la probabilidad estadistica del jennifer e. smith

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¿Desde cuándo son puntuales losaviones a la hora de despegar?

Hadley ha llegado cuatro minutostarde, lo que, bien pensado, noparece mucho: una pausa para lapublicidad, el descanso entre dosclases, el tiempo que lleva calentarun plato precocinado en elmicroondas. Cuatro minutos no sonnada.

Cierra los ojos solo un instante y,cuando los vuelve a abrir, el avión hadesaparecido.

Los caprichos del destino y las

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casualidades de la vida son el motorde esta conmovedora novela sobrelazos familiares, segundasoportunidades y primeros amores.Desarrollada a lo largo de 24 horas,la historia de Hadley y Oliver nosconvence de que el amor verdaderopuede aparecer en nuestras vidascuando menos lo esperamos.

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Jennifer E. Smith

La probabilidadestadística delamor a primera

vista

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ePub r1.0Edusav 16.05.14

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Título original: The StatisticalProbability of Love at First SightJennifer E. Smith, 2012Traducción: Laura VidalRetoque de cubierta: Edusav

Editor digital: EdusavePub base r1.1

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Y es que hay días en la vidaen los que la vida y la muerte

merecen la pena[1].

CHARLES DICKENS, Nuestro amigocomún

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PRÓLOGO

Podía haber salido de mil manerasdistintas.

Por ejemplo, si no se hubieraolvidado el libro, no habría tenido quevolver a entrar corriendo en casamientras su madre la esperaba fuera conel coche en marcha, mientras del tubo deescape salía una nube de humo que sefundía con el calor del atardecer.

O incluso antes. Si no hubieraesperado hasta el último momento paraprobarse el vestido, entonces se habríadado cuenta antes de que los tirantes

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eran demasiado largos y su madre nohabría tenido que sacar su viejocosturero y convertido la encimera de lacocina en una mesa de operaciones en unintento desesperado por salvar la vida aaquel triste trozo de tela color lavandaen el último minuto.

O más tarde: si no se hubieracortado con el papel mientras imprimíasu billete, si no hubiera perdido elcargador del móvil, si no hubiera habidoatasco en la carretera al aeropuerto. Sino se hubieran pasado el desvío o no sehubiera hecho un lío con las monedas enel peaje y estas no se hubieran caídodebajo del asiento mientras los

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conductores de detrás protestabanhaciendo sonar el claxon.

Si la rueda de la maleta no hubieraestado torcida.

Si se hubiera dado un poco más deprisa en llegar a la puerta de embarque.

Aunque tal vez habría dado lomismo.

Tal vez hacer recuento de todos losretrasos de aquel día era inútil, porquesi no alguna de esas, habría sidocualquier otra cosa: el tiempo en elAtlántico, lluvia en Londres, nubes queamenazan tormenta en Nueva Yorkdurante una hora antes de proseguir sucamino. Hadley no cree demasiado en

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cosas como el destino o la fatalidad,pero lo cierto es que tampoco ha creídonunca demasiado en la puntualidad delas líneas aéreas.

Y de todas maneras, ¿cuántosaviones despegan a su hora?

Nunca en su vida ha perdido unvuelo. Ni una sola vez.

Pero cuando esta tarde llega por fina la puerta de embarque se encuentra alos auxiliares de vuelo cerrando elacceso y apagando los ordenadores. Elreloj de la pared marca las 18.48 y justodetrás de la ventana puede verse elavión como una gigantesca fortaleza demetal; por la expresión de las caras de

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los presentes queda claro que nadie másva a embarcar.

Ha llegado cuatro minutos tarde, loque, bien pensado, no parece mucho; unapausa para la publicidad, el descansoentre dos clases, el tiempo que llevacalentar un plato precocinado en elmicroondas. Cuatro minutos no es nada.Todos los días en todos los aeropuertosdel mundo hay personas que suben alavión en el último momento, jadeandocuando colocan su equipaje en loscompartimentos superiores y se dejancaer en sus asientos con un suspiro dealivio mientras el aparato enfila la pistade despegue rumbo al cielo.

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Pero no Hadley Sullivan, que sueltadistraída su mochila mientras permanecede pie junto al ventanal, mirando alavión alejarse de la rampa con forma deacordeón, los motores de las alasrotando cuando se dirige hacia la pistade despegue sin ella.

Al otro lado del océano, su padreestá haciendo el último brindis y losempleados del hotel pulen con guantesblancos la plata para el banquete demañana. Detrás de ella, el chico quetiene el asiento 18 C para el siguientevuelo a Londres se está comiendo undonuts glaseado, ajeno a la mancha deazúcar que este ha dejado en su camisa

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azul.Hadley cierra los ojos solo un

instante y cuando los vuelve a abrir elavión ha desaparecido.

¿Quién habría imaginado que cuatrominutos lo cambiarían todo?

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1

18.56, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

23.56, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Si eres claustrofóbico, los aeropuertosson cámaras de tortura.

No es solo la inminencia del viaje—apretujados en asientos como sardinasen lata y después catapultados en el airedentro de un estrecho tubo de metal—,también las terminales, la gente conprisa, la confusión propia del lugar, un

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zumbido agitado y vertiginoso, todoruido y movimiento, todo frenesí yclamor, y todo ello encerrado enventanas de cristal, como en una suertede monstruosa jaula de grillos.

Esa es solo una de las muchas cosasen las que Hadley procura no pensarmientras espera de pie ante el mostradorde venta de billetes sintiéndose tonta.Fuera, la luz empieza a desvanecerse ysu avión ya sobrevuela algún punto delAtlántico, mientras en su interior algo sedesinfla, como cuando un globo empiezaa perder aire lentamente. En parte sedebe a la inminencia del vuelo, en parteal aeropuerto en sí, pero sobre todo —

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sobre todo— es que se da cuenta de queva a llegar tarde a una boda a la que nisiquiera quiere ir, y hay algo en estajugarreta del destino que le da ganas dellorar.

Los auxiliares de vuelo se hanreunido al otro lado del mostrador y lamiran con gesto impaciente. La pantallaa sus espaldas ya anuncia el siguientevuelo de JFK a Heathrow, que no salehasta dentro de más de tres horas, y porsu expresión cada vez resulta másevidente que Hadley es lo único que seinterpone entre ellos y el final de suturno.

—Lo siento, señorita —dice una de

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ellos con un suspiro de impaciencia maldisimulado—. Lo único que podemoshacer es tratar de conseguirle un billetepara el próximo vuelo.

Hadley asiente sin entusiasmo. Hapasado las últimas semanas deseandoque esto ocurriera, aunque lo cierto esque las circunstancias que habíaimaginado y que le habrían impedidovolar resultaban bastante más trágicas:una huelga general de líneas aéreas; unaépica tormenta de granizo; una gripegravísima o incluso paperas. Todasellas razones perfectamente aceptablesque justificarían que no acompañara a supadre al altar para casarse con una

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mujer a la que Hadley ni siquieraconoce.

Pero perder el avión por cuatrominutos suena demasiado ridículo,sospechoso incluso, y Hadley no estásegura de que sus padres —ninguno delos dos— entiendan que no ha sidoculpa suya. De hecho, mucho se temeque lo ocurrido pasará a engrosar esacortísima lista de cosas sobre las queambos parecen estar de acuerdo.

Había sido idea suya saltarse elensayo y llegar a Londres la mañanamisma de la boda. Hadley lleva más deun año sin ver a su padre y no estásegura de ser capaz de sentarse en una

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habitación con todas las personasimportantes en la vida de este —susamigos y colegas, el pequeño mundo quese ha construido al otro lado del océano— mientras brindan por su salud y sufelicidad, por el comienzo de una nuevavida. Si de ella dependiera, ni siquierairía a la boda, pero sobre eso no hahabido negociación posible.

—Sigue siendo tu padre —no habíacesado de recordarle su madre, como sise tratara de algo que Hadley pudieraolvidar—. Si no vas, lo lamentarás mástarde. Sé que es difícil imaginarlocuando se tiene diecisiete años, perocréeme: ese día llegará.

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Sin embargo, Hadley no está tansegura.

La auxiliar de vuelo estáconcentrada en el teclado de suordenador con una suerte de intensaferocidad, pulsando teclas mientrashabla:

—Ha habido suerte —dicelevantando las manos en un gesto teatral—. Puedo meterla en el vuelo de las22.24. Asiento 18 A. Ventanilla.

Hadley tiene casi miedo depreguntar, pero lo hace:

—¿A qué hora llega?—A las 9.54 —dice la azafata—.

Mañana por la mañana.

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Hadley piensa en la delicadacaligrafía de la invitación de bodaimpresa en una gruesa cartulina colormarfil que ha estado meses en suvestidor. La ceremonia es mañana amediodía, lo que significa que, si todomarcha como debería —el vuelo, elcontrol de pasaportes, los taxis y eltráfico, todo coreografiado a laperfección— todavía puede llegar atiempo. Por los pelos.

—El embarque será por esta mismapuerta a partir de las 21.45 —dice laauxiliar entregándole la documentación,que está cuidadosamente ordenadadentro de una pequeña funda marrón—.

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Que tenga un estupendo vuelo.Hadley camina poco a poco hacia

las ventanas e inspecciona lasmonótonas hileras de sillas grises, lamayoría ocupadas y el resto con lascosturas reventadas y dejando ver unrelleno amarillo como osos de peluchedesgastados por un exceso de mimos.Coloca su mochila sobre la maleta conruedas y busca en ella su móvil, despuésdesplaza el dedo por los contactos hastaencontrar el teléfono de su padre. Estefigura simplemente como «el profesor»,una etiqueta que le adjudicó alrededorde un año y medio atrás, cuando supoque no regresaría a Connecticut y la

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pa l abr a padre se convirtió en unrecordatorio poco grato cada vez queabría el móvil.

El corazón se le acelera cuandoescucha el tono de llamada; aunque lasigue llamando con cierta frecuencia,ella probablemente no ha marcado sunúmero más allá de unas cuantas veces.En Londres es casi medianoche y cuandosu padre por fin contesta tiene la vozespesa, como lastrada por el sueño o elalcohol. O tal vez por ambas cosas.

—¿Hadley?—He perdido el vuelo —dice

adoptando el tono brusco que le sale deforma natural cada vez que habla con su

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padre estos días, un efecto secundariodel rechazo que le inspira últimamenteel comportamiento de este.

—¿Qué?Suspira y repite la frase:—He perdido el vuelo.Al fondo se escucha la voz de

Charlotte murmurando y algo seenciende en su interior, una súbitaoleada de furia. A pesar de losempalagosos correos electrónicos queesta mujer ha estado enviándole desdeque su padre le propuso matrimonio —repletos de planes de boda, defotografías de su viaje a París y deruegos para que participe, todos

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terminados con un exaltado «miles debesazos y abrazos» (como si un beso yun abrazo no fueran suficiente)—, haceexactamente un año y noventa y seis díasque Hadley decidió odiarla y hará faltaalgo más que una invitación a ser damade honor para que cambie de opinión.

—Bueno —dice su padre—. ¿Hasconseguido billete para otro?

—Sí, pero no llega hasta las diez.—¿De la mañana?—No, de la noche. Voy a ir en

cohete.Su padre ignora el comentario.—Eso es demasiado tarde.

Demasiado justo para la ceremonia, no

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me va a dar tiempo a ir a buscarte —dice, y se escucha un sonido ahogadomientras tapa el auricular para susurraralgo a Charlotte—. Igual podemosenviar a la tía Marilyn a que te recoja.

—¿Quién es la tía Marilyn?—La tía de Charlotte.—Tengo diecisiete años —le

recuerda Hadley—. Me parece que serécapaz de coger un taxi hasta la iglesia.

—No sé —dice su padre—. Es laprimera vez que vienes a Londres…

Su voz se apaga y a continuación seaclara la garganta.

—¿Crees que a tu madre le parecerábien?

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—Mamá no va a estar —respondeHadley—. A ella le tocó la primeraboda.

Hay silencio al otro lado de la línea.—No pasa nada, papá. Te veo

mañana en la iglesia. Con un poco desuerte no llegaré demasiado tarde.

—De acuerdo —contesta su padrecon voz suave—. Tengo muchas ganasde verte.

—Sí —se limita a replicar Hadley,incapaz de decirle que ella también a él—. Hasta mañana.

Hasta que cuelga no se da cuenta deque ni siquiera le ha preguntado cómo haido el ensayo. El caso es que no está

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segura de querer saberlo.Durante un largo instante se queda

allí de pie, apretando el teléfonofirmemente con la mano tratando de nopensar en todo lo que la espera al otrolado del océano. El olor a mantequillaque desprende un bollo cercano le estáempezando a dar náuseas y lo único quequiere es sentarse, pero la puerta deembarque se encuentra atestada depasajeros procedentes de otras zonas dela terminal. Es el fin de semana delcuatro de julio y los mapasmeteorológicos en las pantallas detelevisión muestran un patrón circular detormentas emborronando gran parte del

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Medio Oeste. La gente se hadesperdigado, adueñándose desecciones de las zonas de embarquecomo si tuvieran intención de instalarseallí para siempre. Las maletas ocupanasientos vacíos y hay familiasacampadas por las esquinas y bolsasgrasientas de McDonald’s repartidaspor el suelo. Mientras pasa por encimade un hombre que duerme apoyado en sumochila, Hadley tiene la impresión deque el techo y las paredes se cierran a sualrededor, percibe la aglomeración degente y tiene que hacer esfuerzos pararespirar.

Cuando por fin divisa un asiento

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vacío se apresura a dirigirse hacia él,maniobrando con su maleta de ruedas através de un mar de zapatos y tratandode no pensar en lo arrugado que estarásu vestido lavanda cuando llegue aLondres mañana por la mañana. El planera disponer de unas pocas horas paraarreglarse en el hotel antes de laceremonia, pero ahora tendrá que irdirectamente a la iglesia. De todas suspreocupaciones en ese momento esta noes precisamente la más importante, perode todas maneras le divierte un pocopensar en lo horrorizadas que sequedarán las amigas de Charlotte;seguro que no tener tiempo para

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peinarse equivale para ellas a unacatástrofe.

Hadley está convencida de quearrepentimiento es una palabrademasiado suave para describir lo quesiente por haber aceptado ser dama dehonor, pero los incesantes correoselectrónicos de Charlotte y lasinterminables súplicas de su padrehabían terminado por hacerla ceder. Y,para colmo, su madre, contra todopronóstico, se había mostrado partidariade la idea.

—Ya sé que ahora mismo no es tupersona preferida —le había dicho—.Desde luego tampoco es la mía. Pero

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piensa que algún día, cuando estéshojeando el álbum de fotos de la boda,tal vez con tus hijos, puede que tearrepientas de no haber participado.

Hadley no cree que algo así vaya aocurrir, pero como da la impresión deque a todo el mundo le parece una buenaidea, decide que lo más fácil escomplacerlos, incluso si ello implicapasar por la incomodidad de la laca depelo, los tacones altos y la inevitablesesión de fotos después de la ceremonia.Cuando el resto del comité organizadorde la boda —una colección de amigasde Charlotte de treinta y tantos años—se enteraron de que se unía a ellas una

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adolescente americana, la habíanañadido con una lluvia de signos deexclamación a la cadena de correoselectrónicos que se intercambiaban. Yaunque no conocía a Charlotte y habíapasado el último año y mediocuidándose mucho de hacerlo, ahorasabía todas las preferencias de aquellamujer en cuestiones diversas perorelacionadas todas ellas con la boda.Temas tan importantes como las ventajasy desventajas de la sandalia frente alzapato cerrado, si incluir o no el falsojazmín en los arreglos florales y, lo peory más doloroso de todo, sus gustos enropa interior para la despedida de

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soltera o, como ellas la llamaban, lanoche de las chicas. Hadley sabía quealgunas de esas mujeres erancompañeras de Charlotte en la galeríade arte de la Universidad de Oxford,pero se preguntaba de dónde sacaríantiempo para trabajar. Se suponía quedebía reunirse con ellas en el hotel a lamañana siguiente, pero ahora todoindicaba que tendrían que subirse lascremalleras de los vestidos, pintarse laraya de los ojos y rizarse el pelo sinella.

Por la ventana el cielo se ve ahorarosa oscuro y las luces de las pistas dedespegue y aterrizaje empiezan a

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parpadear. Hadley mira su reflejo en elcristal, toda pelo rubio, ojos grandes yaspecto cansado y desaliñado, como sihubiera hecho ya el viaje. Se desliza enuna silla entre un hombre mayor que seabanica tan fuerte con el periódico queHadley teme que este salga volando yuna mujer de mediana edad con unjersey de cuello vuelto en el que haybordado un gato, que teje algo que demomento podría ser cualquier cosa.

Tres horas más, piensa abrazando sumochila, y entonces se da cuenta de queno tiene sentido contar los minutos quefaltan para algo que no quieres quellegue; sería más preciso decir: dos

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días. Dos días más y estará de vuelta encasa. Dos días más y podrá hacer comoque nada de esto ha ocurrido. Dos díasmás y habrá sobrevivido al fin desemana que lleva temiendo lo que ahorale parecen años.

Acomoda la mochila en el regazo yse da cuenta, un segundo demasiadotarde, de que no ha cerrado lacremallera del todo, y unas cuantascosas se caen al suelo. Primero seagacha para coger el brillo de labios ydespués las revistas de cotilleos, perocuando se dispone a hacer lo mismo conel libro negro y pesado que le regaló supadre, el chico sentado al otro lado del

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pasillo se le adelanta.Echa un vistazo rápido a la cubierta

antes de devolvérselo y Hadley ve ensus ojos un destello de reconocimiento.Le lleva un segundo comprender que elchico debe de pensar de ella que es unade esas personas que leen a Dickens enlos aeropuertos, y a punto está desacarle de su error; de hecho tiene estelibro desde hace años y jamás lo haabierto. Pero en lugar de ello esboza unasonrisa cómplice y a continuación sevuelve con determinación hacia laventana, no sea que el chico tengaintención de entablar conversación.

Y es que Hadley ahora mismo no

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tiene ganas de hablar con nadie, nisiquiera con un chico tan mono comoeste. En realidad le gustaría estar en otraparte. El día que tiene por delante escomo una criatura viva y que respira,que avanza hacia ella a una velocidadalarmante y, que tarde o temprano,terminará por engullirla. El miedo que leinspira la idea de subirse al avión —porno hablar de llegar a Londres— es algofísico; la impulsa a revolverse en suasiento, a mover las piernas y a agitarlos dedos de los pies como si tuvieracalambres.

El hombre sentado junto a ella sesuena ruidosamente y de nuevo abre el

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periódico con un gesto brusco. Hadleyreza porque no le toque sentarse con élen el avión. Siete horas es muchotiempo, una porción demasiado grandede un día para dejarla al azar. A nadiese le ocurriría hacer un viaje en cochecon alguien a quien no conoce y, sinembargo, ¿cuántas veces ha viajado ellaa Chicago, a Denver o a Californiasentada junto a un completodesconocido, codo contra codo, costadocontra costado, sobrevolando juntos elpaís a gran velocidad? Eso es lo quetiene viajar en avión. Puedes pasartehoras hablando con una persona y nollegar a conocer su nombre, compartir

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con ella tus secretos más íntimos y novolver a verla nunca más.

Cuando el hombre estira el cuellopara leer un artículo su brazo roza el deHadley y esta se pone de pie conbrusquedad, pasándose la mochila alhombro izquierdo. A su alrededor lazona de embarque sigue atestada y miracon desesperación hacia las ventanas,deseando estar fuera ahora mismo. Noestá segura de ser capaz de seguir allísentada tres horas más, pero la idea dearrastrar la maleta entre toda aquellamultitud se le antoja un obstáculoinsuperable. La acerca hacia su asiento,ahora vacío, para que parezca que está

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reservado y después se vuelve hacia lamujer con el jersey de cuello vuelto.

—¿Le importaría vigilar mi maletaun minuto? —le pregunta, y la mujerdeja de mover sus agujas de tejer y lamira con desaprobación.

—Se supone que eso no se puedehacer —dice en tono crítico.

—Sería solo durante un minuto o dos—explica Hadley, pero la mujer selimita a negar ligeramente con la cabeza,como si no soportara la idea departicipar en lo que vaya a ocurrir acontinuación.

—Yo te la vigilo —dice el chico alotro lado del pasillo y Hadley le mira

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«le mira bien» por primera vez. Lleva elpelo oscuro un poco demasiado largo ytiene unas migas pegadas a la partedelantera de la camiseta, pero hay algoen él que le resulta atractivo. Tal vezsea el acento, que está convencida deque es británico, o la manera en quetuerce la boca mientras intenta mantenerla sonrisa. Pero su corazón le da unvuelco cuando el chico la mira ydespués hace lo mismo con la mujer, quetiene los labios cerrados en un gesto dedesaprobación.

—Va contra la ley —dice la mujerentre dientes, mirando en dirección ados corpulentos guardias de seguridad a

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la entrada de la zona de restaurantes.Hadley vuelve la vista hacia el

chico, que le dedica una sonrisacomprensiva.

—No te preocupes —dice—. Me lallevo. Gracias de todas maneras.

Empieza a recopilar sus cosascolocándose el libro debajo de un brazoy pasándose la mochila al hombrocontrario. La mujer se limita a retirar unpoco los pies mientras Hadley pasa a sulado tirando de la maleta. Cuando llegaal final de la zona de espera la moquetade color indefinido da paso al linóleodel pasillo, y su maleta se atasca en latira de caucho que separa ambas áreas.

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Se balancea apoyándose en una rueda ydespués en la otra, y mientras Hadley seesfuerza por enderezarla, el libro se leresbala de debajo del brazo. Cuando seinclina para recogerlo, se le cae lasudadera al suelo.

No me lo puedo creer, piensa,soplando para apartar un mechón depelo de su frente. Pero para cuando harecogido todas sus cosas y se dispone aasir de nuevo la maleta, esta hadesaparecido. Al darse la vueltadescubre asombrada al chico de piejunto a ella con una bolsa colgada delhombro. Hadley baja la vista ycomprueba que ha cogido su maleta.

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—¿Qué haces? —le preguntaparpadeando de asombro.

—Me pareció que necesitabasayuda.

Hadley se queda mirándole.—Y de esta manera es todo legal —

añade el chico con una sonrisa.Hadley arquea las cejas y el chico se

endereza ligeramente, ahora parecemenos seguro de sí mismo. A Hadley sele ocurre que tal vez quiera robarle lamaleta, pero, si es así, no sería un atracodemasiado bien planeado; dentro haypoco más que un par de zapatos y unvestido. Y estará encantada de perderlosde vista.

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Se queda allí de pie unos instantes,preguntándose qué es lo que ha hechopara terminar con su propio mozoportaequipajes. Pero el número de gentea su alrededor no para de crecer, le pesala mochila y los ojos del chico buscanlos suyos con una expresión que tienemucho de desvalida, como si lo últimoque necesitara ahora mismo fuera que ledejaran solo. Y eso es algo que Hadleycomprende muy bien, así que,transcurrido un momento, asiente con lacabeza. Entonces el chico levanta unpoco la maleta para apoyarla sobre lasruedas y ambos echan a andar.

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19.12, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

00.12, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Por los altavoces están llamando a unpasajero que al parecer no está en suavión y Hadley no puede evitar pensar:¿Y si no me subo al avión? Pero, comosi le leyera los pensamientos, el chicodelante de ella vuelve la vista paraasegurarse de que sigue allí y entoncesse da cuenta de lo afortunada que es de

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tener compañía, por inesperada que sea,precisamente hoy.

Dejan atrás una hilera de ventanalesque dan a las pistas, donde los avionesestán alineados como carrozas en undesfile, y Hadley nota cómo se leacelera el corazón al darse cuenta deque pronto tendrá que subirse a uno deellos. De todos los espacios cerrados,los interminables recovecos y rinconesposibles que existen en el mundo, no haynada que la haga temblar tanto como lavisión de un avión.

La experimentó por primera vez soloun año atrás, esta sensación de vértigo,este ataque de pánico que le produce

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taquicardia y le revuelve el estómago.En el cuarto de baño de un hotel enAspen, mientras fuera caía una nieveespesa y abundante y al otro lado de lapuerta su padre hablaba por teléfono,tuvo la sensación repentina de que lasparedes se estrechaban, avanzando haciaella centímetro a centímetro, con lainexorabilidad constante de un glaciar.Permaneció quieta tratando de controlarla respiración, mientras los latidos de sucorazón resonaban en sus tímpanos contal fuerza que casi ahogaban el sonidode la voz apagada de su padre al otrolado de la pared.

—Sí —estaba diciendo— y se

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espera que caigan otros quincecentímetros esta noche, así que mañanaestará perfecto.

Llevaban dos días enteros en Aspenesforzándose por simular que estasvacaciones de Semana Santa eran comolas de todos los años. Se despertabantemprano por la mañana para subir a lamontaña antes de que se llenaran laspistas, después se sentaban en silenciocon sus tazas de chocolate en el refugioy por la noche se entretenían con juegosde mesa delante de la chimenea. Pero locierto era que ponían tanto empeño enno mencionar la ausencia de la madreque ninguno de los dos podía pensar en

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otra cosa.Además, Hadley no es tonta. Uno no

se marcha a Oxford para pasar unsemestre dando clases de poesía y unavez allí de repente decide que quiere eldivorcio sin aducir una razón válida. Yaunque su madre no había dicho unapalabra al respecto —de hecho se habíavuelto muda en todo lo referido a supadre— sabía que esa razón tenía queser otra mujer.

Había planeado plantarle caradurante el viaje de esquí, bajar delavión y, blandiendo un dedo acusador,exigir que le explicara por qué no volvíaa casa. Pero cuando llegó a la zona de

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recogida de equipajes y lo vioesperándola lo encontró del todocambiado, con una barba rojiza quedesentonaba con su pelo castaño y unasonrisa tan ancha que hasta se le veíanlos empastes de los dientes. Solo habíanpasado seis meses, pero en aquel tiemposu padre se había convertido en casi undesconocido, y hasta que no se inclinópara abrazarla no le reconoció, con suaroma a tabaco y a loción de afeitar, suvoz resonando grave en los oídosmientras le decía cuánto la había echadode menos. Y, por alguna razón, aquellono había hecho más que empeorar lacosas. En ocasiones lo que más daño

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nos hace no son los cambios, sino labofetada de la familiaridad.

Así que Hadley se amilanó y enlugar de lo planeado pasó aquellos dosprimeros días observando y esperando,tratando de leer las líneas del rostro desu padre como si fueran un mapa enbusca de pistas que explicaran por quésu pequeña familia se había ido al trastede manera tan abrupta. Cuando semarchó a Inglaterra el invierno pasadoal principio todos habían estadoencantados. Hasta entonces su padrehabía sido profesor en una universidadpequeña de mediano prestigio enConnecticut, así que la idea de una beca

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de investigación en Oxford —que cuentacon uno de los mejores departamentosde literatura del mundo— resultabairresistible. Pero Hadley estabaentonces a punto de empezar su segundoaño en el instituto y su madre no podíaabandonar su pequeño negocio de papelpintado durante cuatro meses enteros, demanera que se decidió que ellas sequedarían hasta Navidad, después sereunirían con él en Inglaterra para pasarun par de semanas haciendo turismo y acontinuación regresarían todos juntos acasa.

Pero eso, claro, nunca ocurrió.En su momento, su madre se limitó a

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anunciar que había habido un cambio deplanes, que pasarían las Navidades enMaine, en casa de los abuelos deHadley. Ella estaba casi segura de quesu padre estaría allí esperándolas, paradarle una sorpresa cuando llegaran, peroen Nochebuena solo estaban la abuela yel abuelo y, eso sí, había regalos encantidades suficientes para dejar claroque todos estaban intentando compensarla ausencia de otra cosa.

Durante días antes de aquelloHadley había oído las conversacionestelefónicas llenas de tensión entre suspadres y había escuchado a su madrellorar a través de los conductos de

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ventilación de la vieja casa, aunquehasta que no volvieron en coche deMaine su madre no le comunicó que supadre y ella se estaban separando y queél se quedaría otro trimestre en Oxford.

—En un principio es solo unaseparación —dijo apartando la vista dela carretera en dirección a Hadley, quese había quedado muda, intentandoasimilar las novedades una a una.Primero: mis padres se van a divorciar ,y segundo: mi padre no va a volver.

—Ya habéis puesto un océano pormedio —dijo en voz baja—. ¿Cuántomás os vais a separar?

—Quiero decir legalmente —

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contestó su madre con un suspiro—. Nosvamos a separar legalmente.

—Pero ¿no deberíais veros antes?¿Antes de tomar una decisión así?

—Cariño —dijo su madre apartandouna mano del volante para acariciarbrevemente la rodilla de Hadley—.Creo que eso ya está decidido.

Y así, solo dos meses más tarde,Hadley se encontraba en el cuarto debaño del hotel de Aspen, con el cepillode dientes en la mano y escuchando lavoz de su padre proveniente de lahabitación contigua. Solo un instanteantes había estado segura de que era sumadre llamando para comprobar que

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estaban bien y el corazón le habíasaltado de alegría. Pero entonces habíaescuchado a su padre pronunciar unnombre —Charlotte— antes de bajar denuevo la voz.

—No, no pasa nada —había dicho—. Está en el excusado.

De repente Hadley sintió frío entodo el cuerpo y se preguntó cuándo sehabía convertido su padre en uno deesos hombres que llaman «excusado» alcuarto de baño, que hablan en voz bajapor teléfono con mujeres extranjerasdesde habitaciones de hoteles, que sellevan a su hija a esquiar como si esosignificara algo, como si estuvieran

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cumpliendo una promesa, y despuésregresan a su nueva vida como si nohubiera pasado nada.

Dio otro paso en dirección a lapuerta mientras notaba el frío de lasbaldosas en los pies desnudos.

—Ya lo sé —decía ahora su padrecon voz queda—. Yo también te echo demenos, cariño.

Claro que sí —pensó Hadleycerrando los ojos—. Claro que sí.

No le servía de consuelo saber quetenía razón; ¿cuándo le había servidoeso de algo? Empezó a notar cómo unaminúscula semilla de rencor germinabaen su interior. Era como el hueso de un

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melocotón, algo pequeño, duro ymezquino, una amargura que, estabaconvencida, no desaparecería jamás.

Se separó de la puerta mientrasnotaba cómo se le cerraba la garganta yse le hinchaba el tórax. En el espejo viosus mejillas cubiertas de rubor y losojos vidriosos por el calor de lapequeña estancia. Se agarró con losdedos a los bordes del lavabo mirandocómo se volvían blancos los nudillos yobligándose a esperar hasta que supadre colgara el teléfono.

—¿Qué pasa? —le preguntó supadre cuando por fin salió del cuarto debaño y sin decir una palabra se

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desplomó sobre una de las camas—.¿Estás bien?

—Sí —se limitó a contestar Hadley.Pero al día siguiente le ocurrió de

nuevo.Mientras bajaban al vestíbulo en el

ascensor por la mañana, enfundados yaen varias capas de ropa de esquiar, hubouna brusca sacudida y después elaparato se detuvo en seco. Estaban solosy se intercambiaron una mirada deincomprensión antes de que su padre seencogiera de hombros y pulsara el botónde emergencia.

—Estúpido elevador.Hadley le miró furiosa.

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—Querrás decir estúpido ascensor.—¿Qué?—Nada —masculló entre dientes y a

continuación empezó a pulsar botones,que se iban encendiendo conforme elpánico se adueñaba de ella.

—No creo que eso sirva de nada…—empezó a decir su padre, pero secalló cuando se dio cuenta de que algoiba mal—. ¿Estás bien?

Hadley tiró del cuello de su anorak ylo desabrochó.

—No —contestó mientras el corazónle latía desbocado—. Bueno, sí. No losé. Necesito salir de aquí.

—Enseguida vendrá alguien —dijo

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su padre—. Hasta entonces no podemoshacer…

— N o . Ahora, papá —replicóHadley ligeramente histérica. Era laprimera vez que le llamaba papá desdeque estaban en Aspen; hasta esemomento había evitado llamarle nada.

Su padre recorrió el diminutoascensor con la vista.

—¿Estás teniendo un ataque depánico? —le preguntó y él mismo teníacierta expresión aterrorizada—. ¿Te hapasado antes? ¿Sabe tu madre…?

Hadley negó con la cabeza. Noestaba segura de lo que le estabapasando; solo sabía que necesitaba salir

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de allí ya.—Eh —dijo su padre mientras la

agarraba por los hombros y la obligabaa mirarle a los ojos—. Alguien vendráenseguida. ¿Vale? Tú mírame. Nopienses en dónde estamos.

—Vale —contestó Hadley apretandolos dientes.

—Vale —repitió su padre—. Piensaen otro sitio, en algún lugar con espaciosabiertos.

Hadley trató de frenar la vorágine desus pensamientos y forzar algúnrecuerdo, pero su cerebro se negaba acolaborar. Le escocía la cara por elcalor y le resultaba difícil concentrarse.

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—Imagina que estás en la playa —dijo su padre—. ¡O el cielo! Piensa enel cielo, ¿de acuerdo? Piensa en logrande que es, tanto, que es imposiblever dónde termina.

Hadley entrecerró los ojos y seobligó a imaginarlo, ese azul imprecisoe interminable salpicado solo por algunanube aquí y allá. Su profundidad, sumagnitud… era tan enorme que no sesabía dónde acababa. Los latidos de sucorazón se desaceleraron, empezó arespirar con normalidad y pudo aflojarlos sudorosos puños. Cuando abrió losojos, su padre la observaba con lossuyos abiertos de par en par y llenos de

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preocupación. Permanecieron asídurante lo que pareció una eternidad yHadley se dio cuenta de que era laprimera vez que miraba a su padre a lacara desde que estaban en Aspen.

Transcurridos unos segundos, elascensor se puso de nuevo en marchacon un respingo y Hadley respiróaliviada. Hicieron el resto del recorridoen silencio, ambos algo conmocionados,ambos deseosos de salir al exterior ycaminar bajo la inmensa franja de cielodel este.

Ahora, en mitad de la abarrotada

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terminal, Hadley aparta la vista de lasventanas, de los aviones desplegadospor las pistas de despegue como lasaspas de un ventilador, como juguetes decuerda. El corazón se le encoge denuevo; pensar en el cielo funciona salvocuando estás suspendida en el aire anueve mil metros de altura y la únicaforma de salir es cayendo en picado.

Cuando se da la vuelta compruebaque el chico está esperándola, con lamano todavía sujetando el asa de sumaleta. Sonríe cuando Hadley llega a sulado y después echa a andar con grandeszancadas por el pasillo lleno de gentemientras ella se esfuerza por no

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quedarse atrás. Tan concentrada está enseguir su camisa azul que, cuando sedetiene, casi le atropella. Le saca almenos quince centímetros y parahablarle tiene que inclinar la cabezahacia atrás.

—Ni siquiera te he preguntadodónde vas.

—A Londres —contesta Hadley, y élse ríe.

—Quería decir ahora mismo.¿Dónde quieres ir?

—Ah —contesta Hadley frotándosela frente—. No lo sé, la verdad. ¿Acomer algo, quizá? Lo que no quería eraquedarme allí sentada para siempre.

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Eso no es del todo cierto; quería iral cuarto de baño, pero no se atreve adecírselo. La idea de aquel chicoesperándola educadamente junto a lapuerta mientras ella hace la cola para ellavabo es más de lo que es capaz desoportar.

—Vale —dice el chico bajando lavista hacia ella mientras el pelo le caesobre la frente. Cuando sonríe, Hadleyrepara en que le sale un hoyuelo solo enuna mejilla y hay algo en esta asimetríaque le resulta irresistible—. Entonces,¿adónde?

Hadley se pone de puntillas y girasobre sí misma para hacerse una idea de

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los sitios que hay para comer, unadesoladora colección de puestos depizza y hamburguesas. No está segura desi el chico irá con ella, y estaposibilidad la pone bastante nerviosa;nota su presencia, esperando, y se letensa todo el cuerpo mientras intentapensar en cuál de los restaurantes seránmenores sus posibilidades de terminarcon la cara manchada de comida, encaso de que él decida acompañarla.

Después de lo que parece unaeternidad, señala hacia una bocadilleríaa unas pocas puertas de embarque dedistancia, y el chico, obediente, sedirige hacia allí arrastrando la maleta

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roja de Hadley. Cuando llegan, seacomoda su bolsa al hombro y echa unvistazo a la carta.

—Buena idea —dice—. Seguro quela comida del avión es una porquería.

—¿Adónde viajas? —preguntaHadley mientras se ponen a la cola parapedir.

—También a Londres.—¿En serio? ¿Qué asiento tienes?El chico se mete la mano en el

bolsillo trasero de los vaqueros y sacala tarjeta de embarque, doblada en dos ycon una esquina cortada.

—18 C.—Yo tengo el 18 A —dice Hadley.

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Y a continuación sonríe.—Por qué poco.Hadley hace un gesto con la cabeza

hacia la funda de traje que el chico llevaapoyada sobre el hombro mientras sujetala percha con un dedo.

—¿Vas a una boda?El chico duda un instante y después

asiente a medias levantando un poco labarbilla.

—Yo también —dice Hadley—. ¿Teimaginas que fuéramos a la misma?

—No es muy probable —dice él conuna mirada extraña y de inmediatoHadley tiene la impresión de haberdicho una tontería. Claro que no es la

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misma boda. Ojalá el chico no pienseque es una paleta que cree que Londreses una ciudad de provincias donde todoel mundo se conoce. Hadley nunca hasalido de Estados Unidos, pero ha vistoel suficiente mundo como para saber queLondres es enorme; según su limitadaexperiencia, lo bastante grande comopara perder de vista a alguien porcompleto.

El chico da la impresión de ir aañadir algo, pero en lugar de ello se giray señala la carta.

—¿Ya sabes lo que quieres?¿Que si sé lo que quiero?, piensa

Hadley.

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Quiero irme a casa.Quiero que las cosas vuelvan a ser

como antes.Quiero ir a cualquier parte que no

sea la boda de mi padre.Quiero estar en cualquier otro sitio

que no sea este aeropuerto.Quiero saber cómo te llamas.Transcurrido un momento levanta la

vista y le mira.—Todavía no —contesta—. Me lo

estoy pensando.

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3

19.32, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

00.32, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

A pesar de haber pedido el sándwich depavo sin mayonesa, Hadley ve elpringue blanco asomando entre lacorteza mientras lleva su bandeja hastauna mesa vacía y se le revuelve elestómago. No sabe qué será peor, elsufrimiento de comérsela o parecer unaidiota quitándola del pan, pero se decide

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por lo segundo e ignora las cejasarqueadas del chico mientras diseccionasu comida con el mismo cuidado que sise tratara de un experimento delaboratorio. Arruga la nariz mientrasaparta la lechuga y el tomate y limpiacada trozo de los grumos blancos.

—Un trabajo de precisión —dice elchico con la boca llena de rosbif yHadley asiente con naturalidad.

—Me da miedo la mayonesa, así quecon los años me he convertido en unaexperta.

—¿Te da miedo la mayonesa?Hadley asiente de nuevo.—Está entre mis tres o cuatro

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principales fobias.—¿Cuáles son las otras? —pregunta

el chico con una sonrisa—. ¿Qué puedehaber peor que la mayonesa?

—Los dentistas —empieza aenumerar Hadley—. Las arañas. Loshornos.

—¿Los hornos? Supongo que no tegusta demasiado cocinar, entonces.

—Y los espacios pequeños —continúa Hadley en voz más baja.

El chico ladea la cabeza.—Y entonces, cuando estás en un

avión ¿qué haces?Hadley encoge los hombros.—Aprieto los dientes y confío en

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que todo salga bien.—No está mal como táctica —dice

el chico riendo—. ¿Y te funciona?Hadley no tiene respuesta para esta

pregunta y la asalta una breve sensaciónde pánico. Es peor casi cuando se haolvidado del miedo, porque siemprevuelve con fuerzas renovadas, como unasuerte de bumerán enloquecido.

