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CRÍTICA DE LA CONTRATRANSFERENCIA

el analista, por su parte, en principio no debe tener que complicarse la vida con un partenaire. Por esta razón se dice que el i(a) del analista tiene que comportarse como un muerto. Esto significa que el analista siempre debe saber qué cartas hay repartidas.

Creo que apreciarán ustedes la relativa simplicidad de esta solución del problema. Es una explicación común, exotérica, para el exterior, es simple mente una forma de hablar de lo que todo el mundo cree, y alguien que ca yera aquí por primera vez encontraría toda clase de motivos de satisfacción y podría volverse a dormir con toda tranquilidad, confortado respecto a lo que siempre ha oído decir, por ejemplo que el analista es un ser superior.

Por desgracia, no cuela.No cuela, y los propios analistas nos dan testimonio de ello. No sólo

bajo la forma de una lamentación, con lágrimas en los ojos, del estilo — Nunca estamos a la altura de nuestra función. A Dios gracias, esta clase de declamación, aunque existe, nos la ahorran desde hace algún tiempo, es un hecho. Un hecho del que no soy yo, aquí, responsable, y me limito a regis trarlo.

Desde hace algún tiempo, se admite efectivamente en la práctica que el analista ha de tener en cuenta, en su información y en su maniobra, los sen timientos, no que él inspira, sino que experimenta en el análisis, es decir, lo que se llama su contratransferencia.

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Es a los mejores círculos analíticos a los que estoy aludiendo, y preci samente al círculo kleiniano.

Encontrarán ustedes fácilmente lo que escribió Melanie Klein sobre este tema, o también Paula Heimann, en un artículo titulado Sobre la contra transferencia.

Pero no es en un artículo determinado donde tienen que buscar esta concepción, que todo el mundo considera actualmente consagrada. ¿De qué se trata?

La contratransferencia ya no se considera en nuestros días como, en su esencia, una imperfección. Lo cual no significa por otra parte que no pue da serlo. Aunque ya no es considerada una imperfección, de todas formas por algo merece el nombre de contratransferencia, ya lo van a ver.

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EL OBJETO DEL DESEO Y LA DIALÉCTICA DE LA CASTRACIÓN

Aparentemente, la contratransferencia es exactamente de la misma na turaleza que aquella otra fase de la transferencia sobre la que quise centrar la cuestión la última vez, oponiéndola a la transferencia concebida como automatismo de repetición, o sea, la transferencia en tanto que la llaman positiva o negativa, y que todo el mundo entiende como los sentimientos experimentados por el analizado respecto al analista. Pues bien, la contratransferencia en cuestión — y se admite que debemos tenerla en cuenta, aunque sigue en discusión qué se debe hacer con ella, y ya verán en qué nivel — está hecha de los sentimientos experimentados por el analista en el análisis, que están determinados a cada momento por sus re laciones con el analizado.

De entre todos los artículos que he leído, elijo uno casi al azar, pero si se elige algo nunca es del todo al azar, y probablemente hay una razón para que tenga ganas de comunicarles el título de éste. Es un buen artículo, cuyo título es precisamente el tema que en suma estamos tratando hoy, “Normal counter-transference and some deviations”, publicado en el International Journal en 1956. El autor, Roger Money-Kyrle, pertenece manifiestamen te al círculo kleiniano, y está vinculado a Melanie Klein por medio de Paula Heimann.

Antes diré una palabra sobre el artículo de Paula Heimann, que nos participa ciertos estados de insatisfacción o de preocupación que ella ex perimenta. Según ella misma escribe, se trata incluso de un estado de pre sentimiento. Así, se ha encontrado en una situación que, para experimen tarla, no es preciso ser viejo en esto del análisis, porque es muy frecuen te enfrentarse a ella en los primeros tiempos de un análisis. Cuando un paciente se precipita, de una forma manifiestamente determinada por el propio análisis aunque él no se dé cuenta, a tomar decisiones pre maturas, a una relación de largo alcance, incluso a un matrimonio — ella sabe que es algo a analizar, a interpretar y, en cierta medida, a contrariar. Pero en este caso particular, menciona un sentimiento muy molesto que experimenta y que, por sí solo, constituye para ella el signo de que tie ne razones para preocuparse más especialmente. Y en su artículo mues tra cómo este sentimiento le permite comprender mejor y llegar más lejos.

Pueden surgir muchos otros sentimientos. El artículo de Money-Kyrle menciona, por ejemplo, sentimientos de depresión, de caída general del interés por las cosas, de desafección, incluso de desafectación, que el analista puede experimentar respecto a todo lo que toca. El analista nos

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describe, por ejemplo, el resultado de determinada sesión en la que le pa rece no haber sabido responder suficientemente a lo que llama a demanding Super-ego. Aunque escuchen aquí el eco de la demanda, no deben limitar se a esto para comprender su acento en inglés. Demanding es más, es una exigencia acuciante. Si el artículo es bonito de leer, es porque el autor no se conforma con describir, sino que, además de eso, pone en tela de juicio a este respecto el papel del Super-ego analítico. Lo hace de una forma que les dará la impresión de presentar algún gap, y que sólo recobrará verda deramente su alcance si se remiten ustedes al grafo. Es más allá del lugar del Otro donde la línea de abajo les presenta al superyó — línea punteada si introducen ustedes líneas punteadas.

Les pongo en la pizarra el resto del grafo, para que vean para qué puede servirles a este respecto, y en particular para comprender que no todo hay que ponerlo a cuenta de este elemento, en definitiva opaco, que es la seve ridad del Super-ego. Tal demanda puede producir efectos depresivos, in cluso más. Esto se produce precisamente en el analista, en la medida en que hay continuidad entre la demanda del Otro y la estructura llamada del Su per-ego. Entiéndanlo como que, en efecto, encontramos los efectos más fuertes de eso que llaman la hiperseveridad del Super-ego cuando la deman da del sujeto se introyecta, pasa como demanda articulada en aquel que es su recipiendario, de tal forma que representa su propia demanda bajo una forma invertida — por ejemplo, cuando una demanda de amor provenien te de la madre se encuentra, en aquel que debe responder a ella, con su pro pia demanda de amor dirigida a la madre.

Pero ahora me limito a indicárselo, porque no es por aquí por donde pasa nuestro camino. Es una observación lateral.

Vayamos a Money-Kyrle, analista, que parece particularmente ágil y dotado para reconocer su propia experiencia. Se refiere a algo que ha fun cionado en su práctica y nos lo pone como ejemplo. Esto le parece que vale la pena comunicarlo, no como un borrón, un efecto accidental más o me nos bien corregido, sino en cuanto procedimiento integrable en la doctrina de las operaciones analíticas. Se refiere, pues, a un sentimiento que ha ad vertido en él mismo como algo relacionado con las dificultades que pre senta el análisis de uno de sus pacientes.

Esto ocurre durante esa pintoresca escansión de la vida inglesa que es el week-end, y lo que pudo haber hecho con su paciente durante la semana le parece problemático y le deja insatisfecho. Entonces experimenta él mismo, sin al principio encontrar la relación, una especie de desfallecimien-

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to, llamemos las cosas por su nombre. Durante la segunda mitad de su week-end, se encuentra en un estado que sólo reconoce al formulárselo él mismo en los propios términos de su paciente, un estado de hastío que raya en la despersonalización.

El paciente, en efecto, a veces estaba sujeto a fases en el límite de la depresión y a ligeros efectos paranoides — y ni para el paciente ni para el analista era nada nuevo percibirlos. De uno de estos estados había partido toda la dialéctica de la semana, acompañada de un sueño en el que el analista había encontrado una guía para responderle, y había tenido la sen sación de no haber dado la buena respuesta, con o sin razón, pero de cual quier forma una sensación basada en lo siguiente, que su respuesta había hecho gruñir terriblemente a su paciente, y desde aquel momento éste se había vuelto muy desagradable con él. Y entonces resulta que él, el analista, reconoce en lo que experimenta exactamente aquello que al principio le había descrito el paciente de su estado.

El analista en cuestión, y en este caso también todo su círculo, que lla maré círculo kleiniano, considera de entrada lo que está enjuego como algo que representa el efecto de la proyección del objeto malo, en la medida en que el sujeto, en análisis o no, es susceptible de proyectarlo en el otro. No parece plantear un problema, en cierto terreno del análisis, dar este tipo de explicación, a pesar del grado de creencia casi mágico que puede suponer. Con todo, debe haber alguna razón para que se caiga en ello con tanta faci lidad. Este objeto malo proyectado hay que entenderlo como algo que tie ne, con toda naturalidad, su eficacia, al menos cuando se trata del que está acoplado al sujeto en una relación tan estrecha y coherente como la creada por un análisis iniciado hace ya un montón de tiempo.

Toda su eficacia, ¿en qué medida? El artículo lo dice de esta manera — en la medida en que aquí este efecto procede de una no comprensión del paciente por parte del analista. Entonces hay desviación de la “normal counter-transference”, y de lo que se trata en este artículo es del posible uso de esas desviaciones.

Tal como el comienzo del artículo nos lo articula, la normal counter transference se produce por el ritmo de vaivén entre la introyección por parte del analista del discurso del analizado, y la proyección sobre el ana lizado de lo que se produce como efecto imaginario de respuesta a dicha introyección. El autor admite, vean ustedes si llega lejos, la normalidad de este efecto. El efecto de contratransferencia es llamado normal en la medida en que la demanda introyectada es perfectamente comprendida. El analista no tiene entonces ninguna dificultad para orientarse en lo que

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se produce de forma clara en su propia introyección. Lo único que ve es su consecuencia, y ni siquiera tiene que hacer uso de ella. Lo que aquí se produce, que se encuentra realmente en el plano de i(a), está completa mente dominado. Y en cuanto a lo que se produce en el paciente, a saber, que el paciente proyecta en él, el analista no tiene por qué sorprenderse de ello, y no le afecta.

Sólo si el analista no comprende se ve afectado y entonces se produce una desviación de la contratransferencia normal. Y las cosas pueden llegar hasta que el analista se convierta efectivamente en ese objeto malo proyec tado en él por su partenaire. Es lo que se produce en este caso — siente en él el efecto de algo del todo inesperado, y sólo una reflexión hecha en un aparte le permite — quizás tan sólo porque la ocasión es favorable — re conocer el mismo estado que le había descrito su paciente.

Se lo repito, no tomo a mi cargo la explicación en cuestión. Tampoco la rechazo. La pongo provisionalmente en suspenso para ir paso a paso y para llevarlos a la perspectiva precisa a la que debo llevarles para articular algo.

Así, si el analista no entiende, no por ello deja de convertirse, según este analista experimentado, en el receptáculo de la proyección en cuestión. Siente en sí mismo esas proyecciones como un objeto extraño, lo cual le deja en una singular posición de vertedero.

Si ocurre así con muchos pacientes, ya ven ustedes adonde nos puede llevar eso. Puede plantear algunos problemas cuando no se está en condi ciones de centrar a propósito de qué se producen estos hechos, que se pre sentan como desconectados en la descripción de Money-Kyrle.

Esta dirección del análisis no es cosa de ayer. Ferenczi ya había plan teado la cuestión de saber hasta qué punto el analista debía comunicar a su paciente lo que él, el analista, experimentaba en la realidad. Según él, en ciertos casos sería una forma de darle al paciente acceso a dicha realidad. Nadie osa actualmente llegar tan lejos, y en particular en la escuela a la que me refiero. Paula Heimann dirá por ejemplo que el analista ha de ser muy severo en su cuaderno de bitácora, su higiene cotidiana, estar siempre pen diente de analizar lo que puede experimentar él mismo de esta naturaleza, pero en fin, es un asunto de él consigo mismo, con la intención de tratar de correr contra el reloj, es decir, de recuperar el retraso que así habrá podido acumular en la comprensión, el understanding, de su paciente.

De cualquier forma, sigo el próximo paso de nuestro autor, Money- Kyrle, que, sin ser Ferenczi, no es tan reservado como Paula Heimann. Este punto concreto, la identidad del estado por él experimentado con aquel que su paciente le planteó al comienzo de la semana, llega incluso a comuni-

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cárselo a su paciente. Y advierte el efecto que esto tiene — el efecto inme diato, porque no nos dice nada del efecto lejano —, que es el júbilo mani fiesto del paciente, quien deduce, nada más y nada menos— Ah, ¡usted me lo dice! Estoy muy contento, porque cuando el otro día me interpretó ese estado — y en efecto, le había hecho una interpretación a este respecto, un poco borrosa y mediocre, él lo reconoce — yo, dice el paciente, pensé que lo que me estaba diciendo hablaba de usted y en modo alguno de mí.

Estamos pues en pleno malentendido, y nos conformamos con ello. En fin, el autor se conforma, porque deja las cosas ahí. Luego, nos dice, el análisis prosigue y le ofrece, no podemos hacer otra cosa más que creerlo, todas las posibilidades de interpretación ulteriores. He aquí precisamente el objeto de su comunicación en 1955 en el Congreso de Ginebra, que el artículo reproduce.

Lo que nos es presentado como desviación de la contratransferencia se plantea aquí al mismo tiempo como medio instrumental, que se puede codificar. En casos semejantes, habrá que esforzarse al menos en recupe rar el hilo de la situación, tan pronto como sea posible, mediante el reco nocimiento de sus efectos sobre el analista y a través de comunicaciones mitigadas, proponiéndole en tal ocasión al paciente algo que con toda se guridad tiene el carácter de cierto desvelamiento de la situación analítica en su conjunto. De ello se espera un relanzamiento que resuelva lo que en apariencia se ha presentado como callejón sin salida en la situación analítica.

No estoy admitiendo ahora la pertinencia de esta forma de proceder. Advierto sencillamente que si bien algo de este orden se puede producir de esta manera, desde luego no está vinculado a un punto privilegiado. Lo que puedo decir es que, aun en la medida en que hubiera alguna legitimidad en este modo de proceder, de todas formas son nuestras categorías las que nos permiten comprenderlo.

En mi opinión no es posible comprenderlo fuera del registro de lo que he señalado como el lugar de a, el objeto parcial, el ágalma, en la relación de deseo, en tanto ella misma está determinada en el interior de una rela ción más amplia, la de la exigencia de amor. Sólo dentro de esta topología podemos comprender una forma de proceder semejante. Esta topología nos permite en efecto decir que aunque el sujeto no lo sepa — sólo a través de la suposición, diría yo, objetiva de la situación analítica — donde a minúscula funciona es ya en el otro. De ello se deriva que lo que nos pre sentan en esta ocasión como contratransferencia, normal o no, no hay ver daderamente ninguna razón para calificarlo así en particular. Aquí se trata

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tan sólo de un efecto irreductible de la situación de transferencia, sencilla mente por sí misma.

Por el solo hecho de que hay transferencia, estamos implicados en la posición de ser aquel que contiene el ágalma, el objeto fundamental que está en juego en el análisis del sujeto, en cuanto vinculado, condicionado por la relación de vacilación del sujeto que nosotros caracterizamos como aquello que constituye el fantasma fundamental, como aquello que instaura el lugar donde el sujeto puede fijarse como deseo.

Es un efecto legítimo de la transferencia. No por ello es preciso hacer intervenir la contratransferencia, como si se tratara de algo que sería la parte propia y, todavía más, la parte culpable del analista. Sólo que, para recono cerlo, es preciso que el analista sepa ciertas cosas. Es preciso que sepa, en particular, que el criterio de su posición correcta no es que comprenda o no comprenda.

No es absolutamente esencial que comprenda. Diré incluso que, hasta cierto punto, puede ser preferible que no comprenda a una excesiva con fianza en su comprensión. En otros términos, siempre debe poner en duda lo que comprende, y decirse que aquello que trata de alcanzar es, precisa mente, lo que en principio no comprende. Ciertamente, sólo en la medida en que sabe qué es el deseo, pero no sabe lo que desea ese sujeto — con el cual está embarcado en la aventura analítica — está en posición de tener en él, el objeto de dicho deseo. Esto es lo único capaz de explicar algunos de esos efectos todavía tan singularmente pavorosos, al parecer.

He leído un artículo que les indicaré más precisamente la próxima vez, donde un señor, lleno de experiencia no obstante, se pregunta qué debe ha cer cuando, ya en los primeros sueños y a veces tan pronto empieza el aná lisis, el analizado produce él mismo al analista como un objeto de amor ca racterizado. La respuesta del autor en cuestión es un poco más reservada que la de aquel otro que, por su parte, opta decididamente por decir que cuando eso empieza de esta forma es inútil ir más lejos, porque hay dema siadas relaciones de realidad.

¿Es así como debemos decir las cosas? Para nosotros, si nos dejamos guiar por las categorías que hemos producido, el sujeto es introducido como digno de interés y de amor, eromenos, en el comienzo mismo de la situa ción. Es por él por quien estamos ahí. Este es el efecto, por así decir, mani fiesto. Pero hay un efecto latente, que está vinculado a su no-ciencia, a su insciencia. ¿Insciencia de qué? — de aquello que es precisamente el obje to de su deseo de un modo latente, quiero decir objetivo o estructural. Este objeto está ya en el Otro, y en la medida en que esto es así, está, lo sepa él

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o no, virtualmente constituido como erastés. Por este solo hecho, cumple esa condición de metáfora, la sustitución del eromenos por el erastés, que constituye en sí mismo el fenómeno del amor. No es asombroso que vea mos los efectos, las llamaradas que esto produce ya en el inicio del análi sis, en el amor de transferencia.

No procede por lo tanto ver en ello una contraindicación. Ahí es donde se plantea la cuestión del deseo del analista y, hasta cierto punto, la de su responsabilidad.

A decir verdad, para que la situación sea, como se expresan los notarios a propósito de los contratos, perfecta, basta con suponer que el analista, incluso sin saberlo, sitúa por un instante su propio objeto parcial, su ágalma, en el paciente del que se ocupa. Aquí, en efecto, se puede hablar de una contraindicación, pero como ustedes ven, nada es menos fácil de ais lar — al menos mientras la situación del deseo del analista no se precise.

Les bastará con leer al autor que les indico para ver que la cuestión de lo que le interesa al analista, está claramente obligado a planteársela por la necesidad de su discurso. ¿Y qué nos dice? Que, cuando analiza, dos cosas están implicadas en el analista, dos drives. Es bien extraño ver calificar de pulsiones pasivas las dos que voy a decirles — el drive reparador, que, nos dice él textualmente, va contra la destructividad latente en cada uno de nosotros, y, por otra parte, el drive parental.

He aquí cómo un analista de una escuela tan elaborada como la escuela kleiniana llega a plantear la posición que debe adoptar un analista en cuan to tal. No voy a cubrirme el rostro ni voy a ponerme a gritar. No creo que quienes están familiarizados con mi seminario vean en esto suficiente motivo de escándalo. Pero, después de todo, es un escándalo del que parti cipamos en mayor o menor medida, porque hablamos constantemente como si fuese de esto de lo que se trata, aunque sabemos bien que no debe mos ser los padres del analizado. Basta con ver lo que decimos cuando hablamos del campo de las psicosis.

Y el drive reparador, ¿qué significa esto? Significa muchísimas cosas. Tiene una cantidad enorme de implicaciones en toda nuestra experiencia. Pero en fin, ¿no valdría la pena articular a este respecto en qué se debe distinguir eso reparador de los abusos de la ambición terapéutica, por ejemplo?

En resumen, lo que pongo en tela de juicio no es la absurdidad de se mejante temática, sino, por el contrario, qué la justifica. Doy crédito al au tor y a toda la escuela que representa — apunta a algo que tiene efectiva mente lugar en la topología. ¿Por qué un autor experimentado puede ha-

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blar de pulsiones parental y reparadora a propósito del análisis, y decir al mismo tiempo algo que, por una parte, debe de tener su justificación, pero que, por otra parte, necesita imperativamente una que sea verdadera?

Por eso, la próxima vez, resumiré rápidamente lo que presenté, en for ma apologética, en el intervalo de estos dos seminarios, a un grupo de filo sofía acerca de la posición del deseo.

8 DE MARZO DE 1961

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