bestias, hombres, dioses - ferdinand ossendowsky

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Bestias, Hombres, Dioses

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Testimonio de FerdinandOssendowski (1876- 1944) sobre suhuída de Siberia en los años 1920-1921y el posterior itinerario que cumplió através de Mongolia, Tibet y China.

FERDINAN ANTOINE OSSENDOWSKI BESTIAS, HOMBRES, DIOSES

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PRÓLOGO

FERDINAND ANTOINE OSSENDOWSKI Hay épocas, hombres yacontecimientos de los cuales solo laHistoria puede emitir un juiciodefinitivo; los contemporáneos y lostestigos oculares únicamente debenreferir lo que han visto y oído. Laverdad misma lo exige. TITO LIVIO. Es interesante y casi imprescindiblepara comprender bien esta obra

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extraordinaria, verdadera serie deaventuras terribles y apasionadotas,tan llenas de color que a veces pareceninventadas y en ocasiones diríasearrancadas de una realidad pretérita,dar a conocer, siquiera sea conbrevedad, la personalidad de su autor ylos antecedentes del hombre a quienlos acontecimientos anormales denuestra época sometieron a tan duraspruebas, a la condición de RobinsónCrusoe del siglo XX y a la de verazexplorador y revelador de las fuerzasmisteriosas, políticas y religiosas, quehacen vibrar el corazón de Asia. Fernando Ossendowski es un sabioilustre, un escritor polaco, de plumaágil y colorista, y un observador

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perspicaz, cuyos méritos científicosgarantizan la exactitud de cuantorelata. En tiempos fue profesor de laEscuela de Guerra de Varsovia, asícomo también de la de EstudiosComerciales Superiores de la mismacapital. En 1899 y 1900, Ossendowski siguiólos cursos de la Sorbona y trabajó en ellaboratorio de Física y Química de losseñores Trots y Bouty. Durante laExposición de 1900 formó parte de laComisión de técnicos en la sección deQuímica. Reconocido merecidamentecomo una autoridad en el problema delas minas de carbón a orillas delPacifico, desde el estrecho de Behringhasta Corea, descubrió también un

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gran número de minas de oro enSiberia. Sirvió en el Ejército ruso como altocomisario de Combustibles, a lasórdenes del general Kuropatkin,durante la guerra rusojaponesa. En el transcurso de la Gran Guerrafue enviado a Mongolia en comisiónespecial de investigaciones, y entoncesempezó a hablar la lengua de este país.Durante algunos años fue consejerotécnico del conde White para losasuntos industriales cuando este últimoperteneció al Consejo de Estado. Se hadistinguido en varios trabajoscientíficos, que le valieron sernombrado profesor de QuímicaIndustrial en el Instituto Politécnico de

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Petrogrado, donde también desempeñóal mismo tiempo la cátedra deGeografía Económica. Su experienciacomo ingeniero de Minas le llevó alComité ruso de minas de oro y platino,y más tarde a la dirección delperiódico Oro y platino. Se dio aconocer como periodista y escritor,tanto en lengua polaca como en larusa, con quince volúmenes de interésgeneral, sin contar numerosos estudioscientíficos. La declaración de guerra lehalló agregado como consejero técnicoen el Consejo Superior de Marina.Después de la revolución pasó a serprofesor en el Instituto Politécnico deOmsk, de donde Kolchak le sacó paradarle un cargo en el Ministerio de

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Hacienda y Agricultura del Gobiernode Siberia. La caída del almiranteKolchak motivó su fuga a los bosquesdel Yenisei y le dio ocasión paraescribir Bestias, hombres, dioses. Un capítulo de su vida parece estaren contradicción con sus opinionesdeclaradas, cuando en realidad susactos estuvieron también entonces deacuerdo con sus principios. Hacia finde 1905 presidió el Gobiernorevolucionario de Extremo Oriente,cuyo cuartel general estaba en Karbin.Compartiendo con infinidad desúbditos rusos el amargo desengañocausado por la actitud del zar,repudiando los términos de sumanifiesto de 17 de octubre de 1905,

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Ossendowski consintió en ponerse alfrente del movimiento separatista, quedebía segregar la Siberia Oriental delresto de Rusia. Durante dos mesesdirigió los esfuerzos organizados paratal fin, creando subcomités enVladivostok, Blagovestchenst y Tchita.Cuando la revolución de 1905 fracasó,arrastró en su caída a esta avanzadade Extremo Oriente. En la noche del 15 al 16 de enero de1906, Ossendowski fue detenido almismo tiempo que sus principalesasociados. Avisado con anticipación,hubiese podido huir, pero prefiriócompartir la suerte de sus camaradas;y, condenado a muerte, le fueconmutada esta pena por la de dos

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años de prisión, debido a laintervención del conde White.Encarcelado en distintos puntos deSiberia, fue después trasladado a lafortaleza de Pedro y Pablo, enPetrogrado. Su estancia en las prisionescriminales de Siberia le valió un nuevoindulto, y recobró la libertad en 1907. En el momento de la Conferencia deWashington, Ossendowski estabaagregado a la Embajada de Poloniacomo consejero técnico para losasuntos de Extremo Oriente. Tiene publicado un notable folletosobre la política asiática de los soviets. Tal es, sumariamente referida, laaccidentada vida de Fernando

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Ossendowski, hombre de ciencia y deacción, verdaderamente representativode la época y la sociedad en la que tanbrillante papel ha desempeñado. LEWIS S. PALEN.

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PRIMERA PARTE

A BRAZO PARTIDO CON LAMUERTE

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CAPITULO PRIMERO

EN LA SELVA

Al comenzar el año 1920 me hallabayo en Siberia, en Krasnoiarks. La ciudadestá situada a orillas del Yenisei, ese ríomajestuoso que tiene por cuna lasmontañas de Mongolia bañadas de sol yque va a verter el calor y la vida en elOcéano Ártico. A su desembocadura fueNansen dos veces para abrir alcomercio europeo una ruta hacia elcorazón de Asia. Allí, en lo más

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profundo del tranquilo invierno deSiberia, fue bruscamente arrastrado enel torbellino de la revolucióndesencadenada sobre toda la superficiede Rusia, sembrando en este rico yapacible país la venganza, el odio, elasesinato y toda clase de crímenes quela ley no castiga. Nadie podía prever lahora que había de señalar el destino. Lasgentes vivían al día, salían de sus casassin saber si podrían volver a ellas o sino serian prendidas en la calle ysepultadas en las mazmorras del comitérevolucionario, parodia de justicia másterrible y sanguinaria que la de laInquisición. Aunque extranjeros en este paístrastornado, tampoco estábamos a salvo

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de las persecuciones. Una mañana que fui a visitar a unamigo me informaron de repente queveinte soldados del Ejército rojo habíancercado mi casa para detenerme y queme era preciso huir. En seguida pedíprestado a mi amigo un traje usado decaza, cogí algún dinero y me escape apie y muy de prisa por las callejuelas dela ciudad. Llegue pronto a la carreteradonde contrate los servicios de uncampesino, que en cuatro horas metransporto a treinta kilómetros,poniéndome en el centro de una regiónmuy forestal. Por el camino habíacomprado un fusil, trescientos cartuchos,un hacha, un cuchillo, una manta de pielde carnero, te, sal, galletas y un perol.

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Me interne en el corazón del bosquehasta una cabaña abandonada y medioquemada. Desde aquel día me convertíen un verdadero trapense; perorealmente, por entonces, no me figuretodo el tiempo que iba a desempeñar esepapel. A la mañana siguiente mededique a la caza, y tuve buena suerte dematar dos gallos silvestres. Descubrínumerosos rastros de gamos, y todo ellome tranquilizo en cuanto al problema dela alimentación. Sin embargo, mi permanencia en aquelsitio no duro mucho. Cinco díasdespués, al volver de la caza, diviseunas volutas de humo que partían de lachimenea de mi choza. Me acerque conprecaución a la cabaña y tropecé con

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dos caballos ensillados, en los quehabía sujetos a las sillas los fusiles deunos soldados. Dos hombres sin armasno podían intimidarme a mi, que estabaarmado, por lo que, atravesandorápidamente el claro del monte, entre enmi guarida. Dos soldados sentados en elbanco se levantaron asustados. Eranbolcheviques. Sobre sus gorros deastracán se destacaban las estrellasrojas y prendidos en las guerrerasostentaban los ojos galones. Nossaludamos y nos sentamos. Los soldadoshabían ya preparado el té y lo tomamosjuntos, charlando, pero no sinexaminarnos con aire cauteloso. A fin dedesvanecer sus sospechas, les referí queera cazador, que no pertenecía al país y

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que había venido a el porque la regiónabundaba en martas cibelinas. Ellos medijeron que formaban parte de undestacamento de soldados enviados alos bosques para perseguir a lossospechosos. —Ya comprenderéis, camarada —medijo uno de ellos—, que andamos enbusca de contrarrevolucionarios parafusilarlos. No necesitaba estas explicacionespara darme cuenta de sus propósitos.Procure cuanto pude y con todos misactos hacerles creer que era un simplelabriego, cazador, y que nada tenia quever con los contrarrevolucionarios.Luego pensé largo rato adónde deberíadirigirme tan pronto me abandonasen

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mis poco gratos visitantes. Caía lanoche. En la oscuridad sus tipos erantodavía menos simpáticos. Sacaron suscantimploras de vodka, se pusieron abeber y el alcohol no tardo en producirvisibles efectos. Alzaron el tono de vozy se interrumpieron continuamente,jactándose del número de burgueses quehabían matado en Krasnoiarks y del decosacos que habían hecho perecer bajoel hielo del río. Luego empezaron areñir, pero pronto se fatigaron yprepararon para dormir. De improviso,se abrió bruscamente la puerta de lacabaña; el vaho de la estancia, deatmosfera enrarecida, se escapo alexterior como una humareda, y mientraslos vapores se disipaban, vimos surgir

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de en medio de una nube, parecido a ungenio de cuento oriental, a un hombre deelevada estatura, de rostro enflaquecido,vestido como un campesino, tocado conun gorro de astracán y abrigado con unalarga manta de piel de carnero, quien enpie desde el umbral de la puerta, nosamenazaba con la carabina. En elcinturón llevaba el hacha, sin la que nopueden pasar los labradores de Siberia.Sus ojos, vivos y relucientes como losde una bestia salvaje, se fijaronalternativamente en cada uno denosotros. Bruscamente se quito el gorro,hizo la señal de la cruz y nos pregunto: —¿Quien es el amo aquí? —Yo —respondí. —¿Puedo pasar la noche en esta

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cabaña? —Si —conteste— ; hay sitio para todoel mundo. Tomara una taza de te. Aunesta caliente. El desconocido, recorriendoconstantemente con la vista la extensiónde la estancia, nos examino y reparo encuantos objetos había en ella,despojándose de su abrigo y colocandoel arma en un rincón del cuarto. Vioseentonces que vestía una vieja chaquetade cuero y un pantalón ajustado, hundidoen unas altas botas de fieltro. Tenía elrostro juvenil, fino y algo burlón; losdientes, blancos y agudos, relucíanle,mientras que sus ojos parecían traspasarlo que miraban. Observe los mechonesgrises de su alborotada cabellera. Unas

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arrugas de amargura a ambos lados de laboca revelaban una vida inquieta ypeligrosa. Ocupo un asiento cerca de sucarabina y puso el hacha en el suelo, alalcance de la mano. —Qué, ¿es tu mujer? —le preguntóuno de los soldados borrachos,indicando el hacha. El campesino le miro tranquilamente,con ojos impasibles, dominados porespesas cejas, y le replico con pasmosaserenidad: —En estos tiempos se corre el riegode tropezar con toda clase de gentes, yun hacha buena da mucha seguridad. Comenzó a beber su té con avidezmientras que sus ojos se fijaron en mírepetidas veces, pareciendo

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interrogarme con la expresión que en susmiradas ponía, y luego escudriñaba conla vista todo cuanto le rodeaba, comopara buscar una contestación quecalmase sus inquietudes. Lentamente,con voz penosa y reservada, respondió atodas las preguntas de los soldados, alpaso que bebía el té bien caliente; luegovolvió la taza boca abajo para indicarque había concluido, poniendo sobreella el terroncito de azúcar que lequedaba, y dijo a los bolcheviques: —Voy a ocuparme de mi caballo ydesensillare los vuestros al mismotiempo. —Convenido —respondió el soldadomedio dormido—. Traednos también losfusiles.

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Los soldados, tumbados en los bancos,solo nos dejaron el suelo a nuestradisposición. El desconocido volvió pronto,trayendo los fusiles, que puso en unrincón oscuro. Dejo las monturas en elsuelo, se sentó encima y se puso aquitarse las botas. Los soldados y minuevo huésped roncaron bien pronto,pero yo permanecí despierto, pensandoen lo que debía hacer. Al fin, cuandoapuntaba el alba, me adormecí para nodespertarme hasta el pleno día; ya elforastero no estaba allí. Salí de lacabaña y le vi ocupado en ensillar unamagnifico caballo bayo. —¿Os vais? —. Le dije. —Si, pero esperaré para irme con los

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camaradas —murmuró— ; luegovolveré. No le interrogué más, y solo le dijeque le esperaría. Quito los sacos quellevaba colgados de la silla, los ocultoen un rincón quemado de la choza,aseguro los estribos y la brida, ymientras acababa de ensillar, me dijo,sonriendo: —Estoy dispuesto. Voy a despertar alos camaradas. Pasada media hora de haber tomadoté, mis tres visitantes se despidieron.Quede fuera recogiendo leña paraencender lumbre. De improviso, a loslejos, unos disparos de fusil resonaronen los bosques. Uno primero, luego otro.Después volvió el silencio. Del sitio

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donde habían tirado, unas gallináceas,asustadas, volaron pasando sobre micabeza. En la copa de un pino, un grajolanzo un grito. Escuche buen rato parainquirir si alguien se aproximaba a micabaña, pero todo estaba silencioso. En el bajo Yenisei anochece temprano.Encendí fuego en mi estufa y comencé acalentar mi sopa, prestando atención acuantos ruidos venían de fuera.Comprendía muy bien y claramente queen ningún momento la muerte seseparaba de mi lado y que podíaadueñarse de mi por todos los medios:el hombre, la bestia, el frío, el accidenteo la enfermedad. Sabía que nadie habíade acudir en mi ayuda, que mi suerte sehallaba en las manos de Dios, en el

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vigor de mis brazos y mis piernas, en laprecisión de mi tiro y en mi serenidadde espíritu. Sin embargo, escucheinútilmente. No me di cuenta del regresodel desconocido. Como la víspera, sepresentó en el umbral por arte de magia.A través de la niebla distinguí sus ojosrisueños y su fino rostro. Entró en lacabaña y ruidosamente puso tres fusilesen el rincón. —Dos caballos, dos fusiles, dosmonturas, dos cajas de galletas, mediopaquete de té, un saquito de sal,cincuenta cartuchos, dos pares de botas—enumeró jovialmente—. ¡Hoy hemoshecho una buena caza! Le miré sorprendido. —¿Qué le asombra? —dijo, riendo—.

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Komun ujuy eti tovarischi? ¿Quién sepreocupa de esa gentuza? Tomemos el téy a dormir. Mañana le conduciré a unlugar más seguro y podrá continuar suviaje.

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CAPITULO II

EL SECRETO DE MICOMPAÑERO DE CAMINO

Al rayar el alba partimos,abandonando mi primer refugio.Pusimos en los sacos nuestros efectospersonales y estibamos los sacos en unade las monturas. —Es preciso que recorramosquinientas o seiscientas verstas —dijocon tono calmoso mi compañero, que sellamaba Iván, nombre que nada decía a

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mi alma ni a mi imaginación en un paísdonde un hombre de cada dos se llamade ese modo. —¿Viajaremos, pues, mucho tiempo?—pregunte con pena. —No más de una semana; tal vezmenos —me respondió. Aquella noche la pasamos en losbosques, bajo las anchas ramas de lasfrondosas copas de los abetos. Fue miprimera noche en la selva, al aire libre.¡Cuántas noches semejantes estabadestinado a pasar así durante losdieciocho meses de mi vida errante! Dedía hacía un frío intenso. Bajo las patasde nuestros caballos la nieve heladarechinaba, se moldeaba bajo sus casco,para desprenderse y rodar por la

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superficie endurecida con ruido devidrio roto. Las aves volaban de árbol en árbolperezosamente; las liebres descendíancon suavidad a lo largo de los cauces delos torrentes estivales. Al atardecer, elviento comenzaba a gemir y silbar,doblando las copas de los árboles porencima de nuestras cabezas, mientrasque a ras de tierra todo permanecíatranquilo y silencioso. Hicimos un altoen un barranco profundo, bordeado decorpulentos árboles, y habiendoencontrado en él abetos derribados, loscortamos en leños para encender fuego,y después de haber preparado el té,pudimos comer. Iván trajo dos troncos de árboles, los

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escuadró por un lado con su hacha, loscolocó uno sobre otro juntando cara acara los lados escuadrados, y luegosocavó en los extremos un boquete quelos separó unos nueve o diezcentímetros. Entonces colocamos unoscarbones ardiendo en aquella hendidura,y contemplamos el fuego correrrápidamente a todo lo largo de lostroncos escuadrados puestos cara a cara. —Ahora tendremos fuego hastamañana por la mañana —me dijo—. Esl a naida de los buscadores de oro;cuando vagamos por los bosques,verano e invierno, nos acostamossiempre junto a la naida. ¡Esmaravilloso! No tardaréis en apreciarlopersonalmente —continuó.

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Cortó dos ramas de abeto y formó untejadizo inclinado, haciéndolodescender en dos montantes, endirección a la naida. Por encima de nuestro tejado deramaje y de nuestra naida se extendíanlas ramas del abeto protector. Trajimosmás hojarasca, que esparcimos sobre lanieve y sobre el tejado; pusimos lasmantas de las monturas en el suelo, y asíhicimos un asiento en que Iván pudoinstalarse. Luego se desnudó de mediocuerpo para arriba, y entonces noté quetenía la frente húmeda del sudor, el cualse enjugó, así como el cuello, con lasmangas de su blusa. —¡Ahora sí que estamos calientes! —exclamó.

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Poco tiempo después me vi obligado aquitarme el abrigo y no tardé entenderme para dormir, sin ningunamanta, mientras que más allá de lasramas de los abetos y fuera de la naidareinaba un frío cortante, del queestábamos confortablemente protegidos.Desde aquella noche no he vuelto a tenermiedo al frío. Helado durante el día, acaballo, la naida me caldea gratamentede noche, permitiéndome descansar sinla pesada manta, a cuerpo y con unaligera blusa, bajo la techumbre de lospinos y los abetos, luego de haberbebido una taza de té siempre bienvenida. Durante nuestras etapas cotidianas,Iván me contó historias de sus viajes

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entre las montañas y los bosques deTransbaikalia en busca de oro. Estashistorias estaban llenas de vida, deaventuras atractivas, de peligros yluchas. Iván era el tipo clásico de esosbuscadores de oro que han descubiertoen Rusia, y quizá en los demás países,los más ricos yacimientos del preciadometal, sin lograr salir ellos de lamiseria. Eludió decirme por qué habíadejado la Transbaikalia para venir aYenisei. Comprendí, por su proceder,que deseaba guardar el secreto, yrespeté su reserva. Sin embargo, el velomisterioso que cubría esa parte de suvida se rasgó un día por casualidad. Noshallábamos ya en el sitio que noshabíamos designado como meta de

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nuestro viaje. Toda la jornada lahicimos con mucha dificultad a través deespesos matorrales de sauces,dirigiéndonos hacia la orilla del granafluente de la derecha del Yenisei, elMana. Por doquier veíamos senderosremovidos por las patas de las liebresque viven en aquella maleza. Estospequeños habitantes blancos de losmontes corrían sin desconfianza de aquípara allá delante de nosotros. En otraocasión vimos la cola roja de un zorro,que nos acechaba, oculto detrás de unaroca. Iván caminaba silenciosamente. Porfin habló, y me dijo que a poca distanciade allí estaba un pequeño afluente delMana, y que en la confluencia de ambos

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había una cabaña. —¿Qué os parece? ¿Llegaremos hastaella o pasaremos la noche junto a lanaida? Le aconsejé que fuésemos a la choza,pues deseaba lavarme y, además, porquetenía ganas de pasar la noche debajo deun verdadero techo. Iván frunció elceño, pero aceptó. Caía la noche cuando nos acercamos auna cabaña rodeada de un espeso montey de frambuesos silvestres. Soloconstaba de una reducida habitación condos ventanas microscópicas y unaenorme estufa rusa. Adosadas a la paredse encontraban las ruinas de uncobertizo y una despensa. Encendimos laestufa y preparamos nuestra modesta

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cena. Iván bebió de la cantimplora quehabía heredados de los soldados, y notardó en sentirse elocuente; le brillaronlos ojos y empezó a pasarse las manospor su larga cabellera. Comenzó areferirme la historia de una de susaventuras; pero de improviso se detuvo,y con el terror pintado en los ojos sevolvió hacia uno de los sombríosrincones. —¿Es una rata? —preguntó. —No he visto nada —respondí. Calló de nuevo, reflexionando,fruncido el entrecejo. Como entrenosotros era frecuente estar calladoshoras enteras, no me sorprendió sumutismo. Mas me asombró que Iván seaproximase a mi principiando a

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murmurar: —Quiero contaros una historiaantigua. Yo tuve un amigo enTransbaikalia. Era un presidiariodesterrado. Se llamaba Gavronsky. Portoda clase de bosques y montañasanduvimos juntos en busca de oro, yteníamos los dos convenido repartirnospor igual todas las ganancias; peroGavronsky partió de repente para lataiga hasta el Yenisei y desapareció.Cinco años después supimos que habíadescubierto una rica mina de oro y quese había hecho millonario, y luego mástarde, que él y su mujer habían sidoasesinados... Iván permaneció silencioso un instantey prosiguió:

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—Esta es su antigua cabaña. Aquívivía con su mujer, y por aquí, en algunaparte de este río, encontraba el oro. Peroa nadie le dijo el sitio. Todos loshabitantes de los alrededores sabían queposeía mucho dinero en el Banco y quehabía vendido oro al Gobierno. Aquí losmataron. Iván se adelantó a la estufa, sacó untizón ardiendo e inclinándose iluminóuna mancha en el suelo. —¿Veis estas manchas entre el suelo yla pared? Son las de su sangre, la sangrede Gavronsky. Murieron, pero norevelaron el sitio donde se halla el oro.Lo extraían de un profundo agujero quehabían cavado a la orilla del río y queestaba oculto en la cueva bajo el

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cobertizo. Nada quisieron decir... ¡Dios,cómo los torturé! Los abracé, les retorcílos dedos, les arranqué los ojos: inútiltodo; Gavronsky murió sin descubrir susecreto. Meditó un minuto y en seguida me dijomuy deprisa: —Todo esto me lo han contado loscampesinos. Tiró el tizón al fuego y se tumbó en elbanco. —Es hora de dormir —exclamósecamente—. Hasta mañana. Largo rato le escuché respirar ymurmurar en voz baja, mientras que sevolvía y revolvía de un lado a otrofumando su pipa. A la mañana siguiente abandonamos

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aquel paraje de crímenes y sufrimientos,y el séptimo día de nuestro viajealcanzamos el cerrado bosque de cedrosque cubre las primeras estribaciones deuna larga cadena de montañas. —Aquí —me explicó Iván— estamosa ochenta verstas del grupo de casas máspróximo. La gente viene a estos bosquespara recoger nueces de cedro, pero solopor el otoño. Antes de esta estación noencontraréis a nadie. Sí, dispondréis demuchas aves y otros animales, y denueces en abundancia; de modo que osserá posible vivir aquí con ciertobienestar. ¿Veis este río? Cuando queráis volveral mundo habitado, seguidle y a él osconducirá.

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Iván me ayudó a construir una chozade adobe; pero en realidad era algo másque esto, pues estaba construida por lasraíces de un gran cedro arrancado de latierra, derribado probablemente por unfurioso vendaval. Estas raíces hacían unancho hueco que me servía de piezaprincipal, cercada por un lado con unparedón de tierra, consolidados por lasraíces desgajadas del abatido tronco. Otras raíces más recias formaron laarmadura; el techo se componía deestacas y ramas entrecruzadas, quecompleté por medio de piedras paradarle estabilidad y con nieve paraproporcionarle calor. El acceso a lachoza estaba abierto siempre, peroconstantemente preservado por la naida

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protectora. En este antro, cubierto denieve, pasé dos verdaderos meses deestío, sin ver ni ninguna criatura humana,sin contacto con el mundo exterior,donde se desarrollaban tan importantesacontecimientos. En aquella tumba, bajo las raíces delderribado cedro, viví cara a cara con laNaturaleza, teniendo por únicascompañeras a todos los instantes mispenas y mis inquietudes concernientes ami familia y la ruda lucha por la vida.Iván se fue el segundo día y me dejó unsaco de galletas y un poco de azúcar. Nohe vuelto a verle.

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CAPITULO III

LA LUCHA POR LA VIDA

Entonces me quedé solo. En torno míono había más que los bosques de cedroseternamente verdes, revestidos de nieve,los desnudos zarzales, el río helado, yasí, en cuanto alcanzaba la vista, ramasy troncos de árboles, o sea el inmensoocéano de cedros y de nieve. ¡Taigasiberiana! ¿Cuánto tiempo tendré quevivir contigo? ¿Me encontraran aquí losbolcheviques? ¿Averiguarán mis amigos

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dónde estoy? ¿Qué será de mi familia?Todas estas preguntas acudíanconstantemente a mi cerebro coninsistencia desoladora. Prontocomprendí por qué Iván me habíaservido de guía con tanto interés. Ciertoque pasamos por varios parajes tanocultos y apartados de los hombrescomo este, en los que Iván me hubierapodido haber dejado en plena seguridad;pero siempre me aseguró que meconduciría a un lugar donde la vidasiempre me sería relativamente fácil. Enefecto, el encanto de este refugiosolitario en la selva de cedros, lasmontañas cubiertas de esos bosques quese extienden por todas partes hasta elhorizonte. El cedro es un árbol fuerte y

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espléndido, de ramaje ostentoso, tiendaperpetuamente verde, que atrae, bajo suprotección, a todos los seres vivos.Entre los cedros, la vida se halla sincesar en efervescencia. Las ardillassaltaban incansables de árbol en árbolcon bullicioso estrépito; los cascanueceslanzaban sus agudos gritos; una bandadade cardenales, de pechugas encarnadas,pasaba entre las ramas como unallamarada; un pequeño ejército dejilgueros hacia irrupción, poblando consus silbidos el anfiteatro de verdura; unaliebre brincaba de mata en mata, y trasella, a hurtadillas, seguíala la sombraapenas visible de un blanco armiñoarrastrándose sobre la nieve, al queaceché largo rato, sin perder de vista el

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punto negro, que bien sabía que era elextremo de su cola; un noble gamo seaproximaba, adelantándose conprecaución sobre la nieve endurecida;en fin, desde lo alto de la montaña vinoa visitarme el rey de la selva siberiana:el oso pardo. Todo esto me distrajo,expulsó las negras ideas de mi espíritu,me alentó a perseverar. También megustaba, aunque era muy difícil, treparhasta la cima de la montaña; esta sedesprendía del bosque y desde ellapodía abarcar con la mirada hasta lalínea roja del horizonte. Era laescarpada y rojiza orilla opuesta delYenisei. Allá se extendían los países ylas ciudades, allá vivían los amigos ylos enemigos, y hasta pensé haber

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determinado el punto dende residía mifamilia. Tal era el motivo por el cualIván me había llevado allí. A medidaque transcurrieron los días en aquellasoledad, comencé a echar de menosamargamente su compañía, pues si bienera el asesino de Gavronsky, se habíacuidado de mí como un padre,ensillándome siempre el caballo,partiendo la madera y haciendo cuantopodía para asegurar mi comodidad. Ivánhabía pasado numerosos inviernos consus pensamientos, frente a frente con laNaturaleza, cara a cara con Dios. Habíaexperimentado los horrores de lasoledad y aprendido a soportarlos. Aveces creí que si la muerte viniese abuscarme a mi solitario rincón,

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dedicaría cuanto me restase de fuerzapara arrastrarme hasta la cima de lamontaña con objeto de poder ver, antesde morir, por encima del mar infinito, delas montañas y de los bosques, el puntodonde se hallaban los amados de micorazón. No obstante, esa vida meproporcionaba amplia materia dereflexión, y más aún de ejercicio físico.Era una lucha continua por la existencia,dura y áspera. El trabajo más penosoconsistía en la preparación de losgruesos leños para la naida. Los troncosde los árboles derribados estabancubiertos de nieva y pegados al suelopor las heladas. Tuve quedesenterrarlos, y luego, con la ayuda de

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un largo bastón a modo de palanca,levantarlos de sus puestos. Para facilitarla tarea, me aprovisionaba de ellos en lamontaña, porque, aunque difícil deescalar, su declive permitía hacer rodarlos troncos cuesta abajo. Pronto realicéun espléndido descubrimiento: cerca demi abrigo encontré una enorme cantidadde alerces, esos gigantes del bosque,magníficos y sin embargo tristes, caídosa causa de un terrible huracán. Sustroncos estaban cubiertos de nieve, peropermanecían adheridos aún a sus raíces,el acero se hundió por completo y mecostó gran esfuerzo poderlo retirar,debido a que aquellas se hallaban llenasde resina. Los trozos de esa madera seinflamaban con la más leve chispa, por

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lo cual hice buen acopio de ellos paraencenderlos con rapidez y calentarmelas manos cuando volvía de caza o parahervir el agua del té. La mayor parte de los días la pasabacazando. Llegué a comprender que merea preciso reglamentar diariamente elempleo del tiempo, a fin de distraermede mis tristes y deprimentespensamientos. Generalmente, despuésdel té de la mañana iba al bosque enbusca de urogallos. Luego de matar unoo dos, empezaba a preparar mialmuerzo, siempre ajustado a un sencillomenu, pues se componía de caldo deaves con un puñado de galletas, seguidode interminables tazas de té, bebidaimprescindible en los bosques. Un día,

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estando de caza, oí un ruido en losespesos matorrales, y al miraratentamente en torno mío, divisé laspuntas de los cuernos de un venado.Trepé hacia él; pero el animal,desconfiado, sintió que me acercaba y,con gran estruendo, salióprecipitadamente de la espesura: vilecon claridad detenerse en la ladera de lamontaña después de haber recorridounos trescientos pasosaproximadamente. Era un estupendoejemplar de pelaje gris oscuro, deespinazo casi negro y del tamaño de unavaca pequeña. Apoyé mi carabina en unarama y disparé. El animal dio un gransalto, corrió algunos pasos y cayó.Jadeante me acerqué a él; pero se

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levantó, y medio saltando, medioarrastrándose, subió montaña arriba.Una segunda bala le detuvo. Gané unabuena alfombra para mi choza yabundante provisión de carne. Además,coloqué su cornamenta en las ramas demi pared y me sirvió de magníficapercha. A pocos kilómetros de mi moradapresencié una curiosa escena. Había allíun lodazal cubierto de hierbas yesmaltado de arándanos; dondeurogallos y perdices acudíanhabitualmente para comer bayas. Meacerqué sin hacer ruido por detrás de lasmatas y vi toda una bandada de gallossilvestres escarbando en la nieve enbusca de bayas. Mientras contemplaba

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la escena, de improviso, una de las avesremontó el vuelo, y las demás,asustadas, la imitaron inmediatamente. Con gran sorpresa mía, la primeracomenzó a elevarse, describiendoespirales y luego se desplomóderrepente, como fulminada. Cuando meaproximé al cuerpo del ave muerta, saltode junto a él un armiño rapaz que seocultó debajo del tronco de un árbolcaído. El cuello de la victima estabadesgarrado. Entonces comprendí que elarmiño se había lanzado sobre el gallo yque, cogido a su cuello, había sidoelevado en el aire con el pobre bicho,cuya sangre estaba chupando,ocasionando el pesado desplome quepresencié.

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Así vivía en una lucha de cada día,corroído cada vez más por la amargurade mis tristes pensamientos. Pasaron losdías y las semanas, y no tardé en sentirentibiarse el soplo del viento. En lascalvas del monte la nieve comenzó aderretirse; a trechos, los arroyueloshicieron su aparición. Otro día vi unamosca o una araña que se habíadespertado tras de aquel rudo invierno.Se acercaba la primavera. Comprendíque en esa estación me sería imposiblesalir del bosque. Todos los ríos sedesbordaban; los pantanos se poníanintransitables; los senderos de lamontaña se transformaban en rápidostorrentes. Dime cuenta queirresistiblemente estaba condenado a

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pasar el verano en forzosa soledad. Laprimavera se enseñoreó imperiosa delbosque, la montaña se despojó de sumanto de nieve y se mostró con susrocas, sus troncos de abedules y álamosy los conos de sus hormigueros. El río,aquí y allá, rompía su cubierta de hielo,y sus olas apresuradas corríanespumeantes y bulliciosas.

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CAPITULO IV

DE PESCA

Un día, cazando, me aproximaba a laorilla, cuando divisé un banco degrandes peces de lomos rojizos, queparecían llenos de sangre. Nadaban aflor de agua, disfrutando de los rayosdel sol. Una vez el río quedó libre dehielos, los peces aparecieron enenormes cantidades. Pronto vi queremontaban la corriente por ser épocade desove, que efectúan en los pequeños

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arroyos. Entonces decidí emplear unmétodo de pesca prohibido por lalegislación de todos los países; pero losgobernantes y legisladores tendrán quemostrarse indulgentes con un hombreque, viviendo en una madriguera alamparo de las raíces de un árbolderribado, osó violar sus leyesrazonables. Recogiendo ramas de abedul y pobos,construí en el lecho del río un dique, quelos peces no podían trasponer, y prontolos vi que intentaban franquearlosaltando por encima de él. Cerca de laorilla dispuse una abertura en mibarrera, aproximadamente a unoscincuenta centímetros de la superficie, yfijé aguas arriba una especie de cesto,

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tejido con tallos flexibles de sauce,donde los peces llegaban pasando por eldique. Yo los acechaba y al pasar losgolpeaba cruelmente en la cabeza conuna fuerte estaca. Todos los que cogípesaban más de treinta libras; algunosexcedían de las ochenta. Esta clase depeces se llama taimen y pertenece a lafamilia de las truchas, pero no es lamejor del Yenisei. Dos semanas más tarde, habiendoterminado de pasar los peces y nosirviéndome para nada el cesto, volví adedicarme a la caza.

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CAPITULO V

UN VECINO PELIGROSO

La caza era cada día más fructuosa yagradable a medida que la primaveratraía la vida. Por la mañana, la romperel alba, el bosque se llenaba de vocesextrañas e incomprensibles para loshabitantes de las ciudades. El gallosilvestre cloqueaba y entonaba su cantode amor, encaramado en las altas ramasde un cedro, contemplando conadmiración a la gallina gris que

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escarbaba hojas secas debajo de él. No era difícil acercarse al emplumadotenor y de un certero tiro hacerledescender de las alturas líricas a másútiles funciones. Moría en plenaeutanasia, en un éxtasis de amor, que denada le permitía enterarse. En losclaveros, los gallos negros de largascolas manchadas se peleaban, mientrasque las hembras se pavoneaban cerca deellos estirando el cuello, cacareando, encomadreo, sin duda, sobre sus belicososgalanes, a los que miraban embelesadas.A lo lejos, grave y profunda, plena deternura y deseo, resonaba la llamada deamor del ciervo, mientras que de lospicos montañosos descendía el bramidoleve y temblón del gato montés. Por los

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matorrales brincaban las liebres, y confrecuencia, a corta distancia, un zorroagazapado contra el suelo espiaba supresa. Nunca vi lobos; no suele haberlosen las regiones abruptas y enmarañadasde Siberia. Pero tenía por vecino otro ferozanimal, y uno de los dos tenía que cederel sitio. Un día, al volver de la caza conun gran urogallo, distinguí de improvisoentre la maleza una masa negra ymovediza. Me detuve, y mirandoatentamente vi un oso horadando contodas sus fuerzas un hormiguero. Mesintió, gruñó con violencia y se alejórápidamente, asombrándome lavelocidad de su trompona marcha. A lamañana siguiente, cuando yo dormía

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todavía envuelto en mi manta, mesobresaltó un ruido procedente delexterior de mi choza. Miré conprecaución y descubrí al oso. Estabaenderezado sobre las patas traseras yresollaba con fuerza preguntándose quéespecie de criatura viviente habíaadoptado las costumbres de suscongéneres, albergándose durante elinvierno debajo de los troncos de losárboles derribados. Lancé un grito ygolpeé el perol con un hacha. Mimadrugador visitante huyó a todavelocidad; pero su visita me fuesumamente desagradable. Esto ocurrióal empezar la primavera y el oso nodebía de haber abandonado sus cuartelesde invierno. Era el oso hormiguero, tipo

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anormal, desprovisto de la cortesía deque se enorgullecen las especiessuperiores de la raza. Sabía que los hormigueros sonirritables y audaces, de modo que mepreparé a la defensa y al ataque. Mispreparativos terminaron pronto. Embotéel extremo de cinco de mis cartuchos,convirtiéndolos así en balas dum-dum,argumentos más al alcance de miantipático vecino. Envuelto en mi mantame dirigí al sitio donde por primera vezhabía visto al animal, en el queabundaban los hormigueros. De la vueltaa la montaña, exploré todos losbarrancos, pero no conseguí tropezarcon el intruso... Cansado y desengañado,me aproximaba a mi choza, sin

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desconfianza, cuando de improvisoavisté al rey del bosque, que acababa desalir de mi humilde vivienda, y que,puesto en pie, resollaba a la entrada deella. Hice fuego. La bala le atravesó elcostado. Rugió de dolor y de rabia y seirguió aún más sobre las patas traseras.La segunda bala le rompió una pata, yentonces se agachó, pero enseguida,arrastrando la pata herida, intentósostenerse en pie, avanzando paraatacarme. Solo la tercera bala, recibidaen medio del pecho, le detuvo. Pesabaunas doscientas o doscientas cincuentalibras, por lo que pude calcular, y sucarne era muy sabrosa, especialmente enalbóndigas, que asaba sobre unaspiedras calentadas y que por lo

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hinchadas y apetitosas me recordaban alas finas tortillas sopladas que tantoapreciábamos en el “Mevded” dePetrogrado. Con esta provisión de carne,que tan afortunadamente vino aenriquecer mi despensa, viví desdeentonces hasta la época en que el terrenose secó y en que el nivel de las aguasbajó lo suficiente para permitirmedescender por el río hacia el país queIván me había indicado. Viajando, siempre con grandesprecauciones, recorrí la orilla del río apie, llevando de mis cuarteles deinvierno todo mi ajuar envuelto en elsaco de piel de gamo que habíafabricado atando las patas del animalcon un tosco nudo. Así cargado, vadeé

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los pequeños arroyos y chapoteé en loslodazales que hallaba en mi camino.Después de andar unas cincuenta millasgané le país nombrado Sifkova, dondeencontré la choza de un campesinollamado Tropoff, la cual estaba situadamuy cerca del bosque que había llegadoa ser mi ambiente natural. Con él residíuna temporada. Hoy, en medio de la seguridad y la pazinimaginables en que vivo, miexperiencia de la taiga siberiana meinspira algunas reflexiones. En nuestraépoca, en todo individuo sano de cuerpoy de espíritu, la necesidad hace renacerlos instintos del hombre primitivo,cazador y guerrero, para ayudarle en sulucha con la Naturaleza. El hombre culto

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tiene la superioridad sobre el ignorantede poseer la ciencia y la energíasuficientes para triunfas; pero paga carotal privilegio; nada más horrible en lasoledad absoluta que el convencimientode ese aislamiento completo de todasociedad humana, de toda cultura moraly estética. Un instante de debilidad o desombría demencia puede apoderarse deese hombre y conducirle a la inevitabledestrucción. He pasado días horriblesluchando con el hambre y el frío; peroaún pasé días más espantosos luchandocon toda mi voluntad contra mispensamientos deprimentes ydestructores. El recuerdo de aquellosdías me hiela el corazón, y ahora mismolos revivo de nuevo, tan claramente, al

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describir el relato de mis sufrimientos,que me sumen en un estado de terror.Debo decir también que los paísesllegados a un alto grado de civilizacióndescuidad demasiado esa parte de laeducación tan necesaria al hombre, si seve reducido a las condiciones primitivasde la lucha por la vida contra laNaturaleza. Es, sin embargo, la únicamanera normal de desarrollar unageneración nueva de hombres sanos yfuertes, cuya voluntad y músculos dehierro se combinen a la par con lostemperamentos sensibles. La Naturaleza destruye al débil, peroayuda al fuerte, despertando en el almaemociones que perduran latentes en lascondiciones modernas de la vida en las

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ciudades.

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CAPITULO VI

EL TRABAJO DEL RIO

Mi permanencia en la región deSifkova no se prolongó mucho; pero laempleé provechosamente. Al principioenvié a un hombre de toda mi confianzaa mis amigos de Krasnoiarsk, quienesme remitieron ropa blanca, calzado,dinero, un botiquín de farmacia y, lo queera más importante, un falso pasaporte,puesto que los bolcheviques me dabanpor muerto. Luego medité acerca del

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plan de conducta que las circunstanciasme aconsejaban. Pronto las gentes de Sifkova supieronque el comisario del gobierno de losSoviets vendría a requisarles el ganadopara el Ejército rojo. Era peligroso paramí continuar allí. Esperé sólo a que elYenisei se desembarazase de su gruesacorteza de hielo que aún lo bloqueaba,aunque ya el deshielo había libertado alos pequeños cursos de agua y losárboles aparecían revestidos de sufollaje primaveral. Por mil rubloscontraté a un pescador que consintió entrasladarme, aguas arriba del río, hastauna mina de oro abandonada, en cuantoel río, que solo estaba franco en algunossitios, quedase por completo libre de su

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helado caparazón. Al fin, una mañana oíun ruido ensordecedor, parecido a unformidable cañonazo, y corrí a ver loque ocurría: el río había levantado lamasa de hielo y luego le dejaba caerpara deshacerlo. Me precipite a la orillay asistí a un espectáculo terrible ymajestuoso. El río había acarreado unenorme volumen de hielo despedido enla porción Sur de su curso, y lotransportaba hacia el Norte, bajo lacostra espesa que cubría aún ciertaspartes del río; pero este impulso habíaroto la barrera invernal del Norte ysoltado toda aquella mole grandiosa enun último empuje hacia el OcéanoÁrtico. El Yenisei, el padre Yenisei, elhéroe Yenisei, es uno de los ríos más

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largos de Asia, profundo y magnífico, entoda la extensión de su curso medio,donde discurre flanqueado y encajonadocomo un cañón por altas y escarpadasmontañas. La enorme masa había traídokilómetros de campos de hielo,desmenuzándolos en los rápidos y en lasrocas aisladas, haciéndolos girar enremolinos enfurecidos, levantando enpartes enteras los negros caminos delinvierno, arrastrando las tiendasconstruidas para las caravanas que vanen esa estación de Minusinsk aKrasnoiarsk por la helada ruta. Decuando en cuando, la ola detenía sucurso, el mugido comenzaba, y losmontones de hielo aplastados, apiladosa veces hasta una altura de diez metros,

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formaban un muro para el agua quedetrás de él subía rápidamente, inundabalos terrenos bajos, lanzando sobre elsuelo descomunales masas de hielo.Entonces el poder de las aguas,reforzado, se precipitaba al asalto deldique y le empujaba río abajo conestrépito de cristales rotos. En losrecodos de los afluentes y contra lospeñascos se formaban terribles caos.Enormes bloques de hielo se enredaban,atropellándose; algunos, proyectados alaire, venían a destrozarsetumultuosamente contra los otros yasituados allí o precipitados contra losacantilados, y las márgenes arrojabanrocas, tierras y árboles de lo más alto delas orillas escarpadas. A todo lo largo

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de las bajas riberas, con unaimprovisación que hace del hombre unpigmeo, ese gigante de la Naturalezaalza un gran muro de hielo de quince aveinte pies de altura, que loscampesinos llaman zaberegs, a travésdel cual, para llegar al río, tienen queabrirse paso. He visto al titán realizaruna hazaña increíble: un bloque devarios pies de grueso y de bastantesmetros de longitud fue arrojado al aire ycayó, aplastando unos arbolitos, a másde veinte metros de la orilla. Contemplando la gloriosa retirada delrío, me colmé de terror y de indignaciónante el espectáculo de los espantososdespojos que el Yenisei arrastraba en sudeshielo anual. Eran los cadáveres de

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los contrarrevolucionarios ejecutados,oficiales, soldados y cosacos delantiguo ejército del gobernador generalde toda la Rusia antibolchevique, elalmirante Kolchak, y era también elresultado de la obra sanguinaria de lacheca en Minusinsk. Centenares deaquellos cadáveres, con las cabezas ylas manos cortadas, los rostrosmutilados, los cuerpos mediocarbonizados, los cráneos hundidos,flotaban en ondas y se mezclaban conlos bloques de hielo en busca de unatumba, o bien giraban en los furiososremolinos, entre los témpanosrecortados, siendo aplastados y rotos,masas informes que el río, asqueado desu tarea, vomitaba en las islas y los

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bancos de arena. Recorrí todo el cursomedio del Yenisei y sin cesar encontréestos testimonios putrefactos ypavorosos de la barbarie bolchevique.En cierto recodo del río vi un granmontón de caballos, pues por lo menoshabía trescientos. Una versta río abajo,un espectáculo terrible me sobrecogió elcorazón: un bosquecillo de sauces a lolargo de la orilla había arrancado a lacorriente y conservado entre sus ramasinclinadas, como entre los dedos de unamano, bastantes cuerpos humanos entodas las formas y actitudes, dándolesuna apariencia de naturalidad que grabópara siempre en mi imaginación elrecuerdo de aquella visión alucinadora.En aquel grupo lastimoso y macabro

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conté setenta cadáveres. Por fin la montaña de hielo pasó,seguida de avenidas fangosas quearrastraban troncos de árboles, ramas ycuerpos, cuerpos y más cuerpos. Elpescador y su hijo me acogieron en sucanoa, hecha de un tronco de álamoblanco, y remontamos la corriente,ayudados de una pértiga, muy arrimadosa la orilla. Es muy difícil remontar asíuna corriente rápida; en los recodosbruscos teníamos necesidad de remarcon todas nuestras fuerzas para vencer laviolencia de la corriente, y en ciertossitios avanzábamos amarrándonos a lasrocas. Algunas veces tardábamos muchotiempo en recorrer cinco o seis metrosen aquellos trechos peligrosos. En dos

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días alcanzamos el punto de destinoadonde nos dirigíamos. Permanecívarios días en la mina de oro habitadapor el guarda y su familia; como sehallaban escasos de alimentos, pocopudieron darme, y tuve que recurrir denuevo a mi fusil para alimentarme ycontribuir al aprovisionamiento de misamigos. Un día llegó un ingenieroagrónomo. No me oculté, porque duranteel invierno me había dejado crecer labarba; de modo que ni mi misma madreme hubiera conocido. No obstante, elrecién llegado era listo y me adivinóenseguida. No tuve miedo de él, porquesospeché que no era bolchevique, y mástarde confirmé mi primera impresión.Nos hicimos íntimos amigos y

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cambiamos opiniones sobre losacontecimientos actuales. Vivía cerca dela mina de oro, en una localidad dondedirigía las obras públicas. Resolvimoshuir juntos. Hacía tiempo que yo teníadecidido y preparado el plan de fuga.Conociendo la situación de Siberia y sugeografía, decidí que el mejor itinerarioseria por el Urianhai, parte norte de laMongolia, próxima a las fuentes delYenisei, para después, a través de laMongolia, llegar al Extremo Oriente y alPacífico... Antes que fuese derrocado elGobierno de Kolchak había recibido elencargo de estudiar el Urianhai y laMongolia occidental, y para elloconsulté con el mayor esmero todos los

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mapas y libros que pude encontrar sobrela materia. Para llevar a cabo la audazempresa tenía el poderoso estímulo demi propia conservación.

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CAPITULO VII

A TRAVES DE LA RUSIASOVIETICA

Al cabo de algunos idas nos pusimosen camino, atravesando el bosquesituado en la orilla izquierda delYenisei, hacia el Sur, y evitando lospueblos todo lo que podíamos, portemor a dejar tras de nosotros un rastroque permitiera seguirnos. Cuantas vecesnos vimos obligados a penetrar en ellosnos recibían hospitalariamente sus

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moradores, quienes no adivinabannuestro disfraz, y observamos queaborrecían a los bolcheviques porqueestos habían destruido gran numero desus aldeas. En una granja nos dijeronque había sido enviado de Minusinsk undestacamento del Ejercito rojo paraexpulsar a los blancos. Tuvimos quesepararnos de las márgenes del Yenisei,guareciéndonos en los bosques y lasmontañas. Así permanecimos quincedías; durante este tiempo los soldadosrojos recorrieron la región, capturandoen los bosques a los oficialesdesarmados, quienes, casi desnudos, seocultaban, temiendo la atroz venganza delos bolcheviques. Más tardeatravesamos un bosque donde hallamos

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los cuerpos de veintiocho oficialescolgados de los árboles y con rostros ymiembros mutilados. Adoptamos laresolución de no caer nunca vivos en lasmanos de los rojos; para cumplirlateníamos nuestras armas y una provisiónde cianuro de potasio. Cruzando un afluente del Yenisei,vimos un día un paso estrecho ypantanoso, cuya entrada estabasembrada de cadáveres de hombres ycaballos. Algo más allá encontramos untrineo roto, unos baúles desfondados ypapeles esparcidos, y al lado de talesrestos, ropas desgarradas y cadáveres.¿Quiénes serían aquellos infelices?¿Qué tragedia se había desarrollado enel seno de los grandes bosques?

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Intentamos aclarar el misterio con ayudade los documentos desparramados. Erandocumentos oficiales dirigidos al EstadoMayor del general Popelaieff.Probablemente una parte del EstadoMayor, durante la retirada del ejercitode Kolchak, pasó por aquellos bosques,procurando ocultarse del enemigo, quese acercaba por todos los lados, perodebieron ser aprehendidos por los rojosy asesinados. No muy lejos de aquel lugardescubrimos el cuerpo de unadesgraciada mujer, cuya condiciónrevelaba claramente lo que habíaocurrido antes que viniese a librarla elproyectil bienhechor. El cuerpo estabatendido junto a un abrigo de follaje,

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salpicado de botellas y latas deconservas, testigos de la orgíapredecesora del crimen. A medida que avanzábamos hacia elSur encontrábamos gentes másfrancamente hospitalarias y hostiles alos bolcheviques. Al fin salimos delbosque y llegamos a las inmensasestepas de Minusinsk, surcadas por laelevada cadena de montañas rojasllamadas Kizill-Kaiya, con su profusiónde lagos sagrados. Es la región de lastumbas, de los millares de dólmenes,grandes y pequeños, monumentosfunerarios de los primeros poseedoresdel país; estas pirámides de piedra dediez metros de altura subsisten parajalonar la ruta seguida por Gengis Kan

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en su marcha conquistadora, y luego porTamerlán. Innumerables dólmenes ypirámides se extienden alineadosinterminablemente hacia el Norte. Enestas llanuras viven ahora los tártaros,quienes, saqueados por losbolcheviques, los odian. Les confesamossin recelos que andábamos huidos, y nosproporcionaron generosamenteabundante comida y guías de confianza,diciéndonos dónde podíamos detenernosy dónde ocultarnos en caso de peligro.Algunos días después, desde un peñónde la orilla del Yenisei, divisamos elprimer buque a vapor, el Oriol, conrumbo de Krasnoiarsk a Minusinsk,cargado de soldados rojos. Prontollegamos a la desembocadura del Tuba,

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que habíamos de seguir en nuestro viajehacia el Este hasta los montes Sayans, enlos que nace el Urianhai.Considerábamos la etapa a lo largo delTuba y su afluente el Amyl como laparte más peligrosa de nuestra ruta,porque las orillas de ambos ríos tienenuna densa población que ha facilitadomuchos soldados a los cabecillascomunistas Schentinkin y Krafchenko. Un tártaro nos trasladó con nuestroscaballos a la orilla derecha del Yenisei.Al amanecer nos envió unos cosacos,que nos guiaron hasta la desembocaduradel Tuba. Descansamos todo el día y nosdimos un banquete de casis y cerezassilvestres.

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CAPITULO VIII

TRES DIAS AL BORDE DEUN PRECIPICIO

Provistos de falsos pasaportesremontamos el valle de Tuba. Cada diezo quince verstas encontrábamos grandesaldeas, algunas de las cualescomprendían unas seiscientas casas;toda la administración estaba en manosde los soviets, y los espías examinabana los caminantes. No pudimos evitar esos pueblos por

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dos razones: primera, porque comoconstantemente hallábamos a loscampesinos de la región, nuestrastentativas de rehuirlos hubiesendespertado sus sospechas, y cualquiersoviet nos hubiera detenido,enviándonos a la checa de Minusinsk,donde habríamos pasado a más tranquilavida; y la segunda, porque losdocumentos de mi compañero de caminole autorizaban a servirse de los relevosde los correos del Gobierno parafacilitarle su viaje. Así, que nos vimosobligados a visitar a los soviets de lospueblos para cambiar de caballos.Habíamos dejado nuestras cabalgadurasal tártaro y al cosaco que nos ayudaron allegar a la desembocadura del Tuba, y el

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cosaco nos condujo en su carreta hastael primer pueblo, donde nosproporcionaron los caballos de la posta.Todos los labradores, excepto unaescasa minoría, eran desafectos a losbolcheviques y nos auxiliaron gustosos.Correspondí a su lealtad curándoles losenfermos, y mi compañero les dioconsejos prácticos para sus laboresagrícolas. Quienes más nos ayudaronfueron los viejos disidentes y loscosacos. Algunas veces encontrábamospoblaciones completamente comunistas;pero no tardamos en aprender aconocerlas. Cuando entrábamos en unpueblo, al son de las campanillas denuestros caballos, y hallábamos a los

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campesinos sentados a las puertas de suscasas, prontos a levantarse, cejijuntos ygruñendo, sin duda: “Ya están aquí esosdemonios rojos otra vez”, no cabía dudade que el pueblo era anticomunista y deque podíamos detenernos en el conabsoluta tranquilidad; pero si loslabriegos venían a nuestro encuentro,acogiéndonos con alegría y llamándonoscamaradas, podíamos estar seguros deque nos rodeaban los enemigos, yadoptábamos nuestras precauciones.Estos lugares estaban habitados porgentes que no eran los buenos rústicossiberianos, amigos de la libertad, sinopor emigrantes de Ucrania, holgazanes yborrachos, que moran en chozasmiserables y sórdidas, aunque sus

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aldeas estén circundadas por las feracesy negras tierras de la estepa. Peligrososy agradables fueron los momentospasados en el gran pueblo de Karatuz,que es más bien una villa. En el año1912 se abrieron en él dos colegios, y lapoblación llegó a las 15.000 almas. Esla capital de los cosacos del sur delYenisei, pero en la actualidad cuestatrabajo conocerla. Los emigrantes delEjercito rojo degollaron a toda lapoblación cosaca, quemaron ydestruyeron las casas, y hoy es el centrodel bolchevismo y del comunismo en laregión oriental del distrito de Minusinsk.En el edificio del Soviet, adondeacudimos a reemplazar los caballos, secelebraba una asamblea de la checa.

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Inmediatamente nos rodearon yexaminaron nuestros documentos. Noestábamos muy tranquilos a cerca de laimpresión que pudieran producir yprocuramos eludir la visita. Micompañero suele decirme desdeentonces: “Afortunadamente paranosotros, entre los bolcheviques, elinepto de ayer es el gobernador de hoy,y, por el contrario, a los sabios se lesdedica a barrer calles y a limpiar lascuadras de la caballería roja. Puedohablar con los bolcheviques porque noconocen la diferencia que hay entredesinfección y desafección, antracita yapendicitis; me las arreglo siempre paraque compartan mi opinión inclusopersuadiéndolos para que no me

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fusilen”. Así logramos que los miembros de lacheca nos ofrecieran cuantonecesitábamos; les presentamos unmagnifico proyecto de organización desu región, les construimos puentes ycaminos que les permitieran exportar lasmaderas del Urianhai, el oro y el hierrode los montes Sayan y el ganado y laspieles de Mongolia. ¡Qué triunfo aquellaempresa creadora para el Gobierno delos soviets! Esta oda lírica nos entretuvocerca de una hora, transcurrida la cual,los miembros de la checa, sin acordarsede nuestra filiación, nos proporcionaronnuevos caballos, cargaron nuestroequipaje en la carreta y nos desearonbuena suerte. Fue nuestra última prueba

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en el interior de las fronteras de Rusia. Cuando franqueamos el valle delAmyl, la Fortuna nos sonrió. Cerca delvado hallamos a un miembro de lamilicia de Karatuz, quien tenia en sucoche algunos fusiles y pistolasautomáticas, sobretodo máuseres, paraarmar una expedición a través delUrianhai en busca de algunos oficialescosacos que habían causado a losbolcheviques grandes quebrantos. Nospusimos en guardia. Podríamosfácilmente tropezar con esa expedición,y no estábamos seguros de que lossoldados apreciaran nuestras sonorasfrases como lo habían hecho losmiembros de la checa. Interrogandohábilmente a nuestro hombre, le

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sonsacamos y nos dijo el camino que laexpedición había de llevar. En lapróxima aldea nos alojamos en la mismacasa que él; abrí mi maleta y noté enseguida la miada de admiración que fijóen su contenido. —¿Qué mira usted con tanto interés?—le pregunté. —Un pantalón..., un pantalón... Yo había recibido de mis amigos unflamante pantalón de montar, de unexcelente paño negro. Este pantalónatrajo la admiración extática delmiliciano. —Si no tuviese usted otros... —ledije, reflexionando un plan de ataque. —No —repuso él con melancolía— ;el Soviet no nos provee de pantalones.

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Me dicen que ellos también pasan sinestas prendas. ¡Y los míos están tangastados! Mire. Diciendo esto, se levantó los faldonesde su capote, y me asombre de cómopodía sostener aquel pantalón, que teníamás agujeros que tejido. —Véndamelo —murmuró con vozsuplicante. —Imposible; lo necesito —respondícon decisión. Meditó unos minutos, y luego seaproximó a mí. —Salgamos a la calle: aquí nopodemos hablar. Una vez fuera me dijo: —Bueno, vamos a ver. Ustedes sedirigen al Urianhai. Los billetes del

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Banco de los soviets carecen de valor, ynada podrán adquirir aun cuando losnaturales del país les ofreceráncibelinas, zorros, armiños y polvo deoro a cambio, sobre todo, de fusiles ycartuchos. Ya tienen ustedes unacarabina cada uno; yo les entregaré otracon un centenar de cartuchos si me dausted su magnifico pantalón. —No necesitamos armas; nuestrospapeles nos protegen suficientemente —le contesté, fingiendo no comprenderle. —No, no —me interrumpió elbolchevique— ; ese fusil lo puede ustedcambiar por pieles o por oro. Voy adárselo inmediatamente. —Pues si es así, un fusil no basta parapagar un pantalón nuevo como el mío.

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En toda Rusia no encontraría uno igual;verdad que toda Rusia va casi en cueros,y en cuanto a su fusil, me darán por éluna cibelina, y ¿para que quiero yo unasola piel? Poco a poco obtuve lo que se meantojó. El miliciano recibió mispantalones y yo obtuve un fusil, ciencartuchos y dos pistolas automáticas concuarenta cartuchos cada una. Henos,pues, bien armados para defendernos.Además convencí al afortunadopropietario de mis pantalones para quenos proporcionase un permiso de usararmas. La ley y la fuerza estaban ya denuestro lado. En una aldea apartada contratamos aun guía, compramos galletas, carne, sal y

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manteca, y después de veinticuatro horasde descanso emprendimos nuestraexpedición remontando el Amyl hacialos montes Sayans, en la frontera delUrianhai. Allí nos prometíamos novolver a encontrar bolcheviques, nilistos ni tontos. A los tres días de haberabandonado la desembocadura del Tubaatravesamos el último pueblo ruso,próximo a la frontera del Urianhai: tresdías de contacto constante con unapoblación sin fe ni ley, entre continuospeligros y con la posibilidad siemprepresente de la muerte imprevista.Solamente una voluntad de hierro, unaserenidad de ánimo y una tenacidad atoda prueba, pudieron sacarnos de tantosriesgos y salvarnos de caer en el fondo

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del precipicio donde yacían otrosdesgraciados que habían fracasado ensus tentativas de ascensión hacia lascimas de la libertad que nosotroshabíamos alcanzado. Quizá les faltó laenergía o la entereza de carácter; tal vezcarecieron de inspiración poética paracantar himnos a la gloria de los puentes,las carreteras y las minas de oro, opuede ser que no tuviesen unospantalones de repuesto.

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CAPITULO IX

HACIA LOS MONTESSAYANS Y LA LIBERTAD

Espesos bosques vírgenes nosrodeaban. En la hierba, crecida y yaamarillenta, nuestra pista serpenteaba,apenas visible, entre las matas y losárboles, que empezaban precisamente aperder sus hojas multicolores. Es laantigua y ya casi olvidada ruta del valledel Amyl. Hace veinticinco años servía para el

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transporte de provisiones, maquinas ytrabajadores a las numerosas minas deoro, abandonadas ocultamente. Elcamino seguía el curso del Amyl, anchoy rápido en aquel paraje, y luego seinternaba en pleno bosque, contorneandoun pantano lleno de esas peligrosashondonadas siberianas, a través detupidos matorrales y entre montañas yvastas praderas. Nuestro guía no tenia, sin duda, lamenor sospecha acerca de nuestrasverdaderas intenciones; a veces,mirando el suelo con recelo, decía: —Tres jinetes con caballos herradoshan pasado por aquí. Puede que seansoldados. Su inquietud desapareció cuando

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comprobó que las huellas se dirigían aun lado del camino para volver a tomarla vereda. —No han ido más allá —observó,sonriendo maliciosamente. —Lastima —le respondí— ; hubierasido más agradable viajar reunidos. Pero el campesino se limitó aacariciarse la barba, riendo.Evidentemente no se dejó engañar pornuestra afirmación. Pasamos junto a una mina de oro queantes había sido explotada y organizadacon arreglo a los últimosperfeccionamientos, pero que a la sazónse hallaba abandonada, estandodestruidos todos sus edificios. Losbolcheviques se habían llevado las

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maquinas, los abastecimientos e inclusoparte de las barracas. En la proximidadse encontraba una iglesia sombría ytriste, con las ventanas rotas, el crucifijoarrancado y el campanario quemado yderruido, lastimoso y típico emblema dela Rusia de hoy. El guarda y su familia,muertos casi de hambre, vivían en lamina entre las privaciones y continuospeligros. Nos refirieron que en aquellaregión forestal una banda de rojosrecorría el país robando cuanto quedabaaprovechable en el terreno de la mina,extrayendo lo que podían de la partemás rica, y, provistos de las pepitas quehallaban, iban a vender y jugar a losgaritos de los pueblos próximos, dondelos aldeanos fabricaban con bayas y

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patatas vodka de contrabando, quevendían a peso de oro. Si caíamos enmanos de la banda, era la muerte. Tresdías después traspasamos la parte nortede la cordillera de los Sayans, cruzamosel río que forma la frontera, llamado elAlgiak, y desde entonces estuvimos en elterritorio del Urianhai. Esta comarca admirable, que posee lasmás variadas riquezas naturales, estáhabitada por una raza mongola quecuenta aún con unos setenta milindividuos, pero que se halla envísperas de desaparecer poco a poco;hablan una lengua completamentedistinta de los otros dialectos de la raza,y su ideal de vida es la doctrina de laeterna paz.

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El Urianhai ha sido, desde hacetiempo, una especie de campo de batallade los experimentos administrativos delos rusos, mongoles y chinos, pues todoshan reivindicado la soberanía de laregión. Los desventurados habitantes,los soyotos, han tenido que pagar tributoa estos tres imperialismos. He aquí porqué la región no era para nosotros unrefugio seguro. Nuestro miliciano noshabía hablado ya de la expedición quese preparaba a entrar en el Urianhai, yluego supimos por los campesinos quelos pueblos del Yenisei, de más al Sur,habían organizado destacamentos rojosque saqueaban y mataban a cuantoshacían prisioneros. Últimamente habíanmatado a sesenta y dos oficiales que

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intentaron atravesar el Urianhai hasta laMongolia; habían aniquilado unacaravana de mercaderes chinos ydegollado a unos prisioneros alemanesque pretendían escapar del paraíso delos soviets. Al cuarto día llegamos a unvalle enfangado, donde, en medio de losbosques, se levantaba una sola casarusa. Allí nos despedimos de nuestroguía, que se apresuró a regresar antesque las nieves interceptasen los pasosde los Sayans. El amo delestablecimiento consintió enconducirnos hasta el Seybi por diez milrublos en billetes de Banco de lossoviets. Como nuestros caballos estabanrendidos, nos vimos precisados adejarlos descansar, por lo cual

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decidimos pasar allí veinticuatro horas. Tomábamos el té, cuando la hija denuestro patrón exclamó: —¡Los soyotos! Cuatro de estos entraron de improvisocon sus fusiles y sus sombrerospuntiagudos. —Mende— nos dijeron. Luego, sin ceremonia, comenzaron aexaminarnos. No escapó a su miradapenetrante ni un botón ni una costura denuestras ropas. En seguida uno de ellos,que debía de ser el merin, o gobernadorde la localidad, empezó a interrogarnosacerca de nuestras opiniones políticas.Oyéndonos criticar a los bolcheviquesdemostró una evidente satisfacción yhabló con libertad:

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—Sois buenas personas. No os gustanlos bolcheviques. Os ayudaremos. Le di las gracias y le ofrecí el gruesocordón de seda que me servia decinturón. Nos dejaron antes deanochecer, diciendo que volverían al díasiguiente. Cerró la noche. Fuimos a lapradera a ocuparnos de nuestrosfatigados caballos, que comían a sucapricho, y regresamos. Hablábamosalegremente con nuestro amable patrón,cuando de repente oímos pisadas decaballos en el patio y voces roncas, todoseguido de la entrada brusca de cincosoldados rojos armados de fusiles ysables. Una desagradable sensación defrío me puso como una bola en lagarganta y el corazón me martilleó el

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pecho. Sabíamos que los rojos erannuestros enemigos. Aquellos hombresllevaban la estrella roja en sus gorros deastracán y el triángulo en las mangas.Pertenecían al destacamento lanzado enpersecución de los oficiales cosacos.Nos miraron de reojo, se quitaron loscapotes y se sentaron. Entablamos conversación con ellosexplicando el objeto de nuestro viaje enbusca de puentes, caminos y minas deoro. Nos enteramos de que su jefellegaría pronto con otros siete hombres,y que tomarían a nuestro patrón comoguía para que los condujese al Seybi,donde creían que se ocultaban losoficiales cosacos. No tardé encomprender que nuestros asuntos se nos

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ponían bien, y les manifesté deseo deque viajásemos juntos. Uno de los soldados respondió queeso dependería del camarada oficial. Durante nuestra conversación elgobernador soyoto entró, miróatentamente a los recién llegados y lespregunto: —¿Por qué habéis quitado a lossoyotos sus buenos caballos y les habéisdejado los malos? Los soldados se echaron a reír. —¡Recordad que estáis en un paísextranjero! —repuso el soyoto, con tonoamenazador. —¡Dios y el diablo! —gritó uno de losoficiales. Pero el soyoto, con mucha calma, se

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sentó a la mesa y aceptó la taza de té quela posadera le preparaba. Laconversación languideció. El soyoto bebió su té, y fumó su largapipa y dijo, levantándose: —Si mañana por la mañana no hansido devueltos los caballos a suspropietarios, vendremos por ellos. Y sin más, nos abandonó. Observé una expresión de inquietud enlas caras de los soldados. Pronto fueenviado uno de ellos como emisario,mientras los demás, con la cabeza baja,guardaban silencio. Muy entrada lanoche, llegó el oficial con siete jinetes.Cuando supo lo que había pasadofrunció el ceño: —Mal negocio. Tendremos que

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atravesar el pantano y habrá un soyotoacechándonos detrás de cada montecillo. Demostraba estar vivamentepreocupado, y su sobresalto, por fortunale impidió sospechar de nosotros.Comencé a tranquilizarle y le prometíarreglar el asunto al día siguiente conlos soyotos. El oficial era un verdaderobruto, un ser grosero y estúpido, quedeseaba vehementemente capturar a losoficiales cosacos, para ascender, y teniamiedo de que los soyotos le impidiesenllegar al Seybi. Al amanecer partimos con eldestacamento rojo. Habíamos recorridounos quince kilómetros, cuandodescubrimos dos jinetes detrás de losmatorrales. Eran soyotos. Llevaban en

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bandolera sus fusiles de chispa. —Esperadme —le dije al oficial—.Voy a parlamentar con ellos. Galopé a toda velocidad de micaballo. Uno de los jinetes era elgobernador soyoto, que me dijo: —Quedaos a retaguardia deldestacamento y ayudadnos. —Bien —contesté—. Perohablaremos un instante, para que creanque conferenciamos. Al cabo de un momento estrechaba lamano del soyoto y me reuní con lossoldados. —Todo está arreglado —dije— ;podemos continuar nuestra marcha. Lossoyotos no nos harán ninguna oposición. Avanzamos, y mientras atravesábamos

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una ancha pradera, vimos a grandistancia dos soyotos, que galopabanvelozmente, remontando la ladera de lamontaña. Paso a paso hice la maniobranecesaria para quedar con micompañero algo rezagado deldestacamento. Detrás de nosotrosmarchaba un soldado de aspectoestúpido y positivamente hostil. Tuvetiempo de murmurar a mi compañero lapalabra “mauser”, y vi que abría conprecaución la funda del revolver, paratenerlo preparado. Pronto comprendí por qué aquellossoldados, aunque nacidos en losbosques, no querían emprender sin guíael viaje hasta el Seybi. Toda la regióncomprendida entre el Algiak y el Seybi

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está constituida por altas cadenas deestrechas montañas separadas por vallesprofundos y pantanosos. Es un sitiomaldito y peligroso. Al principionuestros caballos se hundían hasta loscorvejones, caminando penosamente,trabándose en las raíces, y luegocayeron, desmontando a sus jinetes yrompiendo las correas de las sillas y lasbridas. Más lejos, también a nosotrosnos llegó el agua a las rodillas. Micaballo se hundió, petral y cabeza abajo,en el lodo rojo y fluido, y nos costó loindecible sacarlo del atolladero. Elcaballo del oficial, arrastrándole en sucaída, le hizo dar con la cabeza en unapiedra. Mi compañero rozó una rodillacontra un árbol. Los animales

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resoplaban ruidosamente. Se oyó,lúgubre, el graznido del cuervo. Luego,el camino empeoró todavía. La veredacontorneaba el pantano mismo; pero pordoquiera la obstruían los troncos de losárboles derribados. Los caballos,saltando sobre los árboles, caían aveces en un hondo agujero y dabanvolteretas patas arriba. Íbamos llenos delodo y sangre y temíamos agotar anuestras cabalgaduras; en un largotrayecto tuvimos que echar pie a tierra yllevarlas de la brida. Al fin entramos enuna vasta pradera cubierta de matas ybordeada de rocas. No solo loscaballos, sino los mismos hombres, sehundían en el barro, que parecía no tenerfondo. Toda la superficie de la pradera

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no era sino una delgada capa de hierba,recubriendo un lago de agua negra ycorrompida. Alargando la columna ymarchando separados a grandesdistancias, pudimos con esfuerzosostenernos en la superficie, movedizacomo la gelatina, en la que sebamboleaban las plantas. En ciertosparajes la tierra se hinchaba o seresquebrajaba. De repente sonaron tres detonaciones.No eran mucho más fuertes que las de lacarabina Flaubert; pero tiraban conbalas de verdad, porque el oficial y dossoldados cayeron al suelo. Los otrossoldados empuñaron sus fusiles ytemerosos miraron en torno suyo,buscando al enemigo. Otros cuatro

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fueron también desmontados, y derepente observé que el bruto de laretaguardia me apuntaba con su fusil;pero mi mauser se anticipó. —¡Rompan fuego! —grité. Y tomamos parte en la lucha. Pronto la pradera se llenó de soyotosque desnudaban a los muertos,repartiéndose sus despojos, yrecobraban los caballos que les habíanrobado. En esta clase de guerras no esprudente nunca permitir al enemigo queabra hostilidades con fuerzasaplastantes. Transcurrida una hora de penosamarcha, empezamos a subir la montaña yno tardamos en llegar a una elevadameseta bastante arbolada.

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—Después de todo, los soyotos no sontan pacíficos —observé yo,dirigiéndome al gobernador. Este me miró asustadamente y replicó: —No les mataron los soyotos. Tenía razón: eran tártaros de Abakan,vestidos con trajes de soyotos, quienesdieron muerte a los bolcheviques. Estostártaros conducen sus manadas debueyes y caballos de Rusia a Mongoliapor el Urianhai. Su guía e intérprete eraun calmuco lamaíta. Al día siguiente nosaproximamos a una pequeña coloniarusa y vimos que algunos jinetespatrullaban por los bosques. Uno denuestros jóvenes tártaros se encaminóbravamente a todo galope hacia uno deaquellos hombres, pero volvió pronto,

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sonriendo de un modo tranquilizador. —Todo va bien —exclamó, riendo—.¡Adelante! Continuamos la marcha por una pistabuena y ancha, a lo largo de una altaempalizada que circundaba una praderadonde pacía un rebaño de izbur. Losgranjeros crían estos alces por suscuernos, que venden muy caros, cuandoaún están cubiertos de pelusa, a losmercaderes de medicinas del Tíbet y deChina. Estos cuernos, una vez hervidos ysecos, reciben el nombre de panti y sonapreciadísimos por los chinos, que lospagan a gran precio. Nos recibieron los colonos conespanto. —¡Gracias a Dios! —exclamó la

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granjera—. Creíamos que... Y calló, mirando a su marido.

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CAPITULO X

LA BATALLA DEL SEYBI

La presencia constante del peligrodesarrolla la vigilancia y la finura de lapercepción. Aunque estábamosfatigadísimos, no nos desnudamos ydejamos los caballos ensillados. Pusemi revolver en el bolsillo interior delcapote y comencé a mirar alrededormío, examinando a aquellas gentes. Loprimero que descubrí fue la culata de unfusil oculto debajo de la pila de

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almohadas que hay siempre en las camasde matrimonio de los campesinos. Mástarde, vi que los empleados de nuestrohuésped entraban constantemente en lahabitación para recibir órdenes. Noparecían genuinos labradores, a pesar desus barbas largas y sucias. Mecontemplaban con atención y no nosdejaban solos nunca, ni a mi amigo ni ami con el granjero. Nada, no obstantepudimos adivinar. Entonces entró elgobernador soyoto, y notando quenuestras relaciones eran algo tirantes,empezó a explicar en lenguaje soyoto loque había de nosotros. —Os pido perdón —nos dijo elcolono— ; pero bien sabéis porexperiencia que ahora abundan más por

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el mundo los ladrones y los asesinos quelas personas honradas. Después de esto hablamos con mayorlibertad. Supimos que nuestro huéspedestaba informado de que una banda debolcheviques tenia intención de atacarleen el curso de su expedición contra losoficiales cosacos que a ratos habitabanla colonia. También estaba enterado dela desaparición de un destacamento. Sinembargo, el viejo no se hallaba aún deltodo tranquilo, a pesar de nuestrasdetalladas referencias, porque habíaoído hablar de un fuerte destacamento derojos precedentes de las fronteras deldistrito de Urinski, persiguiendo a lostártaros que huían con sus ganados haciael Sur, o sea hacia la Mongolia, y se

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acercaban a la granja. —Temo verlos llegar de un momento aotro —dijo el anciano—. Mi soyotoacaba de avisarme que los rojos sedisponen a pasar el Seybi y de que lostártaros se aprestan a resistirles. Salimos en seguida para revisar lasmonturas y los aparejos. Nos llevamoslos caballos para ocultarlos en unosmatorrales no lejos de allí. Preparamoslos fusiles y los revólveres, tomandoposiciones en el cercado, acechando lallegada del enemigo común. Transcurrióuna hora de penosa espera. Luego, unode los hombres vino corriendo delbosque y murmuró: —Van a cruzar el pantano... Elcombate empieza.

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En efecto, como para confirmar lanoticia, llegó a nosotros el ruido de undisparo, seguido inmediatamente de unadescarga y de otras cada vez másnutridas. El combate se acercaba a lacasa. Pronto oíamos el galopar de loscaballos y los gritos salvajes de lossoldados. Un instante después, tres deellos penetraban en la casa, huyendo delcamino barrido por el fuego de lostártaros situados a los dos lados de él, yvociferando espantosamente. Uno deellos disparó contra nuestro huésped,que se tambaleó y cayó de rodillas,mientras que tendía la mano a lacarabina oculta debajo de lasalmohadas. —¿Quién sois? —preguntó uno de los

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soldados, volviéndose a nosotros ylevantando el fusil. Les contestamos a tiro de revolver,con éxito, porque solo uno de lossoldados, el de más atrás, pudo ganar lapuerta, pero en el patio cayó en manosde un trabajador que le estranguló. Seentabló el combate. Los soldadosllamaron pidiendo refuerzos. Los rojosestaban alineados a lo largo de lacuneta, en el borde del camino, atrescientos pasos de la casa,respondiendo al fuego de los tártarosque los cercaban. Varios soldadoscorrieron hacia la casa para auxiliar asus camaradas, pero entonces oímos unadescarga de salvas. Los obreros de lagranja tiraban como en las maniobras,

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con calma y precisión. Cinco soldadosrojos yacían en el camino, mientras quelos demás se agazapaban en el foso. Notardamos en divisar que comenzaban aavanzar arrastrándose hacia el extremode la granja, en dirección al bosquedonde habían dejado sus caballos. Losdisparos de fusil sonaban cada vez máslejos y pronto vimos que cincuenta osesenta tártaros perseguían a los rojos através de la pradera. Descansamos dos días a orillas delSeybi. Los obreros de la granja, ennúmero de ocho, eran en realidadoficiales disfrazados. Nos pidieronpermiso para acompañarnos y se loconcedimos. Cuando mi compañero y yo

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reanudamos nuestro viaje, lo hicimoscon una escolta de ocho oficialesarmados y tres bestias de carga.Atravesamos un magnifico valle entre elSeybi y el Ut. Por doquiera veíamosesplendidas dehesas con numerososrebaños; pero las dos o tres casaslindantes con el camino estabandesiertas. Sus habitantes se habíanocultado, aterrorizados, al oír el fragordel combate con los rojos. Al díasiguiente franqueábamos la alta cadenade montañas llamada Dabán, y cruzandouna extensa explanada de montequemado, empezamos a descender a unvalle escondido a nuestros ojos por loscontrafuertes de las colinas. Tras estascumbres discurre el pequeño Yenisei,

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último de los grandes ríos antes dellegar a la Mongolia propiamente dicha.A diez kilómetros aproximadamente derío divisamos una humareda que salía delos bosques. Dos de los oficiales sedestacaron en servio de exploración.Tardaban en volver, y temiendo que leshubiese ocurrido alguna desgracia, nosadelantamos con precaución hacia elsitio de donde subía el humo, dispuestosa combatir si fuese preciso. Llegamos,al fin, lo bastante cerca de ellos para oírel vocerío de un inmenso grupo depersonas, del que sobresalían las risasestrepitosas de nuestros exploradores.En medio de un prado distinguimos unagran tienda con dos defensas de ramaje,y alrededor de ella una agrupación de

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cincuenta o sesenta personas. Cuandodesembocamos del bosque todosacudieron alegremente para darnos labienvenida. Era un campamento deoficiales y soldados rusos que, despuésde haber huido de Siberia, vivieron conlos colonos y los ricos terratenientes delUrianhai. —¿Qué hacéis aquí? —lespreguntamos sorprendidos. —¿Entonces ignoráis lo que hasucedido? —repuso un hombre de ciertaedad, que resultó ser el coronelOstrowsky—. En el Urianhai se hadispuesto por el comisario militar lamovilización de todos los hombres demenos de veintiocho años, y de todaspartes avanzan hacia la villa de

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Belotzarsk los destacamentos de esospartidarios. Roban a los colonos y a lospastores y matan a todos los que caen ensus manos. Andamos huyendo de esaspartidas. El campamento poseía dieciséisfusiles y tres granadas que pertenecían aun tártaro que viajaba con un guíacalmuco para inspeccionar sus rebañosde la Mongolia occidental. Nosotrosexplicamos el objeto de nuestro viaje ynuestro proyecto de atravesar laMongolia hasta el puerto más próximo ala costa del Pacifico. Los oficiales merogaron que les llevásemos connosotros. Accedí. Un reconocimientoque hicimos nos demostró que no habíapartida cerca de la casa del campesino

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que debía facilitarnos el cruce delpequeño Yenisei. Nos pusimos enmarcha inmediatamente a fin de pasar loantes posible aquella zona peligrosa delYenisei para internarnos en el bosque demás allá. Nevaba, pero los copos sederretían en seguida. Antes de anochecerse levantó un viento norteño helado, quetrajo con él una tempestad de nieve. Muyde noche llegamos al río. El colono nosacogió con simpatía y no vaciló enofrecerse para pasarnos en su barca yhacer que los caballos atravesasen el ríoa nado, aunque todavía flotaban en elagua gruesos témpanos, procedentes delas fuentes. Durante esta conversación,uno de los obreros del colono, bizco yde mala catadura, nos escuchaba sin

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pestañear, vuelto todo el tiempo anosotros. De improviso desapareció. Elgranjero reparó en su huida y con voz deangustia nos dijo: —Se ha ido corriendo al pueblo paratraer aquí a esos rojos endemoniados.Hay que pasar el río sin dilación y sinperder tiempo. Entonces empezó la aventura másterrible de nuestro viaje. Propusimos alcolono que cargase nuestras provisionesy municiones en la barca y que nosotrospasaríamos con los caballos a nado a finde ganar tiempo, que tan precioso nosera. El Yenisei en aquel paraje tieneunos trescientos metros de ancho; lacorriente es muy rápida y la orilla estácortada a pico sobre un lecho profundo.

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La noche era completamente oscura, sinuna estrella en el cielo. Silbaba elviento tempestuosamente y la nieve nosazotaba el rostro con violencia. Antenosotros corrían velozmente las negrasaguas, arrastrando delgados trozos deafilado hielo que giraban y sedesgastaban en los remolinos yrompientes. Mi caballo tardó un largorato en bajar a la orilla abrupta,resoplando y encabritándose. Lecastigué con el látigo, y al fin, con ungemido de mal agüero, se arrojó al ríohelado. Nos hundimos los dos, y condificultad me sostuve en la silla. Encuanto estuvo a algunos metros de laorilla, mi caballo estiró la cabeza y elcuello cuanto pudo en su afán de

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avanzar, resoplando con fuerza sindetenerse. Sentí todos los movimientosde sus patas, agitando el agua, y eltemblor de su cuerpo en el espantosotrance. Llegamos a la mitad del río,donde la corriente se haciaextremadamente rápida, por lo cual nosarrastraba de manera irresistible. En lanoche lúgubre oía los gritos de miscompañeros y las sordas quejas detemor y sufrimiento de los caballos. Elagua helada me llegaba al pecho. Lostémpanos flotantes chocaban en mí; lasolas me salpicaban el rostro. No tuvetiempo de mirar a mi alrededor ni desentir frío. El deseo animal de vivir seapoderó de mí; no pensé sino una cosa:si mi caballo flaqueaba en su lucha

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contra la corriente, estaba perdido. Fijétoda mi atención en sus esfuerzos y supánico. De repente lanzó un gemido ysentí que se sumergía. Evidentemente, elagua le entraba por la nariz, porque nole oía resoplar. Un grueso témpano legolpeo la cabeza y le hizo cambiar dedirección, si bien continuo en el sentidode la corriente. Le dirigí con trabajohacia la orilla, tirándole de las riendas;pero comprendí que se le acababan lasfuerzas. Su cabeza desapareció variasveces en los remolinos. No había quedudar. Me deslicé de la silla, ysujetándome a ella con la manoizquierda, me puse a nadar con laderecha al lado de mi cabalgadura,animándola con la voz. Flotó un

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momento con la boca entreabierta y losdientes apretados; en sus ojos,ampliamente abiertos, se leía unindescriptible terror. En cuanto le libréde mi peso volvió a la superficie y nadómás tranquilo y rápido. Al fin, bajo lasherraduras del pobre animal exhausto,sentí el golpe con las rocas. Uno trasotro, mis compañeros ganaban la orilla.Los caballos, bien domados, habíanhecho pasar a sus jinetes. Algo máslejos, aguas abajo, el colono abordabacon las provisiones. Sin perdermomento, cargamos los equipajes en loscaballos y continuamos el viaje. Elviento soplaba cada vez másdesencadenado y glacial. Al amanecer,el frío era terrible. Nuestras ropas,

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empapadas, se helaron, poniéndose tanduras como el cuero; los dientes noscastañeteaban y en los ojos nosfulguraba la llamarada roja de la fiebre;pero seguimos marchando para poner elmayor espacio entre nosotros y laspartidas bolcheviques. A unos quincekilómetros del bosque salimos a un valleaccesible, desde donde pudimosdistinguir la margen opuesta del Yenisei.Debían de ser las ocho. A lo largo delcamino, al otro lado del río, se estirabacomo una serpiente una dilatada fila dejinetes y carruajes que comprendimosera una columna de soldados rojos consu tren de combate. Echamos pie atierray nos escondimos entre la maleza paraevitar ser descubiertos. Todo el día el

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termómetro marcó cero y todavía bajómás, de modo que, ateridos,proseguimos nuestro viaje, llegando a lanoche a unas montañas cubiertas debosques de álamos, donde encendimosgrandes hogueras para secarnos lasropas y calentarnos. Los caballos,hambrientos, no se separaron de lashogueras, quedándose detrás de nosotrosdurmiendo con las cabezas agachadas.Al día siguiente, muy de mañana,acudieron a nuestro campamento algunossoyotos. —¿Ulan? (rojo)— preguntó uno deellos. —No, no —gritaron mis compañeros. —Tzagan? (blanco)— interrogó otro. —Sí, sí —dijo el tártaro— ; todos son

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blancos. —Mendé, mendé!— exclamaron lossoyotos. Y mientras tomaban una taza de té,empezaron a darnos interesantes eimportantes noticias. Supimos que laspartidas rojas, dejando los montesTannu Ola, ocupaban con sus avanzadastoda la frontera de Mongolia paradetener a los campesinos y a los soyotosconductores de rebaños. Era, pues,imposible pasar los Tannu Ola. Solo vila posibilidad de dirigirnos al Sudoeste,atravesar el valle pantanoso del Buret-Hei y alcanzar la ribera sur del lagoKosogol, situado en el territorio de laverdadera Mongolia. Las noticias eranmalas. El primer puesto mongol de

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Samgaltai no distaba más que unosnoventa kilómetros, mientras que el lagoKosogol, por el camino más corto, sehallaba a cuatrocientos cincuenta. Los caballos que mi compañero y yomontábamos habían andado más denovecientos kilómetros por mal terreno,casi sin descansar y con alimentaciónharto escasa, por lo que no podíanrecorrer semejante distancia. Peroreflexionando sobre la situación, yestudiando a mis nuevos compañeros,decidí no intentar el paso de los montesTannu Ola. Aquellos hombres estabancansados moralmente, nerviosos, malvestidos y peor armados, y algunos sehallaban enfermos. El pánico se hubieraapoderado en seguida de ellos,

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haciéndoles perder la cabeza yhaciéndosela perder también a losdemás. Entonces consulté a mis amigos yresolví ir al lago Kosogol. Todosconsintieron en seguirme. Después detomar un rancho compuesto de una sopahecha con pedazos de carne, galletas té,partimos. A las dos horas las montañascomenzaron a elevarse delante denosotros. Eran las estribacionesnordeste de los Tannu Ola, tras de lascuales se extendía el valle del Buret-Hei.

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CAPITULO XI

LA BARRERA ROJA

En un valle encajonado entre dossierras escarpadas, descubrimos unamanada de yaks y de bueyes que diezsoyotos montados conducíanrápidamente hacia el Norte. Seacercaron a nosotros con precaución yconcluyeron por decirnos que el noyón(príncipe) de Todji les había ordenadoque trasladasen los rebaños a lo largodel Buret-Hei hasta la Mongolia,

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temiendo el pillaje de los forajidosrojos. Salieron; pero enterados poralgunos cazadores soyotos que aquellaparte de los montes Tannu Ola estabaocupada por las partidas procedentes deWladimirovka, se vieron obligados avolverse atrás. Les preguntamos dóndese hallaban las avanzadas y por elnumero de soldados que guardaban lospasos de las montañas, y enviamos altártaro y al calmuco para reconocer elterreno, mientras nos preparábamos acontinuar nuestra marcha, envolviendolos cascos de los caballos con nuestrascamisas y poniendo a estos una especiede bozales hechos con correas y trozosde cuerdas para impedir querelinchasen. Había ya cerrado la noche

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cuando los exploradores regresaron,avisándonos que un grupo de unostreinta soldados acampaba como a unosdiez kilómetros de allí, ocupando lasyurtas de los soyotos. En el collado seencontraban dos avanzadillas: unacompuesta de dos hombres y la otra detres. De las avanzadillas al campamentohabría kilómetro y medioaproximadamente. Nuestra pista pasabaentre los dos puestos avanzados. Desdela cima de la montaña se les veíaclaramente, siendo fácil acabar a tiroscon los centinelas. Cuando hubimosganado la cumbre me separé de nuestrogrupo, y llevando conmigo a mi amigo,al tártaro, al calmuco y a dos jóvenesoficiales, avanzamos con discreción.

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Desde arriba distinguí, a unos quinientosmetros delante de nosotros, doshogueras. Junto a cada una de ellasvelaba un soldado armado de su fusil, ylos demás dormían. No quise entablar lalucha con aquellos centinelas; pero erapreciso desembarazarnos de supresencia sin disparar ni un tiro, sideseábamos seguir marchando. No creíque los rojos pudiesen descubrir nuestrorastro, porque la pista estaba todaremovida por el tránsito de numerososanimales. —Elijo a esos dos de allí —murmurómi compañero, señalando a loscentinelas de la derecha. Nosotros debíamos ocuparnos delpuestecillo de la izquierda. Avancé,

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arrastrándome entre las matas, detrás demi amigo para ayudarle si necesitaba miintervención; pero confieso que nosentía preocupación alguna respecto aél. Era un mocetón de seis pies deestatura, tan fuerte, que cuando algúncaballo se negaba a que le pusiesen elbocado, le daba puntapiés en las patasde delante y lo tiraba al suelo, dondefácilmente le colocaba las riendas.Cuando distábamos de los rojos uncentenar de pasos, me detuve en elmatorral y miré. Pude ver claramente lahoguera y el soñoliento centinela. Elsoldado estaba sentado con el fusil entrelas piernas. Su compañero, dormidojunto a él, no se movía. Sus botas defieltro blanco se destacaban en la

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oscuridad de la noche. Durante un ratoperdí de vista a mi compañero. Reinabaun silencio amedrentador. De repente,de la otra avanzadilla llegaron unosgritos ahogados y todo volvió a quedarsilencioso. Nuestro centinela levantolevemente la cabeza; pero en aquelpreciso momento el cuerpo gigantescode mi amigo se interpuso entre lahoguera y yo, y en un cerrar de ojos lospies del bolchevique pasaron por el airecomo un resplandor: mi compañerohabía cogido al centinela por el cuello,arrojándole a la espesura, donde amboscuerpos desaparecieron. Un segundomás tarde reapareció; hizo un molinetecon el fusil y asestó en el cráneo delsoldado dormido un culatazo violento y

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sordo, y sobrevino una absoluta calma.Luego vino a mí, sonriente pero turbado. —¡Listos! ¡Dios y al diablo! Cuandoyo era niño mi madre quiso que fuesecura. Crecí y estudié para ingenieroagrónomo... y todo eso para estrangularhombres o partirles el cráneo. ¡Larevolución es una cosa estúpida! Escupió con rabia y asco y se puso afumar una pipa. También en la otra avanzadilla habíaterminado todo. Aquella nocheescalamos las crestas del Tannu Ola ydescendimos a un valle cubierto demonte bajo, surcado por una red dearroyuelos. Eran las fuentes del Buret-Hei. A eso de la una nos detuvimos ydejamos pastar a los caballos, porque la

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hierba era excelente. Nos juzgábamos enseguridad por algunos indiciostranquilizadores; en las laderas se veíanrebaños de renos y yaks, y los soyotosque se aproximaron nos confirmaronnuestras suposiciones. Tras los montesTannu Ola no se habían visto soldadosrojos. Ofrecimos a los soyotos unpaquete de té y les vimos alejarsecontentos y seguros de que éramostzagan: buena gente. Mientras nuestroscaballos descansaban y pastaban en lacrecida hierba, deliberamos acerca denuestro itinerario, sentados cerca delfuego. Se suscitó una viva discusiónentre dos secciones de nuestro grupo; alfrente de una figuraba un coronel, quecon cuatro oficiales estaban tan

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impresionados por la ausencia de rojosal sur de Tannu Ola, que decidieroncontinuar en dirección Oeste, haciaKobdo, para encaminarse luego alcampamento del Emil, donde lasautoridades chinas habían internado alos seis mil hombres de las fuerzas delgeneral Bakitch, que penetraron enterritorio mongol. Mi compañero y yo,con dieciséis oficiales, preferimosatenernos a nuestro primitivo plan, queera arribar al lago Kosogol, de pasopara el Extremo Oriente. Como ningunode los dos grupos logró convencer alotro de que abandonase sus ideas,resolvimos separarnos, y al medio díasiguiente nos despedimos. Nuestro grupode dieciocho sostuvo numerosos

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combates y sufrió penalidades sincuento, que costaron la vida a seis denuestros camaradas, pero nosotrosllegamos al término del viaje taníntimamente unidos por los lazos demutua abnegación, reforzados por lospeligros comunes en las batallas, en lasque nos jugábamos la vida, que hemosconservado siempre unos para otros losmás calurosos sentimientos de amistad.El otro grupo, mandado por el coronelJukoff, pereció. Tropezó con un fuertedestacamento de caballería roja y fuedestruido por ella en dos combates. Soloescaparon dos oficiales, quienes merefirieron estas tristes nuevas y losdetalles de los combates cuando nosencontramos cuatro meses más tarde en

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Urga. Nuestro grupo de dieciocho jinetes ysus cinco caballos de carga remontó elvalle del Buret-Hei. Nos atascamos enlos pantanos, cruzamos numerosos ríosfangosos, nos helamos los vientos fríos,empapados hasta los huesos por la nievey por la lluvia glacial; pero persistimosinfatigablemente en la empresa dealcanzar la costa sur del lago Kosogol.El guía tártaro nos precedía sinvacilaciones, siguiendo las pistastrazadas por los innumerables rebañosque del Urianhai van a la Mongolia.

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CAPITULO XII

EN EL PAIS DE LA PAZ

Los habitantes del Urianhai, lossoyotos, están orgullosos de serverdaderos budistas y de haberconservado pura la doctrina de SanRama y la sabiduría profunda deSakyaMuni. Son los eternos enemigos dela guerra y de la sangre derramada. Enel siglo XIII prefirieron emigrar ybuscar refugio en el Norte, antes quecombatir o formar parte del imperio del

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sanguinario conquistador Gengis Kan,que quiso incorporar a sus fuerzas aesos maravillosos jinetes y diestrísimosarqueros. Tres veces en el curso de suhistoria han emigrado así hacia el Nortepara eludir la lucha, y ahora nadie puededecir que las manos de los soyotos sehayan teñido de sangre humana. Con suamor a la paz, han luchado contra losmales de la guerra. Los mismos rígidosadministradores chinos no han podidoaplicar en ese pacifico país todo el rigorde sus leyes implacables. De igual modose condujeron los soyotos con los rusoscuando estos, ebrios de sangre yenloquecidos por los crímenes, fueron ainfestar su país. Evitaron los soyotoscuidadosamente chocar contra las tropas

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rojas o las partidas bolcheviques,emigrando con sus familias y ganadoshacia el Sur hasta los principadosalejados, como los de Kemchik ySoldjak. El afluente oriental de este ríoemigratorio pasó por el valle Buret-Hei,donde continuamente dejábamos atráslos grupos de soyotos acompañados desus rebaños. Avanzábamos rápidamente a lo largodel sinuoso Buret-Hei, y al cabo de dosdías empezamos a pisar los collados queunen los valles del Buret-Hei y delJarga. El camino, además de escabroso,estaba interceptado por troncos deárboles derribados, y aun, por increíbleque parezca, por anchos lodazales en losque los caballos de hundían

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penosamente. Luego tuvimos de nuevoque marchar por una pista peligrosadonde los guijarros rodaban bajo loscascos de las caballerías, saltando alprecipicio que bordeábamos. Losanimales se fatigaron pronto, pasandoaquellos peñascales dejados así por losantiguos glaciares, al pie de las faldasde la montaña. A veces la pista seguía alborde mismo de las simas y los caballosproducían grandes desprendimientos dearena y piedras. Me acuerdo de un cerrocubierto totalmente por aquellasmovedizas arenas. Tuvimos quedesmontar y, llevando a los caballos delas bridas, recorrer a pie, en unalongitud de dos kilómetros, aquelloslechos resbaladizos, a ratos

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empantanándonos hasta las rodillas, ybajar las pendientes casi a la fuerzahacia el fondo de los despeñaderos. Unmovimiento imprudente hubiera podidoprecipitarme al abismo. Esto le ocurrióa uno de nuestros caballos. Metido hastael vientre en una trampa escurridiza, nopudo cambiar de dirección a tiempo yresbaló con una masa de cascotes por elterreno cortado a pico, cayendo en elderrumbadero para no levantarse más.Solo oímos el crujido de las ramassecas aplastadas en su caída mortal. Congrandes dificultades bajamos al fondodel barranco para recoger la silla y losbultos que transportaba. Un poco más lejos nos vimosprecisados a abandonar a una de

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nuestras bestias de carga, que habíahecho todo el viaje con nosotros desdela frontera norte del Urianhai.Principiamos a descargarla, pero fueinútil, pues ni nuestras excitaciones ninuestras amenazas sirvieron para nada.Quedó inmóvil, con la cabeza inclinaday un aspecto de agotamiento que noshizo comprender que había llegado allímite de su trabajosa existencia.Algunos soyotos que iban con nosotrosla examinaron, le palparon los músculosde las cuatro patas, le cogieron lacabeza con las manos, moviéndola dederecha a izquierda, y después de undetenido estudio dictaminaron: —Este caballo no irá muy lejos.¡Tiene los sesos secos!

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Tuvimos, por lo tanto, queabandonarlo. Aquella tarde asistimos aun magnifico cambio de paisaje al subira una altura, donde nos encontramos enuna vasta planicie cubierta de álamos.Divisamos las yurtas de algunoscazadores soyotos, recubiertas decorteza en vez del fieltro habitual. Entreestos, diez hombres armados de fusilesse adelantaron hacia nosotros. Nosparticiparon que el príncipe de Soldjakno permitía que nadie pasase por allí,pues temía que invadiesen sus dominioslos asesinos y los ladrones. —Volveos al punto de donde venís —nos aconsejaron, mirándonos con ojosllenos de espanto. No contesté y puse fin a un conato de

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reyerta entre un viejo soyoto y uno demis oficiales. Luego señalé con un dedoel riachuelo que corría por el vallesituado frente a nosotros y preguntécómo se llamaba. —Oyna —respondió el soyoto—. Esla frontera del principado y estáprohibido pasarla. —Muy bien —contesté— ; pero nospermitiréis descansar y calentarnos unpoco. —Sí, sí —gritaron los soyotos,siempre hospitalarios. Y nos condujeron a sus tiendas. Por el camino aproveché la ocasiónpara ofrecer al viejo soyoto un cigarrilloy a otro una caja de fósforos.Caminábamos con mucha lentitud y

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todos juntos, salvo un soyoto que sequedaba atrás, tapándose la nariz con lamano. —¿Está enfermo? —pregunté. —Sí —respondió el viejo soyoto contristeza—. Es mi hijo. Hace dos días quesangra por la nariz y está muy débil. Me detuve y llamé al pobre joven. —Desabrochaos el capote —le ordené— ; desarropaos el cuello y el pecho ylevantad la cabeza lo más alto quepodáis. Oprimí la vena yugular por los doslados de la cabeza durante unos minutosy le dije: —Ya no echareis más sangre por lanariz. Retiraos a vuestra tienda yacostaos un rato.

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La acción misteriosa de mis dedosprodujo en el soyoto una fuerteimpresión. El viejo soyoto, lleno detemor y respeto, murmuró: —Ta lama, ta lama (gran doctor). En la yurta nos obsequiaron con té,mientras que el viejo soyoto se hallabasumido en profunda meditación.Después consultó con sus compañeros yacabó por decirme: —La mujer de nuestro príncipe padecede la vista, y creo que el príncipe sealegrará de que le lleve a ta lama. Nome castigará, porque aunque me haordenado no dejar entrar a mala gente,no ha prohibido que recibamos apersonas honradas. —Haced lo que os parezca mejor —

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respondí, fingiendo indiferencia—. Escierto que sé tratar las enfermedades delos ojos, pero desharé el camino si melo mandáis. —No, no —gritó el viejo apenado—.Yo mismo voy a guiaros. Sentado junto a la lumbre, encendió sipipa con un silex, limpió el extremo conla manga y me la ofreció en señal desincera hospitalidad. Yo estaba alcorriente de la cortesía y fumé. Enseguida fue dando la pipa a cada uno denosotros y recibió de cada uno, encambio, un cigarrillo, un puñado detabaco y algunos fósforos. Nuestraamistad quedaba consagrada. Prontoacudieron a la yurta para conocernos yrodearnos hombre, mujeres, chicos y

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perros. No nos podíamos mover. Delgentío se destacó un lama de caraafeitada y cabellos al rape, que vestía laflotante tunica roja de su casta. Susvestidos y su expresión le diferenciabandel resto de los soyotos, bastante sucios,con sus coletas y sus casquetes de fieltroterminado en lo alto por colas deardillas. El lama se mostró biendispuesto para nosotros, pero mirabacon envidia nuestras sortijas de oro ynuestros relojes. Decidí explotar la codicia delservidor de Buda y le ofrecí té ygalletas, haciéndoles saber que deseabaadquirir caballos. —Tengo uno. ¿Queréis comprarlo? —me preguntó—. Pero no acepto billetes

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de Banco rusos. Cambiémosle por algo. Regateé largo tiempo, y, al fin, por mianillo de boda, un impermeable y unamaleta de cuero recibí un excelentecaballo soyoto, para sustituir el quehabíamos perdido, y una cabrita. Pasamos la noche con los indígenas, ynos obsequiaron con un festín de carneroasado. Al día siguiente nos pusimos encamino, dirigidos por el viejo soyoto,recorriendo el valle del Oyna, sinmontañas ni pantanos. Sabíamos quealgunos de nuestros caballos estabandemasiado cansados para ir hasta ellago Kosogol, y decidimos probar acomprar otros en el país. No tardamosen encontrar yurtas soyotas rodeadas deganados y caballos. Por fin nos

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acercamos a la capital nómada delpríncipe. Nuestro guía se adelantó paracomerciar con él, no sin habernosasegurado que el soberano se alegraríade recibir al ta lama, aunque en aquelmomento observé que su fisonomíadenotaba temor y ansiedad.Desembocamos en una vasta llanuracubierta de matas. A orillas del ríovimos unas grandes yurtas sobre las queondeaban unas banderas amarillas yazules, y adivinamos que era laresidencia del Gobierno. Pronto volvió nuestro guía. Volvíasatisfechísimo. Se frotó las manos yexclamó: —El noyón (príncipe) os espera. Estámuy contento.

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De guerrero me convertí endiplomático. Al llegar a la yurta delpríncipe fuimos recibidos por dosfuncionarios que usaban el gorropuntiagudo de los mongoles, adornadocon enhiestas plumas de pavo real. Conprofundas reverencias rogaron al noyónextranjero que penetrase en la yurta. Miamigo el tártaro y yo entramos. En la lujosa yurta, tapizada demagnifica seda, vimos un viejecillo derostro apergaminado, rapado y afeitado,cubierto con una toca de castor alta ypuntiaguda, ornada con seda carmesí yrematada por un botón rojo oscuro yunas largas plumas de pavo real en laparte de atrás. En la nariz le cabalgabanunas gruesas antiparras chinas. Estaba

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sentado en un diván bajo, y haciatintinear nerviosamente las cuentas de surosario. Era Ta Lama, príncipe deSoldjack y gran sacerdote del templobudista. Nos acogió cariñosamente y nosinstó a sentarnos delante del fuego queardía en un brasero de cobre. Laprincesa, sumamente hermosa, nos sirvióté, dulces chinos y bollos. Fumamos lapipa, aunque el príncipe, en su calidadde lama, no nos imitase, cumpliendo, sinembargo, sus deberes de huésped,elevando a sus labios las pipas que leofrecíamos y tendiéndonos, en cambio,su tabaquera de jaspe verde. Cumplidala etiqueta, esperamos las palabras delpríncipe. Este nos preguntó si nuestroviaje había sido feliz y cuales eran

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nuestros proyectos. Le hablé confranqueza y le pedí hospitalidad paratodos nosotros. Consintió en dárnoslainmediatamente, y ordenó que nospreparasen cuatro yurtas. —He sabido que el noyón extranjeroes un excelente doctor. —Sí; conozco bastantes enfermedades,y tengo conmigo algunos remedios, perono soy doctor. Soy un sabio en otrasciencias. El príncipe no me comprendió. Para susencillez, un hombre que sabia tratar unaenfermedad es un doctor. —Mi mujer sufre constantemente delos ojos desde hace dos meses —medijo—. Aliviadla. Pedí a la princesa que me enseñase los

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ojos, y vi que tenía una conjuntivitis,producida por el humo continuo de layurta y por la suciedad general dellugar. El tártaro me trajo mi botiquín.Lavé los ojos de la princesa con aguaboricada y les apliqué un poco decocaína y una débil solución de sulfatode cinc. —Os ruego que me curéis —dijo laprincesa—. No os vayáis antes desanarme. Os daremos carneros, leche yharina para todos vuestros amigos. Lloroy me aflijo sin cesar, porque antes teniaunos ojos hermosos, y mi marido medecía que brillaban como las estrellas.Ahora, en cambio, los tengo rojos ehinchados. No puedo soportar esto, no,no puedo.

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Golpeó el suelo con un pie menudo yme preguntó con coquetería: —¿Verdad que queréis curarme,señor? El carácter y la manera de una mujerbonita son iguales en todas partes: en eldeslumbrador Brodway, junto almajestuoso Támsesis, en los animadosbulevares del alegre París como en layurta, tapizada de seda de la princesasoyota, más allá de los montes TannuOla, recubiertos de árboles piramidales. —Haré lo que pueda —contesté conaplomo, actuando de ocultista. Pasamos allí diez días, agasajadoscordialmente por toda la familia delpríncipe. Los ojos de la princesa, queocho años antes habían seducido al

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príncipe Lama, ya de avanzada edad,estaban curados. Ella no disimulaba sujúbilo ni dejaba de mirarse al espejo. El príncipe me regaló cinco buenoscaballos, diez carneros y un saco deharina, que transformamosinmediatamente en galletas. Mi amigo leofreció un billete de Banco de losRomanoff, de un valor de quinientosrublos, con el retrato de Pedro elGrande. Yo le presenté una pepita deoro que había recogido en el cauce de untorrente. El príncipe ordenó que unsoyoto nos sirviera de quia hasta el lagoKosogol. Toda la familia del príncipenos acompañó hasta el monasterio,situado a diez kilómetros de la capital.No le visitamos, pero sí nos detuvimos

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en el dugung, establecimiento comercialchino. Los mercaderes chinos nosrecibieron con hostilidad, aunque nosbrindaron toda clase de mercancías,creyendo especialmente entusiasmarnoscon sus frascos redondos (lanhon) demaygolo, una especie de anisete. Comono teníamos plata en lingotes, ni dólareschinos, nos contentamos con mirar conenvidia el atractivo licor, hasta que elpríncipe vino a favorecernos, ordenandoa los chinos que pusiesen cinco frascosen nuestras maletas.

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CAPITULO XIII

MISTERIOS, MILAGROS YNUEVA BATALLA

La tarde del mismo día llegamos frenteal lago sagrado de Teri-Noor, balsa deagua de ocho kilómetros de ancho,limitada por riberas bajas y sinalicientes, con numerosas hondonadas.En el centro del lago se extendía lo quequedaba de una isla en vías dedesaparecer. Dicha isla contenía algunosárboles y antiguas ruinas. Nuestro guía

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nos explico que hace dos siglos noexistía el lago, y que en su lugar,dominando la llanura, se levantaba unaimponente fortaleza china. Un jefe chinoque la mandaba ofendió a un viejo lama,quien maldijo el sitio y predijo que seriadestruido. El mismo día siguiente elagua comenzó a brotar del suelo,destruyó la fortaleza y se tragó a todoslos soldados. Aun ahora, cuando latempestad se desencadena en el lago, lasaguas arrojan a las orillas osamentas delos hombres y los caballos queperecieron. El lago de Teri-Nooraumenta cada año, acercándose cada vezmás a las montañas. Siguiendo la líneaoriental empezamos a subir unacordillera coronada de nieve. La

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ascensión fue fácil al principio; pero elguía nos advirtió que la parte máspenosa estaba más lejos. Alcanzamos lacima dos días después, y nos hallamosen una ladera escarpada, revestida deespesos bosques, bajo la nieve. Más alláse extendían las líneas de las nievesperpetuas, las montañas punteadas derocas sombrías, cubiertas con un blancomanto que brillaba deslumbrador a laluz de un claro sol. Eran las más altas yorientales de las montañas de la cadenade los Tannu Ola. Pasamos la noche en el bosque, y alamanecer empezamos a trasponerlas. Amediodía el guía nos condujo por unapista en zigzag, cortada a menudo porprofundos barrancos y por montones de

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árboles y rocas detenidas en su caídapor la falda de la montaña. Durantevarias horas trepamos por laspendientes, reventando de cansancio anuestros caballos, y de repente nosencontramos en el sitio donde habíamoshecho la última parada. Era indudableque el soyoto había perdido el camino, yen su rostro se leía el espanto y laestupefacción. —Los demonios del bosque malditono quieren dejarnos pasar —murmuróbalbuciente—. ¡Mala señal! Tendremosque volver al Jarga y ver al noyón. Le amenacé, y de nuevo se puso alfrente del grupo, pero evidentemente sinesperanza y sin esforzarse en encontrarel camino. Por fortuna, una de los

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nuestros, un cazador del Urianhai,observó unas marcas hechas en losárboles que indicaban la pista quenuestro guía había perdido.Siguiéndolas, cruzamos el bosque,alcanzamos y rebasamos una zona deálamos quemados, y más lejos nosinternamos en un bosquecillo quelindaba con la base de las montañascoronadas de nieves perpetuas. Anochecía ya, y las sombras nosobligaron a acampar. Refrescó el viento,levantando una densa cortina de nieveque nos ocultó el horizonte por todaspartes y envolvió a nuestro campamentoen sus albos pliegues. Nuestroscaballos, en pie detrás de nosotros,parecidos a blancos fantasmas, se

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negaban a comer y a separarse de laproximidad de las hogueras. El vientoagitaba sus crines y sus colas y mugía ysilbaba en las quebradas de la montaña.A distancia oímos el gruñido sordo deuna manada de lobos, subrayado por unaullido individual y agudo que unabocanada de viento favorable lanzaba alaire en un staccato bien marcado. Mientras descansábamos junto alfuego, el soyoto vino a buscarme y medijo: —Noyón, ven conmigo al obo. Quieroenseñarte una cosa. Le seguí y emprendimos la ascensiónde la montaña. Al pie de una empinadacuesta había una enorme aglomeraciónde troncos de árboles y rocas, formando

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un cono de unos tres metros de altura.Estos obos son las señales sagradas quelos lamas colocan en los sitiospeligrosos: altares que levantan a losmalos demonios, dueños de aquellosparajes. Los caminantes, soyotos ymongoles, pagan su tributo a losespíritus colgando de las ramas del obolos hatyks; es decir, largos gallardetesde seda azul arrancados de los forros desus capotes, o sencillamente machonesde pelos que cortan de las crines de suscaballos; también ponen en las piedrastrozos de carne, tazas de té o puñados desal. —Mirad —dijo el soyoto—. Loshatyks están arrancados. Los demoniosse han enfadado y no quieren dejarnos

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pasar. Noyón... Me cogió la mano y con voz suplicantemurmuró: —¡Volvámonos, noyón, volvámonos!Los demonios no quieren que pasemosla montaña. Hace veinte años que nadiese ha atrevido a atravesarla, y todos losaudaces que lo han intentado perecieronaquí. Los demonios cayeron sobre ellosen una tempestad de nieve. ¡Mira! Yaempieza. Volvamos a nuestro Noyón;esperemos los días más calidos, yentonces... Dejé de escucharle y volví a lahoguera, que apenas podía distinguirentre la nieve que me cegaba. Temiendoque nuestro guía nos abandonase,encargué a uno de los míos que lo

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vigilara. Un poco después, en plenanoche, el centinela me despertó paradecirme: —Puedo equivocarme, pero me haparecido oír un tiro de fusil. ¿Que deducir? Tal vez algunosextraviados como nosotros avisaban asísu situación a sus compañeros perdidos;quizá el centinela había tomado por undisparo el ruido de la caída de una rocao de un bloque de hielo. Me dormínuevamente, y de improviso percibí ensueños una clara visión. Por la llanuracubierta de un espeso tapiz de nieveavanzaba una tropa de jinetes. Erannuestras bestias de carga, nuestrocalmuco y el divertido caballo pío denariz romana. Yo vi como descendíamos

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de la helada meseta hasta un replieguede la montaña, donde crecían algunospobos, cerca de los cuales susurraba unarroyuelo a cielo abierto. Luego observéun resplandor brillante entre dos árbolesy me desperté. Era ya de día. Sacudí alos demás y les encargué que sepreparasen rápidamente a fin de nopeder tiempo y partir. La tempestad sedesataba con violencia creciente. Lanieve nos cegaba, borrando todo rastrodel camino. El frío se hacia cada vezmás intenso. Al cabo montamos acaballo. El soyoto iba delante,procurando distinguir la vereda. Amedida que subíamos, nuestro guíaperdía con más frecuencia el camino.Caíamos en agujeros profundos

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recubiertos de nieve y luegotropezábamos en bosques resbaladizos.Por último, el soyoto hizo volver a sucaballo y viniendo a mí, me dijo contono decidido: —No quiero morir con vosotros y noiré más lejos. Mi primer impulso fue coger el látigo.Estaba ya cerca de la tierra prometida,la Mongolia, y aquel soyoto,interponiéndose a través de larealización de mis esperanzas, se mefiguraba mi peor enemigo. Pero bajé lamano levantada y de improviso concebíuna idea desesperada. —Oye —le dije—, si te mueves delcaballo te meteré una bala en la espalday perecerás, no en lo alto de la montaña

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sino a su pie. Ahora voy a decirte lo queva a sucedernos. Cuando hayamosllegado a esas rocas de allá arriba, elviento habrá cesado y la tempestad denieve concluirá —el sol brillará cuandoatravesemos la planicie helada de laaltura y luego descenderemos a unvallecito donde hay álamos y unriachuelo de agua corriente, al airelibre. Encenderemos fuego y pasaremosla noche. El soyoto se echó a temblar, asustado. —¿Noyón ha franqueado ya lasmontañas del Darjat Ola? —mepreguntó, asombrado. —No —le repuse— ; pero la nocheúltima he tenido una visión y sé quetraspondremos la cuesta sin novedad.

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—Os guiaré —exclamó el soyoto. Y dando un latigazo a su caballo sepuso a la cabeza de la columna en lapendiente abrupta que conducía a lascimas de las nieves eternas. Al marchar junto al borde estrecho deun precipicio, el soyoto se detuvo yexaminó la pista con atención. —Hoy, un gran número de caballosherrados han pasado por aquí —gritó enmedio del estruendo de la tormenta—.Han arrastrado un látigo por la nieve. Yno eran soyotos. Pronto nos dieron la solución alenigma. Sonó una descarga. Uno de miscompañeros lanzó un quejido,llevándose la mano al hombro derecho;uno de los caballos cargados cayó

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muerto: una bala le había dado detrás dela oreja. Echamos pie a tierrarápidamente, nos escondimos detrás delos peñascos y estudiamos la situación.Nos separaba un pintoresco valle deunos setecientos metros de ancho de unaestribación montañosa. Divisamos aunos treinta jinetes en formación decombate, quienes disparaban contranosotros. Yo tenia prohibido entablarninguna lucha sin que la iniciativapartiese del lado del adversario; perohabiéndonos atacado, ordenécontestarles. —¡Tirad a los caballos! —gritó elcoronel Ostrosvky. Luego mandó al tártaro y al soyoto quetumbasen a nuestras bestias. Matamos

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seis de sus cabalgaduras y debimos deherir a otras; pero no pudimoscomprobarlo. Nuestros fusiles dabanbuena cuenta de los temerarios queasomaban la cabeza por detrás de lasrocas. Oímos voces de rabia y lasmaldiciones de los soldados rojos, cuyofuego de fusilería era cada vez másnutrido. De repente vi a nuestro soyoto que apuntapiés levantaba tres de los caballosy que de un salto montaba en uno,llevando de la brida, detrás de él a losotros dos. El tártaro y el calmuco lesiguieron. Apunté con mi fusil al soyoto;pero cuando vi al tártaro y al calmuco ensus admirables caballos irle a la zaga,dejé caer el fusil y me tranquilicé. Los

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rojos hicieron una descarga contra eltrío, que, no obstante, consiguió escapartras las rocas y desaparecer. La fusileriacontinuo aumentando de intensidad, y yosabia que hacer. Por nuestra parte,economizábamos las municiones.Acechando al enemigo atentamente,distinguí dos puntos negros sobre lanieve, a espalda de los rojos. Seacercaban con cautela a nuestrosenemigos y por último se ocultaron denuestra vista detrás de unosmontoncillos. Cuando reaparecieron sehallaban precisamente en el borde delpeñascal a cuyo pie estaban emboscadoslos rojos. Su presencia en aquel sitio mellenó de alegría. Bruscamente los doshombres se irguieron y les vi blandir una

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cosa y arrojarla al valle. Siguieron doszumbidos atronadores, que los ecosrepitieron. En seguida resonó unatercera explosión, que produjo en losrojos un griterío enfurecido y unasdesordenadas descargas. Algunos de suscaballos rodaron por la pendienteenvueltos entre la nieve, y los soldados,barridos por nuestro fuego, huyeron atoda velocidad, buscando refugio en elvalle del que veníamos. Más tarde el tártaro me explicó cómoel soyoto le había propuesto llevarle auna posición a retaguardia de los rojospara atacarlos por detrás con granadasde mano. Cuando hube curado el hombroherido del oficial y quitamos la carga denuestro caballo muerto, proseguimos la

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marcha. Nuestra situación era delicada.No cabía duda de que el destacamentorojo procedía de la Mongolia. Por tanto,en Mongolia había comunistas. ¿Cuántosserian? ¿Dónde nos expondríamos aencontrarlos? La Mongolia no era, pues,la tierra prometida. Tristespensamientos nos invadieron. La naturaleza se mostró más clemente.El viento cedió poco a poco. Se aplacóla tormenta. El sol rasgó cada vez más elvelo de las nubes. Caminábamos por unaelevada meseta revestida de nieve, que atrechos apelotonaba el viento y que enotros sitios formaba montones queestorbaban a nuestros caballos y lesimpedían avanzar. Tuvimos precisión deechar pie a tierra y de abrirnos paso

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entre la nieve hacinada, que nos llegabahasta la cintura; con frecuencia caía unhombre o un caballo y había queayudarle a levantarse. Al cabo iniciamosel descenso, y al ponerse el sol hicimosalto en el bosquecillo de álamosblancos, pasamos la noche junto a lashogueras que encendimos entre losárboles y tomamos té, que hervimos enel agua proporcionada por elmurmurador arroyuelo. En varios sitiosdescubrimos las huellas de nuestrosrecientes adversarios. Todo, la misma Naturaleza y losdemonios enojados del Dajart Ola, noshabían ayudado; pero estábamos tristesporque de nuevo sentíamos frente anosotros la terrible incertidumbre que

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nos amenazaba con próximos yaterradores peligros.

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CAPITULO XIV

EL RIO DEL DIABLO

Dejamos a nuestra espalda el bosquede Ulan Taiga y los montes Darjat Ola.Avanzábamos con celeridad porque lasllanuras mongolas empezaban allí ycarecen de obstáculos montañosos. Enciertos sitios había macizos de árboles.Cruzamos algunos torrentes rápidos,pero sin profundidad y fáciles devadear. Después de dos días de viaje através de la llanura de Darjat

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comenzamos a encontrar soyotos queconducían sus rebaños a toda prisa haciael Nordeste, a la región de Orgarja Ola.Nos comunicaron desagradables noticiaspara nosotros. Los bolcheviques del distrito deIrkutsk habían atravesado la frontera deMongolia, capturando la colonia rusa deJatyl, en la orilla meridional del lagoKosogol, y se dirigían al Sur, haciaMuren Kure, colonia rusa situada cercade un gran monasterio lamaísta, aochenta y dos kilómetros al sur del lago.Los mongoles nos dijeron que aún nohabía tropas rusas entre Jatyl y MurenKure, por lo que decidimos pasar entreesos dos puntos para llegar a Van Kure,más al Este. Nos despedimos de nuestro

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guía soyoto, y luego de haber hecho unaexploración previa, emprendimos lamarcha. Desde lo alto de las montañasque rodean el lago Kosogol, admiramosel esplendido panorama de aquel vastolago alpino, engastado como un zafiro enel oro viejo de las colinas circundantes,realzado con sombríos y frondososbosques. A la tarde nos aproximamos aJatyl con grandes precauciones y nosdetuvimos a orillas del río que corredescendiendo del Kosogol, el Jaga oEgéngel. Hallamos un mongol queconsintió en llevarnos al otro lado delrío helado por un camino seguro entreJatyl y Muren Kure. Por doquiera, a lolargo de las riberas, había grandes obosy altarcitos dedicados a los demonios

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del río. —¿Por qué hay tantos obos? —preguntamos al mongol. —Es el río del diablo, peligroso ytraicionero —replicó este—. Hace dosdías una fila de carretas resquebrajó elhielo y tres de ellas se hundieron concinco soldados. Empezamos la travesía. La superficiedel río se parecía a una espesa capa decristal, claro y sin nieve. Nuestroscaballos caminaban con lentitud, perocayeron y forcejearon antes deincorporarse. Les conducíamos de labrida. Con la cabeza baja y temblorosos,tenían los asustados ojos fijos sin cesaren el piso helado. Miré y comprendí suespanto. A través de la transparente

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costra de hielo, de un espesor de unostreinta centímetros, se podía ver contoda claridad el fondo del río. A la luzde la luna, las piedras, los hoyos y lashierbas acuáticas eran perceptibles auna una profundidad que excedía de losdiez metros. Las ondas furiosas del Jagase deslizaban bajo el hielo con unavelocidad asombrosa, formando en sucurso largas líneas de espuma y zonasburbujeantes. De improviso me paré yestremecí, lleno de estupor. En lasuperficie del río tronó un cañonazo,seguido de otro y luego de un tercero. —¡Pronto, pronto! —gritó nuestromongol, haciéndonos señas con la mano. Un nuevo estampido, continuado porun crujido, sonó muy cerca de nosotros.

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Los caballos se encabritaron y cayeron,dándose con la cabeza en el hielo. Unsegundo después, la costra helada separtió y a nuestras plantas se abrió unboquete de dos pies de ancho, de formaque pude seguir la raja a lo largo de lasuperficie. En seguida, por la abertura,el agua brotó sobre el hielo conviolencia. —¡De prisa, de prisa! —vociferó elguía. Nos costó enorme trabajo hacer saltarla brecha a los caballos y quecontinuasen andando. Temblaban, senegaban a obedecer, y solo el látigo leshizo olvidarse de su terror, obligándolosa avanzar. Cuando estuvimos sanos ysalvos en la otra orilla y en medio de los

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bosques, el quia mongol nos contó queel río se abre a veces de un modomisterioso y deja grandes espacios deagua clara. Los seres vivos que seencuentran entonces sobre él estáncondenados a perecer. La corriente fríay rápida los arrastra bajo el hielo. Elresquebrajamiento se produce enocasiones a los mismos pies de elcaballo; que intenta entonces saltar alotro lado, pero cae al agua, y lasmandíbulas del hielo, cerrándosebruscamente, le cortan de raíz las dospatas. El valle de Kosogol es un cráter devolcán apagado. Se puede seguir loscontornos desde lo alto de las márgenesoccidentales. Sin embargo, el poder

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infernal actúa siempre, y proclamando lagloria del demonio, fuerza a losmongoles a erigir obos y a ofrecersacrificios en sus altares. Dedicamos lanoche y el día siguiente a huir endirección Este para evitar un encuentrocon los rusos y a buscar buenos pastospara nuestros caballos. A eso de lasnueve de la noche vimos brillar a lolejos una hoguera. Mi amigo y yo no nospreocupamos, pensando queseguramente seria una yurta mongola,cerca de la cual podríamos acampar contranquilidad. Recorrimos unos doskilómetros antes de distinguir el grupode yurtas. Nadie salió a recibirnos, y lomás extraño era que ni siquiera nosrodearon esos perros mongoles, negros,

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feroces y de encendidos ojos. Sinembargo, la hoguera ardiendo indicabaque allí había gente. Nos apeamosacercándonos. De la yurta salieronprecipitadamente dos soldados tojos;uno de ellos disparó contra mí; peroerró el tiro, hiriendo solo a mi caballopor debajo de la silla. Tumbé al rojo deun pistoletazo, y el otro murió aculatazos a manos de mis compañeros.Examinamos los cadáveres; en losbolsillos les encontramos documentosmilitares del segundo escuadrón de ladefensa interior comunista. Pasamos lasnoche en aquel sitio. Los dueños de lasyurtas habían, indudablemente, huido,porque los soldados bolcheviques teníanya reunido y guardado en sacos cuanto

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pertenecía a los mongoles. Sepreparaban probablemente a partir, puesestaban equipados por completo.Recogimos dos caballos que hallamosen los matorrales, dos fusiles, dosrevólveres y bastante cartuchería. En losmatorrales había efectos muy útiles, y té,tabaco y fósforos. Dos días más tarde, avistamos laorilla del Uri, cuando tropezamos condos soldados rusos, cosacos de un ciertoattaman Satunine que peleaba con losbolcheviques en el valle del Selenga.Llevaban un mensaje de Satunine aKaigorodoff, jefe de los antibolchevistasde la región del Altai. Nos enteraron deque las tropas rojas estaban diseminadasa lo largo de la frontera rusomongola;

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que los agitadores comunistas habíanpenetrado hasta Kiajta, Ulanjim y Kobdoy persuadido a las autoridades chinas deque entregasen a las soviéticas a todoslos emigrados de Rusia. Supimos que enlas vecindades de Urga y Van Kure sehabía establecido un acuerdo entre lastropas chinas y los destacamentos delgeneral ruso antibolchevique, barónUrgern Sternberg y del coronelKazagrandi, que se batían por laindependencia de la Mongolia exterior.El barón Urgern había sido derrotadodos veces, aunque los chinos tenían casisitiada a Urga, sospechando que todoslos extranjeros estaban en tratos con elgeneral ruso. Vimos que la situación había

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cambiado totalmente. La ruta delPacifico nos estaba cerrada. Después dereflexionar atentamente, nos quedabauna única posibilidad de evasión.Debíamos evitar las ciudades mongolasadministradas por los chinos, atravesarla Mongolia de Norte a Sur, cruzar eldesierto al sur del principado deJassaktu Jan, penetrar en el Gobi aloeste de la Mongolia interior, andar lomás rápidamente posible los noventakilómetros de territorio chino de laprovincia de Kansu y llegar al Tíbet.Allí esperaba entrevistarme con uncónsul inglés, y con su ayuda ganaralgún puerto de la India. Me di claracuenta de todas las dificultadesinherentes a tal empresa, pero no

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podíamos elegir. El dilema era intentarla descabellada proeza o sucumbir amanos de los bolcheviques, de nolanguidecer en una mazmorra china.Cuando participé mi proyecto a loscompañeros, sin ocultarles de ningúnmodo los peligros de la loca aventura,todos me respondieron sin vacilar: —¡Dirigidnos, os seguiremos! Una circunstancia militaba en nuestrofavor. No temíamos al hambre, porqueteníamos té, tabaco, fósforos, caballos,monturas, fusiles, mantas y calzados,todo lo cual podía servir fácilmente demoneda de cambio. Comenzamos aplantear el itinerario de la nuevaexpedición. Partiríamos hacia el Sur,dejando a nuestra derecha la villa de

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Uliassutai, dirigiéndonos a Zaganluk;luego atravesaríamos las tierras áridasdel distrito de Balir, en la región deJassaktu Jan, el Narón Juhu Gobi, eiríamos a las montañas de Boro. Allípodríamos hacer un prolongado altopara restablecernos de nuestrosquebrantos y dar descanso a loscaballos. La segunda parte del viajeseria a través de la zona occidental de laMongolia interior, por el pequeño Gobi;los territorios de los Turguts, los montesJara, Kansu, donde tendríamos queelegir una ruta al oeste de Sutcheu.Desde allí penetraríamos en el dominiode Kuku Nor, bajando al Sur hasta elnacimiento del Yangtsé. Más allá de estepunto, mis nociones se volvían vagas, no

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obstante, pude comprobar, gracias a unmapa de Asia perteneciente a uno de losoficiales, que las cadenas de montañasal oeste de las fuentes del Yangtséseparaban la cuenca de este río de la delBrahmaputra, en el Tíbet propiamentedicho, donde yo esperaba encontrar laprotección de los ingleses.

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CAPITULO XV

LA MARCHA DE LOSFANTASMAS

Tal fue nuestro viaje del Ero a lafrontera del Tíbet. Aproximadamentemil ochocientos kilómetros de estepasnevadas, de montañas y desiertos, quesalvamos en cuarenta y ocho días. Nosocultábamos de los habitantes, hicimoscortas paradas en los sitios másdesolados y nuestro único alimentodurante semanas enteras consistió en

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carne cruda congelada, a fin de evitarllamar la atención encendiendohogueras. Todas las veces quenecesitábamos comprar un carnero o unbuey para nuestro servicio deavituallamiento, solo enviábamos doshombres sin armas, que se hacían pasarentre los indígenas por obrerosempleados en una factoría rusa. Tambiénrenunciamos a la caza, aunqueencontramos un gran rebaño de antílopesde más de cinco mil cabeza. AllendeBaler, en las tierras del lama JassaktuJan, que había heredado el tronodespués de haber envenenado a suhermano en Urga por orden del Budavivo, hallamos a unos tártaros rusos,nómadas que conducían sus rebaños

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desde el Altac y el Abakan. Nosrecibieron muy cordialmente y nosdieron varios bueyes y trentaiseispaquetes de té. Nos libraron además deuna muerte cierta, advirtiéndonos de queen aquella época era absolutamenteimposible que los caballos atravesasenel desierto del Gobi, privado de pastos.Tuvimos que adquirir camellos acambio de nuestro caballos y una partede nuestras provisiones. Uno de lostártaros trajo al día siguiente a nuestrocampamento a un rico mongol, con elque realizamos el negocio. Nos facilitódiecinueve camellos y se llevó encambio todos nuestros caballos, un fusil,un revolver y nuestra mejor silla cosaca.Nos aconsejó con insistencia que

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visitásemos el monasterio sagrado deNarabanchi, el último monasteriolamaísta en el camino de Mongolia alTíbet. Nos dijo que ofenderíamos a SanHutuktu, el Buda Encarnado, si novisitábamos su famoso santuario de lasBendiciones, donde todos los viajerosque iban al Tíbet se detenían para rezar. El calmuco lamaísta unió sus ruegos alos del mongol. Prometí ir al monasteriocon el calmuco. Los tártaros meentregaron grandes hatyks de seda paraofrendarlos como regalo y nos prestaroncuatro magníficos caballos. Aunque elmonasterio estaba a noventa kilómetros,a las nueve de la noche entraba yo en layurta de San Hutuktu. Era un hombre demediana edad, pequeño, delgado, de

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cara afeitada, y se llamaba JelbyDimarap Hutuktu. Nos acogióbenévolamente, se mostró satisfecho derecibir los hatyks que le ofrecí, asícomo de ver que yo no ignoraba nada dela etiqueta mongola. Mi tártaro, enefecto, había empleado mucho tiempo ypaciencia para enseñármela. El Hutuktume escuchó atentamente, me diopreciosos consejos para el viaje y meregaló un anillo que después me abriólas puertas de todos los monasterioslamaístas. El nombre de ese Hutuktu essumamente estimado en toda Mongolia,en el Tíbet y en el mundo lamaísta deChina. Pasamos la noche en laesplendida yurta, y a la mañanasiguiente visitamos los santuarios, en los

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que se celebraban solemnes ceremonias,acompañadas de músicas, gongs,tamtams y pitos. Los lamas, con vocesgraves, entonaban las plegarias,mientras que los sacerdotes menoresrepetían las antífonas. La frase sagradaOm! Mani padme Hung!, aparecía sincesar en los responsos. El Hutuktu nosdeseó buen viaje, nos entregó un granhatyk amarillo y nos acompañó hasta laverja del monasterio. Cuando estuvimosa caballo nos dijo: —Acordaos de que aquí seréissiempre bien recibidos. La vida escomplicada y todo puede suceder. Quizáos veáis obligados a volver más tarde aeste rincón de Mongolia; si así es, nodejéis de pasar por Narabanchi Kure.

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Aquella noche nos reunimos a lostártaros, y al día siguiente reanudamosnuestro viaje. Como yo estaba muycansado, el movimiento lento y suavedel camello me meció y me permitióreposar algo. Toda la jornada anduvesoñoliento, y a ratos hasta quedécompletamente dormido. Esto fuedesastroso para mí, porque mi camello,al subir el borde escarpado de un ríodurante uno de mis sueños, tropezó, mehizo caer y darme de cabeza con unapiedra. Perdí el conocimiento, y alrecobrar el sentido me vi cubierto desangre y rodeado de mis amigos, encuyos rostros se leía la más vivaansiedad. Me vendaron la cabeza ycontinuamos la marcha. Sólo mucho

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tiempo después supe, por un medico queme examinó, que me había roto el cráneoa consecuencia de haber echado unasiesta. Transpusimos las cadenas orientalesdel Altac y del Karlig Tag, centinelasextremos que la cordillera de los Tian-Chan manda por el Este hacia el Gobi;luego atravesamos de Norte a Sur, entoda su anchura, el Juhu Gobi. Reinabaun frío intenso, pero afortunadamente lasarenas heladas nos consentían avanzarcon extraordinaria rapidez. Antes desalvar los montes Jara, trocamosnuestras cabalgaduras de adormecedorbalanceo por caballos, y en aquellatransacción los turguts nos robaronmiserablemente, como buenos

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chamarileros del desierto. Contorneando las montañas llegamosal Kansu. Era una maniobra arriesgada,porque los chinos detenían a todos losemigrados, y yo temía por miscompañeros rusos. Nos escondíamosdurante el día en los barrancos, losboques y los matorrales, haciendomarchas forzadas por la noche.Necesitamos cuatro días para cruzar elKansu. Los escasos campesinos chinoscon quienes tropezamos se mostraroncon nosotros pacíficos y hospitalarios ydemostraron especial interés por elcalmuco, que hablaba un poco el chino,y también por mi caja de medicinas. Enaquel país abundaban las enfermedadesde la piel.

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Al aproximarnos al Nau Chau,montañas al nordeste de la cadena de losAltyn Tag (los montes Altyn Tag son asu vez una rama oriental del sistemamontañoso del Pamir y del Karakorum),dimos alcance a una importantecaravana de mercaderes chinos que sedirigían al Tíbet y nos reunimos a ellos.Durante tres días pisamos lassinuosidades sin fin de los barrancos deaquellos montes y recorrimos suscollados. Observamos que los chinossaben elegir las mejores pistas en losparajes difíciles. Hice todo el trayecto en un estadosemiinconsciente. Nos encaminábamos aun grupo de lagos pantanosos quealimentan al Kuku Nor y a toda una red

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de grandes ríos. La fatiga, la tensiónnerviosa continua y el golpe que habíarecibido en la cabeza me produjeronescalofríos y accesos de fiebre; tanpronto ardía como me castañeteaban losdientes, hasta el punto de que mi caballoasustado me desazonó varias veces.Deliraba gritando o llorando. Llamaba alos míos y les explicaba lo que debíanhacer para venir a buscarme. Recuerdo,como en sueños, que mis compañerosme sacaron de la silla, me echaron en elsuelo, me dieron a beber aguardientechino y me dijeron cuando recobré unpoco la lucidez: —Los comerciantes chinos van haciael Oeste y nosotros debemos ir al Sur. —No; al Norte —repliqué con tono

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seco. —¡Qué al Norte! ¡Al Sur! —respondieron mis compañeros. —¡Por Dios y el diablo! —gritéfurioso—. Acabamos de atravesar anado el pequeño Yenisei, y el Algyakestá al Norte. —Estamos en el Tíbet —protestaronmis compañeros—. Es preciso quelleguemos al Brahmaputra. —¡Brahmaputra!... ¡Brahmaputra! Aquella palabra deba vueltas y vueltasen mi agitado cerebro, confundiéndolo ytrastornándolo de manera terrible. Repentinamente me acordé de todo yabrí los ojos. Moví apenas los labios yno tardé en perder el conocimiento. Miscompañeros me transportaron al

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monasterio de Charje, donde el doctorlama me reanimó rápidamente con unasolución de fatil o ginseng chino.Hablando con nosotros de nuestrosproyectos, expuso sus dudas acerca dela posibilidad de cruzar el Tíbet, perono quiso explicarnos el motivo de suopinión.

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CAPITULO XVI

EN EL TIBET MISTERIOSO

Un camino bastante largo nos condujode Charje a un Dédalo de montañas, ycinco días después de haber abandonadoel monasterio desembocamos en elanfiteatro montañoso, en cuyo centro seextiende el gran lago de Kuku Nor. SiFinlandia merece su nombre de “país delos diez mil lagos”, el dominio del KukuNor puede llamarse sin exageración “laregión del millón de lagos”. Bordeamos

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este lago al Oeste, entre el río y DulanKitt, siguiendo un camino zigzagueantetrazado entre numerosos pantanos,lagunas y arroyos, profundos y limosos.El agua allí no estaba todavía cubiertade hielo, y únicamente en la cima de losmontes sentimos la mordedura de losvientos. Muy raras veces nosencontramos con los indígenas del país,y solo con enormes dificultades pudonuestro calmuco averiguar cuál era elcamino, interrogando a los escasospastores que encontrábamos. Desde laorilla oriental del lago Tasun dimos unrodeo hasta un monasterio situado aalguna distancia, donde nos detuvimospara descansar algo. Con nosotros llegótambién al santo lugar un grupo de

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peregrinos. Eran tibetanos. Se mostraronmuy impertinentes y se negaron ahablarnos. Iban todos armados de fusilesrusos, llevando en bandolera lascartucheras y en el cinturón dos o trespistolas y abundantes cartuchos. Nosmiraron atentamente, y desde luegocomprendí que procuraban calcularnuestra fuerza militar. Después de sumarcha, aquel mismo día, ordené anuestro calmuco preguntase al gransacerdote del templo quiénes eranaquellos hombres. Al principio, elmonje contestó evasivamente; perocomo le enseñé la sortija del Hutuktu deNarabanchi y le ofrecí un hatykamarillo, se hizo más comunicativo. —Son mala gente —exclamó—.

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Desconfiad de ellos. Sin embargo, no quiso decirnos susnombres, y justificó su negativa citandola ley de los países búdicos, queprohíbe pronunciar el nombre del padre,del profesor y del jefe. Averigüé mástarde que en el norte del Tíbet existe lamisma costumbre que en Chinaseptentrional. Las cuadrillas dehunghutzes corretean por el país; sepresentan en las oficinas principales delas grandes empresas comerciales y enlos conventos, percibiendo un tributo yconvirtiéndose a poco en protectores dela comarca. Es probable que aquellabanda tuviese al monasterio tibetanobajo su amparo. Cuando reanudamos nuestro viaje,

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divisamos frecuentemente a lo lejosunos jinetes solitarios, que en elhorizonte parecían atisbar atentamentenuestros movimientos. Todas nuestrastentativas para acercarnos y entrar enconversación con ellos resultaroninútiles. Sobre sus veloces caballejosdesaparecían como sombras. Mientrasnos instalábamos en el pasaje escarpadoy difícil de los Ham Chan, y nospreparábamos para pasar allí la noche,de repente, en la lejanía, sobre unacresta, encima de nosotros, surgieronunos cuarenta jinetes montados encaballos blancos, y sin previo avisohicieron caer sobre nuestro grupo unagranizada de balas. Dos de los oficialescayeron lanzando un grito. Uno de ellos

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murió en el acto y el otro sobrevivióalgunos minutos. No les permití a mishombres que respondiesen; en vez deeso agité una bandera blanca y me dirigía los agresores como parlamentario,acompañado del calmuco. Primero noshicieron dos disparos, pero dejaron detirar y desde las rocas se adelantó anosotros un pelotón de jinetes. Iniciamoslas negociaciones. Los tibetanosexplicaron que Ham Chan es unamontaña santa que no se debe pasar denoche, y nos aconsejaron proseguirnuestro viaje hasta un punto en quepodríamos considerarnos en seguridad.Nos preguntaron de donde veníamos yadónde íbamos y respondiendo a lo queles indicamos acerca del objeto de

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nuestro viaje nos dijeron que conocían alos bolcheviques y los respetaban comoa libertadores de los pueblos de Asiasujetos al yugo de la raza blanca. No fuemi intención entablar con ellos unadiscusión política, y volví al lado demis compañeros. Al bajar la cuestahasta nuestro campamento temí unmomento recibir un balazo en laespalda, pero los hunghutzes tibetanosno dispararon. Avanzamos, dejandoentre las piedras los cuerpos de los dosoficiales como triste prueba de lasdificultades y peligros de nuestraexpedición. Caminamos toda la noche;nuestros caballos, extenuados, sedetenían constantemente, y algunos setiraban al suelo, pero les obligábamos a

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andar. En fin, cuando el sol se hallabaen el cenit hicimos alto. Sin desensillarlos caballos, los dejamos acostarse unpoco para descansar. Frente a nosotrosse dilataba una ancha planicie pantanosadonde evidentemente debían de hallarselas fuentes del río Ma-Chu. No lejos deallí, al otro lado, se extiende el lagoArugn Nor. Encendimos fuego conboñigas de vaca y empezamos a calentaragua para hacer té. De nuevo, y sinavisarnos, llovieron las balas en tornonuestro. En seguida nos escondimosdetrás de unos peñascos y esperamos. Elfuego del enemigo se intensificó,acercándose, y los asaltantes formaronun círculo alrededor nuestro, sineconomizar las municiones. Habíamos

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caído en una emboscada, y nuestrasalvación era muy problemática.Claramente comprendimos que nosesperaba la muerte. Intenté parlamentarde nuevo, pero cuando me incorporé conla bandera blanca no recibí otrarespuesta que una lluvia de balas, y,desgraciadamente, una de ellas,rebotando en una piedra, me dio en lapierna izquierda, alojándose en ella. Enaquel momento uno de los nuestros cayómuerto. No pudiendo hacer otra cosa,repelimos la agresión. La lucha duróunas dos horas. Tres de los nuestrossufrieron heridas leves. Resistíamoscuanto podíamos; pero los hunghutzesno cejaban y la situación empeoraba porminutos.

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—No hay más remedio —dijo unveterano coronel— que montar a caballoy huir a donde y como se pueda. ¿Adónde? ¡Terrible problema!Celebramos una breve consulta. Eraindudable que con aquella banda deforajidos a nuestros alcances, cuantomás nos internásemos en el corazón delTíbet, menos esperanzas tendríamos deescapar vivos. Decidimos volver a Mongolia. ¿Perocómo? Eso no lo sabíamos. Así empezónuestra retirada. Sin interrumpir el fuegopartimos hacia el Norte. Uno tras otromordieron el polvo tres de los nuestros.Mi amigo el tártaro agonizaba con unbalazo en el cuello. Junto a él cayeronde las sillas mortalmente heridos dos

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jóvenes y vigorosos oficiales, mientrasque sus caballos, aterrorizados, huían acampo traviesa enloquecidos por elespanto, símbolos vivientes de nuestroestado de alma. Aquello enardeció a lostibetanos, quienes aumentaron su osadía.Una bala chocó en la hebilla de lacorrea de una polaina y me la metió enel tobillo con un trozo de cuero y tela.Mi antiguo amigo, el agrónomo, profirióun ¡ay!, palpándose un hombro, y le visecarse y vendarse como pudo su frenteensangrentada. Un segundo despuésnuestro calmuco recibió seguidos dosbalazos en la palma de la mano, demodo que se la mutilaronlastimosamente. En aquel instante quincehunghutzes cargaron contra nosotros.

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Seis bandidos rodaron por tierra,mientras que dos de ellos, habiendo sidodesmontados, corrieron velozmente parareunirse a sus camaradas puestos enfuga. Pocos momentos después cesó elfuego del enemigo y agitaron un lienzoblanco. Dos jinetes se adelantaron hacianosotros. Durante las negociacionessupimos que su jefe había sido herido enel pecho y venían a pedirnos que leproporcionásemos los primerosauxilios. Súbitamente entreví un rayo deesperanza. Cogí mi botiquín y llevéconmigo al calmuco como interprete. Sumano herida le hacia sufrirenormemente, y prorrumpió gimiendo enferoces maldiciones: —Dad a ese bribón cianuro de potasio

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—dijeron mis compañeros. No era ese mi plan. Nos condujeron junto al jefe herido.Estaba echado en un montón de mantasde monturas, entre las breñas. Nos dijoque era tibetano; pero conocí enseguida,por su fisonomía, que era turcomano,oriundo, probablemente, de la partemeridional del Turquestán. Me miró conaire asustado y suplicante.Examinándole vi que la bala le habíaatravesado el pecho de izquierda aderecha, que había perdido muchasangre y que estaba muy débil. Primeroprobé con mi propia lengua todas lasmedicinas que iba a aplicarle, incluso elyodoformo, para convencerle de que noera veneno. Cautericé la herida con

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yodo, la rocié con yodoformo e hice lacura. Di orden de que no tocasen alherido y le dejasen quieto en el mismositio donde estaba acostado. Luegoenseñé al tibetano cómo había decambiar la cura y le entregué gasa,vendas y un poco de yodoformo.Administré al enfermo, a quien la fiebreya devoraba, una fuerte dosis deaspirina y le facilité algunoscomprimidos de quinina.Inmediatamente, dirigiéndome a losasistentes por mediación de mi calmuco,les dije con tono solemne: —La herida es muy peligros; pero hedado a vuestro jefe un remedio muyeficaz, y espero que escapará de esta.Sin embargo, es necesaria una

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condición: los malos espíritus quevinieron a su lado para aconsejarle quenos atacase sin razón, a nosotros, unosviajeros inofensivos, le mataránirremisiblemente si somos victimas dela menor agresión. No debéis conservarni un solo cartucho en vuestras armas. —Diciendo esto, ordené al calmucoque descargase su fusil y yo tambiénsaqué todos los cartuchos de mi pistola.Los tibetanos, sin dilación, imitaron miejemplo, obedientemente. —Acordaos de lo que os he dicho:durante once días y once noches nodebéis moveros de aquí, ni cargarvuestros fusiles. De otro modo, eldemonio de la muerte se apoderará devuestro jefe y os perseguirá.

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Y para reforzar mi declaración saquémajestuosamente y pasé sobre suscabezas el anillo del Hutuktu deNarabanchi. Volví con los míos y los tranquilicé.Les aseguré que estábamos libres denuevos ataques por parte de losbandidos y que solo nos era precisoprocurar encontrar el camino deMongolia. Nuestros caballos se habíanquedado tan flacos, que hubiéramospodido colgar nuestros capotes en sushuesos descarnados. Pasamos allí dosdías, durante los cuales visité variasveces al enfermo. Esto nos permitiótambién curarnos las heridas, por fortunaleves, y dar descanso a nuestroscuerpos. Desgraciadamente solo tenia

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una navaja para extraer la bala de mipantorrilla izquierda y sacar del tobilloderecho los accesorios de guarnicioneroguardados en él. Interrogando a losbandidos respecto del camino de lascaravanas, no tardamos en lograrponernos en una de las rutas principales,y tuvimos la buena suerte de tropezarcon la caravana del joven príncipemongol Punzing, que iba en misiónsagrada, portador de un mensaje delBuda vivo de Urga al Dalai Lama deLhassa. Nos ayudó a comprar caballos,camellos y provisiones de boca. Como habíamos utilizado todasnuestras mercancías para procurarnosmedios de transporte y víveres duranteel viaje, regresamos maltrechos y

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arruinados al monasterio de Narabanchi,donde el Hutuktu nos recibió con losbrazos abiertos. —Sabía que volveríais —dijo—. Losoráculos me lo revelaron. Seis de los nuestros quedaron en elTíbet pagando tributo con sus vidas anuestra temeraria expedición hacia elSur. Tornamos doce al monasterio,donde permanecimos quince díasrestableciéndonos e indagando lamanera de sortear los acontecimientospara flotar en el mar borrascoso de lavida actual y poder arribar al puerto quenos deparase el Destino. Los oficialesse alistaron en los destacamentos que ala sazón se formaban en Mongolia paracombatir a los bolcheviques,

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destructores de su patria. El ingeniero yyo nos preparamos a continuar nuestroéxodo por las llanuras de Mongolia,dispuestos a todas las nuevas aventurasque pudieran sobrevenirnos en nuestrosesfuerzos para ganar un seguro refugio. Ahora que los episodios de aquellaazarosa correría acuden a mi memoria,quiero dedicar estos capítulos a mientrañable y antiguo compañero defatigas, el agrónomo, a mis camaradasrusos y especialmente a la fama póstumay sagrada de los que duermen su últimosueño en las montañas del Tíbet: elcoronel Ostrovsky, los capitanes Zuboffy Turoff, el teniente Pisarjevsky, elcosaco Vernigora y el tártaro MahomedSpirid. También expreso mi profundo

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agradecimiento por la asistencia yamistad con que me honraron, alpríncipe de Soldjak, Noyón hereditarioy Ta Lama, así como al Kampo Gelongdel Monasterio de Narabanchi, elhonorable Jelby Damsap Hutuktu.

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PARTE SEGUNDA

LA TIERRA DE LOSDEMONIOS

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CAPITULO PRIMERO

LA MONGOLIA RECONDITA

Hay en el corazón de Asia, en esaparte del mundo enorme y misteriosa,una comarca riquísima. Desde lasladeras nevadas de los Tian Chan y losarenales abrasados de la Dzungariaoccidental, hasta las crestas selváticasde los Sayans y la gran muralla de laChina, ocupa una vasta extensión delAsia Central. Cuna de los pueblos, de la historia y

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de la leyenda; patria de losconquistadores sanguinarios que dejaronsus anillos cabalísticos, sus antiguasleyes nómadas y sus capitales sepultadasbajo las arenas del Gobi; país demonjes, de demonios perversos y detribus errantes regidas por Janos ypríncipes segundones, descendientes deKublai Kan y de Gengis Kan. Comarca enigmática en la que secelebran los cultos de Rama, Sakia-Muni, Djoncapa y Paspa, bajo lasuprema protección del Buda vivo, elBuda encarnado en la persona divina deltercer dignatario de la religión lamaísta,Bogdo Jejen, en Ta Kure o Urga; tierrade doctores, de profetas, de brujos yadivinos; morada del misterioso

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sevastika, que conserva inolvidables lospensamientos de los grandes potentadosque antaño reinaron en Asia y en lamitad de Europa. Regiones de montañas peladas, dellanuras abrasadas por el sol o heridasde muerte por el frío, donde se desatanlas plagas del ganado y lasenfermedades de los hombres; nido de lapeste, el ántrax y la viruela; tierra de lasfuentes de agua hirviendo, de los pasajesmonstruosos frecuentados por losdemonios, de los lagos sagradosabundantísimos en pesca; país de lobos,antílopes, cabras montesas, y de las másraras especies, donde se encuentranmarmotas a millones y no faltan losasnos y los caballos salvajes que nunca

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han conocido la brida; de perros ferocesy de aves rapaces que devoran loscadáveres abandonados en las llanuras. ¡Patria del pueblo primitivo que enotro tiempo conquistó a China, Siam, elnorte de la India y Rusia; que en unpasado remoto fue a quebrar su ímpetucontra el Asia nómada y salvaje; delpueblo que ahora sucumbe y veblanquear en la arena y el polvo lasosamentas de sus antepasados! ¡Tierra pletorita de riquezas naturalesque no produce nada y necesita de todo,acabada de arruinar por el cataclismomundial que ha multiplicado sussufrimientos; desgraciada y fascinadoraMongolia! A esta tierra me condujo el Destino

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para pasar en ella seis meses de luchapor la vida y la libertad, después de miinfructuosa tentativa para llegar alOcéano Indico atravesando el Tíbet. Mifiel amigo y yo nos vimos obligados, debuena o mala gana, a tomar parte en losgraves acontecimientos que seprodujeron en Mongolia en el año degracia de 1921. En el curso de esteperiodo agitado he podido apreciar lacalma, la bondad y la honradez delpueblo mongol; he podido leer en elalma mongola, ser testigo de lostormentos y de las esperanzas de estanación y conocer todo el horror al miedoque les anonada frente al misterio, allá,donde el misterio impera en toda lavida.

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He visto los ríos, durante el rigurosoinvierno, romper con fragor de truenosus cadenas de hielo, y los lagos arrojara sus orillas los despojos humanos; heoído voces desconocidas y extrañas enlos barrancos montañosos; he divisadolos fuegos fatuos revolotear sobre loscenagosos pantanos; he visto arder loslagos; he levantado los ojos a picosinaccesibles; he encontrado en inviernoenormes hacinamientos de serpientes enlo hondo de las zanjas; he cruzado ríoseternamente helados; he admirado rocasde formas fantásticas semejantes acaravanas petrificadas con sus camellos,jinetes y carretas, y más que todo estome ha sobrecogido el espectáculo de lasmontañas peladas, cuyos pliegues

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parecen del manto de Satán cuando lapúrpura del sol poniente las inunda desangre. —¡Mirad allá arriba! —me gritó unviejo pastor, señalando las pendientesdel Zagastai maldito—. No es unamontaña; es él acostado e n su mantorojo y esperando el día de levantarse denuevo para reanudar la lucha contra lasbuenos espíritus. Oyéndole hablar me acordé del cuadromístico de Vrubel. Eran las mismasmontañas desnudas, revestidas del trajepúrpura y violeta de Satán, cuyo rostroestá medio oculto por una nube gris quese acerca. Mongolia es el país terribledel misterio y de los demonios; así queno es sorprendente que cada violación

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del antiguo orden de cosas que rige lavida de las tribus nómadas haga correrla sangre por el demoniaco placer deSatán, tumbado sobre las montañasmondadas, envuelto en un velo gris dedesesperación y tristeza o en el mantopúrpura de la guerra y la venganza. A nuestra vuelta de la región de KukuNor, y después de algunos días dedescanso en el monasterio deNarabanchi, fuimos a Uliassutai, capitalde la Mongolia exterior occidental. Esla última población verdaderamentemongola del Oeste. En Mongolia no haymás que tres ciudades enteramentemongolas; Urga, Uliassutai y Ulankon.La cuarta ciudad, Kobdo, tiene uncarácter esencialmente chino; es el

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centro de las administración china deaquella comarca, habitada por tribusnómadas, que solo conocennominalmente la influencia de Pekín ode Urga. En Uliassutai y Ulankon,además de los comisarios ydestacamentos irregulares chinos, haygobernadores o saits mongolesnombrados por decreto del Buda vivo. En cuanto llegamos a esta ciudad nosvimos sumergidos en la efervescenciade las pasiones políticas. Los mongoles,en plena agitación, protestaban de lapolítica china aplicada a su país; loschinos, llenos de rabia, exigían a losmongoles el pago de los impuestos detodo el periodo comprendido desde eldía en que la autonomía de Mongolia fue

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arrancada por la fuerza al Gobierno dePekín; los colonos rusos que años atrásse habían establecido junto a la ciudad yen las cercanías de los grandesmonasterios estaban divididos enbandos que se combatían unos a otros;de Urga vino la noticia de la luchaentablada para el mantenimiento de laindependencia de la Mongolia exteriorbajo la dirección del general ruso barónUngern von Sternberg. Los oficiales yrefugiados rusos se agrupaban endestacamentos, sobre la existencia delos cuales reclamaban las autoridadeschinas; pero que los mongoles acogíancon agrado; los bolcheviques, hartos dever formarse partidas blancas enMongolia, enviaron sus tropas de las

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fronteras de Irkustsk y Chita a Uliassutaiy Urga, y numerosos emisarios de lossoviets transmitían a los comisarioschinos toda clase de proposiciones; lasautoridades chinas de Mongoliaentraban poco a poco en relacionessecretas con los bolcheviques, y enKaitka y en Ulankon les entregaronalgunos refugiados rusos, contraviniendoasí el derecho de gentes; en Urga, losbolcheviques instalaron unamunicipalidad rusa comunista; loscónsules rusos permanecían inactivos;las tropas rojas en la región del Kogosoly en el valle del Selenga tuvieron variosporfiados encuentros con los oficialesblancos; las autoridades chinasestablecían guarniciones en las

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poblaciones mongolas, y para coronaresta confusión, la soldadesca chinahacia registros en todas las casas,aprovechándolos para saquear y robar. En este avispero habíamos caídodespués de nuestro arriesgado y azarosoviaje a lo largo del Yenisei, a través delUrianhai y por la Mongolia, el país delos Turguts y Kansú hasta el Kuku Nor. —Creed —me dijo mi buen amigo—que prefiero ahogar bolcheviques ypelear con los hunghutzes, a estar aquíesperando pasivamente noticias cadavez peores. Tenia razón: lo más terrible de todoaquello, lo que principalmente nospreocupaba en aquel torbellino, ydesorden, en el que los hechos reales

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nos llegaban mezclados con los rumoresy las patrañas, era que los rojospudieran acercarse a Uliassutai a favordel desconcierto general y apoderarsede todos nosotros sin disparar un tiro.Gustosamente hubiéramos abandonadoaquel refugio tan poco seguro, pero nosabíamos adónde ir. Por el Norteestaban las partidas de tropas rojas; enel Sur habíamos perdido queridoscompañeros y derramado la propiasangre; en el Oeste operaban losfuncionarios y destacamentos chinos, yen el Este había estallado la guerra, ylas noticias de ella, a pesar de lacensura de las autoridades chinas,demostraban la gravedad de la situaciónen aquella parte de la Mongolia exterior.

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Por tanto, no podíamos elegir; erapreciso quedarnos en Uliassutai. Allíresidían también bastantes soldadospolacos y dos casas de comercioamericanas, gente toda en el mismo casoque nosotros. Nos agrupamos yorganizamos un servicio propio deinformes, siguiendo con atención lamarcha de los acontecimientos. Además,logramos captarnos la amistad delcomisario chino y la confianza del saitmongol, y ambos nos sirvieron de muchopara orientarnos. ¿Qué había exactamente en el fondo dela intensa perturbación de Mongolia? Elmuy discreto sait mongol de Uliassutaime dio la explicación siguiente: —Según los acuerdos pactados entre

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Mongolia, China y Rusia el 21 deoctubre de 1912, 23 de octubre de 1913y 7 de junio de 1915, la Mongoliaexterior recibió la independencia. ElSoberano Pontífice de nuestra religiónamarilla, Su Santidad el Buda vivo,pasó a ser el soberano del pueblomongol de Jalja y de la Mongoliaexterior con el título de “BogdoYebtsung Damba Hutuktu Kan”.Mientras Rusia fue poderosa y vigilóatentamente la política de Asia, elGobierno de Pekín cumplió el Tratado;pero cuando al principio de la guerracon Alemania tuvo que retirar sus tropasde la Siberia, China empezó areivindicar de nuevo sus perdidosderechos sobre Mongolia. Por esto los

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dos primeros Tratados de 1912 y 1913se complementaron con el Convenio de1915. Sin embargo, en 1916, cuandotodas las fuerzas de Rusia estabanconcentradas en una guerra desdichada,y más tarde, al estallar en febrero de1917 la primera revolución rusa, quederribó la dinastía de los Romanoff, elGobierno chino, abiertamente, recuperóla Mongolia; revocó a los ministros ysaits mongoles, reemplazándolos conindividuos afectos a China; prendió anumerosos mongoles partidarios de laautonomía y les encarceló en Pekín;implantó su propia administración enUrga y las demás ciudades mongolas;retiró a Su Santidad Bogdo Kan de losasuntos administrativos; hizo de él una

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maquina de firmar decretos chinos, y porúltimo, llenó la Mongolia de tropas.Desde aquel momento una ola decomerciantes y coolies chinos reventóen Mongolia. Los chinos comenzaron aexigir el pago de los impuestos yderechos, retrotrayéndose a 1912. lapoblación mongola viose rápidamentedespojada de sus bienes; de suerte queahora puede verse en las proximidadesde las ciudades y monasterios coloniasenteras de mongoles arruinados quehabitan en albergues subterráneos.Fueron requisados todos nuestrosarsenales y tesoros. No quedó unmonasterio sin satisfacer una abusivacontribución. Cuantos mongolestrabajaban por la independencia de su

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país sufrieron terribles persecuciones.Solo algunos príncipes mongoles sinfortuna se vendieron a los chinos pordinero, condecoraciones o títulos. Fáciles comprender por qué la clasedirectora, Su Santidad, los Kanes, lospríncipes y los altos lamas, igual que elpueblo vejado y oprimido, acordándosede que los soberanos mongoles habíanen tiempos felices tenido a Pekín yChina en sus manos, dándola bajo sudominio el primer puesto en Asia, semostraban resueltamente hostiles a losfuncionarios chinos que tandesatentadamente procedían. La rebeliónera, sin embargo, imposible.Carecíamos de armas. Todos nuestrosjefes estaban vigilados, y al primer

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movimiento que hubieran hecho paralevantarse en son de guerra hubiesenacabado en la misma prisión de Pekín,donde ochenta de nuestros nobles,príncipes, lamas, perecieron de hambreo torturados por haber defendido lalibertad de Mongolia. Era preciso algorealmente extraordinario para sublevaral pueblo. Fueron los administradoreschinos, el general Chang Yi y el generalChu Chihsiang, quienes provocaron elmovimiento. Anunciaron que SuSantidad Bogdo Kan se hallaba detenidoen su mismo palacio y que recordaban asu atención el antiguo decreto delGobierno de Pekín, considerado por losmongoles como ilegal y arbitrario, segúnel cual Su Santidad era el último Buda

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vivo. Aquello fue demasiado.Inmediatamente se establecieronrelaciones secretas entre el pueblo y sudios vivo y se prepararon en seguidaplanes eficaces para la liberación de SuSantidad y para la lucha que había dedevolver a nuestra patria la libertad y laindependencia. Vino en nuestra ayuda elgran príncipe de los Buriatos, DjamBolon, quien empezó a negociar con elgeneral Ungern, a la sazón ocupado encombatir a los bolcheviques enTransbaikalia, invitándole a venir aMongolia para auxiliarnos en la guerracontra los chinos. Entoncesemprendimos la lucha por la libertad. De esta manera me explicó lasituación el sait de Uliassutai. En

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seguida supe que el barón Ungern, alponer su espada al servicio de la causade Mongolia, había exigido queinmediatamente se ordenase lamovilización de los mongoles deldistrito Norte y prometido entrar enMongolia al frente de los suyos, quemaniobraban a lo largo del Kerulen.Algún tiempo después se reunió con elotro destacamento ruso del coronelKazagrandi y, con la cooperación de losjinetes mongoles, movilizados, principióel ataque a Urga. Rechazados dos veces,por fin el 3 de febrero de 1921 logróapoderarse de la ciudad y restableció alBuda vivo en el trono de los Kanes. Sin embargo, al terminar el mes demarzo se ignoraban todavía estos

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acontecimientos en Uliassutai.Desconocíamos la toma de Urga y ladestrucción del ejercito chino, fuerte deunos 15.000 hombres, en las batallasque tuvieron lugar en la orilla del Toja yen los caminos entre Urga y Uda. Loschinos ocultaron cuidadosamente laverdad, no dejando pasar a nadie aloeste de Urga. No obstante, circulabanrumores que sembraban el desconcierto.La situación se agravaba; las relación esentre los chinos, por un lado, y losmongoles y los rusos, por otro, erancada vez más tirantes. En aquella épocaejercía el cargo de comisario chino enUliassutai Wang Tsao-Tsung,aconsejado por Fu-Hsiang, ambosjóvenes e inexpertos. Las autoridades

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chinas destituyeron al sait mongol, elpríncipe Chultun-Beyli, nombrando ensu lugar a un príncipe lama, amigo deChina, antiguo subministro de Guerra enUrga. Aumentaron las medidas de rigor,se hicieron registros en casas de losoficiales y colonos rusos, se entró enfrancas componendas con losbolcheviques, se practicarondetenciones y se impusieron algunoscastigos corporales. Los oficiales rusosformaron reservadamente unaorganización de sesenta hombres a fin depoderse defender. Sin embargo, en estaagrupación no tardaron en surgirdiscusiones entre el teniente coronelMichailoff y algunos de sussubordinados. No cabía duda de que en

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el momento decisivo el destacamento sedividiría en facciones rivales. Nosotros, a fuer de extranjeros,decidimos hacer un reconocimiento a finde saber si estábamos amenazados de lallegada de tropas rojas. Mi compañero yyo nos pusimos de acuerdo paraemprenderlo nosotros mismos. Elpríncipe Chultun-Beyli nos facilitó unguía excelente, un viejo mongol llamadoZerén, que sabia leer y escribir el ruso ala perfección. Era un individuo muyinteresante que desempeñaba lasfunciones de intérprete junto a lasautoridades mongolas, y a veces a ladisposición del comisario chino. Pocotiempo antes había sido enviado a Pekíncon una misión especial, portador de

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importantísimos despachos, y aquelincomparable jinete recorría la distanciaentre Uliassutai y Pekín, o sea unos3.000 kilómetros, en nueve días, porincreíble que ello parezca. Se preparópara esta larga correría ciñéndose elvientre, el pecho, las piernas, los brazosy el cuello con apretadas vendas dealgodón, para protegerse de losesfuerzos musculares que habían deocasionarle tantas horas a caballo. Sepuso en el gorro tres plumas de águilapara indicar que había recibido la ordende volar tanto como esa ave. Provisto deun documento especial llamado tzara,que le daba derecho a servirse en cadaparada de postas de los mejorescaballos, uno para montar y otro

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ensillado para llevarlo de la brida comode repuesto, y de dos ulatchens oguardias para acompañarle y traerconsigo los caballos de la paradasiguiente o urtón, recorrió a galope cadatrayecto de 25 a 40 kilómetros entrecada parada de postas, deteniéndosesolo lo preciso para cambiar decaballos y de escolta antes de reanudarla carrera. Delante de él galopaba unulatchen, montado en un buen caballo,para anunciar su llegada y prepararlenuevas cabalgaduras en la próximaparada. Cada ulatchen llevaba trescaballos; de suerte que podíadesprenderse del que se cansaba ydejarle pastando hasta su vuelta, dondele recogía para volverlo a su

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caballeriza. De tres en tres paradastomaba, sin desmontar, una taza de téverde caliente y salado, y continuaba sucabalgadura hacia el Sur. Después dediecisiete o dieciocho horas de galopedesenfrenado se detenía en el urtón parapasar la noche o lo que quedaba de ella,devoraba una pierna de carnero guisadoy dormía. ¡De este modo, comiendo unavez al día y bebiendo cinco tazas de técada veinticuatro horas, recorrió los3.000 kilómetros en nueve días! Con un hombre de esta clase nospusimos en camino una fría mañana deinvierno, dirigiéndonos hacia Kobdo,distante unos 500 kilómetros, porque deallí procedían los rumores alarmantes deque las tropas rojas habían entrado en

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Ulankon y de que las autoridades chinasles habían entregado a todos loseuropeos residentes en la ciudad.Atravesamos el helado Dzafin, que es unrío terrible. Su cauce está lleno dearenas movedizas donde se atascan enverano los camellos, los caballos yhasta los hombres. Entramos en un largoy sinuoso valle; las montañas que locerraban se hallaban cubiertas de espesanieve y a trechos se divisaban algunosnegros bosquecillos de pobos. A mediocamino de Kobdo encontramos unayurta de pastor a orillas del pequeñolago de Gaga Nor, donde la caída de latarde y una tempestad de nieve nosaconsejaron fácilmente pernoctar. Cercade la yurta vimos un magnifico potro

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bayo cuya montura nos llamó la atenciónpor lo lujoso de sus adornos enincrustaciones de plata y coral. Cuandonos separamos del camino, dosmongoles salieron de la yurta,apresuradamente. Uno de ellos montó en el caballo ydesapareció velozmente en la llanura,tras las blanquecinas colinas. Pudimosdistinguir los brillantes pliegues de sutunica amarilla debajo de su capaforrada y vimos la vaina de cuero verdey el mango de cuerno y marfil de sucuchillo de caza. El otro hombre era elhabitante de la yurta, pastor del príncipelocal Novontzirán. Manifestó granalegría al vernos y nos hizo entrar en sutienda.

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—¿Quién es ese jinete del potro bayo?—le pregunté. Bajó los ojos y guardó silencio. —Decídnoslo —le pedí, insistiendo—. Si no queréis decir su nombre, esosignifica que estáis en tratos conpersonas peligrosas. —No, no —exclamó el mongol,protestando y levantando los brazos—.Es un buen hombre, una excelentepersona; pero la ley no permitepronunciar su nombre. Comprendimos que el desconocido erael amo del pastor o algún alto lama, ypor consecuencia, no insistimos más yempezamos nuestros preparativos parapasar la noche. Nuestro aposentadorpuso a cocer tres piernas de carnero,

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deshuesándolas hábilmente con unafilado cuchillo. Hablamos y supimosque hasta entonces nadie había visto alos rojos en la región, pero que enUlankon y Kobdo los soldados chinosoprimían a la población, matando agolpes de bambú a los mongoles quedefendían sus mujeres de los desmanesde la desaforada soldadesca. Algunos delos mongoles se habían retirado a lasmontañas, ingresando en losdestacamentos mandados porKaigordoff, oficial tártaro del Altai,quien les proporcionó armas.

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CAPITULO II

EL MISTERIOSO LAMAVENGADOR

Tomamos en aquella yurta un descansobien ganado después de nuestros dosdías de viaje, durante los cualesrecorrimos doscientos sesentakilómetros sobre la nieve, soportando unfrío glacial. Hablábamos franca yconfiadamente, saboreando la carnejugosa del carnero que teníamos paracenar, cuando de improviso oímos una

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voz sorda y ronca: —¡Sayn, buenas noches! Volvimos la cabeza a la entrada de latienda y vimos un mongol de medianaestatura, rechoncho, abrigado con unacapa de piel de gamo con capucha. Alcinto llevaba el mismo gran cuchillo convaina de cuero verde que nos habíallamado la atención en el jinete que contanta prisa había abandonado la yurta. —Amursayn— respondimos. Se quitó rápidamente el cinturón y sedespojó de su capa, adelantándose anosotros vestido con una maravillosatunica de seda, amarilla como el orobatido, sujeta por una faja de color azulresplandeciente. Su rostro perfectamenteafeitado, sus cabellos cortados al rape,

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su rosario de coral rojo y su vestiduraamarilla, todo nos indicaba queestábamos en presencia de algúnsacerdote lama, armado, por cierto, conun magnifico revólver Colt puestodebajo del cinturón azul. Fijé la mirada en nuestro huésped yluego en Zerén, y en las fisonomías delos dos leí el temor y la veneración. Eldesconocido se aproximó al fuego y sesentó. —Hablemos en ruso —dijo, cogiendoun trozo de carne. Empezó la conversación. El extranjerola inició criticando al Gobierno delBuda vivo de Urga. —Allí redimen a Mongolia, seapoderan de Urga, ponen en fuga al

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ejército chino, y aquí en el Oeste nadanos dice. Permanecemos inactivosmientras que los chinos asesinan ysaquean a nuestros compatriotas. Estoyseguro de que Bogdo Kan pudoenviarnos algún emisario. ¿Cómoexplicar que los chinos hayan podidomandar los suyos de Urga y de Kiajta aKobdo para pedir ayuda, y que elGobierno mongol no haya hecho lomismo? ¿Por qué? —¿Van los chinos a enviar refuerzos aUrga? —pregunté. Nuestro visitante se echó a reírestrepitosamente y añadió: —Yo me he apoderado de todos losemisarios, les he quitado los despacho yles he mandado... bajo tierra.

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Rió de nuevo y miró en torno suyo conojos resplandecientes. Solo entoncesobservé que sus pómulos y sus ojos sediferenciaban de los de los mongoles deAsia Central: parecía más bien untártaro o un kirghiz. Guardamos silencioy fumamos un rato. —¿Cuando va a salir de Uliassutai eldestacamento de chahars? —preguntó. Respondí que no sabíamos nada deeso. Nos explicó que las autoridadeschinas de la Mongolia interior habíanenviado un fuerte destacamento,reclutado entre las tribus guerreras delos chahars que merodean por la regiónlimítrofe exteriormente a la GranMuralla. El jefe era un conocidocabecilla de hunghutzes, promovido por

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el Gobierno chino al grado de capitán,porque había prometido someter a lasautoridades chinas todas las tribus delos distritos de Kobdo y del Urianhai. Cuando el desconocido se enteró deadónde íbamos y del propósito que nosllevaba, nos aseguró que podíaproporcionarnos informes precisos,evitándonos ir más lejos. —Además, resultaría peligroso —dijo—, porque Kobdo será incendiado yhabrá matanzas. Me consta. Sabedor de nuestra malogradatentativa para atravesar el Tíbet, nosdemostró un simpático interés y nos dijocon sincera expresión de pena: —Yo sólo podía haberos ayudado enla empresa; el Hutuktu de Narabanchi

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carecía de medios para ello. Con misalvoconducto hubieseis podido llegar adonde hubieseis querido del Tíbet. SoyTuchegun Lama. ¡Tuchegun Lama! ¡Cuántas historiasextraordinarias había oído contar de estepersonaje! Es un calmuco ruso que, acausa de su campaña de propaganda porla independencia del pueblo calmuco,hizo conocimiento con numerosasprisiones rusas en tiempo del zar, en lasque continuó bajo el Gobierno de lossoviets. Se escapó, huyó a Mongolia yen seguida adquirió enorme influenciaentre los mongoles. En efecto, era unintimo amigo y discípulo del Dalai Lamade Lhassa, el más sabio de loslamaístas, célebre como taumaturgo y

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como doctor. Disfrutaba de una posicióncasi independiente en sus relaciones conel Buda vivo y obtuvo el mandato detodas las tribus nómadas de la Mongoliaoccidental y de la Dzungaria,extendiendo su dominio incluso a lastribus mongolas del Turquestán. Suinfluencia era irresistible, pues sefundaba en el conocimiento de la cienciamisteriosa, como él la llamaba. Medijeron también que se basaba en granparte en el terror que inspiraba a losmongoles. Quien desobedeciese susórdenes, perecía. Nadie sabia cuándo nicómo, porque lo mismo en la yurta quejunto al caballo galopando por la llanurael amigo poderoso y extraño del DalaiLama aparecía y desaparecía como por

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ensalmo. Una cuchillada, un balazo ounos dedos vigorosos apretando elcuello como tenazas eran losprocedimientos de justicia quesecundaban los planes de ese artífice demilagros. Fuera de la yurta el viento silbaba ymugía, haciendo chascar la nieve contrael fieltro tirante. Entre los retumbos delhuracán llegaba el ruido de numerosasvoces a las que se mezclaban gritos,gemidos y carcajadas. Pensaba que ensemejante país no debía de ser difícilproducir el estupor de las tribusnómadas por medio de milagros, puestoque la misma Naturaleza ofrecía elmarco para ellos. Apenas había tenidotiempo para reflexionar sobre esto,

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cuando Tuchegun Lama, levantando lacabeza, clavó bruscamente sus ojos enlos míos y dijo: —Hay en la Naturaleza muchasfuerzas desconocidas. El arte deservirse de ellas es lo que produce elmilagro; pero este poder solo lo poseenalgunos privilegiados. Voy ademostrároslo y luego me diereis sihabíais visto ya alguna cosa análoga. Se puso en pie, arremangándose losbrazos, cogió su cuchillo y se dirigió alpastor: —¡Michik! ¡Arriba! —le ordenó. Cuando el pastor le obedeció, el lamale desabotonó la blusa, dejándole elpecho desnudo. Yo no podíacomprender aún cuál era su intención, y

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de repente el Tuchegun hundió con todosu brío el cuchillo en el pecho delpastor. El mongol cayó cubierto desangre, y observé que esta habíasalpicado la seda amarilla de la tunicadel lama. —¿Qué habéis hecho? —exclamé. —¡Chis! ¡Callad! —murmuró este,volviendo hacia mí su lívido rostro. Con nuevas cuchilladas abrió el pechodel mongol, vi los pulmones de aquelhombre respirar suavemente, y conté loslatidos de su corazón. El lama tocó conlos dedos esos órganos, pero la sangreya no corría y el semblante del pastordenotaba una profunda serenidad. Estabaechado con los ojos cerrados, parecíadormir un tranquilo sueño. Empezó el

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lama a rajarle el vientre, y yo,aterrorizado, cerré los ojos; al abrirlos,poco tiempo después, quedé asombradoviendo al pastor dormir sosegadamenteechado de un lado, con la blusaentreabierta y el pecho en estadonormal. Tuchegun Lama, sentado,impasible, junto al fuego, fumaba supipa y contemplaba la lumbre, sumidoen honda meditación. —¡Es maravilloso! —le confesé—.No he visto nada semejante. —¿De qué habláis? —preguntó elcalmuco. —De vuestra demostración o milagro,como lo llaméis —le contesté. —No sé a qué podéis referiros —replicó el calmuco, fríamente.

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—¿habéis visto eso? —pregunté a micompañero. —¿Qué? —repuso este mediodormido. Comprendí que había sido juguete delpoder magnético de Tuchegun Lama, ypreferí esto al espectáculo de la muertede un inocente mongol, pues no llegabami credulidad a creer que TuchegunLama, después de destripar a susvictimas pudiese coserlas con tantafacilidad. A la mañana siguiente nos despedimosde nuestros nuevos amigos. Decidimosregresar, puesto que nuestra misiónhabía terminado. Tuchegun Lama nosmanifestó que iba a “recorrer elespacio”. Viajaba por toda Mongolia,

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viviendo igual en la humilde yurta delpastor y del cazador, que bajo la tiendaesplendida de los príncipes y jefes detribus, rodeado de inquebrantableveneración y religioso amor, atrayendoasí y subyugando a ricos y pobres consus milagros y profecías. Al decirnosadiós, el brujo calmuco sonrió,maliciosamente. —Cuidado con hablar de mí a lasautoridades chinas. Luego agregó: —Lo que anoche presenciasteis fuesolo una ligera demostración. Vosotros,los europeos, no queréis admitir quenosotros, unos nómadas incultos,poseamos el poder de la cienciamisteriosa —¡Ah, si pudieseis siquiera

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ver los milagros y la omnipotencia delSantísimo Tachi Lama, cuando por suorden las lámparas y los cirios, puestosen el altar de Buda se encienden por sísolos, o cuando los iconos de los diosescomienzan a hablar y profetizar! ¡Peroexiste un hombre todavía más poderosoy más santo! —¿No es el rey del mundo en Agharti?—interrumpí. Me miró fijamente, estupefacto. —¿Habéis oído hablar de él? —mepreguntó, con el ceño fruncido por lareflexión. Unos segundos después alzó losestrechos ojos y exclamó: —Sólo un hombre ha ido a Agharti.yo. Esta es la causa por la que el santo

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Dalai Lama me distingue y por la que elBuda vivo de Urga me teme. Pero envano, porque yo no me sentaré nunca enel santo trono del pontífice de Lama, niatentaré contra lo que nos ha sidotransmitido desde Gengis Kan hasta eljefe de nuestra Iglesia amarilla. No soyun monje; soy un guerrero y un vengador. Saltó con ligereza a la silla, dio unlatigazo a su caballo y partió como unatromba, lanzándonos al partir la frase deadiós de los mongoles: “Sayn!Saynbaryna!”. Mientras regresábamos, Zerén nosrefirió centenares de leyendas referentesa Tuchegun Lama. Una anécdota particularmente me haquedado en la memoria. Era en 1911 o

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1912, en la época que los mongolesintentaban librarse del yugo chino. Elcuartel general de los chinos estaba enKobdo (Mongolia occidental); había allíunos diez mil hombres mandados por losmejores oficiales. Diose la orden deapoderarse de Kobdo a Hun Boldon, unsimple pastor, que se había distinguidodurante la guerra con los chinos,recibiendo por ello del Buda vivo eltitulo de príncipe de Hun. Feroz, sinmiedo y dotado de una fuerza hercúlea,Boldon llevó varias veces a susmongoles al ataque, mal armados, ysiempre tuvo que batirse en retiradadespués de perder mucha gente por elfuego de las ametralladoras. TuchegunLama llegó de improviso, reunió a todos

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los soldados y les dijo: —No debéis temer a la muerte; nodebéis batiros en retirada. Peleáis porvuestra patria, por Mongolia, y moríspor ella, porque los dioses le hanreservado un destino grandioso. ¡Miradcuál será su destino! Hizo un gesto con la mano, abarcandotodo el horizonte, y los soldados vieronla comarca en torno suyo cubierta der i c a s yurtas y de praderas dondepastaban enormes rebaños de ganado detodas clases. En la llanura surgieronnumerosos jinetes montados en caballoslujosamente ensillados. Las mujeresiban vestidas con trajes de finísimaseda, llevaban en las orejas pendientesde plata maciza, y sus cabelleras,

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peinadas con arte, estaban adornadascon preciosas joyas. Los mercadereschinos conducían una interminablescaravana y ofrecían sus mercancías a lossaits mongoles, de distinguido porte,quienes rodeados de ziriks o soldadosde brillantes uniformes, tratabanaltivamente a los comerciantes. Prontodesapareció semejante visión yTuchegun habló de esta manera: —¡No os espante la muerte! La muertenos libra de nuestro penoso trabajo en latierra y es el camino que lleva a labeatitud eterna. ¡Dirigíos al Oriente!¿No veis a vuestros hermanos y amigoscaídos en el campo de batalla? —Sí, les vemos —gritaron losasombrados mongoles, contemplando un

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grupo de moradas que igual podían seryurtas que pórticos de templo, bañadasen una luz calida y dulce. Anchas franjasdeslumbrantes de seda roja y amarillarevestían las paredes y el suelo; lospilares y los muros despedían ofuscanteclaridad; en un gran altar rojo ardían loscirios del sacrificio en candelabros deoro, mientras que de unas copas de platamaciza se desbordaba la leche o sedesparramaban las nueces másapetitosas; por último, sobre muellesalmohadones esparcidos por el suelodescansaban los mongoles caídos en elanterior ataque a Kobdo. Ante elloshabía puestas unas mesas bajaslaqueadas, cubiertas de viandashumeantes, de carnes suculentas de

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carnero y cabrito, de altas jarras de vinoy té, de fuetes de borsuk, bollosazucarados y exquisitos de zaturánaromático envuelto en grasa de carnero,de queso seco, de dátiles, pasas ynueves. Todos los soldados muertos enel ataque fumaban en pipas de oro yconversaban alegremente. A su vez se desvaneció la visión, yfrente a los mongoles extáticos ymaravillados no había más que elmisterioso calmuco con la mano tendidahacia el horizonte. —¡Al combate! Y no volváis sin lavictoria. ¡Yo estaré con vosotros en labatalla! Comenzó el ataque. Los mongolespelearon furiosamente; perecieron a

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cientos, pero su empuje les llevó almismo corazón de Kobdo. Entonces serepitió la escena, largo tiempo olvidada,de las hordas bárbaras destruyendo lasciudades europeas. Hun Boldon hizo quele precediese un triangulo de lanzasadornadas con oriflamas rojas; era laseñal para entregar la ciudad durantetres días al pillaje de los soldados.Empezaron los asesinatos y los saqueos.Ardió la ciudad y fueron arrasadas lasmurallas de la fortaleza. Luego, HunBoldon corrió a Uliassutai y destruyótambién la fortaleza china. Aún existenlas ruinas con sus almenas derribadas,sus desmanteladas torres, sus puertas yainútiles y lo que resta de los edificiosoficiales y de los cuarteles devorados

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por el incendio.

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CAPITULO III

LOS CHAHARS

A nuestra vuelta de Uliassutai supimosque el sait mongol había recibidoalarmantes noticias. Se le decía que lastropas rojas acosaban al coronelKazagrandi en la región del lagoKosogol. El sait temía un avance de losbolcheviques por el Sur hasta Uliassutai.Las dos casas americanas liquidaron susnegocios y todos nuestros amigosestaban dispuestos a irse, aunque

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dudaban si les convendría dejar laciudad, temiendo tropezar con eldestacamento de los chahars,procedentes del Este. Decidimosesperar la llegada de ese destacamentopor si podía modificar el curso de lossucesos. Algunos días después hicieron suaparición doscientos belicosos bandidoschahars capitaneados por un antiguohunghutz chino. Era un hombre flaco y largo, con unasmanos que le llegaban hasta las rodillas,un rostro curtido por el sol y el viento;tenia la frente y una mejilla cortadas porsendas cicatrices, una de las cuales lecerraba un ojo, y el que le quedaba leservia para mirar con la penetración de

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un halcón. Usaba un gorro de piel deratón. Tal era el jefe del destacamentode chahars, tipo sombrío y repulsivo,que a nadie le hubiera gustado encontrarde noche en una calle solitaria. El destacamento acampó dentro de lasruinas de la fortaleza, cerca del únicoedificio chino que no había sidoarrasado y que entonces servia decuartel general al comisario chino. Elmismo día de su llegada, los chaharssaquearon un dugun chino, casa decomercio situada a menos deochocientos metros de la fortaleza.También insultaron a la mujer delcomisario chino llamándola traidora. Enesto, los chahars, como los mongolestenían sobrada razón, porque el

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comisario chino Wang Tsao Tsun había,tan pronto como llegó a Uliassutai,seguido la costumbre china, reclamandoen matrimonio una mongola. El nuevosait, en su senil deseo de agradar,ordenó que le buscasen una mongolabonita que pudiera convenirle. Buscaronuna que la llevaron a su yamen al mismotiempo que un ganapán, hermano suyo,que había de ser el jefe de la guardia delcomisario, pero que acabó siendo unama seca de un perrito pekinés blancoque el elevado funcionario regaló a sunueva esposa. Menudearon los robos, las reyertas,las orgías, de modo que Wang TsaoTsun empleó toda su influencia enconseguir que lo antes posible saliese de

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la ciudad el destacamento de chaharspara una guarnición más al oeste dellado de Kobdo, y luego para el Urianhai. Una fría mañana los habitantes deUliassutai, al levantarse, pudieronasistir a una escena de característicabrutalidad. El destacamento pasaba porla calle principal de la ciudad. Ibanmontados en caballos pequeños ypeludos, marchando de tres en fondo;llevaban uniformes azules, capotes depiel de carnero y gorras de ordenanza depelo de ratón y estaban armados de piesa cabeza. Marchaban lanzando gritossalvajes o un desordenado clamoreo, ymiraban con ansia las tiendas chinas ylas casas de colonos rusos. A su frenteavanzaba el jefe hunghutz, tuerto,

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seguido de tres jinetes de flotantesbanderas, que hacían oír lo que queríanhacer pasar por música, soplando enunas grandes caracolas. Uno de loschahars no pudo resistir la tentación, seapeó del caballo y penetró en unalmacén chino de la calle. En seguidasalieron de la tienda los gritosacongojados de los mercaderes. El jefehunghutz dio media vuelta a su caballo,notó la falta del chahar y adivinó lo queocurría. Sin dilación se personó en ellugar del suceso. Dando roncas voces,sacó al soldado de la tienda y le golpeócon la fusta en pleno rostro. La sangrebrotó de la mejilla hendida, pero elchahar montó a caballo inmediatamentesin murmurar y galopó para recuperar su

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puesto en filas. Durante el paso de loschahars las gentes se escondieron en suscasas, mirando con angustia por lasrendijas de las puertas. Los chaharspasaron tranquilamente, y solo cuando anueve kilómetros de la ciudadencontraron una caravana quetransportaba vino a China, sedespertaron sus malos instintos y seentregaron al pillaje, vaciando variostoneles. En los alrededores de Harganacayeron en una emboscada que lespreparó Tuchegun Lama; de suerte quejamás las llanuras de Chaharpresenciaron la vuelta de sus guerreroshijos partidos a la conquista de lossoyotos en las orillas del antiguo Tuba. El día que la columna dejó Uliassutai

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nevó tan copiosamente, que el camino sepuso intransitables. Los caballos, con lanieve hasta las rodillas, se fatigaron,negándose a andar. Algunos jinetesmongoles llegaron a Uliassutai al díasiguiente a costa de grandes esfuerzos yde penosos trabajos, pues tardaron dosdías en recorrer cuarenta kilómetros.Las caravanas se vieron precisadas adetenerse en sus caminos. Los mongolesno quisieron ni intentar viajar conbueyes y yaks, que hacen escasamentedieciséis o veinte kilómetros por día.No era posible emplear más quecamellos, pero no los había en númerosuficiente, y sus conductores no creíanpoder llegar a la primera estación deferrocarril de Kuku Hoto, a unos dos mil

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doscientos kilómetros. De nuevoestábamos obligados a esperar. ¿Qué?¿La muerte o la salvación? Únicamentenuestra energía y serenidad podíansalvarnos. Mi amigo y yo partimosprovistos de una tienda, una estufa yalgunas provisiones para hacer otraexploración a lo largo de las riberas dellago Kosogol, de donde el sait mongoltemía una invasión de tropas rojas.

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CAPITULO IV

EL DEMONIO DE JAGISSTAI

Nuestro pequeño grupo constaba decuatro hombres montados y de uncamello para llevar el equipaje.Partimos hacia el Norte, siguiendo elvalle del Boyagol, en dirección a losmontes Tarbagatai. El camino erarocoso y cubierto de una espesa capa denieve. Nuestro camello marchaba conprecaución, olfateando la pista, mientrasque nuestro guía profería el grito ¡ok,

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ok!, peculiar de los camelleros para quesus bestias avancen. Dejamos atrás lafortaleza y el dugun chino,contorneamos un espolón montañoso, ydespués de pasar a nado un curso deagua, empezamos a subir la montaña. Laascensión fue difícil y peligrosa. Loscamellos elegían atentamente la mejorvereda, moviendo las orejasconstantemente, según su costumbre entales casos. Enfilamos barrancos,atravesamos sierras, descendimos avalles meno hondos, subiendo siempre amayores alturas. En cierto lugar, bajolas nubes grises que sobrepasan lascresterias, vimos algunos puntos negrosen la vasta extensión nevada. —Son obos, los signos sagrados y los

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altares elevados a los malos demoniosque guardan estos parajes —explicó elguía—. Este paso se llama Jagisstai.Acerca de él se cuentan varias historiastan viejas como las mismas montañas. Le rogamos que nos contase alguna. El mongol, meciéndose sobre sucamello, miró prudentemente en tornosuyo, y empezó: —Fue hace tiempo, hace muchísimotiempo. El nieto de Gengis Kan ocupabael trono en China y reinaba en Asiaentera. Los chinos mataron a su Kan yquisieron exterminar a toda su familia;pero un anciano y santo lama llevó aesta más allá de la Gran Muralla yvinieron a las llanuras de nuestro paísnatal. Los chinos buscaron con empeño

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el rastro de los fugitivos y acabaron pordescubrir donde estaban. Entoncesmandaron un escuadrón de jinetesmontados en veloces caballos paraapoderarse de ellos. A veces, los chinosestuvieron a punto de alcanzar al huidoheredero; pero el lama imploró al cieloy cayo una copiosa nevada, que sipermitía andar a los camellos, detuvo lamarcha de los caballos. Aquel lamapertenecía a un remoto monasterio.Ahora pasamos cerca de ese hospicio deJahantsi Kure. Para llegar a él hay quecruzar la garganta de Jagasstai. En estemismo sitio el anciano lama se puso derepente enfermo, se tambaleó sobre lasilla y cayo muerto. Ta Sin Lo, viuda delgran Kan, prorrumpió en llanto; pero

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viendo que los jinetes chinosatravesaban el valle a galope, seapresuró a llegar al desfiladero. Loscamellos, cansados, se detenían a cadapaso, y la mujer no sabia cómoanimarlos para hacerlos andar. Losverdugos chinos se acercaban cada vezmás. Ya se oían sus gritos de júbilo,pues se figuraban tener en sus manos larecompensa prometida por losmandarines a los asesinos del Gran Kan.Las cabezas de la madre y del hijoheredero serian llevada a Pekín yexpuestas en el Ch´en Men a la mofa y alos insultos del populacho. La madre,aterrada, levanto a su hijo al cielo yexclamó: “¡Tierra y dioses de Mongolia,ved al hijo del que hizo glorioso el

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nombre mongol de un extremo a otro delmundo! ¡No permitáis que perezca lacarne misma de Gengis Kan!” En aquel momento se fijó en una ratablanca sentada sobre un peñasco, cercade allí. El animalito se le aproximó,saltó a su regazo y le dijo: —Me mandan para que os ayude.Nada temáis y continuad tranquilavuestro camino. Los que os persiguenhan llegado al término supremo de susvidas y vuestro hijo está destinado atener una gloriosa existencia. Ta Sin Lo no comprendía cómo unarata podría mantener a raya a trescientoshombres. La rata entonces saltó a tierray habló de nuevo: —¡Soy el demonio de Tarbagatai, soy

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Jagisstai! ¡Soy poderoso y amado de losdioses; pero como habéis puesto en dudael poder de la rata milagrosa desde hoyel Jagisstai será tan perjudicial para losbuenos como para los malos! La viuda y el hijo de Kan se salvaron,pero Jagisstai sigue siendo implacable.Mientras se pasa hay que estar siempreprevenido. El demonio de la montaña sehalla constantemente dispuesto a llevaral viajero a su perdición. Todas las cumbres del Tarbagataiestán salpicadas de obos, de piedra yramaje. En un sitio han erigido una torrede piedra, a modo de altar, para aplacara los dioses enojados por las dudas deTa Sin Lo. Evidentemente, el demonionos esperaba. Cuando comenzamos la

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ascensión a la cima principal, nos soplóen la cara un viento glacial y cortante, sepuso a silbar y zumbar, tirándonosbloques de nieve que arrancaba de losmontones formados en las alturas. Nopodíamos divisar nada de lo que nosrodeaba y apenas conseguíamos ver elcamello que nos precedíainmediatamente. De improviso sentí unchoque y miré en torno mío. No vi nadaextraordinario. Yo estaba cómodamentesentado entre dos bolsas llenas de pan yotras provisiones, pero no podíadistinguir la cabeza de mi camello.Había desaparecido. Efectivamente, elanimal había resbalado y caído en elfondo de un barranco poco profundo,mientras que las bolsas, colocadas en su

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lomo sin correas, quedaron sujetas a unaroca, y yo, por fortuna, encima de ellas,sobre la nieve. Esta vez el demonio sehabía limitado a gastarme una broma,pero indudablemente le supo a poco. Melo demostró con nuevas pruebas de suira. Con furiosas ráfagas casi nosarrancaba de nuestras monturas, haciavacilar a los camellos, nos cegabaazotándonos la cara con la nieveendurecida y nos impedía respirar.Durante largas horas marchamospenosamente por la nieve, cayendo confrecuencia por encima del borde de losriscos. Por fin llegamos a un estrechovalle donde silbaban y mugíaninnumerables voces del viento. Era denoche. El mongol buscaba la pista de los

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alrededores y acabó por volver,haciendo aspavientos y diciendo: —Nos hemos extraviado. Tenemosque pasar aquí la noche, lo que es muyde sentir, porque nos faltará leña paranuestra estufa y el frío va a ser másglacial todavía. A duras penas, con las manosagarrotadas, conseguimos armar latienda a pesar del viento, colocando enel interior la estufa, entonces inútil.Recubrimos la tienda de nieve, cavamosen los montones de nieve largas yprofundas zanjas y obligamos a nuestroscamellos a acostarse, gritándoles: Zuk,zuk!, voz que les hace arrodillarse.Luego metimos en la tienda losequipajes. Mi compañero no se resignó

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a la idea de pasar una noche glacial sinencender la estufa. —Voy a buscar combustible —dijo,con tono resuelto. Cogió el hacha y se fue. Volvió alcabo de una hora con un buen trozo deposte telegráfico. —¡Eh! Gengis Kan —exclamó,frotándose las manos amoratadas—,tomad las hachas e id allí abajo, a laizquierda de la montaña, y encontrareislos postes telegráficos que fueronderribados. He hecho amistad con elviejo Jagisstai y me ha conducido a lospostes. Precisamente a alguna distancia delsitio en que estábamos pasaba la líneadel telégrafo ruso que unía antes de la

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revolución a Irkustk con Uliassutai. Loschinos habían ordenado a los mongolesque derribasen los postes y se llevasenel alambre. Estos postes son ahora lasalvación de los viajeros que transitanpor aquellos parajes. Así pasamos lanoche, bajo una tienda caldeada,después de cenar una sustanciosa sopade fideos con carne, en el mismo centrode los dominios del iracundo Jagisstai.Al día siguiente, de madrugada,encontramos la pista a menos dedoscientos metros de nuestra tienda,proseguimos nuestro viaje. En la fuentedel Adair divisamos una nube decuervos mongoles de pico rojo,revoloteando en círculos sobre lasbreñas. Nos acercamos y descubrimos

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los cuerpos de un jinete y su caballo queparecían haber caído hacia poco tiempo.Era difícil adivinar lo que pudierahaberles sucedido. Estaban tumbadosuno junto al otro y el jinete teniaenrollada en la muñeca derecha la bridade su cabalgadura; no presentaba señalde heridas, ni de arma blanca ni defuego. También resultaba imposibledeterminar las facciones del hombre. Sucapote era mongol, pero el pantalón y lachaqueta indicaban que se trataba de unextranjero. No averiguamos cómo habíahallado la muerte. Nuestro mongol inclinó la cabeza coninquietud y dijo con voz deconvencimiento: —Es la venganza de Jagisstai. El

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jinete no rindió tributo al obo del Sur, yel demonio le ahogó a él y a su caballo. Por fin quedaron a nuestra espalda losmontes de Tarbagatai. Frente a nosotrosse extendía el valle de Adair. Es unallanura estrecha y sinuosa, que sigue ellecho del río entre dos cadenas demontañas bastante próximas y que estabacubierta de feraces praderas. El caminola dividía en dos partes. En toda ellaveíanse postes telegráficos derribados,algunos cortados a distintas alturas, ygran cantidad de alambre tirado por elsuelo o enredado entre las matas. Ladestrucción de la línea telegráfica deIrkutsk a Uliassutai era necesaria a lapolítica china de agresión a Mongolia. Pronto empezamos a encontrar grandes

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rebaños de carneros, buscando bajo lanieve la hierba seca, pero nutritiva. Enalgunos sitios los yaks y los bueyespastaban en las ásperas pendientes de lamontaña. Sin embargo, solo una vezvimos un pastor; los demás, aldivisarnos, se refugiaban en lasquebradas de los montes. Tampocohallamos yurtas en nuestra marcha. Losmongoles habían escondido también susmovibles moradas en los repliegues delas montañas, al abrigo de la vista y delos vientos. Los nómadas saben elegiradmirablemente sus cuartelesinvernales. He visto con frecuencia eninvierno las yurtas mongolas, y estánsituadas en lugares tan bien abrigados,que al venir de los llanos barridos por

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los vientos me parecía entrar en uninvernadero. Una vez encontramos ungran rebaño de carneros; pero a medidaque nos acercábamos la mayor parte sealejaba poco a poco, dejando una mitaden el sitio, mientras que la otra ibaatravesando la llanura. Pronto, de aquelgrupo se destacaron unos treinta ocuarenta animales que, trepando ysaltando, escalaron los flancos de lamontaña. Cogí los gemelos y me puse aobservarlos. La parte de rebaño que sequedaba atrás se componía de sencilloscarneros; el grupo importante que sehabía retirado a la llanura estabaformado por antílopes mongoles (gacelagutturosa), y el rebaño que trepómontaña arriba comprendía a los

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musmones de grandes cuernos (ovisorgali). Todos estos animales pacían almismo tiempo que los carnerosdomésticos en la vega del Adair,atraídos por la buena hierba y el aguaclara. En muchos trechos el río noestaba helado y vi densas nubes devapor sobre la superficie del agua. Porentonces algunos antílopes y musmonesempezaron a mirarnos. —Ahora van a cruzar nuestra pista —dijo el mongol, riendo—. ¡Qué bichostan raros! A veces los antílopes recorrenkilómetros y kilómetros para ganarnos lacarrera y estorbarnos el paso, y cuandolo han conseguido se retirantranquilamente. Yo conocía ya esta estrategia de los

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antílopes y decidí sacar partido de ella.He aquí como organizamos la caza:dejamos a un mongol con el camello delequipaje que avanzase como nosotros loveníamos haciendo. Los otros tres sedesplegaron en forma de abanico haciael rebaño, a la derecha de nuestraverdadera dirección. El rebaño sedetuvo y miró sorprendido, porquehubiera querido pasar delante de loscuatro jinetes a la vez. Principió entreellos la confusión. Había unas tres milcabezas. Todo este ejercito empezó acorrer de aquí para allá, sin formar ungrupo determinado. Escuadrones enterospasaron delante de nosotros y luego,reparando en otro jinete, daban mediavuelta y repetían la maniobra. Un grupo

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de unos cincuenta se precipitó a mí.Cuando le tuve a cosa de cien metros diun grito y disparé. En seguida sedetuvieron y retrocedierondespavoridos, empujándose y saltandounos sobre otros. Aquel pánico les costócaro, pues me dio tiempo a tirar cuatroveces y derribé dos estupendosejemplares. Mi amigo tuvo más suerteaún, porque solo tiró una vez sobre elrebaño, que, como una tromba, pasó a sulado en filas paralelas, y con la mismabala mató dos animales. Entre tanto, los musmones habíanescalado la pendiente de la montaña, yen posición de combate, alineados comosoldados, se volvieron para mirarnos. Apesar de la distancia, pude distinguir

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claramente sus cuerpos musculosos, suscabezas majestuosas y sus poderososcuernos. Recogimos nuestra presa, nosreunimos con el mongol que iba devanguardia y continuamos el viaje. Confrecuencia encontrábamos carroñas decarnero con los cuellos desgarrados y lacarne devorada por los costados. —Es obra de los lobos —dijo elmongol—. Siempre andan por estoscontornos en grandes manadas. Hallamos más rebaños de antílopesque corrían sin prisa hasta poner unabuena distancia entre ellos y nosotros;entonces, con saltos y botes prodigiosos,cruzaban el camino delante de nosotroscomo las gallinas en el campo. Enseguida, después de correr unos

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doscientos metros a aquel paso, sedetenían y volvían a pastartranquilamente. Una vez hice que in camello diese lavuelta, y todo el rebaño, aceptandoinmediatamente el desafío, corrióparalelamente a mí a una distancia queles pareció segura, y entonces botósobre el camino delante de mí como sipisasen piedras ardiendo, para volver asu primitiva tranquilidad y ponerse apastar al mismo lado de la llanura enque le habíamos encontrado. Hice tresveces igual jugarreta al mismo rebaño,riendo de buena gana al verle repetir susdivertidos ejercicios. Pasamos una mala noche en aquelvalle. Acampamos a la orilla de un

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arroyo helado; el alto ribazo nosprotegía del viento. Nuestra tiendaestaba bastante agradable. Descansamostranquilamente, pensando en la sabrosacena que preparábamos, cuando deimproviso un aullido y una risotadadiabólica sonaron cerca de la tienda,mientras que del otro lado de la cañadarespondieron unos chillidos prolongadosy lúgubres. —Son lobos —nos explicó el mongol,con indiferencia. Empuñó el revólver y salió de latienda. Permaneció fuera un buen rato; alfin oímos unos disparos y a pocodespués volvió. —Los he asustado —dijo—. Sehabían reunido en la orilla del Adair,

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alrededor de un camello muerto. —¿Han tocado a nuestros camellos?—pregunté. —No. Encenderemos una hogueradetrás de la tienda y no nos molestaránmás. Después de cenar nos acostamos; peroyo estuve despierto bastante tiempo,escuchando el crepitar de la leña alarder, la respiración profunda de loscamellos y los aullidos lejanos de loslobos; por último, a pesar de todosaquellos ruidos, me dormí. No sé cuántoduraba mi sueño; pero de repente medespertó un golpe violento en elcostado. Estaba echado en el bordemismo de la tienda, y alguien me habíaempujado brutalmente sin el menor

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reparo. Pensé que seria uno de loscamellos mordisqueando el fieltro de latienda. Cogí mi mauser y golpeé un bultocon la culata. Un grito agudo mecontestó, seguido de un ruido de pasosrápidos, corriendo sobre los guijarros.Por la mañana descubrí huellas de lobosque se habían acercado a nuestra tienda,del lado contrario de la hoguera, y seguíel rastro hasta el sitio en que habíanempezado a escarbar junto a la tienda;evidentemente, uno de los merodeadorestuvo que batirse en retirada, después derecibir en la cabeza el culatazo de mirevólver. Los lobos y las águilas son losservidores de Jagisstai, según nosmanifestó, muy convencido, el guía

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mongol. Sin embargo, esto no impide alos mongoles darles caza. Ha asistidouna vez, en el campamento del príncipeBaysei, a una cacería de lobos. Losjinetes mongoles, montados en susmejores caballos, recorren la llanura,alcanzando a la carrera a los lobos,matándolos con fuertes palos de bambúllamados Tucur. Un veterinario rusoenseñó a los mongoles a envenenar a loslobos con estricnina; pero este métodono tuvo aceptación, porque es peligrosopara los perros, fieles amigos y aliadosde los nómadas. Estos, por otra parte, notocan a las águilas ni a los halcones, yhasta les dan de comer. Cuando losmongoles matan una res, suelen tirar alaire trozos de carne, que los halcones y

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las águilas cogen al vuelo, exactamentecomo nosotros echamos a un perroterrones de azúcar. Las águilas y loshalcones atacan y expulsan a las urracasy cuervos, que son muy dañinos para lasbestias y los hombres, pues acudenferozmente a dar picotazos en la menorherida abierta en el lomo de losanimales, haciendo llagas incurables,sobre las que se encarnizan convoracidad.

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CAPITULO V

EL ANTRO DE LA MUERTE

Nuestros camellos caminaban hacia elNorte lentamente, pero con paso regular.Hacíamos cuarenta o cincuentakilómetros al día. Pronto llegamos a unpequeño monasterio situado a laizquierda del camino. Era un vastoedificio cuadrado, cerrado por una alta yapretada empalizada. Unos huevos en lamitad de cada lado conducían a lascuatro entradas del templo. En el centro

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del patio interior se hallaba el templo,con sus columnas laqueadas rojas y sustejados chinos dominando las casasbajas de las lomas. Al otro lado delcamino se levantaba lo que parecía seruna fortaleza china, y era en realidad unbazar o dugun. Los chinos losconstruyen siempre en forma defortaleza, con dobles murallas, a algunospies de distancia unas de otras, y dentrode todas ponen sus casas y tiendas.Suelen sostener una guarnición de veinteo treinta hombres armados, dispuestospara cualquier eventualidad. En caso denecesidad, estos duguns pueden servirde fortines y resistir largos sitios. Entreel dugun y el monasterio, y más próximoal camino, distinguí un rancho de

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nómadas. Sus caballos y ganados noestaban con ellos. Los mongoles,residiendo allí hacia tiempo, habíandejado a sus animales en la montaña.Sobre varias yurtas ondeaban oriflamasde colores, señal de enfermedad. Cercade algunas yurtas unas altas estacashincadas en el suelo y sosteniendo en lapuna superior un gorro mongol,indicaban que el habitante de la yurtahabía muerto. Las jaurías de perros,errando por la llanura, señalaban lapresencia de cadáveres en las cercanías,en las simas de los barrancos o en laorilla del río. Al aproximarnos alcampamento oímos a lo largo unredoblar de tambores, un cantomelancólico, acompañado por una

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flauta, y gritos de dolor. Nuestro mongolse adelantó para informarse y volviódiciendo que varias familias mongolashabían llegado al monasterio pidiendoauxilio al Hutuktu Jahantsi, famoso porsus milagros. Estas gentes, atacadas de la peste y dela viruela negra, vinieron de lejos y noencontraron al Hutuktu en el monasterio,porque el santo lama había ido a visitaral Buda vivo de Urga, por lo cual sevieron obligados a acudir a los brujos.Los enfermos morían unos tras otros. Lavíspera habían abandonado en la llanurael cadáver numero veintisiete. Mientras hablábamos, el brujo saliode una de las yurtas. Era un viejo quepadecía en un ojo una catarata y cuyo

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rostro estaba señalado por las viruelas.Iba vestido de harapos y llevabacolgados de la cintura unos pingajosmulticolores. Tenia un tambor y unaflauta. Su boca desdentada, de lívidoslabios, echaba espuma, y la idiotez seleía en su semblante. De repente se pusoa dar vueltas, a bailar con toda clase decontorsiones de sus largas piernas, ahacer movimientos ondulosos con losbrazos y los hombros y a golpear eltambor o tocar la flauta, lanzando gritosy acelerando sin cesar el ritmo, desuerte que al fin, amoratado, con losojos inyectados en sangre, cayó sobre lanieve, donde continuó retorciéndose losmiembros, profiriendo incoherentesaullidos. Así era como el brujo trataba

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los enfermos, asustando con su locurafuriosa a los malos demonios portadoresde enfermedades. Otro encantador dabaa los pacientes agua salda y fangosaprocedente, según supe más tarde, delbaño de la misma persona del Budavivo, que había lavado en él su cuerpodivino nacido de la flor sagrada delloto. —Om! Om!— exclamaban sin tregualos dos hechiceros. Mientras que estos magos exorcizabana los demonios, los desgraciadosenfermos quedaban abandonados a símismos. Yacían víctimas de terriblefiebre, bajo montones de pieles dechivos y mantas, delirantes, sacudidospor los espasmos. Junto a las hogueras,

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acurrucados los adultos y los niñostodavía sanos, charlaban conindiferencia bebiendo té y fumando. Entodas las yurtas vi enfermos y muertos,miseria y horrores imposibles dedescubrir. ¡Oh gran Gengis Kan! ¡Tú quecomprendiste con tan penetranteinteligencia toda la situación de Asia yEuropa, que consagraste tu vida entera aglorificar el nombre de los mongoles!¿Por qué no diste a tu pueblo la luz quele hubiera preservado de semejantemuerte? Ha conservado su antiguamoralidad, su secular honradez y suscostumbres pacificas, pero tus huesos,que los siglos acabarán por destruir entu mausoleo de Karakorum, no le han

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protegido; tu pueblo está en vísperas dedesaparecer, él, cuya pureza fue antañorespetada por la mitad del mundocivilizado. En torno mía veía aquel campamentode moribundos, oía los lamentos, losgritos desgarradores de los hombres, delas mujeres y de los niños. Más alláaullaban lúgubremente los perros,mientras que proseguía monótono elredoblar del tambor del extenuadobrujo. ¡Adelante! No podía soportar másaquel cúmulo de horrores que no teniamedios ni fuerzas para combatir.Pasamos rápidamente huyendo delparaje maldito, pero no conseguimoslibrarnos de la obsesión que nos hacia

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sentir detrás de nosotros, a nuestrosalcances, los pasos de algún demoniomovible obstinada en perseguirnosdesde que fuimos testigos de aquellasespantosas escenas. ¡Los demonios de laenfermedad! ¡Recuerdos de la realidadterrorífica! ¡Almas de los sacrificadosdiariamente en Mongolia en el altar delas tinieblas! Un terror indescifrable seapoderó de nosotros sin que pudiésemoslibrarnos de él. Solamente cuando nosapartamos del camino, traspasamos unaarbolada cresteria y llegamos a unanfiteatro de montañas desde el cual noera posible ver ni Jahantsi Kure, ni eldugun, ni la gusanera de moribundos,pudimos respirar libremente. Pronto divisamos un gran lago. Era el

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Tingisol. Cerca de la orilla había unacasa rusa: la estación telegráfica quecomunica al Kosogol con Uliassutai.

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CAPITULO VI

ENTRE ASESINOS

Al aproximarnos a la estación deltelégrafo, encontramos a un joven rubio,llamado Kanine, que estaba encargadodel puesto. Algo turbado nos ofrecióhospitalidad para aquella noche. Alpenetrar en la sala vimos que un hombrealto y delgado se levantaba de la mesa yse adelantaba con vacilación hacianosotros sin dejar de examinarnosatentamente.

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—Son viajeros... —explicó Kanine—.Van a Jatyl. Dormirán aquí. —¡Ah! —repuso el otro, con calma. Mientras nos quitábamos loscinturones y nos desembarazábamos, nosin trabajo, de nuestros pesados capotesmongoles, el hombre alto dijo conanimación unas palabras al telegrafista.Cuando me acerqué a la mesa parasentarme y descansar, le oí decir: —Tendremos que aplazarlo. Kanine se limitó a asentir con lacabeza. Había varias personas más sentadas ala mesa: el ayudante de Kanine, unmuchachote rubio de fisonomía pálida,que hablaba con volubilidad a tontas y alocas. Me pareció algo chiflado y su

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semilocura se manifestaba al instanteestimulada con el ruido de laconversación, los gritos o algúnalboroto de su interlocutor o al referircon voz maquinal y precipitada l oquesucedía en torno suyo. La mujer deKanine, joven, extenuada, amarilla comola cera, se hallaba también allí, con losojos extraviados y las faccionescontraídas por el miedo. Cerca de ellaestaban sus dos hijos y una muchacha dequince años, vestida de hombre y con elpelo cortado al rape. Hicimosconocimiento con todos. El desconocidode alta estatura se llamaba Gorokoff; eraun colono ruso de Samgaltai y nospresentó a la muchacha de pelo cortocomo hermana suya. La mujer de Kanine

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nos miró con terror mal disimulado ypermaneció silenciosa, descontentaindudablemente por nuestra presencia.Sin embargo, no podíamos ir a ningunaotra parte y empezábamos a tomar el té ya comer las provisiones frías quellevábamos. Kanine nos contó que después de ladestrucción de la línea telegráfica sufamilia había sufrido grandesprivaciones. Los bolcheviques deIrkutsk no le enviaban su paga y tuvo quebuscárselas para vivir. Vendía forraje alos colonos rusos, transmitía despachosprivados y transportaba mercancías deJatyl a Uliassutai, y Samgaltai,traficando en ganado, yendo de caza yacudiendo a otros expedientes para no

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morir de hambre. Gorokoff nos anuncióque sus asuntos le obligaron a dirigirse aJatyl y que su hermana y él tendrían elgusto de unirse a nuestra caravana.Tenía un aspecto desabrido y antipático,y sus ojos, sin color, evitaban siempremirar a los de la persona a quienhablaba. Durante la conversaron,preguntamos a Kanine si había colonosrusos por los alrededores y respondiócon el ceño fruncido y evidentedesagrado: —Hay un viejo ricacho, Bobroff, quehabita a una versta de aquí, pero no osaconsejo que le visitéis, porque es unavaro repulsivo, incapaz de hacer unfavor a nadie. Mientras que su marido se expresaba

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así, la mujer de Kanine bajó la vista ysus hombros se contrajeron, como sisintiese un escalofrío. Gorokoff y suhermana continuaron fumando convisible indiferencia. Observé todo estoigual que el tono hostil de Kanine, laturbación de su mujer y la fingidadespreocupación de Gorokoff, y decidíir a ver al viejo colono de quien Kaninehacia tan malas ausencias. En Uliassutaiconocí a dos hombres llamados Bobroff.Dije a Kanine que me habían dado unacarta para entregarla en propia mano aBobroff, y después de beber mi té, mepuse el capote y salí. La casa de Bobroff se alzaba en unadepresión del terreno; estaba rodeada deuna alta cerca sobre la cual se podían

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ver los tejados, de poca altura. Una luzbrillaba en una ventana. Llamé a lapuerta. Me respondieron unos furiososladridos. Por la rendija de la valladistinguí cuatro enormes perrosmongoles, negros, que enseñando losdientes y gruñendo se abalanzabancontra la puerta. En el interior del patioalguien abrió una puerta y preguntó: —¿Quién es? Contesté que era un viajero procedentede Uliassutai. Ataron a los perros y fuirecibido por un hombre que me miróatentamente, con aire inquisitorial, depies a cabeza. De un bolsillo le asomabala empuñadura de una pistola. Satisfechode su inspección y enterado de que yoconocía a sus parientes, me presentó a

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su mujer, una señora anciana de portedigno, y a una preciosa niña, de cincoaños, su hija adoptiva. La habíaencontrado en la estepa al lado delcadáver de su madre, muerta deagotamiento al intentar huir de losbolcheviques de Siberia. Bobroff me dijo que el destacamentoruso de Kazagrandi había conseguidoexpulsar a las tropas rojas de Kosogol yque, por tanto, podríamos continuarcamino a Jatyl sin peligro. —¿Por qué no habéis venido a mi casaen lugar de ir a la de esos bandidos? —me preguntó el viejo. Le pedí varios informes y me losproporcionó cumplidamente. Supe queKanine era un agente bolchevique del

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Soviet de Irkutsk, y que su estancia en elpaís tenia por objeto espiar los manejosde los refugiados blancos. Sin embargo,por entonces era inofensivo, por elhecho de estar interceptado el camino deIrkutsk. No obstante, un comisario muyinfluyente acababa de llegar de Bissk(región de Altai). —¿Gorokoff? —le interrogué. —Así se hace llamar —respondió elanciano— ; pero yo soy de Bissk y éltambién, de modo que nos conocemosperfectamente. Su verdadero nombre esPuzikoff, y la muchacha de pelo cortoque va con él es su querida. Escomisario de la checa, y ella sirve a susórdenes como agente. En el mes deagosto último estos dos facinerosos

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mataron a tiros de revólver a setentaoficiales del ejercito de Koltchak,prisioneros y atados de pies y manos.Son unos cobardes asesinos. Quisieronhospedarse en mi casa, pero yo lesconozco demasiado bien y me negué arecibirlos. —¿Y no tenéis miedo de ellos? —lepregunté, recordando las palabras y losguiños de aquellos hombres cuandoestaban sentados a la mesa. —¡No! —respondió Bobroff—. Sédefenderme y defender a mi familia, ytengo también un protector, mi hijo, elmejor tirador, el mejor jinete y el mejorcombatiente de toda Mongolia. Sientomucho que no lo podáis conocer; peroha ido a ver los rebaños y no volverá

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hasta mañana por la tarde. Nos despedimos muy afectuosamente,y prometí parar en su casa a nuestroregreso. —¿Y qué? ¿Qué historias os hacontado Bobroff respecto a nosotros? —me preguntaron Kanine y Gorokoffcuando me vieron entrar en la estación. —Ninguna —contesté—, pues casi nome ha dirigido la palabra en cuanto supoque me hospedaba en esta casa. ¿Por quéos aborrecéis hasta ese extremo? —pregunté, aparentando el más completoasombro. —Ya es cosa vieja —dijo Gorokoff,con tono áspero. —Ese Bobroff es un bribón —añadióKanine al unísono, mientras que los ojos

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aterrorizados y tristes de su mujerdemostraban un horrible espanto, comosi a cada momento esperase un golpemortal. Gorokoff empezó a hacer suspreparativos para partir al día siguientecon nosotros. Armamos nuestras camasde campaña en un cuarto contiguo y nosdormimos. En voz baja previne a miamigo que pusiese su revólver a mano,por lo que pudiera ocurrir, y él,sonriendo, se contentó con sacar unrevólver y un hacha del capote parameterlos debajo de la almohada. —Esos hombres me han parecidosospechoso desde el primer instante —murmuró—. Están en plan de prepararalguna infamia. Mañana he de ir detrás

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de ese Gorokoff, y tendré dispuesta paraél una de mis más fieles balas dum-dum. Los mongoles pasaron la noche debajode la tienda, en el patio, al lado de suscamellos, deseando estar cerca de ellospara parles de comer. Partimos a eso delas siete. Mi amigo se colocó aretaguardia, siempre detrás de Gorokoff,que con su mujer, ambos armados depies a cabeza, montaban magníficoscaballos. —¿Cómo pudisteis mantener vuestroscaballos en tan buen estado después desalir de Samgaltai? —le preguntéadmirado de sus cabalgaduras. Me respondió que los caballospertenecían a Kanine, y me di cuenta deque este no era tan pobre como

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aparentaba serlo, porque cualquieropulento mongol le hubiera entregado acambio de uno de aquellos soberbiosanimales los carneros necesarios paraproveer de chuletas y piernas a toda sufamilia durante un año entero. Llegamos pronto a un extenso pantano,rodeado de espesos matorrales, y mesorprendió ver centenares deKuropatkas o perdices blancas. Sobreel agua voló un bando de patosasustados por nuestra aproximación.¡Patos silvestres en invierno y con aquelfrío y aquella nieve! El mongol meexplicó la causa: —Este pantano está siempre a unabuena temperatura bastante elevada y nose hiela nunca. Los patos silvestres

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viven en él todo el año y los kuropatkastambién, porque encuentran qué comeren la tierra blanda y templada. Mientras que hablaba con el mongolobservé encima del pantano una lenguade fuego de un amarillo rojizo. Seencendía y desaparecía en seguida; mástarde, el otro lado, brotaron dos nuevasllamas. Eran verdaderos fuegos fatuos,envueltos en tantas leyendas y que laquímica explica ahora sencillamentecomo una combustión espontánea delmetano o gas de las marismas,producida por la putrefacción de lasmaterias vegetales en la tierra húmeda ycaliente. —Aquí habitan los demonios delAdair, que están en continua lucha con

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los del Muren —manifestó el mongol. “En verdad —pensé yo— que si en laEuropa prosaica de nuestros días lagente de los pueblos cree que en estasllamas hay algo de brujería, no es deextrañar que en este país de misterioslas consideren como demonios de dosríos vecinos.” Después de atravesar el pantanodistinguimos frente a nosotros, a lolejos, un gran monasterio. Aunque estabaapartado un kilómetro de la ruta queseguíamos, los Gorokoff nos dijeron queiban a ir a él para hacer algunascompras en los bazares chinos. Sealejaron rápidamente, prometiendo notardar en alcanzarnos; pero no les vimosmás por algún tiempo.

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Desaparecieron sin dejar rastro, ycuando les volvimos a encontrar ennuestro camino, más tarde, fue encircunstancias que resultaron fatalespara ellos. Por nuestra parte nosalegramos mucho de que nos hubierandejado tan pronto, y en cuanto se fueronparticipé a mi camarada los informesque acerca de ellos me había dadoBobroff el día antes.

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CAPITULO VII

SOBRE UN VOLCAN

A tarde siguiente llegamos a Jatyl,pequeña colonia rusa formada por diezcasas espaciadas en el valle del Eingolo Yaga, que recibe sus aguas delKosogol, a un kilómetro arriba delpueblo. El Kosogol es un enorme lagoalpino, frío y profundo, de ciento treintay cinco kilómetros de largo y dedieciséis a cuarenta y cinco de ancho.En la orilla occidental habitan los

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soyotos de los Darjat, que le llamanHubsugul, el nombre Kosogol esmongol. Estos dos pueblos le considerancomo un lago sagrado y terrible. Fácil escomprender el motivo de ello: el lagoestá situado en una región de actividadvolcánica; en verano, los días soleadosy tranquilos, las aguas se levantan enformidables olas peligrosas no solo paralas barcas de los pescadores del país,sino también para los grandes vaporesrusos que transportan viajeros de unaorilla a otra. En invierno la costra dehielo se rompe a veces de extremo aextremo y salen densas nubes de vapor.Es indudable que el fondo del lago estáagujereado de modo esporádico pormanantiales de agua caliente o quizá por

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corrientes de lava. La existencia deestas convulsiones subterráneas estádemostrada, además, por la masa depeces muertos que a veces tapa, en sitiosmenos profundos, el río donde se viertenlas aguas del lago. El lago Kosogol esextraordinariamente rico en pesca, sobretodo en variedades de truchas ysalmones. Es famoso, principalmente,por su maravilloso pez blanco, que seexpendía antes a toda Siberia e incluso aManchuria, hasta Mukden. La carne esgorda y sumamente tierna. Producetambién exquisito caviar. Hay en el lagootra variedad, el jayrus blanco, especiede trucha que en la época de laemigración, contra la costumbre de lamayoría de los peces, desciende la

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corriente hasta el Yaga y llena a vecesel río de orilla a orilla, viéndose lasuperficie del agua cuajada de millaresde lomos plateados de peces. Sinembargo, no se pesca, porque estáinfestada de gusanos y no sirve para laalimentación. Los mismos gatos y perrosse niegan a tocarla. Este interesantefenómeno era estudiado por el profesorDorogostaisky, de la Universidad deIrkutsk, cuando la llegada de losbolcheviques interrumpió sus trabajos. En Jatyl reinaba el pánico. Eldestacamento ruso del coronelKazagrandi, después de derrotar a losrojos en dos combates y de iniciar conéxito su marcha contra Irkutsk, quedó derepente reducido a la impotencia y

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dividido en varios fragmentos por lasdiscordias interiores entre los oficiales.Los bolcheviques se aprovecharon de lasituación, reforzaron sus tropas y con unmillar de hombres emprendieron unmovimiento ofensivo a fin dereconquistar lo que habían perdido,mientras que los restos del destacamentoKazagrandi se batían en retirada sobreJatyl, donde su jefe estaba resuelto aponer a los rojos una resistenciadesesperada. Los habitantes cargaban encarros sus ajuares y sus familias huíande la población, dejando los ganados aquienes quisieran cogerlos. Un grupotenia el proyecto de esconderse a algunadistancia en un frondoso bosque y en losbarrancos, mientras que otro se dirigía a

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Muren Kure y Uliassutai. Al díasiguiente de nuestra llegada, elgobernador mongol tuvo la noticia deque los rojos habían rebasado el flancode la columna Kazagrandi y que seacercaban a Jatyl. El gobernador cargótodos sus documentos y sus criados enonce camellos y abandonó su yamen.Nuestros guías mongoles, sin avisarnos,se escaparon con él y se nos llevarontodos los camellos. Nuestra situación nopodía se más grave. Nos apresuramos avisitar a los colonos que aún no sehabían ido, a fin de comprarlescamellos; pero, en previsión detrastornos, los tenían hacia ya tiempolejos de allí, en poder de mongolesleales, y no pudieron servirnos. Nos

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dirigimos entonces al doctor V. G. Gay,veterinario, célebre en toda laManchuria por su lucha contra las plagasdel ganado. Vivía con su familia,obligado a renunciar a su cargo oficialse dedicaba a la ganadería. Muyinteligente y enérgico, fue designadobajo el régimen zarista para comprar enMongolia las provisiones de carnenecesarias al ejército ruso en el frentealemán. Organizó la empresa enMongolia, y cuando los bolcheviques seapoderaron del Poder continuóasegurando su abastecimiento. En mayode 1918, cuando el ejército de Kolchakexpulsó a los bolcheviques de Siberia,fue detenido y encarcelado. Libertado enseguida porque se le consideraba el

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único hombre capaz de organizar elservicio de abastecimiento en Mongolia,suministró al almirante Kolchak todaslas provisiones de carne y le facilitótodo el dinero que con anterioridadhabía recibido de los comisariossoviéticos. En aquella época, Gay fuedirector del abastecimiento de lacolumna de Kazagrandi. Cuando le vimos nos aconsejó quetomásemos en seguida lo que lequedaba, o sea, unos miserablescaballejos debilitados, que podríanllevarnos a Muren Kure, a ochenta y doskilómetros de Jatyl, dondeencontraríamos camellos para volver aUliassutai. Pero como estos caballosestaban a alguna distancia de la

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población, tuvimos que pasar en ella lanoche, que era precisamente la que seesperaba la llegada de los rojos. Nossorprendió sobre manera que Gayaguardase con su familia, sin demostrarpreocupación, la próxima entrada delenemigo. Las demás personas que permanecíanen el pueblo eran unos cuantos cosacosque tenían orden de quedarse atrás paravigilar los movimientos de los rojos. Sehizo de noche. Mi compañero y yo nosdispusimos a luchar y si era preciso amatarnos con nuestras propias manosantes que caer en poder de losbolcheviques. Pernoctamos en una casita, junto alYaga, habitada por algunos obreros que

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no quisieron huir o que no lo creyeronnecesario. Fueron a apostarse sobre unacolina desde la que podían observartoda la región hasta la sierra por la quedebía aparecer el destacamento rojo. Deaquella atalaya, en pleno bosque, vinocorriendo uno de los obreros paradecirnos: —¡Ay, ay de nosotros! Los rojos hanllegado. Un jinete ha pasado a galopepor la senda del bosque. Le llamé y nome contestó. Aunque estaba oscuro, hevisto que el caballo no es de aquí. —No digas desatinos —interrumpióun obrero—. Ese jinete era un mongol yle has tomado por un rojo. —No, no era un mongol —replicó elvigía—. Su caballo tenía herraduras. He

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oído el ruido de ellas sobre el camino.Estamos perdidos. —¡Esta vez —dijo mi camarada— nocreo que escapemos! ¡Y es estúpidoacabar así! Tenía razón. En aquel mismo instantellamaron a la puerta. Era un mongol quenos traía tres caballos para quehuyésemos. Los ensillamos en seguida,cargamos en el tercero nuestra tienda ylas provisiones, y partimos sin demorapara despedirnos de Gay. En su casa se celebraba una especiede consejo de guerra. Dos o tres colonosy algunos cosacos habían venido agalope de la montaña para anunciar queel destacamento rojo se acercaba a Jatyl,pero pasaría la noche en el bosque,

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donde los soldados vivaqueaban yaalrededor de las hogueras. En efecto,por las ventanas pudimos ver elresplandor de aquellas hogueras. Nos pareció extraño que el enemigoesperase a la mañana estando tan cercadel lugar que quería ocupar. Un cosaco armado perpetró en la salay manifestó que dos hombres, sin dudapertenecientes al destacamento, seacercaban. Todos en la sala prestamosatención. De fuera nos llegó el ruido depisadas de caballos y voces humanas.Luego golpearon la puerta. —¡Adelante! —dijo Gay. Entraron dos hombres. El frío habíablanqueado sus barbas y bigotes yazulado sus mejillas. Iban vestidos con

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capotes siberianos y gorros de astracán,pero no tenían armas. Se los interrogó.Supimos que pertenecían a una partidade labradores blancos de los distritos deIrkutsk, y a la sazón intentabanincorporarse a Kazagrandi. El jefe de lapartida era un socialista, el capitánVassilieff, perseguido en tiempo del Zarpor sus opiniones. Aunque nuestras inquietudes carecíanya de fundamento, decidimos salirinmediatamente para Muren Kure,puesto que sabíamos cuanto nosinteresaba, y deseábamos dar cuenta denuestras averiguaciones. Partimos. En elcamino alcanzamos a tres cosacos queiban a detener el éxodo hacia el Sur delos amedrentados colonos. Viajamos

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reunidos. Desmontamos, y sobre el hielollevamos a los caballos de las bridas. ElYaga estaba furioso. Las fuerzassubterráneas producían en el aguagrandes olas, que, levantando lasuperficie sólida con estrépito,proyectaban en el aire pesados bloquesde hielo, partiéndolos en trocitos paradevorarlos bajo la corteza que quedabaintacta bajo las aguas. Unas rajassinuosas atravesaban la superficie delrío en todas direcciones. Uno de loscosacos cayó en una de aquellasquiebras, y apenas tuvimos tiempo desalvarle. Enfermo por el remojón hubode volver a Jatyl. Nuestros caballosresbalaban y caían con frecuencia. Los hombres y los animales sentían

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que sobre ellos se cernía la presencia dela muerte amenazadora. Por fin ganamosla otra orilla y proseguimos nuestroviaje hacia el Sur sin salirnos del valle,contentos de haber dejado atrás losvolcanes naturales y sociales. Dieciséiskilómetros más lejos hallamos el primergrupo de fugitivos. Habían levantadouna gran tienda y encendido fuego.Cerca de allí existía un gran bazar chino,pero los mercaderes no consintieron endejar entrar a los colonos en sus vastosedificios, aunque entre ellos abundabanlas mujeres, los niños y los enfermos. Nos detuvimos una media hora.Marchábamos cómodamente, excepto envarios sitios donde se hacinaba la nieve.Atravesamos la alta sierra que separaba

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del Muren la cuenca del Egingol. Cercade la cima nos sucedió una imprevistaaventura. Cruzábamos la desembocadurade un extenso valle cuyo extremosuperior estaba cubierto por un frondosobosque. En la linde de él divisamos dosjinetes, que indudablemente nosacechaban. Su modo de detenerse en lasilla y el aspecto de sus caballos nosreveló que no eran mongoles. Lesllamamos haciéndoles señas con lasmanos y no nos contestaron. Del bosquesalió un tercer jinete, que se paró paramirarnos. Galopamos en su dirección.Cuando estábamos a unos mil metros deellos, echaron pie a tierra y rompieronel fuego contra nosotros. Por fortuna,como íbamos separados uno del otro, no

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les ofrecimos blanco fácil. Saltamos atierra, nos aplastamos contra el suelo ynos preparamos a combatir. Sinembargo, no quisimos disparar,pensando que se trataba por su parte dealgún error y que nos habían tomado porrojos. No tardaron en alejarse. Comosus armas eran europeas, no cabía dudade que ellos no eran naturales del país.Esperamos a que hubiesen desaparecidoentre la espesura para ir a examinar sushuellas: sus caballos tenían herraduras,nueva prueba de que aquellos hombresno eran mongoles. ¿Quiénes podían ser?No lo supimos nunca, y, sin embargo,¡qué importancia hubiera podido tenerpara nosotros si sus balas llegan a daren el blanco!

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Después de atravesar la líneadivisoria de las aguas, encontramos alcolono ruso D. A. Teternikoff, de MurenKure, quien nos invitó a detenernos ensu casa, y prometió proporcionarnoscamellos que pediría a los lamas. El frío era intenso y lo hacia máspenetrante aún el viento glacial. Duranteel día se nos helaban los huesos, peropor la noche nos calentábamosdeliciosamente al amor de la estufa denuestra tienda. Dos días más tarde entramos en elvalle del Muren, y a lo lejos divisamosel edificio cuadrado de Kure, con sustejados chinos y sus grandes templosrojos. A su amparo se hallaba unasegunda construcción, la colonia

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rusochina. Dos horas de marcha noscondujeron a la morada de nuestrohospitalario compañero y de su amableesposa, quienes nos obsequiaron con unacena maravillosa y de sabrosos platos.Pasamos unos días en Muren esperandotener camellos. Durante este tiempollegaron a Jatyl numerosos fugitivosporque el coronel Kazagrandi sereplegaba poco a poco sobre lapoblación. Entre otros, había doscoroneles, Plavako y Maklakoff,causantes de la disgregación de lasfuerzas de Kazagrandi. Los fugitivos,apenas llegados a Muren Kure,recibieron aviso de los funcionariosmongoles de que, por orden de lasautoridades chinas, debían ser

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expulsados todos los refugiados rusos. —¿Y adónde iremos en pleno inviernocon nuestras mujeres y nuestros hijos, sihemos perdido cuanto teníamos? —preguntaron los infelices desterrados. —Eso no nos importa —respondieronlos funcionarios mongoles—. Lasautoridades chinas están furiosas y noshan ordenado expulsarlos. En nadapodemos favoreceros. Los fugitivos tuvieron que salir deMuren Kure y armaron sus tiendas encampo raso, no lejos de allí. Plavako yMaklakoff compraron caballos y seencaminaron a Van Kure. Muchodespués supimos que los dos fueronmuertos por los chino en el camino. Conseguimos obtener tres caballos y

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partimos con un grupo importante demercaderes chinos y de emigrantes rusospara volver a Uliassutai, conservando ungrato recuerdo de nuestros amablesprotectores T. V. y A. D. Teternikoff.Los camellos nos costaron un buenprecio; en efecto, el dinero en plata quenos proporcionó una casa americana deUliassutai: tuvimos que dar treinta y unlan, es decir, un peso en plata de doslibras y media.

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CAPITULO VIII

CASTIGO SANGRIENTO

Pronto llegamos al camino quehabíamos seguido para ir al Norte yvolvimos a ver las filas habituales depostes telegráficos derribados que antesnos sirvieron de combustible.Alcanzamos las colonias arboladas delnorte del valle de Tisingol cuandoempezaba a anochecer. Decidimos detenernos en casa deBobroff, y nuestros compañeros

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prefirieron pedir hospitalidad a Kanineen la estación de telégrafo. A la puertade esta estaba de centinela un soldadoarmado con un fusil. Quien nosinterrogó, preguntándonos quiéneséramos y de dónde veníamos, ysatisfecho sin duda con nuestrasexplicaciones, avisó con un silbido a unjoven oficial que salio de la casa. —Teniente Ivanoff —dijo este,presentándose—. Estoy aquí con midestacamento de partidarios blancos. Había llegado de las cercanías deIrkutsk con diez hombres, poniéndose alas ordenes del teniente coronelMichailoff, de Uliassutai, quien leencargó que se apoderase de aquelpuesto.

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Le expliqué que quería hospedarmecon los Bobroff, y al oírlo hizo un gestode pena, diciendo: —¡Imposible! Los Bobroff han sidoasesinados y su casa está mediodestruida. No pude contener un grito de horror. El teniente continuó: —Kanine y los Puzikoff les mataron,saquearon su casa y luego les prendieronfuego con los cadáveres dentro.¿Queréis verlo? Mi camarada y yo acompañamos alteniente a la casa destruida. Losmontantes carbonizados, se levantabanen medio de las vigas y las tablasennegrecidas por el fuego, y por todaspartes había esparcidas piezas de vajilla

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y de batería de cocina. En un lado,debajo de una sábana, descansaban loscuerpos de los cuatro infortunados. Elteniente me dio algunas explicaciones. —He expuesto el caso a Uliassutai yme han manifestado que los parientesvan a venir con dos oficiales para hacerun atestado. Por eso no he enterrado loscadáveres. —Pero ¿cómo ha sucedido? —pregunté, con el corazón oprimido por eltriste espectáculo. He aquí el relato del oficial: —Me acercaba de noche al Tisingolcon mis diez soldados. Temiendo lapresencia de los rojos, nos aproximamoscautamente a la estación y miramos porlas ventanas. Vimos a Puzikoff y a la

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muchacha del pelo corto examinando yrepartiendo ropas y objetos diversos ypesando lingotes de plata. Al principiono di importancia a la escena; perocomprendiendo que era preciso obrarcon precaución, ordené a uno de missoldados que saltase la cerca y abiertala puerta nos precipitamos al patio. Laprimera que salió corriendo fue la mujerde Kanine, que levantó las manosgritando horrorizada: “Ya sabia yo quenos sucedería después de eso algunadesgracia”. Perdió el sentido. Uno delos hombres se escapó por la puertalateral hasta un cobertizo del patio eintentó escalar la empalizada. Yo no lehabía visto, pero uno de mis soldados seapoderó de él. Kanine nos recibió en la

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sala; estaba lívido y tembloroso.Adiviné que algo grave acababa depasar y le prendí inmediatamente. A mispreguntas solo contestaban con elsilencio, salvo la señora Kanine, que, derodillas y con las manos tendidas,suplicaba: “¡piedad, piedad para mishijos; son inocentes!”. La muchacha de pelo corto nos mirabacon aire desvergonzado y burlón,echándome a la cara el humo de sucigarrillo. Tuve que amenazarla. —Sé que habéis cometido un crimen—les dije—, pero no queréisconfesarlo. Si continuáis callando,fusilaré a los hombres y llevaré a lasmujeres atadas codo con codo aUliassutai para que sean juzgadas.

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Hablé con voz firme y decidida,porque me habían puesto fuera de mí.Entonces, la muchacha del pelo cortoexclamó, produciéndome verdaderoasombro: —Voy a contarlo todo. Mandé que trajesen tinta, papel ypluma. Mis soldados sirvieron detestigos y me dispuse a redactar elatestado consignando la confesión de lamujer de Puzikoff. Oíd lo que me dijo: —Mi marido y yo somos comisariosbolcheviques y estamos aquí paraaveriguar el número de oficiales blancosrefugiados en Mongolia. Pero el viejoBobroff nos conocía. Quisimos irnos.Kanine nos detuvo, diciéndonos queBobroff era rico y que tenia pensado

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asesinarle y saquear su finca.Consentimos en ayudarle. Citamos aljoven Bobroff invitándole a venir ajugar a las cartas con nosotros. Cuandovolvía a su granja, mi marido le siguió yle mató. Luego fuimos todos a casa deBobroff. Yo salté la cerca y eché carneenvenenada a los perros, que murieron alos pocos minutos. Entonces todospenetramos en la posesión. La primerapersona que salió fue la mujer deBobroff. Puzikoff, oculto detrás de unapuerta la mató a hachazos. Al viejo leaplastamos la cabeza mientras dormía.La pequeñuela acudió a la alcoba al oírel ruido y Kanine la mató de un balazoen la frente. En seguida saqueamos lacasa y le prendimos fuego, destruyendo

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incluso los caballos y el ganado. Todohubiera ardido sin dejar rastro, perollegasteis de improviso y esos imbécilesnos vendieron. —Fue espantoso —continuó diciendoel teniente, cuando volvíamos a laestación—. Yo estaba horrorizadooyendo el relato de aquella criatura quecon tanta calma me refería el crimen.Era casi una niña. Entonces comprendí aqué grado de depravación llevaría almundo el bolchevismo extinguiendo lafe, el temor de Dios y la conciencia,como asimismo la necesidad de quetodas las personas honradas luchenimplacablemente contra ese peligrosoenemigo de la Humanidad, mientras lequede el menor soplo de vida.

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Al regresar observé a un lado delcamino un bulto negro que atrajo miatención. —¿Qué es eso? —pregunté. —Es el asesino Puzikoff, a quien matéde un tiro de revolver —respondió elteniente—. Hubiera, además, matado aKanine, pero me inspiraron lástima sumujer y sus hijos, y en cuanto a laquerida de Puzikoff, yo no sé todavíamatar mujeres por malas que sean. Voy aenviarlos a Uliassutai, bajo la vigilanciade mis soldados, y haréis el viaje en sucompañía. Allí sufrirán la pena quemerecen, pues seguramente los mongolesque los juzguen los condenarán a muerte. Tales fueron los acontecimientosacaecidos en Tisingol, en cuyas riberas

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revoloteaban los fuegos fatuos sobre lascharcas pantanosas y cerca del cualpasaba una fisura de trescientoskilómetros de largo que el últimotemblor de tierra abrió en el suelo. ¿No habrán salido de ese abismo LosPuzikoff, los Kanine y los demásespíritus infernales que han venido apoblar el mundo de crímenes yhorrores? Uno de los soldados delteniente Ivanoff, mozo pálido, muydevoto, los llamaba los secuaces deSatán. Nuestro regreso a Uliassutai, en uniónde aquellos criminales, fue bastantedesagradable. Mi camarada y yohabíamos perdido nuestra acostumbradaenergía. Kanine estaba sumido en sus

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pensamientos, y la muchachadesvergonzada reía, fumaba y bromeabacon los soldados o con algunos denuestros compañeros. Por finatravesamos el Jagisstai, y unas horasdespués divisamos primero la fortalezay luego las casas bajas de adobe,agrupadas en la llanura: era Uliassutai.

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CAPITULO IX

DIAS DE ANGUSTIA

Una vez más nos vimos arrastrados enel torbellino de los acontecimientos.Durante los quince días de nuestraausencia habían pasado muchas cosas.El comisario chino Wang-Tsao-Tsunenviaba mensajeros y mensajeros, hastaonce, a Urga, y ninguno de ellos volvía.La situación en Mongolia distaba muchode ser clara. El destacamento rusoaumentaba sin cesar con la llegada de

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nuevos colonos y continuabasecretamente su existencia ilegal, aunquelos chinos lo sabían de sobra por suomnipotente organización de espionaje.En la ciudad, ninguno de los súbditos,rusos o extranjeros, salía de su casa;todos estaban armados, dispuestos aactuar. Por la noche, los centinelasmontaban guardia en los patios. Todasestas precauciones se debían a la actitudde los chinos. Estos, por orden delcomisario, y especialmente loscomerciantes provistos de fusilesarmaron a su personal y facilitaron lasarmas restantes a los funcionarios, queorganizaron un batallón de doscientoshombres. Se apoderaron luego delarsenal mongol y distribuyeron las

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armas que en él cogieron entre loshortelanos del nagan huschun, dondehabía siempre una población flotante dejornaleros chinos, la hez del pueblo.Este populacho se sentía fuerte a lasazón; se reunían para discutir conpasión y se preparaban indudablementepara realizar una fechoría. Por la noche,los coolies sacaban de los almacenes lascajas de municiones para llevarlas alnagan huschun, y la actitud de aquellagentuza iba siendo de una audaciaintolerable. Los coolies y los irregularesdetenían y cacheaban a los transeúntes,esforzándose en provocar reyertas queles permitiesen apoderarse de losobjetos que codiciaban. Supimos, ensecreto, de origen chino, que los chinos

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preparaban un pogrom o matanza de losrusos y mongoles de Uliassutai.Sabíamos de sobra que bastaba prenderfuego a una sola casa, en sitio apropósito, para que toda laaglomeración de edificios de maderaardiera por los cuatro costados. Lapoblación entera se dispuso adefenderse; aumentamos el número decentinelas en los cercados, sedesignaron jefes de los distintos barriosde la ciudad, se organizó un cuerpo debomberos-zapadores y se aprestaroncaballos, carretas y provisiones en elcaso de una huida precipitada. Lasituación empeoró cuando llegó lanoticia de que en Kobdo los chinoshabían hecho un pogrom, matando a

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varios engoles y quemando la ciudad,después de una orgia de devastación ypillaje. La mayoría de los habitanteshuyeron de noche a los bosques de lamontaña, sin abrigos ni alimentos. Losdías siguientes, los montes que rodean aKobdo oyeron los ayes de angustia y demuerte. El frío glacial y el hambre causaron lamuerte de bastantes mujeres y niños,expuestos al aire libre, a la temperaturade un invierno de Mongolia. Los chinostuvieron conocimiento de todo esto, selimitaron a reír y organizaron a todaprisa una gran reunión en el naganhuschun para discutir la cuestión desaber si podrían entregar la ciudad alpopulacho y a los irregulares.

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Un joven chino, hijo de un cocineroempleado en casa de uno de los colonos,nos descubrió la conspiración.Acordamos practicar en seguida unainvestigación. Un oficial ruso se unió ami camarada y a mí, y guiados por eljoven chino, que se prestó a ello,recorrimos los arrabales de la ciudad.Aparentábamos ir dando un sencillopaseo; pero no tardamos en serdetenidos por el centinela chino queguardaba la salida de la población en elcamino que conducía al nagan huschun.Nos advirtió, con tono hostil, que nadieestaba autorizado para salir del recinto.Mientras hablábamos observé que entrela ciudad y el nagan huschun habíaapostados centinelas chinos a lo largo

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del camino y que una multitud de chinosse dirigía hacia aquel lado. Vimos enseguida que era imposible llegar a lareunión por aquella parte, y buscamosotro camino. Salimos del Este,bordeamos el campamento de losdesgraciados mongoles, reducidos a laindigencia por las depreciaciones de laadministración china, los cualesevidentemente esperaban con ansiedadsaber el rumbo que iban a tomar lascosas, porque, a pesar de la horaavanzada de la noche, estaban todosdespiertos. Nos deslizamos sobre elhielo y dimos la vuelta por la orilla delrío en dirección al nagan huschun. Alpasar al exterior de la poblaciónavanzamos con precaución,

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ocultándonos detrás de todos losobstáculos. Íbamos armados derevólveres y granadas, y sabíamos queun pequeño destacamento se hallabadispuesto cerca de allí y acudiría ennuestro auxilio si corríamos algúnpeligro. Al principio el joven chinomarchaba a la cabeza con todosnosotros, con mi camarada, pegado a suspasos como una sombra, recordándolede cuando en cuando que le estrangulabacomo a un pollo si hacia el menor gestopara vendernos. Creo firmemente que alpobre muchacho no le agradaba nada laexpedición, asustado de que migigantesco amigo le siguiese jadeante,con tan pocas pacificas intenciones. Alfin avistamos las empalizadas del nagan

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huschun, y ya solo nos separaba de él lallanura rasa, en la que era muy difícildistinguir nuestro grupo, por lo quedecidimos acercarnos arrastrándonosuno a uno, sin que mi compañero seseparase del sospechoso chino. Porfortuna, había en el llano unos montonesde estiércol, helados, que nos sirvieronpara ocultar nuestro avance hacia ellímite del cercado. Las voces del gentíoexcitado nos valieron para orientarnos.Aprovechamos la oscuridad paraescuchar y observar, y reparamos, ennuestra inmediata vecindad, en doscosas extraordinarias. Otro espectador invisible asistía almismo tiempo que nosotros a laasamblea china. Estaba tumbado en el

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suelo, con la cabeza metida en unagujero que los chinos habían abierto enla valla. Permanecía completamenteinmóvil, y era indudable que no se dabacuenta de nuestra presencia. Cerca de él,en una zanja, estaba echado un caballoblanco con la nariz tapada con un trapo,y algo más allá había otro caballoensillado y amarrado a un poste. En el patio reinaba un barullo infernal.Dos mil hombres vociferaban, discutían,enarbolaban sus fusiles con ademanesfrenéticos. Casi todos estaban armadosde fusiles, revólveres, sables y hachas.Entre la multitud circulaban losirregulares hablando constantemente ydistribuyendo unas hojas que conteníaninstrucciones. Por último, un chino

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gordo, de anchos hombros, subió albrocal de un pozo, blandió su fusil sobresu cabeza y comenzó una arenga con vozfuerte y campanuda. —Dice a esa gente —nos dijo nuestrointérprete— que deben imitar aquí loque los chinos han hecho en Kobdo yque deben exigir del comisario chino lapromesa de que ordenará a su guardiaque no impida la ejecución del plantrazado. Les dice también que elcomisario chino debe entregarles todaslas armas que poseen los rusos ydespués vengarse sobre estos de sucrimen de Blogoveschensk, en 1900,cuando ahogaron a tres mil chinos. Estadaquí —añade— mientras que yo voy aconferenciar con el comisario.

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Saltó del brocal y se dirigiórápidamente a la puerta que daba a laexplanada exterior. En seguida vi que elhombre tumbado sacaba la cabeza delagujero, levantaba al caballo blanco delfoso y corría a desatar al otro caballo,poniéndole a nuestro lado en sentidoopuesto a la ciudad. El orador salió, ynotando que su caballo se hallaba delotro lado de la cerca, se terció su fusilen bandolera y se dirigió a sucabalgadura. No había andado la mitadel camino, cuando el extranjeroescondido en el rincón de la empalizadaarrancó bruscamente a galope, y comoun relámpago cogió al hombre, lelevantó en vilo y le colocó atravesadosobre el arzón y, amordazándole con un

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pedazo de tela, espoleó a su caballo,perdiéndose de vista en direcciónoccidental. —¿Quién pensáis que es? —preguntéa mi amigo. Me repuso sin vacilar: —Tuchegun Lama. Todo en él recordaba al misteriosolama vengador, y la manera de apresar asu enemigo se parecía a las hazañas deTuchegun. Más tarde, ya entrada lanoche, supimos que algún tiempodespués de la partida del orador que lesayudase en su empresa, la cabezacortada del emisario había sido arrojadapor encima de la empalizada en mediodel auditorio que le aguardaba y queocho irregulares habían desaparecido

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entre el huschun y la ciudad sin dejarrastros. El acontecimiento atemorizó a lapoblación china y calmó los ánimosexaltados. Al día siguiente recibimos un socorroinesperado. Un joven mongol llegó agalope de Urga, el capote desgarrado,los cabellos despeinados cayéndolesobre los hombros, un revólver al cinto.Dirigiose sin perder tiempo al mercadodonde los mongoles se reúnen siempre,y gritó sin apearse del caballo: —Urga ha sido tomada por lossoldados mongoles y el Chiang Chun(general) barón Ungern. ¡Bogdo Hutuktues nuestro Kan! ¡Mongoles, matad a loschinos y saquead sus tiendas! ¡Ya nosomos esclavos!

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La multitud se conmovió. El jinete fuerodeado por las masas y objeto de todaclase de preguntas. El anciano saitmongol Chultun Beyli, había sidodestituido por los chinos, informado dela noticia, pidió que se le presentase elmensajero. Después de interrogarle, ledetuvo por excitación a la rebelión, perose negó a entregarle a las autoridadeschinas. Yo acompañaba al sait en aquelmomento y le oí emitir su opinión sobreel caso. Cuando el comisario chinoWang Tsao-Tsun amenazó al sait,acusándole de desobediencia, el ancianose limitó a repasar las cuentas de surosario, diciendo: —Creo que este mongol no miente y

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que pronto estarán cambiados nuestrospapeles. Adiviné que Wang Tsao-Tsun creíatambién en la exactitud de la noticia,porque no insistió. Desde aquelmomento los chinos desaparecieron delas calles de Uliassutai como si loshubiera tragado la tierra, ysimultáneamente les reemplazaron laspatrullas de oficiales rusos y de colonosextranjeros. Una carta recibida porentonces aumentó más el pánico de loschinos: comunicaba que los mongoles deAlti, mandados por el oficial tártaroWaigorodoff, habían perseguido a lossaqueadores chinos que huían con elbotín recogido en el saco de Kobdo,alcanzándoles y arrollándoles en los

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límites del Sinkiang. La carta decíatambién que el general Bakitch y los seismil hombres internados con él por lasautoridades chinas a orillas del Amylhabían recibido armas, partiendo paraunirse al attaman Anenkoff, concentradoen Kuldja, a fin de ponerse en contactocon el barón Ungern. Estos rumorescarecían de fundamento, porque niBakitch ni Anenkoff podían hacer lo quese les atribuía: Anenkoff había sidodeportado por los chinos al fondo delTurquestán. Sin embargo, la noticiaprodujo entre los chinos verdaderaconsternación. Precisamente por entonces llegaron acasa del colono ruso bolcheviqueBurdukoff tras agentes del Soviet de

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Irkutsk, llamados Saltikoff, Freimann yNovak, los cuales laboraron cerca de lasautoridades chinas para convencerlas deque desarmasen a los oficiales rusos ylos entregasen a los rojos. Persuadieron a la Cámara deComercio china para que pidiese alSoviet de Irkutsk que enviase undestacamento de rojos a Uliassutai a finde proteger a los chinos de losdestacamentos blancos. Freimann trajoconsigo impresos de propagandacomunista en idioma mongol einstrucciones para empezar lareconstrucción de la línea telegráfica deIrkutsk. Burdokoff también recibiómensajes de los bolcheviques. El cuartose dio buena maña y pronto Wang Tsao-

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Tsun compartió sus puntos de vista. Denuevo tornaron los días angustiosos enque era de temer una matanza deeuropeos. Los oficiales rusos esperabanser detenidos de un momento a otro. Elrepresentante de una de las casasamericanas me acompañó a visitar alcomisario para parlamentar con él. Leevidenciamos la ilegalidad de sus actos,porque no estaba autorizado su gobiernopara tratar con los bolcheviquesmientras que el Gobierno de los sovietsno estuviese reconocido por el de Pekín.Los funcionarios chinos revelaban queles pesaba nos hubiésemos enterado desus conveniencias con los agentesbolcheviques y nos aseguraron que suguardia de Policía bastaba para impedir

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toda alteración del orden publico. Ciertoque su Policía era excelente, pues secomponía de soldados veteranos ydisciplinados a las ordenes de su oficialserio e inteligente; pero ¿qué podríanhacer ochenta soldados contra unpopulacho de tres mil coolies, milcomerciantes armados y doscientosirregulares? Insistimos acerca de lofundado de nuestros temores y leinstamos para que impidiese todaefusión de sangre, previniéndole que lapoblación extranjera y rusa se hallabaresuelta a defenderse hasta el últimoextremo. Wang se apresuró a ordenarque se establecieran guardias de Policíaen las calles, y esto ocasionó curiosasescenas, puesto que las patrullas chinas,

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extranjeras y rusas recorrían lapoblación. Entonces ignorábamos quecontábamos con trescientos hombresaguerridos: la partida de TuchegunLama, que, dispuesta a socorrernos, seocultaba en la fragosidad de la montañapróxima. De nuevo cambió bruscamente lasituación. El sait mongol fue avisadopor los lamas del monasterio inmediatode que el coronel Kazagrandi, despuésde derrotar a los irregulares chinos sehabía apoderado de Van Kure yconstituido dos brigadas de caballeríarusomongolas, movilizando a losmongoles por orden del Buda vivo y alos rusos por la del barón Ungern.Algunas horas más tarde se supo que en

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el gran monasterio de Dzain, lossoldados chinos habían matado alcapitán Barsky y que, en represalia, lastropas de Kazagrandi se apresuraron aatacar y expulsar a los chinos de aquelsitio. En el momento de la toma de VanKure, los rusos apresaron a uncomunista coreano que procedía deMoscú con dinero y folletos depropaganda y se dirigía a Corea yAmerica. El coronel Kazagrandi envióal coreano con su dinero al barónUngern. Al saber esto, el jefe deldestacamento ruso hizo prender a losagentes bolcheviques y les sometió a unconsejo de guerra al mismo tiempo que alos asesinos de Bobroff. Respecto aSaltikoff y Novak, hubo dudas; además,

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Saltikoff consiguió evadirse, mientrasque Novak, con anuencia del tenientecoronel Michailoff, partió para el Oeste.El jefe del destacamento ruso dispuso lamovilización de los colonos rusos y seproclamó francamente protector deUliassutai con la aquiescencia táctica delas autoridades mongolas. El sait mongol Chultun Beyli, reunióuna asamblea de príncipes mongoles dela región, el alma de la cual era elcélebre patriota mongol Hun Jap Lama.Los príncipes exigieron sin dilación delos chinos que evacuasen todo elterritorio sometido antes a lajurisdicción del sait Chultun Beyli.Hubo negociaciones, amenazas y riñasentre los elementos chinos y mongoles.

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Wang Tsao-Tsun propuso un proyectode acuerdo, que algunos príncipesmongoles aceptaron; pero Jap Lama, enel momento decisivo, tiró al suelo supuñal y juró que se daría muerte antes defirmar aquel vergonzoso pacto. Comoconsecuencia fueron rechazadas lasproposiciones chinas, y los antagonistascomenzaron sus preparativos para lalucha. Movilizáronse todos losmongoles de Jassaktu Jan, Sain NoionJan y de los dominios de Jahantsi Lama.Las autoridades chinas pusieron enposición sus cuatro ametralladoras y sedispusieron a defender la fortaleza.Continuaron las deliberaciones entre loschinos y los mongoles. Un día, nuestroantiguo conocido Zerén vino a buscarme

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en mi condición de extranjero imparcial,participándome que tanto Wang Tsao-Tsun como Chultun Beyli me rogabanque mediase para calmar a los doselementos hostiles, redactando unacuerdo equitativo para ambos. Igualpetición se hizo al representante de lacasa americana. La tarde siguientecelebramos nuestra primera reuniónarbitral en presencia de los delegadoschinos y mongoles. Fue borrascosa yapasionada y perdimos la esperanza dellevar a cabo con éxito nuestra misión.Sin embargo, a medianoche, cuando losoradores estaban cansados, conseguimosestablecer una avenencia acerca de dospuntos: los mongoles declararon que noquerían hacer la guerra y que deseaban

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zanjar el asunto conservando la amistaddel gran pueblo chino, mientras que elcomisario chino reconocía que Chinahabía violado los Tratados quelegalmente concedían a Mongolia plenay completa independencia. Estos dos puntos constituyeron lasbases de las deliberaciones en lasegunda reunión y nos proporcionaron elfundamento para la reconciliación. Lasnegociaciones prosiguieron durante tresdías y acabaron por tomar un giro quenos permitió formular nuestrasposiciones de acuerdo. Los artículosprincipales establecían que lasautoridades chinas debían de volver alos mongoles los poderesadministrativos y las armas, desarmar a

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los doscientos irregulares y abandonarel país; los mongoles, por su parte, seobligaban a dejar salir de su país conarmas y bagajes al comisario chino y suescolta de ochenta soldados. El Tratadochinomongol de Uliassutai fue firmadopor los comisarios chinos Wang Tsao—.Tsun y Fu-Hsiang, por los dos saitsmongoles, por Hun Jap Lama y losdemás príncipes, por los presidentes delas Cámaras de Comercio rusa y china, ypor nosotros en calidad de árbitros. Losfuncionarios chinos y su guardiaempezaron inmediatamente a prepararsus equipajes para la marcha. Loscomerciantes chinos permanecieron enla ciudad porque el sait Chultun Beyli,que había recuperado sus atribuciones,

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les garantizó su seguridad. Llegó el díade la partida. Los camellos cargadosocupaban ya el patio del yamen, y loshombres solo esperaban los caballosque debían venirles de la llanura. Derepente se difundió el rumor de que loscaballos habían sido robados durante lanoche y conducidos al Sur. De los dossoldados expedidos a su alcance solovolvió uno, refiriendo que su compañerohabía sido muerto. El asombro que elsuceso produjo en la población causóentre los chinos un verdadero pánico, elcual aumentó cuando los mongoles, quevenían de una parada de posta del Este,manifestaron que en distintos sitios delcamino de Urga habían descubierto loscadáveres de dieciséis de los soldados

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enviados por Wang Tsao-Tsun comocorreos de gabinete. Pronto aclaramos elmisterio. El jefe del destacamento ruso recibióuna carta de un coronel cosaco, V. N.Domojiroff, conteniendo la orden dedesarmar inmediatamente las guarniciónchina, de prender a los funcionarioschinos y de trasladarlos biencustodiados a Urga para ser entregadosal barón Ungern y de apoderarse deUliassutai, por la fuerza si era preciso,reuniéndose luego a su destacamento. Almismo tiempo llegó al galope unmensajero de Hutuktu de Narabanchi,portador de una carta, participando queuna partida rusa, al mando del HunBoldon y del coronel Domojiroff, habían

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saqueado los almacenes chinos, matandoa los mercaderes y presentándose en elmonasterio reclamando caballos yvíveres. El Hutuktu reclamaba auxilio, porqueel feroz conquistador de Kobdo, HunBoldon, podía con facilidad entrar asaco en el monasterio, aislado y sinprotección. Recomendamos coninsistencia al teniente coronelMichailoff que no violase el Tratadoque acababa de ser firmado para nodesalentar a los extranjeros y a los rusosque habían tomado parte en suredacción, pues ello equivaldría a imitarel principio bolchevique, que hace de latraición el arma principal del gobierno.El argumento convenció a Michailoff, y

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respondió a Domojiroff que Uliassutaiestaba ya en su poder sin combate, queen el hotel del antiguo consuladoondeaba la bandera tricolor de Rusia,que los irregulares habían sidodesarmados pero que era imposiblecumplir las demás ordenes sin romper elTratado chinomongol recién pactado enUliassutai. Diariamente llegaban emisariosenviados por el Hutuktu de Narabanchi.Las noticias eran cada vez másalarmantes. El Hutuktu manifestaba queHun Boldon estaba en vía de movilizar alos mendigos y cuatreros, a quienesarmaba e instruía militarmente; que lossoldados se apoderaban de los carnerosdel monasterio; que el joyón Domojiroff

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se hallaba borracho constantemente yque sus reclamaciones no merecían otrarespuesta que sarcasmos e injurias. Losenviados deban datos muy vagos sobrela fuerza del destacamento, pues unoshablaban de treinta hombres y otrosafirmaban que Domojiroff disponía deochocientos soldados. No sabíamos quepensar, y pronto dejaron de venirmensajeros. Todas las cartas del saitquedaron sin contestación y susportadores no regresaron: era desuponer que les mataban o hacíanprisioneros. El príncipe Chultun Beyli decidió ir enpersona. Llevó con él a los presidentesde las Cámaras de Comercio rusa ychina y a dos oficiales mongoles.

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Pasaron tres días sin que tuviésemosnoticias de ellos. Los mongolescomenzaron a inquietarse y Hun JapLama y el comisario chino dirigieronuna súplica al grupo de extranjeros paraque alguien fuese a Narabanchi a fin deprocurar resolver la dificultad dereconocer el Tratado, no permitiendo laafrentosa ruptura de un Convenio de losdos grandes pueblos. Nuestro grupo mepido una vez más que me sacrificase porel bien público. Elegí para intérprete aun joven colono ruso, sobrino deBobroff, admirable jinete, valiente ysereno. El teniente coronel Michailoffme cedió uno de sus ayudantes.Provistos de una tzara que nosaseguraba los mejores caballos de posta

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y los guías más aptos, recorrimosrápidamente el camino, ya familiar parami, que conducía al monasterio de miquerido amigo Jelib Djamszap, Hutuktude Narabanchi. Aunque la capa de nieveera espesa en ciertos parajes, hicimosentre ciento sesenta y doscientoskilómetros por día.

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CAPITULO X

LA BANDA DE“HUNGHUBZES” BLANCOS

Llegamos a Narabanchi entrada lanoche del tercer día. Al aproximarnosvimos varios jinetes que, en cuanto nosdivisaron, se dirigieron a galope almonasterio. Durante un rato buscamos elcampamento ruso, sin encontrarlo. Losmongoles nos condujeron al monasterio,donde Hutuktu me recibióinmediatamente. En su yurta estaba

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sentado Chultun Beyli. Me presentó unoshatyks y me dijo: —Dios mismo os trae aquí paraayudarnos en estos tiempos difíciles. Domojiroff había prendido a los dospresidentes de las Cámaras de Comercioy amenazaba al príncipe Chultun conhacerle fusilar; pero ni él ni Hun Boldontenían documentos oficiales quelegalizasen sus actos. Chultun Beylipreparaba la lucha contra ellos. Lerogué que me llevasen a la presencia delcoronel cosaco. En la oscuridad vicuatro grandes yurtas y dos centinelasmongoles provistos de fusiles rusos.Entramos en la tienda del joyón cosaco.Una extraña escena se ofreció a mimirada atónita. En medio de la yurta

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ardía un brasero. En el sitio donde suelelevantarse el altar había un trono en elcual se hallaba sentado el coronelDomojiroff, viejo, alto, seco y canoso.Estaba en paños menores y descalzo. Entorno al brasero había doce jóvenes,tendidas en posturas variadas ypintorescas. Mi compañero, el oficial,dio cuenta a Domojiroff de losacontecimientos ocurridos en Uliassutai,y durante la conversación pregunté alcaudillo por el campamento de suhueste. Se echó a reír y me respondióhaciendo una señal con la mano: “Estees mi ejército”. Le dije que la clase desus órdenes nos había hecho creer quecontaba con fuerzas importantes. Luegole comuniqué que el teniente coronel

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Michailoff se disponía a combatí a lastropas bolcheviques que se acercaban aUliassutai. —¿Cómo? —exclamó con el miedo yla confusión pintados en el rostro— ;¡los rojos! Pasamos la noche en su yurta, ycuando iba a acostarme, el oficial medijo en voz baja: —Tenga el revólver siempre a mano. Yo le tomé a broma y le contesté: —Hombre, estamos entre blancos, y,por consiguiente, seguros. —¡Hum!, por si acaso —respondió eloficial, guiñándome un ojo. Al día siguiente invité a Domojiroff adar un paseo conmigo por la llanura y lehablé con franqueza de lo que había

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sucedido. El y el cabecilla Hun Boldontenían órdenes del barón Ungern deponerse a disposición del generalBakitch, pero en vez de eso se dedicarona saquear los almacenes chinos situadosen el camino y a él se le metió en lacabeza llegar a ser un gran conquistador.En sus andanzas se reunieron con él unoscuantos oficiales, desertores de lasfuerzas del coronel Kazagrandi, quienesformaban su banda actual. Logrépersuadirle de que arreglase las cosaspor buenas con Chultun Beyli y de quese respetase el Tratado. En seguida seencaminó al monasterio. A la vuelta mecrucé con un mongol corpulento, derostro feroz, que vestía de seda azul. EraHun Bolbon. Se dirigió a mí hablándome

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en ruso. Acababa yo de quitarme elcapote en la tienda de Domojiroff,cuando un secuaz del jefe mongol entrócorriendo, invitándome a ir a la tiendadel vencedor de Kobdo. Este habitabaprecisamente al lado de una magníficayurta azul. Conocedor de las costumbresmongolas, monté a caballo para recorrerlos diez pasos que me separaban de supuerta. Hun Boldon me recibió condesdeñosa altivez. —¿Quién es este? —preguntó alintérprete, señalándome con el dedo. Comprendí su intención demortificarme y le respondí del mismomodo, o sea le señalé con el dedo, yvolviéndome hacia el intérprete le hicela pregunta en el tono más insultante que

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pude hallar. —¿Quién es este? ¿Un gran príncipe yguerrero o un bestia y pastor? Boldon perdió en seguida laserenidad, y con voz temblorosa, puestoda su actitud demostraba intensaagitación, me echó en cara que nopermitiría intervenir en sus asuntos yque arrollaría a cuantos pretendiesendesbaratarle sus planes. Dio un puñetazoen la mesa, se levantó y sacó surevólver. Yo había viajado mucho entrenómadas y los conocía de sobra, tanto alos príncipes y lamas como a lospastores y bandidos. Cogí mi látigo, ygolpeando la mesa con toda mi fuerza, ledije al intérprete: —Hacedle saber que tiene el honor de

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hablar con un extranjero que no esmongol ni ruso, sino ciudadano de ungran Estado libre. Decidle que aprendaprimero a ser hombre y que luego vaya avisitarme si quiere entrevistarseconmigo. Le volví la espalda y salí. Diezminutos después, Hun Bolbon entraba enmi yurta y me presentaba sus disculpas.Le convencí de que debía parlamentarcon Chultun Beyli y no seguirofendiendo al pueblo mongol con susatrocidades. Aquella misma tarde quedótodo arreglado. Hun Boldon licenció asus mongoles y se retiró a Kobdo,mientras que Domojiroff y su bandapartían para Jasaktu Jan, a fin de activarla movilización de los indígenas. Con la

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venia de Chultun Beyli, escribí a WangTsao-Tsun, pidiéndoles que desarmasesu guardia, puesto que todas las tropaschinas de Urga habían hecho lo propio;pero la carta llegó cuando Wang,disponiendo ya de camellos ensustitución de los caballos robados, sehabía puesto en camino hacia la frontera.Más tarde, el teniente coronelMichailoff envió un destacamento decincuenta hombres, mandados por elteniente Strigine, a los alcances delgobernador chino para que recogiese lasarmas de los soldados de este.

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CAPITULO XI

EL MISTERIO DEL TEMPLO

El príncipe Chultun Beyli y yoestábamos dispuestos a abandonarNarabanchi Kure. Mientras que Hutuktuoficiaba en honor del sait, en el templode la Bendición, yo me paseé por losalrededores, recorriendo las angostassendas que bordeaban las casa de loslamas, de los distintos grados:Geolongs, Getuls, Chaidje y Rabdjambe;las escuelas donde enseñan los sabios

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doctores en Teología (Maramba), almismo tiempo que lo hacen los doctoresen Medicina (Ta Lama); las hospederíasde estudiantes (Bandi); los almacenes,los archivos y las bibliotecas. Cuando volvía a la yurta del Hutuktu,este me aguardaba. Me ofreció un granhatyk y me propuso dar un paseo por elmonasterio. Su semblante tenía unaexpresión preocupada que me hizocomprender que deseaba decirme algoimportante. Al salir de la yurta, elpresidente de la Cámara de Comerciorusa, recién puesto en libertad, y unoficial ruso se unieron a nosotros. ElHutuktu nos condujo a un pequeñoedificio situado precisamente detrás deun muro de un amarillo deslumbrador.

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—En este edificio se han albergadouna vez el Dalai Lama y Bogdo Kan;nosotros acostumbramos pintar deamarillo las casas donde han habitadoestas santas personas. ¡Entrad! El interior estaba espléndidamentedecorado. En la planta baja se hallaba elcomedor, amueblado con mesas demadera maciza, ricamente tallada, yaparadores cargados de porcelanas ybronces. Dos piezas constituían el pisode arriba: primero, una alcobaaderezada con pesadas cortinas de sedaamarilla; una gran linterna china,lujosamente engastada de piedrasmulticolores, colgaba, por medio de unafina cadena de bronce, de una vigaesculpida del techo. Había allí un

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amplio lecho cuadrado cubierto dealmohadones de seda, edredones ycolchas. La cama era de ébano de Chinay tenia como remate de las columnas quesostenían el cielo del techo unas estatuasbellamente ejecutadas, representandocomo motivo principal al dragón de latradición devorando al Sol. Junto a lacama se alzaba una cómodacompletamente cuajada de figuras ygrupos, figurando escenas religiosas.Cuatro butacas que incitaban al reposocompletaban el mobiliario, con el tronooriental bajo, puesto sobre un estado enel fondo de la estancia. —¿Veis ese trono? —me dijo elHutuktu—. Una noche de inviernollegaron al monasterio varios jinetes y

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pidieron que todos los gelons y gatuls,con el Hutuktu y el Kampo a su frente, secongregaran en esta estancia. Entoncesuno de los extranjeros se subió al tronoy se quitó su bachlik; es decir, supeluca. Todos los lamas cayeron derodillas porque habían reconocido alhombre de quien se viene tratando desdelos siglos más remotos en las bulassagradas del Dalai Lama, del TashiLama y del Bogo Kan. Es el hombre alque pertenece el mundo entero y que hapenetrado en todos los misterios de laNaturaleza. Rezó una corta oración entibetano, bendijo a todos los auditores ehizo profecías para la mitad del siglosiguiente. De esto hace treinta años, y enel intervalo todas las profecías se han

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cumplido. Durante sus plegarias ante elpequeño altar, en la sal próxima, lapuerta que veis se abrió sola, los ciriosy antorchas que había en el altar seencendieron espontáneamente y losincensarios sagrados, sin lumbre,despidieron al aire vaporosas olas deincienso, que llenaron la habitación.Luego, sin previo aviso, el rey delmundo y sus compañerosdesaparecieron. Tras él no quedó elmenor rastro, pues los mismos plieguesdel ropaje de seda que cubría el trono seestiraron, dejándole como si nadie sehubiese sentado allí. El Hutuktu penetró en el santuario, searrodilló, tapándose los ojos con lasmanos, y empezó a rezar. Miré le rostro

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tranquilo e indiferente del Buda dorado,sobre el cual las lámparas vacilantesproyectaban sobras movedizas, y luegodirigí la vista al lado del trono. ¡Oh cosamaravillosa y difícil de creer! Virealmente ante mí un hombre fuerte,musculoso, de tez bronceada y expresiónsevera, acentuada en la boca y en lasmandíbulas. El brillo de sus ojosprestaba a su fisonomía extraordinariorealce. A través de su cuerpotrasparente, envuelto en una capa blanca,leí las inscripciones, en tibetano, delrespaldo del trono. Cerré los ojos y alpoco los abrí de nuevo. Ya no habíanadie, pero el almohadón de seda deltrono me pareció que se movía. —Es nerviosismo —me dije—, una

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tendencia a la impresionabilidadanormal, producida por una tensión deespíritu desacostumbrada. El Hutuktu se volvió hacia mí y medijo: —Dadme vuestro hatyk. Noto queestáis inquieto por la suerte de losvuestros y quiero rezar por ellos. Oradtambién, implorada Dios y dirigid lasmiradas del alma al rey del mundo quepasó por aquí y santificó este lugar. El Hutuktu colocó el hatyk en elhombreo de Buda y, prosternándosesobre la alfombra delate del altar,murmuró una oración. Luego levantó lacabeza y me hizo una seña con la mano: —Mirad el espacio oscuro detrás dela estatua de Buda, y en él veréis a los

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que amáis. Obedecí inmediatamente su orden,dada con voz grave, y fijé mi vista en elnicho sombrío que me había indicado.Pronto en las tinieblas comenzaron aaparecer unas nubecillas de humo y dehilos transparentes. Flotaban en el airehaciéndose cada vez más densas ynumerosas, hasta el momento en que,poco a poco, formaron cuerpos humanosy contornos de objetos. Vi unahabitación, que me era desconocida, enla que se hallaban mi familia rodeada deantiguos amigos y también de otraspersonas. Conocí incluso el traje quellevaba mi mujer. Todas las faccionesde su querido rostro se mostraronperfectamente visibles y claras. Luego la

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visión se atenuó, se desvaneció entrenubes de humo y de hilos transparentes ydesapareció por completo. Detrás delBuda dorado no había más que tinieblas. El Hutuktu se incorporó, quitó mihatyk del hombro de Buda y me loentregó, diciendo estas palabras: —La Fortuna os acompaña. La bondadde Dios jamás os abandonará. Salimos de la morada del rey delmundo, donde este soberanodesconocido rezó por la Humanidadentera y predijo el destino de lospueblos y de los estados. Grande fue misorpresa cuando supe que miscompañeros habían sido tambiéntestigos de mi visión y cuando medescribieron con todo detalle el aspecto

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y los trajes de las personas que yo habíavisto en el nicho oscuro detrás de lacabeza de Buda (A fin de conservar eltestimonio de las demás personas quevieron como yo esta aparición,extraordinariamente emocionante, lesrogué que redactaran las reseñas de loque habían visto. Tengo estosdocumentos en mi poder). El oficial mongol me dijo además queChultun Beyli había rogado la víspera alHutuktu que le revelara su destino en tanimportante periodo de su vida y durantela crisis que atravesaba el país; pero elHutuktu se contentó con hacer un gestodemostrativo de pesar, negándose a ello.Cuando pregunté al Hutuktu el motivo desu negativa, argumentándole que eso

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podría calmar las zozobras de ChultunBeyli y serle provechoso, como lo fuepara mí la contemplación de mi familia,el Hutuktu frunció el ceño y merespondió: —No. La vision no le seria grata alprincipe. Su destino es negro. Ayer hemirado tres veces su suerte en losomoplatos quemados y en las entrañasde los carneros, y siempre obtuve elmismo resultado siniestro... No concluyó y, aterrado, se tapó lacara con las manos. Era indudable que aChultun Beyli le aguardaba un porvenirtan negro como la noche. Una hora después estábamos al otrolado de las colinas que nos impedían verNarabanchi Kure.

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CAPITULO XII

EL SOPLO DE LA MUERTE

Llegamos a Uliassutai el día quevolvió el destacamento enviado adesarmar la escolta de Wang Tsao-Tsun.Dicho destacamento encontró en sumorada al coronel Domojiroff, quienordenó no solo desarmar a los chinos,sino saquear la caravana, y,desgraciadamente, el teniente Striginecumplió esas disposiciones dadasilegalmente. Era vergonzoso y

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comprometedor el ver a los oficiales ysoldados rusos utilizar los capotes, lasbotas y los relojes de pulsera que habíanrobado a los funcionarios chinos y a suescolta. Todos tenían plata y oro de loschinos como parte del botín. La mujermongola de Wang Tsao-Tsun y suhermano regresaron con el destacamentoy se quejaron de haber sido robados porlos rusos. Los funcionarios y lossoldados chinos, despojados de susprovisiones, pudieron a duras penascruzar la frontera de su patria despuésde sufrir lo indecible a causa del hambrey del frío. Nuestra colonia extranjera seescandalizó al observar que el tenientecoronel Michailoff recibía a Striginecon honores militares; pero más tarde

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nos explicamos el porqué, cuandosupimos que Michailoff habíaparticipado del botín en buena platachina y que su mujer poseía la magnificamontura de Fu-Hsiang. Chultun Beylipidió que entregasen las armasrecogidas y los objetos arrebatados, afin de devolvérselos a las autoridadeschinas. Michailoff se negó. La columnaextranjera, desde aquel momento rompiósus relaciones con el destacamento ruso.La armonía entre rusos y mongolesdisminuyó bastante. Algunos oficialesrusos protestaron de la actitud yconducta de Michailoff y Strigine y lasituación se agriaba día a día. Por entonces, cierta mañana de abril,un grupo considerable de jinetes

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armados llegó a Uliassutai. Se apearon ala puerta del bolchevique Burdukoff,quien les entregó, según nos afirmaron,una crecida cantidad de dinero. Aquelgrupo explicó que estaba formado porantiguos oficiales de la guardiaimperial: los coroneles Poletika, N. N.Filipoff y tres hermanos de este último.Anunciaron que querian reunir a todoslos oficiales y soldados blancosdiseminados en Mongolia y China paraconducirles al Urianhai con objeto decombatir contra los bolcheviques, peroque antes se proponian aniquilar aUngern y devolver Mongolia a China. Sedaban el título de representantes de laorganización central de los blancos deRusia.

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El Comité de oficiales rusos deUliassutai los invitó a una reunión,examinó sus papeles y los interrogó. Lainvestigación demostró que todas lasmanifestaciones de aquellos oficialesconcernientes a sus antiguos cargos eranabsolutamente falsas; que Poletikaocupaba un puesto importante en elComisariado soviético de la guerra; queuno de los hermanos de Filipoff habíasido adjunto a Kamanef en su primeratentativa para ir a Inglaterra; que laorganización central blanca de Rusia noexistía; que la proyectada lucha en elUrianhai era solo una celada para atraera los oficiales blancos y que el grupoestaba en íntimo contacto con elbolchevique Burdukoff.

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Surgió una discusión entre losoficiales acerca de lo que conveníahacer con aquel grupo. El destacamentose dividió en dos bandos distintos. Elteniente coronel Michailoff, seguido devarios oficiales, se unió al grupo dePoletika precisamente en el momentoque el coronel Domojiroff llegaba consu partida. Domojiroff se puso al hablacon las dos pandillas, y después deestudiar la situación nombró a Poletikagobernador militar de Uliassutai y envióal barón Ungern un relato detallado delos acontecimientos. En este documentome dedicaba bastante espacio,acusándome de interponerme siempre ensu camino. Sus oficiales me vigilabanconstantemente. De ambos lados me

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aconsejaron estar prevenido. La banda ysu jefe preguntaban francamente con quéderecho un extranjero se atrevía amezclarse en los asuntos de Mongolia.Uno de los secuaces de Domojiroff meprovocó directamente, en el curso deuna reunión, a fin de originar unapolémica. Le repliqué tranquilamente: —¿Y por qué razón intervienen losrefugiados rusos, puesto que carecen dederechos, tanto en su país como fuera deél? El oficial no dijo nada, pero en susojos lució un fulgor que bien valía poruna agria respuesta. Mi camarada,sentado junto a mí, se dirigió a él, ydominándole con su estatura de gigante,se desperezó como si acabase de

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despertarse, exclamando: —Me gustaría boxear un poco. La gente de Domojiroff hubieraconseguido apoderarse de mí en ciertaocasión, de no haberme salvado lavigilancia de nuestra colonia extranjera.Yo había ido a la fortaleza a negociarcon el sait mongol la partida de losextranjeros de Uliassutai. Chultun Beylime entretuvo largo rato; de suerte que ledejé a eso de las nueve de la noche. Micaballo iba al paso. A un kilómetro de laciudad, tres hombres saltaron de unazanja y se arrojaron sobre mí. Di unlatigazo a mi caballo, pero observé queotros hombres, saliendo de un segundofoso, pretendían cortarme el camino. Sinembargo, en vez de atacarme, se

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dirigieron a mis asaltantes, de quienesse apoderaron, y oí la voz de uno de losextranjeros que me llamaba. Hallé tresoficiales de Domojiroff rodeados desoldados polacos y de otros extranjerosque obedecían a mi antiguo amigo elingeniero agrónomo; este se ocupaba enatar las muñecas de los oficiales, tanestrechamente, que les crujían loshuesos. Al terminar, y sin dejar de fumarsu eterna pipa, exclamó con tono serio: —Creo que debemos echarlos al río. Riéndome de su aspecto grave y delmiedo de los oficiales de Domojiroff,les pregunté por qué habían queridoatacarme. Bajaron la vista guardandosilencio; pero el silencio a veces eselocuente, y comprendimos sin esfuerzo

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cuáles fueron sus intenciones. Llevabanrevólveres escondidos en los bolsillos. —Bien —les dije—. Todo está claro.Voy a devolveros vuestra libertad, peromanifestareis a quine os ha enviado quesi reincide no volverá a veros. Encuanto a vuestras armas, se las entregaréal comandante. Mi amigo, deshaciendo los nudos conel mismo cuidado escalofriante quehabía puesto al hacerlos, repetíacontinuamente: “¡Cuánto mejor seríadarles un baño!”. Luego regresamostodos a la ciudad, y, a continuación,cada uno se fue por su lado. Domojiroff continuó mandandomensajeros al barón Ungern, a Urga,reclamando plenos poderes y fondos y

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reiterándole sus informes sobreMichailoff, Chultun Beyli, Poletika,Filipoff y mi persona. Saturado de astucia asiática,conservaba, no obstante, buenasrelaciones con aquellos cuya muerteestaba tramando, acusándolos ante elbarón de Ungern, guerrero implacable,que solo sabia por él lo que pasaba enUliassutai. Nuestra inquietud aumentabapor días. Los oficiales continuabandivididos en bandos rivales; lossoldados se reunían en pandillas paradiscutir los acontecimientos cotidianos,censurar a sus jefes y, bajo la influenciade algunos de los subordinados deDomojiroff, empezaron a hacercomentarios de esta índole:

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—Tenemos siete coroneles que todosquieren mandar y riñen entre ellos. Seriagracioso atar a los siete a otras sieteestacas y darles una buena somanta. Elque aguantase más sería nuestro jefe. Lúgubre broma que revelaba sinencubrimientos la desmoralización deldestacamento ruso. —Me parece —decía con frecuenciami camarada— que pronto tendremos elgusto de ver en Uliassutai un comité desoldados. ¡Por Dios y el diablo! Lo quemás siento de todo esto es que no haycerca algunos bosques dondepudiéramos refugiarnos de esos malditossoviets. Esta miserable Mongolia es unatierra tan pelada y rasa, que carece desitios para ocultarnos.

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Era exacto que se avecinaba laconstitución de un Soviet. Un día lossoldados se adueñaron del arsenal quecontenía las armas recogidas a loschinos y se las llevaron a su cuartel. Laembriaguez, el juego y las reyertasfueron en aumento. Los extranjeros,atentos a los acontecimientos y temiendouna catástrofe, decidieron por últimoabandonar Uliassutai, que estabaconvertido en un foco de pasionespolíticas, de contiendas y denuncias.Supimos que la facción Poletika sepreparaba también para irse dentro dealgunos días. Formamos dos grupos: unosiguió la antigua ruta de las caravanas através del Gobi, muy al sur de Urga,hacia Kuku Hoto y Kweihuacheng y

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Kalgan, y el mío, constituido por miamigo, dos soldados polacos y yo, quese dirigió a Urga por Zain-Chabi, dondeel coronel Kazagrandi me había citadoen una de sus cartas recientes. De estemodo salimos de Uliassutai, la ciudaden que nos habían ocurrido tantasemocionantes peripecias. Seis días después de nuestra salidallegó a la población el destacamentoburiato-mongol mandado por un buriatollamado Vandaloff, y por un ruso, elcapitán Bezrodnoff. A este le conocíluego en Zain-Chabi. El destacamentoprocedía de Urga y tenia ordenes delbarón Ungern para restablecer lanormalidad en Uliassutai y marcharsobre Kobdo. Viniendo de Zain-Chabi,

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Bezrodnoff tropezó con el grupoPoletika-Michailoff. Se detuvo, examinósus equipajes, halló en ellos documentossospechosos, y en el de Michailoff y sumujer encontró el dinero y los objetosrobados a los chinos. De este grupo dedieciséis hombres eligió a N. N. Filipoffpara enviarle, bien guardado, al barónUngern, puso en libertad a los tres yfusiló a los doce restantes. Asíterminaron en Zain-Chabi la existenciade un núcleo de emigrados y las intrigasdel grupo Poletika. En Uliassutai,Bezrodnoff mandó fusilar a ChultunBeyli por haber infringido las cláusulasdel Tratado chinomongol, y a unoscuantos bolcheviques, y prendió aDomojiroff, restableciendo la

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disciplina. Las profecías concernientes aChultun Beyli se habían cumplido. No ignoraba de qué clase eran losinformes que Domojiroff proporcionóacerca de mí al barón Ungern; pero apesar de ello decidí continuar mi viaje aUrga, sin dejar a un lado esta ciudad,como Poletika lo estaba empezando ahacer cuando cayó en manos de suverdugo Bezrodnoff. Ya no me asustabaver la cara al peligro y partí alencuentro del terrible y “sanguinariobarón”. Nadie puede responder de supropia suerte. Además, no me creíaculpable y el sentimiento del miedo noocupaba, dicho sin jactancia, el menorespacio en mis pensamientos. Un jinete mongol que se nos unió en el

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camino me trajo la noticia de lahecatombe de Zain-Chabi. Pasó la nocheconmigo en la yurta de la parada depostar y me contó esta fúnebre historia: —Fue en tiempos remotos, cuando losmongoles éramos los amos de China. Elpríncipe de Uliassutai, Beltis Van,estaba loco y hacia degollar, sinproceso, si se le antojaba, a quientuviese la desgracia de desagradarle; demodo que nadie se atrevía a penetrar enla ciudad. Los otros príncipes y losmongoles ricos sitiaron Uliassutai consus tropas, incomunicándola con elexterior y no permitiendo que nadieentrase o saliese de ella. El hambre seenseñoreó de la plaza cercada. Sushabitantes se comieron los bueyes,

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carneros y caballos. Por último, BeltisVan resolvió hacer una salidadesesperada hacia el Oeste conintención de llegar al territorio de unade sus tribus, la de los Oletos. El y lossuyos perecieron en la batalla, sin quesobreviviese ninguno. Los príncipes, atendiendo al consejode Hutuktu Bayantu, enterraron losmuertos en las pendientes de lasmontañas que circundan a Uliassutai.Les sepultaron con encantamientos yexorcismos a fin de que la muerte amano airada desapareciese para siempredel país. Tapáronse las tumbas conpesadas piedras y el Hutuktu profetizóque el mal demonio no saldría de latierra en que quedaba encerrado hasta el

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día que se derramase sangre humanasobre las piedras de aquellas tumbas.Esta leyenda tiene entre nosotros hondasraíces. La profecía se ha realizado. Los rusoshan matado en ese paraje a dosbolcheviques, y los chinos a dosmongoles. El espíritu perverso de BaltisVan, escapado de su cárcel de piedra,siega él mismo con su hoz afilada lavida de los nuestros; el joyón rusoMichailoff ha caído también y la muertese cierne sobre nuestras dilatadasllanuras. ¿Quién podrán ahoradetenerla? ¿Quién atará sus manosferoces? Un sinfín de calamidadesabruma actualmente a los dioses y a losbuenos. Los malos demonios guerrean

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con los espíritus luminosos. ¿Qué puedehacer el hombre? Morir, solo morir...

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PARTE TERCERA

EN EL CORAZON DEL ASIAFEBRIL

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CAPITULO PRIMERO

POR LA RUTA DE LOSGRANDESCONQUISTADORES

El gran conquistador Gengis Kan, hijode la triste y agreste Mongolia, subió,nos dice una antigua leyenda mongola, ala cima del Karasu Togol y paseó sumirada de águila de Este a Oeste. AlOeste vio un océano de sangre humanasobre el que flotaba una bruma púrpuraque le ocultaba el horizonte. Por aquel

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lado no pudo descifrar su destino, perolos dioses le ordenaron que marchasehacia el Este llevando con él a todos losguerreros de las tribus mongolas. En eleste contempló ricas ciudades, templosresplandecientes, multitudes dichosas,jardines y campos fértiles, y todasaquellas magnificencias le llenaron dealegría. Entonces dijo a sus hijos: “En el Oesteseré el hierro y el fuego, el Destructor,el Destino vengador; en el Este seré ungran constructor misericordioso ycolmaré de venturas a los pueblos ypaíses”. Tal es la leyenda, bastante exacta porcierto. He seguido en muchos trozos laruta occidental de Gengis Kan y la he

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encontrado siempre jalonada por tumbasy ruinas que señalan el paso delimplacable conquistador. He recorridotambién parte de la ruta oriental delhéroe, la que siguió para ir a China. Unanoche nos detuvimos en Djirgalantu. Elviejo jefe de postillones del urton mereconoció —en uno de mis anterioresviajes a Narabanchi me habíahospedado en su casa—, nos recibió conextraordinaria cordialidad y nos contóvarias historias durante la cena. Entreotras, haciéndonos salir de la yurta ymostrándonos un pico escarpado,brillantemente iluminado por la lunallena, nos refirió la historia de uno delos hijos de Gengis, que fue más tardeemperador de China, Indochina y

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Mongolia, el cual, atraído por la bellezadel paisaje y las esplendidas praderasde Djirgalantu, fundó allí una colonia.Pronto quedó sin habitantes, porque elmongol es nómada y no puede vivir enciudades artificiales. La llanura es sumorada, y el mundo, su ciudad. Durantealgún tiempo fue teatro de las luchasentre chinos y las tropas de Gengis Kan,y luego cayó en olvido. Ahora soloqueda una torre arruinada, desde lo altode la cual, en la antigüedad, arrojabanenormes rocas sobre los asaltantes, yuna puerta desmantelada a la que dieronel nombre de Kublai, nieto de GengisKan. En el cielo verdoso, chorreandorayos de luna, se recortaba la líneaondulosa de las montañas y la silueta

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negra de la torre, por cuyas troneras sedivisaban alternativamente las nubesfugaces o el resplandor lunar. Cuandonuestro grupo salió de Uliassutai,viajamos sin prisa, haciendo entrecincuenta y cinco y ochenta kilómetrosal día, hasta el momento en que llegamosa noventa kilómetros de Zain-Chabi.Allí me despedí de los demás y medirigí al Sur, a la cita que me había dadoel coronel Kazagrandi. Rayaba el albacuando mi guía mongol y yo, sinacémilas, comenzamos a emprender laascensión de las sierras bajas yarboladas desde cuyas cimas pude veraún a mis compañeros, quedesaparecieron en el valle. Entonces nome formé idea clara de los numerosos

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peligros que me aguardaban y queestuvieron a punto de serme fatales enaquella expedición solitaria, que habíade durar mucho más tiempo del que yosupuse que duraría. Al cruzar unriachuelo de orillas arenosas, mi guíamongol me refirió que sus compatriotasacudían a él en verano, para buscar oro,a pesar de la prohibición de los lamas.El procedimiento que empleaban essumamente primitivo, pero losresultados demuestran plenamente lariqueza del yacimiento. El mongol seecha de bruces en el suelo, escarba en laarena con una pluma y sopla en el hoyitoformado así. De cuando en cuando, conun dedo mojado, recoge algún grano deoro o pepita minúscula, que guarda en un

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saquito colgado de su cuello. Estesistema rudimentario le permite obtenerunos siete gramos de metal al día. Decidí efectuar el viaje en unajornada. En cada parada apremiaba a loshombres para que me ensillasen unoscaballos lo más rápidos posible. En unade las paradas, a cuarenta kilómetros delmonasterio, me facilitaron un caballosalvaje, un garañón blanco. En elinstante de ir a montarle y teniendo yo unpie en el estribo, se encabritó y me diouna coz en la pierna, precisamente en elsitio de mi herida. La pierna comenzó ahincharse y a dolerme. Al anochecerdivisé los primeros edificios rusos ychinos, y más tarde el monasterio deZain. Alcanzamos un estrecho río que

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corre a lo largo de una montaña, en cuyacima había colocadas unas piedrasblancas de modo que formaban las letrasde una plegaria tibetana. Al pie de laeminencia existía un cementerio delamas; es decir, un montón de huesos yuna jauría de perros. Por fin apareció elmonasterio, justamente debajo denosotros, constituyendo un cuadrorodeado de empalizadas. En su centro seelevaba un gran templo, completamentedistinto de los que hasta entonces teniavistos en el oeste de Mongolia, sin queel estilo, sin embargo, fuese chino otibetano; era un edificio blanco, demuros perpendiculares, con filas deventanas de rojos marcos y un tejado detejas negras, y entre el muro y el tejado

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un decorado hecho con haces de ramajeprocedente de un árbol tibetano cuyamadera no se pudre. Otro edificiocuadrado más pequeño se hallaba alEste, comprendiendo unas viviendasrusas unidas por teléfono al monasterio. —Es la casa del dios vivo de Zain —me explicó el mongol, señalando lapequeña construcción—. Le gustan lascostumbres rusas. En el Norte, sobre una colina de formacónica, se alzaba una torre querecordaba al Zikkurat de Babilonia. Erael templo donde se custodiaban loslibros y manuscritos antiguos, losornamentos y objetos rotos utilizadosanteriormente en las ceremoniasreligiosas, así como las ropas de los

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Hutuktus difuntos. Detrás de este museose yergue un despeñadero abrupto,imposible de escalar. En la cortadura deeste precipicio se ven talladas en lapiedra, y sin preocuparse de la simetría,bastantes imágenes de dioses lamaístas,de un metro a dos y medio de altura. Losmonjes encienden de noche lámparasfrente a estos altos relieves, a fin de quedesde lejos se puedan ver estas efigiesde sus dioses y diosas. Entramos en el barrio comercial. Lascalles estaban desiertas, y en lasventanas no había más que mujeres ychicos. Me detuve en una tienda rusa dela que conocía algunas sucursales enotros puntos del país. Con gran asombromío me recibieron como a un amigo.

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Sepe que el Hutuktu de Narabanchihabía avisado a todos los monasteriospara que por donde fuese me prestasenayuda y asistencia, pues a mí debía susalvación el monasterio de Narabanchi,aparte de que, por las señas evidentesde los augurios, yo era un Budareencarnado, amigo de los dioses. Estacarta del amable Hutuktu me sirviósobre manera. La hospitalidad deaquellas buenas gentes me proporcionóun gran alivio, pues mi pierna, herida ytumefacta, me hacia sufrir enormemente.Cuando me quité las botas, tenía el piecubierto de sangre, porque la patada delcaballo me abrió de nuevo la herida deltobillo. Mandaron venir un felcher paraque me asistiese y curase, y a los tres

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días pude reanudar el viaje. No encontré en Zain-Chabi al coronelKazagrandi. Este, después de aniquilaral destacamento de irregulares chinosque habían matado al comandante, habíavuelto a Van Kure. El nuevo comandanteme entregó una carta de Kazagrandi, enla que me instaba cariñosamente avisitarle, luego de tomar algún descansoen Zain. Acompañaba a la carta undocumento mongol, concediéndomederecho a emplear caballos y carruajesde rebaño en rebaño, por medio delurga, que más tarde describiré, y que meabrió, sobre la vida mongola y el país,horizontes que sin él no hubieraconocido nunca. Ese viaje, de más detrescientos kilómetros, representaba un

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exceso de fatigas que hubiese evitadocon gusto; pero Kazagrandi, a quientodavía no había encontrado, teníasobradas y serias razones para desearverme. A la una del día siguiente a mi llegadarecibí la visita del mismo dios del lugar,Gheghen Pandita Hutuktu. No cabeimaginar una aparición de dios másextraña y extraordinaria. Era un joven deveinte a veintidós años, pequeño, flaco,de movimientos vivos y nerviosos, derostro expresivo, iluminado y dominado,como las fisonomías de todos los diosesmongoles, por unos ojos grandes yatemorizados. Vestía un uniforme rusode seda azul, con charreteras de oro quetenían grabadas las cifras peculiares del

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Hutuktu Pandita; un pantalón blanco deatracan de seda, rematado por unpompón amarillo. De su cinturóncolgaba un revólver y una espada. Nosabía qué pensar de aquel dios deopereta. Tomó una taza de té y empezó ahablar, mezclando el mongol y el ruso: —No lejos de mi Kure se halla elantiguo monasterio de Erdeni Dzu,erigido en el emplazamiento de lasruinas de Karacorum, antigua capital deGengis Kan. Kublai Kan le visitó confrecuencia, y fue en peregrinación aaquel santuario para descansar de susfatigas, porque era emperador de China,de las Indias, Persia, Afganistán,Mongolia y de la mitad de Europa. En laactualidad solo quedan ruinas y tumbas

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para marcar el sitio de aquel lozanojardín de los días de bienandanza. Lospiadosos monjes de Barun Kure hanencontrado en unas cámarassubterráneas unos manuscritos másantiguos aún que Erdeni Dzu. allí hasido donde mi Maramba Metchik-Atakha descubierto una preedición según lacual el Hutuktu de Zain que lleve eltitulo de Pandita, cuente con veintiúnaños, haya nacido en el riñón de lastierras de Gengis Kan, y tenga en elpecho el signo natural de la svástica,será honrado por el pueblo en una épocade grandes guerras y espantosascalamidades, comenzará la lucha contralos servidores del mal rojo, a quienesvencerá, restablecerá el orden en el

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mundo y celebrará tan dichoso día en laciudad, erigiendo templos blancos yechando al vuelo a la vez más de diezmil campanas. ¡El Pandita Hutuktu soyyo! Los signos y símbolos existen en mipersona. Yo exterminaré a losbolcheviques, servidores del diablorojo, y descansaré en Moscú de migloriosa labor. Por eso he rogado alcoronel Kazagrandi que me aliste en lastropas del barón Ungern y me permitacombatir. Los lamas pretenden impedirque me vaya; pero ¿quién es el dios deaquí? —y golpeó el suelo con el pie,sumamente enojado, mientras que loslamas y la guardia que le acompañabaninclinaron la cabeza, reverenciosamente. Al despedirme me ofreció un hatyk, y,

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rebuscando en mis maletas, encontré elúnico artículo que podía considerarsedigno de ser regalado a un Hutuktu: unabotellita de osmiridium, ese raro ynatural asociado del platino. —Este es el más estable y duro de losmetales —dije—. ¡Que sea el símbolode vuestra gloria y de vuestro poder,Hutuktu! El pandita me dio las gracias,instándome a que le devolviese la visita.Cuando me sentí mejor de de la herida,fui a verle: su casa estaba arreglada a laeuropea, pues tenía luz eléctrica, timbresy teléfono. Me obsequio con vino ypastas y me presentó a dos interesantespersonajes. El uno era un viejo cirujanotibetano, señalado por la viruela, de

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nariz abultada y mirada bizca. Su famaprofesional se extendía por todo elTíbet, y sus funciones consistían entratar y curar a los Hutuktus cuandoestaban enfermos y envenenarlos si semostraban demasiado independientes oextravagantes o en el caso de que supolítica no concordase con los deseo delConsejo de Lamas que asesoraban alBuda vivo o al Dalai Lama. En estemomento, Pandita Hutuktu reposaprobablemente en la paz eterna, en lacumbre de la montaña sagrada, a la quehabrá sido mandado por la solicitud desu excepcional médico de cámara. Elespíritu guerrero de Pandita Hutuktuestaba muy mal visto por el Consejo deLamas, que protestaba del carácter

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aventurero de ese dios vivo. Pandita era aficionado al vino y aljuego. Un día, a la sazón, que se hallabacon unos rusos, vestido a la europea,algunos lamas llegaron corriendo aanunciarle que el servicio divino habíacomenzado y que debía ocupar su puestoen el altar. Pero Pandita no se acordabade su papel celestial, ocupado en jugar alas cartas, y sin inmutarse lo másmínimo se puso su manto rojo deHutuktu sobre el terno gris europeo y sedejó conducir en su palanquín por losescandalizados lamas. A la vez que al cirujano envenenador,conocí en casa del Hutuktu a un joven detrece años, cuya mocedad, túnica roja ycabellos cortos me hicieron suponer que

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era un gandi o estudiante, sirviente dePandita; pero comprendí después que mehabía equivocado. Aquel joven era elprimer Hubilgan, también Budaencarnado, hábil decidor de labuenaventura y sucesor de PanditaHutuktu. Borracho, impertinente yjugador empedernido, se complacía enburlarse con donaire de todo el mundo,lastimando profundamente la dignidadde los lamas. El mismo día hice amistad con elsegundo Hubilgan que vino a visitarme:era el verdadero administrador de Zain-Chabi, posesión independiente bajo eldominio directo del Buda vivo. Estehubilgan era un hombre de treinta y dosaños, grave, ascético, excelentemente

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educado y muy versado en cienciasmongolas. Sabia ruso, leía mucho eneste idioma y se interesabaespecialmente por la vida y la historiade los demás pueblos. Sentía granrespeto al genio creador del puebloamericano, y me dijo: —Cuando vayáis a America, pedid alos americanos que vengan aquí parasacarnos de las tinieblas que nosenvuelven. Los chinos y los rusos nosarrastrarán a la ruina. Solo losamericanos pueden salvarnos. Con inmensa satisfacción transmito lapetición de aquel mongol conspicuo y suinvocación al pueblo americano. ¿Porqué no saca a esa nación honrada,sumida en la sombra y la opresión? ¿Por

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qué dejarla perecer? El alma mongola esrica en fuerzas morales. Haced deaquellas buenas gentes un puebloilustrado, enseñadles a utilizar losbienes que poseen, y la noble patria deGengis Kan os lo agradeceráeternamente y os será siempre fiel. Cuando me repuse del todo, el Hutuktume invitó a viajar en su compañía hastaErdeni Dzu, lo que acepté complacido.Al día siguiente pusieron a midisposición un carruaje ligero ycómodo. Nuestra excursión duró cincodías, y en el curso de ella visitamosErdeni Dzu, Hoto Zaidam y HaraBalgasun. Son las ruinas de tresmonasterios y las ciudades construidaspor Gengis Kan y sus sucesores Ugadai

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Kan y Kublai en el siglo XIII. De ellasno restan más que las murallas y lastorres, unas tumbas pétreas y libros deleyendas y gestas. —¡Mirad estas tumbas! —me dijo elHutuktu—. Aquí fue sepultado el hijo deJan Uyuk. Dos chinos le compraron paraque matase a su padre; pero su hermanaimpidió el crimen, matando ella mismaal joven príncipe para proteger a suanciano padre emperador. Aquí está latumba de Tsinilla, la amadísima mujerde Kan Mangu, la cual abandonó lacapital China para resistir en JargaBolgasun, donde se enamoró delesforzado pastor Damcharen, quien,montado a caballo, corría más que elviento y cogía los yaks y los caballos

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salvajes con sus manos después. El Kan,furioso, hizo estrangular a la infiel; perola sepultó en seguida con honoresimperiales, e iba con frecuencia a llorarsobre su tumba sus ilusiones perdidas. —¿Y qué fue de Damcharen? —lepregunté. El Hutuktu lo ignoraba; pero su viejoservidor, que conocía todas lasleyendas, repuso: —Con la ayuda de los ferocesbandidos chahars, luchó contra loschinos bastante tiempo y no se sabecómo murió. En ciertas épocas los monjes van arezar a las ruinas y escudriñaban enellas en busca de los libros u objetossagrados escondidos o enterrados en los

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escombros. Últimamente encontrarondos fusiles chinos, dos anillos de oro yvoluminosos legajos de manuscritosatados por correas. —¿Por qué atrajo esta región a lospoderosos emperadores y Kanes quereinaron del Pacifico al Adriático? —me pregunté—. No sería ciertamente porsus montañas, por sus valles pobladosde abedules y pobos, por sus vastasextensiones arenosas, sus lagosrecónditos y sus pedregales estériles. Los grandes emperadores, recordandola visión de Gengis Kan, buscaron aquínuevas revelaciones y modernasprofecías relativas a su milagroso ymajestuoso sino, rodeado de honoresdivinos, de obediencia y de odio.

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¿Dónde podían mejor ponerse encontacto con los dioses los buenos y losmalos espíritus que en la propiaresidencia de estos seressobrenaturales? Toda la región de Zain,salpicada de ruinas venerables, es ellugar más apropiado para ello. —A esta montaña solo pueden subirlos descendientes directos de GengisKan —me afirmó Pandita—. A medianoche, el hombre vulgar se sofoca ymuere si quiere seguir subiendo. Hacetiempo que unos cazadores mongolespersiguiendo a una manada de lobospenetraron en la región y perecierontodos. En sus laderas abundan lasosamentas de águilas, búfalos y de esosantílopes kabarga que corren ligeros y

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rápidos como el viento. allí habita eldemonio infame que posee el libro delos destinos humanos. Me expliqué el fenómeno. En el Cáucaso occidental trepé unavez por una montaña entre Sujun Kalé yTupsei, donde perecen los lobos, laságuilas y las cabras montesas. Loshombres sucumbían también si noatravesasen a caballo la funesta región.La tierra produce ácido carbónico quese desprende de las faldas de lamontaña, destruyendo la vida animal. Elgas se adhiere al suelo, formando unacapa, de unos cincuenta centímetros deespesor. Los jinetes pasan por encimade este baño gaseoso y los caballoslevantan la cabeza, resoplan y relinchan

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de miedo hasta que han cruzado la zonapeligrosa. Aquí, en la cima del monte,donde el mal demonio hojea el libro delos designios misteriosos, acontece elmismo fenómeno y comprendí el terrorsagrado de los mongoles, así como laatracción irresistible que el lugar ejerceen los descendientes de Gengis Kan,hombres altos, casi gigantes. Sus altivascabezas sobresalen de las capas del gasvenenoso, de modo que pueden alcanzarla cúspide de la terrible y despiadadamontaña. También atribuí el fenómeno auna causa geológica, la de que allíestuviese el límite meridional de losyacimientos hulleros que producen elácido carbónico y el gas de lospantanos.

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No lejos de las ruinas que cubren lastierras de Hun Doptchin Djamtso hay unpequeño lago que algunas veces ardecon llamas rojas, aterrorizando a losmongoles y a los caballos.Naturalmente, el lago es un vivero deleyendas. Dicen que allí cayó unmeteoro y se hundió profundamente en elsuelo. La excavación producida dioorigen al lago. Aseguran igualmente quelos moradores de los parajessubterráneos, mitad hombres, mitaddemonios, trabajan para extraer lapiedra celeste de su hondísimo álveo,pero que ella enciende el lago cuando lalevantan, y cae de nuevo a pesar de susesfuerzos. No he visto ese lago; pero uncolono ruso me explicó que sin duda

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había petróleo en la superficie de susaguas y que las hogueras de los pastores,o más bien los rayos ardientes del sol,lo incendiaban. Sea como sea, todo esto nos ayuda acomprender el atractivo de este paíspara los conquistadores mongoles.Karakorum fue lo que me causóimpresión más fuerte. Allí vivió el cruely sabio Gengis Kan y concibió susmagnos proyectos: ahogar el Oeste ensangre y esparcir por el Este unesplendor tal, que nunca pudieraextinguirse. Gengis Kan fundó dosKarakorum: una cerca de Tatsagol, en laruta de las caravanas; otra en el Pamir,donde los campeones melancólicossepultaron a los grandes conquistadores

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en un mausoleos construido porquinientos cautivos, que fueronsacrificados, a mayor gloria del difunto,cuando terminó la obra. El guerrero Pandita Hutuktu murmuróuna plegaria sobre las ruinas, por lasque erraban las sombras de aquellospotentados que habían reinado en lamitad del mundo; su alma ardía endeseos de realizar las mismas hazañasquiméricas y de elevarse a la altura deGengis Kan y Tamerlán. A nuestro regreso fuimos invitados, aalguna distancia de Zain, por un ricomongol que tenia ya preparadas susyurtas, adornadas para el caso conlujosas alfombras y cortinajes de seda.El Hutuktu aceptó. Nos instalamos en los

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muelles cojines de las yurtas, mientrasque el Hutuktu bendecía al mongol,tocándole la cabeza con su santa manodespués de recibir los hatyks. Nuestro huésped hizo traer un carneroentero guisado en una enorme cazuela.El Hutuktu cortó una pierna y me laofreció, quedándose con la otra. Luegotendió un buen trozo de carne al másjoven de los hijos del dueño de la tienday dio su venia para que empezase elfestín. En un guiñar de ojos el carnerofue descuartizado y los pedazosdistribuidos entre los convidados.Cuando el Hutuktu hubo arrojado alfuego los huesos blancos completamentemontados, el huésped, de rodillas, retiródel fuego un fragmento de piel de

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carnero y se lo presentó con las dosmanos ceremoniosamente al Hutuktu.Pandita se puso a raspar la lana y lascenizas con su cuchillo, cortó la piel endelgadas tiras y saboreó el exquisitomanjar. Esta es la parte que cubre elesternón y se llama en mongol tarach; esdecir, flecha. Cuando despedazan uncarnero, arrancan esta parte, quecolocan sobre las brasas, tostándola afuego lento. Preparado así este pedazo,el más selecto del animal, se brinda alinvitado de más categoría. La costumbreno permite repartirlo. Terminada la cena, nuestro anfitriónpropuso una cacería de musmones, puessabia que una manada de ellos pasabapor las montañas a mil quinientos metros

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de las yurtas. Nos trajeron caballosricamente ensillados. Todos los arreosde la montura de Hutuktu estabanadornados con gallardetes rojos yamarillos marcados con su escudo. Nosdaban escolta unos cincuenta jinetes. Cuando echamos pie a tierra nosapostamos detrás de las rocas a eso detrescientos pasos uno de otro, y losmongoles precipitaron el movimientoenvolvente en torno de la montaña. Alcabo de media hora vi brillar una cosaen la cima y pronto divisé un estupendomusmón que brincaba de peña a peñadando saltos prodigiosos; tres él pasócomo un rayo un grupo de unas veintecabezas. Pensé que los mongoles habíanhecho mal el cerco y empujando el

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rebaño hacia un lado antes decompletarlo; pero, afortunadamente, meengañé. En efecto, junto a una roca,precisamente enfrente de nosotros,surgió un mongol agitando las manos.Solo el animal que iba primero continuósu marcha sin espanto, pasando al ladodel ojeador, pues el resto del rebañocambió bruscamente de dirección y seprecipitó hacia mí. Rompí fuego ycayeron dos animales. El Hutuktuderribó uno y un antílope almizclado quesalió de improviso entre unos peñascos.El mejor par de cuentos pesabaaproximadamente treinta libras ypertenecía a un joven musmón. A la mañana siguiente de nuestroregreso a Zain-Chabi, hallándome del

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todo restablecido, decidí proseguir miviaje a Van Kure. Me despedí delHutuktu, quien me regaló un hermosohatyk y se deshizo en elogios delobsequio que le hice el primer día. —¡Es un remedio admirable! —exclamó—. Confieso que nuestraexcursión me había fatigado algo, perohe tomado vuestra medicina y me hequedado como nuevo. Gracias, muchasgracias. El pobre mozo se había tragado miosmiridio. Seguramente que no podíasentarle mal, pero lo sorprendente eraque le hubiese fortalecido. Quizá losdoctores occidentales deseen ensayareste nuevo reconstituyente, inofensivo ypoco costoso; en el mundo no hay más

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que ocho libras de ese metal. Por miparte reclamo únicamente los derechosdel producto en Mongolia, Barga,Sinkianng, Kuku-Nor y los demás paísesdel Asia central. Un viejo colono ruso me sirvió deguía. Me facilitaron un coche ligero ycómodo, tirando de una manera curiosa.Una pértiga de cuatro metros de largaiba perpendicularmente en la delanterade las varas. Dos jinetes a cada ladocogían esta pértiga en lo alto del arzónde su silla y galopaban arrastrando micarruaje por la llanura. A la zaga corríanotros cuatro jinetes con sendos caballosde repuesto.

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CAPITULO II

¡ALTO!

Como a dieciocho kilómetros de Zain,y desde lo alto de un cerro, divisamos,serpenteados en el valle, una fila dejinetes, a los que encontramos mediahora más tarde en la orilla de un ríoprofundo y cenagoso. Aquel grupo secomponía de mongoles, buriatos ytibetanos, armados con fusiles rusos. Alfrente de la columna cabalgaban doshombres, uno de los cuales llevaba un

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enorme gorro negro de atracan y unacapa de fieltro también negra concapucha roja, al estilo del Cáucaso. Estejinete me interceptó el paso, y con vozbrutal y grosero ademán, me dijo: —¡Alto! ¿Quién sois? ¿Adónde vais yde dónde venís? Contesté lacónicamente. Entonces meexplicaron que su destacamentopertenecía a las fuerzas del barónUngern y estaba a las órdenes delcapitán Vandaloff. —Yo soy el capitán Bezrodnoff, juezmilitar. Y se echó a reír a mandíbula batiente.Su fisonomía, insolente y estúpida, medesagradó, por lo que, saludando a losoficiales, hice intención de continuar la

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marcha. —¡Ah, no! ¡Repito que alto! —gritó elmilitar, cerrándome el paso nuevamente—. No le autorizo a que siga adelante.Tenemos que hablar de cosas serias,largo y tendido, y para ello regresareisconmigo a Zain. Protesté y le enseñé la carta delcoronel Kazagrandi, pero respondiófríamente: —Esta carta interesa al coronelKazagrandi y que volváis a Zainconmigo me importa a mí. Ahoraentrégueme sus armas. Me negué a cumplir esta orden,jugándome la vida por midesobediencia. —Escuchad —le dije—. Seamos

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francos. ¿Peleáis, en realidad, contra losbolcheviques o pertenecéis al ejércitorojo? —No, no; os lo juramos —respondióel oficial buriato, Vandaloff,acercándose a mí—. Hace tres años queestamos en lucha con ellos. —Pues siendo así, me es imposibleentregaros mis armas —repuse concalme—. Las he traído de la Siberiasoviética, me han servido en muchoscombates y no consiento en rendirlas aunos oficiales blancos. Es una afrentaque no puedo tolerar. Diciendo esto, tiré al río mi fusil y mirevólver. Los oficiales se mostraronavergonzados. Bezrodnoff se pusoencendido de rabia.

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—Os he ahorrado, y a mí también, unahumillación —le añadí. Bezrodnoff, callado, dio media vueltaa su caballo. El destacamento, detrescientos hombres, desfiló delante demí: solo dos jinetes se detuvieron,mandaron a mis mongoles quecambiasen de dirección y se colocarondetrás de mi pequeña comitiva. ¡Estabapreso! Uno de los soldados que mecustodiaba era ruso y me dijo queBezrodnoff llevaba con él numerosassentencias de muerte. Seguramente lamía figuraba entre ellas. ¿Para qué haberse abierto paso entrelas partidas de rojos, haber sufridohambre y frío y desafiado a la muerte enel Tíbet, si mi estrella era caer sin

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gloria bajo las balas de los mongoles deBezrodnoff? Verdaderamente, no vale lapena haber viajado y luchado tanto, nivenir de tan lejos a costa de sobresaltosy riesgo casi constantes. En cualquierpuesto de la checa, en Siberia, hubiesetenido el mismo fin. Cuando llegamos a Zain-Chabiregistraron mi equipaje y Bezrodnoffempezó a interrogarme minuciosamentesobre los acontecimientos que habíanocurrido en Uliassutai. Conversamoscerca de tres horas, durante las cualesprocuré defender a todos los oficialesde Uliassutai, asegurando que losinformes de Domojiroff carecía deveracidad. Debí convencerles, porquecomo remate de la entrevista, el capitán

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se levantó y me presentó sus disculpaspor haber interrumpido mi viaje. Luegome ofreció un magnifico máuser conincrustaciones de plata y me dijo: —Vuestra altivez me ha satisfechomucho. Os ruego que aceptéis esta armaen recuerdo mío. Al día siguiente volví a salir de Zain-Chabi, llevando en el bolsillo elpasaporte de Bezrodnoff para suscentinelas.

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CAPITULO III

VIAJE CON “URGA”

Una vez más recorrí los sitios yavistos, el cerro desde donde divisé eldestacamento de Bezrodnoff, el río alque tiré mis armas, y pronto quedó tododetrás de mí. En la primera paradaexperimenté la desagradable sorpresa deno encontrar en ella caballos. En layurta se hallaba el posadero y dos desus hijos. Le mostré mi documento yexclamó:

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—El noyón tiene derecho al “urga”.Descuidad, que en seguida os traerécaballos. Montó en una yegua, llevó con él dosde sus mongoles, y provistos de largasvaras de cuatro a cinco metros de largo,terminadas en un extremo por un rizo decuerda, los tres hombres salieron agalope. Mi coche los guió.Abandonamos el camino, cruzamos lallanura, y al cabo de una hora dimos conun rebaño de caballos que pastaban enuna verde pradera. El mongol cogióalgunos, sirviéndose de su vara provistadel nudo corredizo llamado “urga”. Delas montañas vecinas acudieron a escapelos propietarios del rebaño. Cuando elviejo mongol les enseñó mis papeles,

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asintieron sumisos y designaron a cuatrode sus hombres para reemplazar a losque me habían acompañado. Losmongoles viajan así; en vez de pasar porlas paradas de postas, van de rebaño enrebaño, atrapan con la “urga” caballosde refresco, los hacen ensillar y losnuevos propietarios sustituyen a losantiguos guías. Todos los mongolessujetos a acatar el derecho al “urga” seafanan para cumplir su compromiso conla mayor rapidez posible y galopan atoda velocidad en la dirección indicada,hacia la dehesa más próxima, a fin detransmitir su obligación al ganaderoinmediato. Un viajero con derecho a“urga” puede apoderarse de los caballosque necesite, y si no encuentra guardas,

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tiene atribuciones para continuar con losque tenga, dejando las bestias cansadasen el rebaño donde realiza la nuevaaprehensión. Esto sucede raras veces,porque al mongol no le gusta ir a buscarsus animales a un rebaño perteneciente aotro, por temor a las discusiones a queello pudiera dar lugar. Según los naturales del país, la ciudadde Urga debe este nombre, puesto porlos extranjeros, a esta pintorescacostumbre. Los mongoles la llamansiempre Ta Kure; es decir, granmonasterio. Los buriatos y los rusos, quefueron los primeros en comerciar en laregión, la denominaron Urga por que erala meta de todas las expedicionescomerciales que atravesaban las

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llanuras usando ese sistema de relevos.Hay una segunda explicación: la de quela ciudad está en un lazo formado portres cadenas de montañas, siendo el ríoTola, que corre entre ellas, como la varaa cuyo extremo se halla el “urga”peculiar de aquellas llanuras. Merced al derecho de “urga”, crucéregiones de Mongolia desconocidas alos viajeros, recorriendo más detrescientos kilómetros. Esto me permitióestudiar la fauna de esa parte del país.Vi enormes rebaños de antílopes(wapiti) y antílope almizclado (abarga).A veces, visión fugaz en el horizonte,pasaban como un relámpago pequeñosrebaños de caballos salvajes o deonagros.

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En cierto sitio observé una importantecolonia de marmotas. En un espacio devarios kilómetros cuadrados sedistinguían perfectamente sus montículosy las bocas que dan acceso a lasmadrigueras. Por entre esos montículoscirculaban los animales amarillo-griseso pardos, de todos los tamaños, teniendolos más grandes el de la mitad e unperro ordinario. Corrían torpemente y supiel parecía flotar como si fuesedemasiado ancha para sus cuerposrepletos. Las marmotas son notables“prospectores” y cavan sin cesar hondaszanjas, echando las piedras a lasuperficie. En numerosos lugares losmontecillos estaban hechos de mineralde cobre, y más al Norte, encontré

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minerales conteniendo wolfran yvanadio. Cuando la marmota se planta ala entrada de su agujero, se sientadescansando sobre las patas traseras yse confunde con un leño, un tronco o unapiedra. En cuanto ve un jinete, le invadela curiosidad y se pone a silbar en tonoagudo. Los cazadores aprovechan lacuriosidad de las marmotas paraaproximarse a sus boquetes, agitandobanderines puestos en el extremo delargas picas. Toda la atención delanimal se concentra en la llamativa tela,y la bala que va a herirle le explica larazón de ser del desconocido objeto. Presencié una escena muy interesanteal pasar por en medio de una colonia demarmotas, cerca de un río llamado el

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Orjon. Había allí millares demadrigueras, por lo cual mis mongolestuvieron que emplear toda su destrezapara evitar que los caballos diesen untropezón que hubiera podido romperlesuna pata. Sobre nuestras cabezas, peromuy alto, volaba un águila describiendocírculos. De repente cayó cual unapiedra sobre un montículo y quedó en sucúspide inmóvil como una roca. Lamarmota, algunos minutos después, salióde su escondrijo para comadrear conuna vecina. El águila saltó con calma dedonde estaba y tapó la boca de lamadriguera con una de sus alas. Lamarmota, al oír el ruido, se volvió,preparándose para el ataque, a fin depenetrar por la fuerza en su soterrado,

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pues evidentemente había dejado en él asu cría. Empezó la lucha. El águilapeleaba con su ala libre, una pata y elpico, y continuaba obstruyendo laentrada. La marmota se arrojóvalientemente contra el ave de rapiña,pero no tardó en ser vencida, herida deun tremendo picotazo. Solo entoncesretiró el águila su ala, se acercó a lamarmota, la remató y no sin dificultad laelevó en sus garras para devorarla en lamontaña. En los parajes más áridos, dondeapenas hay unas briznas de hierba, aquíy allá, existe otra especie de roedor,l lamado imurán, que suele tener eltamaño de una ardilla. Su pelaje es delmismo color que la pradera, por lo que

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se escurren como las serpientes,recogiendo los granos diseminados porel viento y acarreándolos a susreducidas guaridas. El imurán cuentacon una amiga fiel: la alondra amarillade los prados, de cabeza morena. Estepájaro, cuando ve al imurán corretearpor la llanada, se posa sobre él, aleteapara mantenerse en equilibrio y se hacellevar a galope, por su caballería, quemueve alegremente su larga yenmarañada col. La alondra, mientrastanto, espulga con maña y presteza losparásitos que viven en el cuerpo de suamigo, y demuestra la alegría que lacaza le produce, entonando unalborozado cántico. Los mongolesllaman al imurán el corcel de la alegre

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alondra. Esta avisa al imurán de laproximidad de las águilas y los halconeslanzando tres agudos silbidos en elmomento que distingue a los piratas delaire, y se apresura a esconderse debajode una piedra o de un tojo. En cuantooye la señal no hay imurán que saque lacabeza de su covacha mientras dura elpeligro. Así viven la alondra y el roedoren íntimo contacto. En otras regiones de Mongolia,abundantes en ricos pastos, vi otro tipode roedor que ya había encontrado en elUrianchi. Es una descomunal rata depradera, negra y de rabo corto, que viveen colonias de ciento o doscientosindividuos. Resulta interesante, y aunúnica en su género, por su habilidad

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para prepararse, como buen granjero, suprovisión de forraje para el invierno.Durante las semanas en que la hierbaestá especialmente suculenta, la siegamaterialmente con rápidos y bruscosvaivenes de cabeza, cortando unosveinte o treinta tallos con sus largosdientes de delante. Luego pone el heno asecar, y, por último, lo guarda del modomás metódico. Para ello hace unmontículo de unos treinta centímetros dealto. En seguida hinca en el suelo cuatroestacas inclinadas de madera queconverjan hacia el centro de la pila y lasune encima del heno con hierbajos máslargos, cuidando de que los extremosrebasen lo suficiente para poder añadirotro pie de altura a su montón; una vez

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que este ha subido treinta centímetros,sujeta todavía más la superficie confuertes hierbas, a fin de impedir que elviento esparza por la pradera su tesoroalimenticio. Coloca siempre la pilajustamente enfrente de su madriguera,con objeto de evitar penosos acarreosdurante la mala estación. Los caballos ylos camellos son muy aficionados a estepienso, que el hacendoso bicho lesproporciona, porque está formado por lahierba más apetitosa; pero la sólidaconstrucción de los montes resiste sindeshacerse incluso las patadas de loscuadrúpedos. Casi por doquiera he hallado enMongolia parejas o bandos enteros deperdices praderiles llamadas salgas o

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perdices golondrinas, debido a que porsus largas colas y modo de volar separecen mucho a estos pájaros. Lassalgas no son salvajes ni tímidas y dejanque se llegue hasta diez o quince pasosde ellas; pero cuando vuelan se elevanmuy alto y recorren distanciasconsiderables sin pararse, silbando todoel tiempo como las golondrinas. Sucolor suele ser gris claro o amarillo, sibien los machos tienen lindas manchascanela en la pechuga y las alas, y laspatas cubiertas de espesas plumas. El “urga”, gracias al cual pude hacerestas observaciones en regiones pocofrecuentadas, no está, sin embargo,exento de inconvenientes. Los mongolesme conducían directamente y con

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rapidez a mi destino, y recibían consatisfacción los dólares chino que lesdaba; pero después de haber recorridocerca de ocho mil kilómetros en mi sillacosaca, entonces desatendida en latrasera del coche y llena de polvo, merebelé contra las sacudidas y e traqueteoque me imponían aquellas carrerasalocadas en un carricoche arrastrado atoda velocidad sobre pedruscos,terrones y baches, por caballos salvajesllevados a rienda suelta; el cochebrincaba, crujía, y, a decir verdad, solose conservaba el equilibrio por lapreocupación cruel y obstinada dedemostrar al viajero extranjero lacomodidad y el bienestar de una buenacarroza mongola. Todos los huesos

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empezaron a dolerme. Acabé gimiendo acada sacudida y teniendo un fuerteataque de ciática en la pierna herida. Denoche no podía dormir o estar echado, yni siquiera sentarme, sin padecerextraordinariamente, y pasaba las horasenteras dando vueltas por la llanura,oyendo los sonoros ronquidos de loshabitantes de la yurta. Una vez tuve quedefenderme de dos enormes perrosnegros que me atacaron. Al cabo,rendido por aquella tortura, me viprecisado a acostarme. Me eraimposible mover la pierna y la espalda,y la fiebre se apoderó de mí. Esto meobligó a detenerme. Tomé toda laaspirina y la quinina de mi botiquín,pero sin obtener alivio. Ante mí se

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presentaba la perspectiva de una nochede insomnio, lo cual me colmaba deterror. Nos habíamos apeado en la yurtareservada a los viajeros, cerca de unmonasterio insignificante. Mis mongolesinvitaron al doctor lama a que mevisitase; me propinó unos polvos muyamargos y me afirmó que podríareanudar la marcha al día siguiente.Primero sentí una aceleración de loslatidos del corazón, y luego dolores másintensos. Pasé de nuevo una noche sindormir; pero cuando amaneció, el dolorcesó instantáneamente, y una horadespués mandé que me ensillasen uncaballo porque temía continuar el viajeen el coche. Mientras que los mongoles atrapaban

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los caballos llegó a mi tienda el coronelN. N. Filipoff, quien me dijo queprotestaba enérgicamente de lasacusaciones que le habían dirigido a él,a su hermano y a Poletika,considerándolos bolcheviques.Bezrodnoff le había autorizado a ir aVan Kure para ver al barón Ungern, quele esperaba; pero Filipoff no sabia quesu guía mongol iba armado de unagranada y que otro mongol le precedía adistancia, portador de una carta para elbarón. También ignoraba que Poletika ysus hermanos acababan de ser fusiladosen Zain-Chabi. Filipoff tenía prisa ydeseaba entrar en Van Kure aquel mismodía. Yo partí una hora después que él.

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CAPITULO IV

UN VIEJO ADIVINO

Seguimos la ruta de los correos. Enaquella región los mongoles no poseíanmás que unos cuantos caballos agotados,debido a la continua obligación deproporcionar cabalgaduras a losnumerosos emisarios de Daichi Van ydel coronel Kazagrandi. Tuvimos quedetenernos en la última parada antes deVan Kure, en la que un mongol viejo ysu hijo nos atendieron. Después de

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cenar, el anciano copio un omoplato deun carnero, del que había sido raspadacuidadosamente la carne, y mirándome,al tiempo de colocar el hueso entre lasbrasas del hogar, me dijo: —Voy a revelaros vuestro porvenir, ytened en cuenta que todas mispredicciones se cumplen. Cuando el hueso se ennegreció lo sacóde la lumbre, sopló las cenizas, comenzóa examinar su superficie muyatentamente y luego lo puso delante de lallama, mirándolo al trasluz. Duró esestudio largo rato, hasta que, expresandoverdadero terror, dejó caer el hueso alfuego. —¿Qué os pasa? —le pregunté,riendo.

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—¡Callad! —murmuró—. Hedescubierto señales horribles. Volvió a coger el hueso, tornó acontemplar toda su superficie y,mascullando sin cesar plegariasacompañadas de extrañas muecas, mehizo este vaticinio con voz solemne yfirma: —La muerte, personificada en unhombre alto, blanco y de pelo rojo, se osacercará por la espalda y os acecharápara mataros. La sentiréis y esperaréisel golpe, pero la muerte se retirará. Otroblanco se hará amigo vuestro. Antes delcuarto día perderéis unos buenosamigos, que perecerán heridos por unlargo cuchillo. Les veo devorados porlos perros. Desconfiad del hombre de

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cabeza en forma de silla de montar, puespretenderá causaros la muerte. Después que el posadero mongol mehubo declarado mi porvenir,permanecimos un buen rato fumando ytomando té, pero el viejo no cesaba demirarme con pena. En mi mente surgió laidea de que así debían ser mirados loscondenados a muerte. Aún no rayaba elalba cuando nos despedimos del tétricoprofeta, y a los veinticinco kilómetrosde su yurta avistamos el caserío de VanKure. Hallé al coronel Kazagrandi en sucuartel general. Era un hombre defamilia distinguida, apto ingeniero yexcelente oficial que había descolladodurante la guerra en defensa de la isla deMoom, en el Báltico, y a continuación en

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la lucha contra los bolcheviques junto alVolga. El amable coronel me invitó abañarme en una pila de verdad,instalada en la casa del presidente de laCámara de Comercio. Estando en eldomicilio de ese señor, entró en él unjoven capitán, alto, de pelo rojo yrizado, de rostro sumamente blanco,aunque repulsivo e imperturbable, deojos grandes, fríos como el acero, y delabios finos, casi mujeriles. En elconjunto de su fisonomía se leía talcrueldad impasible que causabamalestar mirarle a la cara, atractiva apesar de todo. Cuando salió, elpresidente me dijo que era el capitánVeseloffsky, ayudante del generalRedzukine, paladín de la causa blanca

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en el norte de Mongolia. El generalacababa de llegar para conferenciar conel barón Ungern. Después del almuerzo, el coronelKazagrandi me invitó a ir a verle a suyurta, y empezamos a hablar de losacontecimientos que ocurrían enMongolia occidental, donde la situaciónse había agravado considerablemente. —¿Conocéis al doctor Gay? —mepreguntó Kazagrandi—. Sabéis que meayudó a formar mi destacamento, peroUrga le acusa de ser agente de lossoviets. Defendí a Gay lo mejor que pude,recordando favores que me hizo y que elpropio Kolchak le tuvo de colaborador. —Sí, sí; yo también he dicho eso a

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favor de Gay; pero Redzukine acaba devenir trayendo unas cartas escritas porGay a los bolcheviques y detenidas en elcamino. Por orden del barón Ungern,Gay y su familia han sido trasladados alcuartel general de Redzukine y temo queno lleguen a su destino. —¿Por qué? —pregunté. —¡Serán fusilados antes! —¿Qué haremos? —respondí—. Esimposible que Gay, tan culto einteligente, sea bolchevique. Decidí ir a ver en seguida aRedzukine, pero precisamente en aquelmomento entró el coronel Filipoff y sepuso a hablar de los errores que secometían en la instrucción militar de lossoldados. Apenas entregué mi capote, se

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presentó otro militar. Era un jefe, decorta estatura, que usaba gorra cosacaverde, de visera, y capote gris mongolmuy roto. Llevaba un brazo encabestrillo, sujeto con un pañuelo negroanudado al cuello. Era el generalRedzukine y me lo presentaroninmediatamente. Durante nuestraconversación, el general, cortés yhábilmente, averiguó mis hechos ydichos desde la revolución, bromeandoy riendo discretamente. Cuando salióaproveché la ocasión y le acompañé. Meescuchó atentamente y luego, con tonodeferente, me dijo: —El doctor Gay es un agente de lossoviets disfrazado de blanco para ver yoír mejor y saberlo todo. Estamos

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rodeados de enemigos. El pueblo ruso,completamente desmoralizado, es capazde todas las infamias para tener dinero.Este es el caso de Gay. Además, ¿a quéseguir hablando de tal sujeto? El y sufamilia ya no existen. Mis hombres loshan ejecutado hoy a cinco kilómetros deaquí. Mudo de espanto, consternado, miré elrostro de aquel hombrecito de voz dulcey modales finos. En sus ojos leí tantoodio y tenacidad, que en seguidacomprendí el respeto temeroso de losoficiales que había visto en supresencia. Más tarde, en Urga, supeotras particularidades del general, quese distinguía igual por su bravura quepor su crueldad. Era el perro de presa

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del barón Ungern, dispuesto a arrojarseal fuego o a la garganta de cualquiera sisu amo se lo mandaba. Solo habían pasado cuatro días y “misamigos” ya no Vivian, muertos por un“largo cuchillo”. Una parte, por lomenos, de la profecía del mongolresultaba cierta. Ahora me faltabaesperar la amenaza de muerte. Noaguardé mucho. Cuarenta y ocho horasdespués, el jefe de la división decaballería asiática llegó a Van Kure. Setrataba del barón Ungern von Sternberg.

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CAPITULO V

“LA MUERTE,PERSONIFICADA EN UNHOMBRE BLANCO, OSACECHARA PARAMATAROS”

El terrible general, el barón, sepresentó de improviso, sin seranunciado por los atalayas del coronelKazagrandi. Después de haber habladocon este, nos citó al coronel Filipoff y amí para que compareciésemos ante él.

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El mismo Kazagrandi me notificó laorden. Quise acudir en seguida, pero elcoronel me detuvo una media hora y medeseó buena suerte. —¡Que Dios os proteja! ¡Andad! Extraña despedida, en verdad, pocotranquilizadora y completamenteenigmática. Cogí mi revólver y escondíen el forro de la manga un frasquito decianuro de potasio. El barón sehospedaba en la yurta del medicomayor. Cuando entré en el patio, el capitánVeseloffsky vino a mí. Llevaba en elcinto un sable cosaco y un revólver sinfunda. Entró en la yurta para comunicarmi llegada. —¡Pasad! —dijo al salir de la tienda.

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Frente a la puerta, mis ojos vieron uncharco de sangre que el suelo no habíatodavía tenido tiempo de empapar, señalde mal agüero que parecía señalar lasuerte del que me precedió en laaudiencia. Golpeé. —¡Adelante! —respondiome una vozchillona. Al trasponer el umbral, un hombre,vestido con una tunica mongola de sedaroja, se lanzó sobre mí como un tigre,me estrechó la mano apresuradamente yse echó en una cama puesta en un ladode la tienda. —Decidme quién sois. Alrededornuestro no hay más que espías yagitadores —exclamó con vozpenetrante y nerviosa, clavando los ojos

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en mí. En un momento me di cuanta de suaspecto externo y de su carácter: teníacabeza pequeña, hombros anchos,cabellos rubios en desorden, bigoterubio de cepillo y un rostro demacradocomo el de los antiguos iconosbizantinos. Luego desparecieron todosesos rasgos y solo vi una frente amplia ydespejada y debajo de ella unos ojos deacero, barrenantes, fijos en mí, cual losde un tigre agazapado en el fondo de sucubil. Mis observaciones duraron lo queun relámpago, pero comprendí que antemí se hallaba un hombre peligroso,dispuesto a precipitarse, sin reflexionar,en lo irremediable. Aunque el riesgo erainminente, sentí profundamente el

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insulto. —Sentaos —dijo con tono seco y vozsilbante, indicándome una silla ymanoseándose nerviosamente el bigote. Noté que la cólera se iba apoderandode mí, y le repuse sin sentarme: —Os habéis permitido ofenderme,barón. Mi nombre es bastante conocidopara que podáis ahorraros esos epítetos.Podéis hacer de mí lo que queráisporque la fuerza os acompaña; pero nome obliguéis a hablar a la persona queme insulta. Al oír estas palabras se incorporó enla cama, y, visiblemente sorprendido, sepuso a examinarme, conteniendo larespiración y no dejando en paz elbigote. Conservando mi aparente

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serenidad, dirigí una ojeada indiferentea toda su yurta, y entonces vi al generalRedzukine. Le saludé con unainclinación de cabeza y él me devolvióel saludo silenciosamente. Luego mevolví hacia el barón, quien, sentado, lacabeza baja y los ojos cerrados, sepasaba la mano de cuando en cuando porla frente, murmurando frasesininteligibles. De repente se levantó con brusquedady dijo encarándose con una personasituada detrás de mí: —¡Retiraos, no os necesito! Di media vuelta y vi al capitánVeseloffsky, el del rostro blanco y frío.No le había oído entrar. Este saludómilitarmente y se fue.

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“La muerte, personificada en elhombre blanco, me acechaba; pero se haseparado de mí”, pensé. El barón meditó un momento y empezóa decir frases atropelladas y sinconcluir. —Os ruego que me disculpéis...Comprenderéis... Hay tantos traidores...Las personas honradas handesaparecido. No puedo fiarme denadie. Abundan los nombres falsos y losdocumentos usurpados. Los ojos y loslabios mienten. La desmoralizaciónimpera por todas partes, porque elbolchevismo ha corrompido la sociedad.Acabo de hacer ejecutar al coronelFilipoff, que se decía representante de laorganización blanca de Rusia. En el

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forro de su uniforme se le encontrarondos códigos secretos, empleados por losbolcheviques. Cuando mi ayudanteblandió el sable sobre su cabeza,exclamó: “¿Por qué me matas,Tovarich?”. Creedlo, no puedo fiarmede nadie.

Calló y yo también guardésilencio.

—Dispensadme —añadió—. Os heofendido, pero no soy sólo un hombre,soy jefe de fuerzas importantes y tengotantas preocupaciones y penas... Percibí en su voz una mezcla dedesesperación y sinceridad.

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El general me tendió francamente lamano. Permanecimos silenciosos. Porúltimo, respondí: —Decidid lo que vayáis a hacer demí, pues carezco de documentos, falsoso auténticos. Muchos de vuestrosoficiales me conocen y podré encontraren Urga quien os garantice de que no soyagitador ni... —¡Basta, basta! —interrumpió elbarón—. Estoy convencido. He leídovuestra alma y lo sé todo. Lo queescribió acerca de vuestros planes elHutuktu de Narabanchi es cierto. ¿Enqué puedo serviros? Le expliqué cómo mi amigo y yohabíamos huido de la Rusia soviéticacon intención de regresar a nuestra

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patria, y cómo un grupo de soldadospolacos se habían unido a nosotros paraconseguir el mismo fin. Terminépidiéndole que nos ayudadse a alcanzarel puerto más próximo. —Bien, con mucho gusto... Contad conmi auxilio —contestó, distraídamente—.Os llevaré a Urga en mi automóvil.Mañana iremos allá y hablaremos detodo eso. Me despedí de él y salí de la yurta. Alvolver a mi casa hallé al coronelKazagrandi, que con ansiedad sepaseaba por mi cuarto. —¡Gracias a Dios! —exclamó,santiguándose. Su alegría me emocionó; pero, noobstante, me pareció que el coronel

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habría podido adoptar medidas máseficaces para mi salvación, si tanto leinteresaba. Las peripecias de aquel díame tenían rendido y me sentía falto defuerzas. Al mirarme al espejo se mefiguró que estaba más viejo y canoso.Aquella noche no pude dormiracordándome del juvenil y simpáticorostro del coronel Filipoff, del charcode sangre, de los ojos fríos del capitánVeseloffsky, del tono de voz del barónUngern con sus matices tristes ydesesperados. Al cabo me quedédormido. Me despertó el propio barónUngern, que vino a excusarse de no serleposible llevarme en su coche por tenerque ir con Diachin Van; pero me informóde que había dado instrucciones para

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que me facilitasen su mejor camelloblanco y dos cosacos como asistentes.Apenas tuve tiempo de darle las gracias,porque se marchó precipitadamente. Me desvelé por completo. Me vestí, ymientras cargaba la pipa reflexioné.¡Cuánto más fácil es pelear con losbolcheviques en los lodazales de Seybio atravesar las crestas nevadas de UllanTaiga, donde los malos demonios matana los viajeros! ¡Allí todo era sencillo ycomprensible; aquí se vive en unaespantosa pesadilla!, en una tormentasombría y siniestra. Presentía algunatragedia, algo horrible en la conductadel barón Ungern, detrás del cualcaminaba pálido y mudo el capitánVeseloffsky... y la muerte.

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CAPITULO VI

LOS HORRORES DE LAGUERRA

Al día siguiente apuntaba el albacuando me trajeron el camello blanco,una esplendida bestia, y partimos. Miescolta se componía de dos cosacos, dossoldados mongoles y de un lama, condos acémilas, que llevaban la tienda ylas provisiones. Yo seguía temiendo que el barón, noatreviéndose a desprenderse de mí en

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presencia de mis amigos de Van Kure,hubiese urdido aquel viajepreparándome durante él alguna celadaque me fuese fatal. Además, con unabala en la espalda todo habríaterminado. Por consecuencia, iba ojo avizor, dispuesto a utilizar mi revólver ya defenderme. Vigilaba con preferenciaa los dos cosacos, que no se apartabande mí. A mediodía oímos a lo lejos unasirena de automóvil y vimos pasar el delbarón Unger a toda velocidad. Iban conél dos oficiales y el príncipe DiachinVan. El barón saludó cariñosamente yme gritó: —¡Nos veremos en Urga! “¡Ah! —pensé yo—. Voy a llegar a

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Urga. En tal caso puedo viajar tranquilo.En Urga tengo muchos amigos, sin contarcon los soldados polacos que conocí enUliassutai y que me esperan allí”. Después del encuentro con el barón,mis cosacos se mostraron atentísimosconmigo y procuraron distraermecontándome historias. Me narraron sus batallas con losbolcheviques en Transbaikalia y enMongolia con los chinos, cerca de Urga,y cómo descubrieron en varios soldadoschinos pasaportes firmados en Moscú.También me hablaron de la bravura delbarón Ungern, quien en lo más recio delos combates solía sentarse junto a unahoguera en la línea de fuego, fumando obebiendo té, sin miedo a las balas. Una

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vez sesenta y cuatro balas le atravesaronel capote, la montura y las cajascolocadas a su lado, y ninguna le tocó.La influencia que ejercía en losmongoles la debía a su invulnerabilidad.Me refirieron que antes de la batallahizo un reconocimiento en Urga con unsoldado cosaco, y que a su vuelta mató aun oficial y dos soldados chinos con subastón de bambú (tashur); que solollevaba con él una muda y un par debotas; que en los combates estaba serenoy alegre, y en los días de tregua, triste ypensativo, y que siempre se ponía alfrente de sus soldados en los asaltos. Yo a mi vez les conté mi fuga deSiberia, y el tiempo pasó rápidamente.Nuestros camellos trataban más y mejor,

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de suerte que en lugar de andar treintakilómetros al día, andábamos más deochenta. Mi camello ganaba a todos. Eraun magnifico animal, completamenteblanco, dotado de una hermosa crin; selo había regalado al barón Ungern unmagnate mongol, en unión de doscibelinas negras. Tranquilo y vigoroso,el atrevido gigante del desierto era tangrande, que montado en él creía estar enuna torre. Después de cruzar el Orjonencontramos el primer cadáver desoldado chino, tumbado de espaldas ycon los brazos abiertos en medio delcamino. Tras de atravesar los montesBurgut, penetramos en el valle del Tola,en cuyo extremo se halla Urga. El camino estaba salpicado de

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capotes, camisas, calzado, gorras ybidones que los chinos habían tirado ensu fuga, en la que también perdieronmucha gente. Más allá el caminoatravesaba un pantano, y a ambos ladosde él vimos montones de cadáveres desoldados y gran numero de caballos ycamellos muertos, carruajes rotos y todaclase de despojos. Allí fue donde lostibetanos del barón Ungern destruyeronel tren de operaciones de los derrotadoschinos. ¡Lúgubre y extraño contraste elde los cadáveres amontonados junto alanimado espectáculo de la primaverarenaciente! En los estanques, los patossalvajes de especies variadas surcabanla superficie del agua; en el herbazal, lasgrullas se entregaban a sus cómicas

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danzas, haciéndose el amor, los cisnes ylos gansos se deslizaban por los lagosen grandes grupos; en los parajesfangosos, parecidos a manchasluminosas, se destacaban las parejas deaves acuáticas y sagradas, de brillantescolores. En las alturas, las pavassilvestres saltaban y reñían mientrascomían; los bandos de perdices salgasvolaban silbando, y en las laderas de lasmontañas, a poca distancia, los lobos serevolcaban al sol perezosamente,ladrando y alborotando a ratos comocachorros juguetones. La Naturaleza no conoce más que lavida. La muerte es para ella un meroepisodio; borra sus huellas bajo la arenao la nieve y las oculta cubriéndolas con

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una vegetación exuberante de plantas yde flores. ¡Qué le importa a laNaturaleza que una madre en Chefu o aorillas del Yangtsé, ofrende un bol dearroz, quemando incienso en cualquiersantuario, y rece día y noche por lavuelta de su hijo, mártir oscuro, caído enlas llanuras del tola, para que sus huesossean calcinados por los rayos del sol ylos vientos esparzan el polvo sobre lasarenas de la planicie! ¡Hay en estaindiferencia de la Naturaleza a lamuerte, en este afán de vida, unagrandeza incalculable! El cuarto día alcanzamos las márgenesdel Tola ya cerrada la noche. Nos fueimposible encontrar el vado, y obligué ami camello a entrar e el río para buscar

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un paso. Por fortuna, di con un sitiopoco profundo, aunque algo fangoso, ypudimos cruzar sin dificultad. Tuvimossuerte, porque los camellos exponen alviajero a sorpresas desagradables ensemejantes ocasiones; si sienten que lesfalta el fondo y que el agua les llega alcuello, en vez de adelantar a nado, comohacen los caballos, se dejan flotar delado, lo cual resulta molestísimo paralos jinetes. Armamos nuestra tiendacerca del río. Veinticinco kilómetros más lejospisamos el campo de batalla donde selibró el tercer gran combate por laindependencia de Mongolia. Allí lastropas del barón Ungern se opusieron alavance de seis mil chino que venían de

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Kiajta para defender Urga. Los chinosfueron derrotados y dejaron cuatro milprisioneros. Sin embargo, estosintentaron escaparse durante la noche. Elbarón Ungern mandó en su persecución alos cosacos de Transbaikalia y a lostibetanos, y en aquella explanadapresenciamos el resultado de su obra.Unos mil quinientos cadáveres yacíaninsepultos y otros tantos fueronenterrados, según me dijo uno de loscosacos que tomó parte en la batalla.Los muertos tenían terribles heridasproducidas por sablazos, y el sueloestaba sembrado de correajes y otrasprendas de uniforme. Los mongolesabandonaron la región con sus rebaños,y los lobos los sustituyeron; muchos se

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escondían detrás de los peñascos o enlas zanjas cuando pasamos. Jaurías deperros, tan feroces como los lobos, lesdisputaban la posesión de la horriblepresa. Por fin nos alejamos de aquel sitioconsagrado al dios maldito de la guerra.Nos aproximamos a un curso de aguarápido y poco profundo: los mongoles,saltando a tierra, se quitaron los gorrosy se pusieron a beber. Era un ríosagrado que pasaba junto a la moradadel Buda vivo. De aquella cañadaentramos en otra, desde la quedivisamos un crestón montañosocubierto de bosques frondosos ysombríos. —¡El santo Bogdo-Ol! —exclamó el

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lama—. ¡La mansión de los dioses queprotegen a nuestro Buda vivo! Bogdo Ol es el enorme nudo de trescordilleras: Gegyl al Sudoeste, Gangynal Sur y Huntu al Norte. Esta montaña,con su envoltura de bosques vírgenes, espropiedad del Buda vivo. Las selvas están llenas de casi todaslas especies de animales que existen enMongolia, pero no se permite cazarlos.El mongol que infringe esta ley escondenado a muerte; los extranjeros sonexpulsados. También se prohíbe, bajopena de muerte, cruzar el Bogdo-Ol. Unsolo hombre osó contravenir esta orden:el barón Ungern, que invadió la montañacon cincuenta cosacos, penetró en elpalacio del Buda vivo, donde el

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pontífice de Urga padecía bajo el poderde los chinos y le sacó de su cautiverio.

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CAPITULO VII

EN LA CIUDAD DE LOSDIOSES VIVOS, LOSTREINTA MIL BUDAS Y LOSSESENTA MIL MONJES

¡Por fin teníamos delante de nosotrosla morada del Buda vivo! Al pie delBogdo Ol, detrás de los blancosparedones, se alzaba un edificio blanco,cubierto con tejas azulverdosas querefulgían al sol. Rodeábale un lozanoparque, en el que destacaban allá y

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acullá los tejados fastuosos de lossantuarios y palacetes. En el ladoopuesto de la montaña un largo puenteatravesaba el Tola y unía la Residenciaa la ciudad de los monjes, la urbesacrosanta, venerada en todo Orientecon el nombre de Ta Kure o Urga. Allí habitaban, además del Buda vivo,innumerables taumaturgos, profetas,magos y doctores. Todos estospersonajes son de origen divino y se lesrinden honores de dioses vivos. En laalta meseta, a la izquierda, se yergue unviejo monasterio dominado por una torreroja: le llaman la sede de los lamas delTemplo. Contiene una gigantesca estatuadorada de Buda sentado en la flor deloto; docenas de templo, de santuarios,

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d e obos y de altares al aire libre; detorres para los astrólogos; unaaglomeración gris de casas bajas y deyurtas donde viven aproximadamentesesenta mil monjes de todas las edades ycategorías, y escuelas, archivossagrados, bibliotecas, albergues deestudiantes Bandis y posadas parahospedar a los viajeros procedentes deChina, el Tíbet y de los países de losburiatos y calmucos. Debajo del monasterio está el barrioextranjero, en el que habitan loscomerciantes, rusos y chinos la mayoría.En él muestra su abigarrada y atareadaconcurrencia el bazar oriental. A un kilómetro de distancia la cercaterrosa de Maimachen encierra lo que

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queda de las tiendas chinas, y un pocomás lejos se ve una larga hilera de casasparticulares rusas, un hospital, unaiglesia, una cárcel y, por último, unextraño caserón de cuatro pisos y deladrillos encarnados, que fue antesconsulado de Rusia. Nos hallábamosbastante próximos al monasterio cuandoobservé que a la entrada de un barracónvarios soldados mongoles tiraban detres cadáveres que pretendían esconder. —¿Qué hacen? —pregunté. Los cosacos se contentaron consonreír, por toda respuesta. De repentese cuadraron, saludando militarmente.Del barranco salio un jinete montado enun potro mongol. Al pasar a nuestro ladoreparé en sus charreteras de coronel y en

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su gorra verde, de visera. Me echó unamirada escrutadora con sus ojillos fríosy sin color, denotadotes de crueldad.Algo más lejos se quitó la gorra y sesecó la sudorosa y calva cabeza,sorprendiéndome entonces la extrañaconformación de su cráneo: era elhombre de cabeza en forma de silla demontar, del que me había prevenido elviejo adivino del parador inmediato aVan Kure. —¿Quién es ese oficial? —interrogué. Aunque ya estaba a buena distancia denosotros, uno de los cosacos contestó envoz baja: —El coronel Sepailoff, gobernadormilitar de Urga. ¡El coronel Sepailoff, el hombre más

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negro de la tragedia mongola! Primeromecánico, luego gendarme, ganó susgrados con rapidez bajo el régimenzarista. Se movía sin cesar y hablabanerviosamente con voz gutural ydesagradable, salpicando de saliva a suinterlocutor y haciendo gestosespasmódicos con la cara. Estaba loco,y el barón Ungern hizo que le examinasedos veces una comisión de especialistas,la cual le prescribió un reposo absoluto,creyendo así librar al jefe de su ángelmalo. Supe más tarde que aquel sádicoejecutaba personalmente a loscondenados, chanceándose y cantandomientras les daba muerte. Circulabanrespecto a él dichos macabros yterroríficos. Toda la fama de cruel

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atribuida al barón Ungern correspondíaa Sepailoff. El barón me confesó algunos díasdespués que el coronel le preocupaba,porque le consideraba capaz deejecutarle a él como a un vulgarcondenado. Además, Sepailoff habíaencontrado en Transbaikalia a un brujo,quien le predijo la muerte del barón sieste se desprendía de su auxiliar.Debido a ello, el barón temía aSepailoff, sabiendo que se hallabasugestionado por el presagio. El coronelno conocía la compasión para lo que erabolchevique u olía a rojo de cerca o delejos. Verdad que los rojos le habíanencarcelado y torturado a toda su familiaen venganza de su evasión de la cárcel.

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No hacia, pues, más que pagarles en lamisma moneda. Me hospedé en casa de un comercianteruso y en seguida recibí la visita de miscompañeros de Uliassutai, quienes meacogieron con alegría a causa de que sehallaban enterados de mis malandanzasen la expedición al Zain-Chabi y VanKure. Tomé un baño, me arreglé un pocoy salí con ellos. Entramos en el bazar.Estaba lleno. En los grupos abigarradosde compradores y vendedores quepregonaban desgañitándose, los coloresdeslumbrantes de los tejidos chinos, loscollares de perlas, los aretes y losbrazaletes daban una nota de fiesta: unospalpaban carneros vivos para averiguarsi estaban bastante gordos; los

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carniceros cortaban grandes trozos delas reses muertas y despellejadas, deventa en sus establecimientos; pordoquiera los hijos de la llanura sealborozaban y reían. Las mujeresmongolas, con sus peinados altos,rematados con pesadas gorras de plataparecidas a soperas, admiraban lascintas de seda de todos los colores y loslargos collares de coral; un mongolgordo, de aspecto imponente, examinabaun tronco de magníficos caballos ydiscutía el precio con el zahachine; untibetano negro, listo y chupado, venido aUrga para rezarle al Buda vivo o quizáportador de un mensaje secreto del otrodios de Lhassa, puesto de cuclillas,regateaba una imagen del Buda del Loto,

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tallada en ágata; en otro rincón, unaturba de mongoles y buriatos se habíaaglomerado en torno a un mercaderchino que vendía tabaqueras, bellamentepintadas, y una figura de cristal,porcelana, amatista, ágata y otraspiedras de color canela, primorosamenteesculpida, representaba un dragónenroscado a un grupo de muchachas; elvendedor pedía por ella diez novillos.El rojo de las largas levitas y de lasgorras bordadas en oro de los buriatosse mezclaba con el negro de las capasde los tártaros y de los pequeñosbonetes de terciopelo que llevan en lacoronilla. La multitud de lamas formabael fondo de aquel tapiz tan llamativo consus túnicas amarillas y rojas, sus

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esclavinas negligentemente echadassobre los hombros y sus variadoscubrecabezas, bonetes amarillos, gorrosfrigios rojos y cascos a la antiguagriega. Confundíanse en el gentío,hablando serenamente, repasando susrosarios, diciendo la buenaventura eintentando sobre todo curar o explotar alos mongoles ricos por medio derevelaciones, adivinanzas y otrosmisterios. El espionaje religioso ypolítico se practicaba en vasta escala.Los mongoles procedentes de Mongoliainterior estaban, sin darse cuenta,envueltos constantemente en una redinvisible y apretada de astutos lamas.Sobre los edificios ondeaban lasbanderas rusas, chinas y mongolas; una

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tiendecita ostentaba el pabellónestrellado; en las yurtas se veíanenarbolados los gallardetes, cuadrados,círculos y triángulos de los príncipes yparticulares atacados de viruela o delepra que agonizaban en sus rincones.Todo se ajustaba en una masa pintorescay realmente maravillosa. Tampocofaltaban los soldados del barón Ungercon sus uniformes azules; los mongoles ylos tibetanos de vestidos rojos ycharreteras amarillas con su svástica deGengis Kan y las iniciales del Budavivo y los guardias chinospertenecientes a un destacamento delejercito mongol. A raíz de la derrota delejercito chino, dos mil de aquellosvalientes imploraron del Buda vivo que

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los alistara en sus legiones, jurándolefidelidad. Fueron aceptados yconstituyeron dos regimientos que lucencomo emblemas en sus gorras y en loscuellos de las guerreras los dragoneschinos en plata. Atravesábamos el mercado cuandodobló su esquina entre bocinazos unautomóvil grande. En él iba el barónUngern con su chaqueta mongola de sedaamarilla y su fajín azul. El coche marchaba muy deprisa, perome conoció; mandó parar y se apeó parainvitarme a que le acompañase hasta suyurta. Esta tienda, modestamente dispuesta,ocupaba el centro del patio de unalmacén chino (hong). Su cuartel

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general residía en otras dos yurtascercanas, y sus servidores se alojabanen una de las casas chinas. Al recordarlesu promesa de ayudarme a ganar unpuerto del Pacifico el general me mirócon ojos brillantes y me respondió enfrancés: —Mi obra aquí, toca a su fin. Dentrode nueve días empiezo la guerra contralos bolcheviques y entro enTransbaikalia. Os ruego que os avengáisa esperar en Urga hasta esa fecha. Haceaños que vivo apartado de todasociedad civilizada. Estoy a solas conmis pensamientos y quisiera que losconocierais. Hablaremos y veréis que nosoy el barón sediento de sangre, comomis enemigos me llaman, ni el “abuelo

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gruñón”, a quien aluden mis oficiales ysoldados, sino, sencillamente, unhombre que ha luchado mucho y que hasufrido lo indecible. El barón permaneció callado unosinstantes; luego continuó: —Ya tengo resuelto lo que he de hacerpara favoreceros. Tolo lo arreglaré;pero os suplico que os quedéis conmigoestos nueve días. Negarse era imposible. Acepté. Elbarón me estrechó la mano y pidió té.

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CAPITULO VIII

HIJO DE CRUZADOS YCORSARIOS

—Habladme de vuestro viaje y devuestros planes —me dijo. Le referí todo lo que supuse podíainteresarle y oyó mi relato conextraordinaria atención. —Ahora voy a hablaros de mí, paraque sepáis, sin duda, quien soy. Minombre está envuelto en tanto odio ytemor, que nadie es capaz de separar lo

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verdadero de lo falso, la historia de laleyenda. Un día escribiréis un libro,recordareis vuestra estancia enMongolia y la amistad que tuvisteis conel “general sanguinario”. Cerró los ojos, sin dejar de fumarmientras hablaba nerviosamente,precipitando las frases y noconcluyéndolas, como si temiese notener tiempo. —La familia de los Ungern vonSternberg es antigua; proviene de unamezcla de alemanes y húngaros, de loshunos del tiempo de Atila. Misantepasados guerreros tomaron parte entodas las guerras europeas. Estuvieronen las Cruzadas; un Ungern pereció en elasalto a Jerusalén, peleando con las

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tropas de Ricardo Corazón de León. Lamisma trágica cruzada de los niñosregistra la muerte de Raúl de Ungern, ala edad de once años. Cuando los másesforzados guerreros del país fueronenviados a las fronteras orientales delImperio germánico contra los eslavos,allá por el siglo XII, mi antepasadoArturo figura entre ellos; era el barónHalsa Ungern Sternberg. Estosdefensores de las marcas fronterizasformaron la Orden teutónica de losCaballeros Monjes, que por el hierro ypor el fuego impusieron el Cristianismoa las poblaciones paganas: lituanos,estonios, livonios y eslavos. Desdeentonces la Orden de los Caballerosteutónicos contó siempre entre sus

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miembros a los representantes de mifamilia. Cuando la Orden teutónicadesapareció en el Grünewald, a losgolpes de las huestes polacas y lituanas,dos barones Ungern von Sternbergmurieron en la batalla. Mi estirpe teniael alma guerrera con tendencias alascetismo y al misticismo. En el transcurso de los siglos XVI yXVII varios barones von Ungerntuvieron sus castillos en Livonia yEstonia. Muchos cuentos y leyendasnarran sus hazañas. Heinrich vonSternberg, llamado El Hacha, fuecaballero andante. Los torneos deFrancia, Inglaterra, España e Italiaconocieron su nombre y su lanza, quellenaba de terror el corazón de sus

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adversarios. Cayó en Cadi bajo la tizonade un caballero que le partió el cráneo.El barón Raúl Ungern fue un noble-bandido que operaba entre Riga y Reval.El barón Pedro Ungern poseía uncastillo en la isla de Dago, en pleno marBáltico, y desde allí dominaba a losarmadores y navegantes de su época,quienes temían sus audacias de pirata. Al empezar el siglo XVIII, un famosobarón Guillermo Ungern, recibió el moted e Hermano de Satán, a causa de supractica en alquimia. Mi abuelo fuecorsario en el océano Indico,imponiendo tributo a los barcos inglesesmercantes y escapando durante años yaños a sus buques de guerra. Apresadoal fin, le entregaron al cónsul ruso, quien

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ordenó ser trasladado a Rusia, siendodespués deportado a Transbaikalia. Yo también soy oficial de Marina,pero la guerra rusojaponesa me obligó aabandonar mi profesión para unirme alos cosacos de Zabaikal. He dedicadotoda mi vida a la guerra o al estudio delbudismo. Mi abuelo nos trajo elbudismo de las Indias y mi padre y yonos hicimos adeptos. En Transbaikaliahe intentado organizar la Orden militarde los budistas para emprender la luchaimplacables contra la depravaronrevolucionaria. Calló y bebió una taza de té, que tomómuy cargado, negro como café. —¡La depravación revolucionaria!¿Quién piensa en eso, salvo el filósofo

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francés Bergson y el sapientísimo Tachi-Lama del Tíbet? El nieto del corsario, citando teorías yobras científicas, nombres de sabios yescritores, la Biblia, los libros búdicosy mezclando el francés, el alemán, elruso y el inglés, continuó: —En los libros búdicos, como en losantiguos libros cristianos, se leen gravesprofecías relativas a la época en que hade comenzar la guerra de los buenos ylos malos espíritus. Entonces surgirá lamaldición desconocida que,conquistando al mundo y barriendo todacivilización, matará la moralidad ydestruirá a los pueblos. Su arma es larevolución. Durante toda revolución, lainteligencia creadora, ayudada por la

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experiencia del pasado, es sustituida porla fuerza joven y bruta del destructor.Este coloca y mantiene en primera filalas pasiones viles y los más bajosinstintos. El hombre se aleja de lodivino y lo espiritual. La Gran Guerra hademostrado que la Humanidad debeelevarse a un ideal siempre más alto,pero en tal momento apareció lamaldición de Cristo, el apóstol SanJuan, Buda, los primeros mártirescristianos, Dante, Leonardo da Vinci,Goethe y Dostoyevsky. La maldición consus horrores, hizo retroceder al progresoy nos cerró el camino de lo divino. Larevolución es una enfermedadcontagiosa, y Europa, al tratar conMoscú, se ha engañado a sí misma,

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engañando a las demás partes delmundo. El Gran Espítiru ha puesto en elumbral de nuestra vida a Karma, que noconoce la cólera ni el perdón y arreglanuestras cuentas. Resultado de esto seráel hambre, la destrucción, la muerte dela civilización, de la gloria, del honor,el aniquilamiento de las naciones, laextinción de los pueblos. Veo ya estoshorrores, la sombría y vesánica ruinatotal de la Humanidad. La puerta de la yurta se abrió deimproviso; un oficial se adelantó,cuadrándose y saludando rígidamente. —¿Por qué entráis sin pedir permiso?—gritó el general, enfurecido. —Excelencia, nuestra avanzadilla dela frontera ha capturado una patrulla

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enemiga y la ha traído aquí. El barón se levantó. Sus ojosllameaban y su rostro se contraíarabiosamente. —Ponedla frente a mi yurta —ordenó. Todo quedó olvidado —el discursoinspirado, la entonación penetrante—,todo despareció ante la ruda voz demando del jefe implacable. El barón sepuso la gorra, cogió el tachur de bambúque llevaba siempre en la mano y saliócon viveza. Le seguí. Frente a la yurtahabía seis soldados rojos rodeados decosacos. El barón se detuvo y los mirófijamente algunos minutos. En susemblante se podía leer la marchaviolenta de sus pensamientos. Luego

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desvió de ellos la vista, se sentí en eldintel de la casa china y meditó largorato. Por último, se puso en pie, sedirigió a los prisioneros y, con ademándecidido, tocó con su bambú en elhombro a cada uno de ellos, diciendo: —Tú, a la izquierda; tú, a la derecha. Y así distribuyó el grupo en dos,cuatro a la derecha y dos a la izquierda. —¡Que registren a esos dos! ¡Debende ser comisarios! —mandó. Luego, encarándose con los otroscuatro, preguntó: —¿Vosotros seréis sin dudalabradores y habréis sido movilizadospor los bolcheviques? —Sí, excelencia —contestaron lossoldados, llenos de espanto.

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—Bueno; presentaos al comandante ydecidle que he dado la orden de que osalisten en mis tropas. Encima de los otros dos seencontraron pasaportes de comisariosdel servicio político comunista. Elgeneral frunció el ceño y lentamentedictó la sentencia: —¡Matadlos a garrotazos! Dio media vuelta y volvió a la yurta;pero nuestra conversación, después deeste incidente, perdió espontaneidad, yme despedí del general. Después de comer, varios oficiales deUngern acudieron a la casa rusa dondeyo me hospedaba. Hablábamos conanimación cuando oímos de repente labocina de un automóvil, y los oficiales

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enmudecieron en seguida. —El general pasa por aquí —dijo unocon voz alterada. Nuestra interrumpida charla prosiguió,pero por poco tiempo. El dueño de lacasa vino corriendo a prevenirnos: —¡El barón! Este entró y se detuvo en la puerta. Laslámparas aún no estaban encendidas ycomenzaba a ser de noche. El barón, sinembargo, nos conoció sin vacilar, yadelantándose a la señora de la casa lebesó la mano. Saludó a cada unoamablemente, aceptó la taza de té que leofrecieron, se acercó a la mesa y dijo: —He venido para llevarme a vuestrohuésped, señora. Luego volviéndose a mí, me preguntó:

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—¿Queréis dar un paseo enautomóvil? Os enseñaré la ciudad y susalrededores. Cogí mi capote, y según mi costumbreinveterada, fui a guardar mi revólver, loque hizo reír al barón. —Dejad eso. Aquí estáis seguro.Además, acordaos de la profecía delHutuktu de Narabanchi: la Fortuna osacompañará siempre. —¡Muy bien! —respondí, riendo—.No he olvidado la predicción; pero nosé realmente qué es lo que el Hutuktuentiende por Fortuna. Quizá sea laMuerte, como para tantos otros, al cabode un largo y penoso viaje, y confiesoque prefiero ir más lejos y que la muerteno me atrae.

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Salimos. En la calle un enorme Fiatnos esperaba con los farosresplandecientes. El chofer, sentado alvolante, permanecía inmóvil como unaestatua, con la mano en la gorra, enposición de saludar, todo el tiempo quetardamos en acomodarnos. —A la estación de T. S. H. —ordenóel barón. El auto trepidó. La ciudad, como unpoco antes, mostraba todavía el encantoy el bullicio de sus multitudesorientales, pero su aspecto era aún máspintoresco y maravilloso. Entre el gentíoestrepitoso pasaban rápidos los jinetesmongoles, buriatos y tibetanos; loscamellos de las caravanas levantabansolemnemente la cabeza a nuestro paso;

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las ruedas de madera de las carretasmongolas chirriaban de dolor; todoiluminado por los grandes arcosvoltaicos de la fábrica de electricidadque el barón mandó construir a raíz de latoma de la ciudad, a la vez que una redtelefónica y que una estación detelegrafía sin hilos. También hizolimpiar y desinfectar la ciudad por sushombres, pues las calles probablementeno habían conocido la escoba desde elreinado de Gengis Kan. Organizó unservicio de autobús que unía losdiferentes barrios. Echó puentes sobre elTola y el Orjon, publicó un periódico,creó un laboratorio veterinario yhospitales, ordenó la reapertura de lasescuelas, protegió al comercio y mandó

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colgar sin piedad a los soldados rusos ymongoles que saqueaban los almaceneschinos. El gobernador militar detuvo en ciertaocasión a dos cosacos y un mongol quehabían robado aguardiente en una tiendachina y sometió a los culpables a lasentencia del barón. Este los hizo entraren su coche, fue al almacén, devolvió altendero el aguardiente y ordenó almongol que colgase a uno de los rusosde la puerta del establecimiento. Unavez colgado el cosaco, exclamó: —¡Ahora cuelga al otro! Cumplida la orden, el general sevolvió al comandante y le mandó quecolgase al mongol al lado de los otros.Esta justicia expeditiva dejó satisfecho a

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todo el mundo menos al mercader chino,quien, desesperado, se acercó al barónsuplicándole: —¡General! ¡Barón! ¡Por favor, quitadesos cadáveres de mi puerta, porque sino nadie va a querer entrar en mi tienda! Cruzamos a toda velocidad el barriocomercial, y después de atravesar unarroyo penetramos en el barrio ruso.Varios cosacos y cuatro mongolas deaspecto agradable, estaban conversandoa la entrada del puente. Los soldados seclavaron al suelo, saludando comoestatuas, con la mirada fija en el rostrosañudo de su jefe. Ellas intentaron huirasustadas; pero, captadas sin duda por elejemplo de la disciplina militar, sellevaron la mano a su peinado y

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saludaron tiesas como sus galanes. Elbarón miró y se echó a reír: —¡Ved lo que es la disciplina! ¡Hastalas muchachas mongolas me saludan! Pronto corrimos por la llanura; elcoche iba disparado como una flecha; elviento silbaba y agitaba los pliegues denuestros capotes; pero el barón, sentado,los ojos cerrados, decía siempre: —¡De prisa! ¡Más de prisa! Guardamos silencio un rato. —Ayer he castigado a mi ayudante porhaber entrado sin pedir permiso a miyurta, interrumpiendo mis declaraciones—me dijo. —Podéis contármelas ahora —respondí. —¿No os molestará oírme? Pues bien:

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me queda muy poco que decir, pero serálo más importante. Os expliqué ya quequise fundar una Orden militar debudistas en Rusia. ¿Por qué? Paraproteger la evolución de la Humanidad yluchar contra la revolución, porqueestoy seguro de que la evoluciónconduce a la divinidad y que larevolución lleva consigo solo a labestialidad completa. ¡Cuánto hetrabajado en Rusia! Pero en Rusia loslabradores son groseros, analfabetos yviolentos; viven en constante cólera,odiándolo todo y sin comprender elmotivo. Son también desconfiados ymaterialistas y carecen de ideal elevado.Los intelectuales flotan de un idealismoimaginario, sin realidad; tienen

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tendencia constante a criticarlo todo,pero les falta potencia creadora.Desprovistos de voluntad, no saben másque hablar... Como el vulgo, no amannada ni a nadie. Sus sentimientos sonpuramente ficticios; sus pensamientospasan sin dejar huellas; como fraseshueras. Así sucedió que mis compañerosno tardaron en quebrantar el reglamentode la Orden. Entonces establecí laobligación del celibato, la renunciaabsoluta a la mujer, a las comodidadesde la vida y a lo superfluo, según lasenseñanzas de la religión amarilla. A finde que el ruso pudiese dominar susinstintos, prescribí el uso ilimitado dealcohol, del haschish y del opio. Ahora,en cambio, hago colgar a los oficiales y

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soldados que beben alcohol; peroentonces bebíamos hasta la fiebreblanca, hasta el delirium tremens. Mefue imposible organizar la Orden, peroagrupé en torno unos trescientoshombres a quienes conseguí dotar de unaaudacia prodigiosa y de una fiereza sinigual. Se portaron como héroes durantela guerra con Alemania, primero, ydespués contra los bolcheviques, perode ellos quedan muy pocos. —¡La estación de T. S. H., excelencia!—advirtió el chófer. —¡Entrad! —ordenó el general. En lo alto de un cerro se hallaba lapoderosa estación que los chinos alretirarse destruyeron en parte y que mástarde reconstruyeron los ingenieros del

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ejército de Ungern. El general se enteróde los telegramas y me los comunicó.Venían de Moscú, Chita, Vladivostok yPekín. En una hoja amarilla habíaescritos unos partes cifrados que elbarón se guardó en el bolsillo diciendo: —Estos partes proceden de losservicios de información que tengomontados en Chita, Irkutks, Kharbin yVladivostok. Mis agentes son todosjudíos, muy listos, muy atrevidos yamigos a carta cabal. También es judíoVulcovitch, el oficial que manda mi aladerecha. Es pero que satanás; perointeligente y valeroso... Ahora vamos acorrer más que el viento. Efectivamente, arrancamos a todavelocidad, hundiéndonos en las tinieblas

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de la noche. Fue una carrera frenética.El auto brincaba sobre las piedras y losbaches y cruzaba incluso estrechosarroyos, pues el chófer sólo esquivabalos grandes peñascos. En la llanura, anuestro paso, como una tromba, observérepetidas veces unos puntos brillantesque se encendían en la oscuridad y seapagaban en seguida. —¡Los ojos de los lobos! —dijo micompañero, sonriendo—. Los hemoscebado con la carne de los nuestros ycon la de nuestro enemigos —agregóimpasible, volviéndose a mí parareanudar su profesión de fe—. Durantela guerra vimos corromperse poco apoco el Ejército ruso; previmos latraición de Rusia a los aliados y el

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peligro amenazador de la revolución.Con objeto de reaccionar concebí elproyecto de unir a todos los pueblosmongoles que no hubiesen olvidado suantigua fe y sus viejas tradiciones,creando un solo Estado asiático,compuesto de tribus autónomas, bajo lasoberanía moral y legislativa de China,patria de la remota y eminentecivilización. Ese estado debíacomprender a chinos, mongoles,tibetanos, afganos, las tribus mongolasdel Turquestán, los tártaros, losburiatos, los kirghises y los calmucos.Era necesario que ese Estado fuerapoderoso moral y materialmente, paraque constituyese un dique contra larevolución y conservase cuidadosamente

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el espíritu, la filosofía y el respeto delindividuo que había de caracterizarle. Sila Humanidad, loca y corrompida,continúa amenazando el espíritu divinoen el corazón del hombre, derramandosangre e impidiendo todo progresomoral, al Estado asiático incumbedetener de manera decisiva ese impulsoa la ruina e instruir la paz, una pazduradera y estable. Esta propagandatuvo un gran éxito durante la guerra entreturcomanos, kirghises, buriatos ymongoles. ¡Parad! —gritó de improvisoel barón. El coche se detuvo con una bruscasacudida. El general saltó a tierra y meinstó a seguirle. Caminamos un buen ratopor la llanura y el barón se inclinaba

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hacia el suelo como buscando algúnrastro. —¡Ah! —murmuró por fin—. Se haido. Le miré intrigado. —Aquí estaba la yurta de un ricomongol. Era proveedor de uncomerciante ruso, Noskoff. Este es unhombre feroz, como lo prueba elsobrenombre con que le conocían losmongol es : Satán. Hacía que lasautoridades chinas torturasen oencarcelasen a sus deudores mongoles.Noskoff había arruinado al opulentomongol, quien perdió toda su fortuna yhuyó a cuarenta y cinco kilómetros deaquí. Noskoff le persiguió, le arrebatócuantos ganados le quedaban y le dejaba

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morir de hambre con su familia. Cuandotomé Urga, el mongol se presentó a mícon otras tantas familias mongolasarruinadas de la misma manera porNoskoff. Pedían su muerte. Mandéahorcar a Satán. De nuevo corría el automóvil, dandoun gran rodeo en la pradera, ynuevamente el barón, con voz agria ynerviosa, recorría con el pensamientotodo el círculo de la vida asiática. —Rusia traicionó a Francia, Inglaterray América; firmó el Tratado de Brest-Litovsk y trajo el reinado del caos.Entonces decidimos movilizar a Asiacontra Alemania, y nuestros emisariopenetraron en Mongolia, el Tíbet, elTurquestán y China. En aquella época

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los bolcheviques empezaron a mataroficiales rusos; nos vimos obligados aemprender contra ellos la guerra civil yabandonar nuestro proyectospanasiáticos; pero esperamos másadelante despertar el así entera y con suayuda implantar la paz y el reino deDios en la Tierra. Me complace pensarque he contribuido por mi parte a estaobra colosal redimiendo a Mongolia. Meditó un momento en silencio. —Pero no niego que algunos de misasociados en esta empresa reprueban miconducta, calificándola de severa yhasta de atroz —añadió con tristeza—.Es que no comprenden aún que nocombatimos solamente a un partidopolítico, sino a una secta de asesinos,

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destructores de la civilizacióncontemporánea. ¿Acaso los italianos noejecutan a los anarquistas que tiranbombas? ¿No he de tener yo derecho alimpiar al mundo de quienes pretendenmatar el alma del pueblo? ¡Yo,descendiente de los caballerosteutónicos, de los cruzados y de loscorsarios, no reconozco otro castigo quela muerte para unos vulgares asesinos!...¡Volved! —ordenó al chófer. Media hora después vimos otra vez lasluces de Urga.

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CAPITULO IX

EL CAMPAMENTO DE LOSMARTIRES

Al acercarnos a la entrada de laciudad vimos un automóvil detenidoenfrente de una casita. —¿Qué significa eso? —exclamó elbarón—. ¡Id allá abajo! Nuestro coche se detuvo junto al otro.La puerta de la casa se abrióbruscamente, y varios oficiales salieroncon precipitación, procurando

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esconderse. —¡Alto! —les ordenó el general—.¡Adentro! Obedecieron, y él entró detrás deellos, apoyándose en su bambú. La puerta quedó abierta y pude ver yoír todo. —¡Desgraciados! —dijo el chófer—.Esos oficiales supieron que el barónhabía salido de la ciudad conmigo, loque les hizo creer en un largo viaje, y loaprovecharon para divertirse. ¡Van amolerlos a palos! Pude divisar el extremo de la mesa,cubierta de botellas y latas de conserva.A un lado estaban sentadas dos mujeresjóvenes, las que se pusieron en pierápidamente a la entrada del general. Oí

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la voz ronca del barón pronunciandofrases breves, secas, severas. —¡Miserables! Vuestra patria estáagonizando por culpa vuestra, y ni locomprendéis ni lo sentís... ¡Bah! Solonecesitáis vino y mujeres... ¡Bribones!...¡Brutos!... ¡Ciento cincuenta palos acada uno de vosotros! La voz fue bajando de tono hastaconvertirse en un murmullo: —¿No os dais cuenta, señoras, de laruina de la nación? ¿No? ¡Y si os ladais, qué os importa ello! ¿No osentristece que vuestros maridos estén enel frente ahora mismo, tal vezhaciéndose matar? Pero no soismujeres... Yo respeto a la mujer, cuyossentimientos son más profundos y fuertes

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que los del hombre, pero vosotras nosois mujeres. Escuchadme: ¡Otraligereza más, y mando que os cuelguen! Volvió al coche, y él mismo tocó labocina varias veces. Inmediatamentellegaron a galope unos jinetes mongoles. —Entregad a esos hombres alcomandante. Después le diré lo que hade hacer de ellos. Guardamos silencio. El barón,exasperado, jadeaba, y encendió unotras otro varios cigarrillos, tirándolos encuanto les daba un par de chupadas. —Cenareis conmigo —me dijo. Invitó también a su jefe de EstadoMayor, hombre muy reservado ytaciturno, pero de exquisita educación.Los criados nos sirvieron un plato chino

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caliente, seguido de carne fría y de unacompota de frutas de California, todaacompañado del inevitable té. Comimosa la china, con palillos. El barón parecíacontrariado. Con muchos circunloquios empecé ahablar de los oficiales culpables,procurando disculparlos y poniendo demanifiesto las circunstanciasextraordinariamente penosas en quevivían. —Están podridos hasta la medula; notienen nada recomendable; han caído alfango —murmuró el general. El jefe del Estado Mayor habló enigual sentido que yo, y por fin en baróndispuso por teléfono que los soltasen. Al día siguiente me paseé con mis

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amigos por las calles, observando laanimación de la ciudad. La energía delbarón exigía una actividad constante, yla imponía a cuanto le rodeaba. Estabaen todas partes, lo vigilaba todo, peronunca entorpecía la labor de sussubordinados. En Urga todo el mundotrabajaba. Por la tarde, el jefe delEstado Mayor me invitó a ir a su casa,en la que encontré un gran número deoficiales muy inteligentes. Les referí miviaje, y conversábamos con calor,cuando el coronel Sepailoff entrécanturriando. Los demás callaron enseguida, y con distintos pretextos sefueron retirando uno tras otro. Elcoronel tendió al jefe del Estado Mayorunos papeles, y luego, dirigiéndose a

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nosotros, dijo: —Les mandaré para cenar undelicioso pastel de pescado y unaensalada de tomates. Cuando Sepailoff se marchó mi amigose llevó las manos a la cabeza con gestode desesperación, exclamando: —¡Y tener que convivir desde larevolución con la hez de la tierra! Algunos momentos después, unsoldado, de parte de Sepailoff, trajo unasopera y el pastel de pescado. Mientrasque el soldado se inclinaba hacia lamesa para colocar los paltos, el jefe delEstado Mayor me hizo una seña con losojos y murmuró: —¡Fíjese en ese tipo! Cuando el soldado se retiró, mi

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anfitrión escuchó atentamente esperandoque se extinguiera el ruido de sus pasos. —Es el verdugo de Sepailoff, el quecuelga y estrangula a los infelicescondenados. Después con gran sorpresa mía, salióde la yurta para tirar por encima de laempalizada los dos obsequios delcoronel. —Con Sepailoff todas lasprecauciones son pocas. Quién sabe sisu cena estará envenenada. Lo másprudente es no comerla. Con el corazón oprimido por estosincidentes, regresé a mi casa. Mi patrónno se había dormido aún y vino a miencuentro con cara de espanto. Misamigos también se encontraban allí.

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—¡Gracias a Dios! —exclamarontodos—. ¿No os ha ocurrido nada? —¿Qué pasa? —pregunté. —Mirad —principió mi patrón— ;después de que os fuisteis se presentó unsoldado de parte de Sepailoff y se llevóvuestro equipaje, diciendo que lehabíais mandado venir a recogerlo.Sabíamos lo que eso significaba: queiban a registrarlo todo, y luego... Comprendí prontamente el peligro.Sepailoff podía poner lo que quisieraentre mis efectos y acusarme después.Mi antiguo amigo el agrónomo y yo nosencaminamos seguidamente a casa deSepailoff. Mi amigo se quedó a lapuerta; yo entré y hablé al mismosoldado que nos había llevado la cena.

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Sepailoff me recibió inmediatamente.Respondiendo a mi protesta, me aseguróque se trataba de un error, y rogándomeque esperase un instante salió. Esperécinco, diez, quince minutos, y nadievino. Llamé a la puerta; nadie contestó.Entonces me decidí a ir a buscar albarón y me dirigí a la salida, pero lapuerta estaba cerrada con llave. Intentéabrir la otra puerta, con idénticoresultado. ¡Había caído en una trampa!Quise sin vacilar acudir a mi amigo,pero reparé en un teléfono instalado enla pared y llamé al barón Ungern. A los pocos instantes apareció conSepailoff. —¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntóa Sepailoff, con tono arico y

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amenazador. Y sin esperar la respuesta, le golpeócon su bastón tan fuertemente, quederribó al coronel. Salimos, y el general ordenó que medevolviesen el equipaje. Luego me condujo a su yurta. —De ahora en adelante os alojareisconmigo —dijo—. Celebro esteincidente —añadió, sonriendo— porqueme permite deciros todo lo que quieroque sepáis. Esto me alentó a formular unapregunta: —¿Puedo hablaros de cuanto llevovisto y oído? Reflexionó un momento antes decontestar:

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—Dadme vuestro carnet de notas. Le entregué lo pedido, donde teniahechos algunos croquis de mi viaje, yescribió estas palabras: “Después de mimuerte. El barón Ungern”. —Pero sois más joven que yo y mesobreviviréis, por ley natural —observé. Cerró los ojos, inclinó la cabeza ybalbució: —¡No! Ciento treinta días más, y todohabrá concluido. Luego, la nirvana. ¡Quécansado, qué harto estoy de penas,miserias y odios! Enmudecimos ambos largo rato.Comprendía que el coronel Sepailoffhabía de aborrecerme mortalmente y queera imprescindible salir de Urga lo antes

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posible. Eran las dos de la tarde. Deimproviso el barón se levantó. —Vamos a saludar al venerable ypoderoso Buda —dijo. Brillábanle los ojos, su semblanterevelaba honda preocupación y crispabasus labios una amarga y melancólicasonrisa. Partimos en automóvil. Así vivía en aquel campamento derefugiados mártires, perseguidos por lafatalidad y arrastrados hacia la muerte,conducidos por el odio y el despreciodel descendiente de los caballerosteutones. Y él, que los martirizaba, nodisfrutaba de una hora ni de una nochede paz. Sus pensamientos, envenenadose imperiosos, le consumían el corazón,le torturaban inclementes. El

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desventurado sufría como un nuevoTitán, sabiendo que cada día lemermaba en una unidad la corta cadenade ciento treinta eslabones que learrastraban hacia el Más Allá.

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CAPITULO X

EN PRESENCIA DE BUDA

Cuando llegamos al monasteriodejamos el automóvil y nos internamosen el laberinto de estrechos paseos queconducen frente al mayor templo deUrga, cuyos muros tibetanos se destacanterminados por un presuntuoso tejado deestilo chino. Una sola linterna brillaba ala entrada. La pesada puerta, forrada debronce y acero, estaba cerrada. Golpeóel general el enorme gong de cobre

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colgado de la puerta, y los monjesasustados, empezaron a correr en todasdirecciones, y viendo al general barón,se prosternaron en tierra, noatreviéndose a alzar la cabeza. —¡Levantaos —dijo el barón— yllevadme al templo! El interior de este se parecía al detodos los templos de lamas: en él habíalas mismas banderas multicolores conplegarias, signos simbólicos e imágenesde santos; los largos gallardetes de sedapendían del techo; las estatuas de diosesy diosas abundaban. A ambos lados delcoro estaban los bancos rojos de loslamas y de la Maestría. En el altar, laslámparas hacían brillar el oro y la platade los vasos y candelabros. Detrás

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colgaba un tupido cortinaje de sedaamarilla con inscripciones en tibetano.Los lamas descorrieron las cortinas. Ala débil luz de las lámparas vacilantesapareció la gran estatua de Buda sentadoen el loto de oro. El rostro del dios semostraba tranquilo e indiferente; solouna tenue claridad parecía animarle. Portodas partes le guardaban millares depequeños budas, puestos allí comoofrendas por sus fieles adoradores. Elbarón tocó el gong para llamar laatención del Gran Buda respecto a suplegaria y echó un puñado de monedasen la ancha copa de bronce. Entonces elhijo de los cruzados, que habíaestudiado todas las filosofíasoccidentales, entornó los ojos, se tapó el

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rostro con las manos juntas y rezó. Vi unrosario negro en su muñeca izquierda.Su oración duró un cuarto de hora.Luego me condujo al otro extremo delmonasterio y me dijo: —No me gusta este templo. Es nuevo yha sido construido por los lamas cuandoel Buda vivo se quedó ciego. No hay enel rostro del Buda dorado las lágrimas,las esperanzas, las angustias y elagradecimiento del pueblo. Este aún noha tenido tiempo de estampar en él lashuellas de sus plegarias. Vamos ahora aver el viejo santuario de las profecías. Era un edificio mucho más pequeño,ennegrecido por los años y semejante auna torre, con techo de media naranja.Sus puertas estaban abiertas. A los dos

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lados de la principal se hallaban lasruedas de las oraciones, a las que podíadar vueltas. Encima una plancha decobre de los signos del Zodíaco. En elinterior dos monjes salmodiaban lossutras sagrados y no levantaron los ojosa nuestra llegada. El general se acercó a uno de ellos yle dijo: —Echad los dados para saber lacuenta de mis días. Los sacerdotes trajeron dos cubiletesllenos de dados e hicieron rodar estossobre una mesa baja. El barón miró,contó al mismo tiempo que ellos yexclamó: —¡Ciento treinta! ¡Siempre cientotreinta!

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Acercose al altar, que sostenía unaantigua estatua de Buda, de piedra, quehabía sido traída de la India, y se puso aorar. Apuntaba el alba. Nos paseamospor el monasterio, visitando los temploy santuarios, el museo de la escuela demedicina, la torre de los astrólogos y elpatio donde los Bandís y los Lamasjóvenes se ejercitan en la lucha por lasmañanas. En otros sitios los lamastiraban al arco. Algunos Lamas de gradomás elevado nos ofrecieron té, carnero ycebollas silvestres. A mi vuelta a la yurta procuré dormir,pero en vano. Me preocupabandemasiadas cuestiones. ¿Dónde estoy?¿En qué época vivo realmente? Sindarme cuenta exacta, presentía

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confusamente la invisible presencia dealguna idea magna, de un proyectogigantesco, de una indescriptible miseriahumana. Después de desayunarnos, el generaldemostró deseos de presentarme al Budavivo. Es tan difícil conseguir unaaudiencia del Buda, que me encantó lapropuesta. No tardó nuestro coche endetenerse a la puerta del gran murorayado de blanco y rojo que rodea elpalacio del dios. Doscientos Lamas contrajes amarillos y rojos se precipitaron asaludar al general, al Chiang Chun, conun murmullo respetuoso. ¡Kan, dios dela guerra! En solemne procesión nosllevaron a una sala espaciosa detamizada luz. Unas puertas macizas y

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talladas daban paso al interior delpalacio. En el extremo del salón, en unestrado, se hallaba el trono, cubierto decojines de seda amarilla. El respaldoera rojo con dorado marco de madera; aambos lados había pantallas amarillasde seda con marcos de ébano decomplicados relieves, y junto a lasparedes, vitrinas atestadas de objetos detodas clases procedentes de China,Japón, Indostán y Rusia. También mefijé entre los bibelots en un marqués yuna marquesa de porcelana de Sévres,de un gusto exquisito. Delante del trono,a una larga mesa de poca altura, estabansentados ocho nobles mongoles: elpresidente, un respetable anciano defisonomía inteligente y enérgica y de

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mirada penetrante, me recordó lasautenticas imágenes de madera de lossantos budistas, cuyos ojos están hechoscon piedras preciosas, que había vistoen el museo imperial de Tokio, en lassalas dedicadas al budismo, donde losjaponeses enseñaban las antiguasestatuas de Amida, Daunichi-Buda, de ladiosa Kwannon y del alegre Hotei. Era el Hutuktu Jahantsi, presidente delConsejo de Ministros de Mongolia,honrado y venerado mucho más allá delas fronteras de su país. Los otrospersonajes eran los ministros. Kanes ylos príncipes de Jalia. Jahantsi Hutuktuinvitó al barón a su lado y trajeron paramí una silla europea. El barón anunció al Consejo de

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ministros, por medio de un intérpretes,que abandonaría a Mongolia dentro dealgunos días, y les rogó que protegiesenla libertad conquistada para el país delos sucesores de Gengis Kan, cuya almasiempre viva pide a los mongoles quesean un pueblo poderoso, reuniendo denuevo un gran Estado asiático a todoslos reinos en los que imperaron. El general se levantó, y los demás leimitaron. Se despidió de cada unoespecialmente con solemne gravedad.Ante Jahansti Lama se inclinó mientrasque el Hutuktu le dio su bendiciónimponiéndole las manos. De la Cámaradel consejo pasamos a la casa de estiloruso, que es la habitación particular delBuda vivo. La casa se hallaba rodeada

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de una multitud de lamas rojos yamarillos, de servidores, consejeros,funcionarios, adivinos, doctores yfavoritos. De la puerta de entradaarranca un largo cordón rojo, cuyoextremo cuelgo por encima del muro,junto a la verja. Las turbas deperegrinos, arrastrándose de rodillas,tocan el extremo del cordón que sale alexterior y dan al monje un hatyk de sedao una moneda de plata. Tocando lacuerda, cuyo cabo interior está en lamano del Bogdo, los peregrinosestablecen la comunicación con el diosvivo encarnado. Una corriente benditacorre por ese cable de pelo de camello ycrin de caballo. Todo mongol que hatocado esta cuerda mística recibe una

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cinta roja, que se pone al cuello comotestimonio de la certeza de superegrinación. Había oído hablar mucho de BogdoKan antes de tener ocasión de verle. Noignoraba su afición al alcohol, causa desu ceguera, y sus inclinaciones a lacultura occidental. También sabía queamaba a su mujer tanto como a la bebiday que aquella recibía en su nombre anumerosas delegaciones y a muchosenviados especiales. En la sal donde Bogdo tenía sudespacho y en la que dos lamassecretarios custodiaban día y noche elarcón que contiene los grandes sellos,reinaba la más severa sencillez. Sobrela mesa baja de madera laqueada, sin

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adornos, había lo necesario paraescribir, así como un estuche en sedaamarilla que encierra los sellos dadospor el Gobierno chino y por el DalaiLama. Cerca, un sillón bajo y una estufade bronce; en las paredes, inscripcionesmongolas y tibetanas, alternando con lasvástica; detrás de un sillón, un altarcitocon una estatua dorada de Buda, delantede la cual ardían dos lámparas; cubría elpiso una espesa alfombra amarilla. Cuando entramos, los dos lamassecretarios estaban solos en la estancia;el Buda vivo se hallaba en el santuariocontiguo a ella, en el que no puedepenetrar más que Bogdo Kan y un lama,Kanpo-Gelong, que se ocupa del temploy asiste al Buda vivo en sus oraciones

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solitarias. El secretario nos manifestóque el Bogdo se había mostrado muyinquieto aquella mañana. A mediodíaentró, según nos dijeron, en el santuario.Durante un largo rato, el Jefe de lareligión amarilla pronunció en voz altafervientes plegarias y después que él,habló claramente un ser desconocido. Enel santuario tuvo lugar una conversaciónentre el Buda terrestre y el Budacelestial. Eso afirmaron los lamas. —Esperemos un poco —propuso elgeneral—. Quizá salga pronto. Mientras aguardábamos, el generalempezó a hablarme de Jahansti Lama,diciendo que cuando está sereno es unhombre corriente, pero que cuando seturba y sume en profundas reflexiones,

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un nimbo de luz aparece alrededor de sucabeza. Al cabo de media hora doslamas secretarios dieron señales desumo espanto y se pusieron a escucharatentamente junto a la entrada delsantuario. Luego se arrojaron al suelo,de cara a él. La puerta se abriólentamente y entró en el despacho elemperador de Mongolia, el Buda vivo,su santidad Bogdo Djebstung Hutuktu,Kan de Mongolia Exterior. Era unanciano de elevada estatura, cuyo rostroafeitado recordaba el de los cardenalesromanos. Vestía una túnica mongola deseda amarilla con cinturón negro. Losojos del anciano estaban abiertos deltodo y en ellos se leía el miedo y elasombro. Se desplomó en el sillón y

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murmuró: —¡Escribid! Un secretario cogió inmediatamentepapel y una pluma china y escribió loque el Bogdo le fue dictando, que erauna visión complicada y confusa.Terminó así: —He aquí lo que yo, Bogdo HutuktuKan, he visto, hablando al buda Grandey Sabio, rodeado de los buenos y malosespíritus. ¡Sabios Lamas, Hutuktus,Kanpos, Marambas y santos Cherghens,explicad al mundo mi visión! Al terminar, se secó la frentechorreante de sudor y preguntó quequien estaba presente. —El Kan Chiang Chun, barón Ungern,y un extranjero —repuso uno de sus

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secretarios, arrodillado. El general me presentó al Bogdo, quemovía la cabeza en señal de saludo. Losdos se pusieron a hablar en voz baja.Por la puerta abierta vi una parte delsantuario; distinguí una gran mesacubierta de libros, unos abiertos y otrosesparcidos por el suelo; una estufaencendida con rojos leños, un cestoconteniendo omóplatos y entrañas decarnero para leer el porvenir. El barón se levantó pronto y se inclinóante el Bogdo. El tibetano colocó lasmanos en la cabeza del general y musitóuna plegaria. Luego se quitó del cuelloun pesado icono y lo colgó del deUngern. —No moriréis; reencarnareis en la

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forma del ser más elevado. ¡Acordaosde esto, dios encarnado de la guerra,Kan de la Mongolia agradecida! Comprendí que el Buda vivo daba “algeneral sanguinario” su bendición antesde morir. Al día siguiente y al otro tuve ocasiónde volver a visitar tres veces al Budavivo, acompañado de un amigo delBogdo, el príncipe buriato Djam Bolon.Estas visitas las describo en la cuartaparte del libro. El barón Ungern organizó mi viaje y elde mi grupo a las orillas del Pacifico.Debíamos ganar la Manchuria del Nortea lomo de camellos, a fin de evitar lasdiscusiones con las autoridades chinas,tan mal dispuestas en lo concerniente a

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las relaciones internacionales conPolonia. Habiendo remitido desdeUliassutai una carta a la Legaciónfrancesa en Pekín y siendo portador deuna carta de la Cámara de Comerciochina, expresándome gratitud por haberpreservado a la ciudad de un pogrom,pensé llegar sin inconveniente a la máspróxima estación de ferrocarril del estede China para desde allí dirigirme aPekín. El comerciante danés E. V.Olufser debía ir conmigo, así como unsabio lama, Turgut, que también sedirigía a esa capital. No olvidaré nunca la noche del 19 al20 de mayo de 1921. Después de cenar,el barón Ungern me propuso quefuésemos a casa de Djam Bolon, a quien

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yo había conocido a poco de mi llegadaa Urga. Su yurta se hallaba sobre unatarima en un cercado situado detrás delbarrio ruso. Dos oficiales buriatossalieron a nuestro encuentro y noshicieron pasar. Djam Bolon era unhombre de mediana edad, alto ydelgado, de cara afilada. Antes de lagran guerra era un simple pastor, peropeleó valientemente en el frente alemány luego contra los bolcheviques, almando del barón Ungern. Tenia el titulode gran duque de los Buriatos, sucesorde antiguos reyes destronados por elGobierno ruso, a consecuencia de sutentativa para conquistar laindependencia del pueblo buriato. Loscriados nos trajeron platos cargados de

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nueves, pasas, dátiles, queso, etcétera, ynos sirvieron el té. —¡Es la última noche, Djam Bolon!—exclamó el barón—. Y me habéisprometido... —Lo recuerdo —respondió DjamBolon— ; todo está preparado. Durante un largo rato les escuché susevocaciones de los combates reñidos yde los amigos muertos. El reloj marcabamedianoche cuando Djam Bolon selevantó y salió. —Van a decirme otra vez mi sino —dijo el barón como intentandojustificarse—. Para el bien de nuestracausa, es lamentable que yo muerta tanpronto... Djam Bolon regresó con una mujer

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pequeña, aún no vieja, que se sentó a looriental delante del fuego y comenzó amirar fijamente al barón. Tenía el rostromás blanco, alargado y enjuto que lasmongolas, los ojos negros y la miradapenetrante. Vestía a la usanza de gitana.Supe después que era una célebreadivina y profetisa, hija de una cíngara yde un buriato. Sacó un saquito de sucintura y, con ademán lento yceremonioso, extrajo de él unoshuesecillos de pájaro y un puñado dehierba seca. Empezó a farfullar palabrasincomprensibles, echando de cuando encuando a la lumbre puñaditos de hierba,lo que llenó la tienda de un mareanteperfume. Sentí perfectamente que micorazón palpitaba con fuerza y que se

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me iba la cabeza. Luego que lahechicera quemó toda la hierba puso loshuesos de pájaro sobre las brasas,moviéndolos y removiéndolos con unastenazas de bronce. A medida que loshuesos se ennegrecían comenzó aexaminarlos, y de repente su rostroadquirió una expresión de terror ysufrimiento. Se arrancó nerviosamente elpañuelo que tapaba su cabeza, ycontraída por las convulsiones empezó apronunciar frases breves y rápidas. —Veo... Veo al dios de la guerra... Suvida transcurre horriblemente... Despuésuna sombra... negra como la noche-sombra... Ciento treinta pasos aún... Másallá tinieblas... Nada... no veo nada... eldios de la guerra ha desaparecido...

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El barón bajó la cabeza. La mujercayó de espaldas, con los brazo en cruz.Había perdido el conocimiento, pero mepareció ver la pupila de uno de sus ojosbrillar debajo de las entornadaspestañas. Dos soldados se llevaron a ladesmayada mujer, y siguió a ello unpenoso silencio que invadió la yurta delpríncipe buriato. El barón Ungern seirguió, por último, y se puso a andaralrededor de la estufa, hablando solo. Alcabo se detuvo y dijo con nerviosidad: —¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¿Peroqué importa? ¿Qué importa? La causaestá en buen camino y no morirá.Presiento la marcha que seguirá a lacausa. Las tribus de los sucesores deGengis Kan se han despertado. Nadie

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apagará la llama en el corazón de losmongoles. En Asia surgirá un granestado del Océano Pacífico y del Índicoa las márgenes del Volga. La sabiareligión de Buda se difundirá hacia elNorte y el Oeste. Será la victoria delespíritu. Un conquistador, un jefe,nacerá más fuerte y más resuelto queGengis Kan y Ugadai. Será más hábil ymisericordioso que el Sultán Baber, yconservará el poder entre sus manoshasta el día feliz en que de su capitalsubterránea salga el rey del mundo. ¿Porqué, por qué no ocuparé yo el primerpuesto de los guerreros del budismo?¿Por qué Karma ha decidido locontrario? Mas así ha de ser. ¡Rusiadebe primero lavarse del insulto

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revolucionario, purificarse en la sangrey la muerte; cuantos acepten elcomunismo tienen que perecer con susfamilias, para que su descendenciadesaparezca por completo! El barón levantó la mano sobre sucabeza y la agitó como dando órdenes auna persona invisible. Amanecía. —¡Llegó mi hora! —dijo el general—.Hoy mismo saldré de Urga. Nos apretó la mano rápida yenérgicamente, exclamando: —¡Adiós para siempre! Padeceré unamuerte atroz, pero el mundo no ha vistonunca una catástrofe y un diluvio desangre como el que no ha de tardar enver.

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La puerta de la yurta se cerró conviolencia. Ungern se había ido. No hevuelto a verle. —Es preciso que también me vaya,pues me urge salir de Urgainmediatamente. —Lo sé —respondió el príncipe— ; elgeneral os ha dejado a mi lado por unarazón: os dará un cuarto compañero: elministro de la Guerra de Mongolia. Iréiscon él para volver a nuestra yurta. Esabsolutamente preciso por vuestrointerés. Djam Bolon pronunció esta últimafrase recalcando cada palabra. No lepregunté nada, habituado ya a losmisterios de aquel país, dominado porlos buenos y los malos espíritus.

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CAPITULO XI

EL HOMBRE DE CABEZA ENFORMA DE SILLA DEMONTAR

Luego de tomar el té en la yurta deDjam Bolon, volví a la mía y preparé miequipaje. El Lama Turgut estaba ya allí. —El ministro de la guerra nosacompañará. Es necesario —murmuró. —Bien —le respondí—, y me fui aver a Olufsen para llevarle con nosotros;

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pero con gran sorpresa mía, el danés meparticipó que aplazaba su salida deUrga, a causa de una ocupaciónineludible, y su decisión le fue fatal,porque un mes más tarde Sepailoff, quecontinúa siendo gobernador militar, sinel freno del barón Ungern, anunció en uninforme que había perecido. El ministrode la Guerra, un joven y vigorosomongol, se unió a nuestra caravana. A unos nueve kilómetros de la ciudad,un automóvil nos alcanzó y se colocódetrás de nosotros. El lama sintió en elcuerpo un escalofrío y me miróespantado. Noté la proximidad delpeligro, a la que tan acostumbradoestaba; abrí la funda del revólver, saquéeste y lo monté. El automóvil se detuvo

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frente a la caravana. Sepailoff saludócortésmente y preguntó: —¿Cambiarán de caballos enJazahuduk? ¿Este camino atraviesa esatierra de enfrente? No conozco estazona, y quiero adelantar un correo queme precede. El ministro de la Guerra contestó queestaríamos en Jazahuduk aquella mismanoche, y dio a Sepailoff las indicacionesconvenientes para que encontrase sucamino. El automóvil se alejó a todavelocidad, y cuando transpuso la sierrael ministro ordenó a uno de susmongoles que se adelantase a galope yviese si el coche se había parado al otrolado de los montes. El mongol fustigó asu caballo y partió.

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Le seguimos lentamente. —¿Qué ocurre? —pregunté—.Explicádmelo. El ministro me dijo que Djam Bolontuvo un aviso la víspera de queSepailoff proyectaba apresarme en elcamino y matarme. Me imputaba haberexcitado al barón en contra suya. DjamBolon previno al general, quien organizóaquella columna para defenderme. Elmongol volvió, y nos comunicó que elautomóvil había desaparecido. —Ahora —añadió el ministro—vamos a tomar otra dirección, para queel coronel nos espere inútilmente enJazahuduck. Nos dirigimos hacia el Norte, a UndurDobo, y al anochecer llegamos al

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campamento de un príncipe local. Nosdespedimos del ministro, nosproporcionaron magníficos caballos ypudimos continuar nuestro viaje al Este,alejándonos para siempre del “hombrede cabeza en forma de silla de montar”,de quien me aconsejó desconfiara elviejo adivino de las cercanías de VanKure. Después de doce días de marcha, sinincidentes notables, arribamos a laprimera estación de la línea delferrocarril del Este. De allí fui a Pekín.

***

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Rodeado de todo el confort modernoen el hotel de Pekín, me desprendí detodos mis atributos de explorador,cazador y guerrero, pero, sin embargo,no podía sustraerme al hechizomisterioso de los nueve días pasados enUrga, donde hora tras hora tratéíntimamente al barón Ungern, “el dios dela guerra encarnado”. Los periódicos, al dar conocimientode la marcha sangrienta del barón através de la Transbaikalia, despertabanen mí recuerdos de aquella temporada.Hoy mismo, aunque han transcurrido yamás de siete meses, no me es posibleolvidar tantas escenas de locura,conspiración y odio. Las profecías se han cumplido. A los

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ciento treinta días de la memorablenoche, el barón Ungern fue capturadopor los bolcheviques a consecuencia dela traición de sus oficiales y ejecutado afines de septiembre. ¡El barón R. F. von Sternberg!... Comouna tempestad de sangre desencadenadapor Karma vengador, pasó por AsiaCentral. ¿Qué ha quedado de él? Laorden del día dirigida a sus soldados,que terminaba con las palabras de larevelación de San Juan: “Que nadie detenga la venganza quecaerá sobre el corruptor y el asesino delalma del pueblo ruso. La revolucióndebe ser extirpada del mundo. Contraella nos ha prevenido en estos términosla revelación de San Juan: “Y la mujer

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estaba vestida de púrpura y escarlata yenjoyada en oro, perlas y piedraspreciosas; tenía en la mano una copallena de abominaciones y de la escoriade sus imprudencias. En su frentebrillaba escrito este nombre misterioso:la gran Babilonia, la madre de lasimpudencias y abominaciones de latierra. Vi a esa mujer, ebria de sangre delos santos y de la sangre de los mártiresde Jesús”. Es un documento humano, undocumento de la tragedia rusa, tal vez dela tragedia mundial. Pero del barón queda otra huella másimportante aún. En las yurtas mongolas, juntos a lashogueras de los pastores, buriatos,

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mongoles, djungaros, kirghises,calmucos y tibetanos, cuentan la leyendanacida de aquel hijo de los cruzados ylos corsarios: “Del Norte vino un guerrero blancollamando a los mongoles y alentándolosa romper sus cadenas de esclavitud, quecayeron en nuestro suelo emancipado.Ese guerrero blanco era Gengis Kanreencarnado, y predijo el advenimientodel más excelso de todos los mongoles,que difundirá la hermosa fe de Buda, lagloria y el poder de los descendientesde Gengis Kan, Ugadai y Kublai Kan. ¡Yese día llegará!”. Asia despertará y sus hijospronunciaran audaces palabras. Bueno será para la paz del mundo que

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se muestren discípulos de las escriturasprudentes de Ugadai y del sultán Baber,y no se pongan bajo los auspicios de losmalos demonios de Tamerlán elDestructor.

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PARTE CUARTA

EL BUDA VIVO

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CAPITULO PRIMERO

EN EL JARDINBIENAVENTURADO DE LASMIL BIENANDANZAS

En Mongolia, país de los milagros yarcanos, vive el guardián de lomisterioso y lo desconocido: El Budavivo, S. S. Djebtsung Damba HutuktuKan, Bogdo Gheghen, pontífice de TaKure. Es la encarnación del inmortalBuda, el representante de la seriecontinua de soberanos espirituales que

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reinan desde 1670, transmitiéndose elalma siempre más afinada de BudaAmitabba, unido a Chanra-zi, el espíritumisericordioso de las montañas. En élesta todo, hasta el mito del sol y lafascinación de los picos misteriosos delHimalaya, los cuentos de las pagodas dela India, la rígida majestuosidad de losconquistadores mongoles, emperadoresde Asia entera, las antiguas y brumosasleyendas de los sabios chinos, lainmersión en los pensamientos de losbrahmanes, la vida austera de losmonjes de la Orden Virtuosa, lavenganza de los guerreros, eternamenteerrantes, los oletos con sus kanes BaturHun-Taigi y Gushi, la altiva herencia deGengis Kan y Kublai Kan, la psicología

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clerical reaccionaria de los Lamas, elenigma de los reyes tibetanos queempieza en Srong Tsang Gampo, laimplacable crueldad de la secta amarillade Paspa. Toda la nebulosa historia deAsia, Mongolia, del Pamir, delHimalaya, de la Mesopotamia, de Persiay China, rodea al dios vivo de Urga. Asíno debe nadie sorprenderse de que sunombre no sea venerado a lo largo delVolga, en Siberia y Arabia, entre elTigris y el Éufrates, en Indochina y enlas villas del Océano Ártico. Durante mi estancia en Urga visitévarias veces la morada del Buda vivo,hablé con él y observé su vida. Sussabios marimbas favoritos meproporcionaron a cerca de él valiosos

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informes. Le he visto leer horóscopos,he oído sus predicaciones, he consultadosus archivos de libros antiguos y losmanuscritos que contienen la vida y lasprofecías de todos los Bogdo Kanes.Los Lamas me hablaron con franqueza ysin reservas, porque la carta del Hutuktude Narabanchi me granjeó suestimación. La personalidad del Buda vivopresenta el mismo dualismo que seencuentra en todo el lamaísmo.Inteligente, penetrante y enérgico, hadado, sin embargo, en el alcoholismo,causa de su ceguera. Cuando se quedóciego, los lamas cayeron en ladesesperación más profunda. Algunosaseguraron que convenía matarle y poner

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en su puesto a otro Buda encarnado; losdemás hicieron valer los grandesmeritos del pontífice a los ojos de losmongoles y fieles a la religión amarilla.Decidieron, por ultimo, edificar un grantemplo con una gigantesca estatua deBuda, a fin de aplacar a los dioses. Eso,no obstante, fue inútil para devolverle lavista al Bogdo; pero le dio ocasión paraapresurar la ida al otro mundo deaquellos lamas que más se habíandistinguido por sus radicalismosexcesivos en cuanto al modo de resolverel problema de su ceguera. No cesa de meditar acerca de lagrandeza de la iglesia y de Mongolia, yal propio tiempo se ocupa de bagatelassuperfluas. La artillería le interesa

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mucho. Un oficial ruso retirado le regalódos cañones viejos que valieron aldonante el título de Tumbaiir Gun,“príncipe grato a mi corazón”. En losdías de fiesta se disparaban cañonazos,con sumo regocijo del augusto ciego. Enel palacio del dios había automóviles,gramófonos, teléfonos, cristales,porcelanas, cuadros, perfumes,instrumentos de música, cuadrúpedos ypájaros raros, elefantes, osos delHimalaya, monos, serpientes, loros delas Indias; pero todo le cansaba enseguida y quedaba olvidado. A Urga afluyen los peregrinos y lasofrendas de todas las partes del mundolamaísta y budista. El tesorero delpalacio, el honorable Balma Dorji, me

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enseñó un día el salón donde seconservan todos los regalos hechos albuda. Es un museo único de objetospreciosos. Allí hay reunidas cosasrarísimas que no existen en los museosde Europa. El tesorero, abriendo unavitrina cerrada con una cerradura deplata, me dijo: —Aquí tenéis pepitas de oro puro deBei Kem, cibelinas negras de Kemchick,astas de ciervo milagrosas, un estucheenviado por los orochones lleno depreciosas raíces de ginseng y dealmizcle aromático, un trozo de ámbarprocedente de las costas del mar delHielo, que pesa ciento veinticuatro lans(unas diez libras). Ved, además, estaspiedras preciosas de las Indias, sándalo

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perfumado y marfiles tallados de China. Me mostró todos los artículos delmuseo, hablándome con evidentesatisfacción. En efecto, aquello eramaravilloso. Tenía ante mis asombrados ojos pielesriquísimas, castores blancos, cibelinasnegras, zorros blancos, azules y negros,panteras negras, cajitas de concha detortuga, bellísimamente trabajadas, quecontenían hatyks de diez y quince metrosde largo, de seda de las Indias, tan finoscomo si fuesen de telaraña; saquitoshechos con hilos de oro y perlasestupendas, obsequios de los rajahsindostánicos, sortijas de rubíes y zafirosde China y la India, gruesas esmeraldas,diamantes en bruto, colmillos de

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elefante adornados con oro, perlas ypiedras preciosas, vestidos bordados deoro y plata, defensas de morsasesculpidas en bajorrelieve por artistasprimitivos de las costas del mar deBehring, sin contar lo que no puedorecordar ni citar. En una sala especial sehallaban las vitrinas que encierran lasimágenes de Buda, de oro, plata, bronce,marfil, coral, nácar o de maderaspintadas y perfumadas. —Sabéis que cuando losconquistadores invaden un país dondeson adorados los dioses, rompen lasimágenes y las vuelcan. Así sucedióhace más de trescientos años, cuando loscalmucos penetraron en el Tíbet, y en1900, cuando las tropas europeas

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entraron a saco en Pekín. ¿sabéis porqué? Coged una de esas estatuas yexaminadla. Cogí la que estaba más cerca delborde, un Buda de madrea, y principié aexaminarla. En su interior había lagosuelto que hacia ruido y se movía. —¿Oís? —preguntó el Lama—. Sonlas piedras preciosas y las pepitas deoro; las entrañas del dios. He aquí el motivo por el cual losconquistadores rompen en seguida lasestatuas de los dioses. Muchas de lasmás famosas piedras preciosasprovienen del interior de las estatuas dedioses hallados en las Indias, Babiloniay China. Algunas salar estaban dedicadas a

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bibliotecas, cuyos estantes soportaban lacarga de manuscritos y volúmenes dedistintas épocas escritos en diferentesidiomas sobre asuntosextraordinariamente variados. No pocosse desmenuzan en polvo, y los lamas loscubren con una solución que gelatinizalo que resta de ellos a fin depreservarles de los estragos del aire. Vitambién tabletas de arcilla coninscripciones cuneiformes originariasindudablemente de Babilonia; libroschinos, indios y tibetanos colocados allado de los libros mongoles; volúmenesdel más puro budismo antiguo, obras delos “gorros rojos”; es decir, delbudismo corrompido; trabajos delbudismo amarillo o lamaísta;

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colecciones de tradiciones, leyendas yparábolas. Grupos de Lamas leen,estudian y copian estos volúmenes,conservando y divulgando la sabiduríaantigua entre los sucesores. Una sala está reservada a los librosmisteriosos sobre magia y a lasbiografías y escritos de los treinta y unbudas vivos, con las bulas del DalaiLama, del pontífice de Tashi Lumpo, delHutuktu de Utai en China, del PanditaGheghen de Dolo Nor en Mongoliainterior y de los cien sabios chinos.Solamente el Bogdo Hutuktu y elMaramba Ta-Rimpocha pueden entrar enese santuario de ciencia misteriosa. Lasllaves se guardan en un cofre especialcon los sellos del buda vivo y el anillo

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de rubíes de Gengis Kan, avalorado conla svástica, que se halla en el despachodel Bogdo. Rodean a su santidad cincomil Lamas. Estos pertenecen a unajerarquía complicada que va desde losimples servidores a los consejeros deldios, miembros del Gobierno. Entreestos consejeros figuran los cuatroKanes de Mongolia y los cinco másaltos príncipes. Los Lamas se dividen en tres clasesespecialmente interesantes, de las queme habló el mismo Buda vivo cuando levisité en compañía de Djam Bolon. El dios deploraba con tristeza la vidasuntuosa y desordenada que los Lamasllevaban y que produce la rápidaextinción de los adivinos y profetas

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entre sus filas. —Si los monasterios de Jahantsi yNarabanchi —me dijo— no hubiesenconservado su régimen y su reglasevera, Ta Kure carecería de adivinos yprofetas; Barun Abaga Nar-Dorchiul-Jurdok y los demás santos Lamas quetenían el poder de penetrar en lo que elvulgo no ve, han desaparecido con labendición de los dioses. Esta clase de Lamas poseeextraordinaria importancia, porque todogran personaje que visita losmonasterios de Urga es presentado alLama Tzuren (adivino), sin que conozcala calidad de este, a fin de que le estudiesu destino. El Bogdo Hutuktu se enterainmediatamente del porvenir del

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personaje, y provisto de tan necesariosinformes sabe cómo tratar a su huéspedy qué actitud adoptar con él. Los tzurensuelen ser unos viejos, secos, medioagotados, entregados al ascetismo másriguroso; pero también los hay jóvenes,casi niños, que son los hubilganes, losdioses encarnados, los futuros Hutuktusy Gheghens de los diversos monasteriosmongoles. La segunda clase comprende losdoctores Ta Lama. Observan la acciónde las plantas y de ciertos productosanimales en los hombres, conservan losremedios del Tíbet, estudiancuidadosamente la anatomía, pero sinpracticar la vivisección. Son muyhábiles para reducir las fracturas de

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huesos, excelentes masajistas yestupendos hipnotizadores ymagnetizadores. La tercera clase abarca los doctoresde grado superior, en su mayoríatibetanos o calmucos. Son losenvenenadores, a los que bien pudierallamárseles doctores en medicinapolítica. Viven a parte, no se tratan conlos demás y constituyen la principalfuerza silenciosa en manos del budavivo. Me dijeron que muchos eranmudos. He visto uno de esta clase, elque envenenó al medico chino enviadopor el emperador de Pekín para liquidaral Buda vivo. Era un viejecillo canoso,de rostro surcado de prolongadasarrugas; tenía perilla blanca y sus

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ojuelos inquietos parecían estarescudriñando siempre cuanto lerodeaba. Cuando un lama de estacategoría llega a un monasterio, el dioslocal deja de comer y beber: tanto temorle inspira aquella locusta mongola; perosus precauciones tampoco salvan alcondenado, porque un sombrero, unacamisa, un zapato, un rosario, una brida,los libros o cualquier objeto piadosomojado en una solución venenosa bastapara que se realicen los designios delBogdo Kan. El respeto y la fidelidad religiosa másintensa rodean al pontífice ciego. Anteél todos se prosternan, la cara pegada alsuelo. Los kanes y los hutuktus se leaproximan de rodillas. Cuanto le

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circunda es sombrío y está pletórico deantigüedad oriental. El anciano ciego yborracho, oyendo un disco vulgar degramófono o dando a sus servidores unasacudida eléctrica con su dinamo; elferoz tirano, envenenando a susenemigos politos; el Lama que mantienea su pueblo en las tinieblas, engañándolecon sus predicciones y profecías, es, sinembargo, un hombre distinto de losdemás. Un día estábamos sentados en eldespacho de Bogdo, y el príncipe DjamBolon le traducía mi relato de la granguerra. El anciano escuchabaatentamente. De repente levantó lossemicaidos párpados y empezó a oírunos ruidos que venían del exterior. Su

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rostro reveló una sensación deveneración suplicante y atemorizada. —Los dioses me llaman —murmuró. Y se encaminó lentamente a suoratorio particular, donde rezó en vozalta más de dos horas, puesto de hinojose inmóvil como una estatua. Su plegariafue una conversación con los diosesinvisibles, a cuyas preguntas diocumplida contestación. Salió delsantuario pálido y rendido, pero feliz ysatisfecho. Esa era su oración personal. Durantelas ceremonias religiosas del templo notomaba parte en las plegarias, porqueentonces es “dios”. Sentado en su tronole trasladan procesionalmente al altarpara que los Lamas y los fieles puedan

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dirigirle sus oraciones. Recibe susinvocaciones, sus esperanzas, suslagrimas, sus dolores y anhelos, mirandoimpasible al espacio con los ojosbrillantes, pero muertos. En ciertosmomentos de la función, los Lamas lerevisten con sus distintos trajes,amarillos y rojos, y le cambian decubrecabeza. La ceremonia terminasiempre en el solemne instante en que elBuda vivo, con su tiara resplandeciente,da la bendición pontificia a los fieles,volviéndose sucesivamente hacia loscuatro puntos cardinales y tendiendo,por último, su mano hacia el Noroeste, osea hacia Europa, donde deben penetrarlas enseñanzas del sapientísimo Buda. Después de largas funciones en el

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templo y de las fervientes plegariaspersonales, el pontífice queda muyquebrantado; con frecuencia llama a sussecretarios y les dicta sus visiones yprofecías, siempre sumamentecomplicadas y desprovistas deexplicaciones. A veces, pronunciando las palabras“sus almas se comunican”, se pone eltraje blanco y va a rezar a su oratorio.Entonces se cierran todas las puertas delpalacio y todos los Lamas se sumergenen un espanto místico y reverente; todosen éxtasis repasan sus rosarios ybalbucean la oración Om Mani padmeHung! Hacen girar las ruedas de lasplegarias y exorcizan; los adivinos leenlos horóscopos; los visionarios escriben

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el relato de sus visiones, y los marimbasbuscan en los libros antiguos laaclaración de las palabras del Buda.

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CAPITULO II

EL POLVO DE LOS SIGLOS

¿Habéis visto en las cuevas de algúnantiguo castillo de Italia, Francia oInglaterra las telarañas polvorientas y elmoho centenario? Es el polvo de lossiglos. Tal vez tocó el rostro, el casco ola espada de un emperador romano, deSan Luis, del Gran Inquisidor, deGalileo o del rey Ricardo. Vuestrocorazón se contrae involuntariamente yos sentís llenos de respeto para esos

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testigos de las épocas pasadas. Lamisma impresión experimenté en TaKure, más acentuada quizá. La vidacontinúa allí como se desarrolló haceochocientos años: el hombre está unidoférreamente a la tradición, y laconmoción contemporánea únicamentecomplica y embaraza la existencianormal. —Hoy es un gran día —me dijo encierta ocasión el Buda vivo— ; es laconmemoración del triunfo del budismosobre las demás religiones. Hace muchotiempo, Kublai Kan conoció a los Lamasde todas las creencias y les ordenó queexplicasen su fe. Ellos alabaron a susdioses y hutuktus y si más tardarcomenzaron las discusiones y

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polémicas. Solo un Lama permaneciósilencioso. Por fin sonrió con expresiónburlona, exclamando: —¡Gran emperador! Manda a cadauno que demuestre el poder de susdioses con la ejecución de un milagro yasí podrás juzgar y elegir. Kublai Kan ordenó sin dilación a losLamas que hiciesen un milagro, perotodos enmudecieron, confusos eimpotentes. —Ahora —dijo el emperador,dirigiéndose al Lama autor de laproposición— te toca a ti probar elpoder de tus dioses. El lama miró fija y detenidamente alemperador, se volvió, contemplando a laconcurrencia, y con grave ademán tendió

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la mano hacia ella. En aquel momento elvaso de oro del emperador se levantó dela mesa y se colocó en los labios delKan sin que mano visible le sostuviera.El emperador probó un delicioso vinoaromático. Quedaron todos pasmados ysobrecogidos, y Kublai Kan habló: —Rezaré a tus dioses y todos mispueblos deberán adorarles. ¿Cuál es tureligión? ¿Quién eres y de dóndevienes? —Mi religión es la que predicó elsabio Buda. Yo soy el Pandita LamaTurjo Gamba, del lejano y gloriosomonasterio de Sakkia, el en Tíbet, dondemora encarnado en un cuerpo humano elespíritu de Buda, su sabiduría y supoder. Te anuncio, señor, que los

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pueblos adeptos de nuestra fe poseerántodo el universo occidental y duranteciento doce años defenderán suscreencias por el mundo entero. Esto es lo que sucedió tal día comohoy hace muchos siglos. El Lama TurjoGamba no regresó al Tíbet, quedo aquí,en Ta Kure donde solo había una aldeainsignificante. De aquí fue junto alemperador a Karakorum y más tardetambién con él a la capital de china,para fortalecerle en la fe, predecir lasolución de los asuntos del Estado eiluminarle según la voluntad de dios. El Buda vivo calló un momento,murmuró una oración y añadió: —¡Urga, patria antigua del budismo!Con Gengis Kan partieron, para la

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conquista de Europa, los oletos,llamados por otro nombre calmucos.Estos se establecieron casi cien años enlas estepas de Rusia. Luego tomaron aMongolia, porque los Lamas amarillosles precisaron para combatir a los reyesdel Tíbet, los Lamas de gorros rojos queoprimían al pueblo. Los calmucosayudaron a la religión amarilla, pero sedieron cuenta de que Lhassa está muydistante y no podía irradiar nuestrascreencias por toda la tierra. Porconsecuencia, el calmuco Gushi Kantrajo del Tíbet un santo Lama, UndurGheghen, que había visitado al rey delmundo. A partir de aquel día, el BogdoGheghen no se ha movido de Urga,mostrándose protector de las libertades

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mongolas y de los emperadores chinosde origen mongol. Undur Gheghen fue elprimer buda vivo del país mongólico.Nos legó a nosotros, sus sucesores, elanillo del Gengis Kan, enviado porKublai Kan al Dalai Lama enrecompensa del milagro hecho por elLama Turjo Gamba. Poseemos tambiénla tapa del cráneo de un misteriosotaumaturgo negro de las Indias:Strongtsan, rey del Tíbet, la empleaba amodo de copa y bebía en ella durante lasceremonias del templo hace seiscientosaños. Tenemos además una antiguaestatua de piedra representando a Buda,que fue traída de Pekín, por el fundadorde la religión amarilla, Paspa. El Bogdo dio una palmada y uno de

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los secretarios cogió entre un paño rojouna gruesa llave de plata, con la queabrió el cofre de los sellos. El Budavivo metió la mano en el arcón y sacóuna cajita de marfil delicadamentegrabada, de la que retiró paraenseñármela una pesada sortija de orocon un espléndido rubí tallado y latradicional svástica. —Gengis Kan y Kublai Kan usaronconstantemente esta sortija en su manoderecha —me dijo. Cuando el secretario cerró el arca, elBogdo le ordenó que fuese a buscar a sumarimba predilecto, al que hizo leeralgunas paginas de un antiguo libro quehabía sobre la mesa. El Lama comenzó aleer en voz monótona:

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“Luego que Gushi Kan, jefe de loscalmucos, terminó la lucha contra losgorros rojos, se llevó con él la piedranegra misteriosa que el rey del mundohabía regalado al Dalai Lama. GushiKan deseaba fundar en Mongoliaoccidental la capital de la religiónamarilla, pero los oletos se hallaban enaquella época en guerras con losemperadores manchúes por el trono deChina y sufrían derrota tras derrota. Elúltimo kan de los oletos, Amursana,huyó a Rusia, pero antes de escaparseenvió a Urga la piedra negra sagrada.Mientras estuvo en Urga y el Buda vivola usaba para bendecir al pueblo, ni laenfermedad ni las desgracias cayeronsobre los mongoles; pero hace unos cien

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años, alguien robó la piedra sagrada ydesde aquel día los budistas la hanbuscado inútilmente por el mundoentero, porque sin ella el pueblo mongolno puede ser grande”. —Esto basta —exclamó BogdoGheghen—. Nuestros vecinos nosdesprecian. Olvidan que antes fuimossus amos; pero nosotros conservamosnuestras santas tradiciones y sabemosque vendrá para las tribus mongolas y lareligión amarilla el definitivo triunfo.Tenemos a nuestro lado a losprotectores de la fe, a los fielesguardianes de la herencia de GengisKan. Así habló el Buda vivo. Así hablan losantiguos libros.

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CAPITULO III

EL LIBRO DE LOSMILAGROS

El príncipe Djam Bolon pidió a unmarimba que nos enseñase la bibliotecadel Buda vivo. Es un vasto salónocupado por numerosos escribas quepreparan las obras que tratan de losmilagro de todos los Budas vivos,comenzando por Undur Gheghen, paraterminar con los gheghens y hutuktus delos varios monasterios lamaístas en

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todos los templos y en todas las escuelasde Bandis. Un marimba leyó dosextractos: “El beato Bogdo Gheghen sopló en unespejo. En seguida, como a través deuna niebla, apareció un valle en el cualmillares y millares de guerrerospeleaban unos contra otros. El sabioBuda vivo, favorecido por los dioses,quemó incienso e imploró de estos quele revelasen el destino de los príncipes.En la humareda azul vieron todos unasombría prisión y los cuerpos lívidos ytorturados de los príncipes muertos”. Un libro especial, del que hay yanumerosas reproducciones, refiere losmilagros del Buda actual. El príncipeDjam Bolon me dio a conocer algunos

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de los pasajes de esta obra. “Existe una antigua imagen de maderadel Buda con los ojos abiertos. Latrajeron de las Indias y Bogdo Gheghenla colocó en un altar, yéndose a rezar.Cuando volvió del santuario mandó quele diesen la imagen, y todos quedaronaterrados, porque el dios había cerradolos ojos y lloraba. En su cuerpoaparecieron brotes verdes, y el Bogdodijo: La desgracia y la alegría meesperan; perderé la vista, pero Mongoliaserá libre”. La profecía se ha cumplido. Otra vez, un día en que el Buda vivose hallaba extraordinariamente inquieto,dispuso que le llevasen una vasija llenade agua, que hizo poner delante del

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altar. De improviso, los cirios y laslámparas se encendieronespontáneamente y el agua del recipienteadquirió tonalidades irisadas. El príncipe me contó después cómo elBogdo Kan adivina el porvenir: se valede sangre fresca, en cuya superficiesurgen letras y figuras; de entrañas decarneros y cabras, que le permiten leerel sino de los magnates y conocer suspensamientos; de piedras y huesos, enlos cuales con gran precisión, el Budavivo distingue los signos del porvenir detodos, y también acude a la observaciónde las estrellas, y por sus posicionesaprende a preparar amuletos contra lasbalas y las enfermedades. —Los primitivos Bogdo Kanes solo

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empleaban para predecir el futuro lamilagrosa piedra negra —dijo elmaramba—. En la superficie de ellaaparecían unas inscripciones tibetanasque el Bogdo descifraba, averiguandode esta manera el destino de losindividuos y de las naciones. Cuando el maramba aludió a la piedranegra, en la que aparecían las leyendastibetanas, recordé que el hecho podíaser posible. En la región sudeste delUrianhai, en Wan Taiga, descubrí unparaje donde había pizarras negras enestado de descomposición. Los trozosde estas pizarras estaban cubiertos de unliquen blanco, formando dibujoscomplicados que parecían los de losencajes venecianos o páginas escritas en

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caracteres rúnicos. Si se humedece lapizarra, los dibujos desaparecen, y alsecarse vuelven a hacerse visibles. Nadie tiene derecho, ni se atreve, apedir al Buda vivo que le revele elporvenir. Predice tan solo cuando sesiente inspirado, cuando un delegadoespecial, portador de una solicitud delDalai Lama o del Tashi Lama, llegahasta él. El zar Alejandro I, al servictima de la influencia de la baronesade Krüdener y de su misticismo, envióun emisario de su confianza al Budavivo, rogándole que le predijese sudestino. El buda Kan de aquella época,un mancebo, leyó el porvenir del zarblanco en la piedra negra, y le participóque en el fin de su existencia lo pasaría

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vagando tristemente, desconocido detodos y perseguido por todas partes.Hoy, en Rusia, es opinión general queAlejandro I erró por Rusia y Siberiadurante el ocaso de su vida, con elseudónimo de Feodor Kusmitch,ayudando y consolando a losprisioneros, a los mendigos y a cuantossufrían, perseguido y encarceladofrecuentemente por la Policía, hasta quemurió en Tomsk (Siberia), donde seconsidera la casa en que pasó susúltimos días y su tumba como lugaressagrados, objeto de peregrinación y delentusiasmo ferviente del pueblo crédulo.La antigua dinastía de los Romanoff seinteresaba vivamente por todo lo que serefería a Feodor Kusmitch, y ese interés

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confirma la versión popular de que elvagabundo era, en realidad, el zarAlejandro I, que se habíavoluntariamente impuesto tan austerapenitencia.

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CAPITULO IV

EL NACIMIENTO DEL BUDAVIVO

El Buda vivo no muere. Su alma pasaalgunas veces a la de un niño que naceel día de su muerte, y en ocasiones setransmite en otro hombre durante la vidamisma del Buda. Esta nueva morada delespíritu sagrado de buda aparece casisiempre en la yurta de alguna familiapobre tibetana o mongola. Hay en estouna razón política. Si el Buda

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apareciese en la familia de un prínciperico, podría resultar de ello la elevaciónde una familia que no quisiese obedeceral clero, lo que sucedió anteriormente,mientras que la familia pobre y humildeque hereda el trono de Gengis Kan, aladquirir la riqueza, se somete gustosa alos Lamas. Solo tres o cuatro Budasvivos han sido de origen mongol; losdemás fueron tibetanos. Uno de los consejeros del Buda vivo,el Lama Kan Jassaktu, me refirió esto: —Los monasterios de Lhassa y TashiLumpo están constantemente alcorriente, por cartas de Urga, del estadode salud del Buda vivo. Cuando sucuerpo humano envejece y el espíritu deBuda desea desprenderse, comienzan en

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los templos tibetanos solemnesceremonias, y al propio tiempo losastrólogos estudian el porvenir. Estosritos dan a conocer a los Lamas depiedad más acrecentada, los que debenterminar donde el espíritu de Buda ha dereencarnar. Para eso recorren todo elpaís y observan. Con frecuencia, elmismo dios les ayuda en su tarea conseñales e indicaciones. A veces, un loboblanco aparece junto a la yurta de unpobre pastor, o bien en una tienda naceun cordero de dos cabezas o cae delcielo un meteoro. Los lamas cogen pecesen el lago sagrado de Tangri Nor y leenen sus escamas el nombre del nuevoBogdo Kan; otros recogen piedras cuyascuarteadoras les indican dónde deben

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buscarle y a quién deben hallar; algunosse retiran a los angostos barrancos delas montañas para escuchar las voces delos espíritus que pronuncian el nombredel nuevo elegido de los dioses. Yadescubierto este, se reúnen secretamentetodos los datos posibles acerca de sufamilia y se transmiten al muy sabioTashi Lama, conocido con elsobrenombre de Edeni; es decir, la perlade la sabiduría, quien, según los ritos deRama, realiza la elección delpredestinado. Si la elección concuerdacon los textos sagrados, Tashi Lamaenvía una carta confidencial al DalaiLama, el cual celebra un sacrificioespecial en el templo del espíritu de lasmontañas y confirma la elección

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estampando su gran sello en la carta deTashi Lama. Si el viejo Buda existe aún, el nombrede su sucesor se mantiene celosamentesecreto; si el alma de Buda haabandonado ya el cuerpo del BogdoKan, una delegación especial sale delTíbet con el nuevo Buda vivo. Idénticasformalidades acompañan la elección delGheghen y de los hutuktus en todos losmonasterios lamaístas de Mongolia;pero la confirmación de la eleccióncorresponde al Buda vivo y no seanuncia en Lhassa hasta después delacontecimiento.

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CAPITULO V

UNA PÁGINA DE LAHISTORIA DEL BUDA VIVO

El Bogdo Kan que reina actualmenteen Mongolia exterior es tibetano.Pertenece a una pobre familia que vivíaen los alrededores de Sakkia Kure, aloeste del Tíbet. Desde su más tiernainfancia tuvo un carácter violento yexaltado; le inflamaba la idea de laindependencia mongola y ardía endeseos de hacer gloriosa la herencia de

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Gengis Kan. Esto le dio pronto gratainfluencia entre los Lamas, príncipes ykanes de Mongolia, igual que con elGobierno ruso, que procuró siempretenerle a su lado. No temió alzarsecontra la dinastía manchú de China yobtuvo con facilidad la protección deRusia, el Tíbet y de los buriatos ykirghises, que le proporcionaron dinero,armas, soldados y el apoyo de susdiplomáticos. Los emperadores deChina eludieron entrar en guerra abiertacon el dios vivo, por miedo a provocarprotestas de los budistas chinos. Encierta ocasión enviaron al Bogdo Kan unhábil envenenador. El Buda vivo, sinembargo, comprendió inmediatamente larazón de aquellas atenciones

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facultativas, y conocedor del poder delos venenos asiáticos, decidióemprender un viaje para inspeccionarlos monasterios mongoles y tibetanos.Dejó para sustituirle a un hubilgan, quese hizo amigo del doctor chino y lesonsacó el objeto de su visita. No tardóel chino en morir, por causadesconocida, y el Buda vivo regresó asu capital. Otro peligro amenazó al dios vivo.Fue cuando Lhassa juzgó que el BogdoKan seguía una política independientedel Tíbet. El Dalai Lama iniciónegociaciones con varios kanes ypríncipes, poniéndose a la cabeza delmovimiento el Sain Noyon Kan yJassuktu Kan, y les persuadió de la

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conveniencia de acelerar la emigracióndel Buda a otra forma humana. Llegaron a Urga, donde el Bogdo Kanlos acogió con las mayores muestras dealegría y estimación. Les prepararon ungran festín, y los conspiradores estabanya dispuestos a ejecutar los planes delDalai Lama. Sin embargo, al fin delbanquete notaron ciertas molestias ymurieron todos aquella misma noche. ElBuda vivo envió sus cuerpo a lasrespectivas familias con todos loshonores propios de su alcurnia. El Bogdo Kan conoce todos lospensamientos, todos los actos de lospríncipes y los kanes, y la menor conjuraurdida contra él; de suerte que elculpable es atraído astutamente a Urga,

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de donde un vuelve a salir vivo. El Gobierno chino decidió acabar conel reinado de los Budas vivos, einterrumpiendo la lucha con el pontíficede Urga ideó la intriga siguiente para ellogro de sus fines: Pekín invitó al Pandita Gheghen deDolo Nor, así como al jefe de loslamaístas chinos, al hutuktu de Utai, dospersonajes que no reconocían lasoberanía del Buda vivo, a ir a lacapital. Allí se acordó, después deconsultar los libros búdicos, que elBogdo Kan actual debía ser el últimoBuda vivo, puesto que la parte delespíritu de Buda que mora en los BogdoKanes no puede detenerse más quetreinta y una veces en el cuerpo humano.

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Bogdo Kan es el treinta y un Budaencarnado desde la época de UndurGheghen, y en él, por consecuencia,termina la dinastía de los pontífices deUrga. No obstante, al saber esto, BogdoKan mismo hizo varias investigaciones ydescubrió en los viejos manuscritostibetanos que uno de los pontífices deeste país estuvo casado y que su hijo fueun Buda encarnado. He aquí por qué elBogdo se casó y tiene ahora un hijojoven, enérgico y capaz; de modo que eltrono religioso de Gengis Kan noquedará vacante. La dinastía de losemperadores chinos he desaparecido dela escena de los acontecimientospolíticos, y el buda vivo continua siendoel centro del ideal panasiático.

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El nuevo gobierno chino de 1920 seapoderó de la persona del buda vivo,confinándoles en su propio palacio; peroal comenzar el año 1921, el barónUngern con los suyos atravesó el BogdoOl sagrado, y, acercándose almonasterio por detrás, dieron muerte aflechazos a los centinelas chinos; losmongoles penetraron en el palacio ylibertaron a su dios, quieninmediatamente dio el grito deindependencia, sublevó la Mongolia ydespertó las esperanzas de los pueblos ylas tribus de Asia. En la lujosa mansión del Bogdo, unLama me enseñó una cajita especial,cubierta con un precioso tejido, dondese guardan las bulas del Dalai Lama y

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del Tashi Lama, los decretos de losemperadores rusos y chinos y losTratados entre Mongolia, Rusia, china yTíber. En esta misma cajita está la placade cobre con el signo misterioso del reydel mundo y el relato de la última visióndel Buda vivo.

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CAPITULO VI

LA VISION DEL BUDA VIVO

“He rezado y he visto lo que estáoculto a los ojos del pueblo. Una vastallanura se extendía delante de mí,limitada por lejanas montañas. Un viejoLama llevaba un casto lleno de pesadaspiedras. Andaba muy despacio. DelNorte vino un jinete vestido de blanco.Se acercó al Lama y le dijo: —Dame tu cesto. Te ayudaré allevarlo hasta tu Kure.

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El Lama le entregó su abrumadoracarga; pero el jinete fue incapaz delevantarla a la altura de su montura, demodo que el anciano Lama se la volvióa poner sobre el hombro y siguió sucamino, doblado por el peso de losguijarros. Entonces llegó del Norte otro jinete,vestido de negro, montado en un caballonegro, y también él se acercó al Lama yle dijo: —¡Imbécil! ¿Por qué llevas esospedruscos que abundan tanto por elsuelo? Diciendo estas palabras, atropelló alLama, empujándole con su caballo. Elanciano soltó el cesto y las piedras sedesparramaron por el terreno.

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Cuando las piedras tocaron el suelo setransformaron en diamantes. Los treshombres se precipitaron a recogerlas,pero ninguno de ellos pudodesprenderlas de la tierra. Entonces elviejo Lama exclamó: —¡Dioses! Toda mi vida he llevadoesta agobiante carga, y ahora que mefalta tan poco camino que andar la heperdido. ¡Valedme, dioses poderosos yclementes! De improviso un anciano vacilanteapareció. Lentamente juntó todos losdiamantes, los colocó con dificultad enel cesto, limpiándolos previamente delpolvo que los cubría, levantó la carga,se la echó al hombreo como si fuese depluma y partió, diciendo al Lama:

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—Descansa un momento. Yo vengo detransportar mi carga hasta el fin y mecomplace ayudarte a llevar la tuya. Continuaron su marcha y los perdí devista, mientras que los jinetes sepusieron a reñir. Pelearon todo el día ytoda la noche, y al salir el sol sobre lallanura ninguno de los dos estaba allímuerto ni vivo; ambos habíandesparecido sin dejar rastro. He aquí lo que he visto yo, BogdoHutuktu Kan, hablando con el grande ysabio Buda, rodeado de los buenos y losmalos demonios. Sabios Lamas, hutuktus, kampos,marambas y santos gheghen, explicad almundo mi visión”. Esto fue escrito en mi presencia el 17

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de mayo de 1921 según las palabras delBuda vivo, pronunciadas en el momentoque acababa de salir de su oratorioparticular, contiguo a su despacho.Ignoro lo que los hutuktus, gheghen,adivinos y magos le habrán respondido,pero ¿no es clara la explicaronconociendo la situación actual de Asia? Asia se despierta llena de enigmas;pero tiene soluciones para losproblemas que afectan a los destinos dela Humanidad. Ese gran continente depontífices misteriosos, de dioses vivos,de mahatmas, de hombres que leen en ellibreo terrible de Karma, sale de unlargo sueño. Ese océano de centenaresde millones de seres humanos estáagitado por olas monstruosas.

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PARTE QUINTA

EL MISTERIO DE LOSMISTERIOS: EL REY DELMUNDO

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CAPITULO PRIMERO

EL REINO SUBTERRANEO

—¡Deteneos! —murmuró mi guíamongol un día que atravesábamos elllano cerca de Tzagan Luk— ¡Deteneos! Y se dejó resbalar desde lo alto de sucamello, que se tumbó sin que nadie selo ordenase. El mongol se tapó con las manos lacara en actitud de orar y comenzó arepetir la frase: —¡Om Mani padme Hung!

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Los otros mongoles detuvierontambién sus camellos y se pusieron arezar. “¿Qué sucede?” pensé yo,mirando en torno mío la hierba colorverde pálido que se extendía por elhorizonte hasta un cielo sin nubes,iluminado por los últimos rayossoñadores del sol poniente. Los mongoles rezaron durante unmomento, cuchichearon entre ello ydespués de apretar las cinchas de loscamellos reanudaron la marcha —¿No habéis visto —me preguntó elmongol— cómo nuestros camellosmovían las orejas espantados, cómo loscaballos de la llanura se quedabaninmóviles y atentos, y cómo los carnerosy el ganado se echaban al suelo? ¿No

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observasteis que los pájaros dejaban devolar, las marmotas de correr y losperros de ladrar? El aire vibrabadulcemente y traía de lejos la música deuna canción que penetraba hasta elcorazón de los hombres, de las bestias yde las aves. La tierra y el cielocontenían el aliento. El viento cesaba desoplar; el sol detenía su carrera. En unmomento como aquel, el lobo que seaproxima a hurtadillas a los carneroshace alto en su marcha solapada; elrebaño de antílopes, amedrentado,retiene su ímpetu peculiar; el cuchillodel pastor, dispuesto a degollar alcarnero, se le cae de las manos; elarmiño rapaz cesa de arrastrarse detrásde la confiada perdiz salga. Todos los

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seres vivos, transidos de miedo,involuntariamente sienten la necesidadde orar, aguardando su destino. Esto eralo que entonces ocurría, lo que sucedesiempre que el rey del mundo, en supalacio subterráneo, reza inquiriendo elporvenir de los pueblos de la tierra. Así habló el mongol, pastor simple einculto. Mongolia, con sus montañas peladas yterribles, sus llanuras ilimitadas,cubiertas de los huesos esparcidos delos antepasados, ha dado origen almisterio. Este misterio, su pueblo,aterrado por las pasiones tormentosas dela Naturaleza o adormecido por la pazde la muerte, lo siente en su plenamagnitud, y los lamas, rojos y amarillos,

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lo perpetúan y poetizan. Los pontíficesde Urga y Lhassa guardan su ciencia y suposesión. Ha sido durante mi viaje a AsiaCentral cuando he conocido por primeravez el misterio de los misterios, pues nohe podido llamarlo de otra manera. Alprincipio no le concedí mucha atención,pero comprendí después su importanciaal analizar y comparar ciertostestimonios esporádicos yfrecuentemente sujetos a controversia. Los ancianos de la ribera del Amyl merefirieron una antigua leyenda, según lacual una tribu mongola, intentando huirde Gengis Kan, se ocultó en unacomarca subterránea. Más tarde unSomoto de los alrededores del lago

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Nogan Kul me mostró, así que se disipóuna nube de humo, la puerta que sirve deentrada al reino de Agharti. Antañopenetró por esa puerta en el reino uncazador, y a su vuelta empezó a contarlo que había visto. Los Lamas lecortaron la lengua para impedirle hablardel misterio de los misterios. Ya viejo,volvió a la entrada de la caverna ydesapareció en el reino subterráneocuyo recuerdo tanto encantó u regocijósu corazón de nómada. Obtuve informes más detallados delabios del Hutuktu Jelyl Dyamsrap deNarabanchi Kure. Este me narró lahistoria de la llegada del poderoso reydel mundo a su salida del reinosubterráneo, su aparición, sus milagros y

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profecías, y entonces solamente empecéa comprender que esta leyenda, estahipnosis, esta visión colectiva, decualquier modo como se la interprete,encierra, a más de un misterio, unafuerza real y soberana, capaz de influiren el curso de la vida política de Asia.A partir de este momento comencé misinvestigaciones. El Lama Gelong, favorito del príncipeChultun Beyli, y el príncipe mismo, mehicieron la descripción del reinosubterráneo. —En el mundo —dijo Gelong— todose halla constantemente en estado detransición y de cambio: los pueblos, lasreligiones, las leyes y las costumbres.¡Cuántos grandes imperios y brillantes

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constituciones han perecido! Lo únicoque no cambia nunca es el mal, elinstrumento de los espíritus perversos.Hace más de seis mil años, un hombresanto desapareció con toda una tribu enel interior de la tierra y nunca hareaparecido en la superficie de ella.Muchos hombres, sin embargo, hanvisitado después ese reino misterioso:Sakya Muni, Under Gheghen, Paspa,Baber y otros. Nadie sabe dónde seencuentra situado. Dicen unos que en elAfganistán, otros que en la India. Todoslos miembros de esta religión estánprotegidos contra el mal, y el crimen noexiste en el interior de sus fronteras. Laciencia se ha desarrollado en latranquilidad y nadie vive amenazado de

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destrucción. El pueblo subterráneo hallegado al colmo de la sabiduría. Ahoraes un gran reino que cuenta con millonesde súbditos regidos por el rey delmundo. Este conoce todas las fuerzas dela Naturaleza, lee en todas las almashumanas y en el gran libro del Destino.Invisible, reina sobre ochocientosmillones de hombres, que estándispuestos a ejecutar sus órdenes. El príncipe Chultun Beyli agregó: —Este reino es Agharti y se extiende através de todos los accesos subterráneosdel mundo entero. He oído a un sabioLama decir al Bogdo Kan que todas lascavernas subterráneas de America estánhabitadas por el pueblo antiguo quedesapareció de la tierra. Aún se

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encuentran huellas suyas en la superficiedel país. Estos pueblos y estos espaciossubterráneos dependen de jefes quereconocen la sabiduría del rey delmundo. En ello no hay gran cosasorprendente. Sabéis que en los dosocéanos mayores del Este y el Oestehabía remotamente dos continentes. Lasaguas se los tragaron y sus habitantespasaron al reino subterráneo. Lascavernas profundas están iluminadas porun resplandor particular que permite elcrecimiento de cereales y otrosvegetales y da a las gentes una largavida sin enfermedades. Allí existennumerosos pueblos e incontables tribus.Un viejo brahmán budista de Nepal,obedeciendo la voluntad de los dioses,

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hizo una visita al antiguo reino deGengis, Siam, y en ella encontró unpescador, quién le ordenó ocupase subarca y bogase con él hacia el mar. Altercer día arribaron a una isla dondevivía una raza de hombres con doslenguas, que podían hablarseparadamente idiomas distintos. Lesenseñaron animales curiosos, tortugas dedieciséis patas y un solo ojo, enormesserpientes de sabrosa carne y pájaroscon dientes que cogían los peces del marpara sus amos desconocidos. Estos isleños les dijeron que habíanvenido del reino subterráneo y lesdescribieron ciertas regiones. El Lama Turgut, que me acompaño ami viaje de Urga a Pekín, me

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proporcionó otros informes. —La capital de Agharti está rodeadade villas en las que habitan los grandessacerdotes y sabios. Recuerda a Lhassa,donde el palacio del Dalai Lama, elPotala, se halla en la cima de un montecubierto de templos y monasterios. Eltrono del rey del mundo se alza entredos millones de dioses encarnados.Estos son los santos panditas. El palaciomismo se halla circundado por laresidencia de los goros, quienes poseentodas las fuerzas visibles e invisibles dela tierra, del infierno y del cielo, ypueden disponer a su antojo de la vida yde la muerte de los hombres. Si nuestraloca Humanidad emprendiese la guerracontra ellos, serían capaces de hacer

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saltar la corteza de nuestro planeta,transformando la superficie de este endesiertos. Pueden secar los mares,cambiar los continentes en océanos yconvertir las montañas en arenales. A sumando, los árboles, las hierbas y laszarzas empiezan a retoñar; los hombresviejos y débiles se rejuvenecen yvigorizan y los muertos resucitan. Enextraños carros, que nosotros noconocemos, recorren a toda velocidadlos estrechos pasillos del interior denuestro planeta. Algunos brahmanes dela India y ciertos Dalai Lamas del Tíbethan conseguido escalar los picos de lascordilleras, nunca holladas hastaentonces por pie humano, y vieroninscripciones grabadas en las rocas,

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pisadas en la nieve y señales de ruedasde carruajes. El bienaventurado SakyaMuni encontró en la cima de un monteunas tablas de piedra con letreros quesolo logró descifrar a edad muyavanzada, y penetró luego en el reino deAgharti, del que trajo las migajas delsaber sagrado que pudo retener en lamemoria. Allí, en palacios maravillososde cristal, moran los jefes invisibles delos fieles: el rey del mundo, Brahytma,que puede hablar a Dios como yo oshablo, y sus dos auxiliares: Mahaytma,que conoce los acontecimientos futuros,y Mahynga, que dirige y prevé lascausas de esos acontecimientos. Los santos panditas estudian el mundoy sus fuerzas. A veces, los más sabios

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de ellos se reúnen y envían delegados alos sitios donde jamás llegó la miradade los hombres. Esto lo describe elTashi Lama, que vivió hace ochocientoscincuenta años. Los panditas más altos,con una mano en los ojos y la otra en labase del cráneo de los sacerdotes másjóvenes, los adormecen profundamente,lavan sus cuerpos con infusiones deplantas, los inmunizan contra el dolor,los hacen tan duros como una piedra, losenvuelven en bandas mágicas y se ponena rezar al Dios todopoderoso. Losjóvenes petrificados, acostados con losojos abiertos y oídos atentos, ven, oyeny se acuerdan de todo. En seguida ungoro se acerca y clava en ellos unamirada penetrante. Lentamente los

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cuerpos se levantan de la tierra ydesaparecen. El goro sigue sentado, conlos ojos fijos en el sitio al que los envió.Unos hilos invisibles los sujetan a suvoluntad y algunos de ellos viajan porlas estrellas, asisten a losacontecimientos y observan los pueblosdesconocidos, sus costumbres ycondiciones. Escuchan lasconversaciones, leen los libros y sepercatan de las dichas y las miserias, dela santidad y de los pecados, de lapiedad y el vicio... Los hay que semezclan a la llama, ven la criatura defuego, ardiente y feroz, combaten sintregua, derriban y machacan los metalesen las entrañas de los planetas, hacenhervir el agua en los geysers y fuentes

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termales, funden las rocas y derramansus materiales en fusión sobre lasuperficie de la Tierra y en los orificiosde las montañas. Otros se lanzan enbusca de los seres del aire, infinitamentepequeños, evanescentes y transparentes,empapándose en sus misterios ydescubriendo el objeto de su existencia.Algunos se deslizan hasta los abismosdel mar y estudian el reino de las útilescriaturas del agua que transportan yesparcen el calor saludable por toda laTierra, rigiendo los vientos, las olas ylas tempestades. En el monasterio deErdeni Dzu vivió antaño PanditaHutuktu, que estuvo en Agharti. Al morirhabló del tiempo en que moró, porvoluntad del goro, en una estrella roja

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del Este, y de cuando voló sobre elOcéano cubierto de hielos y vagó entrelas llamas ondulantes que arden en lasprofundidades de la Tierra. Estas son las historias que oí contar enl a s yurtas de los príncipes y en losmonasterios lamaístas. El tono con queme las referían me impedía formular lamenor objeción. Misterio...

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CAPITULO II

EL REY DEL MUNDO,ENFRENTE DE DIOS

Durante mi estancia en Urga intentéhallar una explicación a esa leyenda delrey del mundo. Naturalmente, el Budavivo era quien mejor podíadocumentarme, y procuré, por tanto,hacerle hablar acerca de ello. En unaconversación con él cité el nombre delrey del mundo. El anciano pontíficevolvió a mí sus ojos inmóviles y sin

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vida. A mi pesar, me quedé callado. Elsilencio se prolongó y el pontíficereanudó el dialogo de manera quecomprendí que no deseaba abordar eltema. En las caras de las demáspersonas presentes observé la expresiónde asombro y espanto que mis palabrashabían producido, especialmente elbibliotecario del Bogdo Kan. Secomprenderá fácilmente que todoaquello contribuyó a aumentar micuriosidad y mi afán de profundizar enel asunto. Cuando salí del despacho del BogdoHutuktu encontré al bibliotecario, que sehabía ido antes que yo, y le pregunté siconsentiría en que visitase la bibliotecadel Buda vivo. Empleé con él una treta

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inocente. —Sabed, mi querido Lama —le dije—, que yo estuve un día en medio delcampo, a la hora en que el rey delmundo conversaba con Dios, yexperimenté la conmovedora impresióndel momento. Sorprendiéndome mucho, el viejoLama me repuso con todo sereno: —No es justo que el budismo ynuestra religión amarilla lo oculten. Elreconocimiento de la existencia del mássanto y poderoso de los hombres, delreino bendito, del gran templo de laciencia sagrada, es tan consolador paranuestros corazones de pecadores ynuestras vidas corrompidas, queocultarlo a la Humanidad sería un

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pecado. Pues bien, oíd —añadió elletrado—: el año entero el rey delmundo dirige los trabajos de lospanditas goros de Agharti. A vecesacude a la caverna del templo, dondereposa el cuerpo embalsamado de suantecesor, en un féretro de piedra negra.Esta caverna está siempre oscura, perocuando el rey del mundo entra en ella, enlos muros surgen rayas de fuego, y de lacubierta del féretro salen lenguas dellamas. El goro mayor se mantiene juntoa él, tapadas la cabeza y la cara, con lasmanos cruzadas sobre el pecho. El gorono se quita nunca el velo del rostro,porque su cabeza es una calavera deojos chispeantes y lengua expeditiva.Comulga con las almas de los difuntos.

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El rey del mundo habla largo rato,luego se aproxima al féretro,extendiendo la mano. Las llamas brillanmás intensamente; las rayas de fuego delas paredes se extinguen y reaparecenentrelazándose, formando signosmisteriosos del alfabeto vatannan. Delsarcófago empiezan a salir banderolastransparentes de luz apenas visible. Sonlos pensamientos de su antecesor. Prontoel rey del mundo se ve rodeado de unaaureola de aquella luz, y las letras defuego escriben, escriben sin cesar en lasparedes los deseos y las órdenes deDios. En aquel instante, el rey delmundo está en relación con las ideas detodos los que dirigen los destinos de laHumanidad: reyes, zares, janes, jefes

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guerreros, grandes sacerdotes, sabios,hombres poderosos. Conoce susintenciones y sus planes. Si agradan aDios, el rey del mundo los favorecerácon su ayuda sobrenatural; si desagradana Dios, el rey provocará su fracaso. Estafacultad la posee Agharti por la creenciamisteriosa de Om, vocablo con el queprincipian todas nuestras plegarias. Omes el nombre de un antiguo santo, elprimero de los goros, que vivió hacetrescientos mil años. Fue el primerhombre que conoció a Dios, el primeroque enseñó a la Humanidad a creer,esperar y a luchar con el mal. EntoncesDios le otorgó poder absoluto sobre lasfuerzas que gobiernan el mundo visible. Después del coloquio con su

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antecesor, el rey del mundo reúne elSupremo Consejo de Dios, juzga lasnaciones y los pensamientos de losgrandes hombres y los ayuda o losanonada. Mahytma y Mahynga hallan elpuesto de esas acciones e intencionesentre las causas que manejan el mundo.En seguida el rey del mundo entra en eltemplo, y a solas reza y medita. El fuegobrota del altar, y poco a poco sepropaga a todos los altares próximos y através de la llama ardiente se vislumbracada vez más claro el rostro de Dios. Elrey del mundo participa respetuosamentea Dios las decisiones del Consejo, yrecibe en cambio las instruccionesinescrutables del Omnipotente. Cuandoabandona el templo, el rey del mundo

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exhala un resplandor divino.

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CAPITULO III

¿REALIDAD O FICCIONMISTICA?

—¿Ha visto alguien al rey del mundo?—pregunté. —Sí —contestó el Lama—. Durantelas fiestas solemnes del primitivobudismo, en Siam y las Indias, el rey delmundo apareció cinco veces. Ocupabauna carroza magnifica tirada porelefantes blancos, engalanados confinísimas telas cuajadas de oro y

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pedrería. El rey vestía un manto blancoy llevaba en la cabeza la tiara roja, de laque pendían hilos de brillantes que letapaban la cara. Bendecía al pueblo conuna bola de oro rematada por un áureocordero. Los ciegos recobran la vista,los sordos oyeron, los impedidosecharon a andar y los muertos seincorporaban en sus tumbas pordoquiera fijaba la mirada el rey delmundo. también se apareció hace cientocincuenta años, en Erdeni Dzu, y visitóigualmente el antiguo monasterio deSakkai y Narabanchi Kure. Uno de nuestros Budas vivos y uno delos Tashi Lamas recibieron de él unmensaje escrito en caracteresdesconocidos y en láminas de oro.

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Nadie podía leer aquel documento. ElTashi Lama entró en el templo, puso lalámina de oro sobre su cabeza y empezóa rezar. Gracias a su plegaria lospensamientos del rey del mundopenetraron en su cerebro, y sin haberleído los enigmáticos signos,comprendió y cumplió la regiadisposición. —¿Cuántas personas han ido aAgharti? —pregunté. —Muchas —contestó el Lama—, perotodas guardan el secreto de lo quevieron. Cuando los oletos destruyeronLhassa, uno de sus destacamentos,recorriendo las montañas del Sudoeste,llegó a los límites de Agharti.Aprendieron algunas ciencias

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misteriosas y las trajeron a la superficiede la Tierra. He aquí por qué los oletosy los calmucos son tan hábiles magos yadivinos. Ciertas tribus negras del Estese internaron también en Agharti y allíestuvieron varios siglos. Más tardefueron expulsados del reino y regresarona la faz del planeta según los naipes, lashierbas y las líneas poseedoras delmisterio de los augurios de la mano. Deesas tribus proceden los gitanos. Allá,en el norte de Asia, existe una tribu envías de desaparecer que residió en elmaravilloso Agharti. Sus miembrossaben llamar a las almas de los muertoscuando flotan en el aire. El Lama permaneció silencioso unbuen rato. Luego, como respondiendo a

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mis pensamientos, continuó: —En Agharti, los sabios panditasescriben en tablas de piedra toda laciencia de nuestro planeta y de losdemás mundos. Los doctos budistaschinos no lo ignoran. Su creencia es lamás alta y pura. Cada siglo cien sabiosde china se reúnen en un lugar secreto, aorillas del mar, y de las profundidadesde este salen cien tortugas inmortales.En sus conchas, los chinos escriben susconclusiones de la ciencia divina delsiglo. Esto me recuerda la historia que mecontó un viejo bonzo chino del templodel cielo, de Pekín. Me dijo que lastortugas viven más de tres mil años sinaire ni alimento y que esta es la razón

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por la cual todas las columnas deltemplo azul del cielo tienen por basetortugas vivas, a fin de evitar que sepudra la madera. —Varias veces los pontífices de Urgay Lhassa han enviado embajadas a lacorte del rey del mundo —agregó elLama bibliotecario— ; pero les fueimposible dar con ella. Solo un ciertocaudillo tibetano, después de una batallacon los oletos, encontró la caverna conla célebre inscripción: “Esta puertaconduce a Agharti”. De la caverna salióun hombre de buena presencia que lemostró una plancha de oro con letrasdesconocidas y le dijo: “El rey delmundo aparecerá delante de todos loshombres cuando llegue la hora de que se

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ponga al frente de los buenos paraluchar contra los malos; pero esa horano ha sonado todavía. Los más malos dela Humanidad aún están por nacer”. El Chiang Chun, barón Ungern,nombró embajador suyo en el reinosubterráneo al joven príncipe Punzing,pero este regresó con una carta delDalai Lama de Lhassa. El barón le envióde nuevo y la segunda vez no volvió.

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CAPITULO IV

LA PROFECIA DEL REY DELMUNDO EN 1890

El Hutuktu de Narabanchi me refirió losiguiente cuando tuve ocasión devisitarle en su monasterio al empezar elaño 1921: —La vez que el rey del mundo seapareció a los Lamas de nuestromonasterio, favorecidos por Dios, hacetreinta años, hizo una profecía relativa alos cincuenta años inmediata y

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correlativamente venideros. Hela aquí:“Cada día más se olvidarán los hombresde sus almas y se ocuparán de suscuerpos. La corrupción más grandereinará sobre la Tierra. Los hombres seasemejarán a animales feroces,sedientos de la sangre de sus hermanos.La media luna se borrará y sus adeptosse sumirán en la mendicidad y en laguerra perpetua. Sus conquistadoresserán heridos por el sol, pero no subirándos veces; les sucederá la peor de lasdesgracias y acabarán entre insultos alos ojos de los demás pueblos. Lascoronas de los reyes, grandes ypequeños caerán: uno, dos, tres, cuatro,cinco, seis, siete, ocho... Habrá unaguerra terrible entre todos los pueblos.

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Los océanos enrojecerán... La tierra y elfondo de los mares se cubrirán deesqueletos, se fraccionarán los reinos,morirán naciones enteras..., el hambre,la enfermedad, los crímenesdesconocidos de las leyes..., cuanto elmundo no habrá contemplado aún.Entonces vendrán los enemigos de Diosy del Espíritu Divino que residen en elhombre. Quienes cojan la mano de otro,perecerán también. Los olvidados, losperseguidos se sublevarán y llamarán laatención del mundo entero. Habránieblas y tempestades. Las montañaspeladas se cubrirán de bosques.Temblará la Tierra... Millones dehombres cambiarán las cadenas de laesclavitud y las humillaciones por el

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hambre, las enfermedades y la muerte.Los antiguos caminos se llenarán demultitudes que irán de un sitio a otro.Las ciudades mejores y más hermosasperecerán por el fuego..., una, dos, tres...El padre luchará con el hijo, el hermanocon el hermano, la madre con la hija. Elvicio, el crimen, la destrucción de loscuerpos y de las almas imperarán sinfrenos... Se dispersarán las familias...Desaparecerán la fidelidad y el amor...De diez mil hombres, uno solosobrevivirá...: un loco, desnudo,hambriento y sin fuerzas, que no sabráconstruirse una casa, ni proporcionarsealimento... Aullará como un loborabioso, devorará cadáveres, morderásu propia carne y desafiará airado a

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Dios... Se despoblará la tierra. Dios ladejará de su mano. Sobre ella esparcirántan solo sus frutos la noche y la muerte.Entonces surgirá un pueblo hasta ahoradesconocido que, con puño fuerte,arrancará las malas hierbas de la locuray del vicio y conducirá a los que hayanpermanecido fieles al espíritu delhombre a la batalla contra el mal.Fundará una nueva vida en la tierrapurificada por la muerte de las naciones.Dentro de cincuenta años no habrá másque tres grandes reinos nuevos quevivirán felices durante setenta y un años.En seguida vendrán dieciocho años deguerras y cataclismos... Luego lospueblos de Agharti saldrán de suscavernas subterráneas y aparecerán en la

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superficie de la tierra. Más tarde, viajando por Mongoliaoriental, camino de Pekín, me preguntéfrecuentemente: “¿Qué sucedería, qué sucedería sitodos estos pueblos y tribus tan distintosy de tan diferentes razas y religionescomenzasen a emigrar al Oeste?” Ahora, en el momento de escribir estasúltimas líneas, mi mirada se dirigeinvoluntariamente a ese vasto corazóndel Asia Central, teatro de mis correríasy aventuras. A través de los torbellinosde nieve o de las tempestades de arenadel Gobi, veo el rostro del Hutuktu deNarabanchi cuando con tono reposadome descubría el secreto de sus íntimospensamientos, señalando al horizonte

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con su mano fina de aristócrata. Cerca de Karakorum, a orillas delUbsa Nor, contemplo los inmensoscampanarios multicolores, los rebañosde toda clase de ganado, las yurtasazules de los jefes. Sobre esto se alzanlos estandartes de Gengis Kan, de losreyes del Tíbet; de Siam; del Afganistány de los príncipes indios; los signossagrados de los pontífices lamaístas, losescudos de las tribus mongolas delNorte. No oigo el ruido de la agitadamultitud. Los cantores no cantan losaires melancólicos de las montañas, delas llanuras y de los desiertos. Losjinetes mozos no disfrutan corriendo ensus ágiles caballos. Masas y masas deinnumerables ancianos, mujeres y niños

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ocupan el terreno, y más allá al Norte yal Oeste, hasta donde la vista puedealcanzar, el cielo se tiñe con rojeces dellama y se oye el retumbar y el crepitardel incendio y el estruendo horrísono dela batalla y la matanza que lleva a losguerreros asiáticos, entre ríos de sangrepropia y de los enemigos, a la conquistade Europa. ¿Quién guía a esas multitudesde ancianos sin armas? En ellas dominaun orden severo, una comprensiónprofunda y religiosa del fin que seproponen, la paciencia y la tenacidad.Es la nueva emigración de los pueblos,la última marcha de los mongoles. Quizá Karma ha abierto una nuevapágina en la Historia. ¿Qué ocurrirá si el rey del mundo está

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con ellos? Pero ese gran misterio de los misterioscontinúa siendo impenetrable. FIN DE “BESTIAS, HOMBRES, DIOSES”

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VOCABULARIO AMUR SAYN. —Hasta luego. ATTAMAN. —Jefe de cosacos. BANDI. —Estudiante de teologíabudista. BURIATO. —La tribu mongola máscivilizada que vive en el valle deSelenga (Transbaikalia). CALMUCO. —Tribu mongola queemigró de Mongolia en tiempo deGengis y que vive ahora en el Ural yorillas del Volga. Se llaman tambiénOletos. CHECA. —Organización bolcheviqueque persigue a los enemigos de lossoviets. CHIANG CHUN. —General chino.

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DALAI LAMA. —El pontífice de lareligión amarilla o lamaísta de Lhassa. DJUGAR. —Tribu mongola del Oeste. DUGUN. —Establecimientocomercial chino en un fortín. DZUK. —¡Échate! FATIL. —Raíz preciosa empleada enmedicina en China y en el Tíbet. FELCHER. —Ayudante de cirujano. GELONG. —Sacerdote lamaísta conderecho a ofrecer sacrificios a Dios. GETUL. —El tercer grado entre losmonjes lamaístas. GORO. —Gran sacerdote del rey delmundo. HATYK. —Trozo de seda azul oamarilla que se regala a los huéspedes,lamas o dioses. También significa una

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especie de moneda que vale dos o tresfrancos. HONG. —Almacén chino. HUCHUN. —Lugar cerrado por unaempalizada o muro que contiene lasviviendas, tiendas y cuadras de loscosacos rusos en Mongolia. HUNGHUTZ. —Bandido chino. HUTUKTU. —El grado más elevadoentre los monjes lamaístas; diosencarnado, santo. IMURAN. —Especie de roedor. IZBUR. —Especie de roedor. JAYRUS. —Especie de trucha. KABARGA. —Antílope almizclado. KAMPO. —Prior de un monasteriolamaísta, el grado más elevado en elclero blanco.

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KAMPO-GELON. —El grado máselevado entre los gelongs. KAN. —Rey. KARMA. —Personificación budistade la idea del Destino. KIRGHIZ. —Nación mongola quehabita entre el Irtich, en SiberiaOccidental, el lago Balac y el Volga. KUROPATKA. —Perdiz. LAMA. —Sacerdote lamaísta. LAN. —Peso de plata u oroequivalente a treinta y seis gramos. MARAMBA. —Doctor en Teología. MENDÉ. —Saludo Somoto (buenosdías). MERIN. —Jefe de la Policía soyotadel Urianhai. NAGAN HUCHUN. —Cercado chino

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reservado al cultivo de hortalizas. NAIDA. —Modo de encender lumbreempleado por los leñadores siberianos. NOYON. —Príncipe, kan, jefe,excelencia. OBO. —Monumento sagradolevantado en los parajes peligrosos delUrianhai y en Mongolia para aplacar alos dioses. OM. —El nombre del primer Goro.Ciencia mágica del Estado subterráneo.Salve. OM MANI PADME HUNG. —¡Salve,gran lama de la flor de loto! OROCHONES. —Tribu mongola quevive junto al Amur. PANDITA. —El grado más elevadoentre los monjes budistas.

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PANTI. —Cuernos de gamo utilizadoscomo medicina en China y Tíbet. PASPA. —Fundador de la sectaamarilla que predomina actualmente enel lamaísmo. POGROM. —Matanza. SAIT. —Gobernador mongol. SALGA. —Especie de perdiz. SAYN. —Bien. Buenos días. TACHUR. —Caña de bambú. TAIGA. —Bosque (Siberia). TAIMEN. —Trucha que pesa hastaciento veinte libras. TA LAMA. —Literalmente gransacerdote, ahora doctor en medicina. TANG TZU. —Casa (chino). TCHAMAR. —Tribu mongolaguerrera que vive cerca de la Gran

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Muralla. TZAGAN. —Blanco. TZARA. —Documento que da derechoa obtener caballos y guías. TSIRIK. —Soldados mongolesmovilizados. TURPAN. —Pato silvestre rojo. TZUREN. —Doctor envenenador. ULAN. —Rojo. ULATCHEN. —Postillón. URGA. —Capital de Mongolia.Especie de lazo mongol. URTON. —Parada de postas. VATANNAN. —El idioma del Estadosubterráneo del rey del mundo. WAPITI. —Especie de alce. YURTA. —La tienda o casa mongola. ZABEREGA. —Hacinamiento de

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hielo en las orillas de los ríos. ZAHACHINE. —Tribu mongolaerrante del Oeste. ZIR KURAT. —Alta torre de estilobabilónico. Título: Bestias, hombres, dioses Título original: Beasts, men and gods Ferdinand Ossendowski, 1922 Prólogo de Lewis S. Palen Traductor Gonzalo Guasp Editorial Aguila, 1960 Colección "Crisol"