—Bueno —dice el chico apoyandolos codos sobre la mesa—. Laclaustrofobia es una tontería comparadacon la mayonesafobia, y me parece queesa la tienes controlada.

Hace un gesto con la cabeza endirección al cuchillo que sostiene

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Hadley cubierto de mayonesa y migas depan. Hadley sonríe agradecida.

Mientras comen, dirigen la vista sinquerer hacia el televisor situado en unaesquina de la cafetería que retransmitesin parar partes meteorológicos. Hadleytrata de concentrarse en su comida, perono puede evitar mirar de reojo al chicode vez en cuando, y cada vez que lo hacenota unas cosquillas en el estómago queno tienen nada que ver con la mayonesaque queda todavía en su sándwich.

En toda su vida solo ha tenido unnovio, Mitchell Kelly: atlético, nadacomplicado y de lo más aburrido.Estuvieron saliendo durante gran parte

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del año anterior —para ambos elpenúltimo en el instituto— y aunque leencantaba verle jugar al fútbol (lamanera en que la saludaba con la manodesde la línea de banda), le resultabaagradable encontrárselo en los pasillosdel instituto (la manera en que lalevantaba del suelo al abrazarla) ycuando la dejó tan solo cuatro mesesatrás había llorado delante de cada unade sus amigas, esa breve relación ahorase le antoja la mayor equivocación de suvida.

Le parece imposible que le gustaraalguien como Mitchell cuando existenchicos en el mundo como este, alto y

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desgarbado, con el pelo revuelto, unosojos verdes impresionantes y unamancha de mostaza en la barbilla, esapequeña imperfección que, de algunamanera, hace que el conjunto funcione.

¿Es posible que uno no sepa quién essu tipo —o ni siquiera si se tiene un tipo— y de repente descubrirlo?

Hadley retuerce su servilleta debajode la mesa. Acaba de darse cuenta deque interiormente siempre se refiere alchico como «el inglés», así que seinclina sobre la mesa, la limpia derestos de migas de los sándwiches y lepregunta su nombre.

—Ah, claro —dice él parpadeando

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—. Se supone que deberíamos haberempezado por ahí. Me llamo Oliver.

—¿Como Oliver Twist?—Vaya —dice el chico con una

sonrisa—. Y luego dicen que losamericanos son unos incultos.

Hadley le mira con los ojosentrecerrados simulando enfado.

—Ja, ja. Muy divertido.—¿Y tú?—Hadley.—Hadley —repite el chico

asintiendo con la cabeza—. Es bonito.Hadley sabe que solo está hablando

de su nombre pero, inexplicablemente,se siente halagada. Tal vez sea el

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acento, o la manera en que la mira, taninteresado ahora mismo, pero hay algoen este chico que hace que el corazón lepalpite como cuando se lleva unasorpresa inesperada. E imagina que esoserá precisamente: lo inesperado que estodo. Ha invertido tantas energías entemer este viaje que no estaba preparadapara la posibilidad de que algo bueno,algo inesperado, saliera de él.

—¿No te vas a comer el pepinillo?—le pregunta Oliver inclinándose haciaella. Hadley niega con la cabeza y leacerca el plato. Se lo come en dosbocados y vuelve a recostarse en suasiento.

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—¿Has estado alguna vez enLondres?

—Jamás —contesta Hadley quizácon demasiada energía.

Oliver se ríe.—No está tan mal.—Estoy segura de que no —dice

Hadley mordiéndose el labio—. ¿Túvives allí?

—Crecí allí.—¿Y ahora dónde vives?—Supongo que en Connecticut —

dice—. Estoy en Yale.Hadley es incapaz de disimular su

asombro.—¿En serio?

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—¿Por qué? ¿No tengo pinta deestudiar en Yale?

—Qué va, no es eso. Es que está tancerca…

—¿De qué?No quería haber dicho eso, y ahora

nota que se está poniendo colorada.—De donde yo vivo —dice. Y

enseguida añade—: Es que con tuacento, supuse que…

—¿Que era un golfillo callejero quese busca la vida en Londres?

Hadley se apresura a negar con lacabeza. Está completamente azorada,pero el chico se ríe.

—Te estoy tomando el pelo —dice

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—. Acabo de terminar mi primer año enYale.

—¿Y cómo es que no has vuelto acasa para pasar las vacaciones?

—Me gusta estar aquí —contestaencogiendo los hombros—. Y ademásme han dado una beca de investigaciónpara el verano, así que tengo quequedarme.

—¿Qué clase de investigación?—Estoy haciendo un estudio sobre

el proceso de fermentación de lamayonesa.

—¡Venga ya! —dice Hadley riendoy Oliver frunce el ceño.

—Te lo digo en serio. Es un trabajo

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muy importante. ¿Sabías que elveinticuatro por ciento de la mayonesaque se hace contiene helado de vainilla?

—Desde luego, parece importante—dice Hadley—. Pero ahora en serio:¿qué estás estudiando?

Un hombre golpea con fuerza elrespaldo de la silla de Hadley al pasar ysigue su camino sin pedir disculpas.Oliver sonríe.

—Estoy estudiando los patrones decongestión en los aeropuertos deEstados Unidos.

—Estás loco —dice Hadley negandocon la cabeza—. Pero no me importaríaque pudieras hacer algo por evitar estas

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aglomeraciones. Odio los aeropuertos.—¿En serio? —pregunta Oliver—.

A mí me encantan.Por un momento está convencida de

que le está tomando el pelo, peroentonces se da cuenta de que habla enserio.

—Me gusta eso de no estar ni aquí niallí. Y también saber que no tienesningún otro lugar donde estar mientrasesperas. Estás como… suspendido en eltiempo.

—Sí, eso está bien, supongo —diceHadley jugueteando con la anilla de sulata de refresco—. Si no fuera por lasmultitudes.

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Oliver se gira y mira a su alrededor.—No siempre hay tanta gente como

hoy.—Tal y como yo lo veo, sí.Hadley mira hacia las pantallas que

anuncian las salidas y llegadas, dondeparpadean muchas letras verdesindicando retrasos o vuelos cancelados.

—Todavía nos queda un rato —diceOliver y Hadley suspira.

—Ya lo sé, pero yo ya he perdido unvuelo, así que para mí esto es solo unaplazamiento de lo inevitable.

—¿Tenías que haber cogido el vueloanterior?

Hadley asiente.

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—¿A qué hora es la boda?—A mediodía.Oliver hace una mueca.—Lo tienes complicado.—Eso me han dicho. ¿A qué hora es

la tuya?Oliver baja la vista.—Tengo que estar en la iglesia a las

dos.—Entonces no tienes problema.—No —dice Oliver—. Supongo que

no.Permanecen sentados en silencio,

ambos mirando la mesa, hasta que delbolsillo de Oliver sale el sonidoahogado de un teléfono llamando. Lo

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saca y lo mira con intensidad mientrassigue sonando, hasta que por fin parecedecidirse y se pone de pie conbrusquedad.

—Tengo que cogerlo —le dice aHadley alejándose de la mesa—.Perdona.

Hadley le hace un gesto con la mano.—No pasa nada. Vete.Le mira alejarse, abriéndose camino

en el atestado vestíbulo con el teléfonopegado a la oreja. Lleva la cabezagacha, todo él tiene cierto aspectoencorvado, la curva de los hombros, lainclinación del cuello, que ahora le daun aspecto distinto, como si fuera un

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versión menos intensa del Oliver con elque ha estado hablando. Se le ocurre quela llamada puede muy bien ser de unaestudiante guapa y listísima de Yale, deesas que llevan gafas y chaquetón demarinero a la última moda y que nuncasería tan desorganizada como paraperder un vuelo por cuatro minutos.

Le sorprende la fuerza con quedescarta este pensamiento.

Baja la vista y mira su propioteléfono y se da cuenta de queseguramente debería llamar a su madre ycontarle lo del cambio de horario. Perosiente un hormigueo en el estómago alrecordar la manera en que se han

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despedido, el silencio glacial durante eltrayecto al aeropuerto y después susimperdonables palabras en la puerta dela zona de embarque. Sabe que tiene lamala costumbre de soltar lo primero quese le viene a la cabeza —su padre solíabromear diciendo que había nacido sinfiltro—, pero ¿podía alguien esperar quese comportara de un modo racional eldía que llevaba meses temiendo?

Se había levantado por la mañanacompletamente tensa, con dolor decuello y de hombros y un martilleopersistente en la parte posterior de lacabeza. No era solo la boda, o el hechode que muy pronto tendría que conocer a

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Charlotte, después de dedicar tantasenergías a hacer como si no existiera;era que este fin de semana marcaría elfin oficial de su familia.

Hadley es consciente de que esto noes una película de Disney. Sus padres novan a volver a vivir juntos. Y lo ciertoes que tampoco quiere que lo hagan. Esevidente que su padre es feliz y, en granmedida, su madre parece serlo también.Ya lleva más de un año saliendo con eldentista de ambas, Harrison Doyle. Peroincluso con todo eso, la boda pondrá unpunto final a una frase que se suponíaque no tenía que terminar aún, y Hadleyno está segura de querer asistir a ese

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momento.Aunque también es cierto que no

tenía elección.—Sigue siendo tu padre —le decía

su madre todo el tiempo—. Es obvioque no es perfecto, pero para él esimportante que estés allí. Y es solo undía. Tampoco te está pidiendo tanto.

Pero Hadley tenía la impresión deque así era, de que todo lo que hacía supadre era pedirle cosas: que leperdonara, que pasara más tiempo conél, que le diera una oportunidad aCharlotte. Pedía, pedía y pedía y no ledaba nada a cambio. Hadley sentíadeseos de coger a su madre por los

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hombros y hacerla entrar en razón. Supadre había traicionado su confianza, lehabía roto el corazón a su madre, habíadestrozado la familia. Y ahora iba acasarse con esta mujer, como si todo lodemás careciera de importancia. Comosi fuera más fácil empezar de cero quereconstruir lo que había antes.

Pero su madre siempre insistía enque estaban mejor así. Los tres.

—Ya sé que resulta difícil de creer—le había dicho, mostrándoseirritantemente razonable ante lasituación—. Pero al final ha sido parabien. De verdad. Lo entenderás cuandoseas mayor.

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Pero Hadley está convencida deentenderlo ya y sospecha que su madreno es todavía del todo consciente delalcance de lo ocurrido. Siempre hay unlapso de tiempo entre la picadura y laquemazón, entre el dolor y la concienciadel mismo. Durante aquellas primerassemanas después de Navidad, Hadleypermanecía despierta por las noches yescuchaba a su madre llorar. Duranteunos cuantos días esta se había negado ahablar de su padre; después, de repente,no hablaba de otra cosa, y así como unaveleta hasta que un día, unas seissemanas más tarde, pareció recuperarse,de repente y como quien no quiere la

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cosa, irradiando una serena aceptaciónque aún hoy asombra a Hadley.

Pero las cicatrices siguen allí.Harrison le ha pedido tres vecesmatrimonio a su madre, cada vez con unalarde de imaginación mayor —unpicnic romántico, un anillo en la copa dechampán y, por último, contratando a uncuarteto de cuerda para que tocara en elparque—, pero ella ha dicho que notodas las veces, y Hadley estáconvencida de que todavía no se harecuperado de lo ocurrido con su padre.Uno no sobrevive a una ruptura comoesa sin cicatrices.

Así que esta mañana, consciente de

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que un viaje en avión es lo único que lasepara de la fuente de todos susproblemas, Hadley se ha levantado deun humor de perros. Si las cosashubieran salido según lo planeado,probablemente todo habría quedado enunos cuantos comentarios sarcásticos yalgún que otro refunfuño de camino alaeropuerto. Pero primero se habíaencontrado con un mensaje de Charlotterecordándole a qué hora debía estar enel hotel para arreglarse y suentrecortado acento británico le habíapuesto los nervios de punta y le habíaamargado el resto del día.

Luego, cómo no, la cremallera de la

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maleta se había negado a cerrarse, a sumadre no le habían gustado lospendientes que había elegido para laboda y después le había preguntadoochenta y cinco veces si llevaba elpasaporte. La tostada se le habíaquemado, se había manchado demermelada el jersey y cuando cogió elcoche para ir a la droguería a compraruna botella pequeña de champú habíaempezado a llover, uno de loslimpiaparabrisas se había roto y habíaterminado esperando en una gasolineradurante casi cuarenta y cinco minutosdetrás de un tipo que no sabíacomprobar los niveles de aceite de su

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propio coche. Y durante todo el tiempoel reloj seguía avanzando inexorablehacia la hora en que tenían que salirpara el aeropuerto. Así que cuando entrópor la puerta de casa y soltó las llavesen la mesa de la cocina no estaba dehumor para que su madre le preguntarapor enésima vez si llevaba el pasaporte.

—Sí —le había espetado conbrusquedad—. Lo llevo.

—Solo estaba preguntando —habíadicho su madre arqueando las cejas conexpresión inocente mientras Hadley lamiraba con ganas de discutir.

—Y ya de paso, ¿no quieresacompañarme hasta el avión?

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—¿Qué me quieres decir con eso?—O tal vez deberías venir conmigo

a Londres para asegurarte de que nocambio de idea.

La voz de su madre sonó con un tonode advertencia:

—Hadley…—Lo que no entiendo es por qué yo

soy la única que tiene que ver cómo secasa con esa mujer. No entiendo por quétengo que ir, y encima sola.

Su madre había fruncido los labiosen esa expresión suya que delatabadecepción, pero para entonces a Hadleyno le importaba ya nada.

Más tarde habían ido en el coche

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hasta el aeropuerto sin dirigirse lapalabra, una repetición de la discusiónque llevaban semanas manteniendo. Ypara cuando llegaron a la zona desalidas Hadley notaba un cosquilleo entodo el cuerpo, una suerte de energíanerviosa.

Cuando su madre apagó el motorninguna de las dos hizo ademán de salirdel coche.

—Todo va a salir bien —habíadicho su madre con voz quedatranscurrido un momento—. Ya lo verás.

Hadley se había girado para mirarla.—Se va a casar, mamá. ¿Cómo

puedes decir que todo va a salir bien?

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—Solo digo que me pareceimportante que estés allí…

—Sí, ya lo sé —la habíainterrumpido Hadley con voz cortante—.Ya me lo has dicho.

—Va a salir bien —repitió sumadre.

Hadley había cogido su jersey y sehabía quitado el cinturón de seguridad.

—Pues entonces, si pasa algo será tuculpa.

—¿Algo como qué? —habíapreguntado su madre con tono depreocupación y Hadley, poseída por unafuria que la hacía sentirse invencible eincreíblemente joven, había alargado la

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mano para abrir la puerta.—Como por ejemplo que se estrelle

el avión, o algo así —había dicho sinestar segura de por qué lo decía; solosabía que estaba furiosa y asustada y ¿noes ese estado de ánimo el que nosimpulsa a decir cosas como esa?—.Entonces nos habrás perdido a los dos.

Se habían mirado la una a la otramientras aquellas palabras terribles,irrepetibles, formaban un muroinfranqueable entre ambas y después deunos instantes Hadley había salido delcoche, balanceando su mochila hastacolocársela al hombro, y había cogido lamaleta del asiento trasero.

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—Hadley… —había empezado adecir su madre saliendo por el otro ladodel coche y mirándola por encima delcapó—. No te vayas…

—Te llamo cuando llegue —habíadicho Hadley mientras echaba a andarhacia la terminal. Notaba cómo su madrela seguía con la vista, pero un instintotonto, un orgullo mal entendido le habíaimpedido volver la cabeza.

Ahora, sentada en la pequeñacafetería del aeropuerto, acaricia con eldedo pulgar la tecla de llamada. Hadleyno es supersticiosa, pero habermencionado la posibilidad de que suavión se estrelle basta para ponerla

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enferma. Piensa en el vuelo que teníaque haber cogido, que en ese momentoestará ya sobrevolando el océano, ysiente una punzada de remordimiento;espera no haber tentado al azar.

Parte de ella se siente aliviada alescuchar la voz de su madre en el buzónde voz. Cuando se dispone a dejar unmensaje explicando el cambio de planesve a Oliver caminando hacia ella.Durante un instante le parece ver algo enla expresión de su cara, la mismatorturada preocupación que siente ellamisma, pero en cuanto la ve cambia elgesto y vuelve a ser el mismo de antes,sereno y alegre casi, con una sonrisa

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tranquila que le ilumina los ojos.Hadley se ha quedado a medias en el

mensaje y Oliver hace un gesto hacia elteléfono mientras recoge su bolsa y acontinuación señala la puerta deembarque con el dedo pulgar. Hadleyabre la boca para decirle que tardará unminuto, pero él ya ha echado a andar, asíque termina de dejar el mensaje a todaprisa.

—Así que te llamo cuando lleguemañana —dice con voz ligeramentetemblona—. Oye, mamá, siento lo deantes, ¿vale? Lo he dicho sin pensar.

Después, mientras se dirige hacia lapuerta de embarque, busca con la mirada

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la camisa azul de Oliver pero no la vepor ningún sitio. En lugar de esperarleallí rodeada de viajeros impacientes, seda la vuelta y va al cuarto de baño,luego se pasea por las tiendas de regalosy los puestos de periódicos y libros,deambulando sin rumbo fijo por laterminal hasta que llega el momento deembarcar.

Mientras se coloca en la fila se dacuenta de que está demasiado cansadacomo para ponerse nerviosa. Tiene lasensación de llevar días allí, y todavíale quedan muchas cosas por delante delas que preocuparse: el espacio cerradodel avión, la sensación de pánico que la

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invade cuando está en un sitio sin salida.Después están la boda y la recepción,conocer a Charlotte y ver a su padre porprimera vez desde hace más de un año.Pero por el momento lo único que quierees ponerse los auriculares, cerrar losojos y dormir. Echar a volar, surcar losaires sin tener que hacer esfuerzo algunode repente le parece casi un milagro.

Cuando le llega el turno de enseñarla tarjeta de embarque, el auxiliar devuelo le sonríe desde debajo de subigote.

—¿Miedo a volar?Hadley se obliga a relajar la mano

con la que ha estado aferrando el asa de

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la maleta hasta que los nudillos se le hanpuesto blancos y sonríe pesarosa:

—Lo que me da miedo es aterrizar—dice.

Pero a pesar de ello entra en elavión.

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4

21.58, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

2.58, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Para cuando Oliver hace su aparición alprincipio del pasillo, Hadley ya estásentada junto a la ventanilla con elcinturón de seguridad abrochado y lamaleta guardada en el compartimentosuperior. Ha pasado los últimos sieteminutos intentando convencerse de queno le importa si Oliver viene o no,

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contando aviones por la ventana yestudiando el estampado del respaldodel asiento delantero. Pero lo cierto esque ha estado esperándole, y cuando porfin le ve llegar hasta su fila de asientosdescubre que se ha puesto colorada yque la única razón es que él la estámirando con esa sonrisa torcida tansuya. Cada vez que lo tiene cerca unaextraña corriente eléctrica le recorre elcuerpo y no puede evitar preguntarse sia él le ocurrirá lo mismo.

—Te había perdido —dice Oliver yHadley solo consigue asentir con lacabeza, feliz de haber sido encontrada.

Oliver levanta la bolsa que lleva

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colgada antes de deslizarse con agilidadal asiento del medio, junto a Hadley,acomodando sus piernas demasiadolargas en el estrecho espacio yencajando el resto del cuerpo entre losdos rígidos reposabrazos. Hadley lemira mientras el corazón le late confuerza por tenerle tan cerca y por lanaturalidad con que se ha sentado a sulado.

—Me quedaré un minuto —diceOliver reclinándose en el asiento—.Hasta que venga alguien.

Hadley se da cuenta de que una partede ella ya está imaginando la historia taly como se la contará a sus amigas. Cómo

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conoció a un chico guapo en un avión yse pasaron todo el vuelo charlando. Perootra parte de ella, la parte práctica, estápreocupada por el hecho de llegar aLondres mañana por la mañana para laboda de su padre sin haber dormido.Porque ¿cómo va a dormir con uncompañero de asiento así? El hombro deOliver está rozando el suyo y lasrodillas de ambos casi se tocan; tambiénhay algo en su olor que le resultairresistible, una mezclamaravillosamente masculina perotambién juvenil de desodorante ychampú.

Oliver se saca unas cuantas cosas

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del bolsillo y busca con el pulgar entreun montón de monedas hasta que por finencuentra un caramelo envuelto en papely cubierto de pelusas que primero leofrece a Hadley y a continuación se meteen la boca.

—¿Cuántos años tiene esecaramelo? —le pregunta Hadleyarrugando la nariz.

—Muchísimos. Estoy seguro de quelo saqué de un frasco de caramelos laúltima vez que estuve en casa.

—Déjame adivinar. Era parte de unestudio sobre la transformación delazúcar con el paso del tiempo.

Oliver sonríe.

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—Algo así.—¿Qué estás estudiando de verdad?—Eso es alto secreto —le dice con

un semblante de lo más serio—. Ypareces una buena persona. Así que noquiero tener que matarte.

—Muchas gracias, de verdad. ¿Porlo menos puedes decirme en qué te vas alicenciar? ¿O eso es también secreto?

—Psicología, seguramente —contesta Oliver—. Aunque todavía no lohe decidido.

—Ah —dice Hadley—. Eso explicalo de los juegos mentales.

Oliver se ríe.—Tú los llamas juegos mentales. Yo

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los llamo investigación.—Entonces supongo que será mejor

que controle lo que digo, por si me estásanalizando.

—Eso es verdad. Te estoyestudiando.

—¿Y?—Todavía es demasiado pronto

para llegar a ninguna conclusión.Detrás de ellos una mujer de edad

avanzada se detiene junto a su fila deasientos y entorna los ojos tratando deleer su tarjeta de embarque. Lleva unvestido de flores y tiene unos cabellosblancos tan finos que dejan ver el cuerocabelludo. La mano le tiembla un poco

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mientras señala los números que haysobre los asientos.

—Me parece que estás en mi asiento—dice mientras dobla con el dedopulgar las esquinas de su tarjeta deembarque y Oliver se pone de pie tandeprisa que se golpea la cabeza con elpanel del aire acondicionado.

—Perdón —dice, mientras intentaquitarse de en medio y sus maniobrasapresuradas contribuyen poco a facilitarlas cosas en un espacio tan pequeño—.Solo me había sentado aquí un momento.

La mujer le mira con atención ydespués su vista se desplaza haciaHadley y casi es posible ver cómo se le

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va ocurriendo la idea por la forma enque se le arrugan las comisuras de suojos clarísimos.

—Ah —dice juntando las palmas delas manos—. No me había dado cuentade que estabais juntos. —Deja caer elbolso en el asiento del pasillo—.Quedaos donde estáis. Yo puedosentarme aquí perfectamente.

Oliver tiene aspecto de intentarcontener la risa, pero Hadley estádemasiado ocupada preocupándose porel hecho de que Oliver acaba dequedarse sin su asiento. Porque ¿quiénquiere pasarse siete horas encajonado enel asiento del medio? Pero mientras la

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mujer se recuesta con delicadeza sobreel respaldo de tela Oliver le dedica aHadley una sonrisa tranquilizadora yesta no puede evitar sentirse algoaliviada. Porque lo cierto es que, ahoraque está él aquí, no puede imaginarse lascosas de otra manera. Ahora que estáaquí, se le ocurre que sobrevolar unocéano entero con alguien sentado entrelos dos sería lo más parecido a unatortura.

—A ver —dice la mujer rebuscandoen su bolso y sacando unos auricularesde gomaespuma—. ¿Cómo osconocisteis vosotros dos?

Hadley y Oliver se intercambian una

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mirada rápida.—Pues, aunque no se lo crea —dice

Oliver—, fue en un aeropuerto.—¡Qué bonito! —exclama la mujer

con aspecto de estar verdaderamenteencantada—. ¿Y cómo fue?

—Bueno… —empieza Oliverenderezándose un poco en su asiento—.Yo fui muy galante y me ofrecí aayudarla con su maleta. Empezamos ahablar, y una cosa llevó a la otra…

Hadley sonríe.—Y desde entonces no ha dejado de

llevarme la maleta.—Es lo que haría cualquier

caballero —dice Oliver con exagerada

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modestia.—Sobre todo los galantes.A la anciana parece gustarle lo que

está oyendo y su cara se pliegaformando un mapa de diminutas arrugas.

—Y aquí estáis.Oliver sonríe.—Aquí estamos.A Hadley le sorprende comprobar la

fuerza del deseo que siente crecer en suinterior. Desearía que fuera verdad,todo. Que fuera algo más que unahistoria. Desearía que fuera su historia,la de los dos.

Pero entonces Oliver se vuelve denuevo hacia ella y se rompe el hechizo.

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Los ojos casi le brillan literalmente derisa mientras busca confirmar queHadley le está siguiendo la corriente.Ella consigue sonreír levemente antes deque él se gire de nuevo hacia la mujer,que ha empezado a contar la historia decómo conoció a su marido.

Esas cosas no pasan en la realidad,piensa Hadley. No pasan. Por lo menosa ella no.

—… Y el más pequeño tienecuarenta y dos —le está contando laanciana a Oliver. La piel del cuello lecuelga en flácidos pliegues que tiemblancomo gelatina cuando habla y Hadley selleva pensativa la mano a la garganta y

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se la acaricia con los dedos pulgar eíndice.

—Y en agosto cumpliremoscincuenta y dos años de matrimonio.

—Vaya —dice Oliver—. Increíble.—Yo no lo calificaría de increíble

—replica la mujer pestañeando—.Cuando encuentras la persona adecuada,es fácil.

El pasillo ya está despejado aexcepción del personal del vuelo, que lorecorre comprobando que los pasajerosllevan puesto el cinturón; la ancianasaca una botella de agua del bolso,después abre su arrugada mano ymuestra una pastilla para dormir.

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—Cuando ya los has vivido —continúa—, cincuenta y dos años puedenparecer cincuenta y dos minutos. —Inclina la cabeza hacia atrás y se traga lapastilla—. Igual que, cuando eres joveny estás enamorado, un vuelo de sietehoras puede equivaler a una vida entera.

Oliver se da una palmada en lasrodillas, que tiene encajadas contra elasiento delantero.

—Espero que no —bromea, pero lamujer se limita a sonreír.

—No tengo ninguna duda —dicemientras se inserta un auricular amarilloen una oreja y después repite el gestocon la otra—. Que tengáis un buen

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vuelo.—Usted también —dice Hadley.

Pero la mujer ya ha dejado caer lacabeza a un lado y de inmediato empiezaa roncar.

Bajo sus pies, el suelo vibramientras los motores se ponen enmarcha. Una auxiliar de vuelo recuerdaa los pasajeros por los altavoces que nose puede fumar y que todos debenpermanecer en sus asientos hasta que elcapitán haya apagado los letrerosluminosos de ABRÓCHENSE ELCINTURÓN. Otra les explica cómo debenusarse los chalecos salvavidas y lasmáscaras de oxígeno y sus palabras

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suenan como un salmo, vacías yautomáticas, ya que la mayoría de losviajeros las ignoran y en su lugar hojeanperiódicos y revistas, apagan susteléfonos móviles o abren un libro.

Hadley saca la cartulina coninstrucciones de seguridad del bolsillodel asiento delantero y frunce el ceñomientras estudia los monigotes queparecen disfrutar extrañamente mientrasabandonan aviones dibujados. A sulado, Oliver ahoga una carcajada yHadley levanta la vista.

—¿Qué?—Nunca he visto a nadie leerse esas

instrucciones.

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—Pues entonces tienes suerte de irsentado a mi lado.

—¿Quieres decir en general?Hadley sonríe.—Bueno, sobre todo si hay una

emergencia.—Claro que sí —contesta él—. Me

siento de lo más tranquilo. Si me quedoinconsciente por golpearme la cabezacon la mesa plegable durante unaterrizaje de emergencia ya te veo, contu metro y medio de altura, sacándomedel avión.

Hadley deja de sonreír.—Eso no lo digas ni en broma.—Perdona —dice Oliver

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acercándose un poco más. Entoncesapoya una mano en la rodilla de Hadley,un gesto tan inconsciente que no parecedarse cuenta de lo que ha hecho hastaque Hadley baja la vista sorprendidapor el contacto de la palma caliente ensu pierna desnuda. Oliver retira la manocon brusquedad, con aspecto también deestar un poco sorprendido, y despuésmenea la cabeza—. Todo va a ir bien.No lo decía en serio.

—No pasa nada —dice Hadley convoz queda—. Por lo general no soy tansupersticiosa.

Fuera, unos cuantos hombres conchalecos reflectantes están rodeando el

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gigantesco avión y Hadley se inclinapara mirarlos. La anciana del asiento delpasillo tose en sueños y ambos se giranpara mirarla, pero sigue durmiendoplácidamente mientras le tiemblan unpoco los párpados.

—Cincuenta y dos años —diceOliver con un pequeño silbido—.Impresionante.

—Yo ni siquiera estoy segura de sicreo en el matrimonio —dice Hadley, yOliver parece sorprendido.

—¿No vas a una boda?—Sí —contesta Hadley asintiendo

con la cabeza—. Por eso lo digo.Él la mira sin comprender.

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—No debería montarse tanto circo,obligando a gente a desplazarse desde laotra punta del mundo para ser testigo delo enamorado que estás. Si quierescompartir la vida con alguien, puesestupendo. Pero es algo entre dospersonas y eso debería bastar. ¿Para quétodo el espectáculo? ¿Qué necesidad hayde restregárselo a la gente por la cara?

Oliver se acaricia el mentón y esevidente que no sabe qué pensar.

—Me parece que lo que pasa es quees en las bodas en lo que no crees —dice por fin—, no en el matrimonio.

—Tampoco soy una gran partidariade eso ahora mismo.

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—Pues no sé qué decirte. A mí meparece que son bonitas.

—De eso nada —insiste Hadley—.Son pura apariencia. No debería sernecesario probar algo si de verdad creesen ello. Debería ser mucho más sencillo.Debería significar algo.

—Yo creo que significa algo —diceOliver—. Una promesa.

—Supongo —dice Hadley con unsuspiro mal disimulado—. Pero no todoel mundo la mantiene.

Mira a la mujer, que duermeprofundamente.

—No todo el mundo sigue casadodurante cincuenta y dos años y, cuando

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pasa eso, haber estado de pie delante deun montón de gente prometiendo que lovas a hacer pierde todo el sentido. Loque importa es haber tenido a alguien atu lado todo ese tiempo. Incluso cuandola vida es un asco.

Oliver ríe.—Matrimonio: para cuando la vida

es un asco.—Te lo digo en serio —insiste

Hadley—. Si no ¿cómo puedes saberque significa algo? Si no tienes a alguienque te apoye en los tiempos difíciles…

—¿Así que ya está? —preguntaOliver—. Ni boda ni matrimonio. ¿Soloalguien que esté a tu lado cuando las

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cosas se ponen feas?—Exacto —dice Hadley asintiendo

con la cabeza.Oliver mueve la cabeza en expresión

de asombro.—¿Y a qué boda dices que vas? ¿A

la de un ex-novio?Hadley no puede evitar reír.—¿Qué? —pregunta Oliver.—Mi ex-novio se pasa la mitad del

tiempo jugando a videojuegos y la otramitad repartiendo pizzas. No me loimagino en el altar.

—Ya me parecías un poco jovenpara ser una mujer despechada.

—Tengo diecisiete años —dice

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Hadley con tono indignado, y Oliverlevanta las manos en gesto de paz.

El avión empieza a alejarse de lapuerta de embarque y Oliver se inclinahacia la ventanilla para mirar. Hay lucesque se pierden en el horizonte, comoreflejos de estrellas formando grandesconstelaciones en las pistas dedespegue, donde docenas de avionesaguardan su turno para emprender elvuelo. Hadley tiene las manosentrelazadas con fuerza sobre el regazoy respira hondo.

—Bueno —dice Oliverrecostándose otra vez en el asiento—.Parece que hemos empezado por el

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final. ¿No?—¿Qué quieres decir?—Pues que discutir sobre la

definición de amor verdadero es algo delo que suele hablarse tres meses despuésde haberse conocido, no a las tres horas.

—Según ella —dice Hadleyseñalando con la barbilla hacia laderecha de Oliver—, tres horas son másbien como tres años.

—Pero solo si estás enamorado.—Es verdad. Entonces en nuestro

caso, no.—No —concede Oliver con una

sonrisa—. En nuestro caso una hora esuna hora. Así que lo estamos haciendo

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todo mal.—¿Por qué lo dices?—Conozco tu opinión sobre el

matrimonio, pero todavía no hemoshablado de las cosas importantes, comotu color o tu comida preferidos.

—Azul y mexicana.Oliver asiente con aprobación.—No está mal. Los míos, el verde y

el curry.—¿El curry? —Hadley hace una

mueca—. ¿De verdad?—Oye, no vale juzgar. ¿Qué más?Las luces del avión se atenúan para

el despegue al tiempo que el motor rugebajo sus pies y Hadley cierra los ojos

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solo un instante.—¿Qué más de qué?—¿Animal favorito?—No sé —dice abriendo de nuevo

los ojos—. ¿El perro?Oliver niega con la cabeza.—Muy soso. Di otro.—Pues el elefante.—¿En serio?Hadley asiente.—¿Por qué?—Cuando era pequeña no podía

dormir sin un elefante de peluche raído—explica Hadley sin estar muy segurade por qué se ha acordado de eso ahora.Quizá es que está a punto de volver a

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ver a su padre, o tal vez es el aviónacelerando bajo sus pies ydevolviéndola al viejo deseo infantil detener un peluche al que aferrarse.

—No sé si eso cuenta.—Está claro que no has conocido a

Elefante.Oliver ríe.—¿El nombre se te ocurrió a ti sola?—Desde luego —dice Hadley

sonriendo al pensarlo. Elefante teníaojos negros vidriosos, orejas suaves yflexibles, una cuerda trenzada a modo decola y siempre se las arreglaba parahacer que se sintiera bien en los malosmomentos, que podían ir desde tener que

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comerse las verduras o llevar leotardosde los que pican, lastimarse el dedo delpie o estar en cama con dolor degarganta. Elefante era el antídotoperfecto. Con el tiempo había perdidoun ojo y la mayor parte de la cola;Hadley había llorado, había estornudadoy se había sentado encima de él, pero, apesar de todo, siempre que estabadisgustada por algo, su padre le apoyabauna mano en la cabeza y la dirigíaescaleras arriba.

—Es la hora de consultar con elelefante —anunciaba y, de alguna forma,siempre funcionaba. Ahora se le ocurre,sin embargo, que tal vez el mérito fuera

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más de su padre que del pequeñopeluche.

Oliver sigue mirándola divertido.—Sigo sin estar convencido de que

eso cuente.—Pues muy bien. A ver, ¿cuál es tu

animal preferido?—El águila americana.Hadley ríe.—No me lo creo.—¿Cómo que no? —dice Oliver

llevándose una mano al corazón—. ¿Esque no te puede gustar un animal que dala casualidad de que es también elsímbolo de la libertad?

—Ahora me estás tomando el pelo.

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Descaradamente.—Un poco, a lo mejor —dice él con

una sonrisa—. Pero ¿funciona?—¿El qué? ¿Conseguir que tenga

cada vez más ganas de amordazarte?—No —dice Oliver con suavidad

—. Me refiero a que si te estoydistrayendo.

—¿De qué?—De tu claustrofobia.Hadley sonríe agradecida.—Un poco —dice—. Aunque lo

peor es cuando el avión está en el aire.—¿Y eso por qué? Ahí arriba hay

espacios abiertos de sobra.—Pero no hay vía de escape.

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—Ah. Así que siempre necesitas unavía de escape.

Hadley asiente.—Siempre.—Me lo imaginaba —dice Oliver

con un suspiro teatral—. Me pasa muchocon las chicas.

Hadley deja escapar una carcajadabreve y después cierra de nuevo los ojoscuando el avión empieza a cogervelocidad, rodando por la pista dedespegue en medio de un gran estruendo.Cuando el impulso cede a la gravedad,los pasajeros se inclinan hacia atrás ensus asientos mientras el avión levanta lanariz hacia el cielo —apoyándose por

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última vez en las ruedas— y después seeleva como un gigantesco pájaro demetal.

Hadley cierra el puño alrededor delreposabrazos mientras suben cada vezmás alto en el cielo nocturno y las lucesde tierra se van desintegrando como lospíxeles de una imagen. Los oídos se leempiezan a taponar conforme aumenta lapresión y apoya la frente contra laventanilla temiendo el momento en queatraviesen los primeros bancos de nubesy el suelo desaparezca debajo de ellos ysolo les envuelva un cielo inmenso einterminable.

Por la ventana, el contorno de los

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aparcamientos y las urbanizaciones seva quedando más y más lejos, y acabapor fundirse en una sola forma. Hadleyobserva cómo el mundo cambia y sediluye hasta adquirir un nuevo aspecto,las farolas con su brillo anaranjado, loslargos jirones de autopista. Se enderezaun poco en el asiento y nota cómo elplexiglás le refresca la frente mientrasse esfuerza por no perder nada de vista.Lo que le da miedo no es tanto volarcomo la sensación de ir a la deriva.Pero por el momento están losuficientemente bajos como para ver lasventanas iluminadas de los edificios detierra. Y por el momento también Oliver

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está a su lado, manteniendo losnubarrones a raya.

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5

22.36, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

3.36, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Llevan solo unos minutos en el airecuando Oliver parece decidir que ya esseguro volver a dirigirle la palabra. Elsonido de su voz junto a su oreja haceque Hadley sienta que algo se serena ensu interior y, uno a uno, va relajando losdedos de las manos.

—Una vez —dice Oliver— volé a

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California un cuatro de julio.Hadley gira la cabeza para mirarle,

solo un poco.—Era una noche clara y se veían

todos los fuegos artificiales por elcamino, como destellos diminutos quedesprendía la tierra una ciudad despuésde otra.

Hadley se reclina de nuevo hacia laventana y el corazón le late con fuerzamientras mira hacia el vacío que hayabajo, la nada más absoluta. Cierra losojos e intenta visualizar los fuegosartificiales.

—De no haber sabido lo que eran,habría parecido terrorífico seguramente,

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pero vistos desde arriba eran bonitos.Silenciosos y pequeños. Resultabacomplicado imaginar que en realidaderan esas grandes explosiones que seven cuando estás en tierra. —Se quedapensativo unos instantes—. Supongo quetodo es cuestión de perspectiva.

Hadley se vuelve de nuevo hacia élbuscándole con la mirada.

—¿Se supone que eso me tiene queayudar? —pregunta, aunque no estáenfadada. Tan solo quiere saber cuál esla moraleja del cuento.

—En realidad no —dice Oliver conuna sonrisa tímida—. Solo estabaintentando distraerte otra vez.

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Hadley sonríe.—Gracias. ¿Tienes más historias?—Miles. Te podría desgastar los

oídos, de hecho.—¿Durante siete horas?—Me gustan los retos.El avión se ha enderezado ya y,

cuando nota que empieza a marearse,Hadley intenta concentrarse en el asientodelantero, ocupado por un hombre conorejas grandes y escaso pelo en lacoronilla; no podría decirse que escalvo, exactamente, tan solo es unanticipo de la calvicie que está porvenir. Es como leer un mapa del futuro,y se pregunta si todas las personas

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tendrán algo así, pistas ocultas deaquello en lo que se convertirán algúndía. Por ejemplo, ¿habría supuestoalguien que la mujer del asiento delpasillo dejaría un día de ver el mundocon sus brillantes ojos azules para en sulugar hacerlo a través de un brumosovelo? ¿O que el hombre sentado endiagonal respecto a ellos tendría quesujetarse una mano con la otra para quele deje de temblar?

Aunque en realidad en quien estápensando es en su padre.

