las últimas cartas

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LAS ÚLTIMAS CARTAS “Después de un día de conversación ininterrumpida, desde las ocho de la mañana de ese 28 de noviembre de 1969, acababa de dejar a Arguedas en nuestro despacho común del departamento de Ciencias Humanas de la Universidad Agraria, hacia las cinco y media de la tarde. Los sobres que, al despedirnos, me había encomendado, pesaban enormemente en mis bolsillos, aunque no eran sino dos o tres, sólo uno de ellos algo grueso, mas todos de formato postal normal. En mi recuerdo de ese momento, me veo caminando pensativo por una de las alamedas del campus universitario y vistiendo un sobretodo ancho y anticuado, de Opera de principios de siglo, que compré en 1960 en Génova cuando arribé por mar para tomar allí el tren a París y tenía poco dinero y ni la más mínima idea de la moda en materia de abrigos de invierno. Pero es un recuerdo construido; porque a ese sobretodo lo había abandonado al volver de París hacía más de cuatro años; y ahora estaba en el Perú a fines de primavera; y el clima especial, soleado, cálido y seco del campus de la Universidad Agraria, en la Molina -una 'rinconada' a media hora en auto de la húmeda y neblinosa Lima- invitaba a ropas más bien livianas. Si las cartas pesaban, y pesaban mortalmente, se debía a que yo estaba seguro de lo esencial de su contenido: con ellas José María se despedía de la vida. Dos días antes, el 26 de noviembre, a la salida de nuestra oficina, José María me había pedido que volviera al siguiente día temprano en la mañana, porque deseaba conversar extensamente conmigo; pero yo tenía ese día ya comprometido para encontrarme desde las primeras horas con un hablante de un peculiar dialecto quechua en un mercado de Lima y no podría prever el tiempo que esa persona pudiera dispensarme. Por eso, convinimos en tener la charla el día 28; sólo me intrigó que, algo risueño y como hablando para sí, me dijese: "Voy a tener que cambiar ciertas fechas"; me disculpé por el contratiempo, y partí. Me fui pensando en que mi amigo estaría cruzando por una de esas crisis de angustia que a veces lo asaltaban y de las que solía hablarme. De una de ellas tuve una vivencia trágica en abril de 1966, cuando vino a mi casa hacia las dos de la mañana -yo solía estar leyendo o escribiendo en mi sala hasta la madrugada y José María padecía de insomnios que calificaba de atroces- para

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LAS ÚLTIMAS CARTAS

“Después de un día de conversación ininterrumpida, desde las ocho de la mañana de ese 28 de noviembre de 1969, acababa de dejar a Arguedas en nuestro despacho común del departamento de Ciencias Humanas de la Universidad Agraria, hacia las cinco y media de la tarde. Los sobres que, al despedirnos, me había encomendado, pesaban enormemente en mis bolsillos, aunque no eran sino dos o tres, sólo uno de ellos algo grueso, mas todos de formato postal normal. En mi recuerdo de ese momento, me veo caminando pensativo por una de las alamedas del campus universitario y vistiendo un sobretodo ancho y anticuado, de Opera de principios de siglo, que compré en 1960 en Génova cuando arribé por mar para tomar allí el tren a París y tenía poco dinero y ni la más mínima idea de la moda en materia de abrigos de invierno. Pero es un recuerdo construido; porque a ese sobretodo lo había abandonado al volver de París hacía más de cuatro años; y ahora estaba en el Perú a fines de primavera; y el clima especial, soleado, cálido y seco del campus de la Universidad Agraria, en la Molina -una 'rinconada' a media hora en auto de la húmeda y neblinosa Lima- invitaba a ropas más bien livianas. Si las cartas pesaban, y pesaban mortalmente, se debía a que yo estaba seguro de lo esencial de su contenido: con ellas José María se despedía de la vida. Dos días antes, el 26 de noviembre, a la salida de nuestra oficina, José María me había pedido que volviera al siguiente día temprano en la mañana, porque deseaba conversar extensamente conmigo; pero yo tenía ese día ya comprometido para encontrarme desde las primeras horas con un hablante de un peculiar dialecto quechua en un mercado de Lima y no podría prever el tiempo que esa persona pudiera dispensarme. Por eso, convinimos en tener la charla el día 28; sólo me intrigó que, algo risueño y como hablando para sí, me dijese: "Voy a tener que cambiar ciertas fechas"; me disculpé por el contratiempo, y partí. Me fui pensando en que mi amigo estaría cruzando por una de esas crisis de angustia que a veces lo asaltaban y de las que solía hablarme. De una de ellas tuve una vivencia trágica en abril de 1966, cuando vino a mi casa hacia las dos de la mañana -yo solía estar leyendo o escribiendo en mi sala hasta la madrugada y José María padecía de insomnios que calificaba de atroces- para

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indagar por un antiguo texto quechua que estábamos traduciendo y que creía -dijo- haber dejado en mi poder; como yo no lo tenía, me solicitó que lo acompañara a buscarlo al Museo de Historia Nacional, del cual era director; puesto que el museo ocupaba una gran casona colonial que daba frente a un parquecillo recoleto y solitario (y en la que se había alojado Simón Bolívar durante su campaña del Perú), mi amigo me dio una explicación en broma acerca de su deseo de pedirme compañía: él no quería ir solo en la noche porque temía que allí "penaran" y sabía que yo no tenía miedo a las "penas". Simplemente sonreí y lo acompañé, porque me complacía conversar con él y porque pensaba mitigar así su insomnio.

Charlamos por más de una hora en el museo. Como de paso, me preguntó si alguna vez yo había deseado suicidarme; le dije que sí, en París, en una situación de intensa fatiga, de 'surmenage'. Recordamos cómo se había quitado la vida el antropólogo francés Alfred Metraux: ingiriendo una alta dosis de somníferos en un bosquecillo de París, después de escribir una carta en que expresaba su repudio por el trato que, en el marco de la competitividad capitalista, da la sociedad occidental a la gente de edad: marginándola y privándola de toda función social, de toda razón de ser; en tanto que, dentro de los pueblos llamados primitivos, los ancianos son respetados y consultados, cumpliendo un papel en la colectividad hasta el fin de sus días. Luego José María me confesó que el período más negro de su vida había sido aquél en que aceptó y desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura [a principios del primer gobierno de Belaúnde]. Hablamos algo más, y me llevó después de vuelta a casa en su auto. En realidad, me había y se había tendido una trampa: dos horas más tarde, cuando apenas me acostaba, llegaron presurosos a mi casa Sybila, su esposa, y el lingüista peruano Alberto Escobar; al despertarse en la mañana, Sybila no había hallado a José María, pero sí unas cartas en las que éste anunciaba que iba a suicidarse; acudió entonces a Alberto y luego a mí para dar con él. Supuse que había regresado al local del museo, y era así: fue encontrado allí exánime, bajo el efecto de una poderosa dosis de barbitúricos. Se le internó de inmediato en el Hospital del Empleado, donde estuvo hasta la siguiente noche sin conocimiento pero pudo ser salvado.”

Extraído de : “Recogiendo los pasos de José María Arguedas” de Alfredo Torero (huachano)