sintesis teològica sobre la alianza

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ALIANZA 13 ALIANZA I. INTRODUCCIÓN «Alianza» (hebr. be.rit) es un vocablo de etimología incierta. Se le suele relacionar con la raíz acádica hiritu (cadena) o hirít (entre). En todo caso connota una estrecha vinculación entre quienes la rubrican, cuyos nexos conllevan mutuos derechos y mutuas obligaciones'. Así ocurría en prin- cipio con cuantos integraban un mismo clan (Gn 29,14; 2 Sm 5,1), uni- dos por lazos de raza y sangre. Los pueblos antiguos conocen asimismo una serie de alianzas de sesgo convencional, llamadas a estrechar víncu- los entre los contrayentes. Solían cristalizar en pactos de triple perspectiva: a) soberanía, si uno de los contrayentes era más poderoso que el otro (rey/vasallo; monarca vencedor /monarca vencido...); b) igualdad, si ambas partes acreditaban idéntico rango; c) supervisión, si un soberano decidía avalar el compro- miso de los pactantes. Aun cuando tales pactos se sellaran entre los humanos, no se igno- raba en ellos a la divinidad. La honda vivencia religiosa del mundo anti- guo exigía, de hecho, ratificarlos con un presunto refrendo del dios. Y ello acentuaba las implicaciones de la hesed (fidelidad) que cada contra- yente convertía en norma suprema de moralidad. Toda traición a la alianza humana se suponía merecedora del castigo divino. Era como si la divinidad se adentrara en la vida de los humanos para que éstos se hicieran acreedores a su tutela je. Por eso toda alianza, aunque fraguada entre humanos, se suponía generar nexos con lo divino. Tal visión fue desde un principio compartida por el hombre bíblico, que siempre puso singular esmero en activar la hesed para contar así con el apoyo de Yahvé. Y ello aunque se tratase de compromisos puramente políticos (1 Re 5,26) o familiares (Gn 31,44-54). Todo vínculo alian- cista se supone, en principio, voluntario, por más que en ocasiones venga impuesto por las circunstancias, sobre todo al tratarse de pