el Bautismo. Es el sacramento de la vida, que nos hace nacer de nuevo en esa dimensión divina y sobrenatural que nos alcanzó Cristo con su muerte y su resurrección. Por eso, con fe y con gozo, vamos a renovar las promesas que hicimos, en el día más grande nuestra vida, de creer en Dios y de renun-ciar al mal. De un modo especial, voy a recibir la profesión de fe de un grupo de seminaristas que después de una cuidadosa preparación a lo largo de este año llegan hoy, con fuerza nueva, a expresar su decisión de vivir como hijos de Dios. Todavía más, tenemos hoy la gracia de darle el Bautismo a unos jóvenes que, después de conocer lo que va a pasar en ellos, empiezan a ser hijos de Dios y miembros de la Iglesia.

Finalmente, viene el signo del pan. Cristo nos lo entregó en la última cena y hoy en el día de la resurrección encuentra todo su sentido y su valor. El pan eucarístico significa y realiza la entrega de Cristo por nosotros, que nos invita a entrar en el mismo dina-mismo del amor redentor, que construye la unidad en todos los que no formamos más que un cuerpo.

Así celebramos el misterio de la resurrección. Ahora hay vida para el espíritu inquieto del ser humano. Nuestro porvenir no es la nada y el olvido sempiterno, sino la gozosa comunión con Dios. Ahora hay alegría sobre el mundo a pesar del dolor y el sufrimiento; los cristianos estamos llamados a dar este gozoso testimonio al vernos amados y liberados. Ahora hay libertad; he-mos sido redimidos; podemos vivir en la confianza de saber que somos en verdad hijos de Dios. “Jamás hubo en la tierra un acto más libre y que diera más libertad que esa muerte” (Karl Adam). Ahora el amor de Dios está al alcance de nuestra mano; Dios ha probado que es fiel, que cumple la alianza hecha con el hombre, que nos sigue llamando a la vida eterna que nos hace presente en su Hijo resucitado.

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Por eso, hermanos, estamos alegres. Este es el día en que ac-tuó el Señor. Este es el día de la vida y la salvación. Este es el día que nos trae la fuerza del comienzo y la esperanza del futuro. Felicitémonos mutuamente en el triunfo de Cristo que es también nuestro triunfo. Felices Pascuas. El Señor ha resucita-do. Aleluya.

Medellín, 7 de abril de 2012

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HOMILÍA DEL DOMINGO DE PASCUA

Hace apenas unas horas nos reuníamos en este mismo templo para celebrar, en una alegría muy grande, la Resurrección de Cristo. Ahora, esta Eucaristía es la repetición del mismo mensa-je y la realización del mismo acontecimiento: Cristo ha resucita-do. ¡Aleluya!

Celebrar la Resurrección es proclamar que Cristo es la luz del mundo. La luz es el ambiente de la verdad. Sin la luz, todo pierde su belleza y su realidad. En la noche no hay montañas, ni ríos, ni flores, ni paisajes. Sin la luz que es Cristo todo es absurdo, monótono, intolerable. El dolor, el mal, la muerte, son enigmas indescifrables.

Celebrar la Resurrección es recordar nuestro Bautismo en el que Cristo se ha hecho nuestra vida; pues hemos muerto con El al pecado y con El hemos resucitado a la gracia. Cristo es nuestra vida. Es la vida del mundo. El es todo lo que necesita el mundo asfixiado por el pecado, por la violencia, por la superficialidad, por el sin sentido. Con El, el hombre viejo ha terminado.

Celebrar la Resurrección de Cristo es sentir nuestra libertad. Con Cristo hemos encontrado una nueva estructura interior. Ya no estamos encadenados a la muerte y al pecado. El pecado y la muerte son las dos más hondas tristezas del hombre, pero en Cristo resucitado podemos experimentar nuestra liberación.

Celebrar la Resurrección es gozar de la nueva alianza que en Cristo, nuestro Sacerdote, hemos hecho con Dios. Alianza reali-zada en la inmolación de Cristo que no fue una muerte cualquie-ra sino la muerte de la muerte, el inicio mismo de la vida, de la gloria, de la salvación.

Celebrar la Resurrección es hacer la fiesta de la esperanza. La Pascua de Cristo no ha sido un paso solitario sino colectivo; con

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Cristo toda la humanidad ha pasado al Padre. Más aún, El es el camino, el paso al Padre. Y si no pasamos con Cristo a Dios que permanece, advierte San Agustín, pasaremos con el mundo que pasa.

Celebrar la Resurrección es experimentar la realidad de la Igle-sia. Pues una vez que el grano de trigo ha caído en tierra y se pudre produce mucho fruto. La Iglesia es el fruto de Cristo muer-to, es la espiga radiante que surge de la tumba del Señor.

Celebrar la Resurrección es vivir la presencia de Cristo en nues-tra historia de pecado y de miseria, quien la transforma en la epopeya del nuevo éxodo hacia la tierra de la nueva libertad, hacia el alba fulgente de un día nuevo y definitivo.

Celebrar la Resurrección es inaugurar la nueva creación. Al mundo lo recorre una nueva vida, la historia se inunda de espe-ranza, el hombre se convierte en hijo, el tiempo es el comienzo de la eternidad. Pascua es conquista de un nuevo sentido y de un nuevo fin para el hombre y para el mundo. La Resurrección hay que mirarla como la nueva y definitiva creación.

Hermanos, ahora tenemos luz, vida, esperanza, gozo, verdad, fuerza, camino, futuro. Esta es la buena noticia por excelencia: Cristo ha resucitado. Estamos como recién nacidos. La Pascua nos trae el gozo del comienzo, de la renovación integral. Por eso, hoy toda la Iglesia exulta de alegría. El Señor ha resucitado, el hombre está salvado, el pecado ha quedado vencido, la muer-te está derrotada, Cristo vive con nosotros. Aleluya.

Porque hoy vivimos este gozo y porque nos comprometemos a mantenerlo hasta cuando se cierren las puertas de nuestro pe-regrinar y nuestro barro resucite a ejemplo del Cristo victorioso que hoy aclamamos como Dios y Señor, podemos saludarnos mutuamente en la alegría de esta fiesta: Felices Pascuas, her-manos. Cristo ha resucitado. ¡Aleluya!

Medellín, 8 de abril de 2012

Indice

Presentación 1 Homilía en la Misa Crismal 3 Homilía del Domingo de Ramos 8 Homilía del Lunes Santo 12 Homilía del Martes Santo 15 Homilía del Miércoles Santo 18 Homilía en la Cena del Señor 21 Homilía en la muerte del Señor 24 Predicación de las Siete Palabras 27 Homilía en la Vigilia Pascual 45 Homilía del Domingo de Pascua 49