religión y muerte en feuerbach

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RELIGIÓN Y MUERTE EN FEUERBACH Límite y determinación de la verdad del hombre La Muerte y la Vida, de Gustav Klimt RICARDO SÁNCHEZ CÁRCAMO

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Page 1: Religión y Muerte en Feuerbach

RELIGIÓN Y MUERTE EN FEUERBACH Límite y determinación de la verdad del hombre

La Muerte y la Vida, de Gustav Klimt

RICARDO SÁNCHEZ CÁRCAMO

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE FILOSOFÍA CARRERA DE FILOSOFÍA

RELIGIÓN Y MUERTE EN FEUERBACH Límite y determinación de la verdad del hombre

Trabajo de grado presentado bajo la dirección del Doctor Luis Fernando Cardona Suárez para optar por el título de Filósofo

RICARDO SÁNCHEZ CÁRCAMO BOGOTÁ, JULIO 31 DE 2009

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Contenido

Introducción ..................................................................................................................... 8

Capítulo 1. Sobre el hombre concreto ............................................................................. 17

1.1. La inversión feuerbachiana del sistema hegeliano ................................................................. 19

1.1.1. El hombre concreto como fundamento de toda filosofía ............................................ 21

1.1.2. Los sentidos: fundamento de la verdad .......................................................................... 29

1.2. La esencia del hombre ............................................................................................................... 33

1.2.1. Pensamiento cognoscente ................................................................................................. 34

1.2.2. Unidad, universalidad e infinitud de la esencia del hombre ......................................... 41

1.3. La enajenación del hombre por la objetivación subjetivada de su esencia ........................ 52

1.3.1. El objeto de la religión: sujeto de la filosofía especulativa ........................................... 54

1.3.2. La verdad de dios no es más que la esencia del hombre .............................................. 59

1.3.3. La realidad abstracta del hombre enajenado .................................................................. 67

Capítulo 2. La muerte como verdad del hombre concreto ............................................. 71

2.1. Una breve revisión del concepto de la muerte en occidente ............................................... 75

2.2. La muerte como un hecho que se deduce de la experiencia sensible ................................. 92

2.2.1. El conocimiento de la muerte........................................................................................... 94

2.2.2. La muerte y la esencia del hombre ................................................................................... 96

2.3. La angustia como un estado de la vida determinado por la muerte ................................. 100

2.4. La idea de inmortalidad: abstracción de la enajenación del hombre ................................ 106

Conclusión ..................................................................................................................... 116

Bibliografía .................................................................................................................... 122

Page 6: Religión y Muerte en Feuerbach

Agradecimientos

Este trabajo es resultado del desenvolvimiento de la razón y la concreción de la voluntad; pero

sobre todo es fruto de la conquista del amor. Un hombre bello me enseñó que la vida es todo

aquello que pasa mientras uno se empeña en hacer otra cosa, por eso sólo puesto frente a la vida misma

puedo agradecer las múltiples expresiones de amor que hicieron posible la síntesis de este

trabajo de grado.

Mi agradecimiento para quienes me han acompañado en este proceso universitario, en

particular a Fernando Cardona, el amigo de siempre, con quien es posible la construcción de

nuevos espacios. También a Alfonso Flórez, Franco Alirio Vergara, Luis Antonio Cifuentes y

Jennifer Salcedo, Adriana Urrea, Luz Amparo Hurtado, Concepción Gutiérrez, Leonor

González y Martha Rocha. A mi gran amigo Juan Carlos Merchán y a mis estudiantes, hoy

compañeros en el ejercicio académico de la filosofía, Camilo Gutiérrez, Alejandro Cifuentes,

Francisco Urrego, Christian Vega, Ángel Sadhú Pulido y Juan Pablo Aguirre.

Agradezco a mis padres, Badía del Carmen y Ricardo Antonio: hace treinta años comenzó a

escribirse nuestra historia. A mi hermana Vanessa, a mi tía Sari, a mi abuela Badía, a la

memoria de mi abuelo Rafael y de mi abuela Rosa Isabel, y junto a ellos a mi familia, con

quienes he crecido incluso en la distancia. A Luz Marina por su apoyo en las grandes y

pequeñas cosas. A las largas charlas con Luis Carlos en torno a la reflexión sobre los principios

y a la construcción de las ideas, al acompañamiento de Nikolai y a las gratas conversaciones

con la familia Simpson Ávila. Gracias a Germán y Mariella, por el impulso que nos han dado

para continuar.

Sobre todo le agradezco a mi pequeña Ainara quien animó y acompañó este ejercicio: su

presencia cuestionó constantemente aquello que deseaba dejarles a los hijos, lo que me

permitió tener mayor claridad sobre el trabajo que debía desarrollar. Y a mi Rafael, cuya

existencia concretó mi compromiso.

A la mujer que tiene su libertad como pasión primera y su arrojo como vicio mejor, quien suele desbaratar

un argumento con la luz ominosa de su mirada; a ella, en quien la razón se hace piel y la posibilidad

no puede ser sino realidad; en quien el silencio es el más íntimo regocijo de su ser y la voz se

hace música, cuyas palabras expresan su radical compromiso con el amor; por eso para ti:

Gracias Vida. Gracias mi hermosa Alexandra.

Page 7: Religión y Muerte en Feuerbach

Al vuelo de Ainara, mi hija del alma

y a la fuerza de Rafael, mi hijo que espero

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Sincerum est nisi vas, quodcumque infundis, acescit [Si la vasija no está limpia, cualquier vino que eches se avinagra]

Ludwig Feuerbach

Page 9: Religión y Muerte en Feuerbach

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Introducción

Para ubicar a Feuerbach en la historia del pensamiento occidental, a menudo se acude a

términos como materialismo, izquierda hegeliana, antropología, revolución, entre otros. En

este contexto histórico, Manuel Cabada dice que “Ludwig Feuerbach (1804-1872) ha sido

durante largo tiempo un pensador atrapado entre dos bloques gigantes, el uno el pensador de

la teoría, Hegel, y el otro el pensador de la praxis, Marx. Liberado en cierto modo del primero

hace más tiempo […], no fue fácil tarea desprenderse del segundo, de su gran epígono Marx”

(1998, 9). Esta situación está particularmente justificada en el hecho de que su ejercicio

filosófico se llevó a cabo bajo la tensión entre idealismo y materialismo, pues su pensamiento

se fue abriendo camino a través de la crítica a la verdad abstracta heredada del idealismo y la

búsqueda de la verdad desde los sentidos, pero ubicando siempre estos dos elementos en el

desarrollo de una particular antropología filosófica, que será el objeto último de nuestro

trabajo.

Ludwig Feuerbach nació en el seno de una distinguida familia bávara, en Landshut en 1804. Su

padre, Anselm von Feuerbach, era un protestante de corte liberal y reconocido profesor de

jurisprudencia. Desde el colegio, Feuerbach tuvo contacto con temáticas teológicas y, llegado el

momento, decidió estudiar teología. Ingresó a la Universidad de Heidelberg en 1823, con la

autorización de su padre, para adelantar los estudios en teología. Por ese entonces, la academia

estaba siendo afectada por la innovación de las ideas hegelianas. A pesar de los intentos de

Anselm, que esperaba que Ludwig se desempeñara en las ideas de la teología racionalista, su

hijo pronto se interesó en las ideas de Hegel y entró en un periodo de discusión con sus

propias ideas sobre la religión. Así, decidió trasladarse a Berlín, para adelantar sus estudios

directamente con Hegel. Arribó a Berlín, aún con la autorización de su padre, en 1824. Debido

a las inclinaciones de Ludwig por los postulados hegelianos y por tomar el camino de la

filosofía en vez de la teología, perdió el apoyo de Anselm, por lo que se vio obligado a

trasladarse a la Universidad de Erlangen, por problemas económicos que estaba atravesando.

En 1828 Feuerbach obtuvo el título en Filosofía concedido por la Universidad de Erlangen.

En adelante comenzó una carrera en el estudio de la religión, con varias publicaciones de libros

y en revistas. Pero su carrera no hubiera sido posible sin el apoyo de su acomodada esposa

Bertha Löw, pues la Alemania de los días de Feuerbach no estaba aún lista para una filosofía

como la de los hegelianos de izquierda.

Page 10: Religión y Muerte en Feuerbach

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Apenas dos años después del nacimiento de Ludwig Feuerbach, en 1806, las hostilidades de las

guerras napoleónicas alcanzaron los actuales territorios de Alemania. Para principios del siglo

XIX Alemania, tal y como la conocemos hoy en día, no existía; lo que es la actual Alemania

comprendía un grupo de reinos independientes, siendo el más fuerte de éstos el Reino de

Prusia. Baviera cayó rápidamente bajo dominio francés y con la derrota de Prusia a manos de

Napoleón los demás reinos fueron agrupados en la denominada “confederación del Rin”,

establecida en 1806. Con la progresiva derrota de los ejércitos napoleónicos, la confederación

se disolvió, y con la derrota definitiva de Napoleón se buscó entonces restablecer el orden en

Europa. Durante el Congreso de Viena se estableció una nueva confederación de reinos

germánicos, con Prusia a la cabeza. La Confederación Germánica nació en 1815 y agrupaba a

treinta y nueve estados alemanes. Esta institución sería el comienzo de los proyectos de

unificación alemana, impulsados por iniciativas prusianas (cfr. Tenbrock, 1968). Pero, el

establecimiento de esta Confederación significó también el inicio de un periodo turbulento

para los estados alemanes, pues en muchas esferas de su sociedad se comenzaron a presentar

desacuerdos, y a aparecer resistencias a los planes nacionalistas y unificadores prusianos. La

situación alemana y la situación de Europa Occidental generaron también profundas

discusiones en la academia, dividiendo a muchos en posturas liberales y conservadoras.

Después de la defensa de su tesis, Feuerbach inició su carrera docente en teología en la

Universidad de Heidelberg, pero fue expulsado de la carrera docente, debido a la publicación

en 1830 de una obra anónima suya, Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, en la cual tomaba

posición en contra de los principios más radicales que regían a la sociedad alemana entorno a la

vida; tal como lo afirma Cabada: “Feuerbach se había atrevido a nada menos que a negar la

posibilidad de una posterior vida después de la muerte individual para sustituirla por la mera

supervivencia de la memoria de las generaciones venideras” (1998, 10). En este texto

Feuerbach examina la muerte como un fenómeno irrefutable con el que fundamenta la crítica a

la esencia de la religión. De esta forma, Feuerbach puso en riesgo su carrera en la academia,

pues rápidamente se sospechó que la autoría del texto anónimo le pertenecía, por lo que se le

obligó a aceptar dicha autoría, aunque éste se negó, por lo cual fue despedido. Feuerbach

decide entonces concentrarse en la publicación, y entre 1833 y 1838 publica tres libros más de

carácter histórico: La historia de la filosofía moderna desde Bacon hasta Spinoza (1833), Exposición,

desarrollo y crítica de la filosofía leibniziana (1837) y Pierre Bayle (1838).

Page 11: Religión y Muerte en Feuerbach

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Para la década de 1840, la situación de Alemania fue recrudeciendo. Hegel mantuvo una

postura ortodoxa, a pesar de que sus ideas fueron innovadoras para la época; durante la

revolución francesa apoyó las acciones burguesas y la entrada de los jacobinos en el liderazgo

de la revolución. El favor de Hegel a la revolución burguesa fue tal, que apoyó la labor de

Napoleón hasta que los ejércitos franceses agredieron a Alemania (cfr. Hobsbawm, 1991). En

este contexto, en 1841 se publica La esencia del cristianismo, el más difundido e influyente de los

textos de Feuerbach, y el que lo sitúa en el medio de los hegelianos de izquierda como un líder

intelectual. Es La esencia del cristianismo en donde Feuerbach desarrolla de manera sistemática su

filosofía, teniendo como telón de fonda la crítica al cristianismo, ubicando la idea de divinidad

en el lugar de donde surge, es decir: en el hombre; más aún, describiendo cómo esa idea de

divinidad no es más que la objetivación de la esencia del hombre, es decir, un ejercicio propio

del hombre particular a partir de sus diferentes factores. Asimismo, “no reduce únicamente a

antropología los que podríamos denominar predicados ‘filosóficos’ de la divinidad (como la

infinitud, unicidad, incorporeidad, etc.) sino también los teológicos o supuestamente

revelados” (Cabada, 1998, 12), dicho de otro modo, todos aquellos que la religión establece

como sus fundamentos de fe. Feuerbach analiza todos estos fundamentos, partiendo de su

verdad sensible. Por tal razón:

La antropología feuerbachiana vive de la asunción por el hombre de su propia realidad perdida, sustantivizada en una entidad más allá o fuera de sí mismo. De aquí que en perfecto paralelismo o conexión con la destrucción de lo teológico esté la recuperación del hombre, más exactamente, de la humanidad o –en palabras de Feuerbach– del ‘género humano’. Desde EC [La esencia del cristianismo] hasta sus últimos escritos es constante su visión comunitaria del hombre. Este es un ser en relación, no encapsulado en una supuesta individualidad aislada (Cabada, 1998, 15).

Para 1848, estalla en las principales ciudades alemanas una revolución de corte burguesa en un

intento por unificar Alemania y con miras a homogeneizar los territorios, para lograr así un

ambiente propicio a la industrialización. La revolución fue liderada por círculos burgueses, con

objetivos constitucionales y liberales de corte económico, pero pronto mutó en una revolución

con objetivos republicanos, cuando se unieron más círculos sociales a las revueltas. Cuando la

revolución adquirió un corte más republicano, se estableció la Asamblea de Frankfurt, para

buscar establecer un parlamento con un sistema representativo, donde todos los reinos que

hacían parte de la Confederación Germánica tuvieran voz y voto (cfr. Las revoluciones de 1848,

selección de artículos de la "Nueva Gaceta Renana").

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Feuerbach asistió a la asamblea de Frankfurt como observador, y fue entonces aclamado por

los estudiantes de la Universidad de Heidelberg por hablar sobre la naturaleza de la religión.

Pero la revolución fracasó y Prusia se puso de nuevo a la cabeza, con Federico Guillermo IV

como monarca absoluto; la situación de Alemania sólo cambió con la imposición del proyecto

nacionalista del canciller prusiano Otto von Bismarck (cfr. Schulze, 1996). Feuerbach

representó desde finales de la década de 1830 a un grupo de intelectuales atraídos por los

postulados hegelianos, pero a su vez era también un grupo de jóvenes inconformes y críticos

de la filosofía hegeliana. Hegel, con su historicidad e ideas de contradicción y progreso, era

para ellos fundamentalmente teológico, pues se movía en el campo del idealismo y rechazaba el

materialismo, cayendo con ello en una postura conservadora. En este entorno, Feuerbach se

separa de Hegel en cuanto a la relación entre el idealismo y el cristianismo. Así, Feuerbach

desarrolló una postura materialista con relación a la religión. Para nuestro autor, no es el

pensamiento el que genera el ser, sino el ser el que genera el pensamiento. Feuerbach pensaba

en la posibilidad de que el hombre tomara conciencia de Dios, de aquello que adora, y que

podría darse cuenta de que en realidad aquello que adora es en realidad la esencia misma del

hombre. El hombre proyecta en Dios lo que encuentra positivo en sí mismo y con ello se

objetiva. De esta forma, Feuerbach se encuentra en una lucha por transformar el idealismo

hegeliano en un materialismo, es decir, transformar la teología en lo que es en su realidad

sensible: antropología. Así, Feuerbach realiza su ejercicio filosófico a partir de un análisis

teológico-filosófico, reivindicando el papel de la religión como un fenómeno que debe

pretender el seguimiento de la verdad y llevar al hombre a elevar a los altares a la naturaleza y a

su propia naturaleza, que “santo sea el pan, santo el vino, pero también sea santa el agua.

Amén” (La esencia del cristianismo, 318).

En 1860 Bertha Löw queda en bancarrota y Feuerbach no tuvo trabajo en la academia, por lo

que la pareja comenzó a atravesar por problemas económicos. En este contexto, Feuerbach se

unió al Partido Socialdemócrata alemán en 1870, que le prestaron ayuda económica, pero tan

sólo dos años después murió en Núremberg.

Un trabajo que busque desarrollar los conceptos de Feuerbach tiene que partir necesariamente

de la distinción entre materialismo e idealismo. Feuerbach, nuestro autor para este trabajo, es

un autor de cita obligada dentro del materialismo, dado que fundó los principios de verdad en

la percepción sensible, para así ahondar en la comprensión de la complejidad de la religión

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como fenómeno antropológico. De esta forma, la sensibilidad es el principio como el

materialismo desarrolla sus conceptos, como desarrolla su saber y su método o ciencia, tal

como lo manifiesta el mismo Marx:

La sensibilidad (véase Feuerbach) ha de ser la base de toda ciencia. Sólo cuando parte de ella en la doble forma de conciencia sensible y de necesidad sensible, es decir, sólo cuando parte de la naturaleza, es la Ciencia verdadera Ciencia. La Historia toda es la historia preparatoria de la conversión del “hombre” en objeto de la conciencia sensible y de la necesidad del “hombre en cuanto hombre” en necesidad. La Historia misma es una parte real de la Historia natural, de la conversión de la naturaleza del hombre. Algún día la Ciencia natural se incorporará a la Ciencia del hombre, del mismo modo que la Ciencia del hombre se incorporará a la Ciencia natural; habrá una sola Ciencia (Manuscritos de economía y filosofía, 149).

El problema de la verdad es el centro del debate entre estas dos tendencias, por lo que hay que

entender que la pregunta que desarrolla qué es la verdad –la cual conlleva a pensar

necesariamente el problema de la realidad y de la existencia–, es entonces la pregunta que

determina cómo el hombre percibe su vida en medio de sus condiciones, y asimismo, es una

pregunta que está determinada por estas condiciones; por lo que el materialismo, desde sus

principios, se pregunta con Feuerbach: ¿cómo la conciencia determinada por sus condiciones

puede determinar sus conceptos?

Si analizamos este encuentro del materialismo y el idealismo desde la crítica que hace Marx,

encontramos un referente claro de la relación entre el idealismo y la religión:

Engels ha llamado con razón a Adam Smith el Lutero de la Economía. Así como Lutero reconoció en la religión, la fe, la esencia del mundo real y se opuso por ello al paganismo católico; así como él superó la religiosidad externa, al hacer de la religiosidad la esencia íntima del hombre; así como él negó el sacerdote exterior al laico; así también es superada la riqueza que se encuentra fuera del hombre y es independiente de él –que ha de ser, pues, afirmada y mantenida sólo de un modo exterior– es decir, es superada ésta su objetividad exterior y sin pensamiento, al incorporarse la propiedad privada al hombre mismo con su esencia; así, sin embargo, queda el hombre determinado por la propiedad privada, como en Lutero queda determinado por la Religión (Manuscritos de economía y filosofía, 131).

Se trata de una relación que es necesario examinar en torno a la verdad de la religión y la

filosofía especulativa o idealismo, para de suyo poder lograr entender la crítica que plantea

Feuerbach. De esta forma, Marx realiza una distinción entre el materialismo y el idealismo en

perspectiva de la religión. No obstante, afirma que el materialismo se nutre de la dialéctica del

idealismo y es Feuerbach, a quien asigna las “gran hazaña” –dentro del mismo ejercicio

dialéctico del idealismo– de demostrar que la filosofía hegeliana no es más que la religión

puesta en ideas. También a nuestro autor se le reconoce por la fundación del verdadero

Page 14: Religión y Muerte en Feuerbach

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materialismo en el que el principio fundamental de toda teoría está anclado en la relación social

del hombre al hombre; y a su vez se reconoce que en su obra se encuentran los argumentos

que demuestran la contradicción del idealismo hegeliano, en cuanto parte de la abstracción

como verdad universal, luego de la enajenación de lo concreto (cfr. Manuscritos de economía y

filosofía, 181). Sin embargo, es preciso aclarar que Marx pone un límite concreto al ejercicio

filosófico de Feuerbach, si bien sigue a nuestro autor para el análisis del fenómeno religioso,

cuando dice que: “la enajenación religiosa, como tal, transcurre sólo en el dominio de la

conciencia, de fuero interno del hombre”, (Manuscritos de economía y filosofía, 140), así como un

seguimiento a los principios de verdad dentro de la percepción sensible; y con ello busca

criticar los límites de la filosofía feuerbachiana dentro del análisis de la realidad histórica en

perspectiva económica o de las relaciones humanas, al considerar que:

El defecto fundamental de todo materialismo anterior –incluido el de Feuerbach– es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensibles, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo sólo lo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y plasma la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación “revolucionaria” práctico-crítica (La ideología alemana, 99).

Marx busca, entonces, establecer los límites de la antropología en la economía. La crítica a

Feuerbach hace referencia a la necesidad de trascender el análisis del hombre concreto desde

una perspectiva contemplativa, en donde el hombre no deja de ser objetivado, y por lo cual no

es posible ver al hombre concreto subjetivo, en el que acontece la esencia misma del hombre.

Dicho de otro modo, el amor hecho acto, la voluntad y la razón puestas en la historia que

acontece; Marx ve en el ejercicio del materialismo un análisis de la realidad del hombre a partir

de la realidad misma puesta en los hechos, es decir, en las relaciones sociales del hombre

mismo, y no en lo que debería ser el hombre desde la teoría, para que aquello que determina lo

que es el hombre sea visto como lo puramente objetivo susceptible de transformación. Ahora,

aquello que determina al hombre, que es en sí lo concreto de él, son el conjunto de sus

relaciones, las cuales guardan los códigos con los que se percibe la verdad. La verdad no se

encuentra relacionada únicamente en el ejercicio teórico, sino que se construye y desarrolla en

las relaciones prácticas que se dan con el otro, por tal razón, Marx escribe:

Page 15: Religión y Muerte en Feuerbach

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Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:

1. A hacer caso omiso de la trayectoria histórica, enfocando de por sí el sentimiento religioso y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado.

2. En él, la esencia humana sólo puede concebirse como “género”, como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos (La ideología alemana, 101).

De esta forma, Marx pretende, siguiendo el método planteado por Feuerbach, que se funda en

los sentido para hallar la verdad, pero poniendo su observación en el desarrollo concreto de las

relaciones de los hombres en su historia, impulsar las transformaciones del hombre a partir de

su propia emancipación de la enajenación de su esencia puesta en el modo de sus relaciones

sociales. Así, Marx critica finalmente el desarrollo de la filosofía anterior en tanto que “los

filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata

es de transformarlo” (La ideología alemana, 102). Pero llega al punto que determina toda la filosofía

materialista y que más desarrolla Feuerbach, es decir, la muerte. Ante este tema Marx dice que:

“la muerte parece ser una dura victoria del género sobre el individuo y contradecir la unidad de

ambos; pero el individuo determinado es sólo un ser genérico determinado y, en cuanto tal, mortal”

(Manuscritos de economía y filosofía, 143). De este modo se presenta en la muerte la respuesta al

debate entre el materialismo y el idealismo en tanto que en este último la verdad es construida

a partir por los principios que desarrolla el hombre genérico, o religioso, es decir, una verdad

puesta en sí mismo como particular, pero con pretensión de universalidad. Es en este hombre

particular en donde la verdad descansa dentro de los límites de la fe, de su concepto de

hombre. Verdad que critica el materialismo como contradictoria, dado que demuestra la

dualidad de la esencia de la religión, que parte de la esencia del hombre y en donde se

desconoce esta esencia en el hombre como un hecho que define al género mismo a partir de

un ejercicio de percepción sensible.

Pero, ¿cuál es este problema de pensamiento dual que existe en la religión? Feuerbach establece

esta dualidad en el desarrollo del pensamiento del cristianismo en la separación entre

posibilidad y realidad, de la cual dice que “donde estas dos cosas son una, desaparece aquélla”

(Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 60). Realidad dada en el hombre concreto y posibilidad

puesta en las expectativas frente a lo desconocido: que de modo radical se encuentra con el

fenómeno de la muerte. En este sentido, podemos decir que es en la muerte en donde el

Page 16: Religión y Muerte en Feuerbach

15

género fundamenta su verdad absoluta: todo aquello que es, sólo es en la medida que es un

algo dado que puedo percibir por los sentidos. En la muerte el individuo llega a un fin real y

concreto, en donde todo hombre logra reducirse al hecho de que es en cuanto género,

descubriendo que al otro, que es también un yo, le acaece la muerte, y que en ese otro se

encuentra reflejada la esencia divina de mi propio ser: la razón, el amor y la voluntad. Bien

escribe Feuerbach:

Ser una sola vez tan sólo puedes, date a ello con todo tu albedrío. Sólo una vez es todo verdadero, a las veces espíritu, a las veces natura. La vida sólo es por eso vida, porque una segunda haber no puede. Sólo el ser-una-vez produce esencia y fuerza, acciones vivas y capacidades. El ser-sólo-una-vez da luz, calor y fuego, hierve, empuja, arrastra y encadena. Lo que dos veces es, mate apariencia es sólo, un ser sin médula, ni tuétano, ni nada (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 246).

Por tal razón, un trabajo que permita identificar la propuesta filosófica de Feuerbach, debe

pretender examinar cómo la muerte es el fenómeno que fundamenta toda la crítica

feuerbachiana a la religión y al idealismo. Así, es necesario desarrollar una ruta que parta de la

exposición de los principios filosóficos que construye Feuerbach en torno a la comprensión

del hombre, y que posteriormente desarrolle el análisis en torno la muerte, siguiendo a nuestro

autor, para lograr ver cómo la muerte, desde una filosofía cuyo principio de verdad depende de

la percepción sensible, es el fenómeno que delimita la comprensión de la realidad y de la

existencia del hombre, luego de la verdad misma. Por eso, la realidad de la muerte se expresa

en el muerto como un hecho que define la vida a ese que es otro yo –muerto–, por lo que me

determina a mí también, en cuanto me defino con él en cuanto género; y, sin embargo, mi vida

está determinada por aquello que la vida misma es y se construye por la esencia de mi ser: por

la razón, el amor y la voluntad, que es lo que trasciende a la muerte, sin que implique la

inmortalidad en un más allá. Por lo que en el epigrama titulado Sobre la muerte y eternidad

Feuerbach nos dice:

Page 17: Religión y Muerte en Feuerbach

16

1 Eterno vive el hombre, ¡oídlo bien!, porque los hombres mueren; en efecto, lo eterno es solamente el acabar de cuando tiene tiempo

2 Algún día serás sin duda polvo, pero nunca pasa lo noble que hayas hecho, lo que en tu corazón hayas amado. 3 El real ser del hombre solamente aquel objeto que ama; si no amara un objeto sería él más vano que la paja. 4 Ni según tu persona, ni según tu carne, vives eternamente; tan sólo en el amor puedes seguir viviendo tras la muerte (Epigramas teológico-satíricos, 245)

Se trata pues de poner a la muerte dentro del ejercicio filosófico propuesto por Feuerbach en

el lugar que el mismo lo solicita: en la Academia (cfr. Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 53),

es decir, en el ejercicio de indagación por la verdad, como un hecho de ir a lo real, a lo

concreto, a partir de la sensibilidad, en donde la muerte es la síntesis en la que se da la unidad

irrefutable entre la realidad y la apariencia, en la plena constatación en el cuerpo muerto; así,

ella es la plenitud de la verdad como un hecho sensible. En este trabajo partiremos, en

principio, de su crítica al idealismo, para mostrar el sentido de su propuesta filosófica, en

particular, en la comprensión que Feuerbach tiene de la religión como proceso de objetivación

de la esencia del hombre; y después nos adentraremos en la comprensión feuerbachiana de la

muerte como un hecho crudo y concreto que muestra el despliegue de la esencia humana en su

radical finitud.

Page 18: Religión y Muerte en Feuerbach

17

Capítulo 1

Sobre el hombre concreto

En este capítulo abordaremos la naturaleza universal de lo humano, es decir, intentaremos

definir la esencia del hombre en cuanto género, partiendo del referente que hemos de seguir en

Feuerbach, según el cual es necesario entender la verdad de lo humano a partir de los sentidos.

De ahí se sigue que la realidad sólo puede ser expresada desde lo material. En este sentido, el

presente trabajo recorre la construcción de los planteamientos filosóficos en los que se define

la esencia del hombre en cuanto género –de ahí su ser–; de acuerdo con este proceder nuestro

autor asegura que el “hombre perfecto debe poseer la facultad del pensamiento, la facultad de

la voluntad, la facultad del corazón. La facultad del pensamiento es la luz del conocimiento, la

facultad de la voluntad es la energía del carácter y la facultad del corazón es el amor” (La esencia

del cristianismo, 54). Aquí la razón, el amor y la voluntad, tal como las determina Feuerbach, son

perfecciones del ser en tanto son unidad, son universales e infinitas. De esta forma ellas son

queridas en sí mismas, en tanto son la manifestación de la perfección del ser, pues poseen en sí

mismas la finalidad de su esencia. Por esta razón, podemos observar ahora que la filosofía

feuerbachiana no admite ninguna definición de la finitud o infinitud construida desde la mera

abstracción, es decir, a partir de simples conceptos deducidos de conceptos en los que se

pierden los referentes sensibles de lo real. Esta finalidad en sí misma que posee la razón, la

voluntad y el amor, se expresa en las diferentes manifestaciones del hombre, lo cual lo

determinan en medio de la particularidad de la experiencia sensible, en la realidad que se

desenvuelve. Por tanto, no es posible pensar la esencia del hombre como finita, en tanto que la

finitud se expresa como negación del ser, tal como lo describe Feuerbach:

[…] es imposible que por la razón, el sentimiento, la voluntad, sintamos o percibamos la razón, el sentimiento, la voluntad como una fuerza limitada finita, es decir, nada. Finitud y nada son uno y lo mismo; finitud es sólo un eufemismo respecto de nada. Finitud es la expresión metafísica y teórica, mientras que nada es la expresión patológica y práctica. Lo que es finito para el entendimiento, es nada para el corazón. Pero es imposible que lleguemos a ser conscientes de la voluntad, del sentimiento, de la razón, como de fuerzas finitas, puesto que toda perfección, toda fuerza y esencia es confirmación y reafirmación de sí misma. (La esencia del cristianismo, 57-58).

Luego es el hombre concreto quien tiene todas las facultades para hacer conciencia de su

esencia, es decir, que es capaz, por su naturaleza, de realizarse a sí mismo como hombre, pues

la conciencia es la “actualización de sí mismo, autoafirmación” (La esencia del cristianismo, 58).

Esta autoafirmación implica el reconocimiento del ser infinito por su esencia. Este punto es eje

Page 19: Religión y Muerte en Feuerbach

18

fundamental en la discusión filosófica de nuestro autor en su contexto. Feuerbach parte del

ejercicio filosófico de su época que se centra en los principios planteados por Hegel. Sin

embargo, la propuesta de nuestro autor consiste en un giro radical de la dirección de la

estructura hegeliana. Hay que evidenciar aquí ya el cambio que se encuentra planteado en

Principios de la filosofía del porvenir cuyo tema se refiere a la crítica de Feuerbach al ser –concepto

desarrollado en la Lógica de Hegel–, develando la diferencia fundamental de nuestro autor

respecto a los planteamientos hegelianos sobre el ser como ser real y concreto. Dice el autor:

El ser de la Lógica hegeliana es el ser de la vieja metafísica, el cual es enunciado de todas las cosas sin distinción, porque según ella todas las cosas coinciden en que éstas son. Pero este ser carente de distinción es un pensamiento abstracto, un pensamiento sin realidad. El ser es tan diferente como las cosas que son (Principios de la filosofía del porvenir, §27, 133).

Esta crítica puede verse a lo largo de toda su obra, así, por ejemplo, encontramos en los

Epigramas teológico-satíricos, la misma referencia problemática ahora centrada en la formulación

de la realidad de la idea, que tiene una clara referencia a la filosofía hegeliana:

“El ser es sólo idea”, lo que quiere decir, del hombre el esqueleto tiene más realidad que el hombre vivo, son carne y sangre, así, accesorios superfluos solamente; la vida misma es sólo un añadido a la propia sustancia de los huesos (Epigramas teológico-satírico, 208)

Como podemos ver, nuestro autor se separa de toda filosofía especulativa y propone un

modelo filosófico en donde se entienda el ser desde los sentidos, es decir, desde lo concreto:

El ser no es un concepto universal separado de las cosas. Es uno con lo que es. Es sólo mediatamente pensable; pensable sólo a través de los predicados que fundamentan la esencia de una cosa. El ser es la posición de la esencia. Lo que es mi esencia es mi ser (Principios de la filosofía del porvenir, §27, 134).

En este sentido, podemos señalar ahora que la abstracción hegeliana del ser es un concepto

vacío en sí mismo, esto es, un concepto negativo por su definición, lejano del ser real, ser

concreto. Es esta concepción abstracta del idealismo la que Feuerbach asocia con la

objetivación de la esencia del hombre puesta en Dios, ya que implica una enajenación del ser

mismo, por lo que se pregunta:

¿Por qué no puedo referirme de modo inmediato a lo real? Hegel comienza por el ser, es decir, por el concepto del ser, o por el ser abstracto. ¿Por qué no puedo empezar por el ser mismo, vale decir, por el ser real? ¿O bien por la razón, puesto que el ser en cuanto es pensado, tal como es objeto de la Lógica, me remite inmediatamente a la razón? ¿Comienzo por el supuesto si empiezo por la razón? ¡No! (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 23).

Page 20: Religión y Muerte en Feuerbach

19

Este asunto conlleva una oposición entre estos dos sistemas filosóficos respecto de las

cualidades de la esencia del hombre en cuanto género, planteados, por ejemplo, en definir si se

está en la finitud o infinitud; asimismo conduce a la problemática general de la muerte e

inmortalidad. Es precisamente en la concepción feuerbachiana de la muerte donde podemos

observar con todo detenimiento la confrontación entre idealismo y un realismo comprometido

con el carácter concreto de los sentidos. Estos problemas serán examinados con más detalle en

el desarrollo del segundo capítulo del presente trabajo. Pero antes de abordar este problema, se

hace necesario detenernos en diferenciar el camino filosófico de Feuerbach con respecto al

idealismo hegeliano.

1.1. La inversión feuerbachiana del sistema hegeliano

Existe una profunda contradicción entre Feuerbach y su escuela de formación filosófica: el

idealismo alemán. Esta contradicción debe ser entendida en la dirección del método

presentado por esta corriente, para lo cual Feuerbach presenta en las Tesis provisionales para la

reforma de la filosofía los movimientos conceptuales del idealismo alemán, exponiendo cómo la

filosofía hegeliana es una realización de la propuesta espinosista, que ha restaurado Schelling, a

la cual Feuerbach llama filosofía especulativa. Nuestro autor define a esa filosofía como

teología especulativa, dado que funda sus elementos en la teología tradicional, pero no en un

más allá, sino ahora en un más acá, pues interpreta el modelo de un mundo sensible con los

elementos de un modelo suprasensible promovidos por la teología tradicional. Pero, Feuerbach

reconoce que la misma teología hunde sus principios en la antropología; lo que implica que ella

no es más que la objetivación de la esencia del hombre mismo (cfr. Tesis provisionales para la

reforma de la filosofía, 65), distanciándose así del método idealista de su propia escuela:

Una ilustración de esta filosofía que tiene por principio no la sustancia de Spinoza o el yo de Kant o de Fichte, o la identidad absoluta de Schellinger [sic], o el espíritu absoluto de Hegel, en una palabra, ninguna esencia abstracta, sea pensada o imaginada, sino un ser real, o mejor, el más real de los seres: el hombre; que tiene, pues, por principio el principio de la realidad más positivo, que engendra el pensamiento a partir de su contrario: la materia, el ser, los sentidos; que mantiene con su objeto relaciones sensibles, es decir, pasivas y receptivas, antes de determinarlo por el pensamiento (La esencia del cristianismo, 40).

Comencemos por señalar que la teología crea un modelo en el que se da la absoluta identidad

entre un único Dios y el mundo; por esta razón, las partes y seres de la realidad se encuentran

Page 21: Religión y Muerte en Feuerbach

20

presentes en él, es decir, con ello se elabora el concepto religioso panteísta de la realidad. Por

lo que nuestro autor sostiene:

El Dios Término se erige en guardián de la entrada del mundo. Autolimitación: tal es la condición para entrar. Lo que es siempre real, sólo es real como algo determinado. La especie en su plenitud encarnándose en una individualidad única sería un milagro absoluto, una supresión abstracta de todas las leyes y de todos los principio de la realidad: sería el Fin del Mundo (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 19-20).

De ahí se sigue que, siendo plenamente consciente del modelo planteado por el panteísmo, no

podemos llegar más que al ateísmo, dado que en este panteísmo se recoge de lo sensible los

predicados que definen a las partes y seres que seguidamente son objetivados; así, los unifica

en una sola sustancia que llama Dios, el cual Feuerbach define diciendo:

¡Fijaros bien! El Dios que los teólogos proclaman no está en ninguna parte, ni en la honda natura, ni sólo entorno a ella, extendiendo las blancas nubecillas, dorando para el ojo la corteza sólo por fuera el oropel, muy lejos de la íntima sustancia; tampoco está su Dios en el arte de seres agraciados, ni en verdad en el mundo de la idea, del número o figura existe, ¡ay!, por cierto, ese su diosecillo de factura tan rara. ¿Dónde puede existir os acabe aún la duda? Sólo en la teología (Epigramas teológico-satíricos, 214-215).

El panteísmo presenta la realidad en el método de manera inversa de lo natural, por lo que este

modelo panteísta expone al concepto de Dios –que ha sido construido– como lo que

construye a las partes y a los seres. En el panteísmo, ese Dios único es construido a partir de

los predicados divinos de los seres que recoge en su identidad, es decir, se trata entonces de

una unidad en medio de la pluralidad o, más bien, de unidad divina que recoge su pluralidad

divina. Feuerbach expone en sus Tesis provisionales para la reforma de la filosofía que éste es el

modelo que Spinoza recoge de la teología, presentando a Dios como cosa pensante y extensa,

esto es, la unidad del pensar y unidad de la materia. Unidad que posteriormente Schelling

identifica con el espíritu del idealismo y, finalmente, Hegel nombra como atributos de la

sustancia a la autoconciencia, la autoactividad y la autodistinción, por lo que dicha sustancia

que es Dios, que se alimenta de la propuesta misma del concepto de unidad de Spinoza,

deviene en que Dios es el Yo (cfr. 66). Ahora, para Hegel, el yo no puede ser sino entendido

como autoconciencia, autodistinción y autoactividad, pues esta noción de yo es la relación

sujeto-objeto, en la que el sujeto se objetiva a sí mismo para reconocerse e identificarse como

Page 22: Religión y Muerte en Feuerbach

21

indeterminado. Este Yo sólo se le puede entender como un ser abstracto, que en la teología se

identifica con Dios. Por esta razón, Feuerbach explica: “La teología [especulativa de Hegel] es

la creencia en los fantasmas. Pero la teología común tiene sus fantasmas en la imaginación sensible;

la teología especulativa en la abstracción no sensible” (Tesis provisionales para la reforma de la filosofía

69). Aquí se trata, pues, de la objetivación de los predicados de la unidad de la pluralidad,

método que expresado en filosofía de la religión convierte dicha objetivación en el sujeto de su

saber. Así, el concepto general y abstracto del ser, el cual se separa de su misma realidad, es

decir, un puro fantasma, no es otra cosa más que una contradicción para Feuerbach.