El aire dentro del avión es seco yestá cargado. Hadley nota su aspereza enla fosas nasales, cierra sus cansados

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ojos y por un momento contiene elaliento como si estuviera debajo delagua, algo que no le resulta difícil deimaginar mientras surcan el cielonocturno e infinito. Después abre losojos y, con un gesto abrupto, baja elestor rígido. Oliver la mira con las cejasarqueadas pero no dice nada.

Le sobreviene el recuerdo, repentinoe inoportuno, de un viaje en avión con supadre, años atrás, aunque ahora leresulta difícil saber cuántosexactamente. Recuerda que su padrehabía jugado distraído con el estorrígido, cerrándolo y abriéndolo una yotra vez hasta que los pasajeros del otro

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lado del pasillo se habían inclinado conmiradas y muecas de desaprobación.Cuando por fin se habían apagado lasseñales luminosas, se había levantadode su asiento e inclinado sobre Hadleypara darle un beso de paso hacia elpasillo. Durante dos horas habíarecorrido el estrecho pasillo que ibadesde el compartimento de primeraclase hasta los cuartos de bañodeteniéndose de vez en cuando apreguntarle a Hadley qué hacía, siestaba bien o qué estaba leyendo, paradespués echar a caminar de nuevo comoalguien que espera impaciente elautobús.

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¿Siempre había sido tan inquieto?Era difícil saberlo con seguridad.

Se vuelve hacia Oliver.—Y tu padre ¿viene mucho a

visitarte? —pregunta y él la miraligeramente sorprendido. Hadley ledevuelve la mirada también sorprendidapor su pregunta. Había querido decir tuspadres. ¿Vienen mucho tus padres avisitarte? Pero inconscientemente se leha escapado la palabra padre.

Oliver se aclara la garganta y dejacaer las manos sobre el regazo para acontinuación dedicarse a retorcer la telasobrante del cinturón de seguridad hastaformar con ella un bulto apretado.

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—Solo mi madre, en realidad —dice—. Vino conmigo al principio delcurso. No podía dejarme estudiandosolo en Estados Unidos sin hacermeprimero la cama.

—Qué maja —dice Hadley mientrastrata de no pensar en su madre y en ladiscusión que han tenido horas atrás—.Parece muy cariñosa.

Espera a que Oliver siga hablando, otal vez a que le pregunte por su familia,ya que le parece que ese sería el cursonatural de la conversación entre dospersonas que tienen horas por delante yningún sitio adonde ir. Pero Oliver selimita a recorrer con el dedo las letras

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cosidas a la funda del asiento delantero:MANTENGAN ABROCHADO EL CINTURÓNDE SEGURIDAD MIENTRASPERMANEZCAN SENTADOS.

Sobre sus cabezas una de laspantallas oscuras de televisión seenciende y se escucha un anuncio sobrela película que se proyectará durante elvuelo. Es una cinta animada sobre patos,Hadley ya la ha visto y cuando Oliverrefunfuña se siente tentada a negarlo.Pero después se revuelve en su asiento yle mira con expresión crítica.

—Los patos no tienen nada de malo—dice y Oliver pone los ojos en blanco.

—¿Patos que hablan?

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Hadley sonríe.—De hecho también cantan.—No me digas más. Ya la has visto.Hadley levanta dos dedos.—Dos veces.—Eres consciente de que es una

película para niños de cinco años, ¿no?—De cinco a ocho años, si no te

importa.—Y tú ¿cuántos años decías que

tienes?—Los suficientes para apreciar a

nuestros amigos palmípedos.—Estás más loca que un sombrerero

—dice Oliver sin poder evitar reírse.—Espera un momento —dice

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Hadley mirándole con expresión dehorror simulada—. ¿Eso es unareferencia a… una película de dibujosanimados?

—No, lista. Es una referencia a unainmortal obra literaria escrita por LewisCarroll. Ya veo lo buena que es laeducación estadounidense.

—Oye —dice Hadley golpeándoleel pecho con suavidad, un gesto tanespontáneo que ni se detiene a pensarlohasta que es demasiado tarde. Oliver lesonríe, es evidente que se estádivirtiendo—. Creo recordar que estásestudiando en una universidadamericana.

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—Sí —contesta Oliver—. Pero locompenso con mi inteligencia y miencanto británicos.

—Ah —dice Hadley—. Qué bonito.¿Y dónde los tienes escondidos?

Oliver hace una mueca.—A ver. ¿No te ha llevado antes un

chico la maleta?—Ah, sí —responde Hadley

llevándose un dedo a la barbilla enactitud pensativa—. Ese chico. Era unencanto. Me pregunto dónde se habrámetido.

—Eso es precisamente lo que estoyestudiando —dice Oliver con unasonrisa—. Este verano.

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—¿El qué?—Disociación de personalidad en

varones de dieciocho años.—Claro. La única cosa más

terrorífica que la mayonesa.De repente una mosca aparece junto

a su oreja y Hadley trata de espantarlasin éxito. Un segundo después vuelve azumbar cerca de ellos trazando irritantescírculos sobre sus cabezas como unobstinado patinador artístico.

—Me pregunto si habrá pagado elbillete —dice Oliver.

—Lo más probable es que viaje depolizón.

—Pobrecilla, no tiene ni idea de que

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va a terminar en otro país.—Sí, donde hablan raro.Oliver agita una mano para

ahuyentar a la mosca.—¿Crees que es consciente de lo

rápido que está volando? —preguntaHadley—. ¿Como cuando vas sobre unade esas cintas transportadoras? Seguroque está flipando de lo poco que estátardando.

—¿Es que nunca has estudiadofísica? —pregunta Oliver entornando losojos—. Es una cuestión de relatividad.La mosca vuela en relación con el avión,no en relación con la tierra.

—Muy bien, listillo.

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—Este es un día más en su vida depequeño insecto.

—Excepto que hoy va camino deLondres.

—Sí —dice Oliver frunciendo unpoco el ceño—. Excepto por eso.

Una auxiliar de vuelo hace suaparición en el pasillo en penumbra conunas pocas docenas de auriculares quecuelgan de sus brazos como cordones dezapatos. Se inclina por encima de laanciana del pasillo y les pregunta con unsusurro exagerado:

—¿Quieren unos?Pero ambos niegan con la cabeza.—Ya tengo, gracias —dice Oliver y

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mientras la auxiliar avanza hacia lasiguiente fila mete la mano en el bolsilloy saca un par de auriculares quedesconecta de su iPod. Hadley recoge sumochila de debajo de su asiento y metela mano para buscar también los suyos.

—No me quiero perder a los patos—bromea, pero Oliver no la escucha.Está concentrado mirando la pila delibros y revistas que Hadley ha apoyadoen el regazo mientras buscaba losauriculares en la bolsa.

—Así que sí te gusta la buenaliteratura —dice cogiendo el ejemplargastado de Nuestro amigo común. Pasalas páginas con cuidado, con actitud

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reverencial casi—. Me encanta Dickens.—A mí también —asegura Hadley

—. Aunque este no lo he leído.—Pues deberías —replica Oliver—.

Es uno de los mejores.—Eso me han dicho.—Desde luego alguien se lo ha

leído. Mira todas estas páginasdobladas.

—Es de mi padre —dice Hadleyfrunciendo un poco el ceño—. Me lo dioél.

Oliver levanta la vista y despuéscierra el libro sobre el regazo.

—¿Y?—Lo llevo a Londres para

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devolvérselo.—¿Sin haberlo leído?—Sin haberlo leído.—Supongo que se trata de algo más

complicado de lo que parece.—Supones bien —asiente Hadley.Su padre le había dado el libro la

última vez que fueron juntos a esquiar,la última vez que se habían visto. Decamino a casa, de pie junto a la cola delos controles de seguridad delaeropuerto, había metido la mano en subolsa y sacado el grueso volumen negrode páginas gastadas y amarillentas conesquinas dobladas por el uso comopiezas que faltan de un rompecabezas.

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—He pensado que este te gustará —le había dicho con una sonrisa teñida dedesesperación. Desde que Hadley lehabía oído hablando por teléfono conCharlotte, desde que por fin habíalogrado encajar todas las piezas delpuzle, casi no le había dirigido lapalabra. Solo pensaba en volver a casa,donde podría hacerse un ovillo en elsofá, apoyar la cabeza en el regazo de sumadre y dar rienda suelta a todas laslágrimas que llevaba conteniendo; todolo que quería era llorar y llorar hastaque no le quedara nada por lo que llorar.

Pero allí estaba su padre, con sunueva barba, su nueva chaqueta de

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tweed y con el corazón en algún lugar alotro lado del océano, la mano vencidapor el peso del libro mientras se loofrecía.

—No te preocupes —le había dichocon una sonrisa tímida—. No es poesía.

Hadley lo había cogido por fin ymirado la cubierta. No habíasobrecubierta, solo las palabrasimpresas sobre un fondo negro: Nuestroamigo común.

—Es duro —siguió hablando supadre con la voz ligeramente rota—. Yano puedo recomendarte libros tan amenudo. Pero hay algunos demasiadoimportantes como para que nos los

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perdamos con todo lo que está pasando.Agitó la mano un poco como para

intentar definir qué era exactamente loque estaba pasando.

—Gracias —había dicho Hadleyacercándose el libro al cuerpo yabrazándolo para no tener que abrazar asu padre.

Que todo lo que les quedara fueraesto —el encuentro incómodo yorganizado de antemano, el silencioterrible— parecía más de lo que eracapaz de soportar y la injusticia de todala situación le provocaba un nudo en lagarganta. Era culpa de su padre, todo, ysin embargo su odio hacia él era la peor

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clase de amor posible, una añoranzatorturada, un deseo imposible decumplir que hacía que el corazón lesaltara en el pecho. No podía ignoraresa sensación deslavazada de que ahoraeran dos piezas diferentes de dosrompecabezas distintos y de que nada enel mundo podría hacerlos encajar denuevo.

—Ven a visitarnos pronto, ¿deacuerdo? —había dicho su padremientras daba un paso adelante paraabrazarla y Hadley asintió contra supecho antes de desembarazarse. Perosabía que nunca lo haría. No tenía lamás mínima intención de ir a visitarle.

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Incluso si estuviera dispuesta aconsiderar la idea, como sus padreshabían confiado en que ocurriera, lascuentas no le salían. ¿Qué se suponíaque iba a hacer? ¿Pasar las Navidades yla Semana Santa allí? ¿Ver a su padredurante parte de las vacaciones y unasemana en verano, lo suficiente parahacerse una idea somera y fragmentadade su nueva vida, esquirlas de un mundoen el que no había sitio para ella? Yencima pasar esos momentos sin sumadre. Su madre, que no había hechonada para merecer pasar sola lasNavidades.

Esa, pensaba Hadley, no era manera

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de vivir. Quizá si hubiera más tiempo, osi el tiempo fuera más maleable; sipudiera estar en dos sitios a la vez, o sisu padre volviera a casa. Porque desdeluego ella no tenía la más mínimaintención de conformarse con mediastintas. Aquello era o todo o nada. Unsentimiento ilógico, irracional, aunquealgo en su interior sabía que nada erademasiado difícil y también que todo eraimposible.

De vuelta en casa tras el viaje aesquiar había dejado el libro en unaestantería de la habitación. Pero no pasómucho tiempo antes de que lo cambiaraotra vez de sitio, escondiéndolo bajo

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una pila de libros en una esquina de sumesa y después de nuevo junto alalféizar, el pesado volumen rodando deun lado a otro de la habitación como unapiedra hasta quedarse por fin en el suelodel armario, donde había seguido hastaaquella mañana. Y ahora aquí estáOliver hojeándolo, pasando los dedospor páginas que llevan meses sin serabiertas.

—Es su boda —dice Hadley en vozqueda—. La boda de mi padre.

Oliver asiente.—Entiendo.—Sí.—Así que supongo que lo del libro

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no es un regalo de boda.—No —dice Hadley—. Yo diría

que es más bien un gesto. O tal vez unaprotesta.

—Una protesta dickensiana.Interesante.

—Algo así.Oliver seguía pasando las páginas

con el dedo, deteniéndose de vez encuando para leer algunas líneas.

—Tal vez deberías pensártelo.—Puedo coger otro en la biblioteca.—No lo decía solo por eso.—Ya lo sé —contesta Hadley

bajando de nuevo la vista hacia el libro.De repente le parece ver algo mientras

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Oliver pasa las páginas y, sin pensarlo,le agarra la muñeca.

—Espera. Para.Oliver levanta las manos y Hadley

coge el libro de su regazo.—Me ha parecido ver algo —dice

retrocediendo unas cuantas páginas conlos ojos entrecerrados. Se queda sinrespiración cuando encuentra una frasesubrayada, la línea es irregular y la tintaestá desvaída. Es la más sencilla de lasmarcas: no hay nada escrito en elmargen, tampoco se ha doblado laesquina de la página para señalarla. Unasola línea escondida en el interior dellibro y subrayada con un trazo irregular

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de tinta.Incluso después de todo este tiempo,

con todo lo que le ha dicho y lo que lequeda por decirle, a pesar incluso de sudeterminación de devolverle el libro(porque así es como se mandan losmensajes, no subrayando una cita derepente en una vieja novela), el corazónle da un vuelco al pensar que tal vezdurante todo este tiempo se ha estadoperdiendo algo. Y ese algo está ahoraahí, en esa página, mirándola fijamenteen blanco y negro.

Oliver la está observando con gestointerrogante, así que Hadley lee laspalabras con un murmullo, deslizando el

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dedo sobre el subrayado, que debe deser de su padre.

—¿Es mejor tener algo bueno yperderlo, o no haberlo tenido nunca?

Cuando levanta la vista los ojos deambos se encuentran brevemente antesde separarse de nuevo de inmediato.Sobre sus cabezas los patos bailan en lapantalla, chapoteando en las orillas delestanque, su hogar modesto y feliz, yHadley baja la barbilla para leer denuevo la frase, esta vez para sí misma.Después cierra el libro de golpe y lomete en su mochila.

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6

0.43, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

5.43, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Hadley duerme, flota a la deriva ysueña. En oscuros rincones de su mente—todavía alerta, aunque todo lo demásse haya rendido al agotamiento— está enotro avión, el que perdió, tres horas pordelante del horario previsto y sentadajunto a un hombre de mediana edad conun bigotillo nervioso que estornuda y

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parpadea mientras sobrevuelan elAtlántico sin decirle una sola palabra aHadley, que está cada vez más frenética,con la mano apoyada con fuerza en laventana aunque fuera no hay nada denada de nada.

Abre los ojos, de repente estádespierta y comprueba que la cara deOliver se encuentra a solo unoscentímetros de la suya, atento y callado,con una expresión imposible dedescifrar. Hadley se lleva una mano alcorazón, sorprendida, antes de darsecuenta de que tiene la cabeza apoyada enel hombro de él.

—Perdón —farfulla mientras se

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aparta. El avión está ya prácticamente aoscuras y parece que todos los pasajerosse han dormido. Incluso las pantallas detelevisión están apagadas y Hadley sacala muñeca dolorida de donde se haquedado atrapada entre Oliver y ella ymira el reloj, que sigue con la hora deNueva York, de modo que no le aclaragran cosa. Se pasa la mano por el pelo ya continuación mira de reojo la camisade Oliver y comprueba con alivio queno tiene restos de saliva, sobre todocuando este le pasa una servilleta.

—¿Para qué me das esto?Él hace una señal con la cabeza, y,

cuando Hadley vuelve a mirar, ve que ha

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dibujado uno de los patos de la película.—¿Esta es tu técnica artística? —

pregunta—. ¿Bolígrafo sobre servilleta?Oliver sonríe.—Le he puesto gorra de béisbol y

zapatillas de tenis para darle másaspecto de americano.

—Qué detalle por tu parte. Aunquelas llamamos deportivas —diceterminando la frase con un gran bostezo.Después guarda la servilleta en lamochila—. ¿Nunca duermes en losaviones?

Oliver encoge los hombros.—Normalmente sí.—¿Pero esta noche no?

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—Eso parece —dice Olivermoviendo la cabeza.

—Perdona —repite Hadley, peroOliver hace un gesto de que no tieneimportancia.

—Tenías cara de estar tranquila.—Pues no lo estoy, pero supongo

que está bien haber dormido, así no loharé durante la ceremonia mañana.

Oliver mira su reloj.—Querrás decir hoy.—Eso —dice Hadley y a

continuación hace una mueca—. Soydama de honor.

—Qué bien.—No tanto, si me pierdo la

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ceremonia.—Bueno, pero luego está la

recepción.—Sí —dice Hadley bostezando de

nuevo—. No veo el momento desentarme sola y ver a mi padre bailarcon una mujer a la que no conozco.

—¿Nunca la has visto? —preguntaOliver arrastrando el final de laspalabras con su acento británico.

—No.—Vaya. Así que supongo que no

estáis muy unidos.—¿Mi padre y yo? Antes sí.—¿Y después?—Después tu estúpido país se lo

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tragó de un bocado.Oliver deja escapar una risa suave y

equívoca.—Se marchó a Oxford a dar clases

durante un semestre —explica Hadley—. Y no volvió.

—¿Cuándo fue eso?—Hace casi dos años.—¿Y fue entonces cuando conoció a

esa mujer?—Exactamente.Oliver mueve la cabeza.—Qué horror.—Pues sí —dice Hadley, con la

sensación de que esas dos palabras taninsignificantes no aciertan ni de lejos a

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transmitir lo horroroso que de hechosigue siendo todo. Pero aunque hacontado la versión larga de la historiacientos de veces y a miles de personas,tiene el presentimiento de que Oliverseguramente la comprenderá mejor quenadie. Es por algo en la manera en quela está mirando, con esos ojos queparecen taladrarle un pequeño agujeroen el corazón. Sabe que no es real, soloel espejismo que produce estar tan cercade alguien, la falsa sensación deconfianza que genera estar en un aviónoscuro y en silencio, pero no le importa.Por el momento al menos, tiene laimpresión de que es real.

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—Debiste quedarte hecha polvo —comenta Oliver—. Y tu madre también.

—Al principio sí. De hecho casi nose levantaba de la cama. Pero creo quese ha recuperado antes que yo.

—¿Y eso? —pregunta—. ¿Cómo tepuedes recuperar de algo así?

—No lo sé —contesta Hadley, ydice la verdad—. Está convencida deque ha sido lo mejor para los dos. Quees lo que tenía que pasar. Ella haconocido a alguien, él también y ahoralos dos son más felices. La única que noestá encantada con la situación soy yo. Ylo que menos ilusión me hace de todo estener que conocer a la nueva pareja de

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mi padre.—Aunque ya no es tan nueva.—Sobre todo porque no es tan

nueva. Eso lo hace todo mucho másintenso e incómodo, que es precisamentelo que más odio. No dejo de imaginarmeen el banquete sola, con todo el mundomirándome. La hija americanamelodramática que se niega a conocer asu madrastra. —Hadley arruga la nariz—. Madrastra, ¡madre mía!

Oliver frunce el ceño.—A mí me parece muy valiente.—¿El qué?—Que vayas. Que te atrevas a

enfrentarte a ello. Que dejes que la vida

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siga. Me parece valiente.—Pues yo no me siento así.—Eso es porque te está pasando.

Pero ya lo verás.Hadley le estudia con atención.—¿Y tú qué?—¿Yo qué de qué?—Supongo que a ti no te dará tanto

miedo la tuya como la mía…—No estés tan segura —dice con

cierta frialdad. Ha estado sentado muycerca de ella, con el cuerpo inclinadohacia el suyo, pero ahora se aleja otravez, muy poco, pero lo suficiente paraque Hadley se dé cuenta.

Se inclina hacia delante mientras

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Oliver lo hace hacia atrás, como siambos estuvieran unidos por una suertede resorte invisible. La boda de supadre no es precisamente su tema deconversación preferido, pero bueno, selo ha contado.

—¿Vas a ver a tus padres mientrasestés en casa?

Oliver asiente.—Qué bien —dice Hadley—.

¿Estáis muy unidos?Oliver abre la boca y a continuación

la cierra cuando por el pasillo llegarodando el carro de bebidas, con laslatas entrechocando alegres y lasbotellas cascabeleando. La azafata pisa

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el freno nada más pasar por su fila, fijael carro y después se vuelve hacia ellospara ver qué quieren tomar.

Todo ocurre deprisa, tan deprisa queHadley casi no lo ve. Oliver saca unamoneda del bolsillo de sus vaqueros y ladeja caer en el pasillo con un rápidogiro de muñeca. Después alarga la manopor encima de la anciana dormida, cogela moneda con la mano izquierdamientras la derecha desaparece en elcarro de bebidas y sale con dosbotellitas de Jack Daniel’s escondidasen el puño. Se las mete en el bolsillojunto con la moneda pocos segundosantes de que la azafata vuelva la vista

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hacia ellos.—¿Quieren tomar algo? —les

pregunta mientras sus ojos se vandeteniendo en la expresión de asombrode Hadley, las mejillas encendidas deOliver y por último en la mujer mayor,que sigue roncando furiosamente junto alpasillo.

—Nada, gracias —consigue decirHadley.

—Yo tampoco —dice Oliver—.Pero gracias.

Cuando la azafata se ha marchado yel carro se encuentra lo suficientementelejos, Hadley mira a Oliver con la bocaabierta. Este saca las botellitas y le da

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una, después desenrosca el tapón de laotra mientras se encoge de hombros.

Hadley pestañea con la botella en lamano.

—¿Tienes pensado pagar esto dealguna manera?

Oliver sonríe.—¿Diez años de trabajos forzados?—Estaba pensando más bien en

lavar los platos —bromeadevolviéndole la botella—. Otransportar maletas, a lo mejor.

—Me imagino que me vas a obligara hacerlo —dice Oliver—. No tepreocupes, cuando me vaya dejaré unbillete de diez en el asiento. No quería

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montar un número, aunque ya tengodieciocho años y a estas alturasdebemos estar más cerca de Londres quede Nueva York. ¿Te gusta el whisky?

Hadley niega con la cabeza.—¿Lo has probado?—No.—Pues pruébalo —le dice

ofreciéndoselo de nuevo—. Solo unsorbito.

Hadley desenrosca el tapón y selleva la botella a la boca, haciendo unamueca de desagrado en cuanto el olor lellega a la nariz, un olor áspero, comoahumado y demasiado fuerte. El líquidole quema la garganta y tose con fuerza

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mientras los ojos se le llenan delágrimas. Vuelve a poner el tapón y ledevuelve la botella a Oliver.

—Es como chupar una antorcha —dice con una mueca—. Está horroroso.

Oliver ríe y se termina su botella.—Vale, ya te has tomado tu whisky

—dice Hadley—. ¿Quiere decir que hallegado el momento de hablar de tufamilia?

—¿Por qué te interesa tanto?—¿Y por qué no iba a interesarme?Oliver suspira y su suspiro suena

más bien como un lamento.—Veamos —dice por fin—. Tengo

tres hermanos mayores…

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—¿Siguen viviendo en Inglaterra?—Sí. Tengo tres hermanos mayores

que viven en Inglaterra —continúadesenroscando el tapón de la segundabotellita de whisky—. ¿Qué más? A mipadre no le hizo mucha gracia quedecidiera ir a Yale en lugar de a Oxford,pero mi madre estaba encantada porqueella también estudió en una universidadamericana.

—¿Por eso no vino tu padre contigoal principio del curso?

Oliver la mira con expresióndolorida, como si quisiera estar encualquier otro lugar, y después setermina lo que queda de whisky.

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—Haces un montón de preguntas.—Yo te he contado que mi padre nos

dejó por otra mujer y que llevo un añosin verle —dice Hadley—. A ver,venga. Estoy segura de que no puedessuperar ese dramón familiar.

—Eso no me lo habías contado —replica Oliver—. Lo de que llevas unaño sin verle. Pensaba que a la que nohabías visto era a ella.

Ahora le toca a Hadley revolverseen su asiento.

—Hablamos por teléfono —comenta—. Pero sigo demasiado enfadada paraverle.

—¿Y él lo sabe?

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—¿Que estoy enfadada?Oliver asiente.—Claro que lo sabe —dice Hadley

y hace una inclinación de cabeza—.Pero te recuerdo que no estamoshablando de mí.

—Es que me parece interesante. Quehables tan abiertamente de ello. En mifamilia siempre hay alguien molesto poralgo pero nadie dice nada.

—Tal vez os iría mejor si lohicierais.

—Tal vez.Hadley se da cuenta de que están

hablando en susurros y muy cerca el unodel otro en las sombras que proyecta la

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luz con la que lee el hombre sentadodelante de ellos. Es casi como siestuvieran solos y en cualquier otraparte, sentados en el banco de algúnparque o en un restaurante, a muchoskilómetros hacia abajo, con los piesbien apoyados en el suelo. Está lobastante cerca de Oliver como paradistinguir una pequeña cicatriz que tieneencima del ojo, una sombra de barba enla mandíbula, la increíble longitud desus pestañas. Sin quererlo se descubreseparándose y a él le sorprende lobrusco del gesto.

—Perdona —se disculpa,sentándose erguido y retirando la mano

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del reposabrazos—. Se me habíaolvidado que tienes claustrofobia.Debes de estar pasándolo fatal.

—No —dice Hadley negando con lacabeza—. Si te digo la verdad, no hasido tan malo.

Oliver vuelve la barbilla hacia laventana, que sigue con el estor bajado.

—Sigo pensando que estarías mejorsi miraras por la ventana. Incluso a míme da agobio estar aquí sin ventanas.

—Es un truco que me enseñó mipadre —le explica Hadley—. Laprimera vez que me pasó me dijo quepensara en el cielo. Pero eso solo ayudacuando el cielo está encima.

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—Claro —dice Oliver—. Tienesentido.

Se quedan callados mirándose lasmanos mientras el silencio se extiendeentre los dos.

—A mí me daba miedo la oscuridad—comenta Oliver transcurridos unosinstantes—. Pero no solo cuando erapequeño. Me duró casi hasta los onceaños.

Hadley le mira de reojo sin sabermuy bien qué decir. El rostro de Oliverparece ahora más aniñado, menosangular, y los ojos tienen un aspectoredondeado. Siente el impulso repentinode apoyar una mano sobre la suya, pero

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se contiene.—Mis hermanos se metían conmigo

todo el rato, apagando las luces cadavez que entraba en una habitación ydespués burlándose de mis gritos. Y mipadre odiaba que yo gritara, no le dabaninguna pena. Me acuerdo de que si enmitad de la noche iba a la habitación demis padres, me decía que dejara deportarme como una niña pequeña. O mecontaba historias de monstruosescondidos en el armario, paraasustarme aún más. Su único consejoera: A ver cuándo creces. Qué majo,¿no?

—Los padres no siempre saben

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hacer las cosas bien —dice Hadley—.A veces nos lleva un tiempocomprenderlo.

—Sin embargo, una noche —continúa Oliver— me desperté y le vienchufando una luz pequeñita al lado demi cama. Estoy seguro de que pensabaque yo estaba dormido, porque no habríaquerido que le hubiera pillado haciendouna cosa así por nada del mundo, así queno dije nada y me quedé mirándoleenchufar la lamparita y encenderla, demodo que se formó un pequeño círculode luz azul.

Hadley sonríe.—¿Conque al final se apiadó de ti?

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—A su manera, supongo que sí —dice Oliver—. Pero debía de tenerlacomprada, ¿no? Podría habérmela dadoal volver de la tienda o haberlaenchufado antes de que me fuera a lacama. Pero no, tenía que hacerlo cuandono le veía nadie.

Se vuelve hacia Hadley y a esta lesorprende lo triste de su expresión.

—No sé por qué te he contado esto.—Porque te lo he preguntado —se

limita a contestar Hadley.Oliver respira de forma entrecortada

y Hadley ve que está ruborizado. Elasiento delantero tiembla cuando elhombre que lo ocupa se recoloca la

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almohada con forma de rosquillaalrededor del cuello. El avión está ensilencio excepto por el zumbido del aireacondicionado, el suave sonido de hojaspasando y algún que otro pasajeroreacomodándose en sus asientosbuscando pasar lo mejor posible lashoras que faltan para aterrizar. De vezen cuando un tramo de turbulenciaszarandea suavemente el avión, como unbarco en una tormenta, y Hadley piensade nuevo en su madre, en las cosas tanfeas que le ha dicho en Nueva York. Suvista se desliza a la mochila que lleva asus pies y una vez más desea no estarsobrevolando el Atlántico para así

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poder intentar llamarla.A su lado, Oliver se frota los ojos.—He tenido una idea genial —dice

—. ¿Qué te parece si hablamos de otracosa que no sean nuestros padres?

Hadley asiente.—Me parece estupendo.Pero ninguno de los dos dice nada.

Pasa un minuto y luego otro y conformeel silencio entre ellos se hace másgrande, ambos se echan a reír.

—Me temo que como no se te ocurraalgo interesante vamos a tener quehablar del tiempo —dice Oliver yHadley arquea las cejas.

—¿A mí?

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Oliver asiente.—Sí. A ti.—Vale —dice muerta de vergüenza

antes incluso de formular la pregunta,pero lleva horas queriendo hacerla y yano tiene otra opción—. ¿Tienes novia?

Oliver se pone colorado y la sonrisaque esboza antes de bajar la cabeza leresulta a Hadley de lo más críptica. Es,decide, una sonrisa con dos posiblessignificados. Su intuición le dice que setrata de una sonrisa caritativa, esbozadapara hacer que se sienta menosincómoda tanto por haber formulado lapregunta como por la respuesta que estápor llegar, pero una parte de ella no

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puede evitar pensar que tal vez —solotal vez— es algo más que compasión, ungesto de complicidad, la expresión de unacuerdo tácito entre los dos de que algoestá pasando, de que esto puede ser elprincipio de alguna cosa.

Transcurrido un instante que se haceeterno, Oliver niega con la cabeza.

—No tengo novia.Al oír estas palabras Hadley tiene la

sensación de que se ha abierto unapuerta, pero ahora que ha ocurrido noestá muy segura de cómo continuar.

—¿Y eso?Oliver se encoge de hombros.—Todavía no he conocido a nadie

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con quien me apetezca pasar cincuenta ydos años, supongo.

—En Yale tiene que haber como unmillón de chicas.

—En realidad cinco o seis mil, meparece.

—Pero la mayoría americanas, ¿no?Oliver sonríe, después ladea la

cabeza y le da un golpecito amistoso aHadley con el hombro.

—Me gustan las chicas americanas—dice—. Aunque nunca he salido conuna.

—¿No forma parte de tu proyecto deinvestigación para el verano?

Oliver niega con la cabeza.

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—No. A no ser que a la chica encuestión le dé miedo la mayonesa, locual, como sabes muy bien, es ideal parami estudio.

—Claro —dice Hadley con unasonrisa—. Y en el instituto, ¿tuvistenovia?

—En secundaria sí. Era muysimpática. Le gustaban mucho losvideojuegos y repartir pizzas.

—Muy gracioso —dice Hadley.—Bueno… Supongo que no todos

podemos vivir una historia de amorépica tan jóvenes.

—¿Y qué pasó?Oliver reclina la cabeza en el

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asiento.—¿Que qué pasó? Supongo que lo

de siempre. Terminamos el instituto y yome marché. Cada uno siguió con su vida.¿Qué pasó con el señor Pizza?

—Hacía más cosas aparte derepartir pizzas, que lo sepas.

—¿Repartía colines también?Hadley hace una mueca.—Lo cierto es que me dejó él a mí.—¿Qué pasó?Hadley suspira y adopta un tono

filosófico:—Lo de siempre, supongo. Me vio

hablando con otro chico durante unpartido de baloncesto y se puso celoso,

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así que cortó conmigo por e-mail.—Ya —dice Oliver—. El no va más

del amor épico.—Más o menos —coincide Hadley

mientras comprueba que Oliver la miracon atención.

—Es un imbécil.—Eso es verdad. Siempre lo fue,

ahora que lo pienso.—Pero de todas maneras… —dice

Oliver y Hadley le mira agradecida.Justo después de haber roto, Charlottehabía llamado, siempre tan oportuna,para insistir en que Hadley llevarapareja a la boda.

—No todo el mundo va a traer a

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alguien —había explicado—, perohemos pensado que para ti seríadivertido estar acompañada.

—No pasa nada —había contestadoHadley—. Estaré bien sola.

—Te lo digo en serio —habíainsistido Charlotte del todo ajena al tonode voz de Hadley—. No es ningúnproblema. Y además —había añadido enun susurro cómplice— me he enteradode que tienes novio.

En realidad Mitchell había roto conella solo tres días antes y lo sucedidoseguía persiguiéndola por los pasillosdel instituto con la persistencia de unacriatura indestructible. Se trataba de

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algo sobre lo que no quería hablar, ymucho menos con una futura madrastra ala que ni siquiera conocíapersonalmente.

—Has oído mal —había dichoHadley con sequedad—. Y voy a ir sola.

Lo cierto era que incluso aunquehubieran estado saliendo todavía, laboda de su padre sería el último lugar alque querría llevar a nadie. Pasar unanoche enfundada en un traje de dama dehonor hecho un guiñapo y viendo a unpuñado de personas adultas bailando lospajaritos ya sería bastante para soportarsola; tener compañía no haría más queempeorar las cosas. Las posibilidades

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de momentos humillantes eran inmensas.Su padre y Charlotte besándose yentrechocando sus copas, dándose decomer trocitos de tarta el uno al otro yhaciendo discursos deliberadamentebabosos.

Recuerda haber pensado, cuandoCharlotte le dijo que podía llevar parejaa la boda hace ya muchos meses, que nohabía nadie en el mundo a quien odiaralo suficiente como para someterlo a esatortura. Pero ahora, mirando a Oliver, sepregunta si su reacción fue la correcta.Se pregunta si el problema no sería queno había nadie en el mundo que legustara lo suficiente, nadie con quien se

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sintiera lo bastante cómoda como parapermitirle ser testigo de este dudoso hitoen su vida, este acontecimiento tantemido. Se sorprende a sí mismaimaginando por un segundo a Olivervestido de esmoquin de pie junto a laentrada al banquete y, por muy ridículaque sea la idea —la boda ni siquiera esde etiqueta—, siente cosquillas en elestómago. Traga saliva con decisión yahuyenta la imagen de su cabeza.

A su lado, Oliver está mirando a laanciana, que sigue roncando y moviendola boca de forma intermitente en un ticnervioso.

—Tengo que ir al baño —confiesa y

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Hadley asiente.—Yo también. Seguro que podemos

pasar sin despertarla.Oliver se desabrocha el cinturón de

seguridad y se endereza con brusquedad,chocando con el asiento delantero yganándose una mirada de odio de lamujer que lo ocupa. Hadley le miramientras trata de pasar junto a la ancianadormida sin despertarla, y cuandoambos han conseguido salir de la fila deasientos, le sigue por el pasillo endirección a la parte trasera del avión.Una azafata con aspecto aburridosentada en un asiento plegable levanta lavista de su revista cuando pasan a su

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lado.La señal roja de OCUPADO está

encendida en la puerta de los dos aseos,así que Hadley y Oliver se quedan depie en un estrecho espacio cuadradojusto fuera. Están lo bastante cerca eluno del otro como para que Hadleypueda oler la tela de su camisa, elwhisky en su aliento; no lo suficientecomo para tocarse exactamente, pero sínota cómo los pelos de su brazo le hacencosquillas y de nuevo siente un impulsorepentino de cogerle la mano.

Levanta la barbilla y descubre queOliver la está mirando con la mismaexpresión que tenía antes, cuando se

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despertó con la cabeza en su hombro.Ninguno de los dos se mueve ni habla;se limitan a quedarse allí de piemirándose en la oscuridad mientras losmotores del avión zumban bajo sus pies.Se le ocurre a Hadley que —esimposible, improbable— Oliver está apunto de besarla y se acerca a él solounos milímetros mientras el corazón sele sale del pecho. La mano de Oliverroza la suya y Hadley recibe unadescarga eléctrica que le llegadirectamente a la espina dorsal. Para susorpresa, Oliver no se separa; en lugarde ello le coge la mano acoplándola confirmeza a la suya y después tira

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suavemente, acercándola a él.Es casi como si estuvieran

completamente solos —como si nohubiera capitán ni tripulación ni filas deasientos con pasajeros dando cabezadasa lo largo del avión— y Hadley inspiraprofundamente e inclina la cabeza haciaatrás. Pero entonces una de las puertasde los servicios se abre, inundándolosde un haz de luz demasiado fuerte, y unniño pequeño sale arrastrando una tirade papel higiénico que se le ha quedadopegada a la suela de uno de sus zapatosrojos. La magia se ha roto.

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7

4.02, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

9.02, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Hadley se despierta de repente, nisiquiera consciente de haberse quedadodormida otra vez. La cabina del avióncontinúa en su mayor parte en penumbra,pero por los resquicios de las ventanasse cuelan ahora hilos de luz y a sualrededor hay gente que empieza amoverse, bostezando, estirándose y

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pasando bandejas con restos de huevos ybeicon de aspecto chicloso al personalde vuelo, que presenta un aspectoincreíblemente fresco y terso después deun viaje tan largo.

Ahora es la cabeza de Oliver la quereposa en el hombro de Hadleyobligándola a quedarse sentada, pero,cuando sus intentos por permanecercompletamente quieta dan comoresultado una especie de tic que laobliga a mover los brazos, él seendereza como si le hubieran dado unsusto.

—Perdón —dicen los dos al mismotiempo y después Hadley repite:

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—Perdón.Oliver se frota los ojos como un

niño que se despertara de un mal sueñoy después parpadea con los ojos fijos enHadley durante lo que parece demasiadotiempo. Hadley intenta no tomárselo amal, pero sabe que debe de tener unaspecto horrible. Antes, en el diminutocuarto de baño, se había mirado en eltodavía más minúsculo espejo y le habíasorprendido comprobar lo pálida queestaba, con los ojos hinchados por elaire cargado del avión y la altura.

Había observado su imagenreflejada con ojos entrelazados, sinexplicarse cómo podía Oliver siquiera

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hacerle caso. Hadley no es del tipo dechicas que están todo el día pendientesdel pelo y del maquillaje, no acostumbraa pasar demasiado tiempo frente alespejo, pero es menuda, rubia y guapa,al estilo de las chicas que gustan en elinstituto. Sin embargo, la imagen que lehabía devuelto el espejo resultaba untanto alarmante, y eso había sido antesde quedarse dormida por segunda vez.No puede ni imaginarse la pinta quetendrá ahora. Le duele cada centímetrodel cuerpo por el agotamiento y leescuecen los ojos; junto al cuello de lacamisa tiene una mancha de refresco ycasi le da miedo pensar cómo tendrá el

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pelo.Pero Oliver también parece distinto;

resulta raro verle a la luz del día, comocambiar el canal del televisor a altadefinición. Tiene los ojos todavía llenosde sueño y una arruga le recorre uno delos lados de la cara desde la mejilla a lasien, justo donde ha estado apoyadosobre el hombro de Hadley. Pero hayalgo más; está pálido y parece cansado,sin fuerzas; tiene los ojos rojos y unaexpresión abstraída, como si seencontrara a kilómetros de distancia.

Arquea la espalda para estirarse ydespués parpadea legañoso intentandoleer su reloj.

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—Ya casi estamos.Hadley asiente, aliviada al saber que

no van con retraso, aunque una parte deella no puede evitar desear tener mástiempo. A pesar de todo —el espacioatestado, los estrechos asientos, losolores que llevan ya horas recorriendoel pasillo— no está todavía preparadapara abandonar este avión, donde tanfácil le ha resultado hablar con libertady olvidarse de todo lo que ha dejadoatrás y también de lo que la espera.

