ha subido al mismo tren de menos diez

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Ha subido al mismo tren de menos diez... Ha subido al mismo tren de menos diez, de lunes a viernes. Al bajar ha dado los mismos pasos de siempre, formando parte de la misma milésima porción de la misma masa amorfa que se desliza y desparrama en los andenes, como un monstruo de espuma. Algo imprevisible, sin embargo, ocurre. Algo ínfimo, que le sobra a todo, incluso al tao; sin motivo aparente, se ha trepado a otro tren. Como sacando los pies del plato de la normalidad para dejar una huella estéril en la nada. Como bajándose de la vida para salir de dudas. Uno de esos trenes fantasmales y agonizantes, llenos de misterio, mas amigos del milagro que de las leyes de la física. Uno de esos trenes gasoleros que se llevan a la gente lejos de la ciudad, como salvándola. Un tren conducido por un borracho, o un loco peligroso o un Dios a contramano, que sortea las estaciones como una exhalación, hasta detenerse, cuando nada lo hacía prever, cuando ya eran más esperables la catástrofe o el abrazo indiferente del olvido. De manera que se ha bajado, movido quién sabe por qué loco impulso, en una extraña estación sin nombre, una de esas estaciones que los mapas desprecian, y ha caminado el sendero de ripio, y ha dejado que el tren arrancara, despacio, como dejándolo a él también, olvidado. Ahora camina por las calles de tierra, asediado por ladridos inoperantes de perros atados a su desdicha, ladridos que son como la sombra sonora de lo que no ocurre ni ocurrirá. Camina un largo rato nuestro hombre (porque ambos sabemos de quién se trata, por mucho que miremos para otro lado) camina por las calles colmadas de vacío, calles enfermas de silencio y acacias y ligustrinas indistintas, indiferentes, ligustrinas que esperan a la noche para desaparecer 1

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Page 1: Ha Subido Al Mismo Tren de Menos Diez

Ha subido al mismo tren de menos diez...

Ha subido al mismo tren de menos diez, de lunes a viernes. Al bajar ha dado los mismos pasos de siempre, formando parte de la misma milésima porción de la misma masa amorfa que se desliza y desparrama en los andenes, como un monstruo de espuma. Algo imprevisible, sin embargo, ocurre. Algo ínfimo, que le sobra a todo, incluso al tao; sin motivo aparente, se ha trepado a otro tren. Como sacando los pies del plato de la normalidad para dejar una huella estéril en la nada. Como bajándose de la vida para salir de dudas. Uno de esos trenes fantasmales y agonizantes, llenos de misterio, mas amigos del milagro que de las leyes de la física. Uno de esos trenes gasoleros que se llevan a la gente lejos de la ciudad, como salvándola. Un tren conducido por un borracho, o un loco peligroso o un Dios a contramano, que sortea las estaciones como una exhalación, hasta detenerse, cuando nada lo hacía prever, cuando ya eran más esperables la catástrofe o el abrazo indiferente del olvido. De manera que se ha bajado, movido quién sabe por qué loco impulso, en una extraña estación sin nombre, una de esas estaciones que los mapas desprecian, y ha caminado el sendero de ripio, y ha dejado que el tren arrancara, despacio, como dejándolo a él también, olvidado. Ahora camina por las calles de tierra, asediado por ladridos inoperantes de perros atados a su desdicha, ladridos que son como la sombra sonora de lo que no ocurre ni ocurrirá. Camina un largo rato nuestro hombre (porque ambos sabemos de quién se trata, por mucho que miremos para otro lado) camina por las calles colmadas de vacío, calles enfermas de silencio y acacias y ligustrinas indistintas, indiferentes, ligustrinas que esperan a la noche para desaparecer del mundo. Y bien, le ha llevado un buen rato pero finalmente su lenta tenacidad tiene una suerte de recompensa: a su manera (una manera también oscura y silenciosa) el umbral del cementerio le da la bienvenida. De manera que ha descuidado sus obligaciones de marido fiel y padre ejemplar, y ha caminado más de lo que la prudencia y el sentido común recomendaban, nada más que para detenerse frente a la piedra que custodia tus huesos. Qué mal le quedan ciertas palabras a ciertos recuerdos; palabras como “cadáver”, o “tumba”, que hacen pensar (o lo que es peor, que hacen sentir) el peso implacable de la finitud... conmueve el sólo hecho de pensar que alguien, por azar o férrea determinación, pueda apartarse

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de lo establecido tan sólo por contemplar la foto de una mujer hermosa en una lápida. ¿O acaso esa mujer, aún muerta, aún recuerdo de recuerdo, significa algo en la vida de este hombre? Qué misterio-milagro nos pone al borde de nosotros, casi como una prolongación de nuestra sombra? Cómo leerlo sin correr el riesgo de dejar en el camino la razón o la compostura? Qué le dirías, si te fuera dado? O acaso esa brisa que acaricia con desgano el paisaje es tu señal de bienvenida, la forma que tienen tus restos de gritarle a ese mismo paisaje que alguna vez fuiste? Es tu testigo? Tu salvoconducto? Entonces ocurre la segunda parte del milagro, si fuera posible que un milagro tenga segundas partes, o que se pusiera al servicio de una tan pobrecita historia. Por alguna secreta razón, excenta incluso a nuestra voluntad de buscar a tientas, el hombre descubre que está solo. Mas allá del paisaje, y mas allá de la familia que pasadas las 21 lo espera imfructuosamente con la mesa tendida, el hombre se sabe sólo. Sólo de toda soledad, incluso de la propia. Sólo como cuando llegó a esta vida, con el mismo traje de piel y huesos y el mismo miedo de sufrir a cuenta de lo que no se sabe ni nunca se sabrá. Sólo como un patio abandonado, como la ropa del que se murió en la víspera. Y desde esa misma soledad, nuclear, esencial, el hombre le dice cosas a la muerta. Silencios, frases sueltas, le dice. Y la muerta no se molesta en responderle. Y la noche es un manto que los cobija y los devora. Y se les ríe en la cara, la muerte. Se les muere de risa en la cara... Será que hasta para celebrar estamos sólos? Que nos estamos muriendo a cada segundo, a cada paso, a cada suspiro? Será que vivir es el único consuelo a tanta soledad de buey perdido?

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