Sin embargo, para examinar más a fondo la contradicción metodológica que Feuerbach ve

expresada en este intento de pasar de lo abstracto a lo concreto, es importante establecer el

modo como cada una de las teorías representantes –tanto las de Feuerbach como las de Hegel–

fundamentan el concepto de verdad. Entonces, hay que preguntarse: ¿qué es la verdad para

Hegel? ¿Qué es la verdad para Feuerbach? Dado que en estas preguntas encontramos un punto

disociador: el concepto de realidad, esto nos permite dilucidar el modelo filosófico en el que se

estructuran y, así, hacer evidente el método de cada una de ellas. Asimismo lograremos seguir

la ruta que el mismo Feuerbach plantea para develar el problema propuesto:

Lo que el hombre admite como verdadero se lo representa inmediatamente como real, porque para él, en principio, sólo es verdadero lo que es real; verdadero en oposición a lo simplemente representado, soñado o imaginado. El concepto de ser, de existencia, es el concepto primero, primitivo de verdad. O dicho de otra manera, en un principio crea el hombre la verdad a partir de la existencia y más tarde hace depender la existencia de la verdad (La esencia del cristianismo, 71).

Con esto se trata entonces de entender la contradicción denunciada por Feuerbach en la que

cae el concepto hegeliano de verdad, que a continuación hemos de presentar sucintamente,

para detenernos en la deconstrucción de la crítica al idealismo desde el materialismo que

elabora el mismo Feuerbach.

1.1.1. El hombre concreto como fundamento de toda filosofía

La tarea filosófica de Hegel radica en: “Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de

la ciencia –a la meta de que pueda dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real”

(Fenomenología del espíritu, 9). De esta manera, para Hegel, la filosofía debe existir en el elemento

de lo universal, dado que la ciencia es entendida aquí como el desarrollo de lo universal, esto

es, del concepto que contiene en sí lo particular. Normalmente, concebimos a la ciencia como

Page 23: Religión y Muerte en Feuerbach

22

la indagación de lo universal, y en su formulación del método la cosa misma surge

aparentemente en el fin o en el resultado, convirtiendo al desarrollo que lleva hacia la cosa en

un segundo plano, esto es, carente de importancia. Pero la diversidad de los diferentes sistemas

filosóficos se concibe aquí como el desarrollo progresivo de una única verdad; por tanto, es en

el desarrollo en donde la ciencia se desenvuelve y no desde la opinión dada en el ejercicio de

determinar relaciones de una obra filosófica con otros intentos en torno al mismo tema, la cual

ve en la diversidad la contradicción (cfr. Fenomenología del espíritu, 8). Por esta razón Hegel

afirma que:

En efecto, la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo real, sino que lo que es en unión con su devenir; el fin para sí es lo universal carente de vida, del mismo modo que la tendencia es el siempre impulso privado todavía de su realidad, y el resultado escueto simplemente el cadáver que la tendencia deja tras de sí. Asimismo, la diversidad es más bien el límite de la cosa; aparece allí donde la cosa termina o es lo que ésta no es […]. Lo más fácil es enjuiciar lo que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo, y lo más difícil de toda la combinación de lo uno y lo otro: el lograr su exposición (Fenomenología del espíritu, 8-9).

Feuerbach cuestiona a Hegel que el concepto tenga que ser el principio de la filosofía: “la

filosofía tiene por objeto sólo ‘lo que es’, según Hegel, pero este ‘es’ mismo sólo es algo

pensado, abstracto” (Principios de la filosofía del porvenir, §30, 142), insistiendo así en que el verdadero

método de la ciencia debe partir de los sentidos, pues es ahí donde podemos encontrar al ser

real, el ser concreto, el ser que funda el conocimiento en la intuición sensible. Por ello, este ser

debe ser la medida de lo real y de suyo la verdad misma. De este modo nuestro filósofo se

distancia de la filosofía especulativa –de Hegel– que se funda en la teología; por lo que

Feuerbach dice que “quien no abandone la filosofía hegeliana no abandona la teología” (Tesis provisionales

para la reforma de la filosofía, 81), negando con ello toda posibilidad de una filosofía que se dé a

partir de una mera abstracción del ser mismo, que definitivamente es nada por sí mismo,

puesto que es totalmente contraria al ser real, es decir, al ser que parte de la realidad, la

existencia. Por lo que:

Mas ciertamente también es el ser, como la filosofía especulativa lo introduce en sus dominios y reivindica en el concepto, un puro fantasma que se mantiene absolutamente en contradicción con el ser real y con lo que el hombre entiende por ser (Principios de la filosofía del porvenir, §26, 133).

Para Hegel, la verdad está dada en todo momento desde principios y puntos de vistas

universales, luego, según él, hay que “elevarse trabajosamente hasta el pensamiento de la cosa en

general” (Fenomenología del espíritu, 9). En este sentido, la existencia de la verdad, lo real, se

Page 24: Religión y Muerte en Feuerbach

23

encuentra en el concepto y no en lo concreto percibido por los sentidos, debido a que ellos tan

sólo captan la apariencia de la verdad, es decir, el modo como ella se desenvuelve, y con esto

penetran en la verdad tal como es ella misma. Por esto, en el prólogo a la Fenomenología del

espíritu, Hegel sostiene: “La verdad sólo tiene en el concepto el elemento de la existencia” (Ibíd.).

Por tanto, la verdad no está contenida en lo sensible, pues no es dada por la existencia sensible,

sino por una existencia abstracta, que es su esencia; si no fuese así, dentro del sistema esto

implicaría reducir al concepto que es la verdad a su principio sensible, desligándose de su

devenir real, a saber, el concepto mismo, es decir, lo concreto. Por esta razón, el filósofo

idealista se ve obligado a firmar que la existencia sensible y la existencia abstracta son, incluso,

predicados o atributos de la verdad, que en términos de la lógica de la certeza sensible pueden

también entenderse como abstracción de sí de la verdad misma. Esto es más claro cuando se

examina el objeto de esta certeza: “Pero el objeto es, es lo verdadero y la esencia; es indiferente

a ser sabido o no; y permanece aunque no sea sabido; en cambio, el saber no es si el objeto no

es” (Fenomenología del espíritu, 64). Significa entonces que la verdad ya es en y para sí, sin

necesidad de otro, que un objeto cualquiera es sin necesidad de ser sabido o no. Por lo que la

verdad no necesita ser conocida (aprehendida) sino que ya es, ella ya está en su concepto.

Si bien Hegel piensa que la verdad existe únicamente en su concepto (cfr. Fenomenología del

espíritu, 9), Feuerbach presenta la verdad conforme a los sentidos, pues es la realidad física del

ser la que determina lo verdadero, el hombre mismo: “La verdad es el hombre, y no la verdad

in abstracto, es la vida, y no el pensamiento que queda sobre el papel y encuentra ahí su

existencia plena y adecuada” (La esencia del cristianismo, 36). Por tanto, nuestro filósofo establece

un método crítico que se funda en la intuición de lo otro; en este sentido, tenemos que

reconocer ahora que toda ciencia proviene de la experiencia sensible; de esta forma, nuestro

autor define la filosofía como “La ciencia de la realidad en su verdad y su totalidad; pero la

esencia de la realidad es la naturaleza, la naturaleza en el sentido más universal de la palabra”

(Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 63). De otro lado, a la filosofía especulativa no le es

posible la intuición de la cosa, dado que sólo puede contemplar al concepto en tanto que su

concepto de ciencia parte de la abstracción del ser, de lo universal, del concepto mismo, del

cual interpreta su realidad llena de cosas abstractas, que en sí mismas son “una materia sin

materia, tal como el ser de la Lógica de Hegel es el ser de la naturaleza y del hombre, pero sin ser,

sin la naturaleza y sin el hombre” (Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, 76). Así, el hombre

que se construye a partir de los sentidos alcanza la intuición de la cosa y alcanza con esto la

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24

verdad, su esencia misma, por lo que “la intuición sensible se considera el órgano del ser divino,

verdadero, ahí se expresa y se reconoce al ser divino como un ser sensible y al ser sensible como un ser divino,

porque como sujeto así es el objeto” (Principios de la filosofía del porvenir, §40, 152). Por consiguiente, la

verdad parte de la experiencia sensible, que se logra por la intuición de las cosas, y así rompe

con toda filosofía construida a partir de los presupuestos conceptuales vacíos de realidad.

Hegel asevera que la esencia es lo que es y la filosofía versa sobre lo que es. La existencia es

entonces reflejo de la esencia. El ser para sí constituye su cualidad y su oposición a esta

cualidad y, finalmente, la conciliación será su concepto, pues es en él donde descansa la

definición de su esencia. Respectivamente ser en sí, otro y para sí surgen del hecho de que “este

puro ser es la pura abstracción y por consiguiente es lo absolutamente negativo [distinto de la

conciencia de sí], lo cual, tomado también inmediatamente [y de manera aislada], es la nada”

(Enciclopedia de las ciencias filosóficas, §87, 69). Luego de la abstracción podemos decir que da la

vida y la muerte a las ideas, así da su concepto; por lo que el ser separado de su devenir es

esencia que no es: nada, o bien: no-ser, puesto que se encontraría desligado de su idea,

concepto y desarrollo.

Por esta razón, en la ciencia es preciso registrar lo verdadero como un todo –concreto– que

tiene un fin, pero que se da sólo en su desarrollo, tal como lo entiende Hegel al decir que “lo

verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su

desarrollo” (Fenomenología del espíritu, 16). Por tanto, la cosa no es su fin, sino que está en su

desarrollo, pues éste es la unión entre el resultado con su devenir, su proceso. Así, lo verdadero

es en acto en su determinación espacio-temporal, y sólo en estos términos tiene sentido que la

existencia esté en el concepto, ya sea como la abstracción de lo sentido en cuanto a

experiencia, sin que ésta determine la verdad del concepto o de lo a priori. El sujeto, al

contemplarse (autoconciencia), se eleva así al grado de sujeto como tal y supera con ello la

mera conciencia, enmarcándose en el ejercicio contemplativo de sí; a lo que se puede juzgar

como goce artístico, partiendo del juicio de Hegel sobre la estética1

1 Alejándonos de nuestra cuestión, que es la verdad y los sentidos, y entrando en la revelación de los ideales como abstracciones a las que hay que elevarse, Hegel dice: “El artesano ha abandonado el trabajo sintético, [es decir] la mezcla de formas extrañas del pensamiento [cultura como espíritu extrañado de sí (cfr. Fenomenología del espíritu, 289-310)] y de lo natural [que es la abstracción del ser e idea en lo otro, del que resulta en su concepto la igualdad con este otro]; habiendo ganado la figura de la forma de la actividad autoconsciente, el artesano se ha convertido en trabajador espiritual” (Fenomenología del espíritu, 408). Así, nace lo bello, como producto de la actividad espiritual y de su revelación como religión en el cuerpo –que es lo otro en el espíritu–, sin la determinación de cada uno de los sentidos y de lo sentido como intuición, del sentimiento, y su estatuto epistemológico está entonces en la

. De lo cual se puede

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25

afirmar que el pensamiento sólo es por su naturaleza, es decir, que es engendrado por y en el

pensamiento mismo, por lo cual es infinito, dado, y se desarrolla en sí, puesto que es por sí y

para sí. No obstante, el ser en sí que se enfrenta a su ser otro en oposición, y en la abstracción

más pobre contenida entre la misma idea del en sí de la lógica, se denomina en un primer

momento ser, en el segundo, existir, y en el tercero, esto es, el de retorno al ser, el ser para sí.

Esto se expresa de manera más clara en la explicación de todo el sistema hegeliano, no de

simples momentos de cada uno; así, el desarrollo de la idea se convierte en la sustancia del

pensamiento mismo. Como se puede ver, se cae aquí en un espinosismo renovado, donde lo

real no es otra cosa más que la misma totalidad.

Por otra parte, la verdad en Feuerbach, a diferencia de Hegel, se fundamenta en lo concreto,

porque la “determinación de que sólo el concepto ‘concreto’, el concepto que lleva en sí la

naturaleza de lo real, es el verdadero concepto, expresa el reconocimiento de la verdad de lo

concreto o lo real” (Principios de la filosofía del porvenir, §30, 142), –teniendo en cuenta que el

concepto concreto de Hegel se alcanza cuando la verdad es concebida en su totalidad

conceptual y, por tanto, como determina Feuerbach, su concepto de realidad parte de la mera

abstracción, es decir, que su realismo consiste en la abstracción de toda realidad (cfr. Ibíd.)–,

entendiendo aquí por concreto lo intuido sensiblemente. Luego la verdad tiene en Feuerbach

un carácter meramente empírico, a saber, el de la realidad, pero este carácter empírico implica

la experiencia universal. Por tanto, el problema de la ciencia se plantea ahora en los siguientes

términos: ¿Cómo es posible que de la experiencia particular se logre una experiencia universal?

Feuerbach plantea la universalidad del género humano a partir de su esencia; este tema lo

profundizaremos más adelante. El papel de la filosofía entonces no consiste en quedarse en el

análisis de las experiencias como particularidades; se trata, más bien, de llegar a la universalidad

de la verdad dada en la experiencia universal. Esto implica el ejercicio de la ciencia, ya que en la

tarea de la comprensión no podemos quedarnos en los meros resultados de ella, sino que con

ella debemos acceder a la verdad, pues sólo así la filosofía descubre y construye con aquello

que la realidad le proporciona. De esta manera Feuerbach se distancia del camino propuesto

por Hegel, quien sostiene:

ciencia. Pero, posiblemente, no sea acertado aquí una revisión de la estética hegeliana, ya que lo que compete a los sentidos en el sistema no es un momento o fase espiritual aislada, sino en todo su conjunto una serie en su totalidad como objeto y verdad; sin embargo, consideramos que éste es un buen ejemplo en el que se puede observar la primicia de la ciencia, desde la pretensión de universalidad que parte de los conceptos.

Page 27: Religión y Muerte en Feuerbach

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La forma inteligible de la ciencia es el camino hacia ella asequible a todos e igual para todos, y el llegar al saber racional a través del entendimiento es la justa exigencia de la conciencia que accede a la ciencia, pues el entendimiento es el pensamiento, el puro yo en general, y lo inteligible es lo ya conocido y lo común a la ciencia y a la conciencia no científica, por medio de lo cual puede ésta pasar de un modo inmediato a aquélla (Fenomenología del espíritu, 13).

En este sentido, la autoconciencia es la que tiene un valor preponderante en el sujeto que se

contempla a sí mismo, aunque todavía sin saberlo; pero es también el espíritu aquel sujeto que

contemplándose sabe que lo hace. A este saber ya mediato Hegel lo denomina religión, y al

devenir de este saber –o religión– lo llama saber real, que en términos hegelianos sería: saber

absoluto. Luego, respecto a la conciencia, dice que “sabe algo, y este objeto es la esencia o el en

sí” (Fenomenología del espíritu, 58), pero que este saber de la conciencia, tal como lo llama en El

concepto de la religión, es un saber inmediato (cfr. 132-144). Recordemos aquí que en Hegel la

conciencia tiene dos objetos: “uno es el primer en sí, otro el ser para ella de este en sí [del cual

aclara que:] El segundo sólo parece ser, por el momento la reflexión [reflejo] de la conciencia

en sí misma, una representación no de un objeto, sino sólo de su saber de aquel primero […].

Este nuevo objeto contiene la anulación del primero” (Fenomenología del espíritu, 59). A esta

anulación la llamará escisión de la conciencia, que en cuento tal es empero el retorno de la

conciencia de donde surge la autoconciencia:

[…] solamente un movimiento cuya trayectoria es la siguiente: 1) Indico el ahora, que se afirma como lo verdadero, como algo que ha sido o como algo superado, con lo que supera la primera verdad. 2) Ahora, afirmo como la segunda verdad que lo que ha sido está superado. 3) Pero lo que ha sido no es; supero lo que ha sido o el ser superado, o sea la segunda verdad, negando con ello la negación del ahora y retornando así a la primera afirmación: el ahora es. El ahora y la indicación del ahora están constituidos, pues, de tal modo que ni el ahora ni la indicación del ahora son algo inmediatamente simple, sino un movimiento que lleva en sí momentos distintos; se pone el esto, pero lo que se pone es más bien un otro o el esto es superado; y este ser otro o superación de lo primero es nuevamente superado, a su vez, retornándose así a lo primero. Pero este primero reflejado en sí no es exactamente lo mismo que primeramente era, es decir, algo inmediato, sino que es cabalmente algo reflejado en sí o algo simple que permanece en el ser otro lo que es: un ahora que es absolutamente muchos ahora y esto es el verdadero ahora, el ahora como día simple, que lleva en sí muchos ahora, muchas horas; y un tal ahora, una hora, es también muchos minutos, y este ahora es, asimismo, muchos ahora, y así sucesivamente. La indicación es, pues, ella misma el movimiento que expresa lo que el ahora es en verdad, es decir, un resultado o una pluralidad de ahoras compendiada; y la indicación es la experiencia de que el ahora es universal (Fenomenología del espíritu, 68).

Como podemos ver, Hegel presenta el tiempo que retorna en sí a su idea de tiempo, el devenir

mismo que retorna en y para sigo mismo, como base de la dialéctica dentro de un denominado

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ciclo de la vida y la muerte, que constituye esa misma dialéctica en la experiencia de la certeza

sensible, entendiendo aquí experiencia como la atención a lo terrenal por parte del ojo del

espíritu (cfr. Fenomenología del espíritu, 11), y certeza sensible como el ejercicio mismo de los

sentidos, que se convierte así en el segundo momento de la conciencia, la superación de la

certeza sensible, la base de la cosa misma, sin olvidar que la cosa se presenta como yo, y que el

sujeto en cuanto sus meros y solitarios predicados, cualidades o atributos, es conciencia.

Entonces, ya que han sido brevemente mencionados algunos de los puntos más relevantes del

sistema, al menos en lo que se refiere a la Fenomenología como “ciencia de la experiencia de la

conciencia” (Fenomenología del espíritu, 49), o bien como una escala de ascenso que empieza en la

certeza y conduce a la verdad como concepto, a través del espíritu que es conciencia en general

que tiene un objeto en frente de sí, es decir, su ser otro en la contemplación de la naturaleza,

ahora viene la autoconciencia, en donde el objeto enfrentado a sí mismo es propiamente su yo.

Por último, se alcanza en este proceso de ascenso la unidad de la conciencia y la autoconciencia

como su reconciliación dialéctica en la que el espíritu intuye el contenido del objeto en sí

mismo, en la que se media consigo mismo, y se intuye a sí mismo como determinado en y para

sí, es decir, la razón o el concepto de espíritu. Por tanto, el espíritu es lo más real que existe en

su ser religioso, artístico y absoluto; así, en él ya está presente la dialéctica de la religión, así

como también en la del arte y del saber absoluto, pues en todos estos momentos la filosofía se

manifiesta como unidad del arte y la religión, esto es, como ciencia de la totalidad de lo real.

Se sigue entonces que el modo de llegar a la verdad sólo es posible al elevarse la conciencia al

sistema científico de la verdad misma. La existencia de la verdad yace en el concepto, por el

carácter científico que se alcanza sólo en la filosofía. No se encuentra en lo sentido o intuido,

como en el absoluto, que no implica un devenir del pensamiento, porque así sería por su

sentimiento e intuición no concebido (concepto), sino sentido e intuido. Si se asume la verdad

como lo sentido o intuido, y se la considera en el espíritu autoconsciente, ella iría más allá de su ser

sustancia desde el pensamiento y de su certeza de la conciencia de esa reconciliación entre

esencia y presencia universal. De modo que sería una reflexión carente de sustancia de sí

mismo, porque deja de ser, en tanto que pierde su vida esencial, pues el espíritu autoconsciente es

aquí consciente de la pérdida de su vida esencial (ser autoconsciente), y se hace con ello

consciente de su finitud por trascender los límites del pensamiento. Así, la verdad reclama de la

filosofía el no ser definida, sino tan sólo dejar transcurrir su ser, implantando el sentimiento de la

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esencia. Esta posición responde al esfuerzo de sacar al hombre de su hundimiento en lo

sensible, ya que con esto se busca que vuelva a lo divino y deje su vida meramente animal. De

esta forma, el espíritu permanece en su ser inquieto, esto es, en un constante movimiento.

Movimiento que hace ver el surgimiento de un nuevo mundo. Nuevo mundo que está en sus

inicios y que, por lo tanto, vislumbra su realidad perfecta sin presentarla, su concepto, no

siendo otra cosa más que su simplicidad. Por tanto, para Hegel, la verdad es el todo. El propio

sistema es la verdad absoluta, en el mismo sentido en que la idea absoluta es ella misma la

verdad absoluta y total, pues integra en su unidad toda la multiplicidad posible.

Ahora bien, según Feuerbach la filosofía no puede ser sino el ejercicio por el cual se contempla

aquello dado por los sentidos, luego cualquier abstracción no se refiere sino justamente a su

significado, es decir, abstracción de algo, en lo que este algo es objeto de estudio de un sujeto,

lo otro respecto del yo. Por esta razón, nuestro filósofo afirma que:

[…] una filosofía que, para expresarme como lo he hecho ya en otra parte, lejos de sostener que la pluma de oca sea el único órgano apto para revelar la verdad, posee ojos y orejas, manos y pies, lejos de identificar el pensamiento de la cosa con la cosa misma, hasta el punto de reducir por el juego de un lapicero la existencia real a una existencia sobre el papel, los separa el uno del otro, y utiliza precisamente esta separación para alcanzar la cosa misma; una filosofía que ve la cosa verdadera no en la cosa objeto de la razón abstracta sino en la cosa objeto del hombre real y total y, por consiguiente, en la cosa misma, una cosa total y real; una filosofía que no se apoya en un entendimiento para sí, en un entendimiento absoluto, anónimo, cuyo propietario se ignora, sino, al contrario, en el entendimiento del hombre (no estropeado, es verdad, por la especulación o el falso cristianismo), que habla también la lengua humana y no una lengua desencarnada y anónima, digo bien, una filosofía que tanto en la letra, como en el fondo ponga precisamente la esencia de la filosofía en la negación de la filosofía, es decir, proclame que sólo la filosofía hecha carne y sangre, hecha hombre, es la verdadera filosofía, y alcance el colmo del triunfo cuando todos los cerebros pesados y pedantes, que ponen la esencia de la filosofía en la apariencia de la filosofía, no vean en ella una sombra de filosofía (La esencia del cristianismo, 39-40).

Feuerbach parte entonces de la sensibilidad, de centrar al hombre en el ejercicio filosófico, es

decir, hacer de la filosofía un ejercicio meramente antropológico, pues su filosofía se trata de

un pensamiento encarnado en el hombre mismo: la verdad puesta en la realidad, en la vida,

intuida por los sentidos: la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato. Lo real y concreto solo

puede ser percibido por ellos, los sentidos; luego la verdad está dada desde los sentidos. Se

trata de una nueva filosofía que pone en el centro al sujeto, quien es objeto de su disertación: el

hombre mismo. No es posible el pensamiento sin sujeto que piensa, ni amor sin ser que ama.

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Así como es necesario el objeto pensado o amado, es necesario el sujeto que piensa y ama; así

esta nueva filosofía, la filosofía feuerbachiana:

[…] transforma al hombre, incluyendo a la naturaleza como base del hombre, en objeto único, universal y supremo de la filosofía y, en consecuencia, convierte a la antropología, incluyendo a la filosofía, en ciencia universal. El arte, la religión, la filosofía o la ciencia son sólo fenómenos o revelaciones de la verdadera esencia humana. Hombre completo, hombre verdadero es únicamente aquel que posee sentido estético o artístico, religioso o moral, filosófico o científico (Principios de la filosofía del porvenir, §54, 167).

1.1.2. Los sentidos: fundamento de la verdad

Ahora, hay que preguntarse con Feuerbach, criticando la noción de realidad de Hegel, para

lograr así una adecuada delimitación de la realidad: “¿Qué es real? ¿Únicamente lo pensado?

¿Lo es sólo el objeto del pensar, del entendimiento? De esa manera no saldríamos de la idea in

abstracto” (Principios de la filosofía del porvenir, §31, 143). Luego el fundamento de toda filosofía

tiene que partir de lo sensible, por lo que el límite de toda filosofía tiene que ser el cuerpo

mismo, ya que sólo así se logra romper con la identidad del pensamiento consigo mismo que

se da en el idealismo hegeliano –es decir, el pensamiento que piensa lo abstracto, esto es, el

concepto, a partir de la realidad abstracta, por lo que la realidad del pensamiento sólo es

pensamiento, pura nada–, dado que es necesario darle a este pensamiento algo distinto a su

naturaleza, contrario de lo que él mismo es, un no pensar; así el pensamiento negándose a sí

mismo deja de ser mero pensamiento. Este no pensar Feuerbach lo concibe como lo sensible.

Así pues, hemos de poner un ejemplo que ilustre la exigencia de los sentidos como posibilidad

real de la verdad, un ejemplo algo absurdo, pero con el fin de presentar la contradicción que se

da en la filosofía especulativa hegeliana: vamos a representarnos el caso de un hombre que

nace sin los sentidos, es más, de una manera u otra, hay un ser humano que no posee sentidos

desde sus inicios. De esta manera surgen los interrogantes respecto a la realidad de ese hombre:

sin la posibilidad de construir por la experiencia sensible ningún tipo de categorías, o sin

ningún elemento que sea dado por los sentidos para distinción alguna ¿Qué puede conocer?

Más aún, ¿se puede conocer a sí mismo?, ¿cómo? Debido a que el conocimiento de sí implica

categorías sensibles que impliquen la distinción con lo otro, ¿qué ideas se puede representar?,

¿cómo? Parece que éste es un caso absurdo, el caso como absurdo es el pensamiento abstracto

que parte del pensamiento mismo. Por lo que Feuerbach manifiesta que:

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30

El pensamiento no está circunscrito a los mismos límites que el sentido, ni es una forma cierta y determinada que sea apta para recibir unas cosas determinadas, ni una forma particular que agote igualmente lo particular, sino una forma simplemente universal e infinita por sí misma, que, con la misma necesidad con la que el ojo recibe la luz o el color, los oídos el sonido, y en general los sentidos aquello que les corresponde a ellos mismo, tiene como contenido de su conocimiento lo que es Uno, el Todo, el Conjunto de las cosas, el Infinito, la naturaleza de todo lo existente (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 108).

De esta forma el pensamiento logra tener como objeto a los sentidos: la sensibilidad es la

realidad de la idea y siendo la realidad la verdad de la idea, la sensibilidad es entonces la verdad

de la idea. Es más, el autor radicaliza su posición dándole valor a lo sensible por sí mismo por

fuera de toda idea, reconociendo una sola identidad de la verdad, la realidad y la sensibilidad.

Por lo que la esencia de lo sensible es real y verdadera esencia. Con esto Feuerbach da así un

giro a la filosofía especulativa, explicando que: “Existe un mundo entre mi y esos filósofos que

se arrancan los ojos de la cabeza para poder pensar mejor; tengo la necesidad de los sentidos

para pensar” (La esencia del cristianismo, 39). Luego sólo posible hallar la verdad a partir de los

sentidos, esto es, no desde el pensamiento que parte del pensamiento mismo, sino más bien,

del pensamiento que surge de la construcción de la razón por la experiencia sensible.

Ahora, si tomamos como referencia la relación sujeto-objeto dentro del conocimiento de las

cosas, en donde se distingue que la conciencia es el sujeto que se presenta como la forma

dentro del conocimiento y el objeto como la representación de la conciencia en el sujeto de la

cosa, lo decisivo en todo momento sería entonces la materia de conocimiento. Asimismo,

como las cosas que son percibidas por los sentidos son la materia, los sentidos son infinitos –

es decir, que son por ellos mismos–, por ser ellos la forma que se da en la percepción de las

cosas, las cuales no son necesariamente objetos, ya que por medio de los sentidos el hombre se

experimenta a sí mismo objetivándose para ser percibido, a su vez, a través de los sentidos. En

este orden de ideas, la relación sujeto-objeto en el conocimiento es mero pensamiento

abstracto que se da en la autoconciencia, pero que se concretiza, se hace real y verdadera, por

los sentidos, gracias a la intuición sensible del hombre por el hombre mismo, siendo éste

objeto de su propio sujeto, identificándose así sensiblemente dentro de la universalidad de su

ser. Por tanto, no son simplemente las cosas externas sino el yo puesto en el otro y el otro en

el yo; luego vemos, oímos, sentimos otros hombres que dentro de la intuición relacionamos

con el yo como referencia al género mismo. Por lo que toda verdad se da por los sentidos, ya

que no es simplemente por el ejercicio inmediato de los sentidos que logramos la verdad, pero

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sí siempre por ellos, aunque sea de manera mediata, como es el caso del conocimiento de sí y

de la esencia del yo. Feuerbach dice al respecto:

Lo verdadero no es exclusivamente ni lo mío ni lo tuyo sino lo universal. El pensamiento es verdadero cuando se unen el yo y el tú. Esta unión es la comprobación, el signo, la afirmación de la verdad sólo porque ella misma ya es verdad (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 29).

Así las cosas, la propuesta filosófica de Feuerbach se desarrolla dentro del modelo del

materialismo filosófico, desconociendo todo aquello que no parta del reconocimiento de los

sentidos como centro de toda construcción o pensamiento, ya que el esencial objeto de los

sentidos del hombre es, precisamente, el hombre mismo. Con esta formulación, Feuerbach se

separa también de los empiristas, puesto que para ellos sólo los sentidos pueden percibir las

cosas; y, más aún, aquí se separa del idealismo en tanto que concibe un yo que surge de la nada

sin un tú dado por la sensibilidad. Así, podemos afirmar ahora que por los sentidos el hombre

es consciente de sí, por tanto, de su esencia, la cual es una, universal e infinita (cfr. Principios de

la filosofía del porvenir, §41, 153). DE este modo, los sentidos, que se presentan como infinitos al

ser como condición de posibilidad de la experiencia en tanto percepción de las cosas, son en su

actividad por ellos mismos:

[…] nunca, por ejemplo, el ojo pretende tomar las funciones de los oídos, ni dotarse de la naturaleza de ellos, ni la mirada se dirige a nada por lo que pueda ser rechazado y que esté por encima de sus capacidades o naturaleza, sino que por el hecho mismo de que se mantiene dentro de los límites establecidos para su condición, y no apetece cumplir la función de otro sentido, es en su acto de alguna manera infinito (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 108).

Por consiguiente, es en los sentidos en donde toda separación del ser y la apariencia –problema

en el que descansa la inmortalidad– queda reducido a imaginarios, asimismo lo especulativo y

lo empírico, ya que el ser es en su esencia y apariencia unidad sensible. De igual modo, lo

referido a lo empírico, en tanto lo aparente no es más que la aparición sensible de la esencia de

lo dado, como, a su vez, aquello que es contemplado de la esencia no tiene otra especulación

más allá de los elementos percibidos por la sensibilidad. Por tanto, lo sensible no es lo

inmediato –es decir que no posee pensamiento–, como ocurre en la filosofía especulativa.

El papel de la filosofía entonces no es más que lograr que la intuición sensible pueda llegar a la

verdad, por lo que hemos de calificarla como objetiva. Así el hombre que se enfrenta a la cosa

ve de la cosa su apariencia. Aquí Feuerbach distingue dos posibilidades en esta situación: si el

hombre es inculto, al que denomina subjetivo, no llega a la intuición de la cosa, sino que sólo

Page 33: Religión y Muerte en Feuerbach

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logra su representación, por lo que su ser “permanece en sí mismo” en medio del encuentro

dado por los sentidos; así el hombre no logra en medio de la distinción con la cosa salirse de sí

para identificarse negativamente respecto de la cosa misma. Esto quiere decir que se queda en

la representación o imagen de la cosa y no logra ubicar su esencia respecto de la cosa misma,

no hallando, por tanto, ninguna esencia de ella, sino tan sólo la particularidad de su apariencia.

Por otra parte, encontramos el hombre que llegando a la intuición sensible de la cosa –se le

puede reconocer como objetivo– logra separarse de ella y de sí para encontrar su esencia, es

decir, su definición, su universalidad, pues “la realidad del hombre depende sólo de la realidad

de su objeto. Nada tienes, nada eres” (Principios de la filosofía del porvenir, §43, 156). Cabe decir

entonces, por ejemplo, que si pensamos en un hombre que crece sin otros seres humanos en

una isla desde el inicio de su vida, en donde tiene sólo referencia sensible con la naturaleza que

lo rodea, haciéndose representación de las cosas dadas a su sensibilidad dentro de sus

circunstancias, ¿tendrá entonces la posibilidad de logra intuir sensiblemente las cosas, ya que la

objetivación de sí mismo por la conciencia está en referencia particularmente de su ser? Lo que

permite reconocer que la definición que ha de tener de sí mismo tiene que ser luego de su

esencia, y en este caso ha de ser limitada a la negación de la experiencia sensible; por tanto, su

definición está referida al no ser de la representación de las cosas dadas a su sensibilidad, sin

contar con posibilidad alguna de conciencia de género, en tanto que la referencia sensible de su

esencia puesta en otro no le es dada a su sensibilidad. Así, toda verdad radica en la experiencia

sensible del yo con el tú, en donde se hacen uno en el encuentro del género, y así con lo otro,

la cosa, por lo que Feuerbach afirma:

La verdad sólo reside en la unión del tú y el yo. Por lo demás lo otro del pensamiento puro en general es el entendimiento sensible. Probar en el dominio de la filosofía es pues superar la contradicción que existe entre el entendimiento sensible y el pensamiento puro, es hacer que el pensamiento sea verdadero no sólo para sí, sino también para su oponente (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 41- 42).

De esta forma, es necesario continuar analizando ahora el ser de hombre, es decir, luego de

establecer que el modo de hallar la verdad dentro del método de la filosofía feuerbachiana

implica la sensibilidad, la pregunta que ahora nos asalta consiste en indagar por la verdad del

hombre, por su esencia, la cual hemos nombrado anteriormente como razón, amor y voluntad,

pero que de suyo es necesario definir lo que entraña a esta esencia.

Page 34: Religión y Muerte en Feuerbach

33

1.2. La esencia del hombre

El género2 humano por su esencia se distingue de la naturaleza3

Estas tres facultades son propias a la esencia del hombre, por lo mismo no pueden ser

entendidas como una “propia y particular facultad y virtud de los individuos” (Sobre la unidad,

universalidad e infinitud de la razón, 79), es decir, se trata de facultades de los hombres en tanto

género. Cada una de ellas determina al hombre de un modo esencial; por ejemplo, la razón es

la capacidad que él tiene de llegar a la verdad, por lo que es la única y universal sustancia de

todos los individuos (especie). Así, la razón, la voluntad y el amor, no pueden ser finitas ni

particulares de los individuos, sino universales y del género. En su texto Sobre la unidad,

universalidad e infinitud de la razón, Feuerbach nos presenta el camino que se debe seguir cuando

queremos examinar la razón del hombre: “Tratemos en primer lugar el mero pensamiento,

luego el pensamiento, que se piensa a sí mismo, separado del conocimiento, para terminar

. Como lo hemos indicado ya

antes, para nuestro autor, a la esencia del hombre, en tanto ser humano, le son constitutivos la

razón, la voluntad y el amor: la razón o facultad del pensamiento, la voluntad, la fuerza del

carácter y capacidad de decisión, y el amor como la facultad del corazón o compromiso (cfr.

La esencia del cristianismo, 54-56). Estas tres facultades son diferenciadas en su definición, pero

están también íntimamente unidas en su dinámica; la razón implica el ejercicio del pensamiento

como capacidad para el conocimiento de las cosas o de la conciencia de sí; pero es la voluntad

la que determina el carácter del hombre, el modo de ser en relación con lo otro. Ella está

determinada por el pensamiento finito o conocimiento de las cosas –en tanto le permite la

materia de elección– y por el pensamiento infinito o conciencia –como forma para la elección–

que son características propias de la razón, como disposición y capacidad para leer y entender

la lógica de la naturaleza y de sí mismo. Por otra parte, el amor implica también un ejercicio de

conocimiento de aquello que es amado, así como una disposición y capacidad del amante, por

la conciencia, que a su vez determina su carácter y su voluntad. En este sentido podemos decir

que el amor, entendido como compromiso, implica necesariamente la razón y la voluntad. De

esta manera se realiza la dialéctica que es propia a estas facultades de lo humano.

2 Según a RAE, género viene del latín genus. Su primera acepción lo define como el conjunto de seres que tiene uno o varios caracteres comunes. Es decir, es la suma de todos los individuos o especie de genética común. 3 En este punto queremos indicar la noción que tiene Feuerbach de naturaleza: “Para mí ‘naturaleza’ (exactamente igual que ‘espíritu’) no es más que un término general para designar entes, cosas, objetos que el hombre diferencia de sí mismo y de sus propias producciones, y que agrupa así bajo el colectivo de ‘naturaleza’; pero en absoluto un ente universal, extraído y separado de la realidad, ni personificado o mistificado”, (La esencia de la religión, §2, 23).

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34

esforzándonos en demostrar que la razón es solamente una, universal e infinita” (79). Si

seguimos este rumbo podremos entonces comprender de manera adecuada la esencia del

hombre en cuanto género y, con ello, su característica fundamental de la infinitud de su esencia

en contraste con la finitud de su cuerpo. A continuación, nos detendremos en este camino.

1.2.1. Pensamiento cognoscente

El pensamiento es el ejercicio propio de la razón, por el cual el hombre estructura desde las

afecciones sensibles el pensamiento de las cosas o conocimiento de la naturaleza; igualmente, a

partir del pensamiento en sí mismo, sobre sí, para sí, se llega a la conciencia. En el caso del

pensamiento de las cosas, de lo que resulta el conocimiento, aparece la pregunta: ¿cómo se

posible el conocimiento? Para atender este problema, Feuerbach parte de la subjetividad del

conocimiento, dado que los sentidos le son al sujeto y no al objeto, y debido a que es el sujeto

quien posee el conocimiento. Dicha subjetividad tiene un carácter objetivo, según los

argumentos de la lógica o principios generales del conocimiento humano. Principio que

determina aquí las reglas por naturaleza cuyas proposiciones son planteadas desde la validez y

la certeza, luego estos principios le son comunes al universo de los sujetos. La naturaleza posee

un modus operandi que le es propio y que articula los movimientos de sus elementos. Este modo

propio es el que se define como las reglas por naturaleza; este modo puede ser comprendido

desde la razón como natural, ya que los sujetos perciben las cosas y sus movimientos desde los

sentidos y los describen desde el lenguaje con pretensión de verdad. Cuando esta descripción

es acorde con la reglas por naturaleza o modus operandi de las cosas, se juzga según los criterios

universales de lógica, en la medida en que sus argumentos posean un orden gramatical que se

expresa con sentido y que, además, se ajusta a la realidad sensible, y, por ello, podemos decir

que resulta ser válido y verdadero. Esta pregunta crítica pretende entonces determinar el límite

de los sentidos en el conocimiento y el conocimiento en el límite de los sentidos: ¿Hasta dónde

llega la función de los sentidos en el conocimiento? Este problema parte del estudio crítico del

conocimiento: ¿cómo se llega al conocimiento en la relación sujeto-objeto? Es allí en donde se

encuentran las diferentes formas en que se manifiesta la ciencia, la cual se entiende como

método fundamentado en el ejercicio de la razón, esto es, desde la capacidad dada por el

pensamiento de sí, o conciencia, por lo que “donde hay conciencia, hay también aptitud para la

ciencia. La ciencia es la conciencia de los géneros” (La esencia del cristianismo, 53). Es decir,

Page 36: Religión y Muerte en Feuerbach

35

conciencia de reconocer el orden lógico de la naturaleza y describirlo desde las características

dadas por la sensibilidad, para poder así definir la naturaleza desde los géneros.

Para Feuerbach, los objetos del conocimiento humano son impresiones dadas por los sentidos,

mostrando con ello su particular lectura de Kant sobre la naturaleza del conocimiento humano,

aunque radicalizando este concepto en tanto que por los sentidos se concibe la verdad y se

llega a la unidad del conocimiento mismo. Los sentidos se definen como condiciones de

posibilidad para el conocimiento, esto es, como facultades humanas afectadas por objetos, que

por tanto tienen un carácter meramente pasivo como receptores de impresiones de objetos y,

sin embargo, su actividad consiste en captar estas percepciones. Por esta razón, Kant hablaba

antes de intuiciones sensibles: la vista ofrece la intuición de la luz, del color y sus grados y

matices; mediante el tacto se percibe la textura, la temperatura, el movimiento y la resistencia;

el olfato permite percibir olores, el paladar, sabores y el oído los sonidos con sus variados

tonos y combinaciones. En Kant estas formas de ser afectados los sentidos se encuentran

dentro de la multiplicidad de la intuición (cfr. Crítica de la razón pura, A 108; 137; B 143; 161).

Esta condición pasiva o receptiva de los sentidos, como capacidad de ser afectado, constituye

el carácter de realidad y, sobre todo, de existencia de los objetos, pues ¿qué son los objetos

mencionados sin las cosas que se perciben por los sentidos? Y, ¿qué otra cosa se percibe aparte

de las sensaciones? Recordemos la respuesta kantiana a estos problemas: no existe nada que

esté por fuera de los sentidos. La existencia es el modo de ser de los objetos en la razón de

quien los ha intuido sensiblemente. El límite que establecen los sentidos en el conocimiento es,

por tanto, el límite de la sensibilidad humana, puesto que gracias a ella le son dados al sujeto

cognoscente intuiciones sensibles. Estas intuiciones sensibles son espaciotemporales. Dicha

afección del sujeto por la intuición sensible del objeto se convierte en una intuición empírica.

Pero, hay aquí una distinción importante con respecto a la teoría kantiana de la intuición, en

tanto que las intuiciones empíricas son aquellas que contienen información sensorial,

información de algo dado, es decir, cualidades. Dichas intuiciones son empíricas en la medida

en que el sujeto es consciente de ellas y se refieren a un objeto; son percepciones, es decir,

cuando hay una distinción del objeto respecto al sujeto, a diferencia de la intuición sensible,

donde sólo existe una inmediatez respecto al objeto. En este caso ya hay una cierta referencia

frente al objeto, la cual es precisamente el sujeto. Por tanto, hay que hablar ya no de la

determinación sensorial en la que el sujeto se encuentra, sino que esa determinación sensorial

es distinta del sujeto mismo. En éste existen condiciones de conocimiento sin que haya aún

Page 37: Religión y Muerte en Feuerbach

36

conocimiento, porque el conocimiento no se agota simplemente en percibir los objetos.

Feuerbach, sin embargo, se separa de Kant en tanto que concibe los sentidos no como un puro

receptor de cualidades de las cosas, y al sostener con esto que la mente no tiene límites; de allí

que se defina el ejercicio de la razón como el modo de desarrollar la pasión por encontrar la

verdad –de conocer las cosas–, que le es propio a la esencia del ser humano. Asimismo,

Feuerbach va a criticar el concepto de razón que Kant desarrolla, puesto que no concibe

límites de la razón, la cual es una, universal e infinita, por lo que toda realidad le es objeto a su

condición y así, todo aquello tenido por concepto, dado por la metafísica –que tiene de suyo

puesta la verdad en la abstracción–, no tiene espacio más que en la imaginación o en el error,

por lo que dice de la razón de los racionalistas:

Lo que llaman razón tan sólo es humo pillado por los pelos de la mierda económica que late en el pensar de Kant (Epigramas teológico-satírico, 173).

Para Feuerbach, existe en el género humano una distinción de dos facultades que le son

propias y hacen parte del ejercicio del conocimiento, a saber, sentidos (y sentimientos) y

pensamiento. Los sentidos, al igual que los sentimientos, se pueden entender como la facultad

particular por la que se percibe el mundo de las cosas, y cuya función es pasiva, pues es aquella

que se afecta en la experiencia de cada individuo por lo que llamamos la cosa4. Se trata entonces

de una facultad cuya característica consiste en la imposibilidad de ser compartida con otro a

través de las palabras, dado su carácter meramente perceptible (pasivo) de la experiencia

sensible o inteligible de la cosa. Dentro del lenguaje, podríamos decir que corresponde a la

materia de lo comunicable, ya no siendo en la comunicación el sentimiento mismo, sino lo

expresado del sentimiento, que en el caso de las cuestiones inteligibles es la noción de éste,

puesto que al ser comunicado pierde la fuerza propia de los sentimientos, esto es, pierde su

naturaleza. El pensamiento, por su parte, es la facultad que cumple una función activa, en tanto

que es la que aprehende la experiencia sensible o inteligible, transformándola en conocimiento.

Por consiguiente, la naturaleza del pensar es su forma5

4 El autor entiende por cosas a objetos que pueden ser físicos o inteligibles.

; y, por su carácter universal, es

inextinguible e inalterable, aunque cambie el contenido (la materia de los juicios), ya que al ser

común a todos los individuos, permite el ejercicio de la comunicación. Por esto, “cuando

pienso ya dejé de ser individuo, y pensar es lo mismo que ser universal” (Sobre la unidad, universalidad e

5 Forma, del acto de pensar, se entiende por principio activo que constituye la esencia de los cuerpos.

Page 38: Religión y Muerte en Feuerbach

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infinitud de la razón, 80). Así, pensar no es una facultad particular de los individuos del género,

sino que lo es del género mismo. Ocurre de manera diferente en el caso de los sentidos o los

sentimientos que, en tanto son particulares, son propios a cada individuo y tienen su límite en

el lenguaje, por lo que no pueden ser compartidos en el discurso como tales, en la medida en

que son reacciones individuales de la experiencia de la cosa, en donde la cosa misma determina

los límites de la percepción y comunicación. Por esta razón, el que se pueda comunicar el

sentimiento de la cosa no está en el sentimiento, sino en el pensamiento. La particularidad de la

experiencia sólo puede entonces ser expresada por la universalidad del pensamiento.

La comunicación de los pensamientos es el yo mismo, en tanto que el hombre, esto es el yo,

puede realizar las funciones genéricas del pensar y hablar, que son verdaderas funciones genéricas, independientemente de otro individuo. El hombre es, al mismo tiempo, para sí mismo el yo y el tú; él puede ponerse en el lugar del otro, precisamente porque su objeto no es solamente su individualidad, sino también su especie genérica, su esencia (La esencia del cristianismo, 54).

Antes de seguir, se hace preciso ahora puntualizar en el concepto yo, es decir, en esta relación

sujeto-objeto. Se trata de un yo que podemos entender desde la razón como la conciencia

misma, de modo que es un yo que se tiene por objeto de sí mismo; luego las cosas a las que el

pensamiento logra conocer pasan de forma necesaria por el objeto mismo de la razón, la razón

misma, de tal forma que logran distinguirse de ella y determinarla. Este yo en la razón también

lo es en la voluntad y en el amor. Feuerbach recuerda que: “El objeto de la razón es la razón

que se objetiva, el objeto del sentimiento es el sentimiento que se objetiva […]. Para la razón es

objeto sólo lo razonable” (La esencia del cristianismo, 60), de lo que podemos deducir que el yo no

es más que su esencia, y en cuanto tal es también conciencia y autoconciencia. Por

consiguiente, debemos entender que cuando Feuerbach hace la distinción entre yo y otro, hace

referencia a la relación sujeto-objeto, que puesto en el hombre es una relación dada dentro del

género como una autoconciencia de sí que implica conciencia del género, pues eso otro es

realmente una referencia de mi ser genérico que pasa por ese mismo otro. Feuerbach reitera

esta situación del siguiente modo:

Un objeto, un objeto real, por tanto, sólo me es dado donde se da un ser que actúa sobre mí, donde mi autoactividad –si parto del punto de vista del pensar– halla su límite, su resistencia en la actividad de otro ser. El concepto del objeto en su origen es sólo el concepto de otro yo –así interpreta el ser humano durante la niñez todas las cosas como entes espontáneos, arbitrarios– y por eso el concepto de objeto en general se halla mediatizado por el concepto del tú, el yo objetivo (Principios de la filosofía del porvenir, 32, 145).

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38

Esta comunicación de los pensamientos se da por el movimiento íntimo y libre del alma, que

por definición, tal como lo expresa Aristóteles, llamamos hombre libre a “aquel cuyo fin es él

mismo y no otro” (Metafísica, 982 b, 25-26; 77), luego el hombre que reconoce y se mueve por

su esencia, sin enajenación alguna de su misma esencia, le es dada entonces esta comunicación

de los pensamientos entre el género. La forma de pensamiento le es común a todos y cada uno

de los individuos, lo que permite que la comunicación sea también común, penetrándose

mutuamente el yo y el otro, permaneciendo afectados, sin que el pensamiento mismo varíe. En

cambio, en el sentimiento se distingue el yo de otro. Por esta razón, no es posible que el otro

sienta mis sentimientos o mis sensaciones, en tanto que el límite es el mismo cuerpo, el del yo

y el del otro; esto nos permite observar que en la diversidad y multiplicidad de los cuerpos no

es posible que se unifiquen en la comunicación yo-otro el sentimiento y la sensación. Es decir,

el límite de toda comunicación es nuestro propio cuerpo. Entonces, esta situación es muy

diferente de lo sucedido en el pensamiento, pues en éste el yo puede ser el otro y el otro un yo,

ya que incluso en medio de la diversidad y multiplicidad de los pensamientos existe una unidad

en la forma, tal como lo había indicado antes el mismo Kant, como pensamiento, esto es,

como unidad que permite ver cómo se funden el yo y el otro en cuanto género. Por eso, a la

hora de hablar de la comunicación de sentimientos hay que referirse a con-sentir o com-

pasión, ejercicios que implican un acto de persuasión, en donde no hay propiamente un

movimiento que nos pertenezca, porque el sentimiento no emigra del lugar de origen, esto es,

del particular que está en la experiencia del lugar en donde surge la afección sensible o

inteligible. Así que no puedo sentir por el otro, aunque sí puedo compadecerme de él. La

universalidad de los particulares sólo es posible entonces en el conocimiento, por lo que los

términos adecuados en esta universalización dada en la comunicación de pensamientos son lo

concebido y comprendido, por lo que implica el ejercicio de la convicción en la comunicación.

Por ejemplo, cuando se conocen las causas de una revolución producto de la lucha por la

defensa de los derechos en un Estado que posee un sistema económico y político que privatiza

los bienes comunes, privilegiando a un sector de la sociedad y despojando al otro de la mayoría

de sus bienes –llevándolos a la pobreza y a situación de muerte–, este fenómeno puede ser

concebido y comprendido muy bien por la razón; sin embargo, sólo se puede consentir o tener

compasión con aquel hombre particular que es parte de los despojados. Dicho de otro modo,

se puede sentir compasión con su desempleo, su dolor, su enfermedad, su hambre, etcétera, y

lo que se puede comprender es, empero, la situación que lo lleva a sublevarse y ser parte de

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dicha revolución. Así, en el pensar, el otro (cualquier otro) es otro yo dentro de mí mismo: “en

el acto propio de pensar todos los hombres, incluso los más contrarios entre sí son entre sí

iguales; cuando pienso, estoy enlazado, o más bien unido con todos los demás, más todavía, al pensar, yo

mismo soy todos los hombres” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 85).

Es necesario ahora indagar qué es el pensamiento así determinado. No se puede decir que la

comunicación de los pensamientos sea un proceso análogo a la comunicación genética, en

tanto que la expresión dada en los genes de un progenitor es propia de lo generado y no del

progenitor, por lo que la unidad genética no existe como unidad de los individuos (progenitor

y lo generado). En cambio, en el pensamiento la unidad de lo comunicado está tanto como un

indivisible, en el otro como en el yo, cuya información no se distingue espacialmente, pues la

razón y su expresión como pensamiento son en esencia el mismo hombre en medio de sus

múltiples formas. La unidad en el pensamiento es la circularidad en la relación particular-

universal que se logra en el ser género, en donde subyace la universalidad. Esta universalidad

no es la misma que le corresponde a las leyes o al derecho, si bien la conciencia es la ciencia de

género, así como las leyes nos rigen a todos por el ejercicio de la razón –por lo que son creadas

por la conciencia, y así la construcción de las leyes implican la esencia misma del hombre, en

cuanto que son formas del pensamiento–, las leyes y el derecho son por convención y no por

los principios de la naturaleza, aunque ellas se produzcan por los principios de la naturaleza

dados en el pensar. Por esta razón, en el derecho se es universal en tanto individuo –singular–,

en tanto se le da a cada uno lo suyo conforme a la ley, por lo que “al unir, distingue y separa, y,

al quitar diferencias, constituye y causa las más grandes entre los hombres; es decir, en el

derecho soy universal en la medida en que soy este individuo, o sea, singular, no en cuanto soy

universal como lo soy cuando pienso” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 88).

Asimismo ocurre en las costumbres y la religión. Ahora bien, ¿por qué ver el pensar como

unión de las singularidades en el género? La respuesta a esta pregunta es bastante clara:

Porque en vosotros mismos late cierta muerte, y esta muerte en verdad que subyace a la vida, que hasta es la vida misma y está en vuestro poder, es más excelente en verdad y más divina que la muerte natural. Pues ésta no es nada sino muerte, es decir, pura y vacía negación (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 91).

La universalidad del pensamiento se da, entonces, por la comunicación entre los singulares,

pero en cada momento ocurre a través del género. El acto del pensar se distingue de cualquier

otro acto en la medida en que el pensamiento es en sí y para sí; cuya separación dentro de la

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40

experiencia sensible singular entre sujeto y objeto es comunicable entre el yo y el otro por la

esencia misma del género, que implica, en cuanto tal, la universalidad de la razón.

El pensar difiere de cualquier otro acto, puesto que es el único que es en sí y por sí mismo, es

puramente uno y simple y, por tanto, no necesita de ningún acto o movimiento para que se dé.

El pensamiento es el acto en donde se concreta la unidad del yo y del otro, producto de la

unión de pensamiento y lenguaje. No es posible disociar el pensar del habla, pues “cuando yo

pienso, no soy uno ni solo ni singular, sino dos” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la

razón, 92). Esta relación se da en la esencia del pensamiento, es intimidad e implica

comunicación del yo consigo mismo (en tanto está puesto también como el tú), a su vez que

con el otro, ya que, como lo afirma el mismo Hegel, “el yo es el nosotros y el nosotros el yo”

(Fenomenología del espíritu, 113). El pensamiento se diferencia del sentir, que es un acto

puramente individual, exclusivamente del yo, en tanto que es pasividad, modificación de los

sentidos, afección física o emocional, producto del principio de acción-reacción. Ahora, en la

relación entre lenguaje y pensamiento no hay una dependencia de la existencia de lo pensado

con la expresión del objeto de pensamiento, pues el objeto de pensamiento le es común a su

esencia, y por tanto puede ser expresado; más aún, Feuerbach puntualiza que “lo que yo tengo

pensado, antes de que yo lo manifieste, está ya fuera de mí mismo, como difundido en todas

direcciones, presente por sí mismo en todo lugar” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la

razón, 95), dejando ver el carácter de la conciencia como pensamiento de sí, cuya esencia no le

es propia a individuos, sino al género como un todo. Existe entonces un carácter unitario en la

esencia del hombre, que posibilita el compartir en el género humano: desde la razón como

posibilidad de comunicación de los pensamientos entre los hombres, en donde se supera la

particularidad de la experiencia y se llega al conocimiento; asimismo, con la voluntad, cuya

unicidad radica en la capacidad de querer que está en todos, propia de la elección; el amor,

como compromiso radical con lo amado, lo cual implica un conocimiento íntimo de lo elegido

por la voluntad y en el compromiso con el amor mismo. Este conocimiento ofrece la unidad y

universalidad de la esencia humana, en tanto que le es propia a cada uno de los seres humanos

como relación entre el yo y el otro, si se tiene en cuenta, tal como lo asevera Feuerbach, que:

El ser humano no es sólo un ser particular y subjetivo, sino un ser universal, pues es el universo lo que el hombre tiene como objeto de su instinto de conocimiento; en consecuencia sólo un ser cosmopolita puede convertir el cosmos en su objeto (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 63).

Page 42: Religión y Muerte en Feuerbach

41

Dado que el conocimiento implica una distinción de las cosas a partir de las características

obtenidas por la experiencia sensible, es preciso ahora preguntarse: ¿De qué se distinguen las

cosas para llegar a un conocimiento que le es único al género? Si bien hemos logrado llegar a

definir el pensamiento de las cosas como aquel que le proporciona al género la capacidad de

conocer las cosas, pues es la capacidad de llegar a la verdad dada en la lectura del orden de la

naturaleza o conocimiento de la verdad, ¿qué posibilita al hombre distinguir y determinar los

límites de las cosas –asimismo la relación entre cosas– para así definirlas? Es decir, ¿cómo es

posible llegar a la verdad en medio de la multiplicidad de información que proporciona una

cosa particular en la experiencia sensible dentro del universo de las cosas? O bien, ¿qué permite

llegar a la verdad en medio de las múltiples experiencias particulares con diversas cosas, que de

suyo pueden ser opuestas?

Para atender estas preguntas, es necesario establecer una medida común con la que los

individuos o especies del género humano puedan definir con unidad de criterios –o principios

del conocimiento humano– lo conocido –las cosas– de forma determinada, objetiva y finita,

que, aunque en medio de lo particular de la experiencia individual dentro del universo de los

hombres, logre reconocer en ello, desde el género, la verdad. La característica del conocimiento

en Feuerbach radica, justamente, en la unidad del conocimiento mismo en el género; por

consiguiente, debe ser una forma común a todos los individuos la que distinga la verdad y que,

incluso, le permita reconocer la esencia misma del género. Pero, ¿qué proporciona está unidad,

en cuanto género, en el conocimiento? La conciencia.

1.2.2. Unidad, universalidad e infinitud de la esencia del hombre

Feuerbach continúa su camino de reflexión sobre la unidad de lo humano desarrollando el

concepto de conciencia como pensamiento que se piensa a sí mismo: “Conciencia significa

actualización de sí mismo, autoafirmación, amor de sí mismo, alegría de la propia perfección”

(La esencia del cristianismo, 58). El hombre como ser en la naturaleza no es muy diferente del

animal; es de hecho igual a éste. El hombre, como ser vivo, necesita buscar comida para saciar

su hambre, debe tomar agua para no deshidratarse, debe buscar abrigo para resguardarse de los

cambios en el clima o en el ambiente en que vive. Por su parte, el animal realiza exactamente lo

mismo: necesita cazar para comer, buscar agua en grandes lagos para saciar su sed, esconderse

en cuevas, madrigueras, etcétera, para evitar a los depredadores o soportar los cambios

Page 43: Religión y Muerte en Feuerbach

42

climáticos. Pero, siendo iguales el animal y el hombre en estos aspectos, ¿qué es lo que le

permite al segundo diferenciarse del primero? La repuesta es simple, y en ella radica toda la

grandeza del hombre y su posibilidad de trascender y de crear: la diferencia radica en su

conciencia (cfr. La esencia del cristianismo, 53-54).

En la conciencia el pensamiento es un ejercicio de reconocimiento de las condiciones de

posibilidad de afirmación de la vida, de las condiciones del sujeto ante el conocimiento; es

decir, la “conciencia no es más que forma” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 96).

Esta forma debe ser entendida como energía en acto y eficaz, tal como la concibe Aristóteles al

identificar la forma de un individuo con su entelequia (cfr. Ibíd.). Si recordamos su Metafísica,

podemos ver que la entelequia es la primera de las causas, ya que cuando comprendemos el

porqué de una cosa, comprendemos su esencia: “el porqué se reduce, en último término, a la

definición, y el porqué primero es causa y principio” (Metafísica, 983a, 28-30; 79-80). Siguiendo

a Aristóteles, Feuerbach considera que la conciencia no es conocimiento o materia; en ella, el

sujeto se distingue del conocimiento, siendo sólo pensamiento de sí. Es pensamiento de sí

mismo, pues no se piensa sino a sí mismo, por sí, en relación consigo mismo, y no de las cosas

sensibles. Por tanto, “no hay pensamiento sin conciencia, ni al revés” (Sobre la unidad,

universalidad e infinitud de la razón, 95). El ejercicio del conocimiento implica la distinción de

sujeto y objeto, dada por la sensibilidad. Pero, la sensibilidad es el límite mismo del

conocimiento, a diferencia de la conciencia que es universal e infinita, en tanto es condición del

sujeto que se piensa a sí mismo como conciencia, y, así, como sujeto. Luego, siendo querido

por sí mismo, una actividad cuyo objeto es su propio yo, es como lo describe Aristóteles en la

Ética nicomaquea:

Pero, claro está, si en el ámbito de nuestras acciones existe un fin que deseamos por él mismo –y los otros por causa de éste existen– y no es el caso que elegimos todas las cosas por causa de otra (pues así un progreso al infinito, de manera que nuestra tendencia será sin objeto y vana), es evidente que ese fin sería el bien, e incluso el Supremo Bien (Libro I, capítulo II, 1094a, 48).

Por esta razón se le puede considerar, siendo universal, infinita y fin en sí misma, una

perfección; de igual modo toda la esencia del hombre. Así, la razón, el amor y la voluntad son

perfecciones, dado que la universalidad e infinitud le son consustanciales por ser ellas queridas

por sí mismas cada una, por lo que “el objeto de la razón es la razón que se objetiva, el objeto

del sentimiento es el sentimiento que se objetiva” (La esencia del cristianismo, 60), como

universales e infinitas por el género, por lo que Feuerbach dice:

Page 44: Religión y Muerte en Feuerbach

43

Y porque querer, sentir, pensar son perfecciones, esencias, realidades, es imposible por la razón, el sentimiento, la voluntad, sintamos o percibamos la razón, el sentimiento, la voluntad como una fuerza limitada finita, es decir nada. Finitud y nada son uno y lo mismo; finitud es sólo un eufemismo respecto de nada. Finitud es la expresión metafísica y teórica, mientras que nada es la expresión patológica y práctica. Lo que es finito para el entendimiento, es nada para el corazón. Pero es imposible que lleguemos a ser conscientes de la voluntad, del sentimiento, de la razón, como fuerzas finitas, puesto que toda perfección, toda fuerza y esencia es confirmación inmediata de sí misma (La esencia del cristianismo, 57).

Por tanto, el objeto de la razón es la razón misma en la conciencia, como el objeto del amor el

amor mismo y el de la voluntad la voluntad misma. No es posible concebir entonces que

siendo fines en sí mismos, estos sean considerados finitos, determinados y particulares; le son

al género, son universales, indeterminados e infinitos, por tanto, son perfecciones.

La relación sujeto-objeto en la conciencia es el ejercicio de ella misma como objeto y, además,

como sujeto que percibe su subjetividad. Es por esto que Feuerbach asegura que “la

conciencia, en cuanto pensar que se piensa a sí mismo y unidad simplicísima de sí, comprende

en sí la misma determinación, que conviene al ser, que es simple, indeterminado, no separado

de sí y referido sólo así y no a otro” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 96). Por

esta razón, la conciencia puede distinguir las cosas en medio de la diversidad de las cosas

mismas, así como mantenerse en una posición media entre cosas opuestas, de modo que

permanece siempre igual e indivisa en cada momento y en cada individuo. La conciencia puede

también mantener –dentro de la tensión en la definición de las cosas, en medio de la

multiplicidad de ellas mismas– su carácter de indeterminada. Al permanecer, igual, indivisible e

indeterminada, le permite a la conciencia el ejercicio de distinción de las cosas y alimentar al

conocimiento, pues sólo es posible el conocimiento en la medida de la diferenciación y

distinción de lo otro. La conciencia se separa así de toda determinación –siendo

indeterminada–, logrando con ello alcanzar una distinción de sí mismo respecto de las cosas y

de las cosas mismas, permitiendo que se dé una objetividad respecto de las cosas. Ahora,

siendo la conciencia esencial al género, y no del individuo, podemos definir su carácter

universal, tanto por su indeterminación como por ser propia del género. La conciencia, al

menos en este sentido y como lo asegura nuestro autor, debe ser entendida como una

conciencia de género (cfr. La esencia del cristianismo, 53). Nótese cómo, en lo que igualaba antes

al hombre con el animal, sus acciones no iban más allá de la simple supervivencia, esto es, al

intento por conservar la vida frente a los elementos que lo pueden amenazar dentro de la

naturaleza, o también en la vida cotidiana de los hombres. En este sentido, comer, beber y

Page 45: Religión y Muerte en Feuerbach

44

buscar abrigo son acciones que buscan afirmar y perpetuar la existencia; el cuerpo necesita

mantenerse activo, por lo cual necesita agua y comida para poder funcionar bien, y necesita

también mantener una temperatura constante: ni muy baja, ni muy alta. Sin embargo, lo que

sucede aquí es que sólo se tiene en consideración el individuo que está viviendo y su instinto

quiere que esto continué así. Pero, en este contexto, ¿qué es entonces una conciencia de

género? Es la capacidad que posee el hombre, y únicamente el hombre, de tener una

conciencia infinita, una conciencia en la cual su especie es el objeto de sí misma. Esta es, según

Feuerbach, la única forma en la cual la conciencia puede aparecer. Es decir, sólo hay conciencia

en el hombre.

El animal no puede poseer conciencia. Su incapacidad de captarse como especie dentro de un

género le entrega una cierta “conciencia” finita y limitada de todo, incluso de sí mismo; una

capacidad infalible que le permite sobrevivir, una visión que no va más allá del ambiente que

habita y lo hace actuar de la forma que le corresponde. A esta capacidad la solemos llamar

instinto. El hombre en cuanto ser vivo no sólo tiene instinto. El hombre, a partir de su

conciencia, es capaz de visualizar a otro similar a él, puede convertirse en ese otro, ponerse en

su lugar, ser tanto el tú como el yo. Su conciencia le permite construir ciencia, pues “donde hay

conciencia, hay también aptitud para la ciencia” (La esencia del cristianismo, 53). Y también le

permite una religión, ya que es a esa conciencia infinita del hombre a la cual la religión apunta,

y bajo la cual la religión se crea. Mas la esencia de la cual el hombre tiene conciencia, esta

esencia infinita y universal, tiene una formación particular: tres facultades, igualmente infinitas

y perfectas, bajo la cuales el hombre se determina y fundamenta; tres sustancias que justifican

la esencia del hombre: la razón, la voluntad y el amor. Estas tres existen para sí mismas, no

tienen otro objeto que su propio ser, pues, por ejemplo, ¿qué otra finalidad puede tener la

razón más que ella misma? Estas fuerzas divinas son capaces de dominar al hombre y de

subsumirlo en ellas mismas, sin que éste sea capaz de resistirse a alguna de ellas. ¿Cómo no va

a suceder que el hombre pueda llegar a estar sumido en profundos pensamientos, sin llegar

muchas veces a perderse a sí mismo dentro de ellos y olvidarse por completo de todo lo que lo

rodea? O, ¿cómo es posible que no se resistiera al sentimiento profundo del amor, cuando es

fácil que se deje llevar por éste y sienta su profunda fuerza? Asimismo la voluntad es la guía

para las batallas que se libran dentro de cada hombre, esa fuerza que somete las pasiones, que

permite que el hombre sea capaz de someterse a sí mismo y obtener una victoria sobre sí.

¿Cómo poder evadir esta fuerza, si llega a ser mucho más poderosa que el hombre mismo?

Page 46: Religión y Muerte en Feuerbach

45

El hombre requiere un objeto para poder ser, en tanto que es incapaz de vivir a menos de que

tenga una finalidad. Feuerbach recuerda a esos grandes hombres cuya vida fue tan solo la

entrega incondicional a la causa que tanto perseguían (cfr. La esencia del cristianismo, 56). En esa

medida, es el objeto el determinante del ser del hombre: “Pero el objeto al que se refiere

esencial y necesariamente un sujeto sólo puede ser la esencia objetivada de ese sujeto” (La

esencia del cristianismo, 56). Es decir, que para que exista un objeto es necesario que éste sea la

esencia del sujeto, lo que significa que la finalidad que se busca para el hombre debe ser su ser

mismo. Por esto, podemos concluir que el ser del hombre no es otra cosa más que su propia

esencia, ya sea pensada ésta de un modo inmanente o trascendente.

Ahora, es necesario distinguir la conciencia del conocimiento. No es posible determinar como

infinito el conocimiento, ya que éste depende por definición, en un primer momento, de la

sensibilidad. Recordemos que la conciencia es la forma, la cual afectándose por

determinaciones del movimiento dado en el conocimiento permanece indeterminada, tal como

permanece inmóvil e indivisa; ella es la condición que posibilita el conocimiento en la razón.

Así, el pensamiento es infinito desde la conciencia como forma, y finito desde el conocimiento

como materia. Pero, ¿por qué es infinita la conciencia aunque lo infinito no corresponda al

conocimiento del que se ocupa? La conciencia es ilimitada, no tiene término ni medida, ella

comprende en sí cosas innumerables e infinitas; en ella descansa el deseo que mueve al

conocimiento, ese conocimiento de cosas finitas y determinadas; sin embargo, no por ello se le

puede determinar como finita, dado que, de ser así, estaría limitada por aquello que la

determina y no podría abarcar entonces a las otras cosas, más que a aquella que la define como

finita, tal como sugiere Feuerbach al preguntar: “¿De qué manera, pregunto yo, siendo finita

podría abarcar cosas innumerables e infinitas?” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón,

97). Por consiguiente, la conciencia es universal e infinita: “[…] la conciencia, en sentido

propio, riguroso, y conciencia de lo infinito son sinónimos; […] la conciencia es esencialmente

universal, naturaleza infinita” (La esencia del cristianismo, 54).

El hombre es por “su talento, sus aptitudes, su riqueza y sus cualidades” (La esencia del

cristianismo, 59). Esto no puede ser otra cosa que lo divino y más alto que hace parte de su ser,

su esencia, definida como universal, infinita e indeterminada. Asimismo, lo que afirma el ser de

sí debe corresponder a lo que define su esencia, pues “lo que afirma el ser no puede negarlo el

entendimiento, el gusto, ni el juicio; de lo contrario, no sería el entendimiento y el juicio de este

Page 47: Religión y Muerte en Feuerbach

46

ser determinado, sino el de cualquier otro” (Ibíd.). Por tanto, desde la razón la conciencia de sí

se diferencia del conocimiento de las cosas, pues es pensarse a sí mismo, como ocurre en

Aristóteles, es pensamiento que se piensa a sí, unidad, indeterminación (cfr. Sobre la unidad,

universalidad e infinitud de la razón, 96). Por esta razón, la conciencia es una forma infinita, puesto

que, aun cuando no conciba el infinito como conocimiento, su capacidad de conocer no tiene

límites. Ella le es propia al hombre como capacidad y, con ello, como forma; de suyo, es

inmóvil, inmutable, indivisa en medio de lo diverso del conocimiento, ella es la disposición del

hombre al conocimiento; y como forma es también condición de posibilidad del conocimiento.

Por tanto, el pensamiento tiene dos modos, a saber: finito por la materia, e infinito en su forma

o acto, lo que corresponde al conocimiento de las cosas y conocimiento de sí o conciencia.

Por todo lo anterior, podemos entonces determinar que le es esencial al hombre la razón que

es pensamiento que se piensa a sí mismo: indeterminado, infinito, libre, único, a lo cual

llamamos conciencia; del mismo modo, es pensamiento cognoscente o pensamiento de las

cosas: determinado, finito, múltiple y conlleva al conocimiento. En este sentido, la conciencia

puede ser concebida únicamente como separada de su materia que es finita, por tanto es libre y

para sí misma. Sin embargo, el pensamiento que se piensa a sí mismo, que es infinito por ser

forma, y el pensamiento cognoscente, que es finito por la materia, son inseparables, son

interdependientes, son unidad en la razón y así, son causa y razón el uno del otro. Luego el

conocimiento es producto del pensamiento cognoscente, el cual es un modo determinado de la

conciencia que es indeterminada. El pensamiento de las cosas sólo llega al conocimiento de

ellas en la medida en que exista un conocimiento de sí mismo, la conciencia, pues el ser sólo

puede separarse y distinguirse de las cosas en tanto existan los elementos y características que

la conciencia le proporciona para, después de objetivarse, definirse y así definir la cosa dada

para el conocimiento. Esta definición de la cosa se da, en un principio, a partir de los sentidos.

Pero son también las cosas pensadas, es decir, el conocimiento sensible de las cosas, lo que le

permite a la conciencia su propia objetivación para distinguirse de lo sentido, generándose con

ello una doble experiencia, una sensible y otra en el orden de la esencia de sí mismo, es decir,

con lo que se logra llegar a la verdad de la cosa y la verdad de sí mismo. En La esencia del

cristianismo Feuerbach afirma que: “A través del objeto viene el hombre a ser consciente de sí

mismo: la conciencia del objeto es la conciencia de sí mismo del hombre” (56), por lo que sin

objeto el hombre no es nada. Ya que, es éste quien le proporciona los elementos de distinción

de sí mismo y de la cosa, es éste quien le proporciona el desarrollo de su esencia, pues ¿sobre

Page 48: Religión y Muerte en Feuerbach

47

qué piensa el hombre?, ¿cómo logra la referencia de sí mismo? O, ¿qué ama el hombre? O,

¿sobre qué decide?

El género humano concibe la razón como sustancia y esencia de sí mismo, por lo que a cada

individuo que lo conforma le es sustancial y esencial el pensamiento cognoscente y el

pensamiento que se piensa a sí mismo. Si la razón sólo posee pensamiento cognoscente, sin

conciencia, es entonces finita; y si sólo posee conciencia sin pensamiento cognoscente, ella

descansa en su propia y vacía infinitud. Por tanto, existe una unidad de la razón dada en la

conciencia y en el pensamiento cognoscente, unidad que llama a la conciencia género, por ser

ella la capacidad para el conocimiento de sí mismo, en el que se identifica la universalidad del

género mismo y se hace posible el conocimiento de las cosas. A su vez, el conocimiento es

especie de conciencia, corresponde a una particular forma o modo de desenvolverse la

conciencia frente a cosas determinadas y definidas. Así, si el individuo se reconoce únicamente

como conciencia, le da a la razón el carácter de finita, puesto que la limita a su subjetividad, a

su experiencia particular; por consiguiente, se niega el pensamiento de las cosas, en tanto que

esa experiencia particular como conciencia es pensamiento de sí, y sólo se tiene como objeto

de conocimiento a sí mismo, proclamándose como la medida del conocimiento, como lo

determinante, infinito y único. De esta manera, ese individuo que se reconoce únicamente

como conciencia deja por fuera de sí el conocimiento de las cosas, su única esencia está en el

conocimiento de sí mismo, permaneciendo en la particularidad del individuo y negando con

ello la universalidad del género.

Es así como se da inicio a la subjetividad en la que el mismo individuo queda reducido a la

forma y al pensamiento, cuya única materia de conocimiento es su ser objetivado individual.

En este caso, la razón no es esencia del individuo, no es ella la que configura su ser como

universal e infinito, sino que, más bien, es el individuo la esencia de la razón, pues la razón

queda ajustada al hombre, que determina la verdad, tal como lo indica Feuerbach, siguiendo a

Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud

de la razón, 101), por lo que la verdad dependerá de la subjetividad y esto implica que es

particular a la noción que tenga el individuo de ella misma. Entonces, si no es posible la verdad

misma sino por referencia del individuo, éste se erige como lo único que es absoluto e infinito,

dado que “negar que la verdad misma pueda ser comprendida por la razón es negar que exista

la verdad” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 101-102). De lo anterior, no queda

Page 49: Religión y Muerte en Feuerbach

48

sino el camino de la subjetividad de la verdad y el relativismo que implica la multiplicidad de

los individuos en la particularidad de cada experiencia.

Ahora, siendo la razón –al igual que el amor y la voluntad– no una facultad propia, particular y

virtud de los individuos, sino la facultad de los hombres en cuanto género, capaz de la verdad,

y así la única y universal sustancia de todos los individuos, por lo que implica que la razón

como forma es infinita, puntualicemos por qué la razón es una, universal e infinita; estos

argumentos pertenecen, de igual manera, al carácter de la voluntad y al amor, en la medida en

que son consustanciales a la esencia del hombre. La diversidad puesta en los particulares que

conforman al género humano posee, por su esencia, la unidad, universalidad e infinitud, es

decir, el desarrollo de la esencia de un hombre es el desarrollo de su ser que por su esencia

misma implica el desarrollo del género humano. Por lo que es necesario “que el Ser se haga

universal” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 106). Así, la razón es infinita por la

conciencia, que logra proyectarse en el conocimiento mismo de las cosas, determinando las

cosas de su saber; pero asimismo está en relación con la forma que la aprehende objetivándola,

por lo que la infinitud de la conciencia alcanza su plenitud, dejando de ser vacía, sin materia, y

en consecuencia es esta forma, que es la conciencia, la que unifica la diversidad de las especies

dentro de un solo género. Luego la materia y la forma dentro de la razón, como materia

objetivada por la forma, son infinitas, y, en cuanto tales, son una única cosa en el hombre. Por

esto, Feuerbach aclara que “de esta manera se elimina aquella funesta diferencia y repugnancia

entre la forma infinita, y la materia finita, entre el pensamiento y el conocimiento, entre la

conciencia y la razón” (Ibíd.). De modo que también por su esencia, la razón en la unidad de la

forma y la materia es infinita en cuanto que es por sí misma, y no por otra cosa.

Ahora, esta unidad se perpetúa en la mente, y por tal, no puede concebir su mortalidad por ser

infinita, dado que la materia misma como objeto de conocimiento en la forma es infinita;

unidad que permite, dentro de lo posible, la producción de la naturaleza como modos de

relacionar los objetos que la conforman, que se fundan en la intuición de las cosas en relación,

respecto del yo que las experimenta, a partir del cuerpo que por sus sentidos logra captar las

cosas mismas, siendo ellos –los sentidos– condición de posibilidad primaria de la intuición, por

lo que los podemos identificar como forma. De igual forma, las cosas que percibe en sí mismo

en la sensación son la materia, por lo que los sentidos hemos de definirlos en el orden de lo

infinito, pues de ellos parte la experiencia, movimiento del cual se funda el pensamiento de las

Page 50: Religión y Muerte en Feuerbach

49

cosas y el pensamiento de sí; incluso es por los sentidos que el hombre mismo, objetivándose,

logra la conciencia de sí, pero esta objetivación sólo logra ser universal en la relación con el

otro, por tanto los sentidos son la condición de posibilidad de la conciencia de la esencia como

una, universal e infinita.

Si tal como lo expresa Aristóteles “todos los hombres por naturaleza desean saber” (Metafísica,

980 a, 21; 69), la razón trata entonces de la pasión por encontrar la verdad, por conocer la

naturaleza en su conjunto a partir del conocimiento sensible de las cosas, así como el

conocimiento de sí mismo. La razón es, como la voluntad y el amor, innata al hombre, luego es

su esencia. De este modo, determinamos que la mente no tiene límite, por lo menos no como

lo establece Kant, porque para Feuerbach la actividad mental, y por tanto el ejercicio de la

razón, es ilimitada, infinita; pero es el hombre particular quien de suyo, por el género –por su

esencia–, posee la razón, y en su condición de ser vivo pertenece también a la naturaleza, y por

tanto le acaece la muerte. Ese deseo o apetecer la verdad implica reconocer la posibilidad de

alcanzar aquello que es deseado o apetecido: “apetecer es ya poder […]. Así pues en el deseo está

presente lo que está ausente, y efectivamente en la tendencia de conocer el mismo infinito está

contenido ese infinito, pero bajo aquella forma” (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la

razón, 111). Por tanto, el dolor se produce en la insatisfacción del deseo o apetito, por lo que es

el dolor la medida por la cual el ser humano reconoce que lo deseado está en potencia en la

dinámica entre el sujeto que desea y el objeto deseado como elementos interdependientes. Así,

si el deseo implica alcanzar la cosa deseada, por eso le es posible lo verdadero e infinito al

conocimiento.

La razón, en tanto es unidad del pensamiento de sí, pensamiento que se piensa a sí mismo, y el

conocimiento de las cosas, es entonces el lugar donde se supera toda particularidad e

individualidad del ser o del hombre. Así, la razón se encuentra contenida en la conciencia, la

cual niega toda verdad absoluta de los particulares o del conocimiento y, por ende, le pertenece

a sí la verdad misma, ya que la negación de la verdad en algo implica una relación con ese algo

y la verdad misma, por lo cual le es posible la unidad de pensamiento de sí y conocimiento.

Ahora, en la conciencia se distingue el pensamiento que se piensa a sí mismo y el pensamiento

que no se restringe en relación a sí mismo, es decir, el pensamiento que pasa por lo otro. Y

dado que ya hemos explicado aquí el pensamiento que pasa por lo otro, en tanto se ha

demostrado la íntima relación entre el pensamiento y el conocimiento en la conciencia, se hace

Page 51: Religión y Muerte en Feuerbach

50

necesario ahora explicar la conciencia como el ser mismo de la razón. Así, respecto del

primero, es decir, pensamiento que se piensa a sí mismo, hay que aclarar que éste parte del

pensamiento puro, que antecede al pensamiento de sí, teniendo en cuenta que a la conciencia le

son propios el pensamiento y el conocimiento como relación consigo misma, pues el pensar

sólo es concebido en la forma misma; esto es, en las formas necesarias y universales del

pensamiento por lo que se conciben los conceptos de las cosas. No hay posibilidad de

determinación en ella, es pura capacidad, forma; por lo que es determinante de todo lo que le

acontece, por lo que es la condición primaria para el conocimiento de sí y de las cosas.

Aquí yace la definición de la esencia del hombre, es decir, el ser de la razón misma, de la

voluntad misma y del amor mismo. Son esencias en tanto condiciones constitutivas y primarias

del ser, innatas al ser mismo y que lo distingue de lo otro como género; en donde, siendo en sí

mismas son sólo formas: condiciones de posibilidad de la conciencia, luego del pensamiento y

el conocimiento y, asimismo, de la decisión y del compromiso. Están en acto en tanto se

desenvuelven en sí mismas y, por tanto, poseen toda la capacidad de determinación de lo otro

puestas en sí mismas, desarrolladas en eso otro que les es dado. De modo que “la razón [así

como la voluntad y el amor] no es finita ni en absoluto humana” (Sobre la unidad, universalidad e

infinitud de la razón, 117), si se entiende por humana como lo que caracteriza y define a los

individuos, en tanto que no le es particular a los individuos, sino más bien universal y, por ello,

común al género en su conjunto. Por consiguiente, la esencia es una en el género y así una es la

razón, una la voluntad y uno el amor. Y esto sucede así, puesto que el ser universal implica la

unidad del ser. De esta forma no podemos concebir al individuo como unidad, ya que es

pluralidad que se realiza en la comunicación con el otro, es decir, es uno desde muchos

individuos, porque un individuo es a partir de los otros, ya que su identidad como individuo se

construye con la relación y distinción entre individuos. Feuerbach precisa esta situación

paradójica, al decir que:

Un individuo no lo es por sí mismo sino por los otros, o, dicho de otra manera, que por esto es uno, porque está puesto junto y ante el otro de los cuales está separado según la figura y la impresión de los sentidos, pero según la noción es inseparable de los mismos (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 118).

Como ya se ha desarrollado, siguiendo a Feuerbach, la razón, la voluntad y el amor son lo que

define al hombre en cuanto es la esencia de su género; y asimismo, teniendo en cuenta lo que

hemos demostrado hasta ahora, es la esencia una, universal e infinita, por tanto, divina,

entendiendo este adjetivo como la cualidad que determina aquello que es querido por sí y que

Page 52: Religión y Muerte en Feuerbach

51

actúa para sí mismo. También, resulta claro que esta esencia delimita al género humano, dado

que no le pertenece al hombre como particular, ni a lo humano como lo que conforma al

hombre individual, pues es la esencia del género y eso implica entender que es la sustancia que

constituye a la humanidad en su conjunto y le proporciona los límites de su definición y

distinción con la naturaleza, de tal forma que no es el individuo el garante de su verdad, sino el

género. Por lo que Feuerbach pregunta:

¿Es posible entonces que la especie sólo se realice de manera absoluta en un solo individuo, el arte en un solo artista, la filosofía en un solo filósofo? Por tanto, esta pregunta es la pregunta principal; ¿pues de qué sirven todas las pruebas que demuestran que este hombre es el Mesías, si yo no creo en absoluto que aparezca un Mesías, que deba aparecer, ni que pueda aparecer nunca? (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 19).

Hemos puesto asimismo, para seguir este camino, los cimientos de toda verdad en los sentidos,

en la posibilidad de una verdad que parta del hombre concreto, esto es, de la realidad sensible,

logrando con ello delimitar el ejercicio de la filosofía dentro de la verdad antropológica: la

realidad del hombre por su esencia. Por consiguiente, hemos de construir una filosofía que parta de

la realidad sensible, de donde se sigue que el sujeto de este ejercicio filosófico no puede ser

otro más que el hombre concreto, el hombre perceptible, sensible, que por su esencia posee la

capacidad de pensar, de decidir y de compromiso hasta la muerte y confrontado con la lógica

de la naturaleza. Sin embargo, esta no es la condición humana que parece prevalecer en la

realidad: algunos hombres, en procura de su representación de divinidad fuera de sí, han

logrado construir, siguiendo los principios hegelianos de la especulación, una verdad abstraída

de su ser concreto y enajenada de la realidad misma: ¿qué es lo que ocurre en el hombre

particular cuando de suyo establece una divinidad fuera de su ser? La existencia o no de un

Dios, ha estado siempre fuera del alcance de toda afirmación o negación, pues el límite de su

definición queda en la interpretación subjetiva de los hechos, en donde no existe posibilidad de

constatación objetiva, además de ser definido bajo las características humanas de divinidad. Por

tanto, es fácil observar las múltiples posibilidades de definición de Dios en las diversas

religiones –en particular las monoteístas–, aunque en todas ellas hemos de encontrar un

denominador común en todos sus dioses, y es que éste se define como la razón, la voluntad y

el amor, es decir, por la esencia del hombre. Por todo lo anterior, se hace necesario desarrollar

ahora este hecho con un mayor detenimiento.

Page 53: Religión y Muerte en Feuerbach

52

1.3. La enajenación del hombre por la objetivación subjetivada de su esencia

La crítica al concepto de historia hegeliana nos proporciona un acercamiento al ejercicio de la

imposición de la verdad abstracta del idealismo como modo de lectura de la realidad, que

implica la idea de formación que distancia la verdad del hombre concreto y lo enajena de su

ser. Hegel, al tratar de definir el espíritu desde lo lógico, dada la separación en el conocimiento

del sujeto con el objeto, esto es, una radical diferencia del uno con el otro, genera la

determinación abstracta del espíritu, razón por la cual Feuerbach caracteriza la propuesta

filosófica hegeliana como propia de un “espíritu entomológico: es decir, un espíritu que no puede

hallar un medio que le conviene sino en un cuerpo provisto de múltiples miembros salientes,

cortes y segmentaciones profundas” (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 16), en tanto

que no posee de suyo un cuerpo físico sensible, sino que por su esencia no puede ser otra cosa

más que concepto mismo que elabora la definición de su verdad. Se trata aquí de una verdad

abstracta que, por distanciarse de lo real sensible y por su pretensión de totalidad, no puede ver

la historia sino como una, en donde los espacios y los tiempos se encuentran unificados en un

sólo proceso de subordinación de hechos. Pero, podemos preguntar: ¿la naturaleza es,

realmente, una sola línea de hechos subordinados? Feuerbach muestra que en la naturaleza

existen múltiples hechos separados en espacio y tiempo, no subordinados, en donde no cabe

una única posibilidad y donde mucho menos los hechos responden a una única voluntad. Si

bien es el hombre el que lee los acontecimientos, no es el hombre individual quien delimita la

verdad de lo natural y su desarrollo e historia. De ahí que nuestro autor precise:

Por eso es que en la naturaleza los momentos del desarrollo no poseen de ninguna manera una significación puramente histórica; es evidente que son momentos, pero momentos de la totalidad simultanea de la naturaleza, y no momentos de una totalidad particular, individual, que oportunamente no es ella misma, sino un momento del universo, que vale decir, de la totalidad de la naturaleza (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 17-18).

Por tanto, una relación en el que se desenvuelva la verdad conforme a la realidad sólo se da

entre el género y la naturaleza, y esto sucede así, debido a que el hombre concreto (es decir,

quien actúa de acuerdo con su ser consciente de su ser-esencia, en tanto parte de su género y

así por la razón, la voluntad y el amor) es quien hace síntesis de los momentos, en la

particularidad de los múltiples hechos de la naturaleza en espacio y tiempo.

De esta forma, la historia hegeliana se desarrolla en el concepto de verdad preestablecido bajo

el fenómeno de la abstracción de toda realidad sensible y así toda deducción no corresponde

Page 54: Religión y Muerte en Feuerbach

53

más que al desarrollo de una pura nada, tal como ya lo hemos indicado anteriormente. Igual

ocurre con la religión cristiana, pues ella establece una verdad producto de su desarrollo

conceptual, que dista de la descripción de la realidad sensible, para releerla según sus abstractos

conceptos e interpretarla conforme con sus principios dogmáticos. Así, se erige como religión

absoluta, tal como la entiende precisamente la filosofía hegeliana, que cumpliendo el mismo

modo de reproducción se fundamenta en la enseñanza del maestro a sus discípulos de las

doctrinas construidas, en donde el ejercicio de la persuasión de la razón por la interpretación

de los hechos es la condición del despliegue universal de su forma de educación. Por tanto, es

evidente la necesidad de superioridad y distinción con respecto a cualquier otra posibilidad de

pensamiento, puesto que la religión cristiana pretende establecer una serie de distancias

conceptuales y prácticas (cultos y modos de relacionarse conforme a la moral) con respecto a

otras religiones, omitiendo así la existencia de la verdadera unidad y naturaleza de todas las

religiones, a saber: la esencia del hombre, dado que “el hombre no puede ir más allá de su

verdadera esencia” (La esencia del cristianismo, 62). Sin embargo, Feuerbach explica la existencia

de la formación dogmática en el cristianismo como estrategia dentro de un proceso histórico

que blinda a la religión de su extinción, concluyendo definitivamente la construcción de un

modo subjetivo de observar la realidad que se disfraza de única verdad posible:

Pero cuando la religión crece en años, y con los años progresa en entendimiento, cuando dentro de la religión se despierta la reflexión sobre la religión, cuando comienza el crepúsculo de la conciencia de la unidad de la esencia divina con la humana, en una palabra, cuando la religión se convierte en teología, entonces la separación de Dios y el hombre, primitivamente involuntaria e inocente, se convierte en una diferenciación deliberada, erudita que no tiene otro fin más que la eliminación de la conciencia de esta unidad introducida ya en ella (La esencia del cristianismo, 243).

La pregunta que se suscita aquí es la siguiente: ¿qué produce en el hombre progresar en este

camino religioso que implica la eliminación de la conciencia? Es necesario entonces examinar

ahora el objeto de la religión o Dios, quien de suyo posee en su definición el límite de la verdad

de su concepto.

Así, al entrar a revisar el problema de Dios como producto de la objetivación de la esencia del

hombre, Feuerbach puntualiza que “la religión es la reflexión, el reflejo del ser humano en sí

mismo. Lo que existe experimenta necesariamente placer y alegría en sí mismo, se ama y se

ama con razón; si le reprochas que se ame, le reprochas que exista” (La esencia del cristianismo,

114). ¿Placer y alegría? He aquí dos elementos fundamentales en los que el hombre se reconoce

Page 55: Religión y Muerte en Feuerbach

54

a sí mismo. Placer que implica el regocijo de la conciencia de la existencia, regocijo que implica

necesariamente corporalidad, sensibilidad. Dicho placer no puede sino provenir de un

profundo amor por sí mismo que se refleja en el gozo por la vida, lo cual se traduce en alegría.

Sin embargo, esta realidad que se evidencia en el desenvolvimiento del ser del hombre tiene en

la religión su modo particular de ser interpretado, asunto que es necesario desarrollar en la

relación entre religión y filosofía especulativa. Y como esta relación se traduce en la

enajenación del hombre y de su realidad, esto es, en la construcción de una sustancia separada

–Dios–, ella nutre su existencia en la definición de su propia esencia enajenada. De esta forma

podemos observar la contradicción misma de la religión en sus propios planteamientos

esenciales, y considerar que:

Hemos demostrado que el contenido y el objeto de la religión es totalmente humano, que el misterio de la teología es la antropología, que el misterio del ser divino es la esencia humana. Pero la religión no tiene conciencia de la naturaleza humana, de su contenido; se contrapone, más bien, a lo humano, o, por lo menos, no confiesa que su contenido es humano. El necesario momento crítico de la historia es esta confesión y declaración pública de que la conciencia de Dios es la conciencia del género, de que el hombre debe y puede elevarse sobre los límites de su individualidad o personalidad, pero no sobre las leyes que son determinaciones de la esencia de su género, de que el hombre sólo puede pensar, presentar, representar, sentir, creer, querer, amar y venerar la esencia absoluta y divina como esencia humana – Incluyendo la naturaleza (La esencia del cristianismo, 311).

Y en todo este proceso de presentación y representación de una verdad abstracta, el hombre

mismo es distanciado de su propio ser, es decir, enajenado. Pero, ¿cómo ocurre este proceso?

Este es el problema que debemos abordar a continuación.

1.3.1. El objeto de la religión: sujeto de la filosofía especulativa

El objetivo filosófico de Feuerbach puede considerarse como el ejercicio de hallar la verdad de

la religión, es decir, “la humanización de Dios: el cambio y la resolución de la teología en

antropología” (Principios de la filosofía del porvenir, §1, 90). Existe una diferencia entre las

tendencias de las iglesias cristianas para abordar el centro de discusión de su fe. Así

encontramos en el catolicismo una estructura que funda su discusión en la esencia de Dios,

mientras que las iglesias protestantes lo hacen en la persona de ese Dios, Cristo encarnado en

el individuo. Sin embargo, el punto común del cristianismo sigue siendo el mismo, el Dios

cristiano. La pregunta ha de ser: ¿en dónde están fundadas las diferencias dentro del sistema

religioso cristiano? Esta pregunta nos lleva a la esencia misma de la religión, el hombre, pues

Page 56: Religión y Muerte en Feuerbach

55

“el hombre –éste es el misterio de la religión– objetiva su esencia y se convierte a su vez en

objeto de este ser objetivo, transformado en un sujeto, en una persona; él se piensa como

objeto, pero como objeto de un objeto, como objeto de otro ser” (La esencia del cristianismo, 80).

Pero es en la construcción conceptual en donde se fundamenta esta discusión, construcción

que es preciso determinar, pues es puramente especulativa, siendo en la filosofía el objeto de

indagación y en la teología el ser central del dogma. Por lo que nuestro autor afirma que “la

filosofía especulativa es la elaboración y la resolución racional o teórica del Dios que para la religión

es trascendente y no objetivo” (Principios de la filosofía del porvenir, §4, 91). Entonces, Dios es el

objeto de la religión, no su finalidad, lo que sí es para la filosofía especulativa.

Así, la filosofía actualiza el concepto de Dios en el desarrollo de la pregunta por Dios, como

totalidad, infinitud, universalidad y unidad. Es este Dios un ser cuya naturaleza proviene del

ejercicio de la razón, de la inteligencia, en el desarrollo de la imaginación, pero en su

construcción es un ser que se diferencia de la razón, en tanto que implica una entidad separada

y determinada en sí misma, y carente de límite, mostrando que el desarrollo del concepto de

Dios del pensamiento especulativo es el Dios de la religión, tal como lo dice Feuerbach: “Lo

que es objeto en el teísmo, es sujeto en la filosofía especulativa” (Principios de la filosofía del porvenir, §7,

94). Luego toda construcción del concepto de Dios es un ejercicio que parte de pensar la

perfección como ideal absoluto, puesto que “las propiedades o predicados esenciales del ser divino son

las propiedades o predicados esenciales de la filosofía especulativa” (Principios de la filosofía del porvenir, §9,

99). Pero, ante la pregunta por quién es el que piensa el concepto o quién es el que fundamenta

los dogmas de fe, Feuerbach contesta de manera lacónica que es precisamente un filósofo que,

al mismo tiempo, es un religioso, es decir, es un hombre el que ejerce el acto de pensar, crear e

imaginar. Por lo cual, es preciso reconocer que: “Ahora bien, si es un hecho que lo que

constituye el sujeto o ser se encuentra exclusivamente en sus determinaciones, es decir, que el

predicado es el verdadero sujeto, entonces se ha demostrado que si los predicados divinos son

determinaciones de la esencia humana, también su sujeto será humano” (La esencia del

cristianismo, 75-76). Sin duda, esta afirmación tiene enormes consecuencias, no sólo para la

comprensión de la naturaleza misma de la religión, también para la determinación de su objeto.

Sin embargo, antes de desarrollar la verdadera esencia de Dios y de la religión, examinemos de

manera concreta la construcción de los conceptos de la religión, y más estrictamente el

concepto de Dios, lo cual nos lleva a seguir las evidencias de la relación entre el pensamiento

Page 57: Religión y Muerte en Feuerbach

56

religioso y el pensamiento especulativo, o tal como lo pregunta Feuerbach: “¿A qué se reduce,

entonces, la diferencia entre el pensar divino y el pensar metafísico?” (Principios de la filosofía del

porvenir, §11, 103). A esta pregunta nuestro autor responde que esto se encuentra en la

imaginación, pues en ella radica “la diferencia entre pensar simplemente representado y pensar

real” (Ibíd.).

Intentemos seguir ahora esta idea en el concepto de Dios. Si definimos a Dios como un ser

pensante, hemos de decir también que los objetos de su pensamiento no pueden ser distintos a

su ser, es decir, que son objetos de pensamiento y así se mantiene una unidad en la naturaleza

de lo pensado y del pensante. Unidad que fundamenta la filosofía especulativa, en tanto que su

principio dinámico de la lógica está en la unidad de lo pensante y lo pensado. Luego todo

pensamiento en Dios es divino por cuanto da contenido de su ser desarrollándose a sí mismo.

Pero, llegar al concepto de Dios implica una abstracción, puesto que es un concepto, un ser

espiritual que por su definición implica todos los seres, por lo que es un concepto que de suyo,

por el principio de unidad, ha de ser el de seres abstractos o seres del pensamiento de Dios.

Aquí se deben diferenciar los seres reales de la lógica, en tanto ejercicio de pensamiento

representado, de los seres reales de la intuición sensible o seres del pensamiento real, ya que

estos últimos son los que permiten producir, por la imaginación, la abstracción de Dios y los

seres de su naturaleza, es en lo real sensible, en lo concreto, en donde la naturaleza divina del

pensamiento abstracto se alimenta para definir sus atributos, sus cualidades; pero esto lo hace

en un ejercicio de representación de lo concreto, es decir, llevados a términos de perfección.

Dios no se presenta simplemente como un ser del pensamiento, sino como un ser sensible, por

lo que su naturaleza se expresa en la contradicción de la unidad de la idea con la materia, por lo

que la teología corrige esta situación, estableciendo que el modo de la creación se da a partir

del desarrollo del pensamiento y no de los objetos de la naturaleza. Por lo tanto, el mundo

como producto temporal del pensamiento de Dios, su existencia, depende de la existencia del

pensamiento del mundo que tiene Dios, pues no hay un antes de Dios, dado que Dios es

totalidad. Si “el accidente presupone la sustancia, la naturaleza presupone la lógica, según el

concepto” (Principios de la filosofía del porvenir, §12, 103-104), y, por tanto, los objetos del

pensamiento de Dios presuponen la sustancia y naturaleza divina; sin embargo, no se da por

supuesto la existencia sensible y de suyo su realidad espacio temporal. Pero es el dogma en la

teología el que centra y une la verdad del concepto con la verdad sensible, fundamentándose

Page 58: Religión y Muerte en Feuerbach

57

para ello en el saber de Dios dentro del esquema de la verdad a priori promulgado por la

filosofía especulativa. Ahora, el saber sensible de Dios sólo se ha desarrollado en la experiencia

de las ciencias, pues es por ella que se accede a las cualidades de la naturaleza, que se han

expresado como modos del saber mismo de Dios. Así, la empírea no sólo es una descripción

de la naturaleza a partir de las cualidades, que la teología usó como el modo de poder llegar a

observar la existencia de Dios desde su obra creadora, sino que es también el modo verdadero

como las ciencias asumen su método de investigación, ya que “este saber divino que en la

teología sólo es una representación, una fantasía, se tornó racional y real en el saber telescópico y

microscópico de las ciencias naturales” (Principios de la filosofía del porvenir, §12, 104).

Es evidente entonces que Dios no es más que el modo como el hombre individual pone por

fuera de sí sus cualidades de género, dado que al releer el concepto de Dios desde el

procedimiento empírico de las ciencias, lo que se logra no es más que releer el concepto del

género hombre o su abstracción. Así se puede ver la omnipresencia divina en la presencia en

todos los campos que desarrolla el conjunto de la humanidad (el género). La diferencia de lo

real y lo imaginado yace pues en sus fundamentos en la representación de lo real mismo, ya

que la imaginación sintetiza la experiencia de lo real, que en cuanto tal es múltiple, en

diferentes eventos espaciotemporales. Pero, ¿de dónde surge el concepto de Dios, si en la

teología no es dado pensar un antes desde el cual sea posible percibirlo desde el ahora sensible

de la creación? La filosofía especulativa alimenta esta pregunta al referirse que se debe partir de

la ausencia de un supuesto. ¿Qué es este supuesto? Se trata de aislar el concepto de toda

posibilidad a posteriori, pues de suyo éste es un concepto del pensamiento que requiere la

independencia de toda concepción previa. Dios es entonces un concepto primario a todo

pensamiento y a todo lo que existe, es el producto de toda abstracción de un sólo ser absoluto

que posee la cualidad de totalidad y todas las formas de divinidad (Dios), que siendo

indeterminado, determina en sí mismo la existencia, por lo que Feuerbach aclara:

¿Qué es el ser absoluto sino el ser en el cual nada es supuesto, al que nada le es dado desde fuera ni lo necesita, el ser vacio de todos lo objetos, de todo lo sensible y distinguible de él, y que por eso se convierte también en objeto para el hombre mediante la abstracción de estas mismas cosas? (Principios de la filosofía del porvenir, §13, 107).

Al hombre que se representa el ser de Dios le podemos ahora preguntar cómo llegó a alcanzar

su definición. En este proceso se pone en evidencia que el hombre mismo es el que desarrolla

bajo sus preconceptos de divinidad el concepto de Dios, por lo que es el concepto de hombre

el que no necesita de supuestos o conceptos previos para su definición, más que para lograr de

Page 59: Religión y Muerte en Feuerbach

58

manera negativa la diferenciación de su ser con lo otro. Por esta razón, nuestro autor sigue

preguntando: “¿qué es el pensamiento puro y sin supuestos de Hegel sino el ser divino de la

vieja teología y metafísica convertido en la esencia presente, activa y pensante del hombre?” (Ibíd.).

En este sentido, podemos decir ahora que si el concepto de Dios implica teísmo, por su misma

naturaleza implica también ateísmo. La teología se fundamenta en este concepto para decir de

él lo que es verdad y definir la naturaleza desde sus principios; pero, sin embargo, es este

mismo concepto el que le pertenece al ateísmo, para construir sus argumentos desde la

antropología. Así el Dios que hunde su concepto en los principios de la filosofía especulativa

es el que por definición implica la totalidad de los seres –principio que desarrolla el panteísmo,

aunque el cristianismo separa a Dios de la esencia del hombre y de la naturaleza– es su sola

personalidad y existencia. En el teísmo, entonces, el concepto cristiano de Dios o de la filosofía

especulativa, posee en su naturaleza una cierta contradicción “entre la apariencia y la esencia, la

representación y la verdad; el panteísmo es la unidad de ambas: el panteísmo es la verdad

desnuda del teísmo” (Principios de la filosofía del porvenir, §14, 108). En medio de esta contradicción

la teología pone ahora al Dios de la realidad concreta, es decir, la verdad y la representación de

dicha realidad, la cual ella establece como la verdad. Por esta razón, Feuerbach afirma:

“Los dioses –dice Epicuro– existen en los intersticios del mundo”. Excelente: existen sólo en el espacio vacío, en el abismo, se encuentran entre el mundo de la realidad y el mundo de la representación, entre la ley y la aplicación de la ley, entre la acción y el resultado de la acción, entre el presente y el futuro (La esencia de la religión, §51, 93).

Teniendo en cuenta lo anterior, es necesario, entonces, entender que el panteísmo es el modo

del teísmo consecuente desarrollado dentro de un orden lógico que está en comunión con la

naturaleza. Si bien el panteísmo es también un modo de abstracción de la realidad, este se

presenta a partir de la relación entre esencia y apariencia; así, Dios es por su representación en

los seres de la naturaleza y el hombre. Su concepto depende entonces de los seres que de suyo

le son al ser; este sistema se diferencia del teísmo, pues en este último los seres que están en la

naturaleza de Dios dependen de su concepto, ya que es Dios quien determina el modo de su

existencia, pero no bajo los preceptos de su realidad sensible, sino que dicha realidad sensible

será objeto de interpretación, de modo tal que se ajusta al concepto primario Dios. Por esta

razón, nuestro autor dice: “El panteísmo es el ateísmo teológico; el materialismo teológico, la negación de

la teología, mas sólo desde el punto de vista de la teología, porque convierte a la materia,

negación de Dios, en predicado o atributo del ser divino” (Principios de la filosofía del porvenir, §15, 111).

Page 60: Religión y Muerte en Feuerbach

59

De este modo se logra establecer una diferencia entre teísmo y panteísmo, que a su vez se

puede sintetizar, siguiendo el método antropológico de observación, logrando decir que “el

panteísmo es la negación de la teología teórica; el empirismo, la negación de la teología práctica; el

panteísmo niega el principio de la teología, el empirismo niega sus consecuencias” (Principios de la

filosofía del porvenir, §16, 113). Así el ejercicio filosófico que está siguiendo aquí Feuerbach

permite ahora concluir que:

La vieja filosofía tiene una doble verdad: la verdad para sí misma, que no se ocupaba del hombre –la filosofía–, y la verdad para el hombre: la religión. La nueva filosofía, por el contrario, como filosofía del hombre, es también esencialmente filosofía para el hombre: ella tiene, sin detrimento de la dignidad y la autonomía de la teoría e incluso en la más íntima consonancia con ésta, una tendencia práctica, pero práctica en el sentido superior; ella remplaza a la religión; posee dentro de sí la esencia de la religión, ella misma es en verdad religión (Principios de la filosofía del porvenir, §64, 170).

Feuerbach propone finalmente delimitar el concepto de religión a un estado de aceptación de

la naturaleza tal cual como ella es, es decir, un estado en el que el hombre se maraville de su ser

y de la naturaleza, asumiendo su existencia real y concreta. Concluye, entonces nuestro autor:

“Así cambian las cosas. Lo que ayer todavía era religión, hoy ya no lo es, y lo que hoy pasa por

ateísmo, será mañana tenido por religión” (La esencia del cristianismo, 82).

1.3.2. La verdad de Dios no es más que la esencia del hombre

La esencia del hombre implica la existencia de la relación entre el tú y el yo. En esta relación se

produce el sentimiento de dependencia inconsciente; se trata de un sentimiento de carácter

animal en el hombre. Así, este “sentimiento de dependencia del hombre es el fundamento de la

religión” (La esencia de la religión, §2, 23). La naturaleza es el principio de toda religión; por esta

razón, Feuerbach dice que en el cristianismo “el culto a Dios depende sólo del culto que el

hombre se tiene a sí mismo, siendo únicamente aquel una manifestación de este” (La esencia de

la religión, §5, 26). El sentido de esta síntesis se puede comprender al estudiar el inicio y

desarrollo de las religiones, tal como lo presenta nuestro filósofo, cuando afirma que “no es

que la naturaleza sea el primer y originario objeto de la religión sino que es su principio

generador más seguro, su subsuelo permanente aun si no se hace obvio” (La esencia de la religión,

§10, 30-31). Asimismo Mircea Eliade, en su libro Tratado de historia de las religiones, comprueba

esta tesis antropológica de Feuerbach. Podemos también decir que la religión es innata al

hombre, si ésta es entendida como expresión de la dependencia que tiene el hombre con

Page 61: Religión y Muerte en Feuerbach

60

respecto a la naturaleza por su propia esencia, pues Dios es la objetivación de la esencia del

hombre, de su ser. Por tanto, se entiende que existe un sentimiento de dependencia del

hombre por lo otro, es decir, por lo otro entendido como los otros hombres, las cosas y sus

relaciones, incluso su yo puesto como lo otro. Así Feuerbach asegura:

Esta dependencia es inconsciente e irracional en los animales y en los hombres todavía en sus estadio animal; hacerla llegar hasta el nivel de la conciencia, representársela, tenerla en cuenta y reconocerla significa erguirse ante la religión (La esencia de la religión, §3, 24).

Hemos ya indicado anteriormente que sólo se ha de llegar a la verdad en la relación sujeto-

objeto, en el modo de constatación dada en esta relación del yo con un tú, que es otro yo, por

medio de los sentidos. Así se establece una diferencia entre la verdad y la existencia, pues si

bien “la verdad del predicado es la garantía de la existencia” (La esencia del cristianismo, 71), la

verdad depende entonces no sólo de la descripción formal de lo definido, sino que esa

descripción se fundamenta en el ejercicio de la percepción sensible, de donde se juzga lo real.

Por tanto: “Eres ser sólo en cuanto ser humano; la certeza y realidad de tu existencia se apoya

en la certeza y realidad de tus propiedades humanas” (La esencia del cristianismo, 70).

En el análisis que nuestro autor realiza en torno al cristianismo se demuestra que la esencia del

hombre se encuentra objetivada en el concepto de Dios, de este modo, “el ser absoluto, el

Dios del hombre, es su propia esencia. El poder que el objeto ejerce sobre él es, por tanto, el

poder de su propia esencia” (La esencia del cristianismo, 57). Pero, ¿cómo se da esta objetivación

de la esencia del hombre en Dios? ¿Por qué razón el hombre objetiva su esencia en Dios? Para

atender a estas preguntas se hace necesario tener en cuenta que el fenómeno religioso parte del

hombre, que puesto en consideración de lo universal, adora una esencia universal que hemos

definido como la esencia del género, empero su dependencia irracional hacia lo natural enajena

y objetiva su esencia hasta constituirla en ente separado de sí, al que llama Dios. Por tanto, “la

esencia del hombre, a diferencia de la del animal, es no sólo el fundamento de la religión, sino

también su objeto” (La esencia del cristianismo, 54). Así, se hace esclavo de sí mismo. Lo decisivo

aquí es, entonces, traer a la conciencia la condición de dependencia hacia lo natural para

superar el fenómeno religioso y centrar así el ser en su situación y circunstancia concreta, es

decir, en el hombre concreto. Así se supera toda universalidad de lo otro del que el hombre

depende, por lo que se reduce a lo otro en un otro aquí en la realidad del yo, teniendo en

cuenta, tal como lo afirma Feuerbach, que:

Page 62: Religión y Muerte en Feuerbach

61

[…] el caso del objeto religioso coincide inmediatamente la conciencia con la autoconciencia. El objeto sensible es exterior al hombre, el objeto religioso está en él, le es interior; por eso es un objeto que no le puede abandonar, como tampoco le abandona su autoconciencia o su conciencia moral. Es un objeto íntimo, el más íntimo y próximo de todos los objetos. (La esencia del cristianismo, 64).

De esta forma se presenta en la religión una división del ser del hombre; división que separa la

esencia de su ser, nombrándola Dios, dándole con ello un carácter de ente independiente, esto

es, distante del mismo hombre. Así, se rompe todo orden lógico, en el que se nombra de modo

diferente lo ya nombrado, es decir, se sustituye el ser del hombre en tanto género, su esencia,

por el término que implica una separación de sí: Dios. Feuerbach asevera, entonces, que “lo

que el hombre dice de Dios, lo dice en verdad de sí mismo” (La esencia del cristianismo, 79). Con

lo cual queda aún abierta la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que el hombre pueda separar

su esencia para significarla como Dios, un ente separado del hombre? Aquí hay que tener en

cuenta entonces que “tal como el hombre piensa y siente, así es su Dios; lo que vale el hombre,

lo vale su Dios y no más. La conciencia de Dios es la autoconciencia del hombre; el

conocimiento de Dios el autoconocimiento del hombre” (La esencia del cristianismo, 65). En este

sentido, la única respuesta posible la encontramos en el sentimiento de dependencia. Por lo

que se demuestra que tal sentimiento posee una fuerza de necesidad de lo otro, que

objetivándose el yo se hace un ente que sacia este deseo en sí mismo, deseo que en la religión

se va a desarrollar a partir de la fe. Nuestro autor sostiene que:

La fe se refiere solamente a las cosas que están en contradicción con los límites, es decir, con las leyes de la naturaleza y de la razón, objetivando la omnipotencia del sentimiento, de los deseos humanos. La fe libera los deseos humanos de los vínculos de la razón natural; ella confirma lo que niegan la naturaleza y la razón; hace feliz al hombre porque satisface sus deseos subjetivos (La esencia del cristianismo, 173).

Feuerbach identifica la fe con el ejercicio de la imaginación, con el cual el hombre religioso

interpreta los hechos. De este modo, la fe “ve lo que no ve, es decir lo que no tiene presente

ante los ojos” (Escritos en torno a la esencia del cristianismo, 52); y con ello logra crear una realidad

construida desde la abstracción conceptual de las representaciones ancladas en su imaginación.

En este sentido, “la fe está separada aquí del objeto de su veneración; el muro de este mundo

sensible y presente está entre ella y Dios. Pero la fe traspasa este muro: está separada no

separada, está con el alma donde no está con el cuerpo” (Ibíd.). Así, la fe está puesta en el

deseo que se desarrolla en la imaginación, pues “la esencia de la fe […] consiste en esto: que el

hombre es lo que desea (La esencia del cristianismo, 175). La fe es la manifestación del amor

Page 63: Religión y Muerte en Feuerbach

62

dentro de la religión, es decir, si bien el amor es el motor que impulsa la religiosidad, ese amor

es sólo expresión de fe; de esta forma se muestra la contradicción de la fe con relación al amor:

el amor produce el compromiso y unidad por la identificación con lo otro, la fe por su parte

divide al hombre con su esencia, separa al ser del ser. El amor, el cual es indeterminado por su

forma, es contrario a toda manifestación de la fe; y ya que la fe determina la verdad de su

forma bajo los conceptos que definen a Dios, y con ello desde su propia naturaleza, entonces

no es posible sino la verdad especulativa de sus dogmas, pues la fe no posee un carácter

universal, dado que “es parcial en sí misma. El filósofo dogmático y, en general, el científico se

limitan por la determinación de su sistema” (La esencia del cristianismo, 292). Partiendo del

sentimiento de dependencia la religión logra darles a los individuos una identificación común,

lo cual dota de “honra y orgullo” a cada uno de sus adeptos. Luego es la fe misma la ruta

enmarcada y delimitada de la verdad que de manera inconsciente parte de la naturaleza. Por la

fe los diferentes pueblos, cuyos modos de creencias son diferentes por los diferentes espacios y

tiempos en que se desarrollan, llegan a ser pueblos diferentes entre sí; y esto no permite un

diálogo que parta de la integración en las diferentes culturas religiosas. Por esta razón,

Feuerbach afirma que:

Es sólo el egoísmo, la vanidad, el orgullo de los cristianos lo que le hace ver la paja en la fe de los pueblos no cristianos, pero no las vigas en su propia fe. Sólo la forma de la diferencia religiosa de la fe cambia en los pueblos cristianos y en los demás pueblos. Son sólo diferencias climáticas o de temperamento las que fundan la diferencia. Un pueblo guerrero, o de naturaleza fogosa en general, confirmará naturalmente su diferencia religiosa mediante actos físicos, mediante la fuerza de las armas. Pero la naturaleza de la fe en cuanto tal es en todas partes la misma (La esencia del cristianismo, 295).

Ahora, ¿cómo logra el hombre religioso salir de la representación objetivada de su ser? La

respuesta a este problema la encontramos en otra pregunta: ¿su corazón se lo demanda? Es

decir, ¿lo necesita? Si bien entendemos con Feuerbach que “a través del objeto viene el

hombre a ser consciente de sí mismo: la conciencia del objeto es la conciencia de sí mismo del

hombre. Por el objeto conoces tú los hombres; en él te aparece su esencia; el objeto es su

esencia revelada, su yo verdadero, objetivo” (La esencia del cristianismo, 56), y si partimos de que

este objeto en el hombre religioso es Dios, en él es donde hemos establecido que se llega a Él

por la fe, ¿es posible entonces cambiar los patrones de la religión con que se observa la realidad

y, por tanto, descubrir el yo en el objeto? En este problema aparece un elemento clave que

configura la fe y en donde se establece el fenómeno religioso como tal: el amor. El amor es

Page 64: Religión y Muerte en Feuerbach

63

esencial al género humano, en tanto que es la capacidad de compromiso que configura al

hombre como ser religioso, es decir, configura la dirección del hombre y da el modo de

observar el mundo; por tanto, si este modo es el del hombre religioso no es posible apelar a la

razón misma para convencerlo y así dirigir su mirada a un modo natural, para con ello develar

el modo antinatural de concebir la verdad, pues la formación que este hombre tiene para

percibirla se fundamenta en las doctrinas de la religión, las cuales buscan persuadir su

conciencia para que crea que la verdad está fuera de todo orden natural, por tanto de la razón,

y que su comprensión se halla en el corazón. Feuerbach lo describe así: “¿Por qué en el

corazón ha sido la religión situada?/Para que la respiración del sitio pueda salir mejor

(Epigramas teológico-satírico, 172).

Dios es el deseo realizado del hombre, incluso “es el amor, el amor que sacrifica por el amado

todos los tesoros y todas las glorias del cielo y en la gloria” (La esencia del cristianismo, 168), es

decir, que es ese deseo profundo dado por el amor que implica la necesidad de dependencia y

de lo otro, producto de la construcción de la imaginación del hombre, construcción hecha por

la propia objetivación separada de su esencia, ya que “el hombre se ha objetivado, pero no

reconoció el objeto como su propia esencia” (La esencia del cristianismo, 65). Por tanto, la tarea

que se propone ahora Feuerbach consiste en:

Demostrar que la contradicción entre lo divino y lo humano es ilusoria, es decir, que no hay más contradicción que la que existe entre la esencia y el individuo humanos, y que, por consiguiente, el objeto y el contenido de la religión cristiana son absolutamente humanos (La esencia del cristianismo, 66).

Una de las formas de abordar esta tarea es preguntarse por la existencia de Dios, dado que al

indagar por la realidad del concepto se deduce su verdad; al respecto Feuerbach en el

desarrollo de dicho problema busca mostrar que las “pruebas de la existencia de Dios tienen

como fin exteriorizar el interior, separado del hombre” (La esencia del cristianismo, 245). Para

examinar este problema con detenimiento podríamos referirnos a las pruebas de la existencia

de Dios que ofrece Tomás de Aquino en la Suma Teológica (cfr. 1, q2, a3, 101 ss.); sin embargo,

ante cada una de estas pruebas, como por ejemplo la segunda, que hace referencia al principio

aristotélico de causa eficiente6

6 En este principio, referido en la segunda prueba de la existencia de Dios, en la Suma Teológica, podemos observar la existencia de un mundo sensible ordenado por dichas causas, las cuales se encuentran interrelacionadas dando un efecto común. Teniendo en cuenta que no es posible que ninguna cosa –o ser– se autoproduzca o sea causa de sí, es necesario entonces que exista un ser primero que produzca y, a la vez, se autoproduzca a sí mismo, puesto que el principio de causa primera dentro de un proceso general de producción.

, así como con cualquier otra prueba de la existencia de Dios, la

Page 65: Religión y Muerte en Feuerbach

64

crítica feuerbachiana parte del principio de que “todo ser es, más bien, en y por sí mismo

infinito, tiene su Dios, su esencia más alta, en sí mismo” (La esencia del cristianismo, 59). Esta

crítica muestra que Dios es tratado aquí como un objeto del cual debe ser demostrada su

existencia, pues de suyo no posee realidad, ya que no se trata de un ser concreto, dado que “el

hombre afirma en Dios lo que niega en sí mismo” (La esencia del cristianismo, 77). De esta forma

Feuerbach precisa que:

Dios es la esencia del hombre propia y subjetiva, separada e incomunicada; por lo tanto, no puede actuar por sí mismo, todo lo bueno proviene de Dios. Cuanto más subjetivo y humano es Dios, tanto más enajena el hombre su propia subjetividad, su humanidad, porque Dios es, en y por sí, su yo alienado que se recupera de nuevo simultáneamente (La esencia del cristianismo, 81).

Al sintetizar las pruebas de la existencia de Dios, proporcionadas por Tomás de Aquino, éstas

lo definen como un ser inmutable y generador del movimiento de todas las cosas; el ser que de

suyo es causa eficiente de sí mismo y causa eficiente de todas las cosas, incluido el orden de las

causas eficientes, esto es, de la interdependencia de las mimas; el ser que en la generación de las

cosas es causa de sí mismo; el ser que es perfección; y, finalmente, el ser que es causa final de

todas las cosas. Por esta razón, Dios es el ser más perfecto, aquel del que no se puede pensar

otro mayor. Esta prueba recoge el fundamento último de las otras pruebas teológicas de la

existencia de Dios, y es la que Feuerbach califica como “la prueba más interesante porque

parte del interior” (La esencia del cristianismo, 244). Para Feuerbach, en estos intentos de probar la

existencia de Dios se contradice la religión misma, debido a que en la religión la esencia del

hombre se presenta de manera objetiva y separada, en tanto que quien piensa el objeto de

perfección es el hombre mismo, pero que por el género logra percibir la perfección misma de

su ser. Por consiguiente, si examinamos cada una de las pruebas teológicas podemos

comprender que los predicados de Dios son los predicados mismos de la razón, de la voluntad

y del amor, los predicados de la esencia del género hombre, pues hemos demostrado que estos

son inmutables y son también la fuente de todo movimiento, en tanto son los que generan

todo acto del hombre sin variar en absoluto su ser mismo; asimismo el hombre es causa

eficiente de sí mismo como creador de su propio ser, la razón de la razón, la voluntad de la

voluntad y el amor del amor. Estas perfecciones no pueden ser un efecto de otra naturaleza,

pues son de donde surgen todo el ser de lo pensado, el ser de lo decidido y el ser de lo amado.

Hemos demostrado también que la esencia del género hombre no pude ser entendida desde un Esta causa eficiente primera que es necesaria en dicho proceso, la cual no es causada por otra sino por sí misma, es llamada Dios.

Page 66: Religión y Muerte en Feuerbach

65

proceso ilimitado que parte de la generación, dado que es la comunicación del yo y el tú en su

íntima relación la que permite encontrar un punto de partida común; este punto es

precisamente el género, que no implica una degradación de su ser universal, sino de los seres

particulares que lo conforman. La perfección radica entonces en que la esencia del hombre es

de suyo completa y suficiente en el ser de la razón misma, la voluntad misma y el amor mismo.

Feuerbach también sostiene que la esencia perfecta, aquella que es querida por sí misma, le

corresponde al género hombre, demostrando así que “el objeto de la razón es la razón misma

que se objetiva, el objeto del sentimiento es el sentimiento que se objetiva” (La esencia del

cristianismo, 60), luego todas sus perfecciones son fines últimos de su propia actividad. De esta

forma Feuerbach dice:

Sólo cuando se piensa a Dios como algo abstracto, cuando sus predicados son mediatizados a través de la abstracción filosófica se origina la distinción o separación entre sujeto y el predicado, existencia y esencia; surge la ilusión de que la existencia o el sujeto sea diferente del predicado, algo inmediato, algo indudable a diferencia del predicado dudoso (La esencia del cristianismo, 71).

Por tal razón, las pruebas teológicas de la existencia de Dios se desvirtúan en su intento de

demostrar de manera absoluta su existencia bajo los predicados mismos que definen la esencia

del hombre –predicados que son en tanto que el hombre es concreto, objeto sensible de la

subjetividad del yo y el tú interrelacionados por su propia naturaleza–, ya que en dichos

intentos se abstrae la esencia del hombre para producir una definición de un ente fuera de su

misma naturaleza, logrando con ello satisfacer su necesidad de dependencia de aquello otro

que signifique su existencia misma.

Así, Feuerbach, niega la existencia de Dios al develar que la realidad de este Dios depende

realmente de la enajenación de los predicados de la esencia del hombre, del hombre concreto.

Su posición parte entonces de la negación de la existencia abstracta del objeto de la religión,

como sujeto divino, lo cual “implica irreligiosidad, ateísmo, pero no la negación de los

predicados […] Negar las determinaciones es tanto como negar el ser mismo” (La esencia del

cristianismo, 66). Por tanto, es un error pensar que al negar a Dios, se niega también con ello las

cualidades que fundamentan teóricamente la existencia de Dios. No se trata de la negación por

la negación de la religión, pues de suyo ésta es un hecho antropológico, ya que, para

Feuerbach, “el verdadero sentido de la teología es la antropología, que no hay diferencia entre

los predicados del ser divinos y los predicados del ser humano” (La esencia del cristianismo, 41).

Page 67: Religión y Muerte en Feuerbach

66

Pero, el problema que aún queda abierto aquí es saber cómo logra la religión enajenar al

hombre de su propia esencia. Este problema es asumido por Feuerbach de la siguiente manera:

“la religión niega, además, que lo bueno sea una cualidad del ser humano; el hombre es malo,

corrompido, incapaz para el bien; sólo Dios es bueno, es el bien mismo. Se exige que el bien,

en cuanto Dios, sea el objeto del hombre; pero ¿acaso no se afirma con esto que el bien es una

determinación esencial del hombre?” (La esencia del cristianismo, 78). Como se puede ver, se trata

justamente de negarle a la religión los predicados que la constituyen, pues, como lo hemos

demostrado antes, son predicados que definen la esencia del hombre. Por tanto, se trata de

presentar en la contradicción de la religión la constatación de los predicados del género, dado

que lo que existe es por su realidad sensible, concreta, y no depende de autodeterminación

alguna. Por ello Feuerbach explica:

La necesidad del sujeto consiste en la necesidad del predicado. Eres ser sólo en cuanto ser humano; la certeza y la realidad de tu existencia se apoya en la certeza y realidad te tus propiedades humanas. Lo que es el sujeto depende de cómo sea el predicado; el predicado es la verdad del sujeto; el sujeto es simplemente el predicado personificado, existente. Sujeto y predicado se diferencian como existencia y esencia (La esencia del cristianismo, 70).

Por esta razón, podemos ahora comprender que el centro de la indagación de Feuerbach es el

hombre mismo, el hombre concreto, que se encuentra determinado en cuanto género por su

esencia. No se trata de los predicados de Dios, de la negación o afirmación de los mismos, sino

que la verdadera realidad de ellos implica la realidad sensible en dónde yacen. Así, si la verdad

de Dios está en sus predicados, pero estos no son sino predicados objetivados y separados de

la esencia del hombre, es posible entonces la negación del ser de Dios. Y lo puede ser, si se

tiene nuevamente en cuenta que “el objeto al que se refiere esencial y necesariamente un sujeto

sólo puede ser la propia esencia objetivada de este sujeto” (La esencia del cristianismo, 56); de esta

forma se puede entender la negación de Dios desde la negación de sus predicados como

propios del hombre. Con esto se logra entonces la confirmación de la existencia de los

predicados mismos en quien produce el concepto de Dios, es decir, el hombre que, movido

por la necesidad de dependencia de otro ser pensado como existente en sí mismo, se escinde

en sí mismo en la religión, y así responde a la situación que Feuerbach describe del siguiente

modo: “para enriquecer a Dios debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, el

hombre debe ser nada” (La esencia del cristianismo, 77). Así, Feuerbach muestra cómo el creyente

desplaza su propia esencia a Dios:

Page 68: Religión y Muerte en Feuerbach

67

Crees que el amor es una propiedad divina porque amas, crees que Dios es un ser sabio y bondadoso porque no conoces en ti mismo nada mejor que la bondad y el entendimiento, y crees, en fin, que Dios existe que es sujeto o ser; lo que existe es ser, ya se lo defina y determine como sustancia, persona o de cualquier otra manera; porque tú mismo existes, eres un ser. No conoces mayor bien humano que amar, ser bueno y sabio, y no conoces tampoco mayor felicidad que existir, ser un existente; pues la conciencia de todo bien, de toda felicidad, está unida a la conciencia del ser de la existencia (La esencia del cristianismo, 70).

Si en la religión se enajena la esencia del hombre, que es precisamente el fundamento último de

toda religión, debemos entonces examinar en qué consiste la realidad del hombre así

enajenado.

1.3.3. La realidad abstracta del hombre enajenado

Negar el sujeto no implica necesariamente la negación de los predicados, dado que dicha

negación del sujeto –Dios– no es más que desentrañar de su definición los predicados que no

le son propios, y si estos predicados son lo que soportan la verdad de su existencia, ésta será

entonces negada. Ahora, estas perfecciones –predicados divinos– son entonces la razón y

comprobación de toda verdad del sujeto, pues de suyo se ha establecido su veracidad en el

hombre por la sensibilidad y en la objetivación de sí. Asimismo, la veracidad de la percepción

del hombre, y en ella de la naturaleza, del amor y la voluntad, depende de lo que nuestros

sentidos nos permitan adquirir a partir de su verdad sensible, su realidad en relación con el yo y

el tú. Por tanto, lo que en esta relación entre naturaleza y sujeto se constituye es precisamente

el desenvolvimiento de la esencia misma del hombre. Así, Feuerbach logra distinguir la verdad

en dicha relación hombre-naturaleza, reconociendo la verdad de las religiones en tanto que “en

la esencia y conciencia de la religión no hay sino lo que se encuentra en general en la esencia y

la conciencia que el hombre tiene de sí mismo y del mundo” (La esencia del cristianismo, 73).

Por esta razón, la religión no pude verse sino como el estado de juego de la conciencia

motivada por ese deseo de dependencia de un otro mayor a mí, esto es, como un juego que se

relaciona con la imaginación de la infancia, pues desde la infancia el hombre es el ojo receptor

y medida de toda verdad. En este sentido Feuerbach sostiene que:

El hombre, particularmente el religioso, es la medida de todas las cosas y de toda realidad. Todo lo que domina el hombre, todo lo que ejerce alguna impresión sobre su ánimo, aunque simplemente sea un ruido o sonido extraño e inexplicable, lo objetiva como si fuera un ser particular y divino (La esencia del cristianismo, 73).

Page 69: Religión y Muerte en Feuerbach

68

Ahora, la negación de Dios –en tanto que queda como un concepto vacío al ser reducidos los

predicados que lo definían en predicados de la esencia del hombre– permite dar un paso más

en la revisión de las verdades de la religión, o sea, permite examinar toda verdad que esté

contemplada bajo los ojos de la fe, y que se fundamente en la enajenación de dicha esencia del

hombre. Se trata de llevar toda concepción teológica a su verdad sensible, concreta. Por lo que

hemos de ver que el misterio de La Trinidad, en donde se cobija el dogma de Dios Padre, Hijo

y Espíritu Santo, es una relación que no posee más realidad que la relación que se ha

establecido entre el yo y el tú desde la esencia del género; por tal razón, Feuerbach define cada

una de estas personas de Dios dentro del mismo sentimiento de dependencia, en el

desenvolvimiento de la razón, la voluntad y el amor, es decir, un Dios en relación con lo otro

en sí mismo, puesto como comunidad y unidad, desarrollando la misma naturaleza del hombre:

De un Dios solitario se excluye la necesidad esencial de la dualidad, del amor, de la comunidad, de la real y perfecta conciencia de sí mismo, del otro yo. Esta necesidad es satisfecha por la religión, que pone en la tranquila soledad de la esencia divina otro segundo ser diferente de Dios, según la personalidad, pero idéntico según la esencia (La esencia del cristianismo, 118).

En donde el “Dios Padre es el yo, Dios Hijo es el tú. El yo es el entendimiento, el tú, el amor;

pero amor con entendimiento, y entendimiento con amor, es ya espíritu, es el hombre total”

(Ibíd.). Del mismo modo, se desarrolla el concepto de familia, que se establece dentro del

principio de generación y heredad, como unidad que es posible por el amor, no sólo un

compromiso con lo otro, sino que implica una identificación de la esencia por el hecho

sensible de la generación, de ese otro que posee mi propia constitución de vida. Así, se

determina que el centro de toda comunidad es esa fuerza de cohesión que se produce en la

relación familiar. Cabe aclarar aquí que el asunto de la madre que conforma la familia divina,

hay que enmarcarlo dentro del juicio a la sexualidad, de donde “la unión del hombre con la

mujer era profana, pecaminosa” (La esencia del cristianismo, 121), por cuanto la mujer es

entendida en el cristianismo como la que seduce al pecado. Sin embargo, dada la naturaleza del

padre y del hijo, la pasividad de la mujer –María– en el proceso de engendrar y no generar la

divinidad, es entendida en La Trinidad como algo externo que relaciona lo humano con lo

divino. María es virgen, lo cual cierra el ciclo de la diferenciación entre el Padre y la Madre, ya

que de donde no hubo contacto carnal hubo encarnación. Así, como dice Feuerbach, “la

virginidad es, en y por sí misma, en la esencia más íntima de su espíritu y de su concepto

supremo de moralidad, la cornucopia de sus sentimientos y representaciones sobrenaturales, su

Page 70: Religión y Muerte en Feuerbach

69

honor y sentimiento de vergüenza personificados ante la vulgar naturaleza” (La esencia del

cristianismo, 183). Por esta razón, la encarnación no puede ser entendida sino a partir de la

esencia del hombre, que está en la razón, la voluntad y el amor, en tanto que es precisamente

en el hombre en donde se expresa dicha esencia; luego la existencia de Dios según los atributos

de la esencia del hombre no puede sino existir de forma encarnada en la naturaleza misma del

hombre, y esa encarnación sólo puede ser por el desenvolvimiento del amor por sí mismo, de

donde el hombre se percibe como un ser en relación con el otro y un yo. Por lo que Feuerbach

dice:

La encarnación no debe ser nada, ni significar ni tener otro efecto más que la certeza indudable del amor de Dios por el hombre. El amor permanece y, en cambio pasa la encarnación sobre la tierra; la manifestación fue limitada tanto temporal como espacialmente, a pocos accesibles; pero, sin embargo, la esencia de la manifestación es eterna y universal. Debemos creer en la manifestación, pero no por sí misma, sino por su esencia: pues sólo nos ha quedado la intuición del amor (La esencia del cristianismo, 107)

Así, el ejercicio antropológico de develar la verdad de la encarnación y de otros dogmas de la

religión destruye también “la ilusión de que detrás hubiera un especial misterio sobrenatural;

critica el dogma y lo reduce a sus elementos naturales, innatos al hombre, a su origen interno y

su centro, o sea, al amor” (La esencia del cristianismo, 103). Amor que implica el compromiso con

el otro, compromiso que es identificación con ese otro; por tanto, se trata de un amor que

forma todas las virtudes que son definidas como divinas en el hecho simple de ser queridas por

sí mismas. Lo que permite identificar que el sacrificio por el otro es la manifestación de amor

más grande, entendido como la plena identificación con el otro en donde la compasión es el

compromiso radical con la vida misma. Por eso, en la religión se da una relación íntima entre el

amor y sufrir por amor, en tanto que “el amor se acredita por los sufrimientos” (La esencia del

cristianismo, 110). Así, el sufrimiento y el sacrificio se reflejan en el símbolo de la sagrada

comunión. La sagrada comunión es así el culto central de la expresión cristiana, en donde el

concepto de divinidad es ahora puesto en la familia como centro de la comunidad, la cual

desentraña de su concepto la común unidad en el amor, que a su vez da significado al

sacrificio, que pasa por el sufrimiento de lo divino por lo humano. En este punto Feuerbach

afirma que hay que distinguir a “un cuerpo real de un cuerpo imaginado, porque aquél ejerce

sobre mí efectos corporales, efectos que no dependen de mi voluntad. Si el pan fuera el cuerpo

real de Dios, su consumo debería producir inmediatamente en mí efectos involuntariamente

santos” (La esencia del cristianismo, 110). De esta forma, en la religión la representación simbólica

Page 71: Religión y Muerte en Feuerbach

70

que se expresa en el culto no es simplemente una representación de las formas de ver la

verdad, sino la vivencia de la verdad misma, por lo que nuestro autor sostiene que todos “los

sacramentos hacen sensible la contradicción del idealismo y del materialismo, del subjetivismo

y objetivismo, contradicción que constituye la esencia íntima de la religión” (La esencia del

cristianismo, 290). Así, por el amor no sólo se afecta la razón sino que se dirige la voluntad para

generar una cohesión del hombre con la religión, como culto a su propio ser, pero separado de

sí mismo –y nombrado Dios– de forma inconsciente, con carácter de verdad y representación

física en los símbolos del culto que se erige como verdad absoluta. De este modo, Feuerbach

finaliza su investigación sobre La esencia del cristianismo de la siguiente manera:

Piensa en cada bocado de pan que te libra del sufrimiento del hambre, o en cada trago de vino que alegra tu corazón, da gracias a Dios que te ha dispensado sus dones benéficos, da gracias al hombre. Pero que el agradecimiento hacia los hombres no te haga olvidar el agradecimiento hacia la naturaleza. No olvides que el vino es la sangre y la harina la carne de las plantas que son sacrificadas al bienestar de tu existencia. No olvides que las plantas simbolizan la esencia de la naturaleza, que se entregan sin egoísmo para placer tuyo. No olvides los favores que debes a las cualidades del pan y del vino (318).

Feuerbach así funda los principios de la filosofía en el ejercicio de develar la verdad en lo

concreto: “La determinación de que sólo el concepto ‘concreto’, el concepto que lleva en sí la

naturaleza de lo real, es verdadero concepto, expresa el reconocimiento de la verdad de lo

concreto o lo real” (Principios de la filosofía del porvenir, §30, 142). Por tanto, toda realidad no es

más que aquello que está y es percibido por nuestros sentidos. Realidad que limita lo verdadero

y establece los modos de relación con lo otro, por lo que “sólo lo humano es lo verdadero y real;

entonces, únicamente lo humano es lo racional: el hombre es la medida de la razón” (Principios de la

filosofía del porvenir, §50, 163). Pero esto, lo más real, se encuentra atravesado precisamente por la

muerte. Por esta razón, la verdad de la religión se pone en evidencia en y a través de la muerte.

Consideremos ahora con más detalle este problema, en la medida en que nos pone ante nuestra

irremediable finitud.

Page 72: Religión y Muerte en Feuerbach

71

Capítulo 2

La muerte como verdad del hombre concreto

En nuestro anterior recorrido por la filosofía de Feuerbach se ha mostrado que “la filosofía es

un conocimiento de lo que es. Pensar así y conocer así las cosas y los seres, tal como se dan, ésta es

la ley suprema, la tarea máxima de la filosofía” (Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, 74).

Por esta razón, toda verdad posible implica el límite de lo dado a los sentidos, pues son sólo

los sentidos los que nos proporcionan la información sobre lo real, aquello que posteriormente

puede ser nombrado. Por consiguiente:

el término del verdadero nombre, ingénito en la cosa misma definida por él, es propiedad, naturaleza. De este modo, las cualidades del agua son los límites de la misma, y si se saliera fuera de éstas, el agua dejaría de ser agua; por lo cual, límite es también aquello por lo que algo se diferencia y separa de otra cosa (Sobre la unidad, universalidad e infinitud de la razón, 137).

Este límite o características propias de los objetos son las que perciben los sentidos y provee al

hombre de los elementos de distinción entre objetos. Luego son los sentidos el vehículo por el

cual hallamos la verdad. Ahora, existe una verdad última y definitiva a la que el hombre

particular no le es posible experimentar, sino acceder por la experiencia de terceros, la muerte;

esta verdad limita su existencia en tanto que configura su modo de ser en el mundo. Podría

decirse entonces que la muerte es la verdad última del hombre particular como un hecho que

determina su vida, es una verdad que condiciona la percepción de la vida misma, que permite la

conciencia de finitud y así se erige como la verdad del género que se contempla a sí mismo en

sus particulares. Dicha verdad no escapa al ejercicio de los sentidos, pues el hombre es quien

logra reconocer por medio de los sentidos la experiencia del cuerpo muerto y sólo así puede

concebir la muerte. Son los sentidos los que nos dan la realidad de los particulares y la realidad

del género. Pues si bien hemos definido que el género es universal en cuanto a su esencia,

única e infinita, la realidad de sus particulares o de los seres humanos está ceñida a su

condición de vida sensible, que implica la muerte. Así, se hace ahora necesario emprender el

examen atento de la percepción que el hombre ha construido entorno a la muerte, ya que

parece ser que este fenómeno es el que configura todo modo de vida, e incluso todo modo de

relación con el otro, por tanto toda idea de verdad. Si bien hemos establecido antes que la

verdad sólo puede ser entendida como aquella relación que existe entre sujeto y objeto en

medio de la percepción sensible, en donde se describe la realidad concreta de lo sentido, la

muerte es ahora una realidad concreta puesta en lo otro, es decir, en el cuerpo muerto, y, por

Page 73: Religión y Muerte en Feuerbach

72

tanto, una realidad que no puede ser comprendida en su totalidad, porque no es una

experiencia que el yo mismo pueda describir, luego la muerte es siempre la muerte del otro. De

este modo la muerte puede quedar circunscrita a la mera interpretación mediada por los

afectos, sentimientos, intereses, pasiones, etc., de tal forma que no se llegue a aceptar su

realidad objetiva, pues es real el hecho de que la vida del hombre particular finaliza o que de

suyo implica un enorme dolor el sentir que podemos dejar la vida. Ante esta realidad de la

muerte, Feuerbach insiste en lo siguiente:

¡Ay, existencia agria, dura vida!

¡Oh ser tan sólo lleno de dolor y lucha!

¡Ay, mi severo Dios!, ¡ay, dolor de mi alma!

¡al cabo, sólo nada! ¡Sólo eterna la muerte!

¡Querida alma mía!, con la verdad valiente

haz llevadero el yugo,

más tarde ya no suspirarás por el ser yo,

ni en modo alguno te moverá su anhelo.

Un yo mejor para otro ser humano,

ante quien el yo mío desaparece en nada,

aquí está el reino verdadero del cielo,

al que yo me levanto tras la muerte

(Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 244).

En Occidente existe una contradicción en el modo como se asume la muerte. Por un lado, lo

que se dice en torno a la muerte tiene que ver con la conciencia de un hecho de la vida, un

instante que define la finitud de todos los seres vivos; de esta manera se deja ver una cierta

conciencia de límite del hombre. Sin embargo, el hombre particular es quien no ve a la muerte

como un hecho que condiciona su vida, pues este hombre es el que siempre niega su propio

límite natural. Así Freud considera que “la escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto

de que, en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o lo que es lo mismo, que en lo

inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad” (El malestar en la

cultura, 111). Ante este hecho cabe preguntar: ¿por qué ocurre este fenómeno en donde nadie

cree en su propia muerte? Es posible pensar en una negación de la muerte propia ante el temor

o miedo de dejar de existir, sin embargo, a este hecho cabe responder, como bien lo hace

Epicuro cuando dice:

Page 74: Religión y Muerte en Feuerbach

73

Nada hay que cause temor en la vida para quien está convencido de que el no vivir no guarda tampoco nada temible. Es estúpido quien confiese temer la muerte no por el dolor que pueda causarle en el momento que se presente, sino porque, pensando en ella, siente dolor: porque aquello cuya presencia no nos perturba, no es sensato que nos angustie durante su espera. El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos, ya que está lejos de los primeros y, cuando se acerca a los segundos, éstos han desaparecido ya. A pesar de ello, la mayoría de la gente unas veces rehúye la muerte viéndola como el mayor de los males, y otras la invoca para remedio de las desgracias de esta vida. El sabio, por su parte, ni desea la vida ni rehúye el dejarla, porque para él el vivir ni es un mal, no considera que lo sea la muerte. Y así como de entre los alimento no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo más largo, sino del más intenso placer (Carta a Meneceo, 59-60).

Ahora bien, si observamos desde una perspectiva religiosa este fenómeno de la negación de la

muerte propia como finitud, descubrimos que se presenta a la muerte como un hecho que

limita la existencia individual corporal, pero que se da en medio de una esencia que es una,

universal e infinita, lo cual posibilita así la idea de inmortalidad. Pero, no es posible aquí pensar

en que esta esencia sea la esencia del hombre, pues ella no se puede expresar en la finitud de un

hombre, finitud que está puesta precisamente en la muerte; en este sentido, si el hombre

particular muere, dado que la muerte es lo que determina y pone fin a su propia existencia, la

comprensión de esta esencia desde la experiencia del hombre particular no posee ningún

límite. Por esta razón, esta esencia es habitualmente comprendida como un algo mayor

separado del hombre mismo: Dios. Sin embargo, como lo anota Feuerbach, en este análisis se

confunde el género y los particulares del género. La esencia del hombre hace referencia al

género en el cual se encuentra el conjunto de la especie o particulares; asimismo, hay que hacer

una distinción entre la muerte entendida desde la experiencia de un particular, que en cuanto

tal es la experiencia con la muerte de un otro yo a quien la muerte le ha acontecido, con la

muerte entendida como un fenómeno que constituye al género en cuento comprensión de los

particulares. Es decir, debemos diferenciar entre la muerte de un particular, que siempre es un

particular distinto de mí, y la muerte como limitación propia del género, que en cuanto tal es

siempre ilimitado.

Por esta negación de la muerte propia se trata a la muerte con un cierto decoro social. De ella

no se habla, incluso, como un hecho que acaece a un otro cercano, mucho menos si está

próxima a su vida –más cuando se genera algún efecto de ventaja (política, económica o de

cualquier orden)–, pues a menudo tratamos de evitar todo juicio social. Así, al hombre

particular le es vedado hablar de la muerte como un hecho particular y entre particulares, a

Page 75: Religión y Muerte en Feuerbach

74

menos que por su formación y papel social le sea esto encomendado, en lo que al parecer es un

penoso tema. Sin embargo, tal como lo afirma Freud: “Naturalmente, esta delicadeza nuestra

no evita las muertes, pero cuando éstas llegan nos sentimos siempre hondamente conmovidos

y como defraudados en nuestras esperanzas” (El malestar en la cultura, 112). Por esta razón, la

muerte se suele percibir como un hecho azaroso, un algo no esperado que irrumpe con

trompetas de tragedia. Al muerto, ese cuerpo inerte, se le es visto como la víctima de un hecho

de profundo e inimaginable dolor, como aquel que ha recorrido ese sombrío camino al que él,

el vivo, sólo puede acceder como observador silencioso, pues ante el suceso no queda otra

posibilidad que la contemplación y el silencio.

El hombre decae con la muerte, más si la muerte alcanza a un ser querido, a un ser amado;

decae en el sentido en que es la pérdida de los sueños, recuerdos, esperanzas, que se han

construido a lo largo de la vida con ese otro que ahora ha muerto. Por esto, en la

representación de la vida del hombre particular existe un cierto sentimiento que, superando

todo instinto de supervivencia, proyecta la vida, tanto propia como la de los amados, fuera de

toda posibilidad de muerte, es decir, más allá de todo lo que implique el riego de caer en tal

experiencia de finalidad. Este sentimiento de caída en la muerte es precisamente el que permite

afirmar la existencia y con ello no abre a la experiencia de un estado particular de angustia, el

cual determina el modo de la vida, e incluso la posibilidad de negar el hecho penoso que

condiciona su existencia: la muerte.

Por esta razón, se hace imperioso estudiar los modos como la percepción de la muerte es

presentado en el pensamiento. La muerte es entonces el principio fundador de desarrollo de

toda filosofía. Por ejemplo, la comprensión de la relación entre muerte e inmortalidad es un

elemento fundamental en la propuesta filosófica de Feuerbach, luego muestra de manera

ejemplar el modo en que su filosofía se fundamenta en la realidad sensible, pues justamente la

muerte es la que le permite exponer la realidad del género, la realidad del hombre particular y la

relación entre género y particular, en medio de la confrontación entre las verdades de la

religión y el materialismo o, como ya lo hemos desarrollado, entre las verdades del idealismo y

el materialismo. Sin embargo, la muerte sólo puede ser concebida como un solo y único hecho

que acaece al hombre; por tanto, la vida en cuanto finita sólo puede ser una y única experiencia

que percibimos. De ahí que nuestro autor afirme:

Page 76: Religión y Muerte en Feuerbach

75

¡Ah, qué plenitud tan rica de milagros!

El ímpetu de la vida, el sereno sosiego,

la noche del dolor y la paz luminosa,

su fuente tienen todos en la muerte

(Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 252).

De esta forma nuestro camino debe partir por considerar la muerte como un hecho que se ha

desarrollado dentro de las diferentes concepciones de la vida dentro del decurso de la historia,

para luego ser desarrollada desde la percepción primaria de este hecho, es decir, desde el

encuentro con el cuerpo muerto; por lo cual, se hace necesario así entender que la muerte es

un hecho que se deduce de la experiencia sensible. Asimismo, es necesario develar cómo este

fenómeno sensible conlleva al pensamiento sobre la inmortalidad.

2.1. Una breve revisión del concepto de la muerte en Occidente

La historia de las relaciones humanas se ha desarrollado a partir del conflicto entre las

diferentes formas de entender la vida; a partir de estos modos se han construido y defendido

principios y verdades que la sustentan, pues son verdades elaboradas desde diversos intereses,

visiones particulares con pretensión de universalidad que intentan persuadir, con distintos

métodos, a la gran mayoría para lograr ubicarse en una posición de poder en la historia, o

visiones que sólo se limitan a describir lo que las cosas y los hechos son. Así se han

uniformado diversos modos y modelos de vida, ajustando los conceptos de bien y mal –y, por

tanto, las relaciones humanas– a la verdad de turno, en donde, según la fuerza de los elementos

que blinden a esa verdad, y de suyo la creencia en ella, se producen largos periodos de inercia

en el desarrollo de la historia, que se alimentan de la necesidad de lo estable o quizás del miedo

a las transformaciones que conllevan a lo desconocido, y de lo que implica un proceso de

transformación. Así, nuestro autor afirma que:

Cuando la ciencia alcanza la verdad, se hace verdad, cesa de ser ciencia, para convertirse en objeto de la policía: la policía es la frontera que separa la verdad de la ciencia. La verdad del hombre, y no la verdad in abstracto, es la vida, y no el pensamiento que queda sobre el papel y encuentra ahí su existencia plena y adecuada. De este modo, las verdades que pasan inmediatamente de la pluma a la sangre de la razón, al hombre, no son ya verdades científicas (La esencia del cristianismo, 36).

Sin embargo, antes hay que reconocer que dichas relaciones humanas, que dependen de la

verdad conforme a una cierta concepción de vida, se fundamentan en cómo se concibe la

Page 77: Religión y Muerte en Feuerbach

76

muerte, es decir, que la muerte como finitud física es el hecho que delimita nuestra concepción

de la vida, estableciendo así una determinada conducta según sea su percepción colectiva. La

verdad se construye y se ajusta acorde con esta variable, ya que en ella se da la conciencia de la

vida y el modo como se desarrolla. Por tanto, la muerte es la que tiene toda la fuerza para

provocar las grandes transformaciones en los modos de las relaciones humanas, trastocando así

cualquier pilar de las verdades establecidas de otro modo. La fuerza de la muerte es la que pone

límite a cualquier verdad instaurada que pueda controvertir la verdad del fin de la vida o

amenace con provocarla.

A lo largo de la historia se han dado giros en torno a cómo tratar la muerte a partir de las

transformaciones de las circunstancias del hombre concreto, buscando con ello entender que la

vida se trata de un proceso continuo que no proporciona un punto fijo o estable desde el cual

se pueda determinar una única finalidad; asimismo, se han transformado los modelos de

relaciones humanas con las diferentes verdades en las que se busca sustentar la vida. Sin

embargo, este proceso puede ser estudiado a partir de una serie de rasgos comunes que

permiten construir unas ciertas épocas determinadas, dado que:

Una forma de vida está definida, sobre todo, por el repertorio de creencias en que se está. Naturalmente, esas creencias van cambiando de generación en generación […], y en eso consiste la mutación histórica; pero cierto esquema mínimo perdura a través de varias generaciones y les confiere la unidad superior que llamamos épocas, era, edad (Marías, 1981, 9).

Por ejemplo, Feuerbach realiza una síntesis de estas transformaciones a lo largo de tres épocas

esenciales en la historia europea de la humanidad, para ello sigue como criterio fundamental

para establecer esta distinción la doctrina de la inmortalidad del alma: etapa grecorromana,

época cristiano-católica (Edad Media) y la época moderna. Con esto busca estudiar cuál es el

papel que desempeña la muerte en el sistema de verdades que determina a una sociedad (la

europea). Es innegable que el hecho de la muerte constituye una conciencia individual y

colectiva de finitud física, que delimita la forma en que una sociedad establece sus principios.

Feuerbach estudia en la primera época al hombre romano de la Antigüedad (dice que es lo

mismo para los griegos), que entendía la muerte como fin, en el que no existe separación entre

la posibilidad y la realidad que define a la muerte; este hombre no conocía más vida que la vida

del Estado y del pueblo, y no pretendía más que desarrollar su ser para honrar los principios

del ser romano. El ideal de su ser era ser romano, lo cual “está ya alcanzado en la

predisposición de su capacidad y su posibilidad” (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 60); esta

Page 78: Religión y Muerte en Feuerbach

77

capacidad y posibilidad daban forma a su carácter en Roma, donde se procuraba alcanzar la

belleza desde la formación físico-corporal, político-intelectual y de su carácter, a partir del

desarrollo de las virtudes grecorromanas por todos aceptadas como fundamentales. Por esta

razón, el hombre de la antigüedad clásica “no conocía ninguna separación ni falla entre

representación y realidad, posibilidad y fuerza, idealidad y realidad, por la misma razón,

tampoco conocía ninguna pervivencia de su propia persona” (Pensamiento sobre muerte e

inmortalidad, 60). Su ser real era su ser sensible establecido y modelado a partir de sus principios

políticos, por lo que era para él inconcebible e inimaginable la inmortalidad individual. En este

sentido, el romano trataba de cultivarse por la gloria de Roma, y su único interés era entonces

la eternidad de su pueblo, pues esto era lo que verdaderamente determinaba su proceder y

conducta moral. Su conciencia de alcanzar la perfección de su ser tenía como fin lograr la

perfección de Roma, luego su ser era un ser profundamente político. Por esta razón, el

ciudadano romano no fijaba su meta individual en la muerte, sino en la excelencia de su

pueblo, ya que sentía que lo que lo determinaba en la vida era el ejercitarse en la virtud y morir

como un hombre virtuoso; sólo así lograba honrar a Roma y con ello alcanzar su gloría. Su

muerte era importante en la medida en que determinaba el límite de su vida, la cual sólo podía

adquirir su pleno sentido en la medida en que a través del ejercicio de la virtud ella podía

alimentar la inmortalidad de su pueblo.

La cultura grecorromana se estableció en centros urbanos con organizaciones sociales

complejas. La ciudad era el espacio de la civilización, lugar sin el que la sociedad era

inconcebible. Esta cultura fue la creadora de gobiernos innovadores y la base de las

democracias actuales, pues nuestras formas actuales de gobierno se fundamentan tanto en la

idea de la representatividad gestada en Atenas como en el derecho promovido en Roma. En

ambos casos es una constante el hecho de que la ciudad-Estado se convierte en el deber ser de

los ciudadanos, y con ello la vida y la muerte tienen como fin la sublimación de la polis. El

sentido de esta comprensión de la muerte lo podemos ver, de manera ejemplar en el caso de

Sócrates, que acepta la decisión de morir por cicuta por el bien de Atenas y su juventud. Otro

caso ejemplar lo encontramos en la idea espartana del servicio militar que promovía apartar a

los niños desde la tierna infancia del seno de sus familias, con el fin de consolidar a la

comunidad en el momento final de su sacrificio exigido en la guerra en nombre de gloria de

sus ideales. Todos estos ejemplos nos muestran cómo la muerte no se concibe como un temor,

porque no afecta a la salvación individual, pues estas sociedades se caracterizaban por “una

Page 79: Religión y Muerte en Feuerbach

78

aceptación permanente de sus instituciones políticas y de los hombres y clases que las hicieron

funcionar” (Finley, 1990, 39). En esta aceptación lo que se encuentra a la base es precisamente

la sublimación de sus ciudades-Estado.

Por su parte, el mundo moderno crea el mito en torno al nacimiento de la democracia en

Atenas. Se supone que el sistema de gobierno del pueblo que crearon los atenienses es la base

histórica y conceptual del sistema democrático de gobierno actual. Pero lo cierto es que

podemos ver en la aparición de la democracia en Atenas el despliegue de una concepción de la

muerte como una cierta sublimación de la ciudad-Estado, para mantener el status quo entre el

mundo de los hombres y la intervención divina. La democracia ateniense no consideraba el

ejercicio de la decisión política a las mujeres, ni a los esclavos, ni a los extranjeros, en tanto que

sólo se consideraba a los hombres atenienses libres para su participación activa en la

democracia. Pensar que la democracia ateniense era sistema creado para el bienestar del

pueblo, no coincide realmente con la realidad histórica. El sistema aparece, más bien, como

una forma de propiciar el crecimiento de la ciudad-Estado, un sistema para hacer de Atenas

una ciudad fuerte y gloriosa en relación con otras, haciendo que el pueblo le diese forma a su

gloria. Como lo dice Pericles, tal como lo describe Tucídides: “Tenemos un sistema político

que no imita las leyes de otros sino que servimos más de modelos para unos que imitadores de

otros” (Historia de la Guerra del Peloponeso, 182). La democracia se constituyó en una herramienta

para sublimar algo que estaba más allá de la vida de los hombres, la gloria de Atenas, y con ella,

la gloria de la diosa protectora, Atenea. En esta concepción de la vida la muerte se comprende

a partir de la gloria política del Estado; se trata entonces de la noción de la bella muerte, pues la

muerte es la que “confirma al héroe en su esplendor en la memoria de las gentes” (Morera,

2006, 67).

El ejercicio de la democracia en Atenas implicaba prescindir del hombre como individuo para

el bienestar de la ciudad misma. El ostracismo, por ejemplo, que era una forma de evitar a un

tirano, se convertía en una cierta forma de muerte, pero de muerte política, en busca de

mantener la gloria de la ciudad, exaltando la concepción de bien para la polis por encima,

incluso, de toda posibilidad de engrandecer a un individuo. Por consiguiente el ostracismo era

la herramienta en donde los ciudadanos terminaban con el antagonismo de un individuo en el

escenario político. Votaban para elegir al sujeto más popular en la escena del gobierno, y quien

saliera vencedor debía aceptar la decisión de la comunidad, que consistía en su muerte política;

Page 80: Religión y Muerte en Feuerbach

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es decir, la desaparición de Atenas o el destierro, para evitar de este modo que los

antagonismos desfiguraran a la comunidad de la polis (cfr. Flores, 2006, 172-175).

En el caso de Roma podemos revisar el mito fundacional para ver como la sociedad latina

entendía que su fin se encontraba, igualmente, en la gloria de Roma. La leyenda dice que

Rómulo, al vencer en un reto a Remo, su hermano, fue quien decidió el nombre de la ciudad.

Remo, celoso por la decisión de Rómulo, borró el trazado ceremonial de la ciudad. Rómulo

había jurado matar a cualquiera que osara traspasar el surco de los límites de la ciudad.

Haciendo caso de su juramento, Rómulo le dio muerte a su mismo hermano asegurando la

gloria de la futura ciudad (cfr. Montanelli, 1994, 11). Este mito nos describe la situación que

vivió la sociedad romana durante el auge de la ciudad. Aquí, la virtud consistía ahora en servir a

la gloria del pueblo romano y a sus instituciones. En este contexto, la vida de Remo no

significaba nada en relación a la gloria de Roma, el juramento que ponía Rómulo como

defensor del trazado sacro de Roma lo obligaba a cumplir con su deber hacia la ciudad, así

tuviera que tomar la vida de su hermano.

Por otra parte, en la época cristiano-católica la inmortalidad se encontraba entre otros temas

como un artículo de fe y dogma. El principio de fe consistía ahora en la existencia real de la

gracia divina y de los más altos bienes suprasensibles, a los cuales se accedía sólo desde la

comunidad eclesial, es decir, desde la unión de los espíritus en un sólo Espíritu, la vida

verdadera puesta en su unidad con la Vida, en la comunidad de la fe, en la Iglesia Católica. En

este contexto, el hombre individual aún no gozaba de fuerza en sí mismo para alcanzar la

inmortalidad. La esencia del individuo era la Iglesia y no había separación entre el más acá y el

más allá, luego todo acto individual terrenal debía ser conforme a la unidad con aquélla. En

esta época no se encuentra aún una separación entre idealidad y realidad, posibilidad y

efectividad, por lo que todo acto individual se daba de acuerdo con la disposición de la Iglesia,

dentro de ella, de modo que era valorado como un acto en comunión con la fe católica, pues

ella misma delimitaba el modo de las relaciones sociales, preestableciendo los cánones de bien

y mal de acuerdo con su doctrina. Sin embargo, tal como lo hemos desarrollado ya,

recordemos que para Feuerbach la religión se fundamenta en la abstracción de la esencia del

hombre y es construida como un ente separado del hombre mismo, por lo que nuestro filósofo

determina que:

La religión es la relación que el hombre sostiene con su propia esencia –en esto consiste su verdad y su fuerza moral de salvación–, pero con su esencia no en cuanto

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suya sino como la de otro ser diferente de él y hasta opuesto –en esto consiste su falsedad, sus límites, su contradicción con la razón y la moralidad; la fuente perniciosa del fanatismo religioso, el principio metafísico superior de los sangrientos sacrificios humanos, en una palabra, en esto consiste el fundamento primordial de toda las abominaciones, de todas las escenas espantosas de la tragedia de la historia religiosa (La esencia del cristianismo, 243).

En la Iglesia Católica se concibe el seguimiento de Cristo como un seguimiento comunitario,

bajo un sólo Espíritu que pretende la perfección; sin embargo,

ni la fe, ni la actitud moral, ni su práctica son ser: son sólo decisiones y actividades internas de sí mismo; el ser no es para ella un ser real, sino sólo un ser transmundano, creído, esperado y añorado; ahora bien, en la época cristiano-católica era ser verdadero y real el ser que para la fe y los sentimientos morales era sólo el ser transmundano de la Iglesia, como mundo sensiblemente suprasensible y suprasensiblemente sensible, que está por encima de la vida puramente natural y mundana (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 61).

La Iglesia se erige entonces como un Estado en el que la verdad es dogmática e incuestionable

individualmente, y construida comunitariamente, como único modo de vida; por tanto, la

muerte tenía sentido último en la resurrección de los muertos y en el gozo de la Iglesia. En esta

época la muerte adquiere un nuevo rol, ya que, para la conciencia del cristiano, la existencia de

un estado transmundano en el que se trasciende la misma contundencia de la muerte despierta

el deseo de conocer una verdad suprasensible al alcance de su ser, que permita lograr,

siguiendo los dogmas prescritos, la inmortalidad, aunque de suyo no sea lo característico y

esencial en la doctrina de la Iglesia Católica.

Sin necesidad de entrar en una discusión sobre la figura misma de Jesús, tenemos que pensar

que el personaje histórico definitivamente desató una revolución en el seno del judaísmo y en

el mundo Mediterráneo. Pronto Occidente observo cómo se desarrollaba a lo largo de los

territorios del Imperio Romano el culto a una religión monoteísta. El cristianismo nació en

Israel, en medio de las enseñanzas y tradiciones judaicas, pero siguiendo también las ideas de

Jesús. Estas enseñanzas nos pueden parecer innovadoras, y sin duda han sido muy persuasivas,

dado que dieron como resultado a una de las tres religiones monoteístas de mayor número de

creyentes en la historia de la humanidad, incluso se puede reconocer su fuerza en el hecho de

haber desatado cambios dentro del Impero –que en principio era su verdugo-, tanto en lo

social como en lo cultural. El cristianismo fundó sus ideas en la desesperanza y la búsqueda de

respuestas por parte del pueblo judío a la situación de explotación que estaban afrontando con

la presencia del imperio romano. Muchas facciones del judaísmo, a falta de una respuesta de

Dios, esperaban un mesías guerrero que en medio de hechos apocalípticos pusiera fin, de

Page 82: Religión y Muerte en Feuerbach

81

manera definitiva, al sufrimiento del pueblo de Israel. Pero Jesús no respondió a las facciones

judías que esperaban un guerrero, por el contrario, el personaje histórico predicó una ética y

moral que revisaba la virtud del hombre para poder comprender por qué Dios parecía tan

injusto con su propio pueblo (cfr. Toynbee, 1988, 319).

La humildad que predicaba ahora el cristianismo encontró rápidamente cabida en diversos

sectores de la sociedad judía, sobre todo entre clases bajas. Rápidamente la secta comenzó a

salir de Palestina y a instalarse en el mundo griego, gracias a la cercanía que la cultura judía

tenia con el mundo helénico desde hacia varios siglos (cfr. Grant, 1988, 57). Con la extensión

del movimiento a lo largo de la cuenca del Mediterráneo, la mejor manera de mantener a los

feligreses unidos era el establecimiento de iglesias, es decir, creación de un espacio donde

compartir las experiencias de fe y además donde buscar escape a las constantes persecuciones.

Se puede considerar que desde el mismo momento en que Jesús se lanzó a una vida pública de

predicación, se inició con ello la persecución a los cristianos; primero se trato de una

persecución en Palestina por parte de las instituciones judías tradicionales, y luego se convirtió

en una persecución por parte de las autoridades romanas y de sociedades paganas que resistían

a los desafíos propios de una religión monoteísta. Las persecuciones trajeron al movimiento

cristiano las ideas apocalípticas que florecían en Palestina. Estas ideas se desarrollarían dentro

de las comunidades de las iglesias perseguidas, y no significaban una destrucción apocalíptica

del mundo, donde cada quien respondía por sus actos. El apocalipsis para las tempranas

comunidades cristianas significaba, más bien, el cambio total del mundo en que vivían,

trayendo con ello la enseñanza de que por fin vendría un reino de justicia eterna, donde la

comunidad cristiana vería recompensada su vida humilde. El poder de la iglesia se validó así a

partir de la figura del mártir, para exponer cómo el cristiano era un hombre virtuoso que

enfrentaba su destino sin temor a la muerte, esperanzado en la gracia de Dios. Pero lo cierto es

que, sin desconocer la crueldad de los actos de persecución por parte de las autoridades

romanas hacia el cristianismo, el mártir se convirtió paulatinamente en una cierta figura casi

propagandística, que justificaba las acciones de la Iglesia ante la sociedad romana, cuando se

legalizó dentro del imperio como una religión oficial (cfr. Toynbee, 1988, 490-493).

La persecución religiosa hacia los cristianos, y toda la legislación que apareció para castigar y

condenar el ser cristiano como un delito, ha sido un hecho sin precedentes en la historia del

imperio romano. Recordemos que el impero no adoptó hacia ninguna otra religión ninguna de

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las políticas que aplicó hacia los cristianos. La razón se puede explicar en los problemas y

desafíos que las creencias cristianas proponían a las cosmogonías politeístas, y a la amenaza que

suponía la negación de panteón romano por parte de los cristianos. El estatus quo entre el

mundo de los hombres y el mundo de los dioses, que garantizaba el bienestar de la ciudad,

dependía del buen trabajo de los ciudadanos por mantener la Pax Deorum, es decir, las buenas

relaciones con los dioses. La Pax Deorum consistía en la responsabilidad del ciudadano romano

para aceptar a los dioses y mantenerlos contentos para evitar la ira, convirtiendo así la acción

individual de las plegarias en una forma de garantizar de la gloria de Roma (Montanelli, 1994,

19). La aparición del cristianismo, que además de subvertir el orden jerárquico del sistema

esclavista, amenazaba también con poner en riesgo la Pax Deorum, pues la verdad única

revelada por Cristo conducía al rechazo de otros cultos, y el modo como dicha actitud se fue

internando en la base social romana, justifica el frecuente rechazo entre ciudadanos romanos al

panteón tradicional, lo cual ponía en riesgo el estatus quo del imperio.

Podemos ver expresado el miedo hacia el desequilibrio que podía generar la fe cristiana en el

mundo romano en el hecho de que las leyes que se comenzaron a promulgar suponían la pena

no por el hecho de haber sido cristiano, sino, más bien, por el hecho de ser o seguir siendo

cristiano, tal y como lo considera el emperador Trajano en las medidas represivas que autorizó

en contra de los cristianos practicantes. Luego de Trajano, la violencia fue recrudeciendo. El

rechazo no sólo era ahora de parte de los romanos, sino también de sectores sociales a lo largo

del imperio, que veían en el cristianismo una religión excluyente por su condición monoteísta.

Hacia el 250 después de Cristo, el emperador Decio dio inicio a una de las tres persecuciones

generales y sistemáticas del cristianismo; declaró en un edicto la obligación que tenían todos los

habitantes del imperio de hacer una ofrenda a los dioses, y al hacerlo deberían recibir un

certificado por haberlo cumplido. Quien no tuviera el certificado era automáticamente

sospechoso de ser cristiano. Al ser encarcelados, los cristianos se convirtieron, bajo los

preceptos de Decio, en reos de muerte. La única salvación de los cristianos consistía entonces

en ofrecer un sacrificio, lo que demostraba su confesión al Panteón romano y de paso su

lealtad al Imperio (cfr. Toynbee, 1988, 507). Así vendrían dos persecuciones más, la de

Valeriano entre 257 y 259 después de Cristo y la de Diocleciano entre 303 y 305. Ambas

persecuciones implementaron el uso de una violencia sin igual contra los cristianos, pues la

intención consistía ahora en terminar con el culto cristiano. Valeriano promulgó dos edictos,

uno en 257 d.C. y otro en 258 d.C. El primero prohibía a los cristianos la confesión de su fe en

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servicios religiosos grupales y con ello la asistencia a los mismos. El segundo autorizaba la

ejecución de todo cristiano que no desistiera de su fe. Las ejecuciones con leones, crucificados,

quemados o bajo lluvia de flechas respondían a modos de ejecución crueles, pero que no eran

nuevos, habían sido ya usados antes por las autoridades romanas desde el primer siglo antes de

Cristo. Luego, en la persecución de 303 d.C. el emperador promulgó un solo edicto, pero éste

edicto suponía la supresión violenta del culto cristiano, llamando a la destrucción de iglesias y

textos, el asesinato de los cristianos y la prohibición de cualquier rito religioso. Este edicto

generó una violencia generalizada contra el cristianismo, que suponía el uso de torturas para

hacer desistir a los cristianos de su fe, la violencia masiva contra las iglesias y ejecuciones

masivas (cfr. Toynbee, 1988, 512-516).

Ahora, la resistencia del paganismo hacia las tradiciones religiosas también las podemos hallar

en las diferencias que existen en torno a la muerte en ambas cosmogonías. Por un lado, hay

que ver el panorama religioso que existía en el Imperio Romano a la hora de expandirse el

catolicismo. La cosmogonía politeísta del mundo mediterráneo, para los primeros siglos

después de Cristo, era resultado del sincretismo entre diferentes cultos, venidos del norte de

África (deidades fenicias y Egipcias), del Oriente próximo (cultos del imperio Persa), de Grecia

(que a su vez tenían cultos que pueden rastrear sus raíces en el valle del Indo) y del norte de

Europa (principalmente por el contacto entre el Imperio y las culturas celtas y germánicas). En

Roma se reunían, con características propias de la cultura latina, el culto a Mitra, procedente de

Irán, el de Osiris e Isis de Egipto y el de Júpiter de Siria. Cada culto llegaba a Roma gracias a la

expansión territorial del imperio. Con la presencia de instituciones imperiales de gobierno y

administración las aristocracias políticas, los mercaderes y los soldados adoptaron tradiciones

de las diferentes provincias, que luego llevaron a Roma. (cfr. Toynbee, 1988, 347). El

politeísmo resistió, no sin su debida distancia a ciertos cultos, pero más bien relacionado más

con el rechazo de lo foráneo que a concepciones religiosas, como el caso de la llegada de los

cultos egipcios, que afrontaron una resistencia, pero más relacionada al clima político en Roma,

causado por la cercanía entre César y Cleopatra (cfr. Espulga, 2003, 120).

En este punto tenemos que tener presente que las cosmogonías politeístas de las civilizaciones

del Mediterráneo tenían una concepción de la inmortalidad, de un más allá después de la

muerte. Roma heredó del mundo griego las ideas sobre el Ares y el camino que debía recorrer

el alma al separarse del cuerpo, y rescató también del mundo egipcio la idea de la persistencia

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del alma más allá de la muerte. Pero el paganismo romano adoptó la muerte y la inmortalidad

como una cierta especie de acto político, llevado a ampliar la gloria de la ciudad. El Estado

romano se convirtió así en la única forma de alcanzar la inmortalidad, y su religión tenía ahora

como fin exaltar al Estado, por ello los ritos paganos romanos en torno a la muerte se

encontraban ahora pensados como una estrategia política de dejar huella en el mundo de los

vivos. La muerte no se pensaba como un problema para el individuo y mucho menos se

asumía la inmortalidad individual. La muerte para un romano era un acto de comunidad; por

esta razón, nació en Roma el concepto del testamento, y la inmortalidad estaba ya garantizada,

por el sólo hecho de ser romano. El alma sólo debía afrontar una seria de pruebas para evitar

quedar en el limbo, y esas pruebas eran afrontadas no por la resolución de un individuo, sino

gracias a la ayuda de los vivos, quienes se aseguraban de dar al muerto las herramientas

necesarias para afrontar las pruebas que debía seguir en el inframundo (cfr. André, 2005, 123-

125)

Ahora bien, la idea de inmortalidad, la promesa de una vida después de la muerte, es parte

central del dogma católico, pues es por la salvación del alma que muere Jesucristo. Pero la idea

de la inmortalidad del alma no es monopolio exclusivo de la cristiandad. Por ejemplo, dentro

del culto judío ya existían ideas sobre que la muerte no significaba el fin. Los fariseos, una de

las tantas facciones dentro del judaísmo para el siglo II a.C., habían aceptado y hecho parte de

sus creencias religiosas la posible superación de la muerte; esta idea que se venía elaborando

desde el siglo IV a.C., gracias a la cercanía que tenía Palestina con el mundo helénico, por lo

cual estos pueblos estaban ya familiarizados con las discusiones en torno a la unidad del ser,

entendida bien como la unidad en el hombre de cuerpo y alma, o bien como dos entes

separados (Toynbee, 1988, 143). Por esta razón, ante los postulados fariseos sobre la muerte, la

inmortalidad paso a ser parte de las enseñanzas de Jesús en su vida pública como profeta.

Cuando la cristiandad se constituyó como una secta con seguidores claramente definidos, la

muerte alcanzó un significado sumamente importante para la cohesión de la doctrina de dicha

secta judía. Para los miembros de esta nueva forma de vida religiosa, Cristo se había sacrificado

para la salvación de la humanidad, y con ello la muerte adquiría ahora dos significados: por un

lado, la inmortalidad con su justa recompensa en el más allá; y, por el otro, el acto se convertía

en un sacrificio a ser recompensado. La muerte debía estar presidida por un historial sin

pecado para poder ser recompensada por Dios; pero Cristo le aseguraba ahora a la humanidad

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la oportunidad de la salvación, que antes, por la acción de Adán, era imposible, pues el pecado

era el estado natural de todos los humanos. Con el cristianismo, la muerte adquiere entonces

también la posibilidad de la inmortalidad del alma en el seno de Dios, recompensada por actos

justos, gracias a la construcción colectiva y las acciones individuales. Ahora, el pecado depende

del propio actuar, por tanto, la salvación depende del individuo; entonces, esa individualidad,

según Feuerbach, radica en Cristo mismo, ya que “Cristo es la omnipotencia de la

subjetividad” (La esencia del cristianismo, 195). Cristo y su resurrección determinan la idea de

inmortalidad, de modo que con ello se da paso a la confirmación de la existencia de Dios, pues

en Dios radica la promesa de la inmortalidad, y si no es posible dicha inmortalidad, no es

posible tampoco la existencia de Dios; así podemos decir ahora que en el individuo y su

muerte está la prueba de la existencia de Dios, que concluirá bien si se alcanza la inmortalidad.

Con esto vemos entonces como las ideas platónicas que constituyen al hombre cómo una

dualidad de cuerpo y de alma se convierten en el dogma central del cristianismo –volviendo a

la inmortalidad que se fundamenta en el principio de separación entre el alma y el cuerpo–,

pues ésta es la herramienta con la que un individuo puede asegurar su propia existencia,

superando con ello su finitud material. Todo radica, tal como lo expone Feuerbach, en el

instinto de conservación humano. En este sentido, y desde una clara mirada antropológica, el

ser humano, al ser consciente de su finitud, busca conservarse a sí mismo negando de alguna

forma su fin. Entonces la resurrección de Cristo “es, por lo tanto, la satisfacción del deseo

humano de una certeza inmediata de su persistencia personal después de la muerte: la

inmortalidad personal como un hecho sensible, indubitable” (La esencia del cristianismo, 182). Por

esta razón, la idea de resurrección adquirió una fuerza realmente penetrante en los creyentes.

La inmortalidad le da la posibilidad a los humanos de pensar en una conservación propia, en

poder –como individuo– vencer el destino certero de todo ser vivo: la muerte. He aquí

entonces la gran ruptura entre los postulados paganos y cristianos, la muerte le concede al

cristiano la posibilidad de subjetivarse frente al mundo. El pagano seguirá viendo en la muerte

algo que se debe afrontar en comunidad, esto es, una cierta afección en la vida presente, y

serán las cuestiones del más allá afrontadas por medio de la acción de los vivos, pues “los

paganos consideraban al hombre no sólo en conexión con el universo; consideraban al

hombre, es decir, al individuo, al particular, en conexión con otros hombres” (La esencia del

cristianismo, 196), mientras que el cristianismo libera al hombre de las responsabilidades de la

tarea de la construcción de la vida en comunidad para la comunidad misma, pero afirma ahora

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que la muerte es realmente un medio de su propia salvación, usando a la imaginación como

forma de olvidar la muerte como finitud de la realidad sensible. De ahí que Feuerbach afirma:

Los cristianos se alegran de la vida tanto como los paganos, pero sus rezos de agradecimiento por el gozo de vivir van dirigidos hacia lo alto, hacia el padre celestial; y por el hecho de que los paganos dan las mismas gracias y alabanzas a lo creado, a la naturaleza, en vez de dirigirse a la “causa primera”, son censurados por los cristianos, quienes hablan de “idolatría”. Pero yo me pregunto: ¿acaso debo mi existencia a Adán, el primer hombre? ¿Lo venero como si fuera mi propio padre? ¿Y por qué no debería quedarme con lo creado? ¿A caso no soy yo también una criatura? ¿No es acaso para mí –como ente individual y concreto, y que no tiene para nada sus orígenes en algo lejano– mi “causa última” una causa sumamente próxima y a la vez causa individual y concreta? (La esencia de la religión, 6, 27)

Entonces, cuando el cristianismo propone la posibilidad de la salvación individual dentro de

una colectividad, que será entendida ahora como medio, es cuando podemos hallar una clara

ruptura con la concepción sobre la muerte desarrollada antes en el paganismo. Gracias a este

desplazamiento, el cristianismo dejó de ser una religión perseguida por las autoridades

imperiales, para convertirse en la religión del imperio mismo. En 313 d.C. el emperador

Constantino, de quien se decía había llegado al poder derrotando a Majencio gracias a la

intervención divina, promulgó el edicto de Milán, por medio del cual el catolicismo se

legalizaba en los dominios del imperio, y por medio del cual se comenzaba a otorgar un gran

poder a los cristianos. Las iglesias rápidamente fueron tomando la forma de poderosas

instituciones con jerarquías, y pronto los sacerdotes se convirtieron en una sólida institución

burocratizada, que con el edicto de Tesalónica, harían del cristianismo la religión oficial del

imperio. La gradual conversión del Imperio Romano al cristianismo trajo una serie de cambios

religiosos, que las civilizaciones mediterráneas y europeas no habían presenciado antes. El

cristianismo suponía un giro total a las tradiciones religiosas occidentales, el monoteísmo, y

con sigo trajo la intolerancia. Con las religiones politeístas del mediterráneo se podía observar

un sincretismo, cuando se daba un encuentro entre civilizaciones, así como ocurrió con Grecia

al encontrarse con Oriente; en este encuentro se dio un sincretismo entre cultos, donde se

adoptaban deidades foráneas dentro de la cosmogonía propia (cfr. Finley, 1996, 50-52). En

cambio, el monoteísmo cristiano supuso la instauración de un régimen de intolerancia, donde

se instauraba una verdad absoluta que no podía ser cuestionada, situación que fue propiciada

por la adquisición de poder y estatus político por parte de los cristianos. Y qué mejor ejemplo

para ilustrar lo anterior que el Concilio de Nicea. Como parte de unificación del dogma

cristiano, Constantino convocó al concilio de Nicea por consejo del obispo Osio de Córdoba

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en 325 d.C. En este concilio se discutió sobre las ideas de Arriano, que reflexionaban sobre la

naturaleza del hijo de Dios. Una de las conclusiones fue que el arrianismo era inaceptable, pues

ponía en duda la naturaleza divina de Cristo. Se declaró un dogma en Nicea y se obligó con

ello a toda la comunidad cristiana a aceptarlo, quienes se negaran sufrirían las consecuencias,

desde el exilio hasta la muerte. Arriano se negó a aceptar las conclusiones de Nicea y fue

desterrado, sus obras quemadas y sus seguidores perseguidos (cfr. Larrimore Holland, 1969,

249-250). Desde este momento la iglesia comenzó un periodo de unificación que terminaría en

380 d.C. con la instauración del catolicismo como religión oficial. En este periodo la iglesia

comenzaría la persecución –y asesinato– a los paganos, a las disidencias dogmáticas en el seno

de su misma fe, como en el caso del arrianismo, para ser lo que es hoy la cristiandad. Puede

que occidente haya presenciado la desaparición del poder de Roma como imperio del

Mediterráneo, pero con el cristianismo podremos ver cómo Roma conservó la hegemonía

sobre las culturas de Occidente, sin la necesidad de una presencia imperial.

De esta actitud se sigue la tercera época, la época moderna. En la historia es predecible –dentro

del orden del estudio de los hechos– encontrar qué acontecimientos podrían seguir del actual.

Es así como se encuentran una serie de factores que fueron fuentes de las transformaciones

que conllevaron al protestantismo, no como un evento sorpresivo en la época, sino más bien

como un hecho inevitable dentro del decurso de la historia. En medio de la pugna política de

poderes –cuando algunos sectores del poder en Europa vieron la necesidad de separarse de

Roma para lograr autonomía y gobernabilidad, entre otros factores que implicaron un

distanciamiento profundo de sectores populares frente a las políticas del Estado eclesiástico,

algunas de las cuales fueron supresoras y excluyentes–, surge el debate interno de la Iglesia con

Lutero, que terminó en su expulsión. Este debate, en el que se proponía el seguimiento a

Cristo y salvación individual del creyente a partir de la libre interpretación de los textos

sagrados, con lo que no era necesario ser parte de la Iglesia o su intersección para lograr las

gracias divinas, produjo la exaltación del individuo frente a cualquier estructura comunitaria de

fe. Ahora, la inmortalidad, que no era más que un artículo o dogma, entre muchos, que regía la

fe cristiano-católica, sin ser ésta determinante en la conducta del creyente, se erigió como el fin

de la fe cristiana protestante. Si bien era importante el seguimiento de Cristo, de su evangelio,

la motivación de tal decisión consistía ahora en llegar a la inmortalidad. Este era el verdadero

asunto de la convicción más íntima del creyente.

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La relación con la muerte es directa en el modo de vida del protestante y sus verdades que lo

rigen. Siendo él quien tiene toda la libertad como individuo de construir, desde su subjetividad,

la persona perfecta de su adoración, o Dios, por medio de unos patrones de identificación

común dados en un código o sagradas escrituras; así resulta más directo identificar el

fenómeno de la objetivación de su propia esencia y con ella los principios y verdades con que

se lee la vida. Como lo señalamos ya en el capítulo anterior, el objeto (Dios), que es esencial del

individuo, sólo es el sujeto del individuo; lo total, lo universal, lo real, depende entonces de su

visión como individuo creyente en la inmortalidad de su alma. No hay nada de verdad fuera de

su visión individual limitada por su fe. Fuera de sí sólo ve lo singular, lo finito y temporal,

porque en él está la verdad que contempla la inmortalidad de su propia alma, puesto que lo

verdadero del mundo sensible, lo real, le es aparente, irreal, incierto, pues el mundo real es para

el cristiano el mundo ultramundano. He aquí la esencia de la religión cuya fe en un Dios tiene

por pretensión superar la muerte en un estado pleno de inmortalidad del alma, en un camino

de perfección, el cual ofrece garantías para que la vida se prolongue dentro de la búsqueda de

la virtud. Incluso, en el mundo regido por la Iglesia Católica, este fenómeno antropológico se

disfraza con dogmas y verdades impuestas por los eruditos de la fe jerárquica, promoviendo la

conducta uniforme de sus seguidores y conservando la unidad de criterios; sin embargo,

haciendo un seguimiento de la manera de proceder del cristiano podemos llegar a la misma

conclusión: objetivación de la esencia del hombre, nombrada Dios, que implica un camino de

perfeccionamiento del alma y una corresponsabilidad en los actos, esto es, la plena unidad viva

del sujeto y el objeto.

El siglo XV significó a Occidente una ruptura cultural y económica, que no se había visto antes

desde la transición del imperio romano a los sistemas feudales. Después de haber pasado por

un periodo en el que la vida económica, tanto para los grandes señores feudales como para el

campesinado, generaba altos excedentes de producción en el campo; y después de haber

enfrentado la peste negra, con lo que quedó expresada la supremacía de la muerte frente a

cualquier tipo de creencia o condición social a lo largo del siglo XIV en las principales ciudades

europeas, la población comenzó a reportar un repunte en su desarrollo. Se puede decir que

Europa entró en una época de bonanza económica y estaba lista para lanzarse a comerciar con

el mundo. Surgieron compañías mercantes, que ya tenían contacto con Asia desde el siglo XIII,

con fuerza en Países Bajos y Portugal en principio, luego todas las potencias europeas se

aventuraron al mar para encontrar mercados en Asia, África y en el Nuevo Mundo, para

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propiciar y proteger el comercio en el norte, entre las ciudades alemanas, Inglaterra, Países

Bajos, Dinamarca y otros Estados del norte de Europa, surgió la Liga Hanseática en siglo XII.

Esta asociación mercantil procuraba a sus miembros rutas marítimas seguras, que para el siglo

XV los conectaban con el Mediterráneo y el Atlántico. Las ciudades alemanas eran la mayoría

dentro de la liga, y eran las más interesadas porque con su participación se propiciaba el

comercio para las compañías germanas en el Mar Báltico. Las ciudades alemanas estaban

agrupadas en el sistema del Sacro Imperio Romano Germánico desde el siglo X y respondían al

poder de Roma y del Papa, con ello el dogma cristiano se convirtió en la regla para la sociedad

germana.

Pero en el ambiente del siglo XV el dogma pontificio pronto entró en disputa con las

dinámicas políticas y económicas a las que entraban los reinos europeos. Ahora Europa vio

como los reinos se convirtieron en Estados-nación al mando de monarcas absolutos. Las

monarquías absolutas fueron el “primer sistema estatal internacional en el mundo moderno”

(Anderson, 1984, 5). Estos estados nacionales unieron a la actividad económica y política,

protegiendo los intereses comerciales en el extranjero por medio del ejercicio de la violencia, y

así el monarca aseguró la financiación de su Estado. (cfr. Wolf, 1987, 187). Francia, Inglaterra,

España y Holanda tuvieron una rápida formación del Estado-nación, y en cada caso se dio un

choque, de mayor o menor magnitud variando de lugar, con las tradiciones religiosas y políticas

que dictaba el Estado pontificio. Pero, todas estas luchas religiosas y disputas entre Estados-

nación y Roma de finales del siglo XV y principios del XVI encontrarían sus raíces en las

críticas teológicas, y políticas de Martin Lutero a la Santa Sede.

Lutero, un fraile alemán nacido en Eisleben, inició una crítica a la autoridad del Papa en la

tierra como representante de Dios. Para Lutero, todo había comenzado en la corrupción que

veía en las indulgencias. El sistema de indulgencias que había implantado la Santa Sede

consistía en la remisión, parcial o total, de un castigo por algún pecado cometido, y la

indulgencia se pagaba; cualquiera podía pagar una indulgencia, pero era en realidad algo

ficticio, ya que sólo una pequeña población de la sociedad europea podía realmente costear la

indulgencia. Las indulgencias impulsaron a Lutero a redactar sus 95 tesis, que ponían en

discusión las penitencias, el poder de un sacerdote en relación a la reflexión personal de un

creyente sobre sus pecados y en general, el poder de un humano para impartir juicios sobre el

alma. Lutero realizó una apología de la conciencia individual para reflexionar sobre los pecados

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y con ello convocaba pues a que la salvación del alma responde a la acción individual y no al

comparecer ante otros hombres (cfr. Scribner, 1986, 45). Así, la actividad apostólica de Lutero

comenzó a desatar levantamientos en toda Europa, más cuando todo terminó en una discusión

teológica con Roma, donde Lutero parecía vencer. El primer lugar donde se recibieron los

postulados de Lutero como una excusa para iniciar cambios fue en el Sacro Imperio, donde las

ciudades alemanas, cansadas de tener que rendir cuentas a un poder monárquico, el de Carlos

V, decidieron usar a Lutero para buscar una ruptura con Roma y con ello con el imperio de la

dinastía Habsburgo. A pesar de que las ciudades alemanas no presentaban un proyecto de

Estado-nación tal como el de Inglaterra o Francia, si deseaban una ruptura con el poder

monárquico medieval, para dar rienda suelta al poder económico de las casas comerciales que

ya se desarrollaban en el Báltico y que ahora deseaban más mercados donde competir con

países como España y Portugal. Este fue el llamado a terminar con el poder vigente (cfr.

Creibner, 1986).

El trabajo de Lutero tuvo en Inglaterra también sus repercusiones. Enrique VIII, que se había

desposado con Catalina de Aragón, quiso hacer nula la unión, puesto que su mujer no era

capaz de darle un hijo. Llevó su caso ante el Papa, pero éste se negó a hacer nulo el

matrimonio, pues la influencia de la corona española en Roma era muy fuerte, situación que

pronto sacó de quicio a Enrique. Fue así como Enrique comenzó una campaña para terminar

la influencia de la Iglesia y de Roma en los asuntos políticos de Inglaterra. El Rey dimitió y

ejecutó a varios arzobispos y se declaró como cabeza de la Iglesia en Inglaterra, para así

declarar nula la unión con Catalina. Todo esto se enmarcaba en el establecimiento de un

proyecto estatal que para el siglo XVII sería la primera base de la revolución burguesa (cfr.

Hobsbawm, 1991, 145-147). Enrique fue excomulgado en 1533, pero el Parlamento ya había

sellado el cese de las relaciones con Roma, evitando que cualquier decisión política pasara por

el Papa. Así, el Rey dio las bases para que se distanciara definitivamente el poder civil del poder

eclesial, dándole cabida a los postulados de Lutero, que llamaban al clero a un simple papel de

consejero, impulsando las decisiones individuales sobre la vida espiritual. Así también la

Corona Inglesa evitaba tener que ceder a los dogmas católicos sobre la vida económica y la

circulación del dinero, dando paso a la creación de poderosas casas comerciales, que se

embarcarían en la colonización de América del norte (cfr. Smith, 1910).

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Asimismo, en Francia también hubo una gran repercusión de la Reforma, y se dio con un

movimiento propio, el Calvinismo. Juan Calvino, teólogo francés, encontró en los postulados

de Lutero una respuesta a la vida espiritual, negando el poder de Roma y aceptando la

autonomía de los hombres para entender la Biblia y conocer así a Dios. Pronto se convirtió él

en la figura central del movimiento protestante en Suiza, Holanda y Francia, predicando a

Lutero e impulsando la humildad e individualismo en la vida espiritual. Calvino fue acogido

con beneplácito en los países donde predicó, pues su postura teológica propiciaba la libre

decisión sobre la vida económica, el fin de las limitaciones cristianas sobre el préstamo y

circulación de dinero y el establecimiento de un Estado-nación donde el Rey era la figura de

importancia y no el Papa. Esto supuso que Calvino representara también un proyecto pórtico

para Francia, que buscaba unificar su territorio y convertirse en una potencia mercantil

apoyando las expediciones de ultramar y la libre circulación del dinero (García, 2007, 228).

Esta confrontación en torno al control territorial a partir de la reforma de las creencias, como

telón de fondo, es lo que justamente determinó toda concepción de la verdad en el marco de

una Europa reformada. Sin embargo, no fue esta confrontación teórica religiosa lo que

determinó qué es y qué no es, en tanto que el poder fue el que siempre se erigió como el

criterio para la administración de la vida y de la muerte. En este sentido, podemos afirmar que

una cierta concepción sobre la muerte es la que determina las verdades que deben ser asumidas

en la vida por un determinado pueblo. Por esta razón, la historia presentada en estas tres

épocas, en las que Feuerbach desarrolla el concepto de muerte e inmortalidad, permite

comprender las enormes transformaciones de las relaciones humanas en la sociedad europea,

pues es a partir de cómo se concibe la muerte como forma se determina el modo y modelo de

vida, en medio de la puja constante por establecer un poder sobre ella.

Recordemos que Feuerbach define la idea de la inmortalidad desde el cristianismo moderno

como la creencia que “descansa en la separación entre posibilidad y realidad; donde estas dos

cosas son una, desaparece aquella” (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 60); así la inmortalidad

es el punto de donde nace –en el creyente cristiano– la posibilidad con la que se pretende

responder al interrogante abierto por el hecho sensible de la finitud que ofrece la muerte sobre

la vida. Este es el punto de partida de la religión en la que el hombre se enajena objetivando su

esencia. ¿Se trata entonces de trascender esta dualidad entre posibilidad y realidad, en donde la

muerte no sea un hecho que debe ser superado, sino más bien asumido? De una manera no

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explícita, Feuerbach concibe una cuarta época, deferente de las tres anteriores: “a quien

comprende el lenguaje, en el que habla el espíritu de la historia, no se le puede escapar el

reconocimiento en que nuestro presente es la clave de bóveda de un gran periodo en la historia

de la humanidad y el punto de partida de una nueva vida espiritual” (Pensamiento sobre muerte e

inmortalidad, 71). La respuesta a la pregunta anterior es un franco sí: la muerte es un hecho

sensible, real; es el fin del individuo que lo ubica en el plano de la conciencia de los límites de la

vida. Por eso,

Sólo si el hombre vuelve a reconocer que no se trata de una muerte aparente, sino de una muerte verdadera y real, que liquida totalmente la vida del individuo, y sólo si vuelve a la conciencia de su finitud, se armará del coraje suficiente para empezar una nueva vida y para sentir la urgente necesidad de convertir lo verdadero y esencial, lo verdaderamente infinito, en el motivo y contenido de todas las actividades de su espíritu (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 73).

Se trata de trascender las limitaciones del hombre mismo, o en palabras de nuestro autor: “El

movimiento del globo terráqueo sólo lo reconoce quien sabe elevarse sobre ese mismo globo a

contemplar las fuerzas celestes” (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 72); pues sólo de esta

forma se puede llegar a la verdad, que está puesta en lo real y concreto, que es sensible y, por

tanto, dable a nuestros sentidos. Examinemos ahora desde esta concepción de la verdad el

concepto feuerbachiano de muerte.

2.2. La muerte como un hecho que se deduce de la experiencia sensible

Feuerbach reconoce la muerte como verdadera, real y total; pero si la verdad depende del

conocimiento y éste a su vez de la experiencia sensible, ¿cómo es posible llegar al

conocimiento de la muerte? Más aún, ¿cómo es posible pensar la muerte? Para el individuo

pensar la muerte es una abstracción de la experiencia que el hombre tiene con lo muerto. El

conocimiento de las cosas posee el límite de la percepción sensible de dichas cosas, por tal

razón al hablar de la muerte sólo se puede referir al conocimiento del cuerpo muerto de otro,

es decir, sólo podemos hablar de ella en tercera persona. De este modo la muerte no puede ser

sino asociada con la nada, ya que todo lo que es tiene su verdad en los sentidos. Así, no es

posible ver, oler, oír, tocar o gustar la muerte. Por tanto, se ha de diferenciar la muerte con lo

muerto o el cadáver, dado que la muerte para un individuo es un hecho del cual no es posible

definir, pues quien lo experimenta queda privado de toda sensación –porque la sensación es

producto de la relación físico-corporal con lo otro–. Así, queda referida la muerte a una pura

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nada, o nihilidad absoluta, a un hecho indescriptible que carece de toda verdad particular para

el hombre.

No obstante, la muerte no se construye a partir de una pura abstracción, es, más bien, una

deducción de múltiples experiencias sensibles de los cuerpos muertos de las cuales el hombre,

en cuanto género, puede decir que es un hecho que le acaece a un particular determinado. De

esta manera, podemos determinar ahora que sí es posible una conciencia respecto de la

naturaleza misma del hombre en torno a la muerte: la mortalidad de la vida. Así, por medio de

esta conciencia del género se define la verdad de la muerte en la relación epistemológica del yo

y el otro, pues es ahí donde el yo sólo posee conciencia de sí a partir de su referencia a otro.

Por esta razón, podemos decir que la muerte es entonces una síntesis de la realidad del género

la cual se deduce de la relación concreta entre sus particulares, que en este caso es la

experiencia de un particular vivo con otro particular muerto. Realidad que a su vez, determina

el carácter de totalidad de este hecho, porque concretamente la realidad de la muerte es el fin

absoluto de la vida de un particular, luego:

Sólo si el hombre vuelve a reconocer que no se trata de una muerte aparente, sino de una muerte verdadera y real, que liquida totalmente la vida del individuo, y sólo si vuelve a la conciencia de su finitud, se armará de coraje suficiente para empezar una nueva vida y para sentir la urgente necesidad de convertir lo verdadero y esencial, lo verdaderamente infinito, en el motivo y contenido de todas las actividades de su espíritu (Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 73).

De esta forma, se hace necesario examinar el conocimiento de la muerte, es decir, cómo se

llega al conocimiento de la muerte desde los sentidos, para prontamente examinar la verdad del

concepto muerte a partir de la realidad que le acaece al sujeto. De este modo indicamos la

peculiaridad del fenómeno de la muerte como un hecho particular que posee implicaciones

políticas y económicas, que establecen el modo de la comprensión de las relaciones sociales,

pues de esta manera Feuerbach identifica –hasta su tiempo– tres etapas que se diferencian por

el modo de concebir la muerte; para que con este conocimiento de la muerte y su realidad

histórica en su afección en las relaciones sociales se pueda observar que este fenómeno implica

ponernos ante una auténtica conciencia de sí, en cuanto género. De esta forma podremos

establecer la realidad de la muerte y así su verdad, por lo que podremos analizar el fenómeno

de la inmortalidad partiendo del ejercicio antropológico realizado aquí por Feuerbach.

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2.2.1. El conocimiento de la muerte

Para mostrar cómo es posible el conocimiento de la muerte es necesario recordar que el

conocimiento parte de la relación sensible que se establece entre el encuentro de un sujeto y un

objeto, en el cual el sujeto es afectado por las cualidades percibidas del objeto, de donde el

sujeto nutre su descripción y definición final del objeto mismo. Por tal razón, hemos

encontrado ya que el fundamento de la filosofía tiene por principio la verdad a partir de los

sentidos, y por esta razón el límite del conocimiento está en el cuerpo mismo. En este sentido

la pregunta por el conocimiento de la muerte tiene que ser desarrollada en torno a la relación

sensible del hombre como sujeto y el objeto de la muerte. Teniendo en cuenta el límite propio

de todo conocimiento, sólo podemos establecer ahora que este objeto ha de ser el objeto

muerto o cadáver. Por consiguiente, en la experiencia de la muerte toda verdad particular que

se produzca de la mera abstracción o de la identidad del pensamiento consigo mismo pierde su

fuerza argumentativa, pues el único argumento que posee la muerte, su única verdad, está

puesta en el cuerpo muerto. Así, este pensamiento especulativo se vuelve pura nada, dado que

no posee verdad objetiva, ya que es una mera idea que no le permite a la realidad su

constatación. Sin embargo, el cuerpo muerto no es la muerte; el cuerpo muerto es la

experiencia sensible que tiene un particular de un otro –como cadáver– para identificar a la

muerte. Este cadáver es el elemento que se nos presenta como un no pensar, distanciándonos

de todo idealismo hegeliano, pues es la verdad puesta ahí, ante los ojos del espectador, que ve

en el cuerpo muerto su realidad vital. Este no pensar es justamente el que funda al

materialismo feuerbachiano a partir de su crítica a la dialéctica hegeliana. Expresado de otra

forma: ¿es posible conocer la muerte sin referirla a la experiencia de la muerte de un otro

particular? si no hemos conocido la muerte del otro como un cadáver, ¿es posible deducir la

muerte de forma abstracta?

Teniendo en cuenta lo anterior, es necesario recordar la diferencia entre verdad y pensamiento;

el pensamiento no se encuentra constreñido en los límites de la verdad, en los límites de los

sentidos. Sin embargo, para hablar de pensamiento verdadero, es necesario caracterizar al

pensamiento que se funda en la experiencia sensible. De modo que la verdad de la muerte no

posee otra posibilidad que la relación del sujeto que piensa la muerte con el encuentro de dicho

sujeto con un muerto. De ahí que los sentidos son objeto de pensamiento, así como ellos

proporcionan también el camino para hallar la verdad. De esta forma la sensibilidad se

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constituye en la realidad de la idea; es decir que el cadáver es la realidad sensible que nos

permite pensar en la muerte, luego él es su verdad absoluta. Por esta razón, Feuerbach

identifica la verdad, la realidad y la sensibilidad, pues la verdad de la muerte, en este caso

irrefutable, es un hecho que se constata por los sentidos confrontados con la realidad de un

cuerpo muerto. Como podemos ver, nuestro autor se distancia aquí del idealismo, que no

puede contemplar la muerte como lo que es, como un hecho que expresa la mortalidad de la

vida condensada en un hombre muerto. El idealismo ha hecho de la muerte una mera

abstracción, un momento necesario en la dinámica interna del pensamiento, pero con ello no

entendió la muerte como algo que es siempre, y ante todo, una realidad humana, una supresión

de un hombre concreto (cfr. Kojève, 1982, 19-30). Por eso, la verdad no puede ser

pensamiento del pensamiento, sino el pensamiento de lo que realmente es y acontece, pues

sólo así se puede dar el ejercicio de la razón sosteniéndose desde la percepción sensible.

Si examinamos el concepto de la muerte a partir del mero conocimiento, de la relación sensible

que se establece entre el sujeto y el objeto, en donde el sujeto posee las facultades para captar

la verdad del objeto, es decir, sus atributos sensibles, en el que los atributos se expresan como

el cambio de estado de un cuerpo animado a inanimado, entre otros, la verdad del objeto en la

muerte se refiere entonces al cuerpo muerto y, a su vez, al proceso de transformación que llevó

a un cuerpo vivo a ser un cuerpo muerto. En esta relación sujeto-objeto, los sentidos son

entonces los que proporcionan al pensamiento los elementos para la construcción de la verdad.

Son pues los sentidos los que incluso proporcionan al hombre el pensamiento de sí. Esta

relación sujeto-objeto, donde el objeto es el sujeto objetivado, es la que justamente posibilita

entender a la muerte como un hecho que me acaece como sujeto, y en donde la muerte posee

su carácter de verdad absoluta para el género, dado que en la muerte de un hombre particular

se expresa la naturaleza del hombre como universal, y así “lo verdadero no es exclusivamente

ni lo mío ni lo tuyo sino lo universal” (Apuntes para la crítica de la filosofía de Hegel, 29). Así toda

verdad respecto de la muerte se da por los hechos de muerte, a saber, los muertos, que indican

un único camino posible para el sujeto que los percibe, seguir el camino de la mortalidad.

En esta concepción de la muerte lo que se pone en juego es realmente el materialismo de

Feuerbach, negando con ello toda posible verdad de la muerte que esté fundamentada en la

mera abstracción de la idea de la muerte. Así, el centro de la comprensión del mundo y del

hombre son los sentidos, y por esta razón el concepto que se construye de la muerte versa

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sobre la experiencia que hay sobre ella misma, ya que los sentidos son la condición de

posibilidad de la construcción del pensamiento que formula un concepto de muerte, y por

tanto la condición de posibilidad de percibir la realidad de la muerte, de hallar su verdad. De

esta forma el hombre es consciente de sí mismo como un ser mortal. Por tal razón, toda

posible separación entre la apariencia de la cosa y la cosa real no tiene aquí ningún sentido. La

muerte se expresa como lo que es: muerte. El cuerpo muerto posee las características propias de la

muerte y su distinción entre los cuerpos muertos, son de lugar y tiempo, pero el hecho y lo que

define al hecho se define por sus características como muerte. Así, el problema de la

separación entre ser y apariencia queda superado en la muerte, en tanto que la apariencia de la

muerte no es más que lo que ella es en sí misma, su ser.

En la reflexión sobre la muerte se expresa de manera ejemplar el papel crítico de la filosofía

materialista, pues es aquí donde la verdad se hace objetiva, como un hecho irrefutable. En

donde el yo y el tú se establecer como una relación de identidad por el género, en tanto que si

al tú le acontece la muerte, es un hecho que le acontecerá también al yo; por esto es también la

prueba irrefutable del género expresado en la comunicación que se da en la identidad de los

hombres. Por lo que se hace necesaria ahora la pregunta por la relación entre la muerte y el

género, es decir: ¿cómo se entiende la muerte con relación a la esencia misma del hombre? Se

trata ahora de seguir analizando el ser del hombre con relación a la muerte como un hecho

sensible.

2.2.2. La muerte y la esencia del hombre

Anteriormente hemos mostrado que la esencia del hombre define al hombre mismo en cuanto

género. De ahí que se haga necesario ahora precisar que:

Todo lo que vive, y en general todo lo que existe tiene una esencia, todo lo vivo y existente está en sí separado y diferenciado en existencia y esencia, pero no es ello mismo lo que se separa y diferencia. En cambio tú eres un ser consciente, tienes una esencia que no es sólo esencia, sino más que una esencia, que es espíritu y conciencia porque tú mismo te separas y diferencias de tu esencia, y por esa diferenciación y en ella conviertes a tu esencia en tu objeto, y de esta manera, al ser tu esencia objeto para ti, en ella eres al mismo tiempo objeto para ti mismo (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 186).

Por esta razón, ante la muerte Marx afirmaba que ella “parece ser una dura victoria del género

sobre el individuo y contradecir la unidad de ambos; pero el individuo determinado es sólo un

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ser genérico determinado y, en cuanto tal, mortal” (Manuscritos de economía y filosofía, 143). Como

podemos ver, esta concepción del joven Marx sobre la muerte remite necesariamente al

desarrollo de la filosofía feuerbachiana. Si bien el género humano se distancia de la naturaleza

por su esencia, es justamente esta naturaleza la que determina la existencia del hombre, es

decir, la mortalidad de su vida. Ahora bien, la muerte es siempre un hecho que se comprende

desde el género y que no puede ser visto desde el individuo, justamente porque la comprensión

de la naturaleza no es particular, sino del género mismo.

Si definimos al ser humano desde su ser, su esencia, lo tenemos que definir –como ya lo

hicimos antes en el primer capítulo del presente trabajo– desde la razón, la voluntad y el amor.

Si el principio de compresión de las cosas es el conocimiento de la esencia de las mismas, no se

puede partir por definir al hombre dentro de las cualidades de la naturaleza, pues su definición

simplemente radica en la distancia que hay del hombre con ella, es decir, en su esencia. No

obstante, el modo como el hombre se define implica los patrones comunes que posee con la

naturaleza, ejercicio que hace a partir del desarrollo de su esencia como unidad, universal e

infinitud de sus capacidades. Asimismo, hemos indicado antes que esta esencia no es propia de

los individuos, en cuanto que la esencia es constitutiva y constituyente del género y, por tal

razón, determina así al hombre concreto. Lo cual le proporciona al hombre la posibilidad de

captar lo otro y así establecer una relación con la que pueda identificar la cosa e identificarse a

sí mismo, para poder definir y definirse.

Así, por la esencia del hombre es que el hombre concreto puede llegar a la comprensión de la

naturaleza y su identidad con ella, como ejercicio de la conciencia de sí; del mismo modo posee

las facultades para comprometerse con lo que le ha sido dado por los sentidos y la posibilidad

de modificarlo. En esta relación con el otro, cuando este otro es otro yo, osea otro hombre

con el cual me identifico a mi mismo como hombre, puedo comprender mi propia naturaleza y

esencia. De mi naturaleza puedo identificar sensiblemente la constitución de mi cuerpo, el

movimiento y todas las capacidades de las que físicamente soy capaz. Asimismo soy consciente

del proceso de desarrollo y transformación del cuerpo en el tiempo y espacio. Este espacio y

tiempo son modos determinados en los que se desarrolla el individuo, por lo que el

conocimiento particular se ajusta siempre a estos modos. Sin embargo, la relación con el otro

en la comunicación permite que ese espacio y tiempo se amplíen con la experiencia de ese otro,

posibilitando al individuo acercarse a la conciencia de la universalidad de su esencia y con ella a

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su propia naturaleza. De esta forma, por ejemplo, el conocimiento que se desarrolla en la

relación sujeto-objeto, en el que el sujeto es quien percibe por los sentidos la esencia del

objeto, esto es, su forma dada por sus atributos sensibles, tiene la posibilidad de constatación y

así de verificación objetiva en la relación con este otro (que es un yo). Así, se cumple el marco

de la lógica a partir de los principios de validez y certeza, pues son los sentidos los que

establecen un orden que le da a la razón las formas validas para expresar un conocimiento

legítimo; a su vez, los sentidos son los que nos proporcionan la constatación sensible de la

comunicación con el otro, son los que hacen posible la certeza de dicho conocimiento

comunicado.

El hombre entonces puede comprender la muerte como un hecho que le acaece, pues está en

su naturaleza; así también, el hombre logra entender su realidad sensible como realidad

genérica, dado que por el amor, por ejemplo, el hombre puede comprometerse con su ser

mortal, ya que este amor es el motor de motivación para la producción de su vida; y es por la

voluntad que el hombre acepta radicalmente este hecho. Pero, es por los sentidos que el

hombre tiene todos los elementos para el desarrollo de su ser, y en este caso es por los sentidos

que el hombre llega a comprender este fenómeno de la muerte como constitutivo a su

naturaleza, a partir de la experiencia con ese otro hombre que pasa por ella, es decir, con el

cadáver. Así, podemos decir que en esta experiencia hay conciencia de sí, ya que gracias a la

esencia del hombre en la experiencia sensible del otro yo se logra la comprensión de sí, o

conciencia de sí. De esta forma la conciencia reconoce un cierto orden lógico inscrito ya en la

naturaleza según ciertas características dadas a la sensibilidad, con lo cual el hombre logra

definir la mortalidad de la vida como un hecho natural que determina al género y con ello a

cada individuo.

Si bien hemos determinado que el conocimiento humano se da a partir de las impresiones

sensibles, en donde los sentidos son la condición de posibilidad del conocimiento mismo, son

las características del cadáver y, a su vez, los hechos que anteceden a la muerte de este hombre

lo que va a permitir llenar de contenido al concepto muerte para el género; pero es por el

pensamiento que se accede a este concepto. Si podemos decir que los sentidos son el modo

particular como el género construye el conocimiento, podemos también indicar que por el

pensamiento el género se construye a sí mismo y le da al conocimiento su carácter de universal,

único e infinito. Por tanto, el ejercicio del pensamiento es el lugar donde se construye la

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definición y verdad de la muerte, pero a partir de los elementos dados a los sentidos, en la

medida en que en el pensamiento se genera la construcción de los conceptos que se ajustan a la

realidad a partir de la comunicación de las experiencias sensibles particulares. Por esta razón, el

yo puede ser entendido como conciencia; así se constituye a partir de la experiencia con el otro

yo, en medio del reconocimiento de ese otro como un yo en la comunicación como un

movimiento íntimo y libre del alma de dichos pensamientos.

Es así como, podemos observar que el conocimiento de la muerte se da por medio de la

comunicación que parte de la relación de un yo con un otro, no como una comunicación

genética, en tanto que no se trata de una información que de suyo el hombre trae de forma

innata, es decir, no podemos concluir que de la conciencia de la muerte del padre se deduce

por información heredada la conciencia de la muerte del hijo. Lo que sucede, más bien, es que

de la experiencia particular, compartida en la comunicación de los pensamientos de dicha

experiencia, podemos entonces comprender la universalidad de lo comunicado o del

conocimiento, en este caso, comprender la universalidad de la muerte. Ahora bien, esta

universalidad es por naturaleza, lo cual permite distanciarse del concepto de universalidad del

derecho, pues su verdad no depende de un ejercicio de acuerdos –o verdad por convención–,

sino que justamente su verdad es la verdad de la naturaleza del hombre mismo, entendida por

la experiencia sensible, a saber, la mortalidad de la vida. Por lo anterios, la universalidad del

pensamiento se da siempre a partir de la comunicación entre los individuos, pero es sólo en la

medida en que es la esencia del género la que lo posibilita; a partir de aquí podemos entonces

remontarnos a la comprensión de la muerte por parte del género, siendo la muerte la síntesis

de la experiencia sensible particular que tengo con un cuerpo muerto que es otro yo. Así, esta

concepción de la muerte es realmente el acto del pensar en sí y para sí; éste define la esencia y

naturaleza del género en donde la separación de sujeto y objeto, dentro de la experiencia

sensible, es comunicable entre el yo y el otro gracias a que ambos comparten la misma esencia.

Podemos decir ahora que en la muerte se encuentra la unidad entre el sujeto de conocimiento y

el género, dado que es en este fenómeno en donde el hombre define su naturaleza mortal y

con ello el género se impone ante toda particularidad y pretensión de la verdad particular. En la

muerte la verdad es una y no hay posibilidad de controvertirla. El hecho de ser hombres

destinados a morir determina necesariamente nuestra vida y de suyo nuestra existencia. En este

sentido es necesario indagar el fenómeno de la muerte como un hecho que condiciona el modo

Page 101: Religión y Muerte en Feuerbach

100

de la existencia, condición que implica ser consciente de su finitud y, sin embargo, se pretende

la conservación infinita del ser a partir de contemplar la posibilidad de la infinitud. Este paso

nos lleva a desarrollar el concepto de angustia del ser humano como desenvolvimiento de la

existencia limitada por la muerte, pues es ella, la angustia, la que permite impulsar al hombre

particular a la creencia en la inmortalidad. Teniendo en cuenta este paso, debemos ahora

detenernos a examinar el fenómeno de la angustia.

2.3. La angustia como un estado de la vida determinado por la muerte

Podríamos decir que para Feuerbach la angustia de alguien frente a la muerte, por ejemplo la

angustia experimentada por Job, es más que un estado psicológico, es, más bien, un carácter

ontológico del ser del hombre. Por esta razón, la muerte determina al género en cuanto a su

definición y así a cada uno de los hombres en cuanto a su existencia, su finitud. De esta forma,

siguiendo a Epicteto, reconocer que de “lo que existe, unas cosas dependen de nosotros, otras

no” (Enquiridión, 3), permite también traer a la conciencia la posibilidad que tiene el hombre de

dirigir sus acciones en torno a sus condiciones reales, y así liberarse de toda innecesaria

aflicción del alma ante aquello que no se puede sino asumir, como es el caso de la muerte: “si

las cosas por naturaleza esclavas las creyeras libres y las ajenas propias, andarás obstaculizado,

afligido, lleno de turbación e increparás a los dioses y a los hombres” (Enquiridión, 7). Así, por

ejemplo, el hombre que se comporta conforme con la realidad sensible puede reconocer que la

muerte es un hecho que le acaece, en cuanto es constitutivo a la naturaleza del hombre, cuya

comprensión está en la realidad del género. Por tal razón, el hombre en la comprensión de la

muerte, y, por tanto, comprendiendo su propia naturaleza, se libera de creer que la causa de sus

males se halla en un individuo superior independiente de él que rige toda su vida, pues está por

encima de toda naturaleza. El sentido de esta creencia ya lo hemos examinado en el primer

capítulo de este trabajo, mostrando que la idea de un ser tal surge, precisamente, de la

objetivación de la esencia humana, la cual “tiene como condición previa la personificación de

la esencia objetiva y distinta del hombre, o la idea de la naturaleza como esencia humana” (La

esencia de la religión, §45, 79).

Así las cosas, si el hombre se considerara libre de las cosas que por su naturaleza le son

constitutivas, y tuviera como propias las que no dependen de él, entonces, como el patriarca

nómada Job, reprocharía a ese, su Dios, su desgracia; pues Job encuentra en Dios ese ente

Page 102: Religión y Muerte en Feuerbach

101

privilegiado de voluntad y poder que determina todo lo que le acaece, en Él está toda la

responsabilidad de los hechos que son por naturaleza. En este sentido, al examinar las

Escrituras encontramos que “Le habían nacido siete hijos y tres hijas. Tenía también siete mil

ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientos asnos y una servidumbre muy

numerosa. Este hombre era, pues, el más grande de todos los hijos de Oriente” (Job 1, 2-3); a

lo que seguramente le tenía aprecio, pues cuando se vio privado de ello, “[…] Job se levantó,

rasgó su manto, se rapó al cabeza […]” (Job 1, 20). Sin embargo, existe una cierta conciencia en

Job de que aquello no dependía de él, en tanto que afirma por principio de vida que: “[…]

desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré. Yahveh dio, Yahveh quitó: ¡Sea

bendito sea el nombre de Yahveh!” (Job 1, 21). De esta expresión de Job podemos entender

que existe una cierta relación entre la esencia de la naturaleza y Dios, tal como Feuerbach lo

afirma: “la esencia divina que se pueda manifestar en la naturaleza no es otra cosa que la

naturaleza misma que se manifiesta, se muestra y se impone al hombre como un ente divino”

(La esencia de la religión, §8, 29). Por esta razón, a pesar de que Job no es responsable de aquella

pérdida, por lo que no depende de él, sin embargo por el sentimiento de dependencia

constitutivo a su naturaleza le acaece el dolor ante la perdida de aquello y sólo en Dios –es

decir, en la sublimación de su propio ser– puede encontrar el alivio.

Ahora, justamente ante la presencia de la muerte y la pérdida de aquello de lo que Job depende

para vivir, él llega a ser consciente de su propia fragilidad, lo cual le permite ver en la muerte su

propia tragedia, su propia mortalidad. Aquí la muerte es entendida como desgracia propia, y en

la situación en la que se encuentra Job se percibe que la muerte de ese otro del que depende

vitalmente es lo que posibilita la comprensión de su propia muerte. Pero en tanto se está frente

a ella –la muerte– sólo cuando se está vivo, esta circunstancia permite en la muerte la

confrontación de mí ser y la conciencia de la finitud. Por tanto, en esta confrontación se

evidencia que la angustia es el estado propio de la existencia, en cuanto no se pueden distinguir

las cosas que dependen de uno y las que no, ya que existe en el hombre la necesidad por su

naturaleza animal de la conservación de su vida, la cual en el hombre es una expresión del

sentimiento mismo de dependencia de lo otro, en la medida en que este otro es la objetivación

de su propia esencia, que en el creyente se comprende como Dios.

Si bien hemos demostrado la infinitud de la esencia entendida en el creyente además como la

infinitud temporal en Dios, se crea así la necesidad de la trascendencia de la muerte en la

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102

infinitud de la vida, es decir, una proyección en aquella esencia divina, en tanto que como

creyente dependo de Él. Así, se genera la confusión entre la realidad particular de los hombres,

determinada por su finitud en la muerte, al entender y leer este fenómeno particular de la

mortalidad, con la realidad de la infinitud de la esencia del hombre en cuanto género, pues si

bien la “limitación del ser implica la limitación de la conciencia” (La esencia del cristianismo, 54),

hay que entender al ser como el modo de expresión de la esencia del hombre en cuanto

género, el cual no puede ser limitado. Según lo hemos señalado antes, este ser se configura en

la razón, la voluntad y el amor, y no en una existencia particular en torno a su vida sensible,

por lo determina Feuerbach:

Lo infinito afirma al negar, y niega al afirmar; lo infinito es infinito por doquiera, pero no sería en todas partes ni infinito, si su negación fuera por sí algo separado, algo aparte, si hubiera una pared separatoria, una frontera entre ella y la afirmación, si, por lo tanto, la negación fuera una negación finita, si terminara en la afirmación, como ésta en aquélla. Lo finito no es en lo finito, como quiere y cree la forma de pensar que no considera al espíritu ni a Dios, sólo lo infinito es en lo infinito; pero precisamente la infinitud es la infinitud de lo finito en lo infinito, es la negación de lo finito, en lo infinito está en efecto lo finito en su fin, no en sí y por sí, es decir, en su negación, pero ciertamente esta negación es en lo uno su afirmación; lo finito en el fin de lo finito en el límite de su límite, en la finitud de la finitud, en la negación de su negación está precisamente sólo en su afirmación (Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 224-225).

Esta necesidad de conservación de la vida es la que ante la muerte produce la necesidad o el

deseo de superarla. Pero, tal como lo asegura Estanislao Zuleta, “nuestra desgracia no está

tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal”

(Elogio a la dificultad, 10), y así volviendo a Epicteto: “Para tener sosiego no hemos de querer

que las cosas se acomoden a nuestros deseos, antes debemos acordar nuestros deseos a las

cosas” (Enquiridión, 131). En este contexto, la angustia es, precisamente, el estado que

sobreviene de la conciencia de la existencia finita, puesta en confrontación con nuestra

naturaleza de conservación que se expresa en el deseo de trascender la muerte. De igual modo

Epicuro decía que: “El sabio, por su parte, ni desea la vida ni rehúye el dejarla, porque para él

el vivir ni es un mal, ni considera que lo sea la muerte. Y así como de entre los alimentos no

escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo

más largo, sino del más intenso placer” (Carta a Meneceo, 59-60). En este sentido, el hombre

griego se diferencia del católico y del protestante, pues el griego así como asume de modo

práctico la muerte, igualmente la concibe; para el grecorromano la muerte no es más que

finitud de su existencia, y la aceptación de ésta condición es la que motiva una vida cuya

Page 104: Religión y Muerte en Feuerbach

103

finalidad está volcada al desarrollo de la gloria de Roma-Grecia. Por otra parte, en el católico la

muerte es una cierta condición en donde la finitud es un punto a superar en la necesidad

expresada por Feuerbach de conservación, la cual se expresa en la necesidad de que la vida sea

vivida en la Iglesia y, por medio de ella, se pueda superar la muerte misma en la inmortalidad

del alma. Y, finalmente, para el cristiano protestante la muerte es una condición para la

necesidad del seguimiento de los principios cristianos, para la propia salvación que se traduce

en inmortalidad. Así, la condición del creyente en la inmortalidad se fundamenta en la

posibilidad de superar la realidad que condiciona la vida, es decir, vencer a la muerte.

A partir de la crítica que Feuerbach hace a la objetivación de la esencia del hombre, en la que

se construye la idea de Dios, está desarrollando a su vez la emancipación del creyente de la

angustia ante la muerte, demostrando entonces que el hombre desea trascender su misma

naturaleza por medio de dicha idea de Dios; así, por ejemplo, por medio de la facultad de amar,

nuestro autor afirma que: “Dios es el amor. El hombre ama, pero Dios es el amor. El hombre

es todavía un sujeto, tiene todavía un ser propio fuera de su amor, en él es el amor propiedad,

bienaventuranza –pues el amor es bienaventuranza” (Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 77-

78). De este mismo modo, Job reduce su intranquilidad de aquella realidad que no depende de

él –reputación, riqueza, familia–, decidiendo, como todo creyente, dar por verdad que aquellas

cosas dependían de la misericordia de ese Ser Divino y perfecto, que bondadosamente le

privilegiaba en tanto él era bueno; así, ante la realidad desgraciada de los hechos, al caer en

sufrimiento, por lo que podía entender por traición, no pudo comprender entonces cómo Dios

permitió que le sobreviniera a él –siendo inocente– tanta y tan cruel calamidad. Recordemos

una vez más a Epicteto: “Quien no logra lo que desea es desafortunado, pero quien cae en lo

que teme es un desgraciado. Por tanto, si de entre las cosas que de ti dependen sólo rehúyes las

contrarias a la naturaleza, no te toparás con ninguna de las que aborreces; pero, en cambio, si

te empeñas en esquivar la enfermedad, la muerte o la pobreza, serás desgraciado” (Enquiridión,

11-13). Por dicha razón, en su dolor y perplejidad humana Job interpela a Dios; así quisiera

encontrarse con Él para enfrentarlo, para demandarle una explicación, pues desea quedar

finalmente rehabilitado en su honor y reputación de hombre bueno y piadoso. Este Job es,

realmente, el hombre que desea “permanecer en la perplejidad, ser de corazón insensible,

desprovisto de verdad y opinión, en una palabra, no tener carácter, [pues estas] son, en

nuestros días, las cualidades indispensables de un sabio auténtico, recomendable y ortodoxo”

(La esencia del cristianismo, 37), es aquel que golpeado ante su situación, no puede hallar la verdad

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104

ante sus ojos y refugia su verdad en ese Dios creador y administrador de toda la naturaleza. Sin

duda, si Job hubiera entendido que Dios no es más que la subjetivación de su ser y con ello la

subjetivación de su deseo de controlar las cosas que no dependen del él –del hombre–, no

hubiera renegado entonces de su existencia (cfr. Job 3, 10 ss.), ni perdería su “paciencia”

basada en el deseo de no llegar a la desgraciada prueba de la muerte propia, que se asoma en

cada una de las desgracias vividas ante el padecimiento de la pérdida y muerte de los otros

cercanos, y así surge el profundo deseo de la inmortalidad y placeres innombrables de otra

vida. De esta forma Job, al estar cara a cara con Dios, quedaría expuesto en su realidad de estar

cara a cara consigo mismo. Por esta razón, Feuerbach afirma:

La fe en la inmortalidad personal se identifica totalmente con la fe en el Dios personal –es decir: la fe en la vida celestial e inmortal de la persona expresa lo mismo que Dios, tal y como es objeto de los cristianos–, la esencia de la personalidad absoluta e ilimitada. La personalidad ilimitada es Dios (La esencia del cristianismo, 216)

Por esta fe, Job sostiene entonces que la muerte sería en esos instantes de miseria un tesoro

escondido, el cual hay que hallar, en tanto que a partir de su recta conducta es el camino

directo hacia la vida celestial e inmortal. Toda la angustia de Job es debida a tener que enfrentar

la vida próxima a la muerte, aún sin conseguir tal descanso. Él no está preparado de forma

alguna para comprender su situación, su ser mortal, pues lo hace de manera indirecta,

imputando la responsabilidad de todo cuanto le sucede a las cosas que no dependen de él.

Pero, al responsabilizar a Dios, se está responsabilizando a sí mismo de su tragedia, en la

medida en que Dios no es más que su propio ser separado y objetivado. Así, sólo puede

considerar una vida llena de amargura en donde espera la muerte y no le llega, en tanto que la

alegría de este hombre sólo se alcanza, cuando por fin baja a la tumba, debido a que en él

existe la esperanza en la inmortalidad, esto es, por el contrario, una vida libre de amargura. Por

esta razón, la existencia de Job es una existencia que niega la realidad, en la medida en que no

asume su propia naturaleza. La muerte es condición de su existencia y, sin embargo, considera

que las cosas con la que se relaciona en esta vida y que no dependen de él constituyen el

fundamento de su existencia, lo que conlleva entrar en la angustia. Así, Job, rebaja su ser a una

pura nada frente a un ente que considera más grande que él, como lo sería la naturaleza y sus

accidentes, sólo que para Job este ser tendría voluntad, además de un reconocimiento moral

del cómo actúa, y tendría el poder para castigarlo y desprotegerlo.

En un creyente la felicidad radica entonces en el modo como se supera la angustia, en la

manera como la existencia logra alcanzar un sentido en medio de la superación de aquello que

Page 106: Religión y Muerte en Feuerbach

105

limita la producción de la vida; radica por tanto, en cómo se le da sentido a la finitud y a la

muerte. La existencia de Job, entendida a través de su deseo de descansar en la muerte para así

llegar por medio de ella a una vida sobrenatural, muestra, según Feuerbach, cómo el creyente

asume su ser enajenado en la objetivación de su esencia, dado que sólo ve en el encuentro con

la muerte la posibilidad de vivir el presente, alimentado por el descanso de un futuro de paz

perpetua, pues sólo así puede llevar su realidad concreta. En este contexto, Zuleta afirma que:

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseos: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición (Elogio de la dificultad y otros ensayos, 9).

La felicidad del creyente no está puesta en la vida ni en la muerte, sino en trascender la vida y la

muerte como hechos en donde se manifiesta el sufrimiento y en donde acontecen todas las

desgracias. Job vive en el presente como ser tendido entre el pasado y el futuro, sólo que no

tiene conciencia de su finitud, pero sí de su angustia y su ser para la muerte. En esto consiste la

temporalidad e historicidad de Job, aunque él suponga y espere una vida más allá de la muerte,

luego “sólo allí donde el género desaparece de la conciencia, alcanza certidumbre la vida

celestial” (La esencia del cristianismo, 214). El existir de Job, como el de todo hombre particular,

vive en el tiempo y de suyo en la historia, no porque se esté inmerso en ellos, sino porque

surgen de su mismo ser. Se es auténticamente cuando se es de modo finito; la existencia

auténtica es la vida finita, tal como lo indica una y otra vez el mismo Feuerbach.

Es posible que Job en cuanto su experiencia de dolor ante la pérdida y la muerte, se

encontrarse frente a la nada en su búsqueda de respuesta y creyera descubrirla como

fenómeno, lo cual de modo concreto lo dejaría en situación de angustia. La cura a la muerte se

presenta para Job como una respuesta al estado de angustia de su ser ante la finitud y ante la

nada, y la posibilidad de seguir existiendo frente a esa nada es lo que estaría determinando la

angustia. De esta manera, Job creyó en una vida más allá, y dio esperanzas a su ser finito con

una existencia infinita. La angustia de Job es entonces un estado propio de la vida del creyente,

es decir, una manera en que él se ve situado en la existencia, cuando se enfrenta a la muerte,

Page 107: Religión y Muerte en Feuerbach

106

confrontándose así con su deseo de conservación de la vida, y no precisamente como enemigo

si no como descanso. En esta situación, la muerte es un tesoro escondido y anhelado7

De esta manera, comprendemos por qué, al ver la cura de su desgracia en su muerte (por ser el

“paso” hacia su inmortalidad), Job afirma que la causa de su angustia está en el deseo de

permanecer en la vida. Ahora, esta permanencia es reconocida por Job en la medida en que hay

otro yo, que está confirmando su propia existencia, pero es justamente ese otro yo el que posee

mis condiciones, él es un yo que no soy yo, de mi propia naturaleza; eso nos conduce a la

angustia del ser, a la angustia existencial. Por otro lado, si para mostrarnos a nosotros mismos

como vivos, basta con los sentidos, no caeríamos en el riesgo de la angustia; y aun si

tuviéramos que confirmar la existencia con otro, la angustia sería indiferente, pues ese otro no

sería más que un reconocimiento, una conciencia de género. De este modo la inmortalidad deja

de ser un alivio y cura de la angustia, en donde incluso ya no hay tal. Por tanto, se hace

necesario ahora seguir la indagación en torno a la muerte a la luz de esta idea de la inmortalidad

del alma, para poder comprender la realidad existencial del cristianismo.

.

2.4. La idea de inmortalidad: abstracción de la enajenación del hombre

La esencia de Dios se comprende comúnmente como extramundana, sobrenatural y

sobrehumana. Sin embargo, hemos demostrado ya en el capítulo anterior del presente trabajo

que la definición de esta esencia se reduce a la esencia humana. Es así como tras una

deconstrucción del concepto de Dios, redescubrimos también que el hombre es el verdadero

comienzo de la religión, esto es, el centro de la religión y el fin de ella, tal como el mismo

Feuerbach lo asevera:

Es objeto de la religión sólo, o principalmente, lo que es objeto de los fines y de las necesidades humanas, al menos una vez que el hombre se ha elevado por encima de la ilimitada arbitrariedad, desorientación y causalidad del fetichismo en sentido estricto […] Lo que es objeto de las necesidades y fines humanos es por eso mismo también objeto de los deseos humanos (La esencia de la religión, §32, 59).

De acuerdo con esta afirmación podemos indicar ahora cómo el pilar principal de la religión –

es decir, la idea de inmortalidad– es reducido a una creencia y a una esperanza, que emerge del

sentimiento de dependencia de lo otro que hay en la naturaleza misma y que rige todas las 7 Antes hay que aclarar que no se trata de miedo, dado que el miedo es una reacción que surge de enfrentarse con un objeto que compromete la vida, y la angustia –como ya lo hemos dicho– es el estado existencial, la angustia se relaciona con el estado subjetivo abstraído de cualquier objeto; mientras que en el miedo el hombre dirige su atención hacia un objeto.

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107

relaciones, en donde la realidad puede ser entendida desde una fantasía que sólo tiene lugar en

la imaginación. Con este mecanismo se hace posible entonces el deseo de superar la muerte

independiente de toda realidad concreta.

El principio actual de la inmortalidad personal es el fundamento del cristianismo; a ésta se le

concibe como una verdad necesaria, la cual se comprende por sí sola y a la que llegamos tras

una vida de austeridad, restringiendo nuestras pasiones y deseos terrenales. Parece ser que la

creencia en la inmortalidad descansa bajo el supuesto de juicios críticos, a los que se les

atribuye alabanzas o reproches, en tanto que ella aparece con una naturaleza crítica en la

medida en que es una selección de lo que el hombre encuentra como hermoso, bello y

agradable, lo que sería para su creencia la existencia misma, la existencia que sólo debe existir,

esto en contraposición de todo aquello que es considerado como malo, desagradable o

repugnante, que es para el hombre una existencia que no debería existir. A pesar de todo, esta

segunda realidad, mala y desagradable, existe; pero para el creyente en la inmortalidad esta

realidad es algo que está condenado a no existir después de la muerte, en el más allá, ya que el

más allá no está determinado por la finitud. Esta realidad se puede comprender en la pregunta:

¿Por qué no hay ningún placer duradero? Pues esta pregunta es la que agobia al creyente en la

inmortalidad, al estar esperando que la vida del más allá sea plena, llena de lo que él considera

bello en este mundo y liberada de los sentimientos contrarios que limiten la perfección, de lo

que para él debe ser eterno e ilimitado. Se trata entonces de una realidad vista desde de la

óptica de la fantasía, desde la imaginación, porque es una imagen encantadora de la realidad

que suprime el dolor. En su sentido antropológico, esta visión es fantástica y utópica, dado que

considera que esta vida real, que en cuanto tal es finita y real, es tan sólo un vago resplandor de

una vida espiritual y figurada.

En conclusión, encontramos que la otra vida es esta vida misma, sólo que está embellecida,

purificada de todo lo considerado malo y corruptor. De este modo, el embellecimiento busca

mejorar nuestra actualidad, y esto supone un reproche, un descontento con nuestra vida real.

Pero este reproche es sólo superficial, debido a que no se está rechazando el objeto, sino que

se rechaza el cómo de ese objeto, pues así como está no es del agrado de las aspiraciones del

creyente que tiene en su mira la idea de inmortalidad. Se rechazan entonces tan sólo las

cualidades, no el objeto mismo; de manera que aquello que no me gusta no lo embellezco, por

lo contrario, simplemente lo suprimo.

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108

La fe en la otra vida implica un rechazo de este mundo, pero no de su esencia, pues así como

es este mundo, no le agrada al que cree en un más allá. Por ejemplo, la alegría es algo que es

considerado como bello y deseado por los que creen en la otra vida, ¿quién no sentiría la

alegría como algo verdadero, como algo esencial? Pero el problema está en que no le gusta que

la alegría que siente en este mundo mortal tenga sentimientos contrarios, que la alegría aquí sea

transitoria y no ilimitada y eterna, de tal modo que pone también la alegría en la otra vida,

aunque la libera de los sentimientos contrarios que la anteceden o preceden situándola en Dios.

Por consiguiente, si Dios no es otra cosa que lo eterno e interrumpido, la alegría en él será

también ininterrumpida y eterna. El creyente en la idea de inmortalidad no toma en cuenta que

un placer duradero, ininterrumpido, ya no sería sensación ni placer, debido a que decimos que

algo es placentero sólo en la medida en que desaparece, porque no es infinito y eterno. Bien

dice Epicuro: “[…] el placer lo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero cuando

no experimentamos dolor, tampoco sentimos necesidad de placer” (Carta a Meneceo, 61). Por

esta razón nuestro autor afirma que:

[…] cuando en el azul turquesa del más allá, donde se hace abstracción de todo tiempo, atribuyes al individuo existencia individual, sensibilidad, deleite eterno y eterno placer, no estás siguiendo los dictados de la verdad, sino sólo los de la imaginación, en la que siempre es posible todo lo que en el ser, en la verdad y en la idea es imposible. Eterna bienaventuranza, sempiterna alegría existe sólo donde ya no hay individuo, donde el individuo deja de serlo, y esa eterna bienaventuranza por lo tanto existe en el espíritu, que tiene su verdadera realidad y existencia igual a sí mismo, idéntica con su esencia, en el pensamiento y en el conocimiento (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 116-117.)

Por esta tendencia a la infinitud de la inmortalidad y a sus recompensas, Dios no tiene nombre

propio como sucede en otras religiones antiguas, las cuales representan tanto placeres

“buenos” como sus “contrarios”. Pero, por el contrario, la creencia en la inmortalidad

descansa en la manera como el hombre se imagina su cielo, lleno de placeres ilimitados, así

como se imagina a su Dios, de modo que el contenido de su cielo es también el contenido de

su Dios. El cielo es, por lo tanto, la clave para determinar los secretos de la religión. Así,

estudiando la vida celestial, encontramos que cuanto más sobrenatural aparece, en un principio

o contemplada desde la lejanía, la vida celestial, tanto más se ve contemplada en la cercanía, es

decir que finalmente hay una unidad de la vida celestial con la vida natural. Esta unidad al fin y

al cabo se extiende hasta la carne, hasta nuestro cuerpo mortal. Por tal razón, Feuerbach dice:

La mayoría de aquellos que creen en una inmortalidad individual, aunque hablan de un cuerpo en una vida futura, diferenciando de esta manera cuerpo y alma, sin embargo, si se aúna conjuntamente la totalidad de sus ideas y puntos de vista, parecen representarse

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109

el alma como algo de carácter corporal, como algo finamente material en una determinada forma y figura (Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 179)

Así, la creencia en la inmortalidad supone una cierta separación del alma del cuerpo, de

realidad y posibilidad, del mismo modo que en la contemplación de Dios se separa la esencia

del individuo. Y en cuanto tal supone entonces la muerte. De esta forma, por ejemplo, al morir

un individuo existe un doble proceso, en tanto que la muerte es un hecho que implica lo

espiritual bajo el principio de la encarnación, que es un cuerpo recipiente, cuyo contenido es

Dios. Entonces se puede determinar que el cuerpo muerto, que queda en el mundo natural, es

el individuo humano sensible y físico; no obstante, el alma que ha estado encarnada al cuerpo

es ahora la que se separa y permanece en la inmortalidad, la cual sería estar en Dios mismo.

Ahora bien, en esta separación entre cuerpo y alma es dónde se puede comprender que el alma

anhela la parte perdida, pues se dice que tiene nostalgia del cuerpo, como Dios siendo el alma

desprendida es encarnada en Cristo. Entonces, así como Dios se convierte en hombre a partir

de la creencia de la encarnación, se podría afirmar del mismo modo que la unidad de la vida del

más allá y de esta vida se da en este principio, en el que el resultado es un individuo con un

nuevo cuerpo, el cual implica ahora lo divino; tal como lo dice el Nuevo Testamento, en el más

allá el creyente es como Dios sin ser él, por tanto, de igual manera Dios es también un ser

distinto y, sin embargo, el mismo ser, como el humano. Para llegar a este estado de humanidad

divina, el piadoso necesita llevar la vida del celibato, que en general es una vida austera, en

tanto es el camino hacia la vida inmortal en el más allá; en esta medida, la vida religiosa no es

otra cosa más que una vida de ascesis.

Identificamos que este ciclo es la vida sobrenatural, libre del compromiso matrimonial, asexual,

absolutamente individual. La fe en la inmortalidad cree que la diferencia sexual sólo es una

apariencia exterior, de tal modo que la individualidad es una realización personal, donde se es

completo, incondicionalmente por sí sólo y asexual. Si ya hemos afirmado que el que no

pertenece a ningún sexo, no pertenece al género, tenemos que reconocer también que la

diferencia sexual es fundamental, en su sentido antropológico, para que la individualidad pueda

estar ligada a la especie. Pero quien no pertenece al género, sólo pertenece a sí mismo, siendo

con ello un ser divino y absoluto, pues al mismo tiempo que se excluye del género, se es un

individuo que no tiene necesidades. De manera que cuando se divide el género, desaparece al

mismo tiempo de la conciencia, y por consiguiente la vida celestial se convierte en certeza. Por

el contrario, quien vive en la conciencia del género, confirma la verdad, y se hace consciente de

Page 111: Religión y Muerte en Feuerbach

110

su determinación sexual, que además no considera a esta última como un peso que carga el

hombre, sino que la considera como complemento de nuestra esencia. La determinación del

sexo implica no sólo compenetrar tanto carne y hueso, sino también el propio ser y el modo

esencial del pensamiento, del querer y sentir. Es así como podemos determinar que quien vive

en la conciencia del género, es decir, quien limita sus sentimientos y su fantasía en la

percepción de la realidad a partir de los sentidos, debido a que reconoce su mortalidad y finitud

como hombre real, no puede imaginarse ni afirmar que exista un más allá, donde el instinto

sexual y los placeres de este mundo sean suprimidos. Por esta razón, debemos tomar la idea de

un individuo asexual y celestial como una imaginación sensitiva de la fantasía.

El hombre verdadero tampoco puede abstraer su determinación moral o espiritual, debido a

que ésta está íntimamente ligada con su determinación natural. Así, él vive con la idea de la

totalidad, está convencido de que él es un ser parcial que solamente es lo que es, o sea una

persona determinada, de modo que es sólo en un tiempo determinado; por tanto, si nos

reconocemos como una esencia limitada, es decir, fáctica, con un final determinado en la

muerte, y no nos identificamos como una esencia en sí misma, estamos de igual modo

reconociendo que somos una persona y no la persona misma o en sí, entonces, nos

determinamos como personas que somos “ahora” pero no “siempre”. El que seamos este

sujeto determinado nos hace diferentes a otro sujeto, y esta diferencia, al igual que toda

separación, descansa sólo en esta realidad que es existencia determinada y real. Por

consiguiente, sólo en esta vida somos ese hombre que somos, y al acabar esta vida, acaba

también nuestra humanidad: “La expresión más concreta de nuestra concreción es la

temporalidad” (Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 113). Por ello, Feuerbach sostiene:

La persona determinada, el individuo, no es solamente por necesidad algo temporal, inseparable del tiempo, sino también necesariamente algo espacial. Por lo tanto, si supones una vida después de la muerte, en la que tú has de ser el mismo individuo que eras aquí, este ser personal, este sujeto que eres en esta vida, entonces […] por fuerza debes situar en un lugar esa vida después de la muerte (Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 119).

En consecuencia, los individuos que aún existieran después de la muerte, deberán tener, para

existir como individuos, un espacio común donde existir. Por eso, la creencia en la

inmortalidad, el cielo cristiano, sólo cabe en la imaginación y en la fantasía, puesto que el

pensamiento no necesita del tiempo y tampoco de lugar; el tiempo sólo está en la frontera que

media entre nosotros y el pensamiento. Distanciándonos entonces de Kant, determinamos el

Page 112: Religión y Muerte en Feuerbach

111

espacio y tiempo como formas absolutas, imprescindibles y necesarias para toda individualidad,

pues el ser humano, por su parte, no sólo es individuo, dado que por sus fines y por la

actividad con que los realiza, es a la vez algo para sí y para los demás, es decir, para el género.

Por su parte, quien vive la conciencia del género como una verdad, considera también su

existencia para los demás; por tanto, la existencia del individuo es idéntica con el ser de su

esencia y su existencia es inmortal, productiva y siempre tiene en la mira al género, pues este

hombre vive con toda el alma y todo el corazón por la humanidad, por el hecho de que “tu

esencia, como individuo, es evidentemente el género, tu esencia como hombre, como persona,

es, por consiguiente, la humanidad; el género, la humanidad, es por consiguiente objeto para ti,

al diferenciarte tú de tu esencia” (Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 186).

Así, trabajar es servir, y el hombre vive con toda el alma y el corazón por la humanidad,

¿Cómo puedo yo servir entonces a un objeto? ¿Cómo puedo subordinarme a mí mismo, si no

lo considero como algo que está elevado en mi espíritu? ¿Cómo negaría en su espíritu, cómo

rebajaría en su pensamiento, lo que celebra por el hecho, consagrándole con alegría sus

fuerzas? ¿Cómo puedo consagrar mi tiempo y mis fuerzas a lo que desprecio?

Identificamos al espíritu del hombre como la forma esencial de su actividad, y esa actividad

está dirigida en todo caso en el desarrollo del género, de manera que quien es práctico en su

profesión y en su arte, esto es, quien cumple con su función, con su tarea, y quien está

dedicado plenamente a su profesión o a su arte, la cree también como la profesión más sublime

y más bella. Entonces, ¿qué será lo más sublime y bello para un religioso que intenta

comprender el misterio de Dios? Nuestra existencia es sólo dependiente del género, sólo que el

hombre en la religión hace depender su existencia de la existencia de Dios, y Dios es su

máxima autoproducción; esto se puede entender en su sentido antropológico cuando se estudia

la doctrina de la inmortalidad al ser la doctrina final de la religión, es decir, un testamento en el

que se manifiesta su último deseo, en donde la esencia misma esta plenamente objetivada en la

deidad. Por eso, Feuerbach enuncia aquí de manera clara la intencionalidad de la creencia en al

inmortalidad:

Si yo no soy inmortal, entonces no creo en ningún Dios; quien niega la inmortalidad, niega a Dios. […] El interés de que Dios sea es idéntico con el interés de que existo, de que soy eterno. Dios es mi existencia oculta y segura; es la subjetividad de los sujetos, la personalidad de las personas. ¿Cómo podría, por lo tanto, no corresponder a las personas lo que corresponde a la personalidad? En Dios convierto mi futuro en un presente, o, más bien, un verbo en un sustantivo; ¿cómo

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112

se podría separar el uno del otro? Dios es la existencia correspondiente a mis deseos y sentimientos; es el justo, el bueno que cumple mis deseos. […] Si yo no soy eterno, Dios no es Dios; si la inmortalidad no existe, tampoco existe Dios. El apóstol había sacado ya esta conclusión. Si nosotros no resucitamos, entonces Cristo tampoco ha resucitado, y todo se reduce a nada. Comamos y bebamos, edite et bibite”. (La esencia del cristianismo, 217 y 218)

Para el creyente, Dios encarna la certeza de su aspiración a la inmortalidad, en la medida en

que es la certidumbre y la verdad que se ha alimentado a lo largo de la existencia como lo

infinito, imperecedero, no contingente, eterno e inmortal. Por tanto, Dios representa la

salvación, una protección, si se tiene tal privilegio y tal poder que cuente a favor de uno; no es

necesario ni siquiera preguntarse de dónde se deduce esta idea de inmortalidad, porque si se

tiene a Dios se tiene también la certeza de la inmortalidad. En este sentido, podemos decir que

para aquellos que creen en Dios, el concepto de la inmortalidad está incluido en el de Dios, por

ser él la representación de lo inmortal, esto es, la representación de lo que es en sí el género

mismo, y con ello vencen todo temor a la muerte. Por lo cual, en la idea de inmortalidad ya no

existe la división entre hombre y su personalidad subjetivada y perfecta, es decir que la

contradicción que surge en la enajenación de la esencia del hombre entre realidad y

representación se suprime, de modo que si aquí somos hombres, en el más allá seremos seres

divinos. En esta realidad mortal y finita la divinidad sólo es cualidad de un ser grande y ajeno a

este mundo; pero en la vida celestial el ser dioses será un bien común, de manera que en este

mundo se da una cierta unidad abstraída por la creencia en el más allá. Pero es la vida celestial

en donde se vuelve la existencia una pluralidad concreta. Así, en la medida en que tomo como

cierto que Dios existe, también es cierta la posibilidad de mi eterna felicidad. En este sentido,

Dios es la certeza de mi beatitud. El interés que hay en la existencia de Dios, es el mismo

interés que hay en que yo sea eterno. Dios es mi existencia tomada en préstamo, mi existencia

cierta: él es la subjetividad de los sujetos, la personalidad de las personas. Pero, ¿cómo no

correspondería entonces a las personas lo que corresponde a la personalidad? En Dios

convierto mi futuro en un presente, o más bien el verbo en un sustantivo. Pero, ¿cómo podría

separarse el uno del otro? Como lo demostramos ya antes, Dios es la existencia

correspondiente a mis deseos y sentimientos: él es el Dios justo y bondadoso que cumple mis

deseos. Dios es el que cumple mis deseos, es decir, es la realidad y el cumplimiento de mis

anhelos. Dios es la fuerza mediante la cual todas las diferentes personas tienen la certidumbre

de su eterna felicidad e inmortalidad y con ello es la granita que vence la muerte. Dios es

entonces la certeza suprema y última del hombre, esto es, de la absoluta verdad de su esencia.

Page 114: Religión y Muerte en Feuerbach

113

Por consiguiente, podemos afirmar que Dios es el cielo, donde ambas cosas son idénticas, la

existencia y la esencia. Pero, según Feuerbach, más fácil habría sido demostrar lo contrario, o

sea, que el cielo es el verdadero Dios de los hombres.

Así como Dios no es otra cosa más que la esencia del hombre, limpio de lo que al individuo le

parece malo, ya sea en sus sentimientos, ya sea en sus deseos, así también la vida del más allá

no es otra cosa que esta vida librada de lo que aparece como un mal, como una restricción.

Tan clara y precisamente como el individuo conoce el límite como límite y el mal como mal,

tan clara y precisamente es consciente de la vida del más allá, donde estas restricciones y estos

males se suprimirían. Cuanto más Dios es principio de la vida, en donde parece un ser

extrahumano, sobrehumano, tanto más humano se presenta en el transcurso o al final de la

existencia del hombre particular. Dios se presenta así como la personalidad pura, absoluta y

libre de toda clase de limitaciones naturales, como lo que los individuos humanos sólo deben

ser y serán. La fe en Dios es, por tanto, la fe del hombre en la infinitud y la verdad de su propia

esencia; y la esencia divina es la esencia humana, es decir, es la esencia subjetivamente humana

en su libertad e ilimitación absoluta. Sólo Dios es inmortal, y todo está comprendido en Dios

como las cosas y esencias concretas, que de igual modo son fundadas y contenidas por él,

debido a que todas las cosas y esencias están contenidas en la propia esencia divina. La

naturaleza –este mundo– es entonces una existencia que contradice a mis deseos y a mis

sentimientos. Y, por esto, la vida de este mundo es la vida oscura e inconcebible que se aclara

por la vida del más allá. Por esta razón, Feuerbach reconoce que el creyente es un ser

complicado y enmascarado.

En conclusión, el cuerpo entendido desde el estado sobrenatural está realmente determinado

como un cuerpo de fantasía, pues siendo así como un cuerpo creado es también un cuerpo

imaginado, que satisface al sentimiento del hombre que cree que es justo que exista otra vida,

donde las cosas bellas de este mundo sean eternas e infinitas. En este sentido, la fe en el más

allá no es otra cosa más que la fe y la esperanza en que exista en realidad la verdad de la

fantasía, y, de igual modo, la creencia en Dios es la creencia y la esperanza en la verdad y la

infinitud del sentimiento humano. Así como la creencia en Dios es idéntica a la fe en la esencia

abstracta del hombre, de la misma manera la creencia en la otra vida sólo es la fe en esta vida

abstracta. Por tal razón, donde la vida no se encuentra en contradicción con una sensación y

con una representación, por lo que una idea no es más que la forma como se representa la

Page 115: Religión y Muerte en Feuerbach

114

realidad, siendo así la idea religiosa la relación con el sentimiento de dependencia de nuestra

propia esencia que produce en nosotros la esperanza en dicha inmortalidad, entonces en esta

vida –donde esta idea de inmortalidad no es verdadera, ni siquiera posible– no tiene lugar

ninguna clase de argumento para postular inmortalidad alguna y, por tanto, en ella no es

necesario creencia alguna; luego en una vida así no hay lugar a pensar que podamos existir

después de la muerte en una vida celestial, llena de placeres infinitos y sin nombre. Es así como

nos vemos obligados a reconocer que la idea de inmortalidad, es decir, la creencia en la vida

después de la muerte, implica una cierta supresión de la experiencia contradictoria entre la

realidad y la posibilidad de la infinitud individual de un cuerpo, que sólo se percibe desde los

sentidos, ya que todo cuerpo es siempre un cuerpo percibido.

Por consiguiente, desde una perspectiva antropológica construida en sentido materialista,

como es la de Feuerbach, podemos entender ahora la realidad del hombre desde la verdad que

le proporciona los sentidos, y con ello aceptar la condición en la cual el hombre se encuentra

en conformidad consigo mismo, esto es, con su realidad en medio de los diferentes

sentimientos, que incluso han de ser algunos opuestos y encontrados, por lo que con ello busca

satisfacer el deseo simple de existir. Desde esta perspectiva, podemos entonces comprender

que el contenido de la idea de inmortalidad, de otra vida más allá de la muerte, es en general la

pretensión de la felicidad eterna del individuo, que pone en su deseo las razones para sí mismo

y no en la razón misma, pues esta idea no es más que un deseo y no una idea de razón. Si es un

deseo no hay entonces certeza de su existencia. Pero, esto no quiere decir que este deseo

carezca de realidad antropológica, como lo indicamos antes, el deseo no es otra cosa más que

la proyección infinita de lo que el hombre es en el género. El hombre concreto es el que puede

percibir que aquí existe tal felicidad, la cual está ligada en medio de los opuestos, limitada a la

tristeza, a la desdicha, a sentimientos contrarios, que en el más allá se suprimen, pero aquí, en

este mundo, existen como limitados y restringidos por la naturaleza. De esta manera,

Feuerbach considera que la fe en la otra vida no es más que la creencia en poder liberar de la

subjetividad y de las limitaciones de la naturaleza aquello que es considerado como bello.

Ahora bien, si negamos la posibilidad de la vida luego de la muerte o la idea misma de

inmortalidad, al circunscribirla a un mero sentimiento que surge como producto de estar

enfrentado a la muerte bajo el deseo de superarla, y con ello volvemos a la delimitación de la

verdad del concepto de Dios puesto en la esencia del hombre, afirmamos entonces que la

Page 116: Religión y Muerte en Feuerbach

115

divinidad y la existencia de Dios dependen de la existencia de los individuos y que, por tanto, si

no soy inmortal no creo en ningún Dios, pues quien niega la inmortalidad, niega también a

Dios. Por lo tanto, el creyente no puede sino asumir la idea de inmortalidad, si de ella quiere

vivir; no le queda otro camino más que acogerla como una verdad irrefutable, lo cual implica

para el hombre abstracto en su proyecto de develar la verdad, el volver a desarrollar el

concepto de Dios, reconociendo que para él se trata de una personalidad, es decir, la

subjetividad misma del hombre, una subjetividad absoluta. En este reconocimiento, el creyente

reconoce también, de suyo, que el concepto de Dios lleva consigo su deseo de inmortalidad,

debido a que Dios es para él la directa garantía de que pueda vivir después de la muerte,

disfrutando es este modo de las recompensas de haber llevado una vida ascética en este

mundo.

Page 117: Religión y Muerte en Feuerbach

116

Conclusión

Después de haber realizado nuestro recorrido por la obra filosófica de Feuerbach, podemos

reconocer que, al lo largo de la historia de la humanidad, los conceptos han permitido al

hombre indagar por su existencia, su realidad, es decir, dar diferentes interpretaciones en torno

a qué es la verdad. Por eso, ante la afirmación de Jesús, en el Evangelio según San Juan, cuando

dice: “[…] soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar

testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (18, 37), la respuesta de

Pilatos no puede ser otra que preguntar: “¿Qué es la verdad? […]” (18, 38). En este sentido

todo trabajo que implique desarrollar conceptos debe comenzar por aclarar el marco en el que

se construye, es decir, definir cómo se concibe la verdad, esto es, responder a la pregunta por

la verdad. Sin embargo, toda respuesta a esta pregunta no puede poseer otro punto de partida

que el hombre mismo, y en este sentido se hace necesario preguntarse por el hombre: ¿Qué es

el hombre? Por esta razón, preguntarse por la naturaleza del hombre implica también

preguntarse por las condiciones propias a las que pertenece en cuanto a vida, dominio, reino,

filo, clase, orden y familia, como preguntarse por la esencia misma del hombre que lo distingue

como tal en cuanto género.

A partir del trabajo desarrollado, hemos definido con Feuerbach que el hombre se distingue en

cuanto género por su esencia: por el amor, por la voluntad y por la razón; no obstante, el

hombre es un ser vivo del reino animalia, de la clase mamalia, del orden de los primates y de la

familia hominidae, y por tanto posee una serie de cualidades comunes con otros géneros –con

unos más que con otros–, propios a la división taxonómica de la naturaleza. Esta distinción

permite analizar al hombre en medio de todas sus condiciones para alcanzar así una definición

adecuada de él. En este sentido el hombre es en medio de su condición de ser vivo y, así, está

determinada su existencia por la finitud en la muerte; por otra parte, por el reino, las relaciones

se dan por medio de los sentidos (el tacto, el gusto, la vista, el olfato y el oído) y con ellos, el

hombre se desarrolla en medio del sentimiento de dependencia, propio de la relación de pareja

para la procreación; más aún, este sentimiento de dependencia es instintivo y producto de

diferentes fenómenos como el ejercicio de amamantar como primera conservación de la clase,

en la que existe una relación directa de dependencia entre la madre y el hijo.

Estos fenómenos permiten develar, en los comportamientos, una cierta necesidad de

conservación, y con ello una necesidad de colectividad en algunos de ellos. Pero es en la

Page 118: Religión y Muerte en Feuerbach

117

esencia del hombre –en la razón, en la voluntad y en el amor–, como el hombre se distingue a

sí mismo y se diferencia de aquello de lo que no es hombre. Incluso, esta esencia es la que le

permite al hombre crear dicha taxonomía, de tal modo que él logra por sus sentidos percibir lo

otro, y es por la razón, la voluntad y el amor como puede generar una cierta clasificación de la

naturaleza en la que se ubica en ella y, a su vez, se distingue de ella. Así, el hombre posee por la

razón la capacidad del conocimiento de lo otro y el conocimiento de sí mismo; por la voluntad

el hombre decide actuar conforme a sus convicciones; y por el amor el hombre se convierte en

un ser particular y universal, en tanto el hombre particular se determina a sí mismo en la

distinción entre hombres –a partir de la razón y la voluntad– como su primer compromiso,

que es consigo mismo, producto de la autoconservación. Pero esta distinción entre los

hombres es lo que permite ver que está determinado a sí mismo en cuanto género, pues es sólo

en dicha relación con los hombres que el hombre particular puede llegar a la autoconciencia de

su existencia, la cual implica al mismo tiempo la existencia del género. Es así como podemos

decir ahora que es la esencia del género la que determina el compromiso del hombre particular,

es decir, el amor.

Esta esencia del hombre implica, dentro del sentimiento de dependencia, una particular

necesidad que tiene el hombre de asociarse y así crear colectivos, que en el decurso de las

relaciones devienen en la organización de sociedades. Ahora, ¿qué produce en los seres

humanos la necesidad de organizarse en sociedad? El ejercicio en el que el hombre se ha

desenvuelto como ser social se comprende como el desarrollo de un cierto principio de la

seguridad ontológica, que se da bajo el principio de dependencia de lo otro. Así, la pregunta

anterior se desarrolla a partir de cómo el hombre, en medio de sus circunstancias, construye un

modo de relación con su entorno, logrando así un ambiente de seguridad para y en sí mismo,

en tanto que puede comprender sus condiciones y modificarlas en busca de un bien mayor, de

modo que se genere, por consecuencia, un sentimiento de confianza para él y en los otros. En

este sentido, el concepto de seguridad –del latín securitas– se define a partir de la certeza, es

decir, del conocimiento que se da por la experiencia sensible, aquello que por los sentidos

puedo constatar, lo cual implica el uso de la razón en el ejercicio de la comprensión de la

experiencia, producto de la definición del entorno en el que el hombre se desarrolla y del

hombre mismo como sujeto de experiencia. Dichas condiciones no pueden ser otras que

aquellas que protejan su existencia vital y le permitan el desarrollo de la razón, de la voluntad y

del amor. Es posible entonces asociar el concepto de seguridad con confianza en sí mismo o

Page 119: Religión y Muerte en Feuerbach

118

en una situación dada, lo cual posibilita su desarrollo. Por esta razón, podemos resaltar que la

esencia del hombre implica la percepción de la existencia y su comprensión.

La conciencia de la existencia, la cual es el fundamento de toda seguridad ontológica, pues es

aquello que el hombre mismo posee como su mayor certeza, es producto de la relación

sensible con lo otro, de las relaciones humanas; por tanto, es en la relación con los otros seres

humanos donde el hombre se reconoce a sí mismo. A partir de los sentidos el hombre puede

establecer el límite de la realidad y de la verdad. Así, la realidad que es percibida sensiblemente,

limita lo verdadero y establece los modos de relación con lo otro; es en esta relación en donde

se manifiesta el sentimiento de dependencia inconsciente y, por tanto, el desarrollo de la

esencia del hombre está ligado necesariamente a un otro. La esencia del hombre implica la

relación sujeto-objeto, en donde incluso puedo ser objeto de mi propia subjetividad, para

poder reconocerme en mi existencia. Pero sólo es posible reconocerme como ser humano en

la medida en que hay otros seres humanos con los que me relaciono y me identifico en cuanto

género.

De este modo, la pregunta por qué es la religión tiene por respuesta la crítica al cristianismo en

Feuerbach, esto es, la comprensión de la esencia del hombre de modo objetivado. ¿Qué

significa este modo objetivado? El hombre particular, en la búsqueda de las condiciones para el

desarrollo de su esencia y alcanzar esta seguridad ontológica a partir de la relación con el otro,

producto del sentimiento de dependencia, se enfrenta a ciertos límites de su propia naturaleza

que parecen contradecir su propia esencia. Es así como al hombre no le es posible considerar

su finitud, si la razón en sí misma es infinita; no obstante, no posee el poder de contravenir la

muerte como su propio destino, pero sólo puede experimentarla y tener certeza de ella en la

muerte de otro yo. Luego es necesario el ejercicio de creer que dicha razón (así como la

voluntad y el amor) no puede ser simplemente constitutiva al hombre, puesto que algo que es

en sí universal e infinito no puede poseer finitud; de modo que debe existir algo mayor que

contenga esa universalidad e infinitud que se traduce en inmortalidad, es decir: Dios es para el

creyente una cierta satisfacción universal de este sentimiento de dependencia, dado que él

colma todas sus necesidades, y aquellas que no pueden ser colmadas de este modo, como los

placeres corporales, son consideradas como necesidades banales, mundanas y transitorias. De

esta manera son creados todos los argumentos de la existencia de Dios, tal como lo hemos

desarrollado en este trabajo. En este sentido la creencia en Dios tiene una relación íntima con

Page 120: Religión y Muerte en Feuerbach

119

la creencia en la inmortalidad, pues es justamente ese Dios quien ofreció los preceptos de

conducta que surgen del ejercicio de la razón, la voluntad y el amor, los cuales se traducen en

un modelo de vida, decidiendo así la incorporación a su reino, al cielo, y logrando con ello el

bien deseado de la superación de la muerte y alcanzar la seguridad ontológica que pretende

encontrar el creyente.

Sin embargo, parece ser que este ejercicio no se escapa de la necesidad del hombre de ser un

ser social. Por esta razón, podemos decir ahora que la religión es un modo en el que la

sociedad se expresa, en tanto que este fenómeno de la creencia en Dios no es de un particular

del género, sino una cierta determinación de colectivos de particulares del género mismo,

construido al enfrentar –a partir de ciertas condiciones materiales que limitan la comprensión

de la realidad– la esencia del hombre y la realidad de la naturaleza del reino del que el hombre

es parte, a saber: la muerte. Este fenómeno colectivo establece ciertas convenciones y logra

determinar así un modelo de vida loable que conduce al bien deseado de la inmortalidad.

Ahora, la expresión colectiva de la creencia tiene sus diferentes modos de expresión en la

historia de la humanidad, modos que se entienden a partir de las condiciones en que se

expresan. En este sentido hemos mostrado cómo el cristianismo se ha desenvuelto

históricamente, desde sus principios en la construcción de la Iglesia Católica hasta su

fragmentación en el protestantismo con la radicalización de la individualización del hombre;

esta individualización le dio fuerza a la idea de inmortalidad del hombre particular, en tanto

dependía de él llegar a ella, si ejercía una vida digna conforme a los principios cristianos. Pero,

somos individuos sólo mientras sentimos, porque la seguridad de nuestra existencia la tenemos

sólo en la sensibilidad. La sensibilidad es el ser del individuo, esto es, su determinación

absoluta, pues la expresión absoluta determinada de la individualidad es la sensibilidad. Es lo

mismo decir que yo soy un ser que siente a decir yo soy un individuo determinado. Asimismo, donde no

hay un ahora no hay sensibilidad alguna; por tanto, lo sensible depende del tiempo, la

sensibilidad existe sólo como instante y viceversa; pero la diferencia está en los sentidos

mismos, por ejemplo: muchas manzanas de un árbol no son diferentes para la idea misma de

manzana y por ella, sino que son diferentes sólo para los sentidos, porque no son diferentes

según su esencia.

En este orden de ideas, las religiones son tan diferentes como sus cielos y hay tantos cielos

diferentes como hay diferentes clases de hombres particulares. Por tal razón, para conocer una

Page 121: Religión y Muerte en Feuerbach

120

fe, y en general una religión, es necesario observar los escalones infinitos y más toscos de la

religión. No hay que contemplar la religión solamente en una línea ascendente puesta en sus

teorías, sino en todo el ancho de su existencia que se encuentra en su historia, y asimismo

encontrar que la esencia de la religión misma no es más que el hombre. Entonces, es necesario

contemplar la religión absoluta –el cristianismo y sus expresiones en el pensamiento filosófico–

tanto como las demás religiones. Por consiguiente, el hombre religioso, cuya consciencia no

pasa los límites de la creencia construida desde su colectivo –siendo éste propio de una región

o un fenómeno global–, coloca también su colectivo de modo idealizado en el más allá, de tal

modo que no deja a la naturaleza así como es, sino que la mejora para así vencer las

dificultades de su vida. En dicha limitación, hay un rasgo conmovedor: el más allá no es otra

cosa que la añoranza de la inmortalidad, pues la muerte separa a cada hombre individual de los

suyos, de su pueblo. Esta vida eterna tiene para ellos el valor total y absoluto. Los creyentes no

pueden prescindir de esta vida, no pueden imaginarse ninguna anulación de ésta, es decir, ellos

creen y viven para la infinitud, esto es, para la eternidad de esta vida. Por esta razón, el hombre

se separa en la religión de sí mismo, pero sólo para volver siempre al mismo punto de donde

ha partido, esto es, su propia esencia. El hombre se niega, desconoce su naturaleza, sólo para

encontrarse nuevamente, pero ahora en una forma glorificada. Por eso él rechaza también esta

vida, pero sólo para encontrarla otra vez en la vida del más allá; y he aquí la razón de ser de la

inseparable relación entre inmortalidad, Dios y religión con el hombre mismo: el desarrollo de

su propia esencia ante la negación de su naturaleza, la muerte.

En el trabajo de Ludwig Feuerbach, particularmente en La esencia del cristianismo y Pensamiento

sobre muerte e inmortalidad, se hace una apuesta por la emancipación del hombre ante su propia

enajenación en el cristianismo, que surge de la negación de su condición mortal. Es entonces

esta condición, la muerte, la que entraña el fenómeno de la objetivación de la esencia del

hombre y, a su vez, está en ella misma el camino para la recuperación del hombre concreto. Es

en la muerte que se manifiesta toda creencia en Dios; no obstante, también es en la muerte

donde la verdad se reduce al hombre mismo, por tanto es en donde está la contradicción de la

creencia en la existencia de Dios. Finalmente, es en la muerte en donde encontramos que la

religión es el reconocimiento que tiene el hombre de su propia esencia. Por esta razón, nuestro

autor reconoce, por medio de una súplica humilde, que debemos introducir en nuestras

preocupaciones académicas una reflexión aguda sobre la muerte:

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SÚPLICA HUMILDE AL

MUY SABIO Y MUY HONRADO PÚBLICO ILUSTRADO

Para el ingreso de la muerte en la

Academia de las Ciencias

Muy ilustrados y muy sabios señores, aquí a la muerte a ustedes les presento, para que, dentro de su augusto círculo,

al podio de doctor ustedes la promuevan.

La cosa indigna no encontrarán ustedes, cuando ella con ustedes en consejo se siente,

pues sin más dilación ahora les declaro la mucha ciencia que en ella se halla puesta.

No hay médico cual ella aquí en la Tierra,

a él jamás falló ninguna cura; y por muy grave que ustedes estuvieran,

de raíz cura ella la naturaleza.

Es la verdad que nunca se ha entendido con los teólogos del cristiano mundo,

más es un hecho que nunca hallareis otro que con ella la filosofía entienda.

Por todo ello, ruego se reciba

la muerte en la Academia, y que en Filosofía, cuanto antes,

doctora se le haga

(Pensamiento sobre muerte e inmortalidad, 53)

Page 123: Religión y Muerte en Feuerbach

122

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