El hombre del asiento de delantesube el estor de la ventanilla y unacolumna de luz blanca —tan cegadoraque Hadley se lleva una mano a los ojos

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— les rodea, llevándose la oscuridad y,con ella, lo poco que pudiera quedar dela magia de la noche anterior. Hadleyalarga el brazo para subir también suestor, ahora que el hechizo se ha rotooficialmente. Fuera el cielo es de uncolor azul deslumbrante y tiene nubesintercaladas como capas en una tarta.Después de tantas horas a oscuras casiresulta doloroso mirarlo durantedemasiado tiempo.

En Nueva York son solo las cuatrode la madrugada y cuando el pilotohabla por los altavoces su voz suenademasiado alegre para esas horas.

—Señoras y señores —dice—.

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Iniciamos el descenso hacia elaeropuerto de Heathrow. Parece que eltiempo en Londres es bueno, veintidósgrados y parcialmente soleado conposibilidad de algún chubasco por latarde. Habremos aterrizado en menos deveinte minutos, así que, por favor,abróchense los cinturones. Ha sido unplacer volar con ustedes y confiamos enverles nuevamente a bordo.

Hadley se vuelve hacia Oliver.—¿Cuántos grados son esos en

Fahrenheit?—Calor —contesta Oliver y en ese

momento también Hadley siente calor;tal vez es el pronóstico meteorológico, o

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el sol en la ventana o la proximidad deeste chico, con su camisa arrugada y lasmejillas sonrosadas. Alarga la manohacia el botón del panel que tieneencima de la cabeza, lo gira del todo ala izquierda y después cierra los ojospara sentir el chorro de aire fresco.

—Bueno… —suspira Oliverhaciendo crujir los nudillos.

—Sí.Se miran de reojo y algo en la

expresión de la cara de él —unaincertidumbre que es reflejo de la suyapropia— hace que Hadley sienta ganasde llorar. En realidad no hay unadistinción clara entre anoche y esta

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mañana —solo la oscuridad que ha dadopaso a la luz— pero de alguna maneratodo parece horriblemente distinto. Seacuerda de cuando esperaban de piejunto al cuarto de baño, cómo parecíaque estaba a punto de pasar algo, todo,como si el mundo entero se transformaramientras permanecían muy cerca el unodel otro en la oscuridad. Y ahora encambio parecen dos cortesesdesconocidos, como si todo lo demáshubiera sido producto de suimaginación. Le gustaría que pudierandar la vuelta y volar en direccióncontraria, cruzar de nuevo el globo enbusca de la noche que han dejado atrás.

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—¿Crees —pregunta Hadley convoz pastosa— que anoche agotamostodos los temas de conversación?

—Imposible —responde Oliver, y lamanera en que lo dice, con la bocaesbozando una sonrisa y la voz llena decalidez, deshace el nudo que Hadleytiene en el estómago—. Ni siquierahemos llegado todavía a los temasimportantes.

—¿Como cuáles? —pregunta Hadleytratando de adoptar una expresión quedisimule el alivio que siente—. ¿Como,por ejemplo, por qué Dickens es tanbuen escritor?

—Nada de eso. Me refiero a cosas

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como la defensa de los koalas. O a queVenecia se hunde. —Se detiene para dartiempo a Hadley de asimilar lo que dicey como ella no replica nada, se da unapalmada en la rodilla—. ¡Se estáhundiendo! ¡La ciudad entera! ¿Te lopuedes creer?

Hadley simula un gesto depreocupación.

—Desde luego eso parece muyimportante.

—Es que lo es —insiste Oliver—. Yno me hagas hablar de la huella decarbono a causa de este viaje. O de ladiferencia entre cocodrilos y caimanes.O del récord de vuelo de una gallina.

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—Por favor, dime que no te sabesese dato de memoria.

—Trece segundos —dice Oliverinclinándose para mirar por la ventana—. Qué desastre. Estamos ya casi enHeathrow y ni siquiera hemos habladodel tema de las gallinas. —Señala laventanilla con el dedo—. ¿Y ves esasnubes?

—Como para no verlas —diceHadley. El avión está ya prácticamenteenvuelto en niebla y el gris se agolpacontra las ventanas conforme el aparatopierde altura.

—Son cúmulos. ¿Lo sabías?—Estoy segura de que debería

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saberlo.—Son las mejores.—¿Y eso?—Porque tienen el aspecto que

deberían tener todas las nubes, como lasdibujan los niños. Y eso está bien.Porque, por ejemplo, el sol nunca escomo lo dibujábamos.

—¿Como un círculo del que salíanpalitos?

—Exacto. Y desde luego mi familianunca ha sido como yo la pintaba.

—¿Monigotes?—Oye, no te pases. Que también les

dibujaba pies y manos.—¿Que parecían guantes de boxeo?

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—Pero está bien, ¿no te parece?,cuando hay algo que sí coincide. —Inclina la cabeza hacia delante con unasonrisa de satisfacción—. Los cúmulosson las mejores nubes de todas.

Hadley se encoge de hombros.—Supongo que nunca lo había

pensado.—Pues por eso te lo digo. Tenemos

todavía un montón de cosas de las quehablar. De hecho solo acabamos deempezar.

Detrás de la ventanilla las nubes sealejan y el avión desciende suavementehacia el cielo plateado que hay debajo.Hadley siente un alivio irracional al ver

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la tierra, aunque todavía está demasiadolejos y es tan solo una colección deprados de colores, edificios sin formadefinida y un apunte de carreteras que lasurcan como hilos grises.

Oliver bosteza y apoya la cabezasobre el respaldo.

—Supongo que deberíamos haberintentado dormir más —dice—. Estoyhecho fosfatina.

Hadley le mira sin comprender.—Cansado —aclara Oliver

neutralizando las vocales y subiendo eltono de voz una octava para sonaramericano, aunque lo que consigue enrealidad es un leve acento sureño.

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—Me siento como si me hubieraapuntado a un curso de alguna lenguaextranjera.

—¡Aprenda inglés británico en solosiete horas! —dice Oliver con voz delocutor de televisión—. ¿Cómo puededejar alguien pasar un comercial así?

—Un anuncio —le corrige Hadleycon los ojos en blanco—. ¿Cómo puededejar alguien pasar un anuncio así?

Pero Oliver se limita a sonreír.—¿Ves todo lo que has aprendido

ya?Casi se han olvidado de la mujer

anciana que tienen al lado y que llevadurmiendo tanto tiempo que cuando se

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dan cuenta de que ya no ronca sesorprenden y no pueden evitar mirarla.

—¿Qué me he perdido? —preguntacogiendo su bolso, del que saca concuidado unas gafas, un bote de colirio yla cajita de pastillas de menta.

—Ya casi hemos llegado —le diceHadley—. Pero tiene suerte de habervenido durmiendo. Ha sido un viaje muylargo.

—Sí —corrobora Oliver, y, aunqueestá mirando para otro lado, Hadley notaque sonríe por su manera de hablar—.Se nos ha hecho eterno.

La mujer deja de hacer lo que estabahaciendo y se queda balanceando las

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gafas entre los dedos pulgar e índicemientras les dedica una gran sonrisa.

—Os lo dije —se limita a comentary después vuelve a concentrarse en elcontenido de su bolso. Hadley, que haentendido muy bien las connotaciones dela afirmación, evita la mirada de Olivermientras el personal de vuelo recorre elpasillo por última vez recordando a lospasajeros que deben enderezar elrespaldo de sus asientos, abrocharse elcinturón de seguridad y guardar suequipaje en los compartimentossuperiores.

—Me parece que incluso vamos allegar con unos minutos de adelanto —

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dice Oliver—. Así que, a no ser que elcontrol de pasaportes sea una pesadilla,creo que vas a llegar a tiempo. ¿Dóndees la boda?

Hadley se inclina, saca de nuevo lanovela de Dickens de su mochila yextrae una invitación de entre susúltimas páginas, donde la ha metido paraasegurarse de no perderla.

—Hotel Kensington Arms —dice—.Suena de lo más fino.

Oliver se inclina para mirar laelegante caligrafía con que está escritala invitación color crema.

—Ahí será la celebración —diceseñalando la dirección que está justo

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encima—. La ceremonia es en la iglesiade Saint Barnabas.

—¿Y está cerca?—¿De Heathrow? —Niega con la

cabeza—. No mucho. Pero en realidadnada está cerca de Heathrow. Así que, site das prisa, puedes llegar a tiempo.

—¿Dónde es la tuya?La mandíbula de Oliver se tensa.—En Paddington.—¿Y eso dónde está?—Cerca de donde vivía de pequeño

—contesta Oliver—, en el oeste deLondres.

—Suena bonito —dice Hadley, peroOliver no sonríe.

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—Es la iglesia a la que íbamos deniños —prosigue—. Hace años que novoy por allí. Siempre me castigaban porsubirme a la estatua de la Virgen Maríaque hay en la entrada.

—Qué bien —dice Hadley metiendode nuevo la invitación entre las páginasdel libro y cerrando este con demasiadafuerza, lo suficiente para sobresaltar aOliver, que la mira meter la novela en lamochila.

—Entonces, ¿se lo vas a devolver?—No lo sé —responde Hadley con

sinceridad—. Seguramente.Oliver se queda pensando un

momento.

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—¿Por lo menos esperarás hastadespués de la boda?

Hadley no tenía pensado hacer eso.Es más, se había imaginado dirigiéndosehacia su padre antes de la ceremonia yhaciéndole entrega del libro en un gestode rebeldía triunfal. El libro es la únicacosa que le ha dado desde que semarchó —dado en mano, no un regaloenviado por Navidad o por sucumpleaños—, y la idea dedevolvérselo le produce ciertasatisfacción. Si tenía que asistir a estaestúpida boda, entonces lo haría a sumanera.

Pero Oliver la está mirando con gran

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interés y Hadley no puede evitar sentirsealgo incómoda al ver la esperanza en susojos. Cuando le contesta la voz letiembla un poco.

—Me lo voy a pensar —dice, y acontinuación añade—: De todasmaneras, igual no llego a tiempo.

Los ojos de ambos se vuelven haciala ventana para comprobar cómo avanzala cosa y Hadley se esfuerza porreprimir una oleada de pánico, no tantopor el aterrizaje, sino por todo lo queviene después de este. Fuera, el suelo seacerca cada vez más y todo —las formasborrosas— se vuelve repentinamentenítido, las iglesias y las vallas y los

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restaurantes de comida rápida, inclusolas ovejas desperdigadas por pradosaquí y allá, y Hadley ve cómo todo seacerca mientras con una mano se agarrafuerte al cinturón de seguridad,preparándose como, si en lugar deaterrizar, el avión fuera a estrellarse.

Las ruedas tocan tierra y rebotanuna, dos veces, antes de posarse confirmeza en la pista y una vez allí salenpropulsadas, como el corcho al destaparuna botella, todo viento, motores y ruidode velocidad y una sensación de impulsotal que Hadley duda de que puedandetenerse. Pero por supuesto lo hacen yde nuevo reina el silencio; después de

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viajar a más de ochocientos kilómetrospor hora durante siete horas se deslizanen dirección a la puerta de entrada delaeropuerto con la parsimonia de uncarrito de venta ambulante.

Su pista de aterrizaje se bifurca paraunirse a otras como en un laberintogigante hasta enfilar un camino deasfalto que a Hadley le pareceinterminable, interrumpido solo portorres de control, hileras de aviones y lagigantesca terminal, que se yerguesolitaria bajo el cielo gris de nubesbajas. Así que esto es Londres, piensa.Sabe que está dándole la espalda aOliver pero se siente incapaz de

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despegarse de la ventana, como unidapor una fuerza invisible que le impide,sin saber muy bien por qué, girarse paramirarle.

Conforme se acercan a la terminal,ve la pasarela desplegada pararecibirles y el avión se coloca enposición con elegancia, hasta detenersecon una breve sacudida. Pero inclusocuando se han parado por completo, losmotores se han detenido y las luces deABRÓCHENSE LOS CINTURONES se hanapagado con un tintineo, Hadley no semueve. Detrás de ella crece unmurmullo, conforme los pasajeros seponen de pie para recoger su equipaje

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de mano, y Oliver espera un momentoantes de tocarle suavemente el brazo.Hadley se gira.

—¿Preparada? —pregunta él yHadley niega con la cabeza. Muy poco,pero lo suficiente para hacerle sonreír—. Yo tampoco —confiesa, pero sepone de pie de todas formas.

Justo antes de que les llegue el turnode salir al pasillo Oliver se mete lamano en el bolsillo y saca un billetecolor morado. Lo deposita en el asientoen que ha estado sentado las últimassiete horas y el papel se queda allí unpoco perdido entre tanto estampado.

—¿Para qué es eso? —pregunta

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Hadley.—El whisky. ¿No te acuerdas?—Ah, sí —dice mirando más de

cerca—. Pero no creo que costara veintelibras.

Oliver se encoge de hombros.—Un plus por robo.—¿Y si lo coge alguien?Oliver se agacha y coge ambos

extremos del cinturón de seguridad queluego abrocha sobre el billete, comoarropándolo.

—Ya está —dice dando un pasoatrás para admirar su obra—. Seguridadante todo.

Delante de ellos, la mujer mayor da

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unos cuantos pasos de pajarito por elpasillo antes de levantar la vista hacialos compartimentos del equipaje. Oliverse apresura a ayudarla, haciendo casoomiso de la gente que empieza aamontonarse detrás de ellos mientrasbaja una maleta maltrecha y despuésespera pacientemente a que la anciana seprepare.

—Gracias —le dice esta con unasonrisa—. Eres un chico encantador. —Echa a andar, después vacila como si sehubiera olvidado algo y se vuelve amirarle—. Me recuerdas a mi marido —le dice a Oliver, que niega con la cabezaen señal de protesta. Pero la mujer ha

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comenzado a girarse de nuevoavanzando a pasitos pequeños yconstantes, como el minutero de un reloj,y, una vez situada en la direccióncorrecta, echa a andar con lentitud por elpasillo mientras ambos se quedanmirándola.

—Espero que eso fuera un cumplido—dice Oliver con expresión algocortada.

—Llevan casados cincuenta y dosaños —le recuerda Hadley.

Oliver la mira de reojo mientras ellabaja su maleta.

—Creía que no eras partidaria delmatrimonio.

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—Y no lo soy —dice Hadleydirigiéndose a la salida.

Cuando Oliver la alcanza en larampa de salida ninguno de los doshabla pero Hadley lo siente,acercándose a ellos como un tren decarga: el momento en que habrán dedecirse adiós. Y por primera vez enhoras le sobreviene un repentino ataquede timidez. A su lado Oliver estira elcuello buscando el letrero indicador delcontrol de pasaportes, pensando ya en lopróximo, siguiendo adelante con su vida.Porque eso es lo que se hace en losaviones. Compartes un reposabrazos conalguien durante unas pocas horas.

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Intercambias historias personales, una odos anécdotas divertidas, tal vez unchiste. Hablas del tiempo y te quejas delo mala que es la comida. Le escuchasroncar. Y después dices adiós.

Así pues, ¿por qué se siente tan pocopreparada para la siguiente fase?

Debería estar preocupada porencontrar un taxi y llegar a tiempo a laiglesia, por ver a su padre otra vez yconocer a Charlotte. Pero en lugar deeso solo piensa en Oliver y darse cuentade ello —de que no quiere separarse deél— de repente la hace dudar de todo.¿Qué pasa si ha malinterpretado loocurrido en estas últimas horas? ¿Qué

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pasa si no es lo que ella piensa?De hecho todo es distinto ahora.

Oliver parece encontrarse a kilómetrosde distancia.

Cuando llegan al final del pasillo seencuentran con una larga cola formadapor sus compañeros de vuelo queesperan, con bolsas a sus pies, inquietosy protestando. Mientras deja caer sumochila, Hadley hace un recuento mentalde lo que ha metido en ella, tratando derecordar si lleva un bolígrafo con el queapuntar quizá un teléfono o unadirección de correo electrónico, algo deinformación sobre él, una póliza deseguros contra el olvido. Pero algo en su

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interior se paraliza y se siente incapazde decir nada que no suene cuandomenos desesperado.

Oliver bosteza y se estira con losbrazos en alto y la espalda arqueada,después posa un codo en el hombro deHadley en un gesto amistoso, simulandoapoyarse en ella. Pero Hadley siente queel peso de su brazo puede hacerleperder el equilibrio y traga saliva antesde mirarle, extrañamente sonrojada.

—¿Vas a coger un taxi? —lepregunta. Oliver niega con la cabeza yretira el brazo.

—El metro —dice—. La estaciónestá cerca.

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Hadley se pregunta si está hablandode la iglesia o de su casa, si va a estaúltima a darse una ducha y cambiarse deropa o se dirige a la boda directamente.Odia no saberlo. Se siente como en elúltimo día de clase, el último día delcampamento de verano, cuando todo estáa punto de terminar de forma abrupta yconfusa.

Para su sorpresa, Oliver baja la carahasta situarla a su altura, despuésentrecierra los ojos y posa un dedo en sumejilla con suavidad.

—Una pestaña —dice,deshaciéndose de ella con el pulgar.

—¿Y qué pasa con mi deseo?

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—Lo he pedido yo por ti —dice conuna sonrisa tan encantadora que aHadley le da un vuelco el corazón.

¿Es posible que solo se conozcandesde hace diez horas?

—He pedido que la cola del controlde pasaportes vaya rápido —le dice—.Si no, no tienes ninguna posibilidad dellegar a tiempo.

Hadley mira el reloj de la pared decemento sobre sus cabezas y se dacuenta de que Oliver tiene razón; ya sonlas 10.08, faltan menos de dos horaspara que empiece la boda. Y aquí está,atascada en el control de aduanas, con elpelo enredado y el vestido hecho un

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gurruño dentro de la maleta. Trata deimaginarse caminando hacia el altar,pero hay algo en esa imagen que nologra reconciliar con el presente estadode cosas.

Suspira.—¿Suele ir muy lento esto?—Ahora que he pedido mi deseo, no

—dice Oliver, y justo entonces, como side verdad fuera tan fácil, la colaempieza a avanzar. Oliver le dirige unasonrisa triunfal mientras da un paso alfrente y Hadley le sigue moviendo lacabeza.

—Si es tan fácil, podías haberpedido un millón de dólares.

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—Un millón de libras —la corrigeOliver—. Ahora estás en Londres. Y no.Porque luego habría que pagar losimpuestos.

—¿Qué impuestos?—Los impuestos sobre el millón de

libras. Al menos un ochenta y ocho porciento iría a parar directamente a lareina.

Hadley le mira fijamente.—Conque el ochenta y ocho por

ciento.—Los números no mienten —dice

Oliver con una sonrisa.Cuando llegan al punto en que la

cola se bifurca se encuentran con un

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agente con cara de pocos amigos yuniforme azul apoyado contra labarandilla de metal que les señala con lamano un letrero que indica hacia dóndedebe ir cada uno.

—Ciudadanos de la Unión Europeaa la derecha, el resto a la izquierda —repite una y otra vez con una vozaflautada y poco convincente que con elbullicio poca gente escucha—.Ciudadanos de la Unión Europea a laderecha…

Hadley y Oliver se miran y toda lainseguridad que sentía ella desaparece.Porque en la cara de él hay también unaresistencia fugaz a separarse. Se quedan

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allí de pie largo rato, demasiado, dehecho parece una eternidad, ambosreacios a separarse y dejando que lagente pase junto a ellos como un arroyoque va sorteando piedras.

—Señor —dice el agente rompiendoel encanto mientras apoya una mano enla espalda de Oliver y le urge a avanzar,a ponerse en marcha—. Tiene usted queseguir avanzando, está obstruyendo elpaso.

—Un minuto —empieza a decirOliver. Pero el agente le interrumpe.

—Ya, señor —le dice el agenteempujándole con más decisión.

Una mujer con un bebé que tiene

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hipo está tratando de adelantar a Hadley,empujándola hacia delante al hacerlo, ya esta no parece quedarle más remedioque dejarse llevar por la marea de gente.Pero antes de que pueda avanzar notauna mano en el codo y así, de repente,Oliver está de nuevo a su lado. La miracon la cabeza ladeada y la mano todavíaapoyada con firmeza en su brazo y, antesde que le dé tiempo a ponerse nerviosa,antes de ni siquiera darse cuenta de loque está ocurriendo, le escuchamurmurar:

—Qué narices…Y entonces, para su sorpresa, se

inclina y la besa.

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La fila de gente sigue avanzando a sualrededor y el agente de policía se rindemomentáneamente con un suspiro defrustración, pero Hadley no se da cuentade nada de esto; se agarra fuerte a lacamisa de Oliver por miedo a quealguien lo arrastre y lo separe de sulado, pero la mano de él aprieta suespalda mientras la besa y lo cierto esque nunca en su vida se ha sentido mássegura. Los labios de Oliver son suavesy saben a sal por las galletas quecompartieron antes y Hadley cierra losojos —solo un instante— mientras elresto del mundo desaparece. CuandoOliver se separa de ella con una sonrisa,

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Hadley está demasiado sorprendida paradecir nada. Da un paso atrástambaleándose mientras el agente selleva a Oliver en dirección contrariaentornando los ojos.

—Vamos a ver, que la fila no espara pasar a países diferentes —murmura.

El murete de cemento que separa lasdos áreas va creciendo entre los dos yOliver levanta una mano en un gesto desaludo mientras continúa sonriendo.Muy pronto, se da cuenta Hadley, dejaráde verle, pero todavía puede devolverlela mirada y agitar también la mano.Oliver señala con el dedo el comienzo

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de su fila y Hadley asiente, confiando enque eso quiera decir que la estaráesperando fuera, y después éldesaparece y a ella no le queda otroremedio que seguir avanzando con elpasaporte en la mano y el recuerdo delbeso todavía en los labios. Se lleva unamano al corazón para intentartranquilizarse.

Pero no pasa mucho tiempo antes deque se dé cuenta de que el deseo deOliver no se ha hecho realidad; la colaestá prácticamente parada y Hadley seencuentra atrapada entre un bebé lloróny un hombre corpulento con unacamiseta que dice: Texas. Nunca en su

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vida se ha sentido tan impaciente. Lanzamiradas al reloj y de este al muro detrásdel que ha desaparecido Oliver y cuentalos minutos con ferviente intensidad,revolviéndose inquieta, caminando ysuspirando mientras espera.

Cuando por fin le llega el turno,prácticamente corre hasta la ventanilla yuna vez allí empuja el pasaporte por laranura.

—¿Negocios o placer? —lepregunta la mujer mientras estudia ellibrito y Hadley duda antes de contestar,ya que ninguna de las dos posiblesrespuestas define su situación. Al finalse decide por placer (aunque ver a su

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padre casarse de nuevo difícilmenteentra en esa categoría) y contesta alresto de preguntas con tanto brío que lamujer la mira con aire de sospecha antesde estampar un sello en una de lasmuchas páginas en blanco de supasaporte.

Su maleta se tambalea atrás yadelante mientras corre alejándose delcontrol de pasaportes, en dirección a lazona de recogida de equipajes, trasdecidir que la manzana que cogió de lanevera de casa antes de salir no cuentacomo producto agrícola a declarar. Yason las 10.42 y si no consigue coger untaxi en los siguientes minutos hay

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muchas probabilidades de que no lleguea la ceremonia. Pero todavía no va apensar en eso. Ahora solo piensa enOliver, y cuando llega a la puerta desalida —un mar de gente apelotonadadetrás de una cinta de separación negrasosteniendo letreros y esperando aamigos y familiares— se le cae el almaa los pies.

La sala es enorme, con docenas decintas transportadoras sobre las queviajan maletas de brillantes colores y,por todas partes y desplegadas en todasdirecciones, cientos y cientos depersonas, cada una de ellas buscandoalgo: a alguien, un medio de transporte,

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una indicación, la sección de objetosperdidos. Hadley avanza en círculos, elequipaje le pesa como si fuera deplomo, tiene la camisa pegada a laespalda y el pelo le cae sobre los ojos.Hay niños y abuelos, conductores delimusinas y empleados de aeropuerto, untipo con un delantal de Starbucks y tresmonjes con túnicas rojas. Parece haberun millón de personas y ninguna de ellases Oliver.

Se recuesta contra una pared y apoyasus cosas en el suelo sin preocuparsesiquiera de que alguien puedaempujarla. Está demasiado ocupadabarajando posibilidades. Puede haber

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pasado cualquier cosa, la verdad. Quesiga en la cola. Que le hayan retenido enel control de pasaportes. Que hayasalido antes y dado por hecho que ellaya se ha ido. Incluso pueden habersecruzado sin haberse visto.

O quizá simplemente se ha ido.Y sin embargo, espera.El reloj gigante sobre la pantalla

electrónica la mira acusador y Hadleytrata de ignorar la creciente sensaciónde pánico en su interior. ¿Cómo hapodido irse sin decir adiós? O quizá esohabía sido el beso, una despedida. Pero,de todas maneras, después de todas esashoras, de esos momentos juntos, ¿cómo

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puede haberse terminado todo?Se da cuenta de que ni siquiera sabe

su apellido.Lo último que le apetece ahora es ir

a una boda. Casi puede sentir cómo sedisipan sus energías, como agua que seva por el sumidero. Pero conformepasan los minutos le resulta cada vezmás difícil ignorar el hecho de que se vaa perder la ceremonia. Con ciertoesfuerzo se aleja de la pared y vuelve arecorrer el lugar con la vista, los pies lepesan mientras examina la inmensaterminal, pero Oliver, con su camisaazul y su pelo revuelto, no está porninguna parte.

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Así pues, con nada más que hacer,Hadley sale por fin por las puertascorrederas a la niebla gris de Londres,contenta por lo menos de que el sol nohaya tenido el mal gusto de salir estamañana.

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8

5.48, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

10.48, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

La cola para los taxis es casiridículamente larga y Hadley arrastra sumaleta hasta el final con un murmullo dedesesperación, para situarse detrás deuna familia americana vestida concamisetas rojas que habla demasiadoalto. Heathrow ha resultado ser unaeropuerto tan bullicioso como JFK,

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aunque sin la excusa del cuatro de julio,y Hadley espera aturdida mientras la filaavanza con lentitud, acusando, ahora sí,la falta de sueño. Todo parece borrosomientras pasea la vista desde la filahasta los autobuses que se preparan parasalir y de ahí a la línea de taxis queesperan su turno, tan solemnes ysilenciosos como una procesión fúnebre.

—No puede ser peor que NuevaYork —había dicho antes cuando Oliverle había advertido sobre Heathrow, peroeste había movido la cabeza por todacontestación.

—Una pesadilla logística deproporciones épicas —lo había

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llamado. Y tenía toda la razón.Sacude un poco la cabeza como si se

le hubiera metido agua en el oído. Se haido —se repite a sí misma—. Y punto.Pero incluso entonces sigue dando laespalda a la terminal resistiéndose alimpulso de darse la vuelta y buscarlepor última vez.

Alguien le dijo una vez que existeuna fórmula para determinar cuánto setarda en olvidar a alguien, y que es lamitad del tiempo que se ha estado conese alguien. Hadley tiene sus dudasrespecto a lo precisa que puede ser estafórmula, un cálculo que se le antojademasiado simple para algo tan

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complicado como que a uno le rompanel corazón. Después de todo, sus padresllevaban casados veinte años y su padretardó solo unos pocos meses enenamorarse de otra persona. Y cuandoMitchell la dejó después de salir juntosun semestre entero, a ella le bastaronunas pocas semanas para olvidarse de élpor completo. Sin embargo siente ciertoconsuelo al pensar que solo ha pasadocon Oliver unas pocas horas, lo quequiere decir que este nudo que tiene enel estómago habrá desaparecido antes deque termine el día, como mucho.

Cuando por fin llega al principio dela fila, busca en la mochila la dirección

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de la iglesia mientras el taxista —unhombre diminuto con una barba tan largay blanca que le da cierto aspecto deDavid el gnomo— deja caer su maletasin ningún cuidado dentro del maletero ysin interrumpir en ningún momento laconversación telefónica que estámanteniendo por el manos libres. Unavez más Hadley trata de no pensar encómo estará el vestido que dentro depoco no tendrá más remedio queponerse. Le da al taxista el papel con ladirección y este trepa al asiento delconductor sin darse por enterado de quetiene una nueva pasajera.

—¿Cuánto tardaremos? —le

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pregunta Hadley mientras se acomoda enel asiento trasero, y entonces el taxistainterrumpe su conversación el tiemposuficiente para emitir una risa ásperaque más bien parece un ladrido.

—Mucho —dice. Y acto seguido seincorpora al lento flujo de tráfico.

—Genial —murmura Hadley.Por la ventana el paisaje se adivina

tras un velo de niebla y lluvia. Hay ungris que parece aferrarse a todo, yaunque la boda va a ser en un lugarcerrado, Hadley no puede evitarcompadecerse de Charlotte por uninstante. A cualquiera le desilusionaríatener que casarse en un día así, incluso

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si eres inglesa y llevas toda la vidasabiendo lo que puedes esperar.Siempre te queda un resquicio deesperanza de que este día —tu día—será la excepción a la regla.

Cuando el taxista sale a la autopista,los edificios bajos comienzan a dar pasoa estrechas casas de ladrillo que estánmuy juntas, separadas solo por afiladasantenas de televisión y estrechosjardines. Hadley quisiera preguntar siesto es ya Londres, Londres, pero le dala impresión de que el taxista no tienedemasiada vocación de guía turístico. SiOliver estuviera aquí sin duda estaríacontándole historias sobre todo lo que

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se ve por la ventanilla, aunque a buenseguro serían teorías marcianas yverdades a medias, dosificadas paramantenerla bien atenta, preguntándose sialguna parte de ellas es verdad.

En el avión le había hablado de susviajes a Sudáfrica, Argentina e India consu familia y Hadley le había escuchadoatenta, deseando estar de viaje hacia undestino como esos. Desde donde estabasentada no le quedaban demasiado lejos.Allí, en el avión, no le resultaba difícilimaginar que se dirigían juntos a algúnlugar.

—¿Cuál te ha gustado más —lehabía preguntado— de todos los sitios a

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los que has ido?Oliver pareció pensárselo un

momento antes de que se formara en sumejilla aquel hoyuelo inconfundible.

—Connecticut.Hadley rio.—Sí, seguro. ¿A quién le interesa

Buenos Aires cuando puedes ir a NewHaven?

—¿Y a ti?—Alaska, seguramente. O Hawai.Oliver pareció impresionado.—No está mal. Los dos estados que

están más lejos.—De hecho creo que conozco todos

menos uno.

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—Venga ya.Hadley negó con la cabeza.—En serio. Cuando era pequeña

hacíamos muchos viajes familiares encoche.

—¿En coche a Hawai? ¿Cómo lohicisteis?

Hadley sonrió.—En aquella ocasión decidimos que

tenía más sentido ir en avión.—¿Y cuál es el que no conoces?—Dakota del Norte.—¿Y eso?Hadley se encogió de hombros.—No nos ha dado tiempo todavía,

supongo.

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—Me pregunto cuánto se tardará encoche desde Connecticut.

Hadley rio.—¿Sabes conducir por el lado

derecho de la carretera?—Sí —había contestado Oliver

simulando cara de indignación—. Ya séque cuesta trabajo imaginar que yopueda ser capaz de conducir un vehículocirculando por el lado equivocado de lacarretera, pero de hecho se me dabastante bien. Ya lo verás cuandoorganicemos nuestro viaje a Dakota delNorte.

—Lo estoy deseando —dijo Hadleyrepitiéndose para sí que aquello era solo

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una broma. Y sin embargo, la idea delos dos recorriendo juntos el país,escuchando música y dejando paisajesatrás había bastado para hacerla sonreír.

—Entonces, ¿cuál es el sitio que máste ha gustado fuera de Estados Unidos?Ya sé que resulta casi imposibleimaginar que haya algún sitio en elmundo más bonito, por ejemplo, queNueva Jersey, pero…

—En realidad es la primera vez quesalgo del país.

—¿En serio?Hadley asintió.—Qué presión, entonces.—¿Por qué?

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—Londres, digo.—No espero demasiado, la verdad.—Sí, ya supongo. Pero si pudieras

elegir cualquier otro sitio del mundo, ¿acuál irías?

Hadley se lo pensó unos segundos.—A Australia quizá. O a París. ¿Y

tú?Oliver la había mirado como si la

respuesta fuera obvia, las comisuras delos labios esbozando una levísimasonrisa.

—Pues a Dakota del Norte.Ahora Hadley apoya la frente en el

cristal de la ventanilla del taxi y sedescubre sonriendo al pensar en él. Es

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como una canción que uno no puedequitarse de la cabeza. Por mucho que lointente, la melodía de su encuentro suenasin fin en su cerebro, cada vez máshermosa, como una nana, o un himno, yse le ocurre que nunca se cansará deescucharla.

Mira con ojos llorosos el mundopasar por la ventanilla e intentamantenerse despierta. Su teléfono suenacuatro veces antes de que se dé cuentade que no es el del taxista, y cuando porfin lo saca de la mochila y ve que es supadre, duda un momento antes decontestar.

—Estoy en un taxi —dice por todo

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saludo y después estira el cuello paraver la hora en el reloj del salpicadero.Se sobresalta un poco al ver que ya sonlas 11.24.

Su padre suspira y Hadley se loimagina vestido ya de esmoquincaminando impaciente por los pasillosde la iglesia. Se pregunta si quizá nohabría preferido que ella no fuera a laboda. Hoy tiene muchas más cosasimportantes de las que preocuparse —las flores, los programas de mano y ladistribución de las mesas de invitados—y el hecho de que su hija haya perdido elvuelo y ahora llegue tarde debe deresultarle un trastorno más que otra

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cosa.—¿Sabes si estás ya cerca? —le

pregunta y Hadley tapa el teléfono con lamano y carraspea sonoramente. Elconductor da un respingo y es evidenteque la interrupción le molesta.

—Perdone —dice Hadley—. ¿Sabecuánto falta?

El taxista infla los carrillos ydespués suspira con fuerza.

—Veinte minutos —dice—. Treinta.Eh… veinticinco. Treinta, quizá. Sí,treinta.

Hadley frunce el ceño y vuelve acolocarse el teléfono en la oreja.

—Creo que una media hora.

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—Vaya por Dios —dice su padre—.A Charlotte le va a dar un ataque.

—Podéis empezar sin mí.—Es una boda, Hadley. No es lo

mismo que saltarse los anuncios en elcine.

Hadley se muerde el labio para nocorregirle: se dice cine.

—Escucha —dice su padre—. Dileal taxista que le das un billete de veintede propina si te trae aquí en veinteminutos. Hablaré con el pastor a ver sipodemos esperar un poco. ¿Vale?

—Muy bien —contesta Hadleymirando dudosa al taxista.

—Y no te preocupes. Las amigas de

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Charlotte lo tienen todo preparado —añade su padre y Hadley percibe denuevo el buen humor en su voz, eserastro de risa al hablar que recuerda decuando era pequeña.

—¿Preparado para qué?—Para echarte una mano —contesta

su padre, alegre—. Hasta ahora.El taxista parece animarse un poco

ante la perspectiva de la propina ydespués de llegar a un acuerdo se salede la autopista y enfila una serie decarreteras secundarias jalonadas devistosos edificios, numerosos pubs ymercados y pequeñas tiendas. Hadley sepregunta si debería empezar a arreglarse

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ya, pero la tarea se le antoja demasiadocomplicada, así que se limita a mirarpor la ventana mordiéndose las uñas ytratando de no pensar en nada. Casiparece más fácil enfrentarse a esta cosacon los ojos vendados. Como un reocamino del patíbulo.

Su vista se detiene en el teléfono ensu regazo y lo abre para intentar hablarcon su madre, pero cuando le sale elcontestador lo cierra apesadumbrada.Hace un rápido cálculo mental yconcluye que todavía es pronto enConnecticut y que su madre —queduerme como un tronco y no es personahasta que se ha duchado y se ha tomado

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varios litros de café— debe de estartodavía en la cama. A pesar de lamanera en que se despidieron, Hadleysospecha que la voz de su madre es loúnico que puede hacer que se sientamejor en este momento, y hablar con ellaes lo que más le apetece en el mundo.

El taxista cumple su palabra.Exactamente a las 11.46 se detienen anteuna iglesia enorme con tejado rojizo yuna aguja tan larga que el final de lamisma se pierde en la niebla. La puertaprincipal está abierta y dos hombres derostro redondeado y vestidos deesmoquin esperan junto a ella.

Hadley rebusca entre los billetes de

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colores que su madre le cambió y le daal taxista lo que le parece una cantidadexorbitante para un traslado desde elaeropuerto, más las veinte libras depropina, lo que la deja solo con diezlibras. Después de salir y sacarle lamaleta bajo la lluvia, el taxista semarcha y Hadley se queda allí paradamirando la iglesia.

Del interior sale una melodía deórgano y en la puerta los dos hombresencargados de acompañar a losinvitados a sus asientos la miransonrientes y con expectación mientrasbarajan los programas de mano. PeroHadley descubre otra puerta en el muro

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de ladrillo y se dirige hacia ella. Laúnica cosa peor que recorrer el pasillohasta el altar sería hacerlo demasiadopronto, vestida con una falda vaqueraarrugada y arrastrando una maleta roja.

La puerta da a un pequeño jardín conla estatua en piedra de un santo en la queahora mismo hay posadas tres palomas.Hadley arrastra su maleta por uno de loslaterales hasta que llega a otra puerta ycuando la abre, empujándola con elhombro, la música inunda el jardín.Mira a la derecha y después a laizquierda antes de dirigirse hacia laparte trasera de la iglesia, donde se topacon una mujer menuda que lleva un

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sombrero pequeño adornado con flores.—Perdón —dice Hadley casi en

susurro—. Estoy buscando… ¿al novio?—¡Tú debes de ser Hadley! —

exclama la mujer—. ¡Cómo me alegrode que hayas llegado a tiempo! No tepreocupes, cariño. Las chicas te estánesperando abajo.

Por la forma en que pronuncia lapalabra chicas Hadley deduce que debede ser la madre de la novia, escocesa.Ahora que su padre y Charlotte van acasarse Hadley se pregunta si debeconsiderar a esta mujer —unadesconocida— una especie de abuela.La idea la deja sin palabras y se le

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ocurre que habrá todavía más personasque pasen a formar parte de su familiauna vez la boda se haya puesto enmarcha. Pero antes de que le dé tiempo adecir algo, la mujer agita un poco lasmanos:

—Más vale que te des prisa.Hadley recupera el habla y le da las

gracias apresuradamente antes dedirigirse hacia la escalera.

Mientras tira de la maleta escalón aescalón escucha un murmullo crecientede voces y para cuando llega abajo seencuentra completamente rodeada.

—Aquí está —dice una de lasmujeres pasándole un brazo por los

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hombros para guiarla hacia el interior deun aula de la escuela dominical que, alparecer, hace las funciones de vestuario.Otra coge su maleta y una tercera laacompaña hasta una silla plegablecolocada frente a un espejo apoyado enla pizarra. Las cuatro mujeres ya estánvestidas de damas de honor y peinadas,con las cejas depiladas y maquilladas.Hadley intenta memorizar sus nombresmientras se presentan, pero es evidenteque hay poco tiempo para cortesías;estas mujeres están a lo que están.

—Pensábamos que ya no llegabas —dice Violet, la dama de honor principal,una amiga de la infancia de Charlotte

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que revolotea alrededor de la cabeza deHadley mientras se saca una horquillade la boca. Otra, Jocelyn, coge unabrocha de maquillaje y entrecierra losojos un instante antes de ponerse manosa la obra. Por el espejo Hadley puedever que las otras dos le han abierto lamaleta y están tratando de alisar elvestido, que está tan irremediablementearrugado como ella se temía.

—No pasa nada. No pasa nada —dice Hillary mientras desaparece en elcuarto de baño con él en la mano. Es deesos vestidos que quedan bien un pocoarrugados.

—¿Qué tal el vuelo? —le pregunta

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Violet mientras pasa un cepillo por elpelo de Hadley, que sigue enredadodespués de tantas horas en el avión.Antes de que Hadley tenga ocasión deresponder, Violet le ha hecho un moñotan tirante que sus ojos azules parecenchinos.

