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El Nino Perdido - Thomas Wolfe

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Estamos en 1904, en la época de laExposición Universal celebrada en Saint Louis. Lafamilia Wolfe se ha trasladado desde Asheville y haabierto aquí un pequeño alojamiento para losvecinos de su lejana ciudad natal que visitan laExposición. Grover Wolfe tiene sólo doce años,pero, según dicen todos, una sensibilidad y unamadurez extraordinarias...

He aquí uno de los textos más hermosos de laliteratura norteamericana del siglo XX: la búsquedadel «niño perdido», del hermano muerto. Unahistoria, en cuatro tiempos, contada por uno de losgrandes narradores de los años treinta: ThomasWolfe, quien construye, con telón de fondo de esaAmérica provinciana que aún hoy nos fascina, unanovela tan bella como intensa, perfecta en suestructura e inigualable en su poder de evocación.

PRIMERA PARTESEGUNDA PARTE

TERCERA PARTECUARTA PARTEnotes

Thomas Wolfe

EL NIÑO PERDIDO

TRADUCCIÓN DEJUAN SEBASTIÁN CÁRDENAS

PERIFÉRICA

Primera edición: octubre de 2011Título original: The Lost Boy© de la traducción, Juan Sebastián Cárdenas, 2011© de esta edición, Editorial Periférica, 2011ISBN: 978-84-92865-41-3DEPÓSITO LEGAL: CC-1082-2011IMPRESO EN ESPAÑA — PRINTED IN SPAIN

El editor autoriza la reproducción de este libro, total oparcialmente, por cualquier medio, actual o futuro,siempre y cuando sea para uso personal y no con finescomerciales.

PRIMERA PARTE

La luz vino y se fue y vino de nuevo, las atronadorascampanadas de las tres de la tarde llenaron laciudad entera de multitudinarios bronces, las suavesbrisas de abril le arrancaron láminas de arco iris ala fuente, hasta que el surtidor volvió a palpitar en elmomento en que Grover entraba en la plaza.

Era un niño serio de ojos oscuros, con unamancha de nacimiento en el cuello —parecida a unabaya de color marrón— y una expresión amable enel rostro. Demasiado tranquilo, demasiado atentopara su edad. Los zapatos gastados, las mediasgruesas atadas a la altura de las rodillas, lospantalones cortos, rectos, con tres pequeños einútiles botones a cada lado, la camisa demarinerito, la vieja y maltratada boina, que ya casino tenía forma, apoyada de medio lado sobreaquella cabeza de cuervo, la sucia y deterioradamochila de lona colgando del hombro, vacía demomento pero en espera de los papeles arrugadosde la tarde. Aquel desaliñado y simpático atuendo

hablaba por sí solo. Grover se giró y pasó junto a lacara norte de la plaza. En ese momento fue testigode la unión entre el ahora y el para siempre.

La luz vino y se fue y vino de nuevo, el gransurtidor de la fuente palpitaba y los vientos de abrilesparcían por toda la plaza una suave telaraña dehumedad. Inopinadamente, los caballos del cuerpode bomberos repiquetearon en el suelo de maderay sacudieron abruptamente sus limpias y ordinariascolas.

Los tranvías entraban en la plaza y se deteníanpor unos instantes, como juguetes rotos, en su viejay conocida formación en ocho, cada quince minutos.Al otro lado, un carro tirado por un jamelgocadavérico traqueteaba sobre los adoquines frentea la tienda del padre de Grover. La campana deledificio del Tribunal anunció solemnemente queeran ya las tres. Y todo siguió exactamente igual,como siempre.

Grover observó con ojos serenos el angustiosoentresijo de formas, la deteriorada amalgama depiedra y ladrillo, la mezcla de arquitecturas malconjugadas que componía el diseño de la plaza,pero no se sintió perdido. Pues, «he aquí», pensó,

«la plaza como siempre ha sido, la tienda de papá,el cuerpo de bomberos, el ayuntamiento, la fuentepalpitando con su surtidor, la luz que viene y va yviene de nuevo, el viejo carro que pasatraqueteando, el jamelgo cadavérico, los tranvíasque llegan y se detienen un cuarto de hora, laferretería en la esquina, y junto a ella la biblioteca,con su torre y sus almenas a lo largo del tejadocomo si se tratara de un castillo antiguo, la hilera deviejos edificios de ladrillo en este lado de la calle, lagente que pasa y los carros que van y vienen, la luzque llega y cambia y que siempre vuelve y vuelve, ytodo lo que viene y va y cambia en la plaza para queésta siga siendo exactamente igual». Pensó: «Heaquí la plaza que nunca cambia, que siempreseguirá igual. He aquí el mes de abril de 1904. Heaquí la campana del Tribunal y las tres de la tarde. Yaquí está Grover con su bolsa de papel. Aquí está elviejo Grover, que está a punto de cumplir los doceaños, he aquí la plaza que nunca cambia, aquí estáGrover, aquí está la tienda de su padre y aquí está eltiempo».

Pues eso le parecía el pequeño centro de supequeño universo, producto de la mampostería

accidental de veinte años, de la aglomeraciónazarosa de tiempo y propósitos truncados. Para él,en su interior, era el pivote del planeta, el núcleogranítico de la inmutabilidad, el lugar eterno dondetodo confluía y pasaba, aquello que duraría parasiempre y que nunca cambiaría.

Pasó junto a la vieja casucha de madera de laesquina —aquella trampa inflamable donde S.Goldberg tenía su puesto de salchichas—, al ladoestaba la tienda de Singer, con su relucienteexposición de máquinas nuevas y su fascinantecalendario: los tremendos edificios de un rojovibrante; el césped de un verde asombrosamenteintenso; el adorable tren de carga con locomotoraque parecía de juguete mientras serpenteaba porentre la perfección de miniatura de la campiña; laenorme cisterna del agua y el prado verde por todaspartes. Delante de la fábrica había fuentesjuguetonas y espléndidos bulevares repletos por eltráfico de centelleantes carruajes: orgullosos cochesde dos asientos tirados por briosos caballos decuello arqueado, que conducían cocheros provistosde chistera y disfrutaban encantadoras señoritascon sombrilla.

con sombrilla.Era un lugar adorable y Grover se sentía feliz

con sólo mirarlo. Podía ser Nueva Jersey,Pennsylvania, Nueva York. Un lugar en el que nuncahabía estado, pero donde la hierba crecía másverde y los ladrillos eran más rojos, donde el tren decarga y la cisterna, además de los orgullososcaballos, en aquella espléndida simetría, incluyendola naturaleza, superaban cualquier cosa que élhubiera visto jamás y le producían una agradablesensación. Era El Norte, El Norte, el reluciente yencantador Norte, el Norte de hierba verde, elestablo rojo y las casas perfectas. El plácido ysimétrico Norte, donde incluso los trenes de carga ylas máquinas siempre parecían recién pintados. Erael Norte, donde incluso los obreros de las fábricasllevaban un reluciente mono azul tan adornado comoel uniforme de un soldado; donde hasta los ríos eranazules como zafiros; donde no se veía un solo bordesin pulir en parte alguna. Era el Norte, el perfecto,lustroso, feliz y simétrico Norte. Era el Norte, la tierrade su padre, adonde iría algún día. Se detuvo unmomento para mirar otro escaparate. Aquel paisajefastuoso y tan bien fotografiado lo llenó, como

siempre, de una sensación de confort yexpectativas.

También observó la brillante perfección de lasmáquinas de coser. Las observó y las admiró, perono sintió alegría. Las máquinas lo deprimieron. Leevocaron el murmullo industrioso de las laboresdomésticas y las mujeres cosiendo, el entrevero dela puntada y la trama, el misterio del estilo y elpatrón, el recuerdo de las mujeres inclinadas sobreel destello de una aguja, el telar a pedal y su runrúnpersistente. Sabía que en todo ello había ciertomisterio que él nunca podría desvelar. No podíaentender por qué las mujeres disfrutaban tanto conello. Era un trabajo femenino, algo que provocabaen él una mezcla de aburrimiento y vaga tristeza,además de un calambre de horror pasajero, puessus ojos siempre se precipitaban en dirección a laaguja brillante, aquella aguja que daba puntadashacia arriba y hacia abajo, tan rápido que el ojonunca podía seguirla. Y luego recordaba cómo sumadre le contó que una vez se había atravesado eldedo con la aguja y, siempre, cuando pasabadelante de aquel lugar, le venía aquello a la mente, ypor un instante estiraba el cuello y apartaba la

mirada.Dentro de la tienda podía verse al señor

Thrash, el encargado. El señor Thrash era alto yenjuto y nervudo. Tenía el pelo y el bigote rojos, ygrandes dientes de caballo. Había fuertes músculosen su quijada, que el señor Thrash ponía a trabajartodo el tiempo. Y cuando trabajaban, sus dientes decaballo quedaban al descubierto, en una muecafugaz. El señor Thrash parecía haber sido tensadosobre cables llenos de nervios: todos susmovimientos eran veloces e igualmente nerviosos.Aun así, Grover sabía que era bueno. A Grover lecaía bien el señor Thrash. Había algo bueno yrápido y fuerte y rojo en él.

El señor Thrash vio a Grover y sacó a relucirsus enormes dientes de caballo durante apenas unafracción de segundo y lo saludó con su mano denudillos colorados antes de darse la vuelta como sihubieran tirado de él con un cable. Grover siemprese preguntaba cómo el señor Thrash había ido aparar a aquel trabajo para mujeres. Luego miraba laespléndida fotografía de la fábrica de Singer ypensaba en ella y en el señor Thrash a la vez. Yentonces volvía a sentirse bien.

Siguió caminando, pero tuvo que detenerse denuevo en la siguiente puerta, delante de la tienda demúsica. Grover siempre sentía que debía pararsefrente a aquellos lugares donde había cosasperfectas y relucientes. Le encantaban lasferreterías y los escaparates llenos de precisasherramientas geométricas. Le gustaban losescaparates llenos de martillos, sierras y garlopas.Le gustaban los escaparates con azadones yrastrillos nuevos, intactos picaportes de perfectamadera blanca con la marca del fabricantefirmemente estampada y nítida. Le gustaba ver unacaja de herramientas llena de herramientas nuevas,listas para ser estrenadas. Le encantaba ver esaclase de cosas en los escaparates de las ferreteríasy se refocilaba sin pudor delante de ellas, y soñabaque algún día él mismo poseería un conjunto depiezas semejante.

Le gustaban los lugares que olían bien. Legustaba meterse en las caballerizas públicas paraver qué ocurría allí dentro. Le gustaban los suelos delistones gruesos de las caballerizas, tallados,amasados y triturados por los cascos de loscaballos. Le gustaba ver a los negros con los

caballos. Le gustaba ver a los negros con loscaballos, cómo cepillaban los caballos con unaalmohaza, cómo palmeaban sus relucientes grupas,gruñendo en su jerga para caballos, «¡Sooo, vetep’allá!». Le gustaba ver cómo los negros lesquitaban el arnés y los sacaban de las varas de lascalesas. Le gustaba la manera en que los caballoscaminaban sobre el suelo de madera, con unaespecie de andar majestuoso y a la vez agarrotado.Y le gustaba el modo casual con que el caballolevantaba su fina cola y dejaba caer un bolo hechode cereales. Le gustaba ver todas estas cosas.

También le gustaban las pequeñas oficinas quehabía junto a las caballerizas públicas. Le gustabanlas pequeñas y sórdidas oficinas, con sus ventanasmugrientas, sus pequeñas estufas de hierro forjado,sus suelos de listones, su maltratada y minúsculacaja fuerte, sus sillas chirriantes con espaldareshechos de barriles cortados. Su olor a caballos, aarneses, a cuero curado con sudor. Su tropa dehombres rubicundos, de aspecto saludable, conpantalones de piel, malhablados, siempre a puntode prorrumpir en estridentes carcajadas.

Éstas eran las cosas que le gustaban a Grover. Nole gustaba, en cambio, el aspecto de los bancos, lasoficinas de bienes raíces o las aseguradoras deincendios. Le gustaban las farmacias con sus olorespenetrantes y limpios, le gustaban los escaparatesde las farmacias con enormes frascos de líquidosde colores y pelotas blancas que subían y bajaban.No le gustaban los escaparates llenos de medicinasy bolsas de agua caliente, pues de algún modo lodeprimían.

Le gustaban las barberías, los estancos, perono le gustaban los escaparates de la funeraria. Nole gustaba el secreter, ni el diploma, ni la planta enla maceta, ni el helecho colgante. No le gustaba elaspecto sombrío del lugar que había más allá delescaparate. No le gustaba la funeraria y, por tanto,nunca se detenía frente a ella.

Tampoco le gustaba el aspecto de los ataúdes,aunque le parecían elegantes y ostentosos. A pesarde ello, le gustaban los pianos, aunque los pianossiempre le recordaban un poco a los ataúdes. No legustaba el olor de los ataúdes, pero le gustaba elolor de un gran piano. Le recordaba a su hogar, y al

olor encerrado y ligeramente rancio del salón, que aél le gustaba mucho. Le recordaba al salón y a laalfombra del salón, que era gruesa y marrón yestaba descolorida, y a la que cada mañana, sinfalta, le quitaban el polvo meticulosamente. Lerecordaba al candelabro de cristal, con susdiminutas cuentas de vidrio pulido, y al modo en queéstas resplandecían y chocaban entre sí cuandoalguien las tocaba.

Le recordaba a las frutas artificiales sobre elmantel del salón, con la tapa de cristal que lascubría, le recordaba a la estantería de antiguamadera oscura, con su repisa de mármol jaspeadoque su padre había tallado con sus propias manos,y a la enorme Biblia, tan grande y pesada que él aduras penas podía levantarla, le recordaba alvoluminoso álbum con tapas de metal, a losdaguerrotipos de su padre cuando era niño, todoslos hermanos, las hermanas y las otras personasretocados sutilmente en las mejillas con unapincelada de color rosa.

Le recordaba al estereoscopio y a todas lasimágenes que nunca se cansaba de mirar, a solasen las tardes silenciosas, contemplando una y otra

vez a través del estereoscopio Gettysburg,Seminary Ridge y Devil’s Den, las formasrepantigadas de estos lugares, con sus tonos grisesy azules.

