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Tokyo Tribe (2014, Sion Sono) Sion Sono es, sin duda, uno de los directores más fascinantes del último tiempo, logrando estrenar al menos una película al año (este 2015 estrenará cinco, en un cambio de ritmo abrumador) adquiriendo además siempre la gracia de la crítica a partir de un estilo autoral personal que se basa en sus obsesiones: la juventud, la depresión, la muerte, la religión y el cine de género. Esta nueva cinta es, hasta el momento, la de mayor presupuesto en su carrera, y cuenta con el apoyo de una productora importante como Nikkatsu, y está basada en una serie de mangas de bastante éxito. Uno podría pensar que este salto podría ser un desastre, dada la trayectoria de Sono como cineasta independiente, pero todos nos podemos equivocar: estamos no sólo ante una película completamente de Sion Sono, sino también una de las mejores de su carrera. Sin embargo, describir la cinta en sí es difícil, sobre todo cuando uno trata de lograr que parezca algo atrayente para el público que quiera interesarse, ya que su descripción más básica debe incluir el hecho de que es un musical, pero no uno de cualquier clase, sino un musical en clave hip hop, que cuenta con la participación de los cantantes, músicos, DJs y artistas urbanos más importantes del país nipón. Y yo,

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Page 1: Tokyo Tribe

Tokyo Tribe (2014, Sion Sono)

Sion Sono es, sin duda, uno de los directores más fascinantes del último tiempo,

logrando estrenar al menos una película al año (este 2015 estrenará cinco, en un

cambio de ritmo abrumador) adquiriendo además siempre la gracia de la crítica a

partir de un estilo autoral personal que se basa en sus obsesiones: la juventud, la

depresión, la muerte, la religión y el cine de género.

Esta nueva cinta es, hasta el momento, la de mayor presupuesto en su

carrera, y cuenta con el apoyo de una productora importante como Nikkatsu, y

está basada en una serie de mangas de bastante éxito. Uno podría pensar que

este salto podría ser un desastre, dada la trayectoria de Sono como cineasta

independiente, pero todos nos podemos equivocar: estamos no sólo ante una

película completamente de Sion Sono, sino también una de las mejores de su

carrera.

Sin embargo, describir la cinta en sí es difícil, sobre todo cuando uno trata

de lograr que parezca algo atrayente para el público que quiera interesarse, ya

que su descripción más básica debe incluir el hecho de que es un musical, pero no

uno de cualquier clase, sino un musical en clave hip hop, que cuenta con la

participación de los cantantes, músicos, DJs y artistas urbanos más importantes

del país nipón. Y yo, personalmente, no siento ninguna atracción ni por el género

musical y menos por el hip hop, pero acá hay una fuerza en lo visual, que logra

hacer olvidar esa presencia abrumante, e incluso caer en esa combustión musical.

La cinta inicia con una suerte de demiurgo, un narrador omnisciente que canta y

rapea, la cámara siguiéndolo en todo momento, e incluso a veces dirigiendo la

mirada de los espectadores. Es él quien nos introduce a las tribus que se

encuentran en Tokio, las cuales se encuentran en una constante guerra. Dentro de

las tribus hay estilos variados, habiendo unas con influencias musicales, mientras

que otras basan su estilo de vida en los negocios y locales que tienen, u otros que

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basan su organización en una filosofía de vida, como puede ser el amor y la paz.

Es en la relación entre las bandas donde nace la trama de la película, la cual da

muchos giros y vueltas, además de ser complicada de seguir en un principio, pero

que al final confluye en una épica espectacular y ridículamente entretenida.

La presencia de una cámara envolvente es fundamental en los primeros minutos

de la película, logrando que no se vuelva un recurso repetitivo y sirviendo

principalmente para asimilar el ritmo de la música fluyendo con la cámara en sí,

donde se muestra una ciudad como Tokio casi como un laberinto borgiano, donde

a cada vuelta parece haber diez caminos más que seguir, veinte historias nuevas

y treinta personajes nuevos a los cuales debemos prestar atención. Esto no quiere

decir que sea una historia dispersa, sino que mas bien estamos frente a un

barroquismo exquisito, con un detalle absoluto al arte y los vestuarios, así como

las actuaciones, como si fuera una novela rusa, o una serie de televisión con años

de personajes secundarios, pero compactada en una cinta de dos horas que

podría bien ser el musical de la década, sino es ya el mejor musical de los últimos

veinte años.

En cuanto al tono de la cinta, pese a la presencia de momentos dramáticos,

momentos de violencia extrema, coreografía de acción y de baile (y a veces,

ambas al mismo tiempo), logran mezclarse bien para formar algo parecido a una

farsa, no una comedia, donde la exageración y la parodia constante, así como el

uso de estereotipos, es lo que logra la mayor conexión con la audiencia, pese a

contener elementos que de un momento a otro parecen descolocar, como puede

ser eventos especialmente sangrientos o escenas de canibalismo extremo.

La nota más violenta, grotesca y sexualmente explícita (dentro de los límites de

una producción de estudio en Japón) vienen de uno de los mejores antagonistas

del cine en mucho tiempo, Buppa, que es como el gran daddy de todas las tribus,

que mantiene la enemistad entre ellas con el fin de tener el control sobre Tokio.

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Puede que ahí haya una suerte de metáfora, o un mensaje final sobre cómo

parece haber una cierta entidad superior que puede hacer lo que sea, incluso

comerse a las jóvenes más vírgenes de la sociedad, y se mantiene en completa

impunidad (evento que logra realizar Sono en una sola escena, donde la policía

simplemente no ejerce en la zona de las tribus).

Pero toda elucubración, así como las conexiones con el cine de Kubrick que tan

explícitamente quiere hacer, quedan chicas al lado de la diversión y el deseo que

uno tiene de que en años a venir esta película se de en los cines, se transforme en

una nueva pieza de culto, donde fanáticos se junten para cantar, como si fuera en

un karaoke, las aventuras de las tribus de Tokio.

Jaime Grijalba