—Me tira mucho —consigue decirsintiéndose como Blancanieves acosadapor las criaturas del bosque.

Pero para cuando han terminado conella, en solo diez minutos, tiene quereconocer que han obrado un milagro. Elvestido, aunque sigue algo aplastado,tiene mejor aspecto incluso que cuandose lo probaba en casa, gracias a la

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intervención urgente de su madre ayerpor la mañana y algunos alfileresempleados estratégicamente por lasotras damas de honor. Los zapatos quelleva son de su madre, sandalias tanbrillantes como dos monedas, y Hadleymueve los dedos de los pies con lasuñas pintadas de rojo mientras lasinspecciona. Lleva el pelo recogido enun elegante moño y entre eso y elmaquillaje, se siente otra persona.

—Pareces una bailarina —diceWhitney con una palmada de entusiasmoy Hadley sonríe, sintiéndose algo tímidaentre tantas hadas madrinas. Pero tieneque admitir que es cierto.

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—Vámonos —dice Violet mirandoel reloj de la pared, que marca las12.08. No queremos que a Charlotte ledé un infarto el día de su boda.

Las otras ríen mientras se miran porúltima vez en el espejo y después todassalen por la puerta como una sola, sustacones resonando en el suelo de linóleodel sótano de la iglesia.

Pero Hadley se ha quedadoparalizada. Acaba de darse cuenta deque no tendrá ocasión de ver a su padreantes de la ceremonia y estaconstatación le da vértigo. De repentetodo parece estar ocurriendo demasiadodeprisa, y se alisa el vestido y se

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muerde el labio tratando sin éxito dedetener el ritmo vertiginoso de suspensamientos.

Se va a casar —piensa asombradapor la mera idea—. A casarse.

Claro que todo esto lo sabe desdehace meses —que hoy su padre empiezauna nueva vida, una vida con una mujerque no es su madre—, pero hasta ahorano eran más que palabras, una idea vaga,un acontecimiento futuro que una tiene laimpresión de que nunca llegará a ocurrirrealmente, una mera amenaza, como elmonstruo malo de los cuentos infantiles,todo pelo, colmillos y garras, peroirreal.

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Y sin embargo ahora, de pie en elsótano de una iglesia con las manostemblonas y el corazón latiéndole a milpor hora, es consciente por primera vezde lo que este día significa, de todo loque ganará y perderá con él, de todo loque ya ha cambiado en su vida. Y sesiente mal.

Una de las damas de honor la llamadesde el pasillo, donde el eco depisadas se va atenuando. Hadley inspiraprofundamente tratando de recordar loque le dijo Oliver en el avión sobre lovaliente que era. Y aunque en estemomento se siente cualquier cosa menosvaliente, algo en ese recuerdo le hace

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erguirse un poco, y así, en esta actitud,se dispone a reunirse con el resto delgrupo, con los ojos muy abiertos debajodel maquillaje.

Una vez arriba, la conducen hasta elvestíbulo de la entrada principal de laiglesia y le presentan al hermano deCharlotte, Monty, su acompañante en elpaseo hasta el altar. Es delgado como unalfiler y pálido como un fantasma, yHadley deduce que debe de ser al menosunos años mayor que Charlotte y que yaha cumplido los cuarenta. Montyprimero le da la mano, fría y delgada, y,una vez hechas las presentaciones, leofrece su brazo. Alguien le alarga un

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ramo de flores rosas y moradas mientrastodos se colocan en fila y antes de queHadley pueda darse cuenta de lo queestá pasando, se abren las puertas y losojos de los invitados están fijos en ellos.

Cuando les llega el turno, Monty laempuja suavemente y Hadley echa aandar a pasitos cortos, sintiéndose algoinsegura sobre los tacones. La boda esmás concurrida de lo que habíasupuesto; durante meses ha imaginadouna pequeña iglesia rural con unoscuantos amigos íntimos. Pero esto es unbodorrio en toda regla, con cientos decaras desconocidas y todas vueltas haciaella.

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Sujeta más fuerte los tallos del ramode flores y levanta la barbilla. En ellado del novio ve algunas caras quereconoce vagamente: un compañero deuniversidad de su padre, un primosegundo que se marchó a vivir aAustralia y un tío ya mayor que duranteaños estuvo enviándole regalos decumpleaños en el día equivocado y alque —a decir verdad— suponía yamuerto.

Mientras avanzan por el pasilloHadley tiene que concentrarse enrespirar. La música está muy alta y lapálida iluminación de la iglesia laobliga a parpadear. No sabría decir si

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tiene calor porque no hay aireacondicionado o por el sentimiento depánico que amenaza con invadirla, esasensación familiar que le sobrevienesiempre que está en un lugar cerradolleno de gente.

Cuando casi han llegado al final delpasillo le sorprende ver a su padre depie junto al altar. Se le antoja casiridículo encontrarle allí, en una iglesialondinense que huele a lluvia y aperfume, con una fila de mujeresvestidas de color lavanda que caminanhacia él con pasos cortos. No le cuadrala imagen de su padre, recién afeitado,con los ojos brillantes y una pequeña

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flor lila prendida en la solapa. A Hadleyse le ocurren un millón de sitios en losque podría estar ahora, en esta tarde deverano. Por ejemplo en la cocina decasa, vestido con su pijama raído, eseque tiene agujeros en los talones porquelos pantalones le quedan largos. Orevisando facturas en su antiguodespacho, sorbiendo té de su taza con lainscripción ¿Tienes poesía?, pensandoen salir a cortar el césped. De hecho hayun montón de cosas que podría estarhaciendo ahora mismo, y casarse desdeluego no es una de ellas.

Mira hacia los bancos mientrascamina; en el extremo de cada uno hay

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un ramillete de flores atado con cintasde seda. Las velas junto al altar creanuna atmósfera un tanto mágica, y lasofisticación, la elegancia que se respiraes tan distinta de la vida que antesllevaba su padre que Hadley no tienemuy claro si sentirse confundida oinsultada.

Se le ocurre que Charlotte debe deestar en algún lugar detrás de ella,esperando en uno de los laterales, y lesobreviene una necesidad imperiosa devolverse y mirar. Levanta los ojos y estavez se encuentra con los de su padrefijos en ella. De manera involuntariamira para otro lado, haciendo uso de

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todo su poder de concentración paraseguir avanzando, aunque cadacentímetro de su cuerpo está deseando iren dirección contraria.

Al final del pasillo, cuando Monty yHadley ya tienen que separarse, su padrealarga el brazo y le coge la mano,apretándosela un poco. La forma en quela está mirando, tan alto y tan guapo conel esmoquin, le recuerda a las fotos queha visto de la boda con su madre, asíque traga saliva y consigue esbozar unasonrisa antes de situarse junto al restode damas de honor al otro lado del altar.Dirige la vista al fondo de la iglesia, ycuando la música cambia y sube de

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volumen, los invitados se ponen en pie yla novia hace su aparición en la puertade entrada del brazo de su padre.

Hadley se había preparado tantopara odiar a Charlotte que por unmomento se queda asombrada de loguapa que está con su vestido de faldaacampanada y el delicado velo. Es alta yesbelta, muy distinta de su madre, que esbaja y pequeña, tan menuda de hechoque su padre solía cogerla en brazos yamenazarla en broma con tirarla al cubode la basura.

Pero aquí, ante ella, está Charlotte,tan guapa y grácil que a Hadley lepreocupa que al volver a casa no tendrá

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ningún detalle feo que contarle a sumadre. Su paseo hacia el altar pareceque no va a terminar nunca y sinembargo nadie puede apartar la vista deella. Y cuando por fin llega, con los ojostodavía fijos en su padre, vuelve lacabeza y le dedica una gran sonrisa a laaturdida Hadley, que —a pesar de todo,a pesar de que se ha hecho el firmepropósito de odiarla— se la devuelvede forma instintiva.

¿Y el resto de la ceremonia? Puescomo todas las que han sido y serán.Idéntica a los cientos de miles de bodasque están por venir. El pastor se acercaal altar y el padre de la novia pronuncia

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las palabras de costumbre al entregarlaal novio. Se dicen plegarias, sepronuncian discursos y por últimotambién se intercambian anillos. Haysonrisas y lágrimas, música y aplausos,incluso risas cuando el novio seconfunde y dice sí, en lugar de sí,quiero.

Y aunque todos los novios siempreparecen felices en el día de su boda, hayalgo en los ojos de este en particular quedeja a Hadley sin respiración. La alegríaen sus ojos, lo sincero de su sonrisa ladeja muda, paralizada, partida en dos,con el corazón como un trapo mojado.

Le hace desear, otra vez con todas

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sus fuerzas, volver a casa.

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9

7.52, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

12.52, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Una vez, hace un millón de años, cuandoHadley era pequeña y su familia seguíaunida, en una tarde de verano comocualquier otra estaba con sus padres enel jardín delantero de su casa. Hacíatiempo que había anochecido, a sualrededor chirriaban los grillos y sumadre y su padre estaban sentados en las

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escaleras del porche con los hombrosmuy juntos, riendo mientras veían aHadley perseguir luciérnagas hasta losrincones más oscuros del jardín.

Cada vez que lograba acercarse aellas las brillantes luces amarillasdesaparecían, así que cuando por finlogró atrapar una le pareció casi unmilagro, como tener una joya en lamano. La sostuvo con cuidado mientrascaminaba de regreso al porche.

—¿Me pasas la casa de los bichos?—preguntó, y su madre alargó el brazohacia atrás para coger el frasco demermelada. Le habían hecho agujeros enla tapa, de manera que ahora estaba

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perforada por pequeñas aberturas nomayores que las estrellas en el cielo, yla luciérnaga se agitaba furiosa detrásdel cristal batiendo las alas con fuerza.Hadley acercó la cara al frasco paraverla mejor.

—Bonito ejemplar —dijo su padrecon voz convencida y la madre asintió.

—¿Por qué se llaman gusanos de luzsi los gusanos no vuelan?

—Bueno… —dijo su padre con unasonrisa—. ¿Por qué se llaman ciempiéslos ciempiés si no tienen cien patas?

Su madre puso los ojos en blanco yHadley rio mientras los tres miraban alpequeño insecto chocar contra las

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gruesas paredes del frasco.—¿Te acuerdas de cuando fuimos a

pescar el verano pasado? —le preguntómás tarde su madre, cuando estaban apunto de irse a dormir. Agarró laespalda de la camisa de Hadley y tiró deella con suavidad obligándola aretroceder unos pasos para sentarla ensu regazo—. ¿De que tiramos todos lospeces que habíamos cogido?

—Para que pudieran seguir nadando.—Exacto —dijo su madre apoyando

la barbilla en el hombro de Hadley—.Me parece que este bichito tambiénsería más feliz si lo dejaras libre.

Hadley no dijo nada y se limitó a

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acercar el frasco a su pecho.—Ya sabes lo que dicen —intervino

su padre—: Si quieres a alguien, debesdarle libertad.

—¿Y si no vuelve?—Algunos lo hacen y otros no —

contestó su padre dándole un pellizcocariñoso en la nariz—. Yo siemprevolveré cuando me necesites.

—Pero tú no tienes luz —señalóHadley, y su padre se limitó a sonreír.

—Cuando estoy contigo, sí.

Para cuando ha terminado la ceremoniacasi ha dejado de llover, pero fuera hay

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un montón de paraguas negros a modo deescudos contra la persistente humedad yque hacen que el jardín de la iglesiaparezca más un funeral que una boda. Enlo alto, las campanas tañen con talfuerza que Hadley siente las vibracioneshasta en los dedos de los pies mientrasbaja las escaleras.

Después de que el pastor losdeclarara marido y mujer, su padre yCharlotte recorrieron triunfales elpasillo y desaparecieron. Hantranscurrido quince minutos desde quesellaron su unión con un beso y Hadleytodavía no los ha visto. Deambula entrela multitud preguntándose cómo puede

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conocer su padre a tanta gente. Havivido en Connecticut casi toda su viday solo tiene unos pocos amigos que loatestigüen. Y en cambio, después desolo dos años aquí, se ha convertido enun auténtico relaciones públicas.

Y además casi todos los invitadosparecen más bien extras de una película,plantados allí después de haber sidoarrancados de la vida de alguna otrapersona. ¿Desde cuándo se relaciona supadre con mujeres con pamelas,hombres con frac, todos ellos vestidoscomo si fueran a tomar el té con la reinade Inglaterra? La escena en su conjunto—sumada a su jet-lag— hace que

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Hadley tenga la impresión de no estardel todo despierta, como viviéndolotodo en diferido, incapaz desincronizarse a tiempo real.

Un minúsculo rayo de sol que seabre paso entre las nubes basta para quelos invitados miren al cielo y bajen losparaguas, como si estuvieranpresenciando una auténtica anomalíaclimática. De pie, en medio de todosellos, Hadley no está muy segura de loque debe hacer ahora. Las otras damasde honor parecen haberse esfumado, asíque es posible que ella tenga que estarahora en algún otro lugar haciendo algoútil; no llegó a leerse bien el programa

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de festejos que le enviaron por correoelectrónico en las últimas semanas y noha habido tiempo para recibirinstrucciones antes de la ceremonia.

—¿Tengo que hacer algo? —pregunta cuando se topa con Monty,quien está estudiando la limusina blancavintage de la entrada con gran interés.Este se encoge de hombros einmediatamente sigue inspeccionando elcoche que, es de suponer, trasladará a lafeliz pareja a la recepción más tarde.

De vuelta hacia la iglesia, Hadleysiente alivio al distinguir un punto colorlavanda entre la multitud que resulta serViolet.

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—Tu padre te está buscando —ledice señalando hacia el viejo edificio depiedra—. Está con Charlotte, dentro.Charlotte se está retocando un pocoantes de las fotos.

—¿A qué hora es el banquete? —pregunta Hadley, y por la forma en queViolet la mira es como si hubierapreguntado por dónde se sube al cielo.Al parecer es una información del todoobvia.

—¿No te llegó el programa?—No tuve tiempo de mirarlo —

contesta Hadley con timidez.—No empieza hasta las seis.—¿Y qué hacemos mientras?

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—Bueno, las fotos llevarán un rato.—¿Y después?Violet se encoge de hombros.—Todo el mundo se aloja en el

hotel.Hadley la mira sin comprender.—Que es donde se celebra el

banquete —explica Violet—. Así quesupongo que esperaremos allí.

—Qué bien —musita Hadley yViolet arquea una ceja.

—¿No vas a buscar a tu padre?—Ah, sí —dice sin moverse—. Voy

a ello.—Está en la iglesia —repite Violet

pronunciando las palabras despacio,

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como si hubiera llegado a la conclusiónde que la nueva hijastra de su amiga esun poco cortita—. Es por ahí.

Como Hadley sigue sin hacerademán de moverse, Violet le dice conamabilidad:

—Mi padre también se casó porsegunda vez cuando yo era más jovenque tú. Así que te entiendo. Aunque laverdad es que has tenido bastante suertede que te toque a Charlotte de madrastra,¿sabes?

Pero Hadley no lo sabe.Prácticamente lo ignora todo deCharlotte, pero no lo dice.

Violet arruga el ceño.

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—La mía me parecía horrible. Laodiaba cuando me daba hasta la másmínima orden, órdenes que me habríadado mi madre, como ir a misa o echaruna mano en casa. En esos casos elproblema es quién te lo manda y, comoera ella, la odiaba. —Hace una pausa ysonríe—. Y de repente un día me dicuenta de que con quien en realidadestaba enfadada no era con ella.

Hadley mira hacia la iglesia unmomento antes de contestar. Por findice:

—Entonces supongo que te llevoventaja.

Violet asiente, dándose cuenta de

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que no va a conseguir gran cosa si siguehablando del tema, y en lugar de ello leda un golpecito cariñoso a Hadley en elhombro. Mientras se gira para irse, aHadley le asalta un temor repentino antelo que la espera en la iglesia. ¿Qué se ledice a un padre al que no has vistodesde hace siglos con ocasión de suboda con una mujer a la que ni siquieraconoces? Si existe una etiquetaapropiada para la ocasión, desde luegola desconoce.

Dentro de la iglesia reina elsilencio. Todo el mundo está fueraesperando a que salgan los novios. Sustacones resuenan con fuerza en el suelo

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de baldosa mientras se dirige hacia elsótano deslizando la mano por losásperos muros de piedra. Cerca de lasescaleras, un sonido de voces subecomo el humo y Hadley se detiene aescuchar.

—Entonces, ¿no te importa? —pregunta una mujer, y otra murmura algoen voz demasiado baja para que Hadleypueda oírla—. Creo que haría las cosasmás difíciles.

—De eso nada —dice la segundamujer, y Hadley se da cuenta de que esCharlotte—. Además, vive con sumadre.

Desde lo alto de la escalera, donde

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se ha quedado paralizada, Hadleycontiene la respiración.

Ya estamos —piensa—. El momentomadrastra malvada.

Ahora es cuando va a escuchar todaslas cosas horribles que están diciendode ella, cuando descubre lo contentosque están de haberse librado de ella,porque no la quieren a su lado. Hapasado tantos meses pensando en ello,imaginando lo mala que debe de serCharlotte, que ahora que ha llegado elmomento está tan ocupada esperando laconfirmación de sus sospechas que casise pierde el resto de la conversación.

—Me gustaría conocerla mejor —

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está diciendo Charlotte—. Ojalá searreglen las cosas pronto.

La otra mujer ríe en voz baja.—¿Con pronto quieres decir en los

próximos nueve meses?—Bueno… —dice Charlotte, y

Hadley puede percibir la sonrisa en suvoz, lo que basta para hacerla retrocedervarios pasos y tambalearse sobre loszapatos de tacón demasiado alto. Lospasillos vacíos de la iglesia estánoscuros y en silencio, y a pesar de latemperatura Hadley siente frío.

Nueve meses, piensa con ganas dellorar.

Su primer pensamiento es para su

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madre, aunque no sabe muy bien si setrata de un deseo de proteger o de serprotegida. Sea como sea, necesita oír lavoz de su madre inmediatamente. Perose ha dejado el teléfono abajo, en lahabitación donde está Charlotte, yademás, ¿cómo va a ser ella quien le déla noticia? Sabe que su madre siempretiende a tomarse las cosas contranquilidad, que todo lo que tieneHadley de irracional lo tiene ella deimperturbable. Pero esto es distinto.Esto es muy gordo y es imposible que asu madre no le afecte.

Desde luego a Hadley le afectamucho.

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Sigue allí encogida, apoyada en elmarco de la puerta y mirando con horrorlas escaleras cuando escucha ruido depisadas por el pasillo y una risaprofunda de hombre. Echa a correr paraque no parezca que estaba haciendo loque de hecho estaba haciendo y seencuentra estudiándose las uñas con loque, cree, es una expresión de totaldespreocupación cuando aparece supadre con el pastor.

—Hadley —le dice con una palmadaen el hombro y hablándole como si sevieran todos los días—, quieropresentarte al reverendo Walker.

—Encantado de conocerte, cariño

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—dice el anciano dándole la mano ydespués volviéndose hacia su padre—.Te veré en el banquete, Andrew. Yfelicidades otra vez.

—Muchas gracias, reverendo —diceel padre y después los dos se quedansolos mirando cómo el pastor se alejacojeando y arrastrando la sotana como sifuera una capa.

Cuando ha desaparecido detrás de laesquina, el padre de Hadley se vuelvehacia ella con una sonrisa.

—Qué alegría verte, cielo —dice, yHadley siente desvanecerse su sonrisa.Mira hacia el sótano y recuerda denuevo esas dos palabras.

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Nueve meses.Su padre está tan cerca que puede

oler su loción para después del afeitado,fuerte y mentolada, y la multitud derecuerdos que este aroma le trae haceque se le acelere el corazón. Su padre lamira como si esperara algo —¿el qué?—, como si tuviera que ser ella la quediera inicio a la farsa, abrir su corazón yponérselo allí mismo, a sus pies.

Como si fuera ella la que tienesecretos que contar.

Ha dedicado tanto tiempo a evitarle,tantos esfuerzos a que no sepa nada desu vida —como si eso fuera fácil, comosi su padre fuera algo tan insustancial

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como una muñeca recortable—, y ahoraresulta que es él quien le está ocultandoalgo.

—Felicidades —consigue decirmientras su padre le da un amago deabrazo que termina pareciéndose a unapalmada en la espalda.

Su padre se retira algo incómodo.—Me alegro de que llegaras a

tiempo.—Y yo. Ha estado muy bien.—Charlotte está deseando conocerte

—comenta su padre y a Hadley se lepone la carne de gallina.

—Qué bien —consigue decir.Su padre le brinda una sonrisa

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esperanzada.—Estoy seguro de que os vais a

llevar fenomenal.—Qué bien —vuelve a decir

Hadley.Su padre se aclara la garganta y

juguetea con su pajarita con aspectorígido e incómodo, por el esmoquin opor la situación; Hadley no está segura.

—Escucha —dice—. Me alegro dehaberte encontrado sola porque te quierocontar una cosa.

Hadley se endereza un pocopreparándose para recibir un granimpacto. No le da tiempo a sentirsealiviada de que por fin su padre vaya a

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contárselo, está tan ocupada pensandoen cómo reaccionar a la noticia de queva a tener un hermano —¿silenciodolido?, ¿falsa sorpresa?, ¿atónitaincredulidad?— que su cara no tieneexpresión alguna cuando su padre porfin asesta el golpe.

—Charlotte quiere que bailemosjuntos en la fiesta —dice y Hadley, dealgún modo más sorprendida por estoque por la noticia mucho másdevastadora para la que se habíapreparado, se limita a mirarle ensilencio—. Sí, ya lo sé —prosigue supadre levantando las manos—. Le hedicho que tú lo odiarías, que no vas a

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querer bailar delante de todo el mundocon tu viejo… —se interrumpe,obviamente para permitir a Hadleyintervenir.

—No bailo muy bien —dice por finesta.

—Ya lo sé —replica su padresonriendo—. Yo tampoco. Pero es elgran día de Charlotte y le hace muchailusión, y…

—De acuerdo —dice Hadleypestañeando con fuerza.

—¿De acuerdo?—De acuerdo.—Pues genial —contesta su padre

con voz de estar auténticamente

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sorprendido. Se balancea sobre sustalones sonriendo ante este inesperadotriunfo—. Charlotte se pondrácontentísima.

—Me alegro —dice Hadley incapazde ocultar la amargura en su voz. Derepente se siente vacía, sin ánimos paradiscutir. Al fin y al cabo, ella se lo habuscado. No quería saber nada de lanueva vida de su padre y eso esprecisamente lo que él está haciendo:empezarla sin ella.

Pero ya no es solo por Charlotte.Dentro de nueve meses su padre tendráun nuevo hijo, y tal vez sea otra niña.

Y ni siquiera se ha molestado en

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contárselo.Siente que se le reabre la vieja

herida que le causó cuando se marchó,la misma que le dolió también cuandosupo de la existencia de Charlotte. Peroesta vez, casi sin darse cuenta, Hadleyse descubre aceptándolo en lugar desalir corriendo para huir de ello.

Porque, al fin y al cabo, una cosa esechar a correr cuando alguien tepersigue. Y otra muy distinta, echar acorrer sola.

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10

8.17, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

13.17, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

La noche anterior, mientras Oliver y ellacompartían una bolsa de galletitassaladas en el avión, él habíapermanecido en silencio estudiando superfil durante tanto rato que por fin ellale había mirado.

—¿Qué?—¿Qué quieres ser de mayor?

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Hadley había fruncido el ceño.—Esa es la típica pregunta que se le

hace a un niño de cuatro años.—No necesariamente. Todos

tenemos que ser alguna cosa.—Y tú ¿qué quieres ser?Oliver se encogió de hombros.—Yo he preguntado primero.—Astronauta. Bailarina.—En serio.—¿No me crees capaz de ser

astronauta?—Podrías ser la primera bailarina

en la luna.—Supongo que todavía tengo tiempo

para pensármelo.

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—Eso es verdad.—¿Y tú? —preguntó Hadley

esperando otra respuesta sarcástica,alguna profesión inventada que tuvieraque ver con su misterioso proyecto deinvestigación.

—Yo tampoco lo sé —contestóOliver con voz suave—. Desde luego,abogado no.

Hadley levantó las cejas.—¿Tu padre es abogado?Pero Oliver no contestó y se limitó a

mirar intensamente la galleta que teníaen la mano.

—Cambiemos de tema. Además, ¿aquién le interesa el futuro?

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—Desde luego a mí no —dijoHadley—. Casi ni soporto pensar en laspróximas horas, así que mucho menos enlos próximos años.

—Por eso volar es tan genial —aseguró Oliver—. Estás atrapado en unsitio sin posibilidad de elegir.

Hadley le sonrió.—Hay lugares peores donde

quedarse atrapado.—Eso está claro —dijo Oliver

metiéndose la última galleta en la boca—. De hecho, ahora mismo no megustaría estar en ningún otro lado.

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En el vestíbulo de la iglesia enpenumbra el padre de Hadley paseanervioso mirando el reloj y alargando elcuello hacia las escaleras cada dos portres mientras esperan a que Charlottesuba del sótano. Parece un adolescente,sonrojado e impaciente porque llegueeste día, y a Hadley se le ocurre que talvez esto es lo que su padre siemprequiso ser de mayor. El marido deCharlotte. El padre del hijo de ambos.Un hombre que pasa las Navidades enEscocia y veranea en el sur de Francia,que habla de arte, de política y de

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literatura mientras degusta platos de altacocina y botellas de vino.

Qué raro que las cosas hayan salidoasí, sobre todo cuando estuvo tan cercade quedarse en casa. Por mucho quefuera el trabajo de sus sueños, cuatromeses parecían demasiado tiempo paraestar tan lejos y, si no hubiera sido porla madre de Hadley —que le animó airse, que dijo que aquel era su sueño y leinsistió para que no dejara pasar unaoportunidad así—, su padre nuncahabría conocido a Charlotte.

Y sin embargo aquí están y, comoconvocada por las reflexiones deHadley, Charlotte aparece en lo alto de

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las escaleras con las mejillassonrosadas y guapísima con su vestido.Sin el velo, el pelo castaño le cae sueltosobre los hombros y cuando caminaparece deslizarse directamente hacia losbrazos del padre de Hadley. Esta mirahacia otra parte mientras se besan,cambiando el peso de un pie a otro ysintiéndose incómoda. Pasados unosinstantes, su padre se separa deCharlotte y tiende un brazo en direccióna Hadley.

—Quiero presentarte a mi hija —ledice a Charlotte—. Oficialmente.

Charlotte le dedica una gran sonrisa.—Estoy contentísima de que al final

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hayas podido venir —le dice mientras laabraza. Huele a lilas, aunque resultadifícil saber si se trata de su perfume oel del ramo de novia que todavíasostiene en la mano. Al dar un paso atrásHadley repara en el anillo que lleva,casi el doble de grande del de su madre,que Hadley saca de vez en cuando deljoyero para ponérselo en el pulgar yestudiar las caras talladas del diamantecomo si en ellas estuviera el secreto dela separación de sus padres.

—Siento haber tardado tanto —comenta Charlotte volviéndose hacia supadre—, pero las fotos de boda solo sehacen una vez en la vida.

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Hadley considera la posibilidad demencionar que, de hecho, esta es lasegunda vez para su padre, peroconsigue morderse la lengua.

—No le hagas caso —le dice supadre a Hadley—. Tarda lo mismocuando se arregla para ir alsupermercado.

Charlotte le golpea en broma con elramo.

—Se supone que el día de tu bodatienes que portarte como un caballero.

Su padre se inclina hacia ella y le daun beso rápido.

—Lo intentaré por ti.Hadley aparta de nuevo la vista

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sintiéndose una intrusa. Le gustaríapoder escabullirse sin ser vista, peroCharlotte vuelve a mirarla sonriente conuna expresión que Hadley no está muysegura de cómo interpretar.

—¿Te ha contado tu padre algo de lode…?

—¿El baile? —la interrumpe supadre—. Sí, ya se lo he comentado.

—Estupendo —dice Charlottepasándole a Hadley un brazo por loshombros con gesto de complicidad—.Me he asegurado de que haya un montónde hielo para cuando tu padre te hayapisado todos los dedos del pie.

Hadley sonríe débilmente.

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—Genial.—Deberíamos salir y saludar a todo

el mundo antes de la sesión de fotos —sugiere su padre—. Después nos iremosal hotel a esperar a que empiece elbanquete —le dice a Hadley—. Así queno se nos olvide coger tu maleta antes desalir para allá.

—Muy bien —dice Hadley mientraspermite que la dirijan hacia las puertasabiertas al final del pasillo. Se sientecomo sonámbula y trata de concentrarseen dar un paso y después otro en laconvicción de que la única manera desobrevivir a todo esto «la boda, el fin desemana, el resto de cosas que la

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esperan» es seguir avanzando sinpensar.

—Oye… —dice su padredeteniéndose justo antes de llegar a lapuerta. Después se inclina y besa aHadley en la frente—. Estoy feliz de queestés aquí.

—Yo también —murmura Hadley,retirándose de nuevo cuando su padrerodea a Charlotte con un brazo y tira deella para acercarla a él antes de salirpor la puerta. La gente los recibe convítores y, aunque sabe que todos losojos están puestos en la novia, Hadleysigue sintiendo vergüenza, así que sequeda rezagada hasta que su padre se

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vuelve a medias y le hace una señal paraque los siga.

El cielo sigue color plata, unamezcla brillante de sol y nubes, y no hayrastro de los paraguas. Hadley caminadetrás de la pareja feliz mientras supadre estrecha manos y Charlotte repartebesos en las mejillas, presentándole apersonas que no recordará yrepitiéndole nombres que casi noescucha. Justin, colega de su padre, y laprima díscola de Charlotte, Carrie; laschicas de la floristería, Aishling yNiamh, y la corpulenta mujer delreverendo. Un elenco completo ydesconocido reunido sobre el césped a

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modo de recordatorio de todo lo queHadley ignora sobre su padre.

—Hadley —le dice este mientras laguía en dirección a una pareja de edadavanzada—, quiero presentarte a unosbuenos amigos de la familia deCharlotte, los O’Callaghan.

Hadley les da la mano a los dos ysaluda cortésmente con la cabeza.

—Encantada.—Así que esta es la famosa Hadley

—dice el señor O’Callaghan—. Nos hanhablado mucho de ti.

A Hadley le cuesta disimular susorpresa.

—¿De verdad?

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—Pues claro —interviene su padreapretándole el hombro con cariño—.¿Cuántas hijas crees que tengo?

Hadley le está mirando sin sabermuy bien qué decir cuando Charlotte sesitúa de nuevo a su lado y saludacariñosa a la pareja de ancianos.

—Solo queríamos felicitaros antesde irnos —dice la señora O’Callaghan—. ¿Os podéis creer que tenemos unfuneral? Pero luego volveremos para lafiesta.

—Vaya, qué pena —contestaCharlotte—. Lo siento. ¿Qué funeral es?

—Un viejo amigo de Tom, de suépoca de Oxford.

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—Qué triste —dice su padre—.¿Está lejos?

—En Paddington —responde elseñor O’Callaghan, y Hadley se girapara mirarlo.

—¿Paddington?El señor O’Callaghan asiente,

mirándola un poco confundido, ydespués se vuelve hacia Charlotte y elpadre de Hadley.

—Empieza a las dos, así quetenemos que irnos. Felicidades otra vez.Nos apetece mucho lo de esta noche.

Cuando se van, Hadley les sigue conla mirada pensando a gran velocidad. Ensu interior crece un asomo de sospecha,

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pero antes de que pueda llegar a ningunaconclusión Violet se abre paso entre lagente para anunciar que ha llegado elmomento de hacer las fotos.

—Espero que estés preparada parasonreír hasta que te duela la cara —ledice a Hadley, que no puede tener menosganas de sonreír ahora mismo. De nuevose deja guiar, tan maleable como untrozo de arcilla, mientras su padre yCharlotte la siguen apoyándose el uno enel otro como si no existiera nadie más enel mundo.

—¡Ah! Ya me parecía a mí quefaltaba alguien —bromea la fotógrafacuando ve a los novios. El resto del

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grupo ya se ha reunido en el jardín quehay en uno de los laterales de la iglesia,justo por donde ha entrado antes Hadley.Una de las damas de honor le alarga unespejo de mano y Hadley lo sostiene condelicadeza pestañeando al ver su imagenreflejada y con la cabeza a miles dekilómetros de distancia.

No tiene ni idea de si Paddington esuna ciudad, un barrio o incluso unacalle. Todo lo que sabe es que allí esdonde vive Oliver, así que cierra losojos con fuerza y trata de recordar loque dijo cuando estaban en el avión.Alguien le quita el espejo de las manossudorosas y, sin saber muy bien lo que

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hace, se dirige hacia donde la fotógrafaindica con el dedo, un lugar en la hierbadonde se queda de pie esperandoobediente a que los demás se reúnan conella.

Cuando le dicen que sonría, Hadleyhace con los labios una mueca queespera que se parezca a una sonrisa.Pero los ojos le escuecen por elesfuerzo que le supone ordenar suspensamientos y recuerda a Oliver en elaeropuerto con aquel traje al hombro.

¿En algún momento le dijo que iba auna boda?

La cámara zumba y hace clicmientras la fotógrafa va organizando a

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los presentes en distintascombinaciones: todo el grupo; solo loshombres y después solo las mujeres; acontinuación diferentes variaciones dela familia, de las cuales la que másincomodidad causa en Hadley es una enla que aparece entre su padre y su reciénestrenada madrastra. No sabe cómo loconsigue, pero de alguna manera allíestá, esbozando una sonrisa tan falsa quele duelen los carrillos y el corazón lepesa como el plomo.

Es él —piensa entre foto y foto—.Es el padre de Oliver.

Claro que no puede saberlo conseguridad, pero en cuanto formula las

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palabras en su cabeza y pone un nombrea sus pensamientos, de repente tiene lacerteza de que así es.

—Papá… —dice en voz baja; supadre se mueve ligeramente de suposición sin perder su sonrisa paramirarla.

—¿Sí? —pregunta entre dientes.La mirada de Charlotte se dirige en

dirección a Hadley antes de volversehacia la cámara.

—Tengo que irme.Esta vez su padre gira la cabeza para

mirarla y la fotógrafa se yergue con elceño fruncido y dice:

—Tienen que estarse quietos.

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—Un minuto —le dice el padrelevantando un dedo. Después se dirige aHadley—: ¿Ir adónde?

Todo el mundo la está mirando: laflorista, que trata de que los ramos deflores no se marchiten; el resto de damasde honor, que asisten al posado familiardesde un lateral; la ayudante de lafotógrafa con su carpeta en la mano. Seescucha el llanto agudo de un bebé yunas palomas emprenden el vuelo desdelo alto de la estatua. Todo el mundo lamira, pero a Hadley no le importa.Porque la posibilidad de que Oliver —que se pasó medio vuelo escuchándolaquejarse de esta boda como si fuera una

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tragedia de proporciones épicas— estéen este mismo momento preparándosepara el funeral de su padre es casi másde lo que Hadley puede soportar.

Nadie de aquí lo entendería, de esoestá segura. Ni siquiera está convencidade entenderlo ella misma. Y sin embargosiente una necesidad imperiosa, unimpulso lento pero desesperado. Cadavez que cierra los ojos ahí está él:contándole la historia de la lamparillade noche, con la mirada perdida y la vozhueca.

—Es que… —empieza a decir—tengo que hacer una cosa.

Su padre levanta ambos manos y

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mira a su alrededor, claramente incapazde imaginar qué cosa puede ser esa.

—¿Ahora? —pregunta con voz tensa—. ¿Qué tienes que hacer precisamenteahora? ¿Y en Londres?

Charlotte les mira a ambos con laboca abierta.

—Por favor, papá —dice Hadleycon voz suave—. Es importante.

Su padre mueve la cabeza.—Pues no me parece…Pero Hadley ya está alejándose.—Te juro que volveré para la fiesta

—dice—. Y además llevo el teléfono.—Pero ¿se puede saber adónde vas?—No pasa nada —dice mientras

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sigue alejándose de espaldas, aunqueesa no es, evidentemente, la respuestaque esperaba su padre. Hace un tímidosaludo con la mano cuando llega a lapuerta que da a la iglesia. Todos siguenmirándola como si se hubiera vueltoloca, y quizá es así, pero necesitaasegurarse. Agarra el picaporte y seatreve a dirigir una última mirada a supadre, que parece furioso. Tiene losbrazos en jarras y el ceño fruncido. Lesaluda de nuevo y después entra,dejando que la puerta se cierre detrás deella.

La quietud de la iglesia la aturde yse queda allí con la espalda pegada a la

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piedra fría de la pared esperando quealguien —su padre, Charlotte, laorganizadora de la boda o unadelegación de damas de honor— vengaen su busca. Pero nadie aparece ysospecha que no es porque su padreentienda lo que está haciendo. ¿Cómopodría? Es más probable que se le hayaolvidado ya hacer de padre. Una cosa esllamar por Navidades y otra muy distintatener que meter en cintura a una hijaadolescente delante de todos tusconocidos, sobre todo cuando ya noestás muy seguro de cuáles son lasreglas.

Hadley se siente culpable por

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aprovecharse de él de esta manera, enespecial el día de su boda, pero es comosi se hubiera puesto unas gafas nuevas yahora lo ve todo mucho más claro.

Lo único que quiere es estar conOliver.

Una vez abajo, corre hasta el auladonde ha dejado su equipaje. Al pasarjunto al espejo se mira de reojo y alverse tan joven, pálida e insegura, sudeterminación empieza a resquebrajarse.Quizá se está precipitando. Tal vez estáequivocada respecto a Oliver y supadre. No tiene ni idea de adónde va yhay muchas probabilidades de que supadre no la perdone nunca por esto.

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Pero cuando coge la mochila, laservilleta en que Oliver le hizo el dibujocae revoloteando al suelo y se descubresonriendo mientras se inclina paracogerla, acariciando con el dedo elpatito con deportivas y gorra de béisbol.

Tal vez esto es una equivocación.Pero no se le ocurre otro lugar dondequiera estar ahora mismo.

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11

9.00, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

14.00, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Hadley ya ha salido por la puerta, hacruzado la calle y las campanas de laiglesia acaban de dar las dos cuando seda cuenta de que no tiene ni idea deadónde va. Un autobús rojo gigantescopasa a gran velocidad y, sorprendida, setambalea y retrocede unos cuantos pasosantes de salir corriendo detrás. Incluso

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sin la maleta —que ha dejado en laiglesia— va demasiado despacio y paracuando consigue doblar la esquina elautobús ya se ha puesto de nuevo enmarcha.

Jadeando, se inclina para consultarel mapa pegado en la parada detrás deun grueso cristal, pero este resulta ser unentramado desconcertante de líneas decolores y nombres que no conoce. Semuerde el labio mientras lo estudia,pensando que tiene que haber algunaforma de descifrar este código y por finve Paddington en la esquina superiorizquierda.

No parece estar demasiado lejos,

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pero es complicado hacerse una ideaexacta y, por lo que Hadley sabe, podríaestar a unas manzanas de distancia perotambién a varios kilómetros. El mapa noes lo suficientemente detallado comopara identificar un punto de referencia ysigue sin saber qué hará una vez quellegue; solo recuerda que Oliver le dijoque frente a la iglesia hay una estatua dela Virgen María y que él y sus hermanosacostumbraban a meterse en líos portrepar por ella. Mira de nuevo el mapa.¿Cuántas iglesias puede haber en esetrocito de Londres? ¿Cuántas estatuas?

Por cerca que esté, solo lleva diezlibras en la cartera y, a juzgar por el

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viaje en taxi desde el aeropuerto, coneso apenas llegará al buzón de laesquina. El obstinado mapa siguenegándose a revelarle sus secretos, asíque decide que lo más fácil serápreguntarle al conductor del siguienteautobús que venga y confiar en que estepueda darle indicaciones. Pero despuésde diez minutos de espera y sin indiciode autobús alguno, decide intentar denuevo descifrar las rutas mientras susdedos tamborilean impacientes sobre elcristal.

—Ya conoces el dicho, ¿no? —diceun hombre con un jersey de un equipo defútbol. Hadley se pone rígida,

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consciente por primera vez de que vavestida de gala para coger un autobúspúblico en Londres. Como no dice nada,el hombre continúa hablando—: Tepasas horas esperando y luego vienendos a la vez.

—¿Estoy bien para ir a Paddington?—¿A Paddington? —dice el hombre

—. Sí, perfectamente.Cuando llega el autobús el hombre

le dedica una sonrisa de aliento, así queHadley ni se molesta en preguntar alconductor. Pero mientras mira por laventana en busca de alguna señalindicadora se pregunta cómo sabrácuándo ha llegado, ya que la mayoría de

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las paradas llevan el nombre de la calley no de la zona o barrio.

—¿Paddington? —dice el conductorenseñándole un diente de oro al sonreír—. Va usted en dirección contraria.

Hadley gime irritada.—¿Y puede decirme cuál es la

dirección correcta?El conductor la deja cerca de

Westminster con instrucciones de cómollegar a Paddington en metro, y Hadleyse detiene un momento en la acera.Levanta la vista al cielo y le sorprendever un avión, pero al mismo tiempo esola tranquiliza. De repente vuelve a estaren el asiento 18 A al lado de Oliver,

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suspendidos sobre el mar y rodeadossolo de oscuridad.

Y allí, en la esquina de la calle, derepente es consciente de que conocerleha sido un milagro. ¿Qué habría pasadosi hubiera llegado a tiempo de coger suvuelo? ¿O si hubiera pasado todas esashoras al lado de otra persona, uncompleto desconocido que, inclusodespués de haber recorrido tantoskilómetros, continuara siéndolo? La ideade que sus caminos podrían no haberllegado a cruzarse la deja sinrespiración, como cuando uno se librapor los pelos de un accidente decarretera y no puede evitar maravillarse

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ante lo aleatorio que es todo. Como acualquier superviviente del azar, lesobreviene una súbita oleada degratitud, en parte adrenalina y en parteesperanza.

Echa a andar por las atestadas callesde Londres buscando una estación demetro. La ciudad le parece intrincada eimpredecible, llena de calles ycallejones que serpentean, como ungigantesco laberinto victoriano. Haceuna bonita tarde de verano y las acerasestán llenas de gente que lleva bolsascon comida, empuja carritos de niño,pasea a sus perros o se dirige a correr alos parques. Hadley se cruza con un

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chico que lleva una camisa azul como lade Oliver y el corazón se le acelera.

Por primera vez lamenta no habervenido a visitar a su padre, aunque solofuera por ver todo esto: los edificiosllenos de historia, rebosantes depersonalidad, los puestos callejeros, lascabinas rojas de teléfono, los taxisnegros y las iglesias de piedra. Todo enesta ciudad parece viejo, pero de unamanera encantadora, como salido de unapelícula, y si no tuviera que correr deuna boda a un funeral y de vuelta aaquella, si no le doliera cada uno de loshuesos del cuerpo por la necesidad dever a Oliver, piensa que incluso le

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gustaría pasar algún tiempo aquí.Cuando por fin ve la señal azul y

roja del metro corre escaleras abajo y laoscuridad subterránea le haceparpadear. Tarda demasiado en entendercómo funcionan las máquinas de billetesy nota cómo se impacienta la gente quehace cola detrás de ella. Por último, unamujer que se parece un poco a la reinase apiada de ella. Primero le explica lasopciones y después la aparta a un ladopara sacarle el billete ella misma.

—Aquí tienes, cariño —le dicealargándole el billete—. Buen viaje.

El conductor del autobús le habíadicho que seguramente tendría que hacer

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transbordo, pero, por lo que puede veren el mapa, la Circle Line la llevadirectamente. Hay un cartel electrónicoque dice que el metro llegará en seisminutos, de manera que se abre pasoentre la gente para esperar en el andén.

Su mirada viaja a los anuncios en lasparedes mientras escucha la variedad deacentos de la gente que la rodea, no solobritánico, también francés, italiano yotros que ni siquiera reconoce. Hay unagente de policía cerca tocado con unaespecie de casco pasado de moda y unhombre que se pasa un balón de fútbolde una mano a otra. Cuando una niñapequeña se echa a llorar su madre se

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agacha y la tranquiliza en algún idiomaextraño, áspero y gutural. La niña rompea llorar de nuevo.

Nadie mira a Hadley, absolutamentenadie y sin embargo se siente unauténtico bicho raro: demasiadopequeña, demasiado americana,azorada, tímida, demasiado solaevidentemente y también insegura.

No sabe qué pensar de su padre y dela boda que acaba de dejar atrás y noestá segura de querer pensar en Oliver yen lo que pueda descubrir cuando loencuentre. Todavía faltan cuatro minutospara que llegue el tren y el corazón lelate con fuerza. La seda del vestido le da

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calor y la mujer que tiene al lado estádemasiado cerca. El olor le hace arrugarla nariz. Huele a humedad, a rancio y aamargo, todas esas cosas a la vez, comocuando hay fruta pudriéndose en unespacio pequeño.

Cierra los ojos y piensa en elconsejo que le dio su padre dentro deaquel ascensor en Aspen, cuandoparecía que las paredes iban adesmoronarse sobre ellos como uncastillo de naipes, y se imagina el cielosobre el techo abovedado de la estaciónde metro. Hay un patrón en esta manerade combatir sus fobias, como un sueñoque se repite noche tras noche, siempre

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con la misma imagen: unos cuantosjirones de nubes como una pinceladablanca en un lienzo azul. Pero ahora lesorprende detectar un elemento nuevoque empieza a formarse detrás de suspárpados, algo que surca el cielo azul desu imaginación: un avión.

Abre los ojos cuando escucha al trenentrar en la estación.

Hadley nunca sabe con certeza si lascosas son tan pequeñas como parecen osi es el pánico lo que las hace menguar.A menudo le ocurre que recuerdaestadios poco mayores que un gimnasioo casas enormes que en su cabezaparecen apartamentos solo por la

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cantidad de gente que había dentro deellas. Así que no puede asegurar si estevagón de metro es de hecho máspequeño que los de su país, en los queha viajado mil veces con ciertatranquilidad, o si es el nudo que tiene enel estómago lo que lo hace parecer deltamaño de una caja de cerillas.

Por suerte encuentra un asiento libreal final de un vagón y de inmediatovuelve a cerrar los ojos. Pero ahora eltruco no funciona, y mientras el trenabandona la estación a gran velocidad,busca el libro en la mochila y lo saca,agradecida de contar con unadistracción. Antes de abrirlo y ponerse a

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leer acaricia con el pulgar las letras deltítulo.

Cuando era pequeña a Hadley legustaba colarse en el estudio que supadre tenía en casa, con las paredescubiertas de estanterías del suelo altecho repletas de libros en ediciones detapa dura y blanda con los lomoscombados por el uso. Solo tenía seisaños cuando su padre se la encontróleyendo en su butaca con su elefante depeluche y un ejemplar de Cuento deNavidad, tan concentrada como siestuviera preparando su tesis doctoral.

—¿Qué estás leyendo? —le habíapreguntado apoyado en el quicio de la

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puerta mientras se quitaba las gafas.—Una historia.—¿Ah sí? —dijo su padre tratando

de contener la risa—. ¿Y qué historiaes?

—Una sobre una niña y su elefante—le informó Hadley con todanaturalidad.

—No me digas.—Pues sí —replicó Hadley—. Se

van de viaje juntos, en bicicleta, peroentonces el elefante se escapa y la niñallora tanto que alguien le regala una flor.

El padre atravesó la habitación ycon un solo gesto levantó a Hadley de labutaca, mientras esta se aferraba con

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determinación al delgado volumen, hastaque, de repente, se vio sentada en suregazo.

—Y después ¿qué pasa? —preguntósu padre.

—Que el elefante la encuentra.—¿Y luego?—Le dan una magdalena y son

felices y comen perdices.—Es una historia muy buena.Hadley abrazó a su elefante.—Pues sí.—¿Quieres que te lea yo otra? —

preguntó su padre cogiendo el libro consuavidad y abriéndolo por la primerapágina—. Es sobre la Navidad.

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Hadley se acomodó contra la suavefranela de su camisa y el padre empezóa leer.

Ni siquiera fue la historia en sí loque le gustó tanto; no entendió la mitadde las palabras y a menudo se perdía enaquellas frases tan largas. Era la vozvaronil de su padre, la forma en queadoptaba un acento distinto para cadapersonaje, el hecho de que le dejara aella pasar las páginas. Todas las nochesdespués de cenar leían juntos en latranquilidad del estudio. A veces sumadre se quedaba en la puerta con untrapo de cocina en la mano y una mediasonrisa en la cara mientras escuchaba,

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pero casi siempre estaban los dos solos.Incluso cuando tuvo edad suficiente

para leer sola seguían atacando losclásicos juntos, pasando de AnaKarenina a Orgullo y prejuicio y deeste a Las uvas de la ira como quienviaja por todo el globo y dejandoagujeros en los estantes como muelasque se han caído.

Y más tarde, cuando empezó ahacerse evidente que a Hadley leinteresaban más los entrenamientos defútbol o hablar por teléfono que JaneAusten o Walt Whitman, cuando la horase convirtió en media hora y de todas lasnoches pasaron a una sí y otra no, ya no

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importaba. Las historias se habíanconvertido en una parte de Hadley;conservaba el regusto que le habíandejado como una buena comida,florecían en su interior como un jardín.Eran tan intensas y llenas de significadocomo cualquier otro rasgo heredado desu padre: los ojos azules, el pelo laciode color pajizo, las pecas en la nariz.

A menudo llegaba a casa con librospara ella, de regalo de Navidad o decumpleaños o sin ninguna razón enespecial. Algunos eran ediciones decoleccionista en papel biblia; otros,ejemplares baratos y de segunda manocomprados por un par de dólares en un

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puesto callejero. Su madre siempre seexasperaba, sobre todo cuando setrataba de un libro que ya tenían.

—A esta casa le faltan dosdiccionarios para explotar —decía— ¿yte dedicas a comprar libros repetidos?

Pero Hadley lo comprendía. Supadre no esperaba de ella que los leyeratodos. Tal vez algún día lo haría, peropor ahora el gesto era suficiente. Leestaba dando lo que para él era másimportante y de la única manera quesabía hacerlo. Su padre era un profesor,un amante de las historias, y le estabaconstruyendo una biblioteca a su hijaigual que otros padres construyen casas.

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Así que, cuando le dio el ejemplarusado de Nuestro amigo común ese díaen Aspen, después de todo lo que habíapasado, algo en el gesto le habíaresultado demasiado familiar. Su marchale había hecho mucho daño y el mensajeque había detrás del regalo le dolíatodavía más. Así que Hadley hizo lo quemejor sabía hacer. Se limitó a ignorarlo.

Pero ahora, mientras el tren sedesliza bajo las calles de Londres sesiente inesperadamente contenta detenerlo con ella. Hace años que no leenada de Dickens, primero porquesiempre tenía otras cosas que hacer ydespués, supone, porque era una manera

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silenciosa de manifestar su enfado consu padre.

La gente suele decir que los librosson una evasión, pero aquí, en el vagónde metro, para Hadley el suyo es casi unsalvavidas. Mientras pasa las páginastodo a su alrededor se diluye: los bolsosque cuelgan de los hombros, la mujervestida con una túnica que se muerde lasuñas, los dos adolescentes escuchandomúsica atronadora por los auriculares,incluso el hombre que toca el violín enel extremo contrario del vagón cuyamelodía correosa se cuela entre lamultitud. El movimiento del tren le hacemover la cabeza pero sus ojos están

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fijos en las palabras del libro del mismomodo que un patinador artístico fija lavista en un punto para poder girar. Estásalvada.

Mientras pasa de un capítulo alsiguiente, Hadley se olvida de quealguna vez pensó en devolver el libro.Las palabras no son, por supuesto, de supadre, pero este está presente en laspáginas y al reconocerlo algo empieza acambiar en su interior.

Justo antes de llegar a su parada sedetiene, tratando de recordar la frasesubrayada que descubrió en el avión.Mientras pasa las páginas buscando conla mirada cualquier rastro de tinta, se

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sorprende al encontrar otra.«Y es que hay días en la vida en los

que la vida y la muerte merecen lapena», dice, y Hadley levanta la vistacon el corazón encogido.

Esta misma mañana pensaba en laboda como la cosa más terrible delmundo, pero ahora entiende que hayceremonias mucho más tristes, cosasmucho peores que pueden ocurrircualquier día. Y mientras sale del vagónde metro con otros pasajeros y pasa pordelante de las palabras ESTACIÓN DEPADDINGTON, escritas con azulejos enla pared, confía en que sus sospechassobre lo que va a encontrarse aquí

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resulten ser equivocadas.

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12

9.54, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

14.54, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Fuera, el sol ha salido de su escondite,aunque las calles siguen húmedas y decolor plata. Hadley da vueltas sobre símisma tratando de orientarse yreparando en la farmacia con puertasblancas, la pequeña tienda deantigüedades, las hileras de edificios depálidas fachadas que se extienden por

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toda la calle. Un grupo de hombres concamisetas de rugby salen con los ojoslegañosos de un pub y unas pocasmujeres con bolsas de supermercadopasan a su lado por la acera.

Hadley mira su reloj; son casi lastres de la tarde y no tiene ni idea de quéhacer una vez allí. Por lo que ve, no hayningún agente de policía cerca, tampocooficinas de información turística, nilibrerías ni cafés con Internet. Es comosi alguien la hubiera soltado en la junglade Londres sin brújula ni compás, comoen una prueba a mala idea dentro de unreality televisivo.

Elige una dirección al azar y echa a

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andar calle abajo, deseando habersecambiado de zapatos antes de salirhuyendo de la boda. Hay unestablecimiento de fish and chips en laesquina y el estómago le ruge con losolores que salen por su puerta. Loúltimo que comió fue un paquete degalletitas saladas y la última vez quedurmió fue justo antes de eso. Lo que deverdad querría ahora es acurrucarse enun sofá y echarse una siesta, pero sigueavanzando, impulsada por una extrañacombinación de miedo y añoranza.

Después de diez minutos y dosampollas en los pies aún no ha vistoninguna iglesia. Asoma la cabeza en una

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librería para preguntar si alguien sabedónde hay una estatua de la VirgenMaría, pero el librero la mira con talextrañeza que Hadley se marcha sinesperar siquiera una respuesta.

En las estrechas aceras haycarnicerías con grandes piezas de carnecolgadas en los escaparates, tiendas deropa con maniquíes que llevan taconesmucho más altos que los de Hadley,pubs y restaurantes; incluso unabiblioteca que casi confunde con unacapilla. Pero en su recorrido delvecindario no encuentra ni una solaiglesia, ni un solo campanario, ni unaaguja hasta que, de repente, ahí están.

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Al salir de un callejón divisa undelgado edificio de piedra marrón alotro lado de la calle. Duda un momento,parpadeando como si estuviera ante unespejismo, y después echa a correr,eufórica de nuevo. Pero entonces lascampanas empiezan a tañer de una formaque se le antoja demasiado alegre y porlas escaleras salen una pareja de noviosy sus invitados. Hadley no es conscientede que ha estado conteniendo larespiración, pero ahora se da cuentajadeante. Espera a que dejen de pasartaxis y cruza la calle para confirmar loque ya sabe, que no es un funeral, que nohay una estatua de la Virgen María y,

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por supuesto, ni rastro de Oliver.Incluso sabiendo esto, no consigue

marcharse y se queda allí quietaobservando los momentos posteriores ala boda, muy parecidos a los que ella hapresenciado hace muy poco. La chica delas flores, las damas de honor, losflashes de las cámaras, los amigos yfamiliares todo sonrisas. Las campanasterminan de tocar su alegre melodía y elsol cae un poco más en el cielo peroHadley sigue allí. Pasados unosinstantes, busca dentro de su mochila yhace lo que siempre hace cuando estáperdida: llamar a su madre.

El teléfono casi se ha quedado sin

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batería y le tiemblan los dedos mientrasteclea los números, ansiosa como estápor escuchar la voz de su madre. Leparece imposible que la última vez quehablaron fuera para pelearse y todavíamás que hayan pasado veintidós horasdesde aquello. El área de salidas delaeropuerto parece ahora algo de otravida.

Siempre han estado muy unidas, sumadre y ella, pero desde que su padre semarchó algo ha cambiado. Hadleyestaba enfadada, furiosa como no sabíaque era posible estarlo. Pero sumadre…, su madre estaba sencillamentedestrozada. Durante semanas se había

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movido como si estuviera bajo el agua,con los ojos rojos y los pies pesados,volviendo a la vida solo cuando sonabael teléfono, el cuerpo entero temblandocomo un diapasón mientras esperaba oírla voz de su padre diciendo que habíacambiado de opinión.

Pero este no lo hizo.En aquellas semanas después de

Navidad se habían intercambiado lospapeles; era Hadley quien le preparabala cena a su madre por las noches, quienpermanecía despierta escuchándolallorar, quien se aseguraba de quehubiera siempre una caja de pañuelos depapel junto a su mesilla de noche.

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Y eso era lo más injusto de todo, quelo que su padre había hecho no se lohabía hecho solo a sí mismo y a sumadre, ni a sí mismo y a Hadley.También se lo había hecho a las dosjuntas, había convertido la armonía desus vidas en algo precario y desafinado,algo que podía hacerse pedazos encualquier momento. Hadley tenía lasensación de que las cosas nuncavolverían a la normalidad, que su madrey ella estaban destinadas ya parasiempre a convivir con la ira y el dolory que el agujero de su hogar terminaríapor engullirlas a ambas.

Y entonces, de repente, todo cambió.

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Había transcurrido cerca de un mescuando su madre se presentó en eldormitorio, enfundada en su ya uniformehabitual de sudadera con capucha y unpantalón de pijama de su padre que lequedaba demasiado largo y demasiadoancho.

—Ya está bien —dijo—. Nos vamosde aquí.

Hadley arrugó el ceño.—¿Cómo?—Haz las maletas, cariño —

respondió su madre, y su voz ya casiparecía la de siempre—. Nos vamos deviaje.

Era a finales de enero y fuera

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reinaba la misma desolación que dentrode casa. Pero para cuando se bajarondel avión en Arizona, Hadley ya pudover que algo en su madre estabacambiando, que aquella parte de su serque había estado agarrotada, enroscadaen una pequeña bola en su interiorempezaba a soltarse. Pasaron un fin desemana largo junto a la piscina, dejandoque el sol les tostara la piel y lesaclarara el pelo. Por la noche veíanpelículas, comían hamburguesas yjugaban al minigolf, y aunque Hadleyesperaba ver a su madre derrumbarseotra vez en cualquier momento, dejar dedisimular y deshacerse de nuevo en un

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charco de lágrimas, eso no ocurrió.Entonces Hadley pensó que si a partir deese instante las cosas iban a ser así —como un fin de semana largo solo dechicas— no estaría tan mal.

Pero hasta que no estuvieron devuelta no se dio cuenta de cuál habíasido el verdadero motivo del viaje; lonotó de inmediato, desde que puso unpie en la casa, como la electricidad quesigue flotando en el aire después de unatormenta.

Su padre había estado allí.La cocina estaba fría y en penumbra

y las dos se quedaron un rato de pie,evaluando los daños en silencio. Fueron

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las cosas pequeñas las que afectaronmás a Hadley, no las ausencias obvias—los abrigos en el perchero junto a lapuerta trasera o la manta de lana que porlo general estaba doblada sobre el sofáen la habitación contigua—, sino losvacíos casi imperceptibles, como elvaso que ella le había hecho en clase decerámica, la fotografía enmarcada de suspadres que había estado sobre elescritorio, el hueco en el armario de lacocina donde antes estaba su taza. Eracomo la escena de un crimen, como sialguien hubiera desmontado la casa porpiezas, y el primer pensamiento deHadley fue para su madre.

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Pero una mirada le bastó para saberque esta ya estaba al tanto de aquello.

—¿Por qué no me lo dijiste?Su madre estaba ahora en el cuarto

de estar, pasando una mano por losmuebles como si hiciera inventario.

—Pensé que sería muy duro.—¿Para quién? —preguntó Hadley

con la mirada encendida.En lugar de contestar, su madre la

miró con expresión serena, con unapaciencia que tenía mucho deresignación; ahora le tocaba a Hadleypasarlo mal. Había llegado su turno.

—Pensamos que no soportarías estardelante —dijo su madre—. Tu padre

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quería verte, pero no así. No mientrashacía la mudanza.

—Yo soy la que está siendo fuerte—replicó Hadley con un hilo de voz—.Así que debería poder decidir qué es loque puedo o no soportar.

—Hadley… —empezó a decir sumadre con suavidad dando un paso haciaella, pero Hadley se alejó.

—Déjame —dijo conteniendo laslágrimas. Porque era verdad: durantetodo este tiempo ella había sido la únicafuerte. Todo este tiempo había obligadoa su madre a seguir adelante. Pero ahorase sentía a punto de romperse enpedazos y cuando su madre por fin la

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abrazó, toda la confusión del último mespareció disiparse y, por primera vezdesde que su padre se había marchado,Hadley sintió cómo se desvanecía todala furia de su interior y se transformabaen una tristeza tan grande que era difícilver más allá. Pegó la cara al hombro desu madre y permanecieron allí largorato, su madre abrazándola y Hadleydejando brotar las lágrimas que llevabaun mes conteniendo.

Seis semanas más tarde Hadley sereunió con su padre en Aspen paraesquiar y su madre la llevó alaeropuerto con la serenidad que parecíahaberse apoderado de ella ahora, una

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paz interior inesperada, tan frágil comoauténtica. Hadley nunca supo si habíasido Arizona —el cambio, el sol— o ladolorosa irrevocabilidad de la mudanzade su padre pero, fuera como fuera, algohabía cambiado.

Una semana después a Hadley leempezó a doler una muela.

—Demasiados dulces del minibar—bromeó su madre mientras iban encoche al dentista aquella tarde, Hadleycon la mano en la mandíbula.

Su dentista de toda la vida se habíajubilado poco después de su últimaconsulta y el nuevo era un hombre decalva incipiente y cincuenta y pocos

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años, con semblante amable y una batablanca inmaculada. Cuando asomó lacabeza en la sala de espera parallamarla, Hadley vio cómo sus ojos seagrandaban un poco al ver a su madre,que estaba haciendo el crucigrama deuna revista infantil, muy satisfecha de símisma, aunque su hija la habíainformado de que estaba destinado aniños de ocho años. El dentista se alisóla pechera de la camisa y salió de suconsulta.

—Soy el doctor Doyle —dijoalargando la mano para estrechar la deHadley sin separar los ojos de su madre,que levantó la vista con una sonrisa

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distraída.—Kate —dijo su madre—. Y esta es

Hadley.Más tarde, después de haberle

empastado la muela, el doctor Doylehabía acompañado a Hadley de vuelta ala sala de espera, algo que su antiguodentista nunca hacía.

—¿Y bien? —había preguntado sumadre poniéndose en pie—. ¿Qué tal haido? ¿Se ha ganado un chupa-chups porser buena?

—Bueno…, aquí intentamos nofomentar el consumo de azúcar…

—No haga caso —intervino Hadleycon una mirada reprobatoria a su madre

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—. Está de broma.—Bueno. Pues muchas gracias,

doctor —dijo su madre colgándose elbolso al hombro y pasando un brazo porlos hombros de Hadley—. Con un pocode suerte no volveremos por aquí enbastante tiempo.

El dentista pareció desconsolado alescuchar estas palabras, pero entoncessu madre le dedicó una amplia sonrisa.

—Siempre que nos lavemos bien losdientes y no olvidemos el hilo dental,¿no?

—Claro —dijo el dentista con unapequeña sonrisa, mirándolas mientras semarchaban.

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Meses más tarde —después de quese hubieran iniciado los trámites deldivorcio, después de que la madre deHadley se hubiera instalado en lo queparecía una rutina, después de queHadley se hubiera levantado en plenanoche otra vez con dolor de muelas— eldoctor Harrison Doyle por fin reunió elvalor suficiente para invitar a su madrea cenar. Pero incluso aquella vez, laprimera, Hadley lo supo. Era algo en lamanera que tenía de mirar a su madre,tan esperanzada que Hadley sentíaaligerarse la carga que llevaba a susespaldas desde hacía tanto tiempo.

Harrison resultó ser tan constante

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como impredecible era su padre, tanrealista como soñador era este. Eraexactamente lo que necesitaban; llegó asus vidas sin alboroto alguno, con unatranquila determinación, una invitación acenar después de otra, una salida al cinedespués de otra, moviéndose depuntillas en la periferia de sus vidashasta que ambas estuvieron preparadaspara dejarle entrar. Y una vez lo hizo,era como si siempre hubiera estado ahí.Casi costaba trabajo imaginar cómo erala mesa de la cocina cuando era supadre el que había estado sentado frentea ellas, y para Hadley —que se debatíatodo el tiempo entre el impulso de

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recordar y el de olvidar— ellocontribuía a dar la impresión de queestaban saliendo adelante.

Una noche, unos ocho meses despuésde que su madre y el doctor Doyleempezaran a salir, Hadley abrió lapuerta principal y se encontró a estepaseando nervioso por el camino deentrada.

—Hola —le saludó abriendo lapuerta de tela metálica—. ¿No te lo hadicho? Esta noche tiene reunión del clubde lectura.

El doctor entró después de limpiarsecuidadosamente los pies en el felpudo.

—De hecho venía a verte a ti —dijo

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metiéndose las manos en los bolsillos—. Quería pedirte permiso para algo.

Hadley, que estaba segura de que erala primera vez que un adulto le pedíapermiso para hacer algo, le miróinteresada.

—Si a ti te parece bien —continuódiciendo el médico, y los ojos lebrillaban detrás de las gafas—, megustaría mucho casarme con tu madre.

Aquella fue la primera vez. Ycuando su madre dijo que no, volvió aintentarlo unos meses más tarde. Ycuando su madre volvió a decir que no,siguió esperando.

Para cuando llegó el tercer intento,

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Hadley estaba allí, sentada algoincómoda en una esquina de la manta depicnic mientras el doctor se arrodillabafrente a su madre y el cuarteto de cuerdaque había contratado para la ocasióntocaba suavemente de fondo. La madrese puso pálida y dijo que no con lacabeza, pero Harrison se limitó asonreír, como si todo aquello no fueramás que una broma de la que él tambiénparticipaba.

—Me lo imaginaba —dijo cerrandola caja que contenía el anillo de pediday metiéndosela en el bolsillo. Su madrese acercó a él y Harrison hizo unpequeño gesto de resignación con la

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cabeza—. Te juro que algún día teconvenceré.

La madre de Hadley sonrió.—Ojalá.Para Hadley todo aquello resultaba

desconcertante. Era como si su madrequisiera y no quisiera al mismo tiempocasarse con Harrison, como si, aunquesupiera que era lo que tenía que hacer,algo se lo impidiera.

—No es por papá, ¿verdad? —lehabía preguntado después, y su madre lahabía mirado con severidad.

—Claro que no —dijo—. Además,si lo que buscara es competir con él,habría dicho que sí. ¿No te parece?

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—Yo no he dicho que quisierascompetir con él —apuntó Hadley—.Supongo que me estaba preguntando sies que sigues esperándole.

Su madre se quitó las gafas delectura.

—Tu padre… —empezó a decir—.Nos volvíamos locos el uno al otro. Ytodavía no le he perdonado del todo porlo que hizo. Hay una parte de mí quesiempre le querrá, sobre todo por ti,pero las cosas ocurren por alguna razón.¿No te parece?

—Y sin embargo no quieres casartecon Harrison.

La madre asintió.

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—Pero tú le quieres.—Sí. Mucho.Hadley movió la cabeza sin

comprender.—No le veo la lógica.—Es que no la tiene —dijo su madre

con una sonrisa—. El amor es la cosamás extraña e ilógica del mundo.

—Pero yo no estoy hablando deamor, sino de matrimonio.

Su madre se encogió de hombros.—Cierto. Y eso es aún peor.Ahora Hadley se echa a un lado en

esta pequeña iglesia de Londres viendoa los jóvenes novios salir a lasescaleras. Todavía tiene el teléfono

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pegado a la oreja y escucha el tono dellamada a través del océano,transportado por los cables hasta el otrolado del globo, mirando cómo el noviobusca la mano de la novia y ambosentrelazan los dedos. Es un gestopequeño pero lleno de significado, losdos saliendo al mundo como uno solo.

Cuando le salta el contestador,Hadley suspira y escucha el sonidofamiliar de la voz de su madrepidiéndole que deje un mensaje. Demanera inconsciente se gira hacia dondese pone el sol y al hacerlo repara en laafilada punta de una aguja de iglesia queasoma entre las fachadas blancas de dos

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edificios. Antes de que suene la señaldel buzón de voz cierra el teléfono y sedirige a toda prisa a la segunda iglesia,convencida, sin saber por qué, de queesta es la buena.

Cuando llega, tras rodear un edificioy sortear coches aparcados a amboslados de la calle, lo que ve la obliga adetenerse en seco, con todos losmúsculos del cuerpo paralizados. Allí,en una pequeña extensión de césped,está la estatua de la Virgen María, lacausante de que Oliver y sus hermanosse metieran en líos por querer trepar porella. Y alrededor, repartida en apretadosgrupos, hay mucha gente vestida de

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negro y gris.Hadley permanece a una distancia

prudencial, con los pies pegados a laacera. Ahora que ha llegado, todo estole parece la peor idea del mundo.Siempre ha tenido una tendencia a actuarsin pensar, pero ahora se da cuenta deque esta no es la clase de visita que unohace por impulso. Esto no es el lugar dedestino de un viaje espontáneo, sino elescenario de algo muy triste yterriblemente definitivo. Se mira elvestido, el lavanda es demasiado claro yalegre para la ocasión, y se dispone asalir corriendo cuando ve a Oliver alotro lado del césped y se le para el

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corazón.Está de pie junto a una mujer menuda

a la que pasa el brazo por los hombroscon delicadeza. Hadley imagina que lamujer es su madre, pero cuando miracon más atención se da cuenta de que elchico no es Oliver. Tiene las espaldasdemasiado anchas y el pelo demasiadoclaro y cuando Hadley se lleva unamano sobre los ojos a modo de viserapara protegerse de los rayos oblicuosdel sol comprueba que se trata de unhombre mucho mayor. Sin embargo sequeda sorprendida cuando este mira ensu dirección, desde el otro lado deljardín, aunque ahora sabe que se trata de

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uno de los hermanos de Oliver, pues hayalgo en sus ojos que le resultaincreíblemente familiar. El estómago sele encoge, retrocede unos cuantos pasosy se agacha para esconderse detrás deunos setos como si fuera unadelincuente.

Una vez a salvo, oculta en uno de loslaterales de la iglesia, inspecciona ellugar: una verja de hierro y unosparterres de flores variadas, unoscuantos bancos de piedra y una fuenteseca y resquebrajada. Camina junto a lavalla pasando la mano por los barrotes—el metal está frío al tacto— hasta quellega a la puerta.

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Sobre su cabeza grazna un pájaro yHadley lo observa trazar círculosperezosos en el cielo empedrado. Lasnubes son gruesas como algodón y conreflejos plata por el sol y piensa en loque le dijo Oliver en el avión mientrasla palabra se forma en su cabeza:cúmulos. Las únicas nubes que son almismo tiempo reales e imaginarias.

Cuando baja la vista él está allí, alotro lado del jardín, como invocado porsu ensueño. Parece mayor con su trajede chaqueta, pálido y solemne mientrasescarba en la tierra con la puntera delzapato, los hombros encorvados y lacabeza inclinada. Al mirarle Hadley

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experimenta una punzada de afecto tanintensa que le dan ganas de gritar.

Pero antes de que pueda hacer nada,él se vuelve.

Hay algo distinto en su aspecto, algoroto, un vacío en la mirada queconvence a Hadley de que ir hasta allíha sido una equivocación. Pero los ojosde Oliver la impiden moverse, fijándolaal suelo en el lugar exacto donde está,debatiéndose entre el impulso de salircorriendo o atravesar el espacio que lossepara.

Permanecen así largo rato, inmóvilescomo las estatuas del jardín. Y comoOliver no hace ademán alguno —un

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gesto de bienvenida, una indicación deque la necesita—, Hadley traga saliva ytoma una decisión.

Pero justo cuando se está dando lavuelta le escucha a su espalda, unapalabra que es una puerta que se abre,un final y un principio al mismo tiempo,un deseo.

—Espera —dice Oliver.Y Hadley obedece.

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13

10.13, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

15.13, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

—¿Qué haces aquí? —preguntaOliver mirando a Hadley como si nodiera crédito a lo que ve.

—No me di cuenta —dice ella—. Enel avión…

Oliver baja la vista.—No me di cuenta —repite Hadley

—. Lo siento muchísimo.

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Oliver asiente mirando hacia elbanco de piedra situado a unos pocosmetros, su áspera superficie todavíahúmeda por la lluvia. Caminan juntoscon las cabezas inclinadas mientras delinterior de la iglesia se escapa lamelodía fúnebre de un órgano. CuandoHadley se dispone a sentarse, Oliver lehace un gesto para que espere y acontinuación se quita la chaqueta y lacoloca sobre el banco.

—El vestido —dice por todaexplicación, y Hadley se mira extrañadala seda lavanda como si fuera la primeravez que la ve. Algo del gesto de Oliverla conmueve aún más, que esté pendiente

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de un detalle tan nimio en un momentoasí. ¿No se da cuenta de que a ella leimporta un pepino el estúpido vestido?¿De que lo que querría es tenderse en lahierba y prepararle una cama en elsuelo?

Incapaz de encontrar las palabraspara rechazar su ofrecimiento, se sientay pasa los dedos por los suaves plieguesde la chaqueta. Oliver se queda de piejunto a ella y se enrolla las mangas de lacamisa, primero una y después la otra,con los ojos siempre fijos en algúnpunto del jardín.

—¿Tienes que volver? —le preguntaHadley y Oliver se encoge de hombros,

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dejando unos centímetros de separaciónentre los dos al tomar asiento en elbanco.

—Supongo —dice inclinándosehacia delante para apoyar los codos enlas rodillas.

Pero no se mueve y al poco Hadleyimita su gesto y ambos se quedanestudiando la hierba a sus pies con unaintensidad exagerada. Hadley siente quele debe una explicación por presentarseallí, pero él no se la pide, así que selimitan a permanecer así, mientras elsilencio se agranda entre los dos.

En su casa, en Connecticut, hay unabrevadero de pájaros junto a la ventana

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de la cocina que Hadley solía mirarmientras lavaba los platos. Losvisitantes más frecuentes eran una parejade golondrinas que solían pelearse porbeber primero, una dando saltitos por elborde del recipiente y piando con fuerzamientras la otra bebía, y viceversa. Devez en cuando una arremetía contra laotra y ambas aleteaban y entrechocabanarrugando la superficie del agua. Peroaunque parecía que siempre se estabanpeleando, lo cierto es que siemprellegaban juntas y también se marchabanjuntas.

Una mañana le sorprendió ver solo auna de ellas, que se posó con suavidad

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en el borde de piedra del abrevadero ybailó un rato allí sin rozar el agua,moviendo la cabeza redondeada de unamanera y con una sensación de abandonotal que Hadley se había asomado a laventana y había mirado al cielo, aunquesabía que no encontraría nada.

Hay algo en Oliver ahora que lerecuerda a aquella golondrina, unaconfusa desesperación que le haceparecer más perdido que triste. Hadleynunca ha visto la muerte tan de cerca.Los únicos fallecidos en su familia sonabuelos que murieron antes de que ellanaciera o cuando era demasiadopequeña como para notar su ausencia.

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De alguna manera, siempre haimaginado que el dolor ante la muertedebe de ser como en las películas,lágrimas abundantes y sollozosestremecidos. Pero aquí en este jardínnadie agita el puño mirando al cielo,nadie se ha puesto de rodillas y nadiemaldice el destino.

En lugar de eso, Oliver tiene aspectode estar a punto de vomitar. Con la caragrisácea y una palidez resaltada por sutraje oscuro, mira a Hadley con gestoinexpresivo. Tiene aspecto de estarsufriendo, como si le doliera en algunaparte pero no supiera cuál exactamente,y respira de forma entrecortada.

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—Siento no habértelo contado —dice por fin.

—No —dice Hadley moviendo lacabeza—. Yo siento haber dado porhecho…

Ambos callan de nuevo. Después deun momento Oliver dice:

—Esto es un poco raro, ¿no?—¿Qué parte?—No sé —dice Oliver sonriendo un

poco—. Que te presentes en el funeralde mi padre, por ejemplo.

—Ah —dice Hadley—. Eso.Oliver se agacha, arranca unas

cuantas hierbas del suelo y las miraabstraído.

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—Aunque todo, en realidad. Meparece que los irlandeses tienen razónen eso de convertir los funerales en unacelebración. Porque esto… —señalacon la barbilla en dirección a la iglesia—. Esto es una locura.

A su lado Hadley pellizca eldobladillo del vestido sin saber muybien qué decir.

—No es que haya mucho quecelebrar, de todas maneras —continúaOliver con amargura y dejando caer lashierbas al suelo—. Mi padre era uncretino, para qué vamos a engañarnos.

Hadley levanta la vista sorprendida,pero Oliver parece aliviado.

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—Llevo pensándolo toda la mañana—dice—. En realidad los últimosdieciocho años. —La mira y sonríe—.Tú tienes bastante peligro. ¿Lo sabías?

Hadley le mira sin comprender.—¿Yo?—Sí —dice Oliver recostándose en

el respaldo—. Me haces ser demasiadosincero.

Un pajarillo se posa en la fuente quehay en el centro del jardín y ambos lomiran picotear la piedra en vano. No hayagua, solo una capa de barro seco, y trasunos segundos el pájaro se marchavolando hasta convertirse en unapequeña mota en el cielo.

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—¿Cómo ha sido? —preguntaHadley con voz suave, pero Oliver nocontesta; ni siquiera la mira. Por entre lahilera de árboles frutales que hay junto ala valla puede ver a la gentedirigiéndose a sus coches, sombrasindefinidas. Sobre sus cabezas, el cieloha recuperado su monótono color gris.

Tras unos segundos Oliver se aclarala garganta:

—¿Qué tal la boda?—¿Cómo?—La boda. ¿Qué tal ha ido?Hadley se encoge de hombros.—Bien.—¡Vamos! —dice Oliver con

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mirada suplicante, y Hadley suspira.—Resulta que Charlotte es simpática

—dice cruzando las manos en el regazo—. Irritantemente simpática.

Oliver sonríe y ya se parece más alchico que Hadley conoció en el avión.

—Y tu padre ¿qué tal?—Parece feliz —dice Hadley con un

nudo en la garganta. Se siente incapaz dehablar del bebé, como si mencionarlo lohiciera de algún modo más real. Enlugar de ello se acuerda del libro ybusca en su mochila—. No se lo hedevuelto.

Oliver mira y sus ojos se detienen enla cubierta.

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—He leído un poco de camino haciaaquí —dice Hadley— y en realidad esbastante bueno.

Oliver lo coge y pasa las páginascomo hizo en el avión.

—Pero ¿cómo me has encontrado?—Alguien estaba hablando de un

funeral en Paddington —dice Hadley yal escuchar la palabra funeral Oliverparpadea—. Y no sé. Tuve unpresentimiento.

Él asiente mientras cierra el librocon suavidad.

—Mi padre tenía una primeraedición de este título —dice frunciendolos labios—. La guardaba en el estante

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más alto de su estudio y recuerdo que lomiraba cuando era pequeño conscientede que costaba mucho dinero.

Le devuelve el libro a Hadley, quelo abraza contra su pecho esperando aque Oliver siga hablando.

—Siempre pensé que para él teníavalor por razones equivocadas —diceahora con voz más serena—. Nunca le vileer nada que no fueran cosas de trabajo.Pero de vez en cuando, sin venir acuento, citaba un pasaje. —Se ríe singanas—. No le pegaba nada. Era comoun carnicero cantante o algo así. Uncontable que baila claqué…

—A lo mejor no era como tú

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pensabas…Oliver la mira con dureza.—No.—¿No qué?—No quiero hablar de él —dice con

la mirada encendida. Se rasca la frente yacto seguido se pasa una mano por elpelo. Una suave brisa mece la hierba asus pies aligerando el peso en lasespaldas de los dos. Y dentro de laiglesia la música de órgano termina deforma abrupta, como por unainterrupción.

—¿Y dices que conmigo eresdemasiado sincero? —pregunta Hadleydespués de un rato con la vista puesta en

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los redondeados hombros de Oliver, quese vuelve para mirarla—. Muy bien.Pues venga. Sé sincero.

—¿Sobre qué?—Sobre lo que quieras.Para su sorpresa, Oliver le da un

beso. No es como el beso delaeropuerto, suave y con sabor adespedida. Este es un beso más ávido yalgo desesperado. Oliver aprieta suslabios contra los de Hadley y ella cierralos ojos y se entrega, devolviéndole elbeso hasta que, también de repente,Oliver se aparta y se quedan sentadosmirándose.

—No me refería a eso —dice

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Hadley y Oliver le hace una mueca.—Me has dicho que sea sincero.

Pues esto es lo más sincero que he hechoen todo el día.

—Me refería a tu padre —diceHadley, sin poder evitar ruborizarse—.A lo mejor te ayuda hablar de ello. Si…

—¿Si qué? ¿Si digo que le echo demenos? ¿Que estoy hecho polvo? ¿Queeste es el peor día de mi vida?

Se pone de pie con brusquedad y,por un momento, Hadley teme que vayaa marcharse. Pero en lugar de elloempieza a caminar de un lado a otrodelante del banco, alto, delgado y tanguapo en mangas de camisa. Se para, se

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vuelve hacia ella y Hadley lee la ira ensu rostro.

—Mira: hoy, esta semana, todo hasido una mentira. ¿Tú estás enfadada contu padre por lo que ha hecho? Por lomenos tu padre ha sido sincero y hatenido las narices de marcharse. Ya séque eso es un asco también, pero por loque dices parece que es feliz, igual quetu madre. Así que en el fondo ha sidomejor para todos.

Para todos menos para mí, piensaHadley aunque no dice nada. Oliverecha a andar de nuevo y Hadley siguesus movimientos como un espectador deun partido de tenis. Atrás y adelante,

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atrás y adelante.—En cambio mi padre… estuvo

años engañando a mi madre. Tu padretuvo una aventura que se convirtió enamor, ¿no? Que terminó en matrimonio.Fue algo a la vista de todos que osliberó. El mío tuvo como una docena deamantes, tal vez más, y lo peor es quetodos lo sabíamos pero nadie hablaba deello. En algún momento alguien decidióque debíamos resignarnos en silencio, yeso es lo que hicimos. Pero sabíamos loque estaba pasando —dice con loshombros hundidos—. Lo sabíamos.

—Oliver… —empieza a decirHadley, pero este sacude la cabeza.

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—No —la interrumpe encogiendo unpoco los hombros—. No quiero hablarde mi padre. Era un capullo, no solo porlo de sus amantes, por muchísimas otrascosas. Y yo me he pasado la vidahaciendo como que no pasaba nada, pormi madre. Pero ahora que ya no está seacabó el disimular. —Tiene los puñoscerrados y los labios apretados—. ¿Teparece que estoy siendo losuficientemente sincero?

—Oliver —repite Hadley, dejandoel libro a un lado y poniéndose de pie.

—No pasa nada. Estoy bien.Desde lejos alguien le llama por su

nombre y un momento después una chica

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con pelo oscuro y gafas todavía másoscuras se asoma por la puerta. Nopuede ser mucho mayor que Hadley,pero irradia tal seguridad, taldesenvoltura que consigue que se sientadesaliñada en comparación con ella.

La chica se detiene al verles,claramente sorprendida.

—Ya es casi la hora, Oli —dicecolocándose las gafas de sol en lacabeza—. La comitiva está a punto desalir.

Los ojos de Oliver siguen fijos enHadley.

—Un minuto —contesta sin apartarla mirada, y la chica duda, parece que

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va a decir algo, pero en lugar de eso sevuelve encogiendo un poco los hombros.

Cuando se ha ido, Hadley tiene quehacer un esfuerzo para mirar a Oliver.La llegada de la chica ha roto el hechizodel jardín y ahora escucha con claridadlas voces más allá del seto, las puertasde los coches cerrándose, un perroladrando en la distancia.

Pero no se mueve.—Lo siento —susurra—. No

debería haber venido.—No… —dice Oliver y Hadley

pestañea tratando de descifrar qué otraspalabras esconde ese no: No te vayas oPor favor, quédate o Yo también lo

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siento. Pero todo lo que dice Oliver es:—No pasa nada.Hadley cambia el peso de un pie a

otro mientras sus tacones se hunden en elsuelo de tierra.

—Debería irme —dice, pero susojos están diciendo: Hago lo que puedo,y sus manos, temblando por el esfuerzoque les supone no tocarle, dicen: Porfavor.

—Sí —contesta Oliver—. Yotambién.

Ninguno se mueve y Hadley se dacuenta de que está conteniendo larespiración.

Pídeme que me quede.

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—Me alegro de haberte visto otravez —dice Oliver con tono envarado y,para horror de Hadley, le tiende lamano. Ella la toma con delicadeza y sequedan unos instantes así, a mediocamino entre la caricia y el saludo,balanceando las manos hasta que Oliverpor fin se suelta.

—Suerte —dice Hadley, aunque conqué, no lo sabe.

—Gracias —responde Olivermientras asiente con la cabeza. Coge suchaqueta y se la echa al hombro sinpreocuparse de sacudirla antes. Cuandose vuelve hacia el jardín, Hadley tieneun nudo en el estómago. Cierra los ojos

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en un intento por frenar la marea depalabras que no han llegado a suslabios, las cosas que no ha llegado adecir.

Y cuando los abre, Oliver ya noestá.

Su mochila sigue en el banco ycuando se acerca a cogerla no puedeevitar dejarse caer sobre la piedrahúmeda y doblarse por el cansancio,como si acabara de sobrevivir a unagran tormenta. No debería haber venido,eso es evidente. El sol está ya bajo en elcielo y, aunque sabe que la esperan enotro sitio, las fuerzas que la han llevadoa actuar hasta ahora parecen haberse

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evaporado.Saca el ejemplar de Nuestro amigo

común y lo hojea distraída. Cuandollega a una de las páginas con la esquinasuperior doblada se da cuenta de que ladoblez llega hasta casi la mitad de lahoja, como una flecha que señala unalínea de diálogo: «Nadie carece deutilidad en el mundo si alivia la cargaque este supone para otro».

Unos minutos más tarde, mientrascamina hacia la iglesia, ve a la familiatodavía congregada a la entrada. Olivertiene la espalda vuelta hacia ella ytodavía lleva la chaqueta al hombro, y lachica, la que los acaba de ver juntos,

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está justo a su lado. Hay un aireprotector en ella, en la manera en queapoya la mano en el hombro de Oliver, yal verlos Hadley no puede evitar apretarel paso mientras nota cómo se ruboriza,pero sin entender por qué. Pasa deprisajunto a ellos, deja atrás la estatua con suexpresión inmutable, la iglesia con sutorre y la hilera de coches negrosaparcados, listos para ir al cementerio.

En el último momento, casi llevadapor un impulso, deja el libro sobre elcapó del primer coche. Y enseguida,antes de que nadie pueda detenerla, echaa andar calle abajo.

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14

11.11, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

16.11, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Si alguien le hubiera hecho preguntassobre su viaje de vuelta a Kensington«en qué momento hizo transbordo, quiéniba sentado a su lado, cuánto duró eltrayecto», a Hadley le habría costadomucho contestar. Decir que el viajehabía sido una nebulosa significaría queal menos guardaba algún recuerdo del

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mismo, por borroso que fuera, perocuando por fin sale a la luz del sol en laparada de Kensington tiene la extrañasensación de haber viajado en el tiempocomo una piedra.

Al parecer el estado de shock —o loque quiera que tenga— es una de lascuras más eficaces contra laclaustrofobia. Acaba de viajar a ciegasdurante media hora, siempre bajo tierray ni una sola vez ha tenido queesforzarse por imaginarse en otro sitio.Su localización física carecía deimportancia porque ya tenía la cabeza enlas nubes.

Se da cuenta de que se ha olvidado

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la invitación de boda dentro del libro yaunque sabe que el hotel está cerca de laiglesia y, por tanto, en algún lugar delvecindario, es incapaz de recordar cómose llama. Habría que oír a Violet si seenterara.

Pero cuando abre el teléfono parallamar a su padre ve que hay un mensaje,y, antes incluso de teclear su contraseña,sabe que es de su madre. No se molestaen escucharlo y la llama directamente,pues no quiere perder de nuevo laoportunidad de hablar con ella.

Pero la oportunidad no llega.De nuevo le sale el contestador y

Hadley suspira.

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Lo único que quiere es hablar con sumadre, contarle lo de su padre y elhermanito, lo de Oliver y su padre,explicarle que todo este viaje ha sidouna gran equivocación.

Lo único que quiere es hacer comosi estas dos últimas horas no hubieranexistido.

Se le hace un nudo en la gargantagrande como un puño cuando piensa encómo la ha dejado Oliver allí en eljardín, con los ojos —esos ojos que contanto interés la habían mirado en elavión— fijos en el suelo.

Y esa chica. Hadley estáabsolutamente convencida de que es su

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ex-novia. La confianza con que letrataba, la manera de apoyar la mano ensu hombro… Lo único de lo que no estásegura es que de verdad sea una ex.Había algo posesivo en la manera enque miraba a Oliver, como si marcara suterritorio incluso en la distancia.

Hadley se apoya sin fuerzas en unade las paredes de una cabina roja deteléfono, sintiéndose fatal por lo tontaque debe de haberle parecido a Oliver,buscándole por aquel jardín como si talcosa. Trata de no imaginar lo que debede estar diciendo de ella ahora mismo,pero las posibilidades se le cuelan enlos pensamientos sin querer: Oliver

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encogiéndose de hombros ante lapregunta de la chica, diciendo queHadley es solo alguien a quien haconocido en el avión.

Durante toda la mañana la haacompañado el recuerdo de la nocheanterior, la idea de que Oliver es comoun escudo protector contra ese día, peroahora ya no tiene sentido. Ni siquiera elrecuerdo del último beso le sirve deconsuelo. Porque lo más probable esque no vuelva a verle nunca y la formaen que se han dicho adiós basta para quequiera hacerse un ovillo y acurrucarseallí mismo, en la esquina de la calle.

Su teléfono empieza a sonar y

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cuando mira la pantalla ve que es supadre.

—¿Dónde estás? —pregunta cuandoHadley responde, y esta mira a amboslados de la calle.

—Estoy llegando —dice, sin estarmuy segura de dónde se encuentraexactamente.

—Pero ¿dónde has estado? —pregunta su padre y, por la forma en quelo hace, con la voz tensa, Hadley sabeque está furioso. Por enésima vez hoydesea poder irse a casa, pero todavía lequeda sobrevivir al banquete y bailarcon su enfadado padre mientras todo elmundo los mira. Todavía tiene que

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felicitar a los recién casados, pasar porlo de la tarta y después volar siete horassobre el Atlántico sentada junto aalguien que no le dibujará patos en laservilleta; que no le robará una botellitade whisky ni intentará besarla junto a loscuartos de baño.

—Tenía que ir a ver a un amigo —explica, y su padre gruñe.

—¿Y qué es lo siguiente? ¿Visitar aalguien en París?

—Papá…Este suspira.—Estás siendo de lo más oportuna,

Hadley.—Ya lo sé.

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—Estaba preocupado —admite yHadley nota cómo la aspereza en su tonova cediendo. De alguna manera haestado tan concentrada en encontrar aOliver que no se le ha ocurrido que supadre podría estar preocupado.Enfadado sí, pero ¿preocupado? Hacetanto tiempo que no hace el papel depadre preocupado…, y además es el díade su boda. Pero ahora se da cuenta deque su marcha ha debido de asustarle ysu corazón también se ablanda.

—No lo pensé —dice—. Perdona.—¿Cuánto vas a tardar en llegar?—No mucho —contesta—. Muy

poco.

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Su padre suspira de nuevo.—Menos mal.—Una cosa, papá.—Dime.—¿Me recuerdas la dirección del

hotel?Diez minutos más tarde, gracias a las

instrucciones de su padre, Hadley seencuentra en el vestíbulo del hotelKensington Arms, una mansión degrandes dimensiones que parece fuerade lugar en pleno centro de Londres,como si la hubieran arrancado de unafinca en el campo y dejado caer aquí alazar. Los suelos son de mármol negro yblanco, como un gigantesco tablero de

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ajedrez, y hay una gran escalinata deespiral con barandilla de bronce que sepierde detrás de las arañas del techo.Cada vez que alguien entra por laspuertas giratorias, lo acompañan elsuave olor del río y el aire húmedo delexterior.

Cuando ve su reflejo en uno de losrecargados espejos detrás del mostradorde recepción Hadley baja los ojos. Lasotras damas de honor se van a enfadarcuando descubran que sus esfuerzos dehoras antes han sido en vano. El vestidoestá tan arrugado que se diría que lo hallevado todo el día metido en la mochilay el recogido del pelo —en el que tanto

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trabajo habían puesto— se le hadeshecho. Le caen mechones por la caray el moño le cuelga triste a la altura dela nuca.

El hombre de la recepción terminade hablar por teléfono y cuelga elauricular con un ágil gesto de muñeca.Después se vuelve hacia Hadley.

—¿Puedo ayudarla, señorita?—Estoy buscando la boda de

Sullivan —contesta y el hombre miradebajo del mostrador.

—Todavía no ha empezado —lainforma con su cortante acento británico—. Va a ser en el salón Churchill a lasseis en punto.

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—Ya —replica Hadley—. Peroestoy buscando al novio.

—Muy bien —dice el hombrellamando a una habitación y murmurandoalgo por teléfono antes de colgar ydirigirse de nuevo a Hadley con unbreve gesto de la cabeza—: Suitenúmero cuarenta y dos. La estánesperando.

—Ya me lo imagino —comentaHadley dirigiéndose hacia losascensores.

Cuando llama a la puerta de la suiteestá tan ocupada preparándose para lamirada censuradora de su padre que lesorprende ver a Violet en su lugar.

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Aunque tampoco es que ella la mire condemasiada aprobación.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntamirándola de arriba abajo—. ¿Hascorrido un maratón?

—Hace calor en la calle —explicaHadley mirándose el vestido conexpresión de impotencia. Por primeravez se da cuenta de que, por si todo lodemás fuera poco, tiene una mancha debarro en forma de coma en el bordeinferior del vestido. Violet sorbechampán de una copa manchada decarmín mientras inspecciona los daños.Detrás de ella hay cerca de una docenade personas sentadas en sillones color

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verde oscuro, ante una mesa con unabandeja con frutas y verduras de coloresy varias botellas de champán metidas enhielo. De los altavoces sale una músicasuave, una melodía instrumental y algosomnolienta por encima de la cual seoyen voces procedentes de una esquinade la habitación.

—Vamos a tener que arreglarte otravez antes de que empiece la fiesta —dice Violet con un suspiro y Hadleyasiente agradecida mientras su teléfono(que todavía sujeta en una de sussudorosas manos) empieza a sonar.Cuando ve el nombre en la pantalla seda cuenta de que es su padre,

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preguntándose probablemente por quétarda tanto.

Violet arquea las cejas.—¿El profesor?—Es mi padre —explica Hadley,

para que Violet no piense que hay unprofesor que se dedica a llamarla desdeEstados Unidos. Pero al mirar de nuevola pantalla se da cuenta de que haperdido el sentido del humor. Porque loque en otro momento le habría parecidodivertido ahora solo resulta triste;incluso esto, la más obvia de la bromas,el más tonto de los apodos, le pareceque no tiene nada que ver con ella.

Violet se echa a un lado como si

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fuera el portero de un club elegante einvita a entrar a Hadley.

—No tenemos mucho tiempo antesdel banquete —está diciendo y Hadleyno puede evitar sonreír mientras cierrala puerta detrás de ella.

—¿A qué hora empezaba?Violet pone los ojos en blanco y ni

siquiera se digna a contestar. Despuésvuelve a donde estaba y se sienta en unade las sillas con cuidado de no arrugarel vestido.

Hadley se dirige a la pequeña salade estar de un lateral que une eldormitorio con el resto de la suite. Unavez allí ve a su padre y a unas cuantas

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personas más reunidas en torno a unordenador portátil. Charlotte estásentada y la falda de su vestido pareceuna gran tarta de azúcar, y aunqueHadley desde donde se encuentra nopuede ver la pantalla le queda claro queestán mirando fotos.

Por un instante considera laposibilidad de escabullirse de nuevo.No quiere ver fotografías de su padre yCharlotte en lo alto de la torre Eiffel oponiendo caras en un tren o dando decomer a los patos en el estanque deKensington Gardens. No quiere que laobliguen a ver el reportaje de la fiestade cumpleaños de su padre en un pub de

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Oxford, y desde luego no necesita que lerecuerden que ella no estaba allí; dehecho aquel día se había levantadoconsciente de la fecha que era y esaconsciencia la había acompañado a susclases de geometría y química, mientrasalmorzaba en la cafetería, donde ungrupo de jugadores de fútbol americanohabían cantado una versión en broma delCumpleaños feliz al pobre LucasHeyward, el pateador del equipo y, paracuando hubieron terminado, Hadley sedio cuenta de que la rosquilla que estabasujetando había quedado reducida amigas.

No necesita ver fotografías que

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demuestren que ya no forma parte de lavida de su padre. Pero este es elprimero que repara en su presencia y,aunque Hadley está preparada paracualquier tipo de reacción —enfado porsu desaparición, contrariedad porquellega tarde, alivio al comprobar que seencuentra bien—, no lo está para esto:hay algo en la mirada de su padre queHadley ve por primera vez: estáreconociendo algo y le está pidiendodisculpas.

Y es en ese momento cuando Hadleydesea que las cosas fueran de otromodo. No de la forma que lleva mesesdeseando. No se trata de un deseo

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egoísta o amargo, sino de esos que seformulan de todo corazón. Hadley nosabía que era posible echar tanto demenos a alguien que está solo a unosmetros de distancia, pero así es. Echatanto de menos a su padre que le dueletodo el cuerpo. Porque de repente todose le antoja absurdo, todo ese tiempoinvertido en mantenerle fuera de su vida.Y al verle ahora no puede evitar pensaren el padre de Oliver y en que existenmaneras mucho peores de perder aalguien, maneras mucho máspermanentes y que pueden hacer muchomás daño.

Abre la boca para decir algo pero

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antes de que pueda pronunciar palabraCharlotte se le adelanta:

—¡Ya estás aquí! Estábamospreocupados.

Un vaso se rompe en la habitacióncontigua y Hadley se sobresalta. Todosen el cuarto de estar la están mirando yel papel floreado de las paredes pareceacercarse peligrosamente.

—¿Has ido a explorar por ahí? —pregunta Charlotte con lo que pareceinterés verdadero y un entusiasmo tangenuino que a Hadley le da otro vuelcoel corazón—. ¿Lo has pasado bien?

Esta vez, cuando mira a su padre,algo en la expresión de Hadley es

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suficiente para que él se enderece yabandone el respaldo de la silla deCharlotte, donde estaba apoyado.

—¿Estás bien, cariño? —preguntaladeando un poco el cuello.

La intención de Hadley es negar conla cabeza o, como mucho, encogerse dehombros. Pero para su sorpresa unsollozo le sube por la garganta y lainunda como una ola. Empieza a hacerpucheros y las primeras lágrimas se leagolpan detrás de los ojos sin que puedahacer nada por impedirlo.

No es por Charlotte ni por las otraspersonas que hay en la habitación. Nisiquiera es por su padre. Es todo este

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día, un día extraño e inesperado. Nuncaun periodo de tiempo le había resultadotan interminable. Y aunque sabe que noes más que la suma de muchos minutos,unidos los unos con los otros como lascuentas de un collar, ahora ve conclaridad cómo se han convertido enhoras y entiende que, del mismo modo,los meses podrían volverse años, tancerca como ha estado de renunciar aalguien tan importante para ella yresignarse al implacable paso deltiempo.

—Hadley —dice su padre dejandola copa y caminando hacia a ella—.¿Qué ha pasado?

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Ahora sí está llorando apoyada en elquicio de la puerta, y cuando siente caerla primera lágrima piensa —menudaridiculez— en Violet y en que ahoratambién tendrán que retocarle elmaquillaje.

—Oye —dice su padre cuando llegaa su lado apoyándole con fuerza la manoen el hombro.

—Lo siento —se disculpa ella—.Ha sido un día muy largo.

—Ya lo veo —comenta su padre yHadley por la forma en que se leiluminan los ojos casi puede ver la ideaformándose en su cabeza—. Ya lo veo—repite—. Me parece que ha llegado la

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hora de consultar con el elefante.

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15

11.47, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

16.47, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Incluso si siguiera viviendo en la casade Connecticut, aunque Hadley siguierateniéndolo al otro lado de la mesa porlas mañanas mientras desayuna todavíaen pijama y le diera las buenas nochesdesde el pasillo antes de irse a la cama,esto que está haciendo es algo quenormalmente le correspondería a su

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madre. Con su padre en casa o no,sentarse a su lado cuando llora por unchico es, se mire por donde se mire,Territorio Mamá.

Y sin embargo aquí está con supadre, la mejor opción de que disponeen este momento y la historia le sale aborbotones, como un secreto guardadodesde hace tiempo. Su padre haarrimado una silla a la cama y estásentado a horcajadas con los brazosapoyados en el respaldo, y a Hadley lereconforta comprobar que por una vezha abandonado ese aire típico deprofesor, con la cabeza ladeada y lamirada inexpresiva, y que, en lugar de

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ello, sus facciones transmiten algoparecido a interés y consideración.

No, la forma en que la está mirandoahora es algo más que eso; es la mismaque cuando se lastimó la rodilla de niña,cuando se cayó de la bicicleta a lapuerta de casa, como la noche en que sele rompió un frasco de cerezas en lacocina y se cortó el pie con uno de lostrozos de cristal. Y algo en esa miradahace que se sienta mejor.

Abrazada a uno de los muchoscojines que decoran la lujosa cama,Hadley le cuenta cómo conoció a Oliveren el aeropuerto y cómo este se cambióde asiento. Le cuenta cómo le ayudó con

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la claustrofobia, distrayéndola conpreguntas absurdas, salvándola de símisma, igual que solía hacerlo su padre.

—¿Te acuerdas cuando me decíasque pensara en el cielo? —le pregunta, ysu padre asiente.

—¿Te sigue ayudando?—Sí —contesta Hadley—. De hecho

es lo único que me ayuda.Su padre agacha la cabeza pero a

Hadley le da tiempo a ver que estásonriendo.

Al otro lado de la puerta están losinvitados de una boda, la novia, lasbotellas de champán, y hay un horarioque cumplir, un orden del día. Pero allí

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está él sentado, como si no tuviera másque hacer, como si no hubiera nada másimportante que esto. Que Hadley. Asíque sigue hablando.

Le habla de la conversación conOliver, de todas esas horas sin otra cosaque hacer que charlar, sentados muyjuntos sobrevolando el océano. Le hablade los absurdos proyectos deinvestigación de Oliver, de la películade patos y de cómo dio por hecho que éltambién iba a una boda. Incluso lecuenta lo del whisky.

Lo que no le dice es lo del beso enel control de pasaportes.

Cuando llega a la parte en que le

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pierde de vista en el aeropuerto, estáhablando tan deprisa que se come laspalabras. Es como si se hubiera abiertouna válvula en su interior y no puedeparar. Cuando le cuenta lo del funeral enPaddington y cómo se confirmaron suspeores sospechas, su padre le coge unamano.

—Tenía que habértelo dicho —concluye Hadley antes de limpiarse lanariz con el revés de la mano—. Dehecho, no tendría que haber ido.

Su padre no dice nada y Hadley selo agradece. No está segura de cómoponer en palabras lo que viene acontinuación, la mirada de Oliver, tan

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sombría y solemne, como un anuncio detormenta. Al otro lado de la puerta seescuchan risas seguidas de aplausos.Respira hondo.

—Solo quería ayudar —murmura,aunque sabe que no está diciendo toda laverdad—. Bueno, y verle otra vez.

—Eso es muy bonito —comenta supadre, pero Hadley sacude la cabeza.

—No. A ver, solo le conozco deunas cuantas horas. Es ridículo; no tienesentido.

Su padre sonríe y después seendereza para colocarse bien la pajarita,que se le ha torcido.

—Así es como funcionan estas

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cosas, cariño —dice—. El amor notiene por qué tener sentido. Es algo deltodo ilógico.

Hadley levanta la barbilla.—¿Qué sucede?—Nada —contesta Hadley—. Es

que mamá me dijo exactamente lomismo.

—¿Sobre Oliver?—No, en general.—Es una mujer inteligente, tu madre

—dice su padre, y la manera en que lodice, sin rastro de ironía, sin asomoalguno de engreimiento, impulsa aHadley a hacer la pregunta que llevamás de un año intentando no hacer en

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voz alta.—Entonces, ¿por qué la dejaste?Su padre abre la boca y se inclina,

como si hablar le supusiera un esfuerzofísico.

—Hadley… —empieza a decir convoz queda, pero esta sacude la cabeza.

—No importa. Olvídalo.Su padre se pone en pie y Hadley

piensa que tal vez se dispone a salir dela habitación. Pero en lugar de eso sesienta junto a ella en la cama. Se muevepara dejarle sitio, de manera que estánjuntos, pero sin mirarse.

—Yo sigo queriendo a tu madre —dice su padre con suavidad y Hadley

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está a punto de interrumpirle, pero élsigue hablando antes de darle tiempo ahacerlo—: Ahora, claro, es diferente. Ytambién hay mucho sentimiento de culpa.Pero tu madre es muy importante paramí. Eso tienes que saberlo.

—Pero entonces, ¿cómo pudiste…?—¿Marcharme?Hadley asiente.—Tenía que hacerlo —dice su padre

por toda respuesta—. Pero eso nosignifica que te estuviera abandonando ati.

—Pero te fuiste a Inglaterra.—Ya lo sé —dice su padre con un

suspiro—. Pero no fue por ti.

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—Ya, claro —dice Hadley mientrasnota una punzada de resentimiento en suinterior—. Fue por ti.

Quiere que su padre le lleve lacontraria, le discuta, le suelte ese rollode la crisis de la mediana edad, ese quelleva montándose en la cabeza todo estetiempo, días, semanas, meses. Pero enlugar de ello se queda sentado con lacabeza gacha y las manos juntas en elregazo, con aspecto derrotado.

—Me enamoré —se limita a decir.La pajarita se le ha torcido otra vez yeso le recuerda a Hadley que, despuésde todo, es el día de su boda. Su padrese frota el mentón con aspecto distraído

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y los ojos fijos en la puerta—. Noespero que lo comprendas. Ya sé que loestropeé todo. Sé que soy el peor padredel mundo. Lo sé perfectamente. Te loaseguro.

Hadley no dice nada y espera a quesu padre siga hablando. Porque ¿quépodría decir? Pronto va a tener otrohijo, una nueva oportunidad de hacer lascosas de otra manera. Y esta vez podráhacerlo mejor. Esta vez podrá estar allí.

Su padre se lleva dos dedos alentrecejo como si tratara de calmar undolor de cabeza.

—No espero que me perdones. Yasé que no podemos retroceder en el

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tiempo. Pero me gustaría empezar denuevo, si tú quieres. —Hace un gestohacia la otra habitación—. Ya sé quetodo ha cambiado y que tardaremosalgún tiempo, pero de verdad megustaría que formaras parte de mi nuevavida.

Hadley se mira el vestido. Elagotamiento que lleva horas intentandocombatir empieza a crecer como unamarea, y es como si alguien estuvieracubriéndola con una manta.

—A mí me gustaba nuestra antiguavida —dice con el ceño fruncido.

—Ya lo sé. Pero yo también tenecesito.

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—Como mamá.—Lo sé.—Ojalá…—¿Qué?—No te hubieras marchado.—Lo sé —repite su padre por

enésima vez. Hadley espera oírle decirque las cosas están mejor así, que es loque suele decir su madre en este tipo deconversaciones.

Pero no lo hace.Hadley se retira un mechón de pelo

de la cara con un soplido. ¿Qué habíadicho antes Oliver? Que su padre habíatenido las agallas de no quedarse. Sepregunta cómo puede ser eso. Le cuesta

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imaginar cómo sería su vida si su padrehubiera vuelto a casa por Navidad segúnlo planeado, dejando a Charlotte enInglaterra. ¿Habrían ido mejor lascosas? ¿O habría pasado como en lafamilia de Oliver, con el peso de lainfelicidad como una manta que lesahogaba a todos, opresivo y silencioso?Hadley sabe, como todo el mundo, quelo que no se dice a veces puede ser peorque las palabras mismas, así les haocurrido a ella y a su padre. Lo mismopodría haberles sucedido a sus padres silas cosas hubieran terminado de otramanera. ¿Estarían de verdad mejor así?Imposible saberlo.

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Pero lo que sí sabe es que ahora supadre es feliz. Se le ve en la caraincluso como está ahora, encorvado enel borde de la cama como un jugueteroto, temeroso de volverse y mirarla a lacara. Irradia la misma luz que Hadley havisto en la expresión de su madrecuando está con Harrison.

La misma luz que vio en Olivercuando estaban en el avión.

—¿Papá? —dice con un hilo de voz—. Me alegro de que seas feliz.

Él es incapaz de ocultar su sorpresa.—¿De verdad?—Claro.Ambos callan unos segundos y su

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padre la mira de nuevo.—¿Sabes lo que me haría más feliz

todavía?Hadley levanta las cejas expectante.—Que vinieras a visitarnos alguna

vez.—¿A visitaros?Su padre sonríe.—Sí, a Oxford.Hadley trata de imaginar cómo será

la casa, pero la única imagen que leviene a la cabeza es la de una casita decampo típicamente inglesa sacada dealguna película. Se pregunta si habrá unahabitación para ella, pero no se atreve aexpresarlo en voz alta. Pero incluso si la

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hay, lo más seguro es que pronto pase aser para el bebé.

Antes de que pueda decir nada,llaman a la puerta y ambos levantan lavista.

—Adelante —dice el padre y entraViolet. A Hadley le divierte comprobarque se balancea ligeramente sobre lostacones con una copa de champán vacíaen la mano.

—Faltan treinta minutos —anunciaagitando el brazo en el que lleva elreloj. Detrás de ella Hadley distingue aCharlotte, sentada en una butacagruesamente tapizada y rodeada por lasdamas de honor.

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—No os agobiéis —les diceCharlotte—, no pueden empezar sinnosotros.

Su padre mira a Charlotte y despuésle da a Hadley un golpecito cariñoso enel hombro mientras se pone de pie.

—Creo que ya hemos terminado, detodas maneras —contesta y al levantarsepara seguirle Hadley ve su imagen en elespejo, ahora además con los ojoshinchados.

—Me parece que necesito…—Desde luego —dice Violet

tomándola del brazo. Hace un gesto a lasotras damas de honor, que dejan suscopas y se dirigen al cuarto de baño.

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Una vez están todas reunidas ante elespejo, cada una pertrechada con unaherramienta «un cepillo, un peine,máscara de pestañas o una tenacilla parael pelo», Violet empieza la ronda depreguntas:

—¿Por qué llorabas antes?Hadley querría negar con la cabeza,

pero tiene miedo de moverse; haydemasiada gente tocándola y haciéndolecosas.

—Por nada —dice secamentemientras Whitney se coloca enfrente deella, con un pintalabios en la mano.

—¿Por tu padre?—No.

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—De todas maneras, tiene que serdifícil —dice Hillary—. Me refiero averle casarse otra vez.

—Sí —dice Violet agachada—.Pero las lágrimas no eran por eso.

Whitney pasa los dedos por el pelode Hadley.

—Entonces, ¿por qué eran?—Por un chico —dice Violet con

una sonrisa.Jocelyn está intentando sacar la

mancha del vestido de Hadley con unadesconcertante combinación de agua yvino blanco.

—Me encantan esas cosas. Háblanosde él.

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Hadley nota que se pone colorada.—No es nada de eso. Os lo juro.Las mujeres se intercambian miradas

y Hillary ríe.—¿Y quién es el afortunado?—Nadie —repite Hadley—. De

verdad.—No te creo una palabra —dice

Violet y se inclina de modo que su carase queda a la altura de la de Hadleyreflejada en el espejo—. Pero te voy adecir una cosa: cuando hayamosterminado contigo, como ese chicoaparezca aquí esta noche, está perdido.

—No te preocupes —dice Hadley—. No va a venir.

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El segundo milagro del día solo leslleva diez minutos, y cuando hanterminado Hadley se siente otra personatotalmente distinta de la que volviócojeando del funeral hace una hora. Elresto de damas de honor se quedan en elcuarto de baño dándose los últimosretoques y cuando Hadley sale, lesorprende encontrar a su padre y aCharlotte solos en la suite. Los demáshan ido a sus habitaciones a arreglarse.

—¡Vaya! —dice Charlottehaciéndole una señal con el dedo paraque gire sobre sí misma.

Hadley obedece y su padre aplaude.—Estás muy guapa —dice él, y

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Hadley sonríe a Charlotte, quepermanece vestida de novia con elanillo en el dedo emitiendo pequeñosdestellos.

—Charlotte sí que está guapa —diceHadley. Porque es la verdad.

—Sí, pero yo no llevo viajandodesde ayer. Tienes que estar hechafosfatina.

Hadley siente una punzada en elpecho al escuchar la expresión, que lerecuerda a Oliver. Durante meses elacento de Charlotte ha bastado paraprovocarle un intenso dolor de cabeza.Ahora en cambio, de repente, no leparece tan malo, incluso piensa que

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podría acostumbrarse a él.—Estoy totalmente hecha polvo —

dice con una sonrisa tímida—. Pero elviaje ha merecido la pena.

A Charlotte se le iluminan los ojos.—Me alegra oírlo. Ojalá sea el

primero de muchos. Me acaba de decirAndrew que quizá vengas a visitarnospronto.

—Bueno… —replica Hadley—, nolo sé.

—Tienes que venir —dice Charlottevolviendo al salón, donde coge de nuevoel ordenador portátil como si fuera unabandeja de aperitivos y después apartaservilletas y posavasos para hacer sitio

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en la barra del bar—. Nos encantaría. Yacabamos de arreglar la casa. Antes leestaba enseñando las fotos a todo elmundo.

—Cariño, no sé si es buenmomento… —empieza a decir el padrede Hadley, pero Charlotte le interrumpe.

—Solo será un minuto —dicesonriendo a Hadley. Ambas están de piefrente al bar esperando a que se carguenlas imágenes—. Esta es la cocina —explica Charlotte cuando aparece laprimera imagen—. Da al jardín.

Hadley se inclina para ver más decerca y trata de identificar cualquierrastro de la anterior vida de su padre,

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como su taza de café, su gabardina oaquel par de zapatillas viejas que senegaba a jubilar. Charlotte pasa de unafoto a otra y Hadley se esfuerza porseguirla mientras intenta imaginarse alos dos en aquellas habitaciones,desayunando beicon con huevos en lamesa de madera o apoyando un paraguasjunto a la puerta de entrada.

—Y aquí está el otro dormitorio —dice Charlotte mirando al padre deHadley, que está apoyado contra lapared unos pocos metros detrás de ellas,con los brazos cruzados y carainexpresiva—. Es el tuyo, para cuandovengas a visitarnos.

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La siguiente foto es del estudio de supadre y Hadley la estudia con atención.Aunque dejó todos sus muebles enConnecticut, esta nueva versión es casiidéntica, estanterías parecidas, inclusoel mismo vaso para los lápices. Ladistribución es la misma, aunque estahabitación parece algo más pequeña, yaque hay ventanas repartidas en todas lasparedes.

Charlotte está hablando sobre lomaniático que es su padre con su estudiopero Hadley no la escucha. Estádemasiado ocupada escudriñando lasfotografías de familia enmarcadas en lasparedes.

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—Espera —dice cuando Charlottese dispone a pasar a la siguiente foto.

—¿Las reconoces? —pregunta supadre desde el otro lado de lahabitación, pero Hadley no se vuelve. Yes que sí las reconoce. Ahí mismo, enlas fotos dentro de la foto, puede ver eljardín trasero de la casa de Connecticut.En otra se ve un trozo del viejocolumpio que aún sigue allí, elabrevadero de pájaros que todavíacuelga del alféizar del estudio de supadre, los setos que con tantameticulosidad regaba durante losveranos más secos. En otras ve lasmatas de lavanda y el viejo manzano con

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sus ramas retorcidas. Cuando su padrese sienta en su nueva silla de cuero en sumesa nueva y mira las viejas fotos, debede sentir que está otra vez en casa, peromirando por ventanas del todo distintas.

Y de repente su padre está a su lado.—¿Cuándo hiciste estas fotos?—El verano en que me marché a

Oxford.—¿Y por qué?—Porque siempre me ha gustado

verte jugar por la ventana y no me podíaimaginar trabajando en un despacho sinellas.

—Pero son fotografías de ventanas.Su padre sonríe.

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—Tú no eres la única que recurre ala imaginación cuando lo necesita —dice, y Hadley se ríe—. A veces megusta pensar que estoy otra vez en casa.

Charlotte, que ha estado mirándolescon aspecto de sentirse encantada, sevuelve hacia la pantalla del ordenador yamplía con el zoom para que puedan verde cerca las fotografías.

—Tenéis un jardín precioso —diceseñalando los arbustos de lavanda unpoco pixelados en la pantalla.

Hadley desplaza el dedo unoscentímetros hacia la ventana real de lacasa, que da a un pequeño jardín conunos cuantos parterres.

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—Vosotros también —dice, yCharlotte sonríe.

—Espero que vengas a verlo muypronto.

Hadley se vuelve hacia su padre,que le da un pellizco cariñoso en elhombro.

—Yo también lo espero —dice.

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16

13.48, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

18.48, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Más tarde, hacia la hora del cóctel, seabren las puertas del salón de baile yHadley se detiene a la entrada con losojos muy abiertos. Todo es de colorblanco y plata y hay ramos de lavandadispuestos en enormes búcaros sobre lasmesas. Los respaldos de las sillas estánadornados con lazos y hay una tarta de

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cuatro pisos coronada por unos noviosen miniatura. El cristal de las arañas deltecho parece captar la luz de los objetosde plata y de los candelabros einstrumentos de metal de la orquesta,que descansan sobre sus atriles hastaque llegue el momento del baile. Inclusola fotógrafa, que ha entrado justo delantede Hadley, se olvida un momento de sucámara y mira a su alrededor con gestode aprobación.

En una esquina, un cuarteto decuerda toca una música queda y loscamareros vestidos de etiqueta parecendeslizarse por las estancias llevandobandejas de champán. Monty le guiña un

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ojo a Hadley cuando la descubrecogiendo una copa de champán.

—Sin abusar, ¿eh?—No te preocupes. En cuanto llegue

mi padre me dirá lo mismo —contestaHadley riéndose.

Su padre y Charlotte siguen abajo,esperando para hacer su entrada triunfal,y Hadley se ha pasado la hora que hadurado el cóctel contestando a preguntasy hablando de cosas sin importancia.Todo el mundo parece tener unaanécdota que contar sobre EstadosUnidos, o se muere de ganas de ver elEmpire State (¿va Hadley mucho?) oestá planeando una excursión al Gran

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Cañón del Colorado (¿puede Hadleydarles algún consejo?) o bien tiene unprimo que se acaba de mudar a Portland(lo mismo Hadley le conoce).

Cuando le preguntan sobre su viaje aLondres parecen decepcionados alenterarse de que no ha ido al palacio deBuckingham, no ha visitado la TateModern y ni siquiera ha ido de compraspor Oxford Street. Ahora que está aquíle resulta difícil explicar por quédecidió venir solo para el fin de semana,aunque ayer mismo —esta mañana, enrealidad— le había parecidofundamental llegar y marcharse lo antesposible, como si viniera a robar un

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banco, como si alguien la persiguiera.Un hombre mayor que resulta ser

director del departamento de su padre enOxford le pregunta por el vuelo.

—De hecho lo perdí —respondeHadley—. Por cuatro minutos. Pero cogíel siguiente.

—Qué mala suerte —dice el hombreacariciándose la barba cana—. Lopasarías fatal.

Hadley sonríe.—No fue para tanto.Cuando casi es la hora de sentarse a

cenar, mira las tarjetas con los nombrespara ver dónde le ha tocado.

—No te preocupes —le dice Violet

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colocándose a su lado—. No te hanpuesto en la mesa de los niños ni nadapor el estilo.

—Menos mal —se alegra Hadley—.Entonces, ¿dónde estoy?

Violet busca en la mesa y despuéscoge una tarjeta.

—Estás en la mesa guay —dicesonriendo—. Conmigo. Y con losnovios, claro.

—Qué suerte.—¿Y qué tal? ¿Se te va pasando un

poco?Hadley levanta las cejas con

expresión de no entender.—Andrew y Charlotte, la boda…

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—Ah —dice Hadley—. Sí, estoymucho mejor.

—Me alegro —asegura Violet—.Porque cuento contigo para que vuelvascuando me case con Monty.

—¿Monty? —pregunta Hadley conexpresión de asombro. Intenta recordar,sin conseguirlo, si les ha visto hablar enalgún momento—. ¿Estáis prometidos?

—Todavía no —contesta Violetmientras se dirige hacia el comedor—.Pero no pongas esa cara. Tengo un buenpresentimiento.

Hadley aprieta el paso hasta situarsea su altura.

—¿Eso es todo? ¿Un buen

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presentimiento?—Pues sí —responde Violet—.

Creo que estamos predestinados.—Me parece que no funciona de esa

manera —dice Hadley arrugando elceño, pero Violet se limita a sonreír.

—Y si es así, ¿qué?En el salón de baile los invitados

han empezado a ocupar sus asientos,dejando los bolsos debajo de las sillas,desdoblando las servilletas ycolocándoselas en el regazo. Mientrasse sientan, Hadley repara en que Violetestá sonriendo a Monty y que este lamira un buen rato antes de agachar denuevo la cabeza. Los músicos están

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afinando los instrumentos y de latrompeta a veces se escapa alguna queotra nota perdida. Los camareroscirculan con botellas de vino. Cuando elbullicio de la habitación se calma unpoco, el director de orquesta ajusta elmicrófono y se aclara la garganta.

—Señoras y señores —dice, y loscompañeros de mesa de Hadley: lospadres de Charlotte y su tía Marilyn,además de Monty y Violet, ya se hanvuelto hacia la puerta de entrada—: Elseñor y la señora Sullivan.

Todo el mundo aplaude y aquí y allísaltan los flashes de las cámarasmientras los invitados tratan de capturar

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el momento. Hadley se gira y apoya labarbilla en el respaldo de su asientomientras su padre y Charlotte aparecenen la entrada, de la mano y ambossonriendo como estrellas de cine, comola realeza, como la pareja en miniaturaencima de la tarta.

El señor y la señora Sullivan,piensa Hadley con los ojos brillantesmientras mira a su padre levantar elbrazo de manera que Charlotte puedahacer una pequeña pirueta y lucir así lacola del vestido. No conoce la canciónque está sonando, lo suficientementemovida para que los dos den unoscuantos pasos de baile cuando llegan a

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la pista, pero nada exagerado. Hadley sepregunta qué significado tendrá paraellos esa canción. ¿Estaba sonando eldía que se conocieron? ¿La primera vezque se dieron un beso? ¿El día que supadre le anunció a Charlotte que habíadecidido quedarse en Inglaterra?

Todos están pendientes de la parejaen la pista de baile —de cómo seinclinan el uno hacia el otro, riendo cadavez que se separan— y sin embargoellos actúan como si no hubiera nadiemás en la habitación. Hay unanaturalidad total en la manera en que semiran el uno al otro, como si estuvieransolos. Charlotte sonríe apoyada en el

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hombro del padre de Hadley, apretandola cara contra él, y este le coge bien lamano entrelazando los dedos. Todo enellos encaja a la perfección y parecencasi incandescentes bajo la luz dorada,girando y bailando, el centro de atenciónde todos los presentes.

Cuando se termina la canción todo elmundo aplaude y el director de orquestaanima a los invitados a salir a la pistade baile. Los padres de Charlotte seponen en pie y un señor de la mesacontigua viene a buscar a la tía Marilyn.Hadley se sorprende cuando ve a Montytenderle la mano a Violet, quien sonríemientras se alejan juntos.

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Uno a uno se dirigen al centro de lapista, hasta que esta queda salpicada devestidos color lavanda y los novios sehan perdido entre la gente. Hadley sequeda sola en la mesa, en gran medidaaliviada de no tener que bailar peroincapaz de ignorar la pequeña punzadade soledad en su interior. Retuerce lasmanos mientras un camarero deja unpanecillo en su plato del pan. Cuandolevanta la vista, su padre está de piejunto a ella alargándole la mano.

—¿Dónde está tu mujer? —lepregunta Hadley.

—La he empeñado.—¿Tan pronto?

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Su padre sonríe y coge la mano deHadley.

—¿Preparada para mover elesqueleto?

—No estoy segura —dice Hadleymientras su padre prácticamente laarrastra hacia el centro de la pista,donde Charlotte (que está bailando consu padre) les sonríe. Muy cerca Montyestá dando brincos con Violet, queinclina la cabeza hacia atrás por la risa.

—Mi niña —dice el padre deHadley ofreciéndole una mano, que estaacepta.

Dan unas cuantas vueltas rápidasantes de bajar el ritmo y se mueven con

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cierta torpeza, con pasos rígidos y adestiempo.

—Lo siento —dice el padre despuésde pisar a Hadley por segunda vez—.Bailar nunca ha sido mi fuerte.

—Pues con Charlotte hacías buenapareja.

—Es todo mérito suyo —dice conuna sonrisa—. Me hace parecer mejorde lo que soy.

Ambos callan durante unoscompases y Hadley pasea la vista por laestancia.

—Qué bonito —dice—. Todo estáprecioso.

—La alegría y la felicidad son el

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mejor tratamiento de belleza.—¿Dickens?Su padre asiente.—¿Sabes? Al final he empezado

Nuestro amigo común.La cara de su padre se ilumina.—¿Y?—No está mal.—¿Lo suficientemente bueno como

para leerlo entero? —pregunta y Hadleyrecuerda dónde ha dejado el libro, sobreel capó del coche negro frente a laiglesia de Oliver.

—Puede —le contesta.—Charlotte se puso contentísima

cuando le dije que igual venías a vernos

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—dice su padre con voz suave y lacabeza baja—. Me gustaría que lopensaras en serio. De hecho, quizá parael final de verano, antes de queempiecen las clases. Tenemos undormitorio de sobra que podría ser parati. Quizá incluso podrías traerte algunascosas y dejarlas allí, así sería tuhabitación de verdad y…

—¿Y qué pasa con el niño?Su padre deja caer los brazos a

ambos lados del cuerpo y da un pasoatrás mirándola con tal expresión desorpresa que de repente Hadley ya noestá tan segura de lo que escuchó antes.La canción termina, pero antes de que

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suenen las últimas notas en la pista debaile, la orquesta ataca el siguientetema, alto y de ritmo rápido. Las mesasse van vaciando conforme todos sedirigen a bailar, dejando a loscamareros sirviendo platos de ensaladadelante de sillas vacías. A su alrededorlos invitados bailan, moviendo lascaderas, riendo y saltando sin seguirespecialmente el ritmo de la música. Yen medio de todo aquello Hadley y supadre continúan inmóviles.

—¿Qué bebé? —pregunta élpronunciando las palabras conpremeditada lentitud, como si hablara auna niña pequeña.

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Hadley mira a su alrededor condesesperación. A pocos metros de allíCharlotte les observa por encima delhombro de Monty, claramentepreguntándose qué hacen.

—Oí algo cuando estábamos en laiglesia —empieza a explicar Hadley—.Charlotte dijo una cosa y supuse…

—¿A ti?—¿Cómo?—¿Te la dijo a ti?—No, a la peluquera, o a la

maquilladora. A alguien. Es que oí laconversación.

La cara de su padre se relajaostensiblemente y desaparecen las

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arrugas de preocupación que se habíanformado alrededor de la boca.

—Mira, papá —dice Hadley—, nopasa nada. No te preocupes.

—Hadley…—No, de verdad. No pasa nada.

Tampoco esperaba que me llamaraspara contármelo. Ya sé que últimamenteno hablamos demasiado, pero queríadecirte que me gustaría formar parte deesto.

Su padre se disponía a decir algo,pero se interrumpe y mira a Hadley.

—No quiero quedarme fuera —seapresura a añadir Hadley—. No quieroque el bebé crezca pensando en mí como

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una prima lejana. Alguien a quien nuncaves y con la que, en lugar de irse decompras juntos o incluso pelearse,tienes una relación cortés y nada quecontarle porque en realidad no laconoces, no de la manera en que seconocen los hermanos y las hermanas.Así que quiero estar presente.

—Quieres estar presente. —Y suspalabras no suenan a pregunta sino aesperanza, la expresión de un deseo quelleva conteniendo demasiado tiempo.

—Sí.Empieza una nueva canción, más

lenta, y la gente comienza a regresar alas mesas, donde ya está la ensalada

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servida. Charlotte le da a su padre unapretón cariñoso al pasar junto a ellos yHadley agradece que sepa cuándo nodebe interrumpir.

—Y Charlotte no está tan mal —admite Hadley al verla pasar.

Su padre parece divertido.—Me alegra que pienses así.Se han quedado solos en la pista de

baile, allí parados mientras todos losmiran. Hadley escucha el entrechocar decopas y el tintineo de los cubiertosmientras la gente empieza a comer peroes muy consciente de que todos siguenpendientes de ellos dos.

Transcurrido un momento, su padre

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levanta los hombros.—No sé qué decir.Entonces a Hadley le viene un

pensamiento, algo en lo que nunca habíareparado antes. Lo dice despaciomientras el corazón le late con fuerza:

—No quieres que esté presente.Su padre niega con la cabeza y da un

pequeño paso hacia ella. Después apoyalas dos manos en sus hombros y laobliga a mirarlo.

—Pues claro que quiero —dice—.No hay nada que me haga más ilusión.Pero tengo que decirte una cosa.

Hadley le mira interrogante.—No hay ningún bebé.

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—¿Cómo?—Bueno, supongo que lo habrá —

dice casi con timidez—. Algún día. Almenos eso esperamos. Charlotte estápreocupada porque hay antecedentes deinfertilidad en su familia y, bueno, no estan joven como lo era tu madre. Peroestá loca por tener un niño, y la verdades que yo también. Así que estamosesperanzados.

—Pero Charlotte dijo…—Así es ella. Charlotte es de esas

personas que cuando quieren mucho algohablan todo el rato de ello. Como sipudiera hacerlo realidad solo con lafuerza de su voluntad.

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Hadley no puede evitar hacer unamueca.

—¿Y le funciona?Su padre sonríe y agita una mano.—Bueno… De mí hablaba todo el

tiempo y míranos ahora.—Me parece que ahí tuviste tú más

que ver que el universo en general.—Cierto —admite su padre—, pero,

sea como sea, cuando vayamos a tenerun niño te prometo que serás la primeraen saberlo.

—¿De verdad?—Pues claro. Venga, Hadley…—Es que como tienes tanta gente

nueva aquí…

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—Mira, cariño —dice su padresonriendo—. Tú sigues siendo lo másimportante de mi vida. Y además, ¿quiénsi no va a hacer de canguro y cambiarpicos?

—Pañales, papá —dice Hadleyponiendo los ojos en blanco—. Sellaman pañales.

Su padre ríe.—Llámalos como quieras, siempre

que vengas a echarme una mano cuandollegue el momento.

—Lo prometo —dice sorprendida alnotar que le tiembla un poco la voz—.Allí estaré.

No está segura de qué se puede decir

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después de esto; una parte de ella quiereabrazar a su padre, lanzarse a sus brazoscomo cuando era pequeña. Pero ahoraparece fuera de lugar, sigue un pococonmocionada por la intensidad de todo,por la cantidad de cosas que le hanpasado en un solo día después de tantotiempo en suspenso.

Su padre parece comprender, porquees el primero en moverse, pasándole unbrazo por los hombros para dirigirlahacia la mesa. Así, pegada a él, comotantas veces antes —saliendo juntos delcoche después de un partido de fútbol omarchándose del baile anual de las girlscouts—, Hadley se da cuenta de que,

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aunque todo lo demás ha cambiado,aunque sigue habiendo un océano que lessepara, lo que de verdad importacontinúa igual.

Su padre sigue siendo su padre y lodemás es solo geografía.

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17

18.10, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

23.10, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Del mismo modo que la claustrofobia deHadley es capaz de volver estrechosincluso los espacios más grandes, hayalgo en el banquete —la música o elbaile o tal vez sea solo el champán—que hace que las horas parezcanminutos. Es como uno de esos montajesde las películas donde todo se acelera,

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las escenas se convierten en instantáneasy las conversaciones en merosmomentos.

Durante la cena Monty y Violethacen sus brindis respectivos —el deMonty recibido con risas, el de Violetcon lágrimas— y Hadley observa aCharlotte y a su padre mientras escuchancon los ojos brillantes. Más tarde,después de cortar la tarta y de queCharlotte consiga evitar que su padre sevengue por haberle manchado la nariz deazúcar haciendo lo mismo con ella, haymás baile. Para cuando llega el cafétodos están derrumbados en sus asientosotra vez, con las mejillas arreboladas y

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dolor de pies. El padre de Hadley estásentado entre ella y Charlotte, quien —entre sorbo y sorbo de champán, bocadoy bocado de tarta— no hace más quemirarles.

—¿Tengo algo en la cara? —pregunta por fin su padre.

—No. Solo me estaba preguntandosi vosotros dos estáis bien —admiteCharlotte— después de vuestra charlaen la pista de baile.

—¿Es que teníamos pinta de estardiscutiendo? —pregunta su padre conuna sonrisa—. Se supone que era unvals. ¿Qué pasa? ¿Que me equivocabacon los pasos?

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Hadley pone los ojos en blanco.—Me ha pisado por lo menos doce

veces —le dice a Charlotte—. Apartede eso, estamos bien.

Su padre abre la boca simulandoindignación.

—No te he pisado más de dos veces.—Lo siento, cariño —interviene

Charlotte—, pero en este tema tengo quedar la razón a Hadley. Solo hay que vercómo tengo los dedos de los pies.

—Nos hemos casado hace solo unashoras y ya me llevas la contraria.

Charlotte ríe.—Y te prometo seguir haciéndolo

hasta que la muerte nos separe, cariño.

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Al otro lado de la mesa, Violetlevanta la copa y la golpea suavementecon una cuchara, y durante el ruidosotintineo que sigue, Charlotte y el padrede Hadley comienzan a besarse denuevo hasta que se dan cuenta de quehay un camarero junto a ellos esperandopara llevarse los platos.

Cuando le han retirado el suyoHadley empuja la silla hacia atrás y seagacha para coger la mochila.

—Creo que voy a ir a tomar un pocoel aire —anuncia.

—¿Te encuentras bien? —preguntaCharlotte y Monty le guiña un ojo porencima de la copa de champán, como

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recordándole que no debía beberdemasiado.

—Estoy muy bien —dice Hadley—.Vuelvo enseguida.

Su padre se recuesta en la silla conuna sonrisa de complicidad.

—Saluda a tu madre de mi parte.—¿Cómo?Su padre señala la mochila con la

cabeza.—Que le digas hola de mi parte.Hadley sonríe con timidez,

sorprendida de lo rápido que haentendido todo su padre.

—Sí, todavía lo tengo —dice este—. El sexto sentido de los padres.

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—No eres tan listo como te crees —bromea Hadley y después se vuelvehacia Charlotte—. Seguro que tú acabassiendo mejor que él, te lo aseguro.

Su padre pasa un brazo por loshombros de su nueva esposa y sonríe aHadley.

—Sí —dice, besando a Charlotte enel pelo—. De eso estoy seguro.

Mientras se aleja, Hadley escuchacómo su padre ha empezado a entretenera sus compañeros de mesa con historiassobre su infancia. Todas las veces queacudió a su rescate o aquellas en que élsiempre iba un paso por delante. Se dala vuelta y cuando su padre la ve deja de

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hablar —tiene las manos levantadascomo si estuviera describiendo eltamaño de un campo de fútbol o algunaotra anécdota del pasado— y le guiña unojo.

Nada más abandonar el salón debaile, Hadley se detiene con la espaldapegada a la pared. Es como salir de unsueño, ver al resto de huéspedes delhotel vestidos con vaqueros ydeportivas, el ruido de fondoamortiguado por la música que todavíaresuena en sus oídos. Todo se le antojademasiado vívido e irreal. Sale por laspuertas giratorias y disfruta del airefresco y la brisa, cargada con los ricos

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aromas del río.Hay una escalinata de piedra tan

ancha como la fachada del hotel, de unamajestuosidad fuera de lugar que másbien parece la entrada a un museo, yHadley se encamina hacia uno de loslaterales y encuentra un lugar dondesentarse. En cuanto lo hace se da cuentade que el corazón le late con fuerza yque le duelen los pies. Le pesa todo elcuerpo y de nuevo intenta recordarcuándo fue la última vez que durmió.Cuando mira el reloj del móvil, tratandode calcular qué hora será en su casa ycuánto tiempo lleva despierta el tecladose vuelve borroso y se niega a

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colaborar.Tiene otro mensaje de su madre y al

verlo el corazón le da un vuelco. Escomo si llevaran separadas mucho másque un día y, aunque no tiene ni idea dequé hora es en su casa, marca el númeroy cierra los ojos mientras escucha eltono hueco de llamada.

—¡Por fin! —exclama su madrecuando contesta—. Llevamos todo el díacomo el ratón y el gato.

—Mamá —dice Hadley apoyando lafrente en una mano—. Por favor.

—Estaba deseando hablar contigo—replica su madre—. ¿Cómo estás?¿Qué hora es allí? ¿Qué tal va todo?

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Hadley inspira hondo y despuéssuelta el aire por la nariz.

—Mamá, siento mucho lo que te dijeantes. Cuando me iba.

—No pasa nada —contesta su madretranscurrido medio segundo—. Ya séque hablabas sin pensar.

—Desde luego.—Y escucha, he estado pensando…—¿Sí?—No debía haberte obligado a ir.

Ya eres lo suficientemente mayor comopara tomar esa clase de decisiones. Meequivoqué al insistir tanto.

—No, me alegro de que lo hicieras.Lo cierto es que ha sido mucho mejor de

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lo que me esperaba.Su madre deja escapar un silbido.—¿De verdad? Me habría apostado

cualquier cosa a que adelantabas elvuelo de vuelta.

—Yo también —asegura Hadley—,pero al final no está siendo tan horrible.

—Cuéntamelo todo.—Lo haré —dice Hadley

reprimiendo un bostezo—. Pero ha sidoun día larguísimo.

—Ya me lo imagino. Así que solodime una cosa. ¿Qué tal el vestido?

—¿El mío o el de Charlotte?—¡Vaya! Así que ha ascendido de

categoría. ¡Ya no es esa mujer inglesa

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sino Charlotte!Hadley sonríe.—Supongo. De hecho es bastante

agradable. Y el vestido es bonito.—¿Y qué tal con tu padre?—Al principio se enfadó un poco,

pero ahora estamos bien. Muy bienincluso.

—Pero ¿por qué? ¿Qué pasó alprincipio?

—Es una larga historia. El caso esque me escapé un rato.

—¿Te fuiste?—Tenía que hacer una cosa.—Seguro que tu padre se puso

contentísimo. ¿Adónde fuiste?

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Hadley cierra los ojos un instante ypiensa en lo que le dijo antes su padresobre Charlotte, de cómo habla de lascosas que espera que un día seconviertan en realidad.

—Conocí a un chico en el avión.Su madre se ríe.—Ahora lo entiendo todo.—Fui a buscarle pero fue un

desastre, y ahora ya no le voy a volver aver.

Se hace el silencio al otro lado de lalínea, y cuando su madre habla lo hacecon voz queda.

—Nunca se sabe —dice—. MiraHarrison y yo y lo difícil que se lo he

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puesto. Pero por muchas veces que lerechace, siempre vuelve. Y no querríaque fuera de otra manera.

—Pero lo tuyo es distinto.—Bueno, pues estoy deseando que

me cuentes lo tuyo en cuanto vuelvas.—O sea, mañana.—Sí. Harrrison y yo te esperaremos

donde la recogida de equipajes.—Como si fuera un calcetín perdido.—Bueno, cariño —bromea su madre

—, en todo caso una maleta. Y ademásno estás perdida.

Hadley habla con un hilo de voz.—¿Y qué pasa si lo estoy?—Entonces solo es cuestión de

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tiempo hasta que alguien te encuentre.El teléfono pita dos veces y Hadley

se lo separa de la oreja un momento.—Se me está acabando la batería —

dice cuando vuelve a acercárselo.—¿La tuya o la del teléfono?—Las dos. Entonces, ¿qué vas a

hacer esta noche sin mí?—Harrison quiere que vayamos a no

sé qué partido de béisbol. Lleva toda lasemana pesadísimo con el tema.

Hadley se endereza.—Mamá, te va a pedir otra vez que

te cases con él.—¿Qué dices? No.—Estoy segura. Lo anunciarán en el

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marcador electrónico o algo así.Su madre gime.—De eso nada. A Harrison no le

pega nada hacer eso.—Claro que sí —dice Hadley

riendo—. De hecho, le pega todo.Ambas ríen ahora y ninguna es capaz

de terminar una frase entre carcajada ycarcajada. Hadley está llorando de larisa. Es estupendo dejarse llevar así;después de un día como este, cualquierexcusa para reír es buena.

—¿Se puede ser más cursi? —pregunta su madre recuperando elaliento.

—Desde luego que no —dice

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Hadley y después duda un momento—.Pero… una cosa, mamá.

—Dime.—Creo que deberías decirle que sí.—¿Cómo? —dice su madre con la

voz demasiado aguda—. ¿Qué pasa?¿Vas a una boda y de repente te hasconvertido en Cupido?

—Harrison te quiere —se limita adecir Hadley—. Y tú a él.

—Las cosas son un poco máscomplicadas que eso.

—No lo son, de verdad. Solo tienesque decir que sí.

—¿Y vivir felices para siempre?Hadley sonríe.

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—Algo así.El teléfono vuelve a pitar, esta vez

con más insistencia.—Se acaba el tiempo —dice Hadley

y su madre se ríe de nuevo pero esta vezhay en su risa un atisbo depreocupación.

—¿Es una indirecta? —pregunta sumadre.

—Digamos que te ayudará a hacer loque tienes que hacer.

—¿Desde cuándo te has vuelto tanmayor?

Hadley se encoge de hombros.—Supongo que papá y tú habéis

hecho un buen trabajo.

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—Te quiero, cariño —dice su madreen voz baja.

—Y yo a ti —responde Hadley yentonces, como si lo hubieran planeadoasí, el teléfono se corta. Hadleypermanece unos instantes sin cambiar depostura y después baja el teléfono y miralas casas de piedra al otro lado de lacalle.

Una luz se enciende en una de lasventanas de los pisos superiores yHadley distingue la silueta de un hombreacostando a su hijo, tapándole con lassábanas e inclinándose para darle unbeso en la frente. Antes de salir de lahabitación el hombre alza la mano hasta

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el interruptor de la luz y la habitación sequeda otra vez a oscuras. Hadley piensaen lo que le contó Oliver y se preguntasi este niño necesitará también unalamparita de noche o si el beso debuenas noches que le ha dado su padrele bastará para dormirse sin tener malossueños o pesadillas, sin monstruos nifantasmas.

Sigue mirando la ventana, a oscurasya, y después recorre con la mirada lapequeña casa, una de muchas iguales,las farolas encendidas, los buzones decorreos cubiertos de polvo y la entradaen forma de herradura que conduce alhotel, cuando se le aparece su fantasma

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particular.Está tan sorprendida de verle como

él debía de estarlo cuando se presentóen la iglesia antes, y algo en esta visitainesperada la descoloca por completo:el estómago se le hace un nudo y laescasa compostura que le quedaba seevapora. Él se acerca con lentitud y sutraje negro casi no se distingue entre lassombras hasta que llega a un charco deluz que proyectan las farolas del hotel.

—Hola —dice cuando está lobastante cerca y, por segunda vez estatarde, Hadley se echa a llorar.

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18.24, HORA DEL ESTE DE ESTADOSUNIDOS

23.24, HORA DEL MERIDIANO DEGREENWICH

Llega un hombre con el sombrero en lamano. Llega una mujer con botas detacón altísimo. Llega un niño con unaminiconsola. Llega una madre con unbebé llorando. Un hombre con un bigoteque parece una escobilla. Una parejamayor con jerséis a juego. Un chico conuna camisa azul sin rastro de migas de

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donuts.Las cosas habrían podido salir de

mil maneras diferentes.Imagina que hubiera sido otra

persona, está pensando Hadley y le danescalofríos solo de imaginarlo.

Pero lo que pasó fue esto:Llega un chico con un libro en la

mano.Llega un chico con la corbata

torcida.Llega un chico y se sienta a su lado.Hay una estrella en el cielo que no

para de moverse y Hadley se da cuentade que en realidad es un avión y que, lanoche anterior, esa estrella eran ellos

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dos.Al principio ninguno de los dos

habla. Oliver se sienta a unos pocoscentímetros mirando de frente mientrasespera a que Hadley deje de llorar ysolo por eso esta ya se sienteagradecida, porque significa que, dealguna manera, la comprende.

—Creo que te olvidaste una cosa —dice por fin, señalando el libro que tieneapoyado en el regazo. Como Hadley nocontesta y se limita a secarse los ojos ysorberse la nariz, se vuelve a mirarla—.¿Estás bien?

—No me puedo creer todas lasveces que he llorado hoy.

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—Yo también —dice Oliver, yHadley se siente fatal porque, desdeluego, él tiene más razones para llorarque ella.

—Lo siento —susurra.—Bueno. No podemos decir que no

estábamos advertidos —dice Oliver conuna leve sonrisa—. Ya se sabe que a losfunerales y a las bodas hay que irsiempre con un pañuelo. Lo dice todo elmundo.

Hadley ríe sin poder evitarlo.—Te aseguro que a mí nadie me ha

aconsejado nunca que lleve un pañuelo aningún sitio. Como mucho, un paquete dekleenex.

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Callan de nuevo, pero ya no es unsilencio tenso como el de antes, en laiglesia. Unos pocos coches se detienen ala entrada del hotel y el sonido de losneumáticos y la luz de los faros les haceparpadear.

—¿Estás bien? —pregunta Hadley, yOliver asiente.

—Lo estaré.—¿Fue bien?—Supongo. Para ser un funeral.—Claro —dice Hadley cerrando los

ojos—. Lo siento.Oliver se vuelve un poco hacia ella

y sus rodillas se tocan.—Yo también lo siento. Todo lo que

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te dije sobre mi padre…—Estabas disgustado.—Estaba enfadado.—Estabas triste.—Estaba triste —admite Oliver— y

lo sigo estando.—Era tu padre.Oliver asiente de nuevo.—Parte de mí querría ser más como

tú. Haber tenido la valentía de decirle loque pensaba antes de que fuerademasiado tarde. Quizá así las cosashabrían sido diferentes. Todos esos añosde no hablarnos… —Se interrumpemientras mueve la cabeza—. Ahora losveo como una pérdida de tiempo.

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—No es culpa tuya —dice Hadleymirándole. Se le acaba de ocurrir que nisiquiera sabe de qué ha muerto el padre,aunque debe de haber sido algorepentino—. Deberías haber tenido mástiempo para estar con él.

Oliver se afloja la corbata.—No sé si eso habría cambiado las

cosas.—Claro que sí —insiste Hadley con

emoción contenida—. No es justo.Oliver aparta la vista, parpadeando

con fuerza.—Es como con la lamparita de

noche —sigue diciendo Hadley inclusocuando Oliver niega con la cabeza—.

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Quizá lo importante no es que no tehiciera caso al principio, sino que alfinal sí lo hizo. —Esta última parte ladice casi en un susurro—. A lo mejorhabríais necesitado más tiempo parahacer las paces.

—Sigue ahí, ¿sabes? —dice Oliverdespués de unos instantes—. Lalamparita. Cuando me fui a launiversidad convirtieron mi habitaciónen un cuarto de invitados y guardaroncasi todas mis cosas en el desván. Peroesta mañana, cuando entré a dejar mismaletas, la vi. Seguro que ya nofunciona.

—Seguro que sí —dice Hadley, y

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Oliver sonríe.—Gracias.—¿Por qué?—Por eso. Toda mi familia está en

casa, pero yo me estaba asfixiando.Necesitaba tomar un poco el aire.

Hadley asiente.—Lo mismo que yo.—Necesitaba… —Se interrumpe de

nuevo mirándola de reojo—. ¿He hechobien en venir?

—¡Pues claro! —dice Hadley quizácon demasiado entusiasmo—. Sobretodo después de que yo…

—¿Tú qué?—Me presentara en tu funeral —

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dice estremeciéndose solo de recordarlo—. Como si no tuvieras ya compañía.

Oliver se mira perplejo los zapatoshasta que por fin parece entender.

—Ah —dice—. Esa chica era mi ex-novia. Conocía a mi padre y estabapreocupada por mí. Pero estaba allí solocomo amiga de la familia. De verdad.

Hadley se siente repentinamentealiviada. No era consciente de cómohabía deseado que esto fuera así hastaahora.

—Me alegro de que fuera —dicecon sinceridad—. Me alegro de quetuvieras a alguien contigo.

—Sí. Aunque ella no me dejó nada

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para leer —dice señalando otra vez ellibro.

—No. Pero seguro que tampoco teobligó a hablar con ella.

—Ni se burló de mi acento.—Ni se presentó sin haber sido

invitada.—En eso estamos empatados —le

recuerda echando un vistazo hacia laentrada del hotel, donde un botones lesmira con recelo—. Pero ¿por qué noestás dentro?

Hadley se encoge de hombros.—¿Claustrofobia?—No. De hecho no ha estado tan

mal.

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—¿Te has puesto a pensar en elcielo, entonces?

Hadley le mira de reojo.—Llevo todo el día pensando en el

cielo.—Yo también —dice Oliver

inclinando la cabeza hacia atrás.De alguna manera, sin reparar en

ello, se han ido acercando de maneraque, aunque no se tocan, estánprácticamente pegados. El aire huele alluvia y unos hombres que han salido afumar apagan sus cigarrillos y regresanal hotel. El botones mira al cielo desdedebajo de la visera de su gorra y labrisa hace ondear el toldo de la entrada,

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que parece a punto de salir volando.Una mosca se posa en la rodilla de

Hadley pero esta no hace nada paraespantarla. En lugar de eso, los dos lamiran revolotear unos instantes antes deque se marche, tan rápido que enseguidala pierden de vista.

—Me pregunto si ha llegado a ver latorre de Londres.

Hadley le mira sin comprender.—Nuestra amiga, la mosca del avión

—dice Oliver con una sonrisa—. Lapolizona.

—Ah, ya. Seguro que sí. Lo másprobable es que ahora ande de marchapor ahí.

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—Después de un ajetreado día enLondres.

—Después de un largo día enLondres.

—El más largo de todos —coincideOliver—. No sé tú, pero la última vezque pegué ojo fue durante esa absurdapelícula de patos.

Hadley ríe.—De eso nada. Te quedaste frito

después otra vez. Apoyado en mihombro.

—Ni hablar.—Ya te digo —asegura Hadley

chocando una rodilla contra la de él—.Me acuerdo perfectamente.

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Oliver sonríe.—Entonces supongo que también te

acordarás de cuando te peleaste conaquella mujer en la zona de embarque.

Ahora le toca a Hadley simularindignación.

—Claro que no. Pedirle a alguienque te cuide la maleta es algo de lo másrazonable.

—O un delito en potencia, segúncómo se mire —replica Oliver—.Tuviste suerte de que acudiera en turescate.

—Sí, claro —dice Hadley—. Micaballero de reluciente armadura.

—Siempre a sus pies.

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—¿Te puedes creer que todo esopasara ayer?

Otro avión surca el cielo sobre suscabezas y Hadley se inclina hacia Olivermientras lo miran, sus ojos fijos en losdiminutos puntos de luz. Pasados unossegundos, Oliver le hace un gesto paraque se levante y le tiende una mano.

—Vamos a bailar.—¿Aquí?—Estaba pensando dentro, en

realidad. —Mira a su alrededor y susojos van de las escaleras alfombradas albotones impaciente y a los cochesaparcados a la entrada. Después asientecon la cabeza—. Pero ¿por qué no?

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Hadley se pone de pie, se alisa elvestido y Oliver coloca las manos comoun bailarín profesional, una en laespalda de Hadley y la otra en el aire.Su postura es perfecta y su semblante,serio; Hadley se desliza entre sus brazoscon una sonrisa tímida.

—No tengo ni idea de estos bailes.—Yo te enseño —dice. Pero

ninguno se mueve. Están allí quietos, enposición y preparados como esperandoa que suene la música, ambos incapacesde dejar de sonreír. La mano de Oliveren la espalda de Hadley es como unadescarga eléctrica y estar así, tan cercade él, hace que se sienta mareada. Es

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como estar en caída libre, como cuandose te olvida la letra de una canción.

—No me puedo creer que estés aquí—murmura—. No me puedo creer queme hayas encontrado.

—Tú me encontraste a mí primero—dice Oliver, y cuando se inclina parabesarla lo hace lentamente y condulzura, y Hadley sabe que este será elbeso que recordará siempre. Porquemientras que los otros dos besos sabíana despedida, este es, sin duda, uncomienzo.

Empieza a llover mientras siguenallí, una llovizna racheada que los mojasuavemente. Cuando por fin levanta la

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barbilla Hadley ve una gota posarse enla frente de Oliver y después deslizarsehasta la punta de su nariz y, sin pensarlo,levanta la mano de su hombro parasecársela.

—Deberíamos entrar —dice y élasiente tomándola de la mano. Tambiéntiene las pestañas mojadas y estámirando a Hadley como si esta fuera lasolución a una adivinanza. Entran juntos.El vestido de Hadley está salpicado degotas de lluvia y los hombros de lachaqueta de Oliver han adquirido untono más oscuro, pero ambos sonríencomo si se tratara de algo que no puedenevitar, como un ataque de hipo.

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En la puerta del salón de baile,Hadley se detiene y le aprieta la mano.

—¿De verdad estás de humor parauna boda?

Oliver la mira detenidamente.—Durante el viaje en avión no

supiste que mi padre se acababa demorir. ¿Sabes por qué?

Hadley no está segura de quécontestar.

—Porque estaba contigo —le diceOliver—. Cuando estoy contigo mesiento mejor.

—Me alegro —responde Hadley yse sorprende a sí misma poniéndose depuntillas y dándole un beso en la mejilla

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sin afeitar.Se oye la música al otro lado de la

puerta y Hadley inspira hondo antes deentrar. La mayoría de las mesas están yavacías y casi todo el mundo se encuentraen la pista de baile, moviéndose al ritmode una canción de amor. Oliver le ofrecede nuevo la mano y la conduce a travésdel laberinto de mesas, dejando atrásplatos de tarta a medio comer, copaspegajosas de champán y tazas de cafévacías hasta que llegan al centro de lahabitación.

Hadley mira a su alrededor, sinimportarle ya que todos la miren. Lasdamas de honor la están señalando entre

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risas sin demasiado disimulo desde lapista de baile y, con la cabeza apoyadaen el hombro de Monty, Violet le guiñaun ojo como diciendo: Te lo dije.

En el otro extremo del salón supadre y Charlotte están prácticamenteparados con los ojos fijos en ella. Perocuando sus miradas se cruzan, su padrele sonríe con complicidad y Hadley nopuede evitar sonreír también.

Esta vez, cuando toma la mano queOliver le tiende para bailar, este tira deella hasta que están muy juntos.

—¿Qué ha sido del baile de toda lavida? —le pregunta Hadley con la carapegada a su hombro—. ¿No es así como

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bailan todos los caballeros ingleses?Cuando Oliver contesta puede oír la

sonrisa en su voz:—Estoy trabajando en mi proyecto

de investigación sobre maneras debailar.

—¿Eso quiere decir que ahora nostoca el tango?

—Solo si te atreves.—Ahora en serio. ¿Qué estás

estudiando?Oliver se retira un poco para

mirarla.—La probabilidad estadística de

enamorarse a primera vista.—Muy gracioso. Anda, dime la

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verdad.—Es la verdad.—Pues no te creo.Oliver ríe y después se inclina hasta

situar los labios junto al oído de Hadley.—Dos personas que se conocen en

un aeropuerto tienen un setenta y dos porciento más de probabilidades deenamorarse que dos que se conozcan encualquier otro sitio.

—Estás como una cabra —diceHadley apoyando la cabeza en elhombro de Oliver—. ¿No te lo handicho nunca?

—Pues sí —contesta Oliver riendo—. Tú, de hecho. Unas cien veces hoy.

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—Bueno. Hoy ya casi se ha acabado—dice Hadley mirando el reloj doradoen la pared opuesta del salón—. Soloquedan cuatro minutos, son las once ycincuenta y seis.

—Eso significa que nos conocimoshace veinticuatro horas.

—Parece mucho más tiempo.Oliver sonríe.—¿Sabías que dos personas que se

encuentran por lo menos tres veces enmenos de veinticuatro horas tienen unnoventa y ocho por ciento más deprobabilidades de volver a encontrarse?

Esta vez Hadley no se molesta enllevarle la contraria. Aunque solo sea

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por una vez, prefiere pensar que Olivertiene razón.

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AGRADECIMIENTOS

Son muchas las probabilidadesestadísticas de que este libro no hubieraexistido sin la sabiduría y el apoyo deJENNIFER JOEL y ELIZABETH BEWLEY.También estoy inmensamente agradecidaa BINKY URBAN, STEPHANIE THWAITES ya toda la gente de Curtis Brown, almaravilloso equipo de Poppy, a miscolegas de Random House y a missiempre incondicionales amigos yfamiliares. A todos, gracias.

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JENNIFER E. SMITH. Creció en lasafueras de Chicago y se graduó de laUniversidad Colgate. Obtuvo sumaestría en escritura creativa en laUniversidad de St. Andrews en Escocia.Ha escrito varios libros, Laprobabilidad estadística del amor aprimera vista fue publicada en veinte

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idiomas. Además es autora de otrasnovelas como The Storm Makers, TheComeback Season y You Are Here .Actualmente vive en Nueva York.

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Notas

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[1] Esta y las otras citas de la novela deDickens están tomadas de la ediciónpublicada en Debolsillo en 2011 contraducción de Damián Alou. <<