Y, finalmente, le recordaba al gran piano delsalón, su imponente superficie pulida y brillante, sumagnificencia sepulcral, su bondadoso y dulcearoma. Le recordaba cómo, antes de que se hicierademasiado mayor para semejantes niñerías,disfrutaba acurrucándose bajo el gran piano yquedándose allí sentado sobre la alfombra,oliéndolo todo, pensando, sintiendo, extrayendo detodo aquello una impresión de soledad y fervor, deaislamiento y orgullosa suficiencia, una especie deoscura comodidad. Grover no sabía por qué.

Así que siempre se paraba delante de lastiendas de música y pianos. Esta era una tiendaespléndida.

Y en el escaparate había un perrito blancosentado, con la cabeza gravemente inclinada haciaun lado, un perrito blanco que nunca se movía, quenunca ladraba, que aguardaba con atención frenteal embudo resplandeciente de un altavoz paraescuchar «la voz de su amo»: un altavoz siempre

escuchar «la voz de su amo»: un altavoz siempremudo y las formas relucientes de los grandespianos, un aire de esplendor y riqueza. Y, a un lado,un mostrador, detrás del cual se encontraba el señorMarkham.

A Grover también le gustaba el señor Markham.Era un hombre bajito y vivaz, y todo lo que tenía quever con él era muy vigoroso y limpio. Tenía unpequeño bigote también vivaz, bien podado ygrisáceo. Su pelo era igualmente gris, y se lodejaba crecer espeso y abundante. Pero de algúnmodo hasta su pelo parecía bien podado yvigoroso, como si cada uno de sus cabellos salierapor su cuenta, limpio, potente y firme. Y el rostro delseñor Markham... Sus rasgos eran tambiénpequeños y limpios y vivaces y muy delicados. Eraun yanqui y tenía la manera de hablar yanqui: pulcray limpia y llena de limpia decisión. Cuando atendía aalguien solía hacerlo con los dedos arqueadossobre el mostrador y la cabeza inclinada con garbo,de medio lado, mientras escuchaba las peticionesdel cliente. Después, tras haber escuchado todo loque tenían que decirle, asentía rápida,vigorosamente, con un gesto más propio de un

pájaro, y decía en tono profesional: «Ajá», de unmodo muy parecido al que tienen los dentistascuando te permiten escupir. Entonces se poníarápida y enérgicamente a cumplir su cometido,consiguiendo la pieza de música que el cliente lehabía pedido.

Nunca parecía dudar de nada. Si tenía el disco,lo sabía al instante, y sabía exactamente dóndeencontrarlo: lo buscaba enseguida, al instante, sabíael sitio exacto en el que se encontraba. Y si no lotenía, meneaba la cabeza de la misma maneraveloz, con una sonrisa amable ligeramentesalpicada de pesar, con un: «Lo siento, pero ahorano disponemos de esa pieza». Todo lo que el señorMarkham hacía, era así: limpio, certero y vivaz. Unhombrecillo gracioso. Con Grover era complacientey simpático. A Grover le caía bien. Le gustabapararse frente a la tienda y mirarlo, verlo allí, con susdedos arqueados, inclinando la cabeza como unpájaro, escuchando al cliente.

Al lado estaba la tienda de Garrett, y Grovertambién tenía que hacer una parada.

Era un lugar estupendo, una tienda maravillosay amplia, que atravesaba la manzana entera, hasta

la calle de atrás, un sitio lleno de olores agradables.El enorme barril de pepinillos dulces estaba a laizquierda, y un poco más al fondo había otro barrilaún más grande para los pepinillos agrios coneneldo. Y en el mostrador, a la derecha, siempre unqueso enorme, redondo y amarillo, con un gran tajoen forma de V limpiamente seccionado. A su ladoestaba el molinillo de café, y al lado del molinillo decafé, las básculas. Y detrás del mostrador habíagrandes cestos con café, cereales y arroz, grandescestos que se derramaban en abundancia. Y aambos lados, hasta la altura del techo, lasestanterías donde podía admirarse una apabullantecantidad de cosas, mermeladas y conservas, salsasy encurtidos, ketchup, sardinas y salmón enlatados,latas de tomate, y maíz y guisantes, cerdo y judías. Ytodo lo que uno pudiera llegar a desear, y muchomás de lo que uno jamás hubiera probado, más delo que uno hubiera podido siquiera imaginar oconsumir. Suficiente, pensó Grover, suficiente parauna ciudad. Suficiente, o eso le parecía, paraalimentar a todos y cada uno de los habitantes deuna ciudad.

En la parte trasera había un enorme montón de

sacos de harina y grandes tiras de beicon colgadasen fila, como listones de madera.

Y más allá de todo esto había unas ventanasaltas y estrechas, no muy limpias y custodiadas porrejas de hierro. Las ventanas le recordaban a laparte trasera de una verdadera tienda americana: elmuro desnudo de ladrillos inflados como bizcochos,el montacargas, todo con ese aspecto que siemprehan tenido las cosas aquí en América, la clase deedificios que siempre hemos tenido, todo eso querecuerda de algún modo a la Guerra Civil, a lastropas de Sherman entrando en Atlanta, a algunosvagones de carga en las vías, a un trozo deestación, a la locomotora con su chimenea, al vapory a los soldados pasando frente a edificios comoéste, hechos de ladrillos que parecen bizcochos,escuetos y sobrios, con un letrero que dice «J.Wilson Imprenta» o «Almacén».

Y detrás de las viejas y sucias ventanas conbarrotes, el montacargas cubierto de lodo. Era algoque siempre entristecía un poco al chico. Y tambiénlo hacía un poco feliz. Quizás tenía que ver con laestación y la luz. Porque la luz iba y venía. Cuando laluz era la apropiada, incluso los ladrillos que

luz era la apropiada, incluso los ladrillos queparecían bizcochos y el muro vacío podían resultarformidables. Era difícil de explicar. Mucho más paraun niño de menos de doce años. Digamossimplemente que era América, que era el Sur.Familiar como la carne y la sangre de un hombre,familiar como los vientos de marzo, como unagarganta irritada, como la nariz cuando te pica,como el barro colorado lleno de paja y desolación.O como abril, abril y un enamoramiento salvaje.Digamos que era simplemente todo esto, escueto,desolado, como un bizcocho, adorable, lírico ymaravilloso. Digamos simplemente que era difícil deexplicar. América, viejos ladrillos con aspecto debizcocho, un almacén y abril. Y el Sur.

Y por encima de todo y dentro de todo y através de todo, bañándolo todo hasta que parecíaque hubieran remojado la propia madera delmostrador con aquello, hasta que todo parecíaimpregnado, sazonando incluso las tablas del suelo,por un único, múltiple, complejo, abarcador eindefinible, pero glorioso, Gran Olor. Un olor del queno valía la pena hablar porque no había palabraspara hacerlo, un olor que no podía ser descrito

porque no existía un lenguaje para ello, un olor quenunca podría ser nombrado porque no habíapalabras para algo así. Lo único que se podía decirera que había en él un aroma firme y penetrante aqueso amarillo, el aroma del barril de los pepinillosdulces y el aroma del eneldo, el aroma del caférecién tostado y el té, el aroma del beicon y la leche,el aroma de todas las cosas buenas y suculentasque existían, todas y cada una, solas y porseparado, juntas y mezcladas, revueltas en unaroma embriagador, este grandioso Gran Aromapara el cual no había palabras.

Pues en estos olores no sólo estaba elreconocimiento de las cosas pasadas, lapercepción de sus identidades separadas. Habíamás, mucho más que eso: la magia de laasociación, de los deseos imposibles. Estaban allí,él no sabía cómo, sólo sabía que estaban allí, losaromas de la India y Brasil, el olor del oscuro Sur ydel dorado y desconocido Oeste, el olor delgrandioso y espléndido Norte, el olor de Inglaterra yFrancia, de los portentosos ríos y de las grandesplantaciones, de las gentes foráneas y las lenguasextrañas, toda la gloria del mundo desconocido,

todo el esplendor del mundo aún por visitar, todo elmisterio, la belleza, la magnificencia de laprodigiosa tierra, como si ésta hubiera sidoconstruida a partir de las esplendorosas imágenessacadas de la altiva y febril visión de un niño.

Tuvo que detenerse a mirar por un instante, nopodía pasar de largo. Era como estar paseando porArabia. Frente a la tienda se hallaba el carro delreparto, el viejo caballo gris, mustio, doblado sobrela inestable carga. De vez en cuando el viejo caballolevantaba una de sus escuálidas patas traseras ydaba una fuerte coz contra el suelo. Grover conocíabien a aquel viejo caballo, siempre lo miraba conuna dulce nostalgia. Le recordaba al verano y alaguacero repentino. Había pasado por la plaza enun día así. Hacía calor. Las nubes se habíanacumulado de pronto. Realmente estabanpreparando una amenaza sulfurosa y eléctrica. Yahora todo el aire rumiaba la amenaza de latormenta. La luz se puso violeta, la aglomeración denubes llegó hasta el culmen del relámpago. Yentonces el rayo apareció, se desató la tormenta.

Llegó de una sola vez, en un diluvio torrencialcomo Grover nunca había visto. Sencillamente se

desplomó sobre ellos, como si el Misissippi hubierabrotado de los cielos. Cayó pesada,instantáneamente. Y en un momento la plaza enteraquedó vacía, sin rastro de vida, como si se tratarade las ruinas de una ciudad antigua. La lluviasiseaba al caer, las alcantarillas espumeaban, lasaceras parecían presas abiertas, los canaloneschorreaban cataratas. Y Grover buscó refugio en elalmacén. Desde allí miraba hacia afuera, al grandiluvio que caía sobre la yerma plaza. Oyó eltremendo estallido de la tormenta y se sintiódichoso.

En la plaza no quedaba sino el carro de reparto delalmacén y el viejo caballo gris. La tormentacastigaba el carro y tendía sobre su techo unasábana. La lluvia caía a cántaros sobre el caballo, elviejo caballo bajaba la cabeza. La lluvia rasgaba yfustigaba sus flancos. Silbaba y goteaba desde elalargado desfiladero de su lomo huesudo. Una nubede vapor salía de sus viejas y macilentas costillas,que iban a hundirse en las cuencas de las huesudascaderas. El viejo caballo mantenía la cabeza gacha

caderas. El viejo caballo mantenía la cabeza gachapacientemente y el aguacero seguía cayendo.Aullaba y atravesaba la plaza de arriba abajo conráfagas cegadoras. Se clavaba y rompía los toldos,bajaba como una avalancha que se arrojaba contralos edificios, hasta convertir la plaza entera en unasábana de agua.

Y de repente, casi tan rápidamente como habíallegado, cesó la tormenta. La oscuridad de tintafresca se disipó, la luz cayó de nuevo sobre la plaza,las cunetas y los desagües gorjearon y gorgotearonla corriente. Y el viejo caballo se quedó allí,apestando a humedad, con una vaga expresión decansada gratitud; levantó su vieja cabeza, su largocuello gris y en un instante se puso rígido, dandococes contra el suelo.

Grover estaba allí, mirándolo todo. De algúnmodo aquello lo llenaba de una sensación demaravilla, magia y felicidad. Y no podía olvidar lossulfurosos cielos de tinta fresca, esponjados y connubes preñadas de electricidad, ni el oscuro ypremeditado relámpago, tan siniestro, queadmiraba, paralizado y en suspenso, con aquellaespecie de éxtasis metida en sus entrañas.

Y entonces venía el glorioso estruendo de latormenta, la furia ululante y torrencial. Y el viejocaballo se inclinaba contra la tormenta como unavieja roca hecha de tiempo. Y Grover no podíaolvidarlo. Dondequiera que se encontrara veía elviejo caballo gris o pensaba en él, recordaba eltiempo, la luz mágica, la mágica irrupción de latormenta en ese sepultado día de verano, el gocesalvaje y primitivo y todos los olores, la oscuridad yla gente esperando dentro del almacén.

Y ahora volvía a ver otra vez el caballo y apensar en él y miraba dentro del almacén con esaclase de arrebato profundo y sin nombre quesiempre le producía el almacén. Respiraba hondo yse empapaba los pulmones en aquel glorioso ypenetrante aroma. Lo miraba con añoranza, condeleite y con un asombro misterioso y también conhumor y afecto. No sabía por qué, pero la gente dela tienda, el señor Garrett y los dependientes,siempre despertaba en él ese tipo de humor yafecto. Quizás era la amabilidad, una especie deuntuosa amabilidad en sus tonos, como si lamantequilla se derritiera en sus lenguas. Eran tanengolados, tan untuosos, tan persuasivos al hablar...

Mientras Grover observaba, sonó el teléfono yel señor Garrett fue a atender el pedido. Levantó elauricular y agarró el lápiz que llevaba detrás de laoreja, todo en un único y diestro movimiento.Empezó a anotar el pedido en una libreta.

Era un hombre de unos cuarenta años, con elpelo perfectamente dividido en dos mitades. Y dealgún modo aquello siempre le hacía gracia aGrover. Parecía tan apropiado... Llevaba un largomandil blanco y la camisa arremangada hasta loscodos. Las arrugas de su estrecha frente searqueaban con tímida coquetería mientras hablabapor teléfono.

Oh, pero la mantequilla se derretía en la lenguadel señor Garrett, aquel modo de hablar... «Claro,señora, sí, señora... Oh, claro, desde luego, señoraJarvis... Sí, desde luego. Oh, están muy buenas. Muybuenas, de hecho... Sí, señora. Sólo tenemos por lamañana... Sí, señora. Dos docenas de huevos...Dos libras de mantequilla. Sí, señora, oh, está muybuena. Media docena de tomates enlatados... Sí,señora, sí, señora. Oh, los mejores... Oh, desdeluego. Traemos sólo los de primera calidad. Unalibra de beicon para el desayuno. Sí, señora...» Y

después, con tono untuoso y persuasivo, muysuavemente: «¿Y café?... ¿Cómo andamos de café,señora Jarvis?... Tenemos una oferta especial estasemana, una mezcla especial, dos centavos másbarata que la otra, pero muy recomendable...».

Y así seguía hasta que repasaba todo sugénero, untuosamente persuasivo, lisonjero yobediente con el pedido de la dama, encantado dela vida. Hasta que, sencillamente, conseguía hacertebabear con sólo oírlo hablar de café o de una librade beicon.

«Viejos labios de mantequilla», pensó Grover, ypor un momento una leve sonrisa asomó en surostro sereno. «Sí, tenemos unos tomatesestupendos y tenemos patatas tempranas ytenemos cebollas frescas... ¿Y qué le parecen unasmazorquitas y un poco de maíz tierno y algo bueno yfresco? ¿Bueno y fresco?», reflexionaba. «Oh, sí,señora, tan bueno y fresco como todo lo que hayaquí.»

Grover siguió su camino.Y ahora, de hecho, estaba cautivado,

paralizado, suspendido. Una corriente de aire tibio,cargado de chocolate, le llenó la nariz. Intentó pasar

cargado de chocolate, le llenó la nariz. Intentó pasarfrente a la fachada blanca de la pequeña tienda,pero se detuvo, luchando contra su conciencia. Perofue incapaz de continuar. Era la pequeña tienda dedulces que atendían el viejo Crocker y su esposa.

Y Grover no pudo continuar.«¡Estos Crocker son unos viejos tacaños!»,

pensó con desdén. «No pienso entrar ahí nuncamás. Son tan tacaños que paran los relojes por lasnoches. Pero...» El calor embriagador y la fraganciadel chocolate caliente volvieron a estremecerlo.«Sólo voy a echar un vistazo al escaparate para verqué hay.» Se detuvo un momento para mirar consus ojos oscuros y serenos el interior de la pequeñatienda. El escaparate limpiamente empapelado,inmaculado, estaba lleno de bandejas de caramelosrecién hechos. Sus ojos se posaron por un instantesobre unas bolitas de chocolate. Inconscientementese relamió. Te ponías una de ésas en la lengua y,así de fácil, se derretía en la boca como miel deabejas. Y luego estaban las bandejas llenas dedeliciosa gelatina de chocolate casera. Miró condeseo el profundo cuerpo de la gelatina dechocolate, y con igual deseo miró las pastillas de

menta, los turrones, todas las demás delicias.«¡Estos Crocker son unos viejos tacaños!»,

masculló Grover otra vez, y se dio la vueltadispuesto a marcharse. «No volvería a entrar allí pornada del mundo.»

Pero aun así, aun así, no se marchó. «Viejostacaños.» Cierto, pero hacían los mejorescaramelos de la ciudad. De hecho, los mejores queél había probado en su vida.

De nuevo miró más allá del escaparate y vio ala señora Crocker. Un cliente había entrado y habíahecho una compra, y mientras Grover miraba por laventana vio a la señora Crocker con sus pequeñasmanos de gorrión, su pequeña cara de gorrión, suslabios rácanos, sus rasgos respingones, la vioinclinarse para examinar la báscula con racanería.Sujetaba en sus pequeños, limpios y huesudosdedos una pieza de caramelo. Era, observó Grover,un poco de mermelada de nuez con sirope de arce.Y mientras él miraba, ella lo rompió, con racaneríatambién, entre sus pequeños dedos huesudos.Puso un segmento sobre la báscula. Las pesasbajaron a un nivel alarmante y sus labios delgadosse pusieron rígidos. Quitó una pieza del caramelo

que había en la báscula con sus dedos huesudos y,calculando otra vez mezquinamente, lo rompió concuidado una vez más. Esta vez la báscula osciló,bajó lentamente y volvió a subir. La señora Crocker,cuidadosa, puso el trocito de caramelo recobradoen la bandeja. Metió lo que quedaba en una bolsade papel, la dobló y se la entregó al cliente, contó eldinero con mucha atención y lo repartió en la cajaregistradora, los peniques en un lugar, los centavosen otro.

Grover se quedó allí, mirándola con desprecio.«Vieja tacaña, tiene miedo de regalar hasta unamigaja.»

Gruñó con desprecio y, de nuevo, se giródispuesto a marcharse. Pero, esta vez, otro hechollamó su atención.

Mientras se daba la vuelta, el señor Crockersalió del pequeño compartimento donde solíanhacer todos los dulces llevando en sus delgadasmanos una bandeja de gelatina recién hecha. Elviejo Crocker se tambaleó a lo largo del mostrador ypuso la bandeja en el escaparate. Realmente setambaleó: era cojo. Y, al igual que su esposa, erauna pequeña criatura marchita, con aspecto de

gorrión, labios delgados y un rostro magro yrespingón. Una de sus piernas era unos centímetrosmás larga que la otra, y en esta última llevaba unabota con una suela enorme. A esa bota se le habíaañadido una especie de armazón oscilante demadera con el que corregía la cojera. Y sobre esahorquilla de madera se tambaleaba el señorCrocker. Esta era la única manera de describirlo: lafigura menuda, respingona y delgada de un hombrecon manos huesudas y rasgos magros, que cuandocaminaba se tambaleaba, con una especie desonrisita aprehensiva y rácana, como si tuvieramiedo de perder algo.

«Este Crocker es un viejo tacaño», murmuróGrover. «No regala nada de nada.»

Y aun así no se marchó. Se quedó allí,curioseando, espiando por la ventana con sus ojososcuros y serenos, con su rostro oscuro y amable,ahora concentrado y atento, alerta y curioso,aplastando la nariz contra el cristal.Inconscientemente, con la punta gastada ymaltrecha de su viejo zapato, se rascó una piernaenfundada en el calcetín elástico. El olor fresco yconfortable del dulce recién hecho había llegado

confortable del dulce recién hecho había llegadohasta él. Era delicioso. Incluso cautivador. A mediasconsciente, mientras seguía mirando por la ventanacon la nariz aplastada contra el cristal, empezó arebuscar en un bolsillo del pantalón y sacó sumonedero, un viejo monedero de cuero negro con elbroche retorcido. Lo abrió y palpó en su interior.

Lo que encontró no lo dejó muy entusiasmado:un centavo, dos peniques y, «¡las había olvidado!»,unas estampillas. Sacó las estampillas y lasdesdobló. Había cinco de dos, ocho de uno, lo quele quedaba de los timbres por valor de un dólar ysesenta centavos que Reed, el boticario, le habíadado una o dos semanas atrás a cambio de unosrecados.

«Viejo Crocker», pensó Grover, y echó unamirada sombría a la pequeña forma grotesca quese tambaleaba de regreso al fondo de la tienda,dando la vuelta en la esquina del mostrador hastaquedar del otro lado.

«Bien», pensó mirando de nuevo lasestampillas con un gesto indefinido, «el viejo se haquedado con el resto; supongo que puede quedarsetambién con éstas».

Así, dando rienda suelta al desprecio paraapaciguar su conciencia, Grover abrió la puerta,entró en la tienda y se quedó un instante mirando lasbandejas detrás de la vitrina de cristal, hasta que sedecidió. Señalando la bandeja de gelatina dechocolate recién hecha con un dedo sutilmentedespectivo, dijo: «Quiero quince centavos de ésta,señor Crocker».

Hizo una pausa, luchando contra la sensaciónde vergüenza, luego levantó su rostro oscuro y dijoen voz baja: «Y, por favor, voy a tener que darleestampillas otra vez».

El señor Crocker no respondió. No miró aGrover. Apretó los labios con codicia. Se alejótambaleándose y agarró una paleta, volvió, abrió lapuerta de la vitrina y, después de tambalearse hastala báscula, empezó a pesar el dulce.

Grover lo observó en silencio. Lo observómientras calculaba, bizqueando un poco, lo observómientras agarraba el trozo de gelatina y lo dividía endos partes. Y luego vio que el viejo Crocker dividíanuevamente la gelatina en otras dos partes. Pesó,bizqueó y dudó hasta que a Grover le pareció quehabía cometido una gran injusticia al llamar tacaña a

la señora Crocker. Comparada con su frugalcompañero, pensó el chico, ella era la cornucopiade la abundancia, una diosa de la plenitud y lariqueza. Sin embargo, para gran alivio de Grover, latarea había llegado a su fin, las básculaspermanecían suspendidas, oscilandoaprehensivamente sobre la línea finísima delequilibrio nervioso, como si hasta las básculastemieran que un movimiento más del viejo Crockerlo echara todo a perder.

El señor Crocker metió la gelatina en una bolsade papel. Y, desplazándose a lo largo del mostradoren dirección al chico, dijo con sequedad: «¿Dóndeestán las estampillas?».

Grover se las entregó. El viejo aflojó la presiónde garra que estaba ejerciendo sobre la bolsa y lapuso encima del mostrador. Grover la recogió y laguardó en su mochila de lona. Entonces se acordó.«Señor Crocker...» Una vez más sintió la viejatimidez que era siempre como un dolor muy fuerte.«Le di de más... Había dieciocho centavos enestampillas. Usted... usted tendría que darme tresde vuelta.»

El viejo no respondió durante un momento.

Estaba ocupado con sus pequeñas y huesudasmanos, desdoblando las estampillas yplanchándolas sobre el mostrador de cristal. Unavez estiradas, las examinó con suspicacia y algo deimpiedad, agachando su esquelético pescuezopara mirarlas bien de arriba abajo, como uncontable que revisa columnas de números.

Cuando acabó, siguió sin mirar a Grover. Dijocon aspereza: «No me agrada esta clase deasuntos. Si quiere usted caramelos tiene que traerdinero. Esto no es un negocio de estampillas. Nosoy la oficina de correos. No me gustan estosasuntos. La próxima vez que venga aquí y quieraalgo, deberá pagarme con dinero».

Una rabia candente subió por la garganta deGrover. Sofocada, su cara color de oliva adquirió elcolor de la furia. Sus ojos de brea se volvieron aúnmás oscuros y brillantes. Las palabras ardientes seasomaron involuntariamente a sus labios. Por unmomento estuvo a punto de decir: «¿Entonces porqué cogió las otras estampillas? ¿Por qué me diceahora, después de haberse quedado con todas lasestampillas, que no las quiere?».

Pero él era un niño, un niño de once años, un

Pero él era un niño, un niño de once años, unchico tranquilo, amable, pensativo, un chico quehabía aprendido buenos modales, alguien que habíasido educado para respetar a los mayores. Demodo que se quedó allí, mirando en silencio al viejocon sus ojos de brea. El viejo Crocker, frunciendo unpoco sus labios rácanos y sin mirar en ningúnmomento a Grover, agarró las estampillas con susdedos resecos y, después de darse la vuelta, sealejó tambaleándose en dirección a la registradora.

Dobló las de dos y las puso en un platillo, luegodobló las de uno y las puso al lado, en otro platillo.Entonces cerró la registradora y se tambaleó endirección al otro extremo del mostrador.

Grover seguía mirándolo con rostro sereno ygrave, pero el señor Crocker no lo miraba a él, sinoque se había puesto a plegar unas cajas de cartónestampado.

Hasta que Grover dijo: «Señor Crocker, ¿medevuelve mis tres estampillas, por favor?».

El viejo no respondió. Siguió doblando cajas,apretando los labios rápidamente mientras lo hacía.Sin embargo, la señora Crocker, que había vueltocon su esposo para ayudarlo a doblar cajas con sus

manos de gorrión, dijo con desprecio: «¡Bah! ¡Yo nole daría nada!».

El señor Crocker levantó la cabeza y miró aGrover. «¿Qué estás esperando?», le dijo.

«¿Me da mis tres estampillas, por favor?»«No te daré nada», respondió el viejo. Dejó lo

que estaba haciendo y se aproximó cojeando almostrador. «¡Ahora, largo de aquí! Y no vuelvas aentrar en esta tienda con más estampillas.»

«Me gustaría saber dónde las consigue, eso eslo que me gustaría saber», dijo la vieja, que nolevantó la mirada mientras pronunciaba estaspalabras. Inclinó ligeramente la cabeza hacia uncostado, en dirección a su marido, y siguióplegando las cajas con sus dedos de pájaro.

«Sal de aquí», dijo el señor Crocker, «y novuelvas con más estampillas... ¿De dónde lassacaste?».

«Eso es justo lo que me estaba preguntando»,dijo su mujer. «Eso es lo que llevo preguntándometodo este rato.»

«Has venido las últimas dos semanas con esasestampillas y no me gusta. ¿De dónde lassacaste?»

«Eso es lo que me estaba preguntando»,insistió la señora Crocker.

Grover había palidecido. Sus ojos habíanperdido todo el brillo, asombrados y perplejos. «Delseñor Reed... Me las dio el señor Reed», replicó. Yañadió con desesperación: «El señor Reed le dirácómo conseguí esas estampillas. Pregúntele alseñor Reed. Hace unos días hice algunos recadospara él y me las dio».

«El señor Reed», dijo la señora Crockerperezosamente. Ni siquiera levantó la cabeza. «Loencuentro bastante raro», añadió.

«Señor Crocker», pidió Grover, «deje que mequede con mis tres estampillas».

«Sal de aquí», gritó el viejo, que empezó atambalearse hacia Grover. «¡Y no vuelvas! ¡Hay algoraro en todo esto! No me gusta... Y no quiero sabernada... Si no puedes pagar como lo hace la gente,entonces no quiero saber nada de ti.»

«Señor Crocker», dijo Grover una vez más, ybajo su piel color oliva su rostro se volvía gris, «dejeque me quede con las otras tres».

«Sal de aquí», gritó el señor Crocker, que cojeóhasta el final del mostrador. «Si no sales de aquí

ahora mismo...»«Llamaré a la policía, eso es lo que haré», dijo

la señora Crocker.Tambaleándose, el viejo rodeó el mostrador

por la parte menos elevada. Se acercó a Grover.«¡Vete!», le dijo.

Agarró al chico y lo empujó con sus pequeñasmanos huesudas. Grover sintió la repulsión en lomás profundo de su estómago.

«Tiene que darme esas tres estampillas», dijo.«¡Sal de aquí!», chilló el viejo, que abrió la

puerta con rejilla y empujó al chico fuera de latienda.

«No vuelvas nunca más», le dijo a Grover,quedándose inmóvil por unos instantes, apretandocon fuerza los labios. Luego se dio la vuelta yregresó cojeando al interior. La puerta se azotó asus espaldas. Grover permaneció en el asfalto. Y laluz vino y se fue y vino de nuevo en aquella plaza.

El chico permaneció allí unos instantes. Uncamión pasó traqueteando. Algunos transeúntesiban y venían. El conductor del camión, modeloGarrett, salió de algún sitio con una caja llena devíveres y la metió en el furgón antes de cerrarlo de

víveres y la metió en el furgón antes de cerrarlo deun portazo. Pero Grover no se percató de nada, ymás tarde no podría recordar aquello. Se quedó allí,ciego de rabia, gris a pesar de su piel color oliva,ante los relojes de sol, sintiendo que aquél era elTiempo, aquello la Plaza, aquél el centro deluniverso, el núcleo de granito de la inmutabilidad, ysintiendo también que aquél era Grover, aquélla laPlaza, aquello el Ahora.

Y, sin embargo, algo se escapaba del ordendel día. Grover sintió la culpa sobrecogedora ycorrosiva que sienten todos los niños, todos loshombres buenos de la tierra desde el principio delos tiempos. Incluso la rabia se había extinguido,ahogada bajo la voluminosa y corrosiva marea de laculpa.

«Esta es la Plaza», pensó de nuevo, «esto esel Ahora. Ahí está el negocio de mi padre. Y todo loque hay en ella sigue siendo como siempre ha sido,excepto yo».

Y la plaza, embriagadora, dio vueltas a sualrededor, y la luz se dispersó en motas grisesdelante de sus ojos, la fuente esparció lairidiscencia del arco iris y volvió a su orgulloso y

palpitante gorgoteo. Pero el día ya había perdidotodo su esplendor y «aquí está la Plaza, aquí lapermanencia y aquí el tiempo, y todo esto siguesiendo como siempre ha sido, excepto yo».

Las botas gastadas del chico perdido semovieron y tropezaron ciegamente. Los piesatolondrados cruzaron el pavimento, alcanzaron laacera y llegaron hasta el trazo de la plaza central:las parcelas de hierba y los lechos de flores, yarepletos de geranios rojos.

«Quiero estar solo», pensó Grover, «donde nopueda acercarme a él... Oh, Dios, espero que nuncalo sepa, que nadie se lo cuente nunca».

La fuente gorgoteaba, la iridiscente lámina debrisa soplaba sobre él. Atravesó el centro, llegó alotro lado y cruzó la calle. «Oh, Dios, si papá llega asaberlo», pensó Grover, mientras sus torpes piesiniciaban el ascenso por los escalones del negociode su padre.

Encontró y sintió los escalones. La anchura, elespesor de la madera vieja, de casi medio metro delargo. Los cocheros dispersos, los látigosserpenteando sobre la acera, la plaza, que en estepunto tomaba forma de embudo, los adoquines

duros y toscos, las escaleras laterales que subían alcalabozo. Más abajo, el arco del mercado de lastres, el terraplén de los cocheros y los carros quevenían del campo, las subidas y bajadas, el lodoagrietado del barrio de los negros, las barracas ylas casas, y más allá la cima de la colina,inmensamente cercana, empezando a verdear envísperas de abril.

Lo vio todo. Las vigas de hierro en el porche desu padre, un poco deterioradas, con ese tonoverdinegro, tan inocuo y raro, que esa clase devigas adquiere en esta tierra y este clima. Dosángeles salpicados de moscas y las piedras dondela gente se sentaba a esperar. Y en el local de allado: la ventana de la joyería salpicada de moscas,el poyo de la ventana, el monóculo atornillado y,dentro, la pequeña cerca de madera alrededor deljoyero, sus amplias cejas, sus rasgos amarillentos yarrugados y una caja fuerte, mucho polvo y muchosperiódicos amarillentos.

Y por toda la tienda del picapedrero, fríasformas de mármol blanco, una piedra redondeada,un pedestal, el ángel lánguido con sus manosamorosas en duro mármol.

El taller se hallaba al fondo de la tienda. Groveravanzó por el pasillo, las formas blancas lorodearon. Conocía bien el lugar: la pequeña estufade hierro forjado en la esquina izquierda, marrón,muy usada, llena de bultos a causa del calor, y elrecodo de la chimenea que atravesaba la tiendaantes de salir al exterior, las ventanas altas y suciasque daban a la plaza del mercado, hacia el barriode los negros, las viejas y rústicas estanteríashechas de simples tablas gruesas, la madera sinpulir, llena de astillas que recordaban el pelo hirsutode un animal; sobre las estanterías, los cinceles detodos los tamaños y una capa de piedrapulverizada; una rueda de esmeril con pedalneumático y una puerta que daba al callejón, aunquela acera estaba tres metros más abajo; un orinal delatón incrustado en el suelo, oxidado y apestoso, y,ocultándolo, un marco o un biombo de madera conuna tela de algodón rota. Había, además, doscaballetes, hechos de esa madera ordinaria y llenade nudos, en los cuales se apoyaban dos lápidas.En una de ellas trabajaba un hombre.

El chico observó la lápida y vio que el apellidoera Creasman: analizó la talla de John, la simetría

era Creasman: analizó la talla de John, la simetríade la S, la impresión sutil de Creasman. Noviembre.1903. Con tanta crueldad, tanto rastrojo seco, tantospinos, tanto lodo a su alrededor, encima de él.

El hombre levantó la mirada. Tenía cincuenta ytres años, el bigote bien tupido. Parecía cansado.Era inmensamente alto y corpulento. Debía demedir dos metros, o incluso más. Llevaba ropa debuena calidad, ropa oscura y de calidad, pesada,maciza, no llevaba abrigo. Trabajaba en mangas decamisa, con el chaleco atravesado por una gruesacadena de reloj, el cuello de puntas y la corbatanegra. Protuberante nuez de Adán, la frente y lanariz huesudas, los ojos brillantes de un verdegrisáceo, fríos, poco profundos y mostrando ciertoaire solitario. Un mandil a rayas atado al cuello ymangas almidonadas. Y en su mano el mazo demadera, no un martillo, sino un impresionante yredondo mazo de madera que parecía una piedrade carnicero; y en la otra mano, un cincel frío y duro.

«¿Cómo estás, hijo?»No lo miró. Se lo preguntó con calma,

concentrado en lo que hacía. Trabajaba con el cincely el mazo de madera como un joyero lo haría con un

reloj, sólo que en el hombre y en el mazo de maderahabía, además, un gran poder.

«¿Qué te ocurre, hijo?», dijo.Le dio la vuelta a la mesa a fin de empezar otra

vez con la letra J.«Papá, yo no he robado esas estampillas», dijo

Grover.El hombre dejó a un lado el mazo, dejó a un

lado el cincel. Rodeó el caballete.«¿Qué?», dijo.Y Grover parpadeó varias veces y sus ojos de

brea empezaron a brillar, las lágrimas brotaron,calientes. «No he robado esas estampillas», dijo.

«¿Pero qué ocurre?», dijo su padre, «¿de quéestampillas me hablas?»

«Las que me dio el señor Reed cuando el otrochico se puso enfermo y trabajé tres días para él...

Y el viejo Crocker agarró todas las estampillasy se quedó con el resto. Yo le dije que el señor Reedme las había dado... Y ahora me debe tresestampillas, pero dice que no cree que fueran mías,dice que las debo de haber cogido de algunaparte.»

«Las estampillas que te dio Reed», dijo el

picapedrero. «Las estampillas que tenías...» Sehumedeció el pulgar en los labios, salió de su tienday al llegar a la puerta de la joyería se aclaró lagarganta y gritó: «¡Jannadeau...!». Pero Jannadeau,el joyero, no estaba allí en ese momento.

El hombre regresó a su taller, volvió a aclararsela garganta y, mientras pasaba junto a la mamparagris y vieja de su despacho, se humedeció el pulgary dijo como para sí: «Ya te diré yo a ti...».

A continuación salió de nuevo, caminando denuevo hacia la joyería, murmurando: «Ya te diré yo ati...». Luego regresó al taller, pasó por entre laslápidas organizadas en columnas y dijo, casi en unsusurro: «Por Dios, ahora...».

Entonces tomó a Grover de la mano y salierona toda prisa. El pasillo, las lápidas, el porche demármol, los ángeles salpicados de moscas, lospeldaños de madera, los cocheros y el terraplénadoquinado, las escaleras del calabozo, elayuntamiento, el mercado, las cuatro esquinas notan simétricas de la plaza, los edificios. Pasaron portodos estos sitios pero no se fijaron en nada.

Y la fuente palpitaba, el chorro brotaba eniridiscentes láminas. Un viejo caballo gris, con los

belfos lacerados y una especie de expresiónpacífica, sorbía el agua helada de la montaña, quefluía por el tubo mientras Grover y su padreatravesaban la plaza.

El hombre tomó la mano, la mano de supequeño hijo, la mano del chico estaba atrapada,cautiva en la mano del picapedrero, y juntosrecorrieron el pasillo, los mármoles fríos, el porchedonde había dos ángeles y bajaron por lasescaleras y pasaron junto a los cocheros sentadosen los peldaños.

Pasaron por la plaza, a través de la iridiscenciaen la brisa, hasta el otro lado, hasta la tienda degolosinas.

El hombre aún llevaba puesto su largo mandil,no se había detenido ni para cambiarse su largomandil a rayas, apretaba la mano de Grover. Abrióla puerta y entró. «Déle las estampillas», dijo.

El señor Crocker se alejó tambaleándose hastameterse detrás del mostrador, con aquella miradarecelosa que de pronto quería volverse sonrisa: «Esque yo...», dijo.

«Déle las estampillas», dijo el hombre y arrojóunas cuantas monedas sobre el mostrador.

unas cuantas monedas sobre el mostrador.El señor Crocker cojeó hasta las estampillas.

Volvió tambaleándose. «Es que no sabía...», siguió.El picapedrero agarró las estampillas y se las

dio al chico. Y el señor Crocker agarró las monedas.«Es que no sabía que...», dijo el señor Crocker,

sonriendo.El hombre del mandil se aclaró la garganta:

«Usted no sabe lo que es ser padre», dijo, «ustednunca ha sabido lo que siente un padre o nunca hacomprendido lo que siente un hijo... Por eso actúaasí... Pero se hará justicia tarde o temprano. Dios loha maldecido, ha hecho de usted un hombremiserable, le ha dado esa cojera y le ha impedidotener hijos... Y así, cojo y sin hijos, miserable comoes, se irá a la tumba y nadie lo recordará».

La señora Crocker, que se frotaba suspequeñas manos huesudas, dijo suplicante: «Oh,no, por favor, no diga eso, no diga eso».

El picapedrero, con la respiración todavíaagitada, salió de la tienda.

La luz se fue y vino de nuevo.«Bien», dijo, y puso su mano en la espalda del

chico.

«Bien», dijo, «ya no hay de qué preocuparse».Caminaron a través de la plaza, la brisa los

roció, el caballo relinchó ante la fuente. «Bien», dijoel picapedrero.

Y el viejo caballo agachó la cabeza y azotó losadoquines con sus cascos.

«Bien», dijo el picapedrero una vez más, «y,ahora, pórtate bien». Regresó sobre sus propioslargos pasos, en dirección a la tienda, al taller.

El chico perdido se quedó en la plaza, cercadel porche de la tienda de su padre.

«Este es el Tiempo», pensó Grover, «éste esGrover, éste es el Tiempo...»

Un camión giró para entrar en la plaza. En elanuncio que había en la parte posterior del camiónse leía «Saint Louis» y «Excursión» y «ExposiciónUniversal».

Y la luz se fue y vino de nuevo a la plaza, yGrover se quedó allí pensando tranquilamente:«Aquí está la plaza y aquí está Grover, aquí está latienda de mi padre y aquí estoy yo».

SEGUNDA PARTE

... He recordado a Grover y aquella mañana en queatravesábamos Indiana para ir a la ExposiciónUniversal...

Mientras atravesábamos Indiana —eraisdemasiado jóvenes, demasiado niños, no podéisrecordarlo— todos los manzanos estabanretoñando, era abril. Todos los árboles estabanretoñando. Era el comienzo de la primavera enIndiana y todo se volvía verde. Desde luego,nosotros no tenemos granjas como las que tienenen Indiana. En las montañas no podemos tenergranjas como aquéllas. Grover, claro, nunca habíavisto unas granjas como aquéllas, así que supongoque debía de estar tomando conciencia de ello.

Se sentó allí, con la nariz pegada a la ventanilla,mirando el paisaje. Nunca lo olvidaré así: sentado,pegado a la ventanilla, inmóvil. Parecía tan serio...Nunca había visto unas granjas como aquéllas eintentaba asimilarlo. Toda la mañana viajamos juntoal río Wabash. El río Wabash atraviesa Indiana, es

el río sobre el que escribieron esa canción. Así quenos pasamos toda la mañana viajando junto al río. Yyo me quedé allí, sentada y con todos vosotros a mialrededor, mientras atravesábamos Indiana endirección a Saint Louis, para visitar la ExposiciónUniversal.

Vosotros no dejabais de correr por el pasillodel tren. Bueno, no, qué digo, tú eras muy pequeño;apenas tenías tres años, así que te llevé conmigotodo el tiempo. Pero el resto de los críos no dejabade correr por el pasillo, de arriba abajo, de unaventanilla a otra. No dejaban de cruzar de un lado aotro. Cada vez que descubrían algo nuevo sellamaban a gritos. Intentaban mirar hacia todaspartes al mismo tiempo, como si pudieran tenerojos en la nuca. Verás, hijo, era la primera vez queestaban en Indiana, y supongo que a los ojos de unniño todo debía de parecer extraño y nuevo.

Y también parecía que no les bastaba connada. Parecía que no se podían quedar quietos. Nodejaban de correr de arriba abajo y de un lado aotro, chillando y gritándose, hasta que: «¡Os lo juro,niños! ¡Nunca he visto nada igual!», dije. «¡Esaforma de correr sin parar de un lado a otro, de

arriba abajo, sin quedarse quietos ni un minutosupera cualquier cosa que haya visto!», dije. «¡Noentiendo cómo podéis hacerlo!», dije.

Verás, supongo que estaban emocionados porir a Saint Louis, y tenían tanta curiosidad por todo loque estaban viendo... Eran tan jóvenes y todo lesparecía tan extraño y nuevo... No podían evitarlo yquerían verlo todo. Pero «os lo juro», dije, «¡si no ossentáis y os quedáis quietos vais a estar molidosantes de ver siquiera Saint Louis y la Exposición!».

Todos menos Grover. El, no; no, señor, él no.Ahora, chico, quiero contarte. Yo he criado amuchos de vosotros. Os he visto crecer y partir, ytodos erais bastante listos, si me lo permites; nohabía entre vosotros una sola cabeza hueca. ¡Y quelo digas! Siempre supe que erais muy inteligentes.A veces vienen a presumir aquí conmigo de lointeligentes que sois, y me doy cuenta de cómo oshabéis abierto camino en el mundo y, comorecuerda el dicho, tenéis vuestra reputación. Yo noles doy pie, ya sabes. Simplemente me siento aquí ylos dejo hablar. No presumo de vosotros. Si ellosquieren presumir de vosotros, es problema de ellos.Nunca he presumido de ninguno de mis niños en

toda mi vida. Cuando nuestro padre nos educó,aprendimos que no se tiene descendencia parapresumir de ella. «Si los demás quieren hacerlo»,decía papá, «allá ellos; nunca deis a entender, conuna palabra o con un gesto, que entendéis de lo quehablan. Dejadlos que hablen y no digáis nada».

Así que cuando vienen aquí a contarme todaslas cosas que habéis hecho, yo no les doy pie,nunca digo una sola palabra. ¡Y que lo digas!Porque, bueno, ya sabes... Oh, hace cosa de unmes o así vino un tipo, un hombre bien vestido, yasabes, parecía inteligente, de los que tienenaplomo. Dijo que venía de Nueva Jersey, o de algúnsitio de esa parte del país, y empezó a hacermetoda clase de preguntas, que cómo eras cuandoeras niño y cosas así.

Yo únicamente fingí que estudiaba a fondo lacuestión y luego dije: «Bueno, pues sí», muy seria,ya sabes. «Pues sí... Supongo que debería saberalgo sobre él... Era mi hijo, como todos losdemás...», dije yo con toda la solemnidad del caso,ya sabes. «No era un chico malo», dije, «cuandotenía doce años era prácticamente igual que el restode los chicos... un buen chico, normal, como

de los chicos... un buen chico, normal, comocualquier otro».

«Oh», dijo él, «¿pero no notó algo? ¿No habíanada extraño en él?», dijo. «¿Algo diferente que nohubiera visto en otros chicos?» Yo no le di pie, yasabes. Me lo guardé todo para mí y lo miré, solemnecomo una lechuza. Simplemente fingí que estudiabaa fondo la cuestión, seria hasta decir basta.

«Pues no», dije lentamente, como si hubieraestudiado a fondo la cuestión, «tenía un buen par deojos y una nariz y una boca, dos brazos y piernas yuna buena cabeza llena de pelo y el número normalde dedos en manos y pies, como el resto de loschicos... Supongo que si hubiera sido diferente a losdemás en cualquiera de estos aspectos lo habríanotado de inmediato... Pero si mal no recuerdo eraun chico normal, común y corriente, como todos losdemás». «Claro», dijo él, todo emocionado, yasabes, «claro, pero, ¿acaso no era brillante?¿Nunca se dio cuenta de cuán brillante era? ¡Debíade ser mucho más brillante que los demás!».«Bueno», dije yo, fingiendo que estudiaba a fondola cuestión. «Déjeme ver... Ah, sí», dije, y lo miré alos ojos con toda la solemnidad que parecía

demandar aquella situación. «Le iba muy bien enlos estudios... Siempre aprobaba. Nunca oí decirque el profesor le hubiera puesto el capirote de lostontos. Pero claro...», dije, «eso tampoco le ocurrióa ninguno de mis otros chicos. No es que quierapresumir de ellos. No me parece bien presumir delos hijos... Si otros quieren hacerlo, ése es asuntosuyo. Nosotros somos gente normal y corriente,nunca hemos pretendido otra cosa... Pero sí le voy adecir una cosa: todos tenían su buena parte deinteligencia y juicio. Ninguno sería un genio, perotodos tenían la cabeza en su sitio, y nunca nadie mesugirió llevar a ninguno de ellos a uno de esoshogares para los que padecen debilidad mental...»,dije, y lo miré a los ojos, ya sabes. «No será mucho,pero es más de lo que puedo decir sobre algunaspersonas que conozco», dije. «Bueno, sí, supongoque era un chico inteligente. Nunca tuve quereprocharle nada en ese aspecto. Era lo bastanteinteligente», dije. «El único problema, y se lo solté aél cientos de veces, así que no le estoy diciendonada que él no hubiera escuchado antes, el únicoproblema», dije, «es que era perezoso».

«¡Perezoso!», dijo.

Oh, tendrías que haberle visto la cara, yasabes. Dio un respingo, como si le hubieran clavadouna chincheta. «¡Perezoso!», volvió a exclamar.«¿No querrá decir que...?»

«Sí», dije. Oh, en ningún momento se meescapó una sonrisa. «La última vez que lo vi se losolté... Le dije que era una suerte increíble para élque tuviera el don de la labia... Por supuesto, elchico fue a la universidad y leyó un montón de libros,y me imagino que fue allí donde adquirió esetorrente de lenguaje que dicen que tiene... Pero,como le solté la última vez que lo vi: Si puedesganarte la vida haciendo ese trabajo tan liviano dedar clases, tienes mucha suerte, porque ningunode los tuyos ha tenido semejante suerte. Todoshan tenido que trabajar muy, muy duro paraganarse la vida.»

Oh, eso le dije, ya sabes. Se lo dije sin rodeos.No le doré la píldora. Y te diré una cosa: tendríasque haberle visto la cara. Era un poema.

«Bien», dijo por fin, «entonces tendrá queadmitirlo. El fue el más brillante de todos sus hijos,¿no es así?».

Me quedé mirándolo un instante. Tuve que

decirle la verdad. Ya no podía seguir engañándolo.«No», le dije, «era un chico brillante, muy bueno. Notengo quejas sobre él en ese aspecto. Pero el chicomás brillante que tuve, el que superaba a todos losdemás en sensatez, comprensión y juicio, el mejorchico que he tenido, el más inteligente que he vistoen mi vida, fue uno que usted no conoce, uno queusted nunca vio. Fue el niño que perdí».

Me miró por un momento y dijo: «¿Y quién eraese chico?».

Y yo intenté contárselo. Pero cuando intentépronunciar la palabra Saint Louis no pude. Hijo, hijomío, el nombre de ese maldito lugar volvió a mí ytodo fue como había sido siempre. No pudepronunciar la palabra. No podía soportar quealguien la mencionara. Durante treinta años o más,dondequiera que alguien me dijera ese nombre, ocuando lo escuchaba en cualquier parte, volvía apensar en eso. Y era como si una antigua heridavolviera a abrirse de nuevo. No podía evitarlo.Siempre será así. Hijo, hijo mío. Y cuando pensé enello otra vez, y cuando intenté decírselo a aquelhombre, todo volvió a ser como era. No podíadecirlo. Tuve que apartar la mirada. Y reconozco

decirlo. Tuve que apartar la mirada. Y reconozcoque lloré.

Porque dondequiera que escuchara ese viejonombre, siempre, siempre lo volvía a ver ahísentado, tan serio, con su nariz aplastada contra laventanilla mientras atravesábamos Indiana aquellamañana, camino de la Exposición. Los manzanosestaban retoñando, también los melocotoneros.Todos los árboles. Y todo, todo esperaba abrilmientras viajábamos junto al río, de camino a laExposición.

Y Grover estaba allí sentado, tan tranquilo yserio. Los otros chicos estaban muy emocionados,corriendo de arriba abajo, llamándose a gritos, deun lado al otro del vagón. Sin embargo, Groverestaba allí sentado, mirando por la ventana sinmoverse. Sentado allí como un hombre. Sólo teníaonce años y medio. Hijo, hijo mío. Era un chico listo.Como dijo el periódico cuando murió, mi chico teníael juicio de alguien dos veces mayor. Tenía mássensatez, más juicio, más comprensión quecualquier niño que haya conocido jamás.

Así que allí estaba Grover, ya sabes, aquellamañana, mirando por la ventana en dirección al río ya las granjas. Porque imagino que nunca había vistounas granjas como aquéllas. Y todavía recuerdocómo lo contemplaba todo pegado a la ventana, consu pelo negro, sus ojos del color de la brea y lamarca de nacimiento en el cuello. Tu hermano y túfuisteis los únicos morenos de piel que tuve. Losotros me salieron muy blancos y con el pelo griscomo el padre. Pero tu hermano y tú os parecíais alos de Pentland, la piel más oscura, la tez oscura deAlexander... y el aspecto de los de Pentland. Tú eresla viva imagen de tu tío Lee, pero Grover era el másoscuro de los dos.

Y entonces se sentó al lado de aquel caballeroy se puso a mirar por la ventana. Y luego se volviópara hacerle al caballero toda clase de preguntas:qué árboles eran aquéllos, qué crecía allí, de quétamaño eran las granjas. Toda clase de preguntasque el caballero iba contestando, hasta que yo dije:«¡Basta, Grover! No deberías hacer tantaspreguntas. Deja de molestar». Me preocupaba, yasabes, que el chico estuviera importunándolo contantas preguntas.

El caballero echó la cabeza hacia atrás y soltóuna gran carcajada. No sabía quién era, nunca supesu nombre, pero era un hombre apuesto y le habíatomado mucha simpatía a Grover. Así que echó lacabeza hacia atrás y se rió y dijo: «No se preocupepor el chico, no pasa nada... No me molesta ni unapizca, y si puedo responder a sus preguntas lo haré.Y si no puedo, se lo haré saber». Y puso su brazosobre los hombros de Grover. «No se preocupe porel chico. No me molesta ni una pizca.»

Y todavía puedo recordar su aspecto, con susojos negros, su pelo negro y la marca de nacimientoen el cuello. Tan grave, tan serio, tan pensativo,como si estuviera mirando por la ventana todosaquellos manzanos, las granjas, los establos, lascasas y los huertos, asimilándolo todo porque leparecía, me imagino, tan extraño y nuevo.

Hijo, hijo mío, fue hace tanto tiempo, perocuando vuelvo a escuchar ese nombre todo regresacomo si hubiera ocurrido ayer. Y la vieja herida seabre. Lo puedo ver tal como era, tal comoresplandecía aquella mañana en que viajamos porIndiana, al lado del río, de camino a la ExposiciónUniversal.

TERCERA PARTE

... ¿Recuerdas cómo era?... Me refiero a la marcade nacimiento, los ojos negros, la piel aceituna...Bueno, supongo que eras muy joven... El otro díaestuve mirando esa fotografía... ¿Sabes a cuál merefiero? Esa en la que salimos todos, delante de lacasa de la calle Woodson... Tú no sales en esafoto... No... no habías llegado aún... ¿Te acuerdasde cómo te enfurecías cuando te decíamos que noeras más que una simple bayeta caída del Cielo?...A-h-h-h-h...

... Eras el bebé... Eso es lo que te toca cuandoeres el bebé... No sales en la foto, ¿no es así?... A-h-h-h-h... Estuve mirando aquella vieja foto el otrodía... Ahí estábamos... Y, Dios mío, ¿de qué va todoesto?... ¿Nunca te has sentido así? Ya sabes a quéme refiero. ¿Nunca te has sentido, no sé, raro? ¿Nopiensas alguna vez en estas cosas?... Quiero decir,¿tu cabeza no se pone a veces a hacer brrrr-r-r, yasabes a qué me refiero, cuando tratas de entenderlas cosas... ¿No te pasa?... Ahora me gustaría

saber... Tú has estado en la universidad y debes desaber la respuesta... ¿Alguna vez has pensado enesto?... Porque me gustaría saber. ¿Sabes lo quequiero decir?... Me gustaría que me dijeras si losabes...

... A-h-h-h-h.

... Lo sé, pero... Oh, Dios, cuando pienso encómo solían ser las cosas... ¿Alguna vez te hasparado a pensar en eso?... Quiero preguntártelo...Cómo eras, qué aspecto tenías... Ahora me gustaríasaberlo... A veces pienso en todos esos sueños quesolía tener... Tocando el piano, practicando sietehoras al día, creyendo que algún día sería una granpianista... Tomando clases de canto con la tía Nellporque pensaba que algún día haría una grancarrera en la ópera... A-h-h-h-h.

... No sé si puedes hacerte una idea... ¿Te loimaginas?... A-h-h-h-h... ¡Yo! ¡En la ópera!... A-h-h-h-h... Ahora quiero preguntarte... me gustaría saber...

... ¿Puedes entenderlo?... ¿Sabes larespuesta?... Porque si la sabes me gustaría queme la dijeras...

¡Dios mío! Cuando voy al pueblo y camino porla calle y veo a todos esos chicos y chicas con ese

aspecto tan gracioso pululando por la cafetería... mehace pensar... Quiero decir, esas caritas tangraciosas... Y esa forma tan graciosa que tienen dehablar... ¿Crees que nosotros éramos así?... Quierodecir, con todas esas cositas tan graciosas y de tanmal gusto... ¿Nos imaginas así?... Con esa formade hablar tan mona, ya sabes... ¿He elegido lapalabra correcta?... ¿Entiendes? Cosas monas...Te hace pensar... ¿Crees que piensan en otra cosaque no sea pulular por la cafetería y decir cosasmonas?... Me gustaría saberlo... ¿Crees que algunode ellos tiene ambiciones como las teníamosnosotros?... ¿Crees que alguna de esas chicas tangraciosas está pensando en hacer una gran carreraen la ópera?... Nunca viste aquella foto, claro. Nohabías nacido aún, supongo, cuando nos lahicieron... Pero el otro día la estuve mirando.

... La hicieron frente a la vieja casa en la calleWoodson. Papá sale con su chaqué, junto amamá...

Y Grover y Ben y Steve y Daisy y yo, todos conlos pies en nuestras bicicletas... Luke, el pobre, sólotenía cuatro o cinco. Todavía no tenía bicicleta comonosotros. A-h-h-h-h... Pero ahí estaba. Y ahí

estábamos todos juntos y...Bueno, ahí estaba yo, con mis pobres piernas

flacas y mi largo vestido blanco y dos trenzascayendo por mi espalda. Y toda esa ropa tangraciosa que usábamos, con aquellos encajes, yOllie Wolfe estaba allí, al lado de mamá y papá, consu uniforme de la guerra contra España en Cuba...Era justo por esa época. ¿No te acuerdas de Ollieen uniforme?... No, por supuesto, no puedes. Nohabías nacido.

... Pero, bueno, éramos un grupo de gente debuen ver, si me lo permites. Así es como eran lascosas en 1886, con el porche de la fachada y lasparras y las flores frente a la casa... Y la señoraEliza de pie junto a papá con un reloj de leontina enel pecho... A-h-h-h-h...

¿Te acuerdas del reloj de leontina de mamá?...¿Y te acuerdas de la señora Amy Partridge y de lasdamas de la familia Maccabees?...

A-h-h-h-h... Me dan ganas de reírme, pero laseñora Eliza... Bueno, mamá... Mamá era una mujerbonita en aquella época... ¿Sabes a qué merefiero? La señora Eliza era una mujer de muy buenver y papá estaba allí junto a ella, con su chaqué.

ver y papá estaba allí junto a ella, con su chaqué.¿Recuerdas cómo solía vestirse papá losdomingos?... ¿Y cuán imponente nos parecíaentonces?... ¿Y cómo me dejaba coger su dinero enmis manos y contarlo?... ¿Y cuán rico pensábamostodos que era?... ¿Y cuán maravillosa nos parecíaaquella tiendecita de la plaza donde vendíancanicas?... A-h-h-h-h... ¿Te lo puedes imaginar?...Porque creíamos que papá era el hombre másimportante de la ciudad y... Oh, no, ¡no puedesdecírmelo! ¡No puedes! Tenía sus defectos, peropapá era un hombre extraordinario. ¡Vaya si lo era!

... Y ahí estaban Ben y Grover, Daisy, Luke y yo.

... Todos posando delante de la casa con unpie en el pedal de las bicicletas... Y es así como hevuelto a pensar en todo esto. Todo vuelve.

... Era un chico dulce. ¿No lo recuerdas enabsoluto? ¿No recuerdas nada? El aspecto quetenía allí en Saint Louis... Apenas tenías tres ocuatro años, pero debes de recordar alguna cosa...¿Recuerdas cómo te ponías a berrear cuando yo tebañaba?

... A-h-h-h-h... Pobrecito, te ponías a llamar aGrover cada vez que yo te metía en la tina... A-h-h-h-

h...En casa de mamá yo era un poco la esclavita...

así que solía fregar los suelos...Supongo quecuando te metía en la tina debía de tratarte como auno de los cuartos de mamá... A-h-h-h-h...

¿Lo has olvidado ya?¿No lo recuerdas?No había pensado en eso desde hacía tiempo,

hasta el otro día, cuando volví a ver esa fotografía...Fue como si todo volviera a ocurrir... Grover estabatrabajando en la hostería Inside, en los terrenos dela Exposición...

... ¿Te acuerdas de la vieja hostería Inside?...Aquella cosa enorme de madera dentro de laExposición... ¿Y te acuerdas de que yo solía llevarteallí a esperar a que Grover terminara de trabajar?...

Y el viejo y gordo Billy Pelham en el puesto deperiódicos... Siempre te daba una barrita de gomade mascar... A-h-h-h-h... ¿Te acuerdas de BillyPelham y su goma de mascar?...

Todos estaban locos por Grover... A todos lesagradaba... Era un chico muy dulce... Y él estabamuy orgulloso de ti... ¿Recuerdas cómo solíapresumir de su hermano?... ¿Cómo solía sacarte a

pasear y te hacía hablar con Billy Pelham? ¿Teacuerdas?... ¿Y con el señor Curtis, en eldespacho?... ¿Y con aquel chico de la campanita alque todos llamaban Príncipe Albert?... El pobre ydesgarbado Albert Fox... A-h-h-h-h... ¿Te acuerdasde Albert Fox?... ¿Recuerdas cómo Groverintentaba hacerte hablar? Quería que dijeras«Grover»... Y tú no podías... No podías pronunciar la«r»... Y entonces decías «Guove»... ¿Te hasolvidado de todo eso?... No deberías olvidarloporque... Entonces eras un niño muy mono... A-h-h-h-h... ¿Sabes a qué me refiero?... No sé adonde fuea parar tu encanto, pero entonces causabassensación... A-h-h-h-h... No deberías olvidarlo.Porque, te lo diré, chico, en aquella época todavíaeras Alguien...

... Estaba pensando en eso el otro día, mientrasmiraba esa fotografía... Cómo íbamos aencontrarnos con él y cómo nos llevaba a Midway...¿Te acuerdas de Midway?... El HombreTragaserpientes y el Esqueleto Viviente, La MujerGorda y el Tobogán, el Tren Panorámico y la Noria...Cómo berreaste aquella noche, cuando te subimosa la noria... Berreaste como un loco... Intenté reírme

para pasar el mal trago, pero, te lo confieso, yotambién estaba asustada... Por aquel entonces, lanoria era cosa seria... Cómo se rió Grover denosotros, tratando de explicarnos que no habíaningún peligro... ¡Dios mío! Pobrecito Grover. Sólotenía doce años y qué adulto nos parecía a todos...Yo tenía dos años más, pero aun así pensaba que éllo sabía todo...

Pobrecito. Siempre nos traía alguna cosa.Helado, golosinas, algo que hubiera comprado conel poco dinero que había ganado en la Exposición...

... Una tarde fuimos al centro... Creo que noshabíamos escapado de casa... Mamá estaría fuera,en algún lugar... Y Grover y yo tomamos el tranvía yllegamos al centro... Y, Dios mío, creíamos estarviajando a algún lugar... Por aquellos días a eso lollamábamos un viaje... Un paseo en tranvía era enaquel entonces una cosa sensacional... He oído queahora toda esa zona está llena de construccionesnuevas...

Así que nos subimos al tranvía en la avenidaKing e hicimos el trayecto completo hasta la zonade los negocios de Saint Louis... Nos bajamos en lacalle Washington y caminamos de arriba abajo... Y,

calle Washington y caminamos de arriba abajo... Y,vaya, chico, te aseguro que aquello nos parecía lomás grande. Grover me llevó a una cafetería y meinvitó a agua mineral. Luego salimos y caminamosun rato más en dirección a Union Station y más allá,hasta el río.

... Y en el fondo ambos teníamos un susto demuerte por lo que habíamos hecho, y nospreguntábamos qué pensaría mamá si llegaba adescubrirnos.

... Nos quedamos allí hasta que empezó aoscurecer y pasamos junto a una casa decomidas... Un local desvencijado con sillasdesvencijadas y gente sentada en butacas,comiendo en la barra...

Leímos todos los letreros para ver qué dabande comer y cuánto costaba, y supongo que nada enel menú debía de valer más de quince centavos,pero a nosotros no nos habría parecido mássuculento si hubiera sido comida de Delmónicos...Así que nos quedamos allí, con la nariz aplastadacontra la ventana... Dos chicos famélicos, con unsusto de muerte, con la excitación de haberescapado a toda una vida de... ¿Sabes a qué me

refiero?... Y oliéndolo todo asombrados y pensandoen lo bien que olía... Entonces Grover me miró y dijo:«Ven, Helen... entremos... pone que el cerdo conalubias vale quince centavos... tengo dinero... tengosesenta centavos».

... Estaba tan asustada que no podía hablar...Nunca había estado en un lugar como aquél... perono dejaba de pensar: «Oh, Dios, si mamá seenterara»... Me sentía como si estuviéramoscometiendo un gran delito... ¿Sabes a qué merefiero? ¿Sabes lo que se siente cuando eres niño?Era la excitación de toda una vida de... No podíacontenerme. Así que entramos y nos sentamos enaquellas butacas tan altas delante de la barra ypedimos cerdo con alubias y una taza de café...Supongo que estábamos demasiado aterrados porlo que habíamos hecho como para disfrutarlo.Simplemente engullimos todo aquello en unsantiamén y nos bebimos el café de un trago. Y nosé si fue por la excitación... Supongo que el pobrechico ya estaba enfermo y aún no lo sabía. El casoes que me di la vuelta para mirarlo y estaba pálidocomo un muerto... Y cuando le pregunté qué leocurría no me dijo nada... Era demasiado orgulloso.

Dijo que se encontraba bien, pero yo me di cuentade que estaba enfermo como un perro...

Entonces pagó la cuenta... Fueron cuarentacentavos. Nunca me olvidaré de aquello mientrasviva... A duras penas nos dio tiempo a salir por lapuerta. Él alcanzó a llegar a la acera y, entonces, lovomitó todo...

El pobre chico estaba tan asustado y tanavergonzado... Lo que más miedo le daba no eraestar enfermo, sino el hecho de haberse gastadotodo el dinero. Y en balde. Y si mamá se enteraba...Pobre chico, se quedó allí parado, mirándome, ysusurró: «Oh, Helen, no se lo digas a mamá. Seenfadará conmigo si se entera». Entonces volvimosa casa a toda prisa.

Para cuando llegamos, ya estaba ardiendo defiebre. Mamá nos estaba esperando... Nos miró, yasabes cómo te miraba la señora Eliza cuandopensaba que habías hecho algo que no debías...Mamá dijo: «¿Se puede saber dónde os habíaismetido?». Supongo que se disponía a darnos unbuen escarmiento. Entonces vio la cara que traíaGrover. Y con eso le bastó... Dijo: «Pero, hijo, ¿quétienes?». Se puso blanca como el papel... Y lo único

que Grover respondió fue: «Mamá, estoyenfermo...».

Y se desplomó en la cama.Le quitamos la ropa. Mamá le puso la mano en

la frente y salió al salón. Estaba tan blanca quehabrías podido dibujar una línea negra en su carausando una tiza. Me susurró: «Ve a buscar al doctor,rápido, está ardiendo».

Corrí calle abajo, con mis trenzas al aire, hastala casa del doctor Packer. Regresé con él.

Cuando salió del cuarto de Grover, oí que ledecía a mamá: «Tifus»...

Creo que ella ya lo sabía... lo sabía... Él yahabía estado enfermo una vez. Ella no se rindióhasta el final... Ella nunca dio muestras de que serendiría... Pero creo que ya lo sabía. Lo sabía.

... La miré. Su rostro estaba blanco como elpapel. Me miró y fue como si yo no estuviera allí...Nunca fue capaz de verme. La oí decir: «Ya está...ya está»... Así de simple. Y, Dios mío, nuncaolvidaré la cara que puso, su manera de decirlo,cómo mi corazón dejó de latir y subió hasta migarganta... Pobre mamá... Yo sólo era una esclavitaen aquella vieja casa. Era sólo una chica delgadita

en aquella vieja casa. Era sólo una chica delgaditade catorce años. Pero sabía que mamá se estabamuriendo de dolor delante de mí... Sabía queaunque mamá viviera hasta los cien años, nuncapodría superar eso, nunca sería capaz de olvidarlo.Sabía que moriría cada vez que pensara en ello

... Pobre mamá. Ya sabes. Nunca lo superó.Grover era su preferido. Se preocupaba por él másque por cualquiera de los otros... ¡Pobre Grover!...Tan dulce. Todavía puedo verlo en la cama, pálidocomo una sábana, durante todas aquellas semanasque siguieron, hasta quedar reducido a un saquitode piel y huesos.

... Volví a recordarlo todo el otro día, cuando mepuse a mirar esa fotografía y pensé: «Dios mío,éramos dos chiquillos y yo sólo era dos años mayorque él... Y ahora tengo cuarenta y seis y Grovertendría que tener cuarenta y cuatro...». ¿Teimaginas? Increíble... Dios mío, me parecía tanadulto. Era un chico sumamente tranquilo... ¿Sabesa qué me refiero?... Era sólo un chico, pero parecíamayor que todos nosotros.

... Y cuando pienso en aquellos dos chiquillos,tan graciosos, con la nariz aplastada contra el vidrio

de aquella vieja y mugrienta casa de comidas... ycuán natural parecía todo, cuán emocionante ymaravilloso... y lo asustados que estábamos de quemamá se enterara... y cómo volvimos a casacorriendo... y lo pálido que estaba...

Y cuánto tiempo ha pasado desde entonces...Y ahora encuentro una foto y todo vuelve a mi

mente. La hostería, Saint Louis, la ExposiciónUniversal... Y todo tal y como ha sido siempre, comosi hubiera ocurrido ayer...

Y todos nosotros hemos crecido y yo tengocuarenta y seis años...

Y nada ha resultado como esperábamos...Todas mis esperanzas, mis sueños y mis

grandes ambiciones han quedado en nada...Entonces, entonces, es entonces cuando todo

vuelve a mi mente, dos chicos asustados, solos, enSaint Louis, con la nariz pegada a la ventana de unamugrienta casa de comidas... Y Grover con sumarca de nacimiento en el cuello... ¿No te acuerdasde cómo era? ¿Nada? ¿De cómo era todo? ¿De lacasa donde vivíamos?... De la noche en que murió...Yo fui y te alcé en brazos para que pudieras verlo...Esa vieja casa en la que vivíamos, en la esquina...

La despensa, el olor de la despensa... Una casapara alquilar habitaciones, Saint Louis y laExposición...

Ha pasado tanto tiempo, es como si hubieraocurrido en otro mundo. Y entonces todo vuelve a mimente, como si hubiera ocurrido ayer...

Y a veces me quedo despierta por las noches ypienso en toda la gente que pasó por allí aquellosdías y en las cosas que ocurrieron. Y pienso quenada ha resultado como pensábamos que sería. Yescucho los trenes que pasan junto al río y lossilbatos y la campana... Y pienso en el viaje quehicimos a Saint Louis en 1904...

Y entonces salgo a la calle y veo las caras de lagente que pasa... ¿No te parecen extrañas? ¿Nonotas algo raro en sus ojos, como si todosestuvieran perplejos por algo?... ¿O es que acasoestoy loca?

¿Sabes a qué me refiero?... Tú has ido a launiversidad y yo quiero saber... Quiero que medigas si conoces la respuesta... Me refiero a esamirada que tienen, esa extraña mirada en los ojos...¿Sabes a qué me refiero?... ¿Has notado eseaspecto que tienen?... ¿Alguna vez te fijaste en eso

cuando eras niño?...Dios mío, ojalá tuviera las respuestas a todas

estas preguntas... Me gustaría saber qué salió mal...qué ha cambiado desde entonces...

Y si nosotros también les parecemos raros alos demás...

Y si nosotros también hemos cambiado...Y si nosotros también tenemos esa mirada

extraña en los ojos...Y si nos pasa a todos, a todos y cada uno de...

El modo en que las cosas resultan no tiene nadaque ver con lo que uno espera que sean... Y esincreíble cómo todo se pierde hasta que las cosasparecen no haber ocurrido nunca... como si lashubiéramos soñado... ¿Entiendes a qué me refiero?

Eso es algo que —lo hemos escuchado enalguna parte— le ha ocurrido a más gente...

Y entonces todo vuelve a mi mente...Y ahí tienes a dos chiquillos flacos y asustados

con la nariz aplastada contra un sucio cristal, treintaaños atrás... El tacto, el olor, incluso ese olor tanraro que salía de la vieja despensa de nuestra casa.

raro que salía de la vieja despensa de nuestra casa.Y los escalones delante de la casa, el aspecto

de los cuartos. Esos dos chicos con trajes demarinerito que solían andar en sus triciclos de unlado a otro...

Y la marca de nacimiento en su cuello... lahostería Inside... Saint Louis y la Exposición.

... Todo vuelve como si hubiera ocurrido ayer.Y entonces se va y parece lejano y extraño

como si hubiera ocurrido en un sueño...

CUARTA PARTE

«Ésta, ésta es la avenida King», dijo un hombre.Entonces vi que se trataba simplemente de una

calle. Había algunos edificios nuevos, un gran hotel,un par de restaurantes y bares de aspecto moderno,las monótonas y lívidas luces de neón, el tráficoincesante de los coches. Todo aquello era nuevo,pero era sólo una calle. Y yo sabía que siemprehabía sido una simple calle y nada más, pero, no sébien por qué, me quedé allí inmóvil, preguntándomesi esperaba encontrar algo más.

El hombre me miró interrogativamente duranteun instante y yo le pregunté si la ExposiciónUniversal no había estado allí

«Claro, estaba aquí, un poco más allá», dijo elhombre. «Ahora hay un parque. Pero ¿no era éstala calle que buscaba? ¿No recuerda el nombre de lacalle o algún otro dato?», dijo.

Le dije que creía que el nombre de la calle eraEdgemont, pero que no estaba seguro.

Le dije que me sonaba a algo así.

Y le dije que la casa estaba en una esquinaentre tal y cual calle.

Entonces el hombre me preguntó: «¿Y cómodice que se llamaba la calle?».

Le dije que no lo sabía, pero que la casaestaba en una esquina, y que la avenida King seencontraba a una o dos manzanas, y que un tranvíapasaba a media manzana o así de donde vivíamos.

«¿Y qué tranvía era?», preguntó el hombremientras me miraba.

«Uno interurbano», dije.Entonces el hombre me miró primero a mí, y, a

continuación, al otro hombre que venía con él, yfinalmente dijo: «No conozco ningún tranvíainterurbano».

Le dije que era una línea que pasaba detrás delas casas y que había cercas de madera y céspedjunto a las vías.

Le dije que creía que la línea atravesaba elbarrio por detrás de las casas, pero, no sé por qué,fui incapaz de explicarle que en aquel entonces eraverano y se notaba aquel olor: a madera y alquitrán,y que una especie de ausencia se quedaba en latarde después de que pasara el tranvía. Sólo le dije

que la línea interurbana estaba allí detrás, entre lospatios traseros de algunas casas con cercas demadera, sólo le dije que la avenida King estaba auna o dos manzanas.

No le dije que la avenida King en esa época noera una calle, sino una especie de camino abiertocomo por arte de magia entre unos terrenossombríos y encantados, y que para mí estabamezclada con la canción de «Tom, Tom, the Piper’sSon», con panecillos de cuaresma, con toda la luzque iba y venía y con las sombras de las nubes quepasaban sobre las montañas, con el viaje a Indianaaquella mañana y el olor del humo de los motores,con Union Station y, sobre todo, con las voceslejanas y perdidas que hace tanto tiempo atrásdecían: «Avenida King».

No le dije estas cosas sobre la avenida Kingporque miré a mi alrededor y vi en qué se habíaconvertido la avenida King. La avenida King era unacalle, una calle ancha y bulliciosa, con nuevoshoteles y luces brillantes y rebaños interminables decoches que iban y venían. Lo único que podíadecirle era que la calle se encontraba cerca de laavenida King y que la casa estaba en una esquina y

que una línea del tranvía interurbano pasaba cercade allí. Dije que era una casa de piedra y que teníapeldaños de piedra en la fachada y un pequeñorectángulo de césped. Le dije que creía que la casatenía una torrecilla en una esquina, pero no estabaseguro.

Los dos hombres se volvieron para mirarme yuno de ellos dijo: «Esto es la avenida King, peronunca hemos oído hablar de una calle así».

Me alejé y seguí caminando hasta que encontréel sitio. Y de nuevo, de nuevo, volví a entrar enaquella calle y hallé el lugar donde las dos esquinasse encontraban, la manzana compacta, la torrecilla ylos escalones. Me detuve un instante, mirando haciaatrás, como si la calle fuera el Tiempo.

Por un momento esperé que surgiera unapalabra, que una puerta se abriera, que se acercaraun niño. Esperé, pero no hubo palabras y nadieapareció.

Con todo, así había sido siempre, sólo queahora los escalones parecían más bajos y el porchemenos alto, y el rectángulo de césped más pequeñoque como lo recordaba... Pero todo lo demás era taly como yo sabía que sería. Una fachada gris de

y como yo sabía que sería. Una fachada gris depiedra, las tres plantas con un techo de pizarrainclinado, el costado de ladrillo con ventanas,todavía con el viejo arco de la entrada en el centro,para uso de los pacientes del doctor.

Había un árbol, un farol y, detrás y a un costado,más árboles de los que imaginaba que encontraría.

Y el techo de pizarra de la torrecilla, losremates de pizarra sobre las ventanas, queterminaban en punta. Y el arco de las dos ventanasdel salón hecho de dura piedra. Y el pequeñoporche de piedra tallada, con el techo de pizarrainclinado.

Y todo parecía tan fuerte, tan sólido, tan feo.Y todo, salvo los escalones y el césped, parecía

tan duradero, tan bien hecho...En realidad, era tal como lo recordaba, como

sabía que lo encontraría, sin engañarme, sinmentirme a mí mismo... Aunque, en el fondo, habíasido siempre así, sólo que ya no podía oler la brea,la sequedad caliente y pegajosa de las traviesas deltranvía, las tablas de las cercas de los patios y elcésped ralo y lleno de calvas.

Ni podía sentir la ausencia en la tarde cuando

el tranvía había pasado, ni a los gemelos, con suscaras afiladas y sus trajes de marineritos,pedaleando con furiosa estridencia en sus triciclos,de arriba abajo, frente a la casa, ni al criado negro,Simpson, regresando de alguna parte con su cesta,ni la sensación de la tarde, solitaria porque todos sehabían ido a la Exposición.

Exceptuando esto, todo era exactamente igual,salvo por esto y por la avenida King, que se habíaconvertido en una calle, salvo por esto, la avenidaKing y el niño que no apareció.

Era un día caluroso. Había empezado aoscurecer, el calor se levantaba y permanecía allí,asfixiante como una sábana empapada que colgarasobre Saint Louis. Hacía un calor húmedo, un calorque uno sabía imposible de atenuar o refrescar, uncalor que uno sabía inmóvil. Y al intentar pensar enel momento en que el calor se marcharía uno sedecía a sí mismo: «No puede durar tanto. Por fuerzatendrá que pasar», como se suele decir enAmérica. Pero en el fondo lo decía sin convicción. Elcalor lo empapaba todo y la gente se asfixiaba enél, las caras de la gente parecían pálidas ygrasientas por el calor. Y en esas caras había una

especie de paciente desdicha, y uno sentía ese tipode desolación que se siente al final de un díacaluroso en cualquier gran ciudad de América.Cuando estamos lejos de casa, al otro lado delcontinente, y pensamos en toda esa distancia, entodo ese calor y decimos: «¡Oh, Dios, pero qué paísmás inmenso!».

Uno se sentía como cuando te encuentras lejosy solo en una gran ciudad y escuchas el sonido delos trenes, las campanas, los silbatos y los botes enel río, como cuando caminas por la calle debajo deun manojo de calientes luces eléctricas o comocuando intentas llegar al parque: el césped seco, losrestos de periódicos embarrados y la gentedesperdigada por la hierba amarillenta... O comocuando ves la clase de bancos que ponen en losparques aquí, en América, para hacernos sentiralegres al final de un día caluroso, ese banco enconcreto, con el brillo endurecido de la luz eléctrica ymuerta justo encima, para que la gente se comportecomo es debido.

Cualquiera sabe que aquello es interminable,que está ahogado, que no puede escapar. Sabeque está perdido y náufrago en América, un país

demasiado grande para ser un país. En esasocasiones uno sabe también que no tiene hogar.Sabe que no puede hacerse con uno ni mantenerlo.En esas ocasiones un hombre sabe que ya nosirven ni la locura de la juventud ni la noche, y que nisiquiera la soledad ayuda... Y ese hombre ahorasabe que él mismo es apenas un átomo sin nombre,un átomo perdido en el vacío, una cifra irrisoria yllena de polvo que gira alrededor de un tiempoincontable, y que todos los sueños, la fortaleza, lapasión y la fe en la juventud han acabado pormarchitarse.

Y ese hombre solo siente la ausencia, laausencia y toda la desolación de América, lasoledad y la tristeza de los cielos altos y calientes. Yla tarde, que cae en todo el Medio Oeste, sobre latierra sofocante, sobre todos los pequeños pueblossolitarios, sobre las granjas, sobre los campos, quecubre, con su sopor ardiente, Ohio, Kansas, Iowa,Indiana. Y las voces apenas se oyen, comomurmullos, en ese enorme vacío, a causa de lafatiga que produce el calor, apenas se oye en elinmenso espacio, en los afligidos y altos y terriblescielos.

cielos.Entonces escucha el motor y las ruedas otra

vez, el lamento del silbato y la campana, el sonidodel cambio de agujas en el patio sofocante...Entonces el hombre camina por la calle y camina,camina por la calle bajo los racimos de las lucesendurecidas, cruzándose con gente de rostrohundido... Entonces se siente ahogado en ladesolación y en la falta de fe.

«¿Por qué estoy aquí? ¿Qué debería hacer?¿Adonde ir?»

Se siente como se siente uno cuando regresa ysabe que no debería haber viajado hasta allí,cuando se da cuenta de que, después de todo, laavenida King es sólo una calle, y que Saint Louis —ese nombre encantado— es sólo una ciudadgrande y calurosa junto al río, una ciudad no tan alsur que se ahoga en medio de un calor húmedo ytedioso, y que no hay nada que pueda hacerlamejor.

Antes no era así.Podía recordar que hacía calor, pero qué bueno

era entonces ese calor, y qué bueno era tumbarseen el patio trasero sobre una colchoneta inflable queolía a colchoneta caliente bajo el sol, y qué buenoera el sueño que provocaba tanto sol.

Y qué bueno era bajar en ocasiones al sótanopara tomar un poco el fresco antes de regresar alsol. El sótano, que olía a lo que huelen siempre lossótanos: un olor fresco y a la vez añejo, un olor atelarañas y botellas sucias... Recuerdo que al abrirla puerta y bajar por las escaleras ya sabía que elolor del sótano subiría a encontrarme —fresco,almizclado, añejo, húmedo, oscuro—, y que la solaidea de un sótano siempre me llenaba de unaemoción difusa, una especie de expectación casivisceral.

Recuerdo que por las tardes hacía aquel buencalor. Y que yo sentía luego algo así como unaausencia, una sensación de ausencia y vagatristeza vespertina. La casa parecía tan solitaria porlas tardes... A veces yo me sentaba dentro, en elsegundo escalón del salón, y escuchaba el sonidodel silencio y la ausencia en la tarde. Podía oler lacera del suelo y las escaleras y ver las puertascorredizas con su barniz marrón y las cortinas de

cuentas, podía meter mis manos entre las hileras decuentas y agarrarlas con mis brazos y dejarlaschocar y tintinear. Podía sentir la oscuridad, labarnizada oscuridad... y la luz coloreada dentro dela casa, a través de los pequeños vidrios de lapuerta, la luz coloreada y la ausencia, el silencio y elolor de la cera en el suelo, y la vaga tristeza en lacasa a media tarde, en pleno calor. Y todas estascosas tenían en sí mismas una especie de vidapropia: parecían estar esperando, esperando en elcolmo de la vivacidad pero también de la quietud.

Yo me sentaba y escuchaba. Podía oír a lachica de la casa vecina en medio de sus leccionesde piano, podía oír el tranvía que pasaba entre lascercas de los patios, a media manzana dedistancia, y podía oler el aroma seco y vulgar de lascercas, el olor agrio del pasto caliente junto a lasvías, el olor de la brea, de las traviesas, el olor delas brillantes y gastadas bridas del tranvía. Podíasentir la soledad de los patios en la tarde y lasensación de ausencia cuando el tranvía habíapasado.

Entonces ansiaba la noche y el regreso, lacaída de la noche y los pasos en la calle, a los

gemelos de rostro afilado con sus trajes demarinerito y sus triciclos, ansiaba el olor de la cenay el sonido de las voces en la casa otra vez, cuandovolvían todos a casa, cuando Grover regresaba dela Exposición.

... Y de nuevo, de nuevo volví a caminar por esa calley hallé el lugar donde se encontraban las dosesquinas.

Antes de continuar me volví para ver si elTiempo seguía allí.

Pasé frente a la casa, algunas luces iluminabanel interior, la puerta estaba abierta y una mujer sehallaba sentada en el porche. En ese mismoinstante me detuve delante. La luz del farol de laesquina iluminaba el lugar. Me quedé mirando lacasa un momento y apoyé un pie en el primerescalón.

Luego le dije a la mujer que se hallaba sentadaen el porche: «Esta casa... discúlpeme... pero,podría decirme, por favor, ¿quién vive en estacasa?».

Sabía que mis palabras sonaban extrañas y

Sabía que mis palabras sonaban extrañas yvacías, porque en el fondo no había dicho lo quedeseaba decir.

La mujer me miró un tanto perpleja.Dijo: «Soy yo quien vive aquí. ¿Busca a

alguien?».Dije: «Bueno, busco a...».Y me quedé callado, porque sabía que no podía

decirle lo que estaba buscando. Mis palabras sehicieron más confusas y torpes cuando sentí que memiraba. No supe qué decir.

Dije: «Creo que yo solía pasar aquí algunastemporadas».

Ella no respondió.Al cabo de un instante seguí hablando: «Viví

aquí, en esta casa... cuando era niño».La mujer guardó silencio, mirándome durante

un rato. Entonces dijo: «¿Está seguro de que esésta la casa? ¿Recuerda la dirección?».

«He olvidado la dirección», dije, «pero era enla calle Edgemont y estaba en la esquina. Y sé queera ésta».

«Esta no es la calle Edgemont», dijo la mujer.«Esta calle se llama Bates.»

«Bueno, será que han cambiado el nombre»,dije, «pero ésta es la casa, estoy seguro. La casano ha cambiado».

Volvió a quedarse callada y luego asintió: «Sí.Cambiaron el nombre de la calle. Recuerdo haberoído que antes tenía otro nombre. Cuando yo erapequeña se llamaba de otro modo». Dijo: «Peroeso fue hace mucho tiempo. ¿Cuándo dice quevivió aquí?».

«En 1904.»De nuevo se quedó callada, sin dejar de

mirarme. Luego, de improviso: «Oh... ése fue el añode la Exposición. ¿Usted vivía aquí entonces?».

Respondí rápidamente, con más confianza: «Mimadre alquiló la casa durante siete meses... Lacasa pertenecía al doctor Packer». Y continué: «Sela alquilamos a él».

«Sí», dijo la mujer, asintiendo con la cabeza,«ésta era la casa del doctor Packer. Nunca loconocí. Llevo aquí poco tiempo, pero sé que eldoctor Packer era el dueño de la casa... Murió...Murió hace mucho. Pero ésta era su casa, sí, escierto», dijo la mujer.

«Esa entrada lateral, donde están esas

escaleras, era para sus pacientes. Era la entrada asu consulta. Por ahí entraban y salían lospacientes.»

«Oh», dijo la mujer, «no lo sabía. Siempre mehe preguntado para qué servía».

«Y este gran cuarto, aquí en la entrada»,proseguí, «era la consulta del doctor. Tenía puertascorredizas y, al lado, una especie de alcoba parasus pacientes».

«Sí, la alcoba sigue ahí, sólo que ahora todo hasido transformado en un solo cuarto. Yo siempre mehabía preguntado para qué era la alcoba.»

«Y tenía puertas correderas en este lado, unaspuertas que daban al salón... y unas escaleras enaquel otro lado. Y en la mitad de las escaleras, en eldescansillo, una pequeña ventana con cristales decolores. Y sobre las puertas corredizas, aquí en elsalón, una especie de cortina hecha con hileras decuentas.»

Ella asintió, sonriendo. «Sí, sigue igual, todavíatenemos las puertas correderas y las vidrieras. Yano hay ninguna cortina con cuentas», dijo, «perorecuerdo que antes se usaban. Sé a qué serefiere».

«Cuando vivíamos aquí», dije, «usábamos laconsulta del doctor como sala de estar... hasta unoo dos meses antes de marcharnos. Luego pasó aser un dormitorio».

«Ahora es un dormitorio», dijo ella. «Yoadministro la casa. Alquilo cuartos. Todos loscuartos de arriba están alquilados, pero tengo doshermanos que duermen en ése de la entrada.»

Por unos instantes nos quedamos en silencio.Luego dije: «Mi hermano se quedaba ahí también».

«¿En el cuarto de la entrada?», preguntó.«Sí», respondí.Después de permanecer callada un rato dijo:

«¿Por qué no pasa? No creo que haya cambiadomucho. ¿Le gustaría echar un vistazo?».

Le di las gracias y acepté. Subí por lasescaleras del porche. Ella abrió la puerta y entré enla casa.

Estaba exactamente igual. Las escaleras, elpasillo, las puertas correderas, la ventana concristales de colores sobre las escaleras. Y todo eraexactamente igual, excepto por la ausencia, laausencia en la tarde, la luz coloreada de la ausenciaen la tarde y el niño sentado allí, esperando en las

en la tarde y el niño sentado allí, esperando en lasescaleras.

Todo parecía exactamente igual, excepto queyo solía sentarme allí en otro tiempo. Me habíasentado allí mismo y había sentido un vasto y salvajerío en alguna parte. Me había sentado allípreguntándome qué era la avenida King, dóndeempezaba y dónde terminaba —¡ahora lo sabía!—.Me había sentado allí hechizado por la palabramágica: «ciudad», hechizado por el tranvía y portodas las cosas que iban, venían y se iban y volvíanotra vez, como las sombras de las nubes que pasansobre el bosque, que no se pueden capturar; comoel recuerdo de otra casa, de la luz del sol, de abril yde las estaciones que pasan; como un tren, comoun río, como la mañana, como las montañas denuestra tierra.

Y quería sentarme en las escaleras de nuevo,en la ausencia de la tarde, para volver a sentirlo. Yaquello regresaría y se iría y regresaría de nuevohasta que pudiera aprehenderlo y fuera mío ypudiera recordarlo todo y pudiera haberlo visto yvivido todo, a pesar de que toda la luz del Tiempocayera sobre mi recuerdo, con los ecos sombríos

de mil vidas, sobre esa breve suma de mí mismo,sobre el universo de mis cuatro años, que erademasiado escaso para ser medido, tan lejano, tanirrecuperable como un recuerdo sin fin.

Todo volvería a mí como sus ojos oscuros, surostro sereno. Y yo vería mi pequeño rostro cautivoen el oscuro espejo del salón, mis ojos graves y mitalante sereno, y sabría que a pesar de ser sólo unniño sabría esto mejor que nadie: «He aquí un niño,mi centro, mi semilla. Y aquí la Casa. Y aquí la Casaescuchando. Y aquí la ausencia, la ausencia en latarde. Oh, universo desnudo, lo sé: ¡aquí estoy!

Y entonces volvería a perderse, apagándosecomo las sombras de las nubes en las montañas,como rostros extraviados en un sueño, surgiendocomo el vasto y borroso rumor de la feria[*]

encantada y distante, y volviendo y yéndose denuevo y volviendo, recobrado y perdido, poseído yretenido y nunca capturado, como las vocesperdidas hace mucho en la montaña, como los ojososcuros y el rostro sereno, ese oscuro niño perdido,mi hermano, quien, como las sombras o como laausencia dentro de la casa, vendría, se iría yregresaría de nuevo.

regresaría de nuevo.La mujer me condujo nuevamente por el interior

de aquella casa, a través del salón...Le hablé de la despensa y le señalé el lugar

donde se encontraba, aunque ya no estaba allí. Y lehablé del patio y de la vieja cerca de tablas. Pero yano había ninguna cerca. Y le hablé de la cochera y ledije que estaba pintada de rojo. Pero ahora habíaun pequeño cobertizo. Y el patio trasero seguía allí,pero era más pequeño de lo que recordaba y ahoratenía un árbol.

«No sabía que hubiera un árbol», le dije. «Norecuerdo ningún árbol».

«Quizás no lo hubiera entonces», dijo ella, «unárbol puede crecer en treinta años...». Entoncesregresamos a la entrada, adonde las puertascorrederas.

«¿Podría ver este cuarto?», pregunté.La mujer desplazó las puertas, que se

deslizaron con pesadez, como antaño.Entonces volví a ver el cuarto. No había

cambiado. Había una ventana a un lado, y las dosventanas arqueadas de la fachada y la alcoba y laspuertas y la chimenea con las losetas de color verde

moteado. La repisa de la chimenea seguía siendode madera oscura, había un biombo y una cama enel mismo lugar donde habían estado hacía muchotiempo.

«¿Es éste el cuarto?», preguntó la mujer. «¿Hacambiado en algo?»

Le dije que era exactamente igual.«¿Y su hermano dormía aquí donde duermen

mis hermanos?»«Este era su cuarto», dije.Nos quedamos en silencio durante un rato. Me

giré en dirección a la puerta y dije: «En fin, muchasgracias. Es usted muy amable por habermeenseñado la casa».

Y ella dijo que con mucho gusto y que no eraninguna molestia.

Luego dijo: «Y cuando vea a su familia, dígalesque vio la casa». Dijo: «Yo soy la señora Bell.Puede decirle a su madre que la señora Bell se haquedado con la casa. Y cuando vea a su hermano,dígale que vio el cuarto donde dormía y que loencontró exactamente igual».

Le dije que mi hermano había muerto.La mujer se quedó callada. Luego me miró y

dijo: «Murió aquí, ¿verdad? En este cuarto.»Le dije que estaba en lo cierto.«No sé cómo, pero cuando me dijo que éste

era el cuarto de su hermano, lo supe de inmediato.»No dije nada. Al cabo de un momento la mujer

dijo: «¿De qué murió?».«De tifus.».Me miró horrorizada, con un gesto de

preocupación. Involuntariamente dijo: «Mis doshermanos...».

«Fue hace mucho tiempo», dije, «no creo quehaya por qué preocuparse».

«Oh, no estaba pensando en eso», dijo, «sóloque al oír que un niño, su hermano, murió en estecuarto donde duermen mis dos hermanos ahora...».

«Quizás no debería habérselo dicho, ahora quelo pienso... Pero era un buen chico... Y estoy segurode que si usted lo hubiera conocido, no le habríaimportado.»

No dijo nada. Me apresuré a añadir: «Además,no se quedó mucho tiempo aquí. Este no era sucuarto en realidad. Pero la noche en que volvió conmi hermana estaba tan enfermo que... prefirieron nomoverlo de aquí».

«Oh», dijo la mujer, «ya veo». Y un momentodespués: «¿Va a decirle a su madre que estuvoaquí?».

«No lo creo.»«Me... me pregunto qué pensará ella de este

cuarto.»«No lo sé. Nunca habla de eso.»«Oh... ¿Qué edad tenía el niño?»«Doce años.»«Usted debía de ser muy joven.»«Yo tenía cuatro.»«Y... sólo quería ver el cuarto, ¿no es así? Por

eso vino hasta aquí.»«Sí.»«Bueno», dijo con tono vago, «supongo que ya

lo ha visto».«Sí, muchas gracias.»«Imagino que no recordará apenas nada de

entonces, ¿no es así? Usted era muy pequeño.»«No, casi nada.»

... Los años cayeron como las hojas de un árbol y surostro volvió a mi mente.

rostro volvió a mi mente.El oscuro y suave óvalo facial, los ojos oscuros,

la baya suave y oscura en el cuello, el pelo negrocomo ala de cuervo.

Todo esto volvió, asediándomerepentinamente. Toda aquella fantasmagoría, comolos rostros de un bosque encantado.

«Ahora di Grover.»«Gouve.»«No, Gouve no: Grover... ¡Dilo!»«Gouve.»«No, así no... Has dicho Gouve. Es Grover...

Venga, dilo.»«Gouve.»«Mira, te diré lo que haremos si lo pronuncias

bien... ¿Te gustaría ir a dar una vuelta por la avenidaKing? ¿Te gustaría que Grover te llevara? Puesbien... si dices Grover y lo dices correctamente, tellevaré a la avenida King y te compraré un helado...Ahora dilo: Grover.»

«Gouve.»«Eres el niño más tonto que he conocido

nunca: ¿ni siquiera puedes decir Grover?»«Gouve.»

«Pero, pero... Tienes la lengua pegada, eso eslo que tienes. Un día de éstos te voy a... Bueno, estábien, vamos, te compraré un helado de todosmodos...»

Todo aquello volvió y se apagó y se perdió denuevo. Me di la vuelta para irme y le di las gracias ala mujer y le dije: «Adiós».

«Pues bien, adiós», dijo la mujer, estrechandomi mano. «Me alegra haberle enseñado la casa, mealegra...» Pero no terminó la frase. Finalmente dijo:«Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Habrá vistolas cosas muy cambiadas, supongo. El barrio estálleno de casas nuevas, incluso aquí en las afueras,donde estaban los terrenos de la Exposición...Imagino que todo habrá cambiado mucho».

Y no nos dijimos nada más. Nos quedamos enlas escaleras un instante y volvimos a estrecharnosla mano.

«Pues bien... Adiós.»Y de nuevo, de nuevo, volví a la calle para hallar

el lugar donde las dos esquinas se tocaban y mevolví para ver adonde se había ido el Tiempo. Y todo

era allí como siempre había sido. Y ya no quedabanada ni nada volvería nunca. Y todo seguía siendoigual, como si no hubiera cambiado desdeentonces, sólo que todo se había perdido y habíasido recobrado y capturado para siempre. Y así, alhaber encontrado todo, supe que lo había perdido.

Y supe que yo no volvería nunca más, y que lamagia perdida no volvería nunca. Y que la luz quecaía, que pasaba y se iba y regresaba de nuevo, lamemoria de las voces perdidas en la montaña, lassombras de las nubes pasando sobre el campo, lasremotas voces de nuestros parientes, la calle, elcalor, la avenida King y la canción «Tom, Tom, thePiper’s Son», el vasto y borroso murmullo de laferia, «oh, extraño y amargo milagro del tiempo», novolverían otra vez.

El llanto de la ausencia en la tarde, la casa queesperaba y el niño que soñaba.

Y a través de la maraña de recuerdos de unhombre, desde el bosque encantado, el pobre niñode ojos oscuros y rostro sereno, extranjero en lavida, exiliado de la vida, hace mucho tiempoperdido como todos nosotros, una cifra de loslaberintos ciegos, mi pariente, mi hermano y mi

amigo, el niño perdido, se había marchado parasiempre y no regresaría nunca jamás.

notes

[*] Entre las muchas atracciones de la

Exposición Universal de 1904 se encontraban lashabituales en una feria con instalacionesrecreativas, y fue en ellas donde trabajó GroverWolfe. (N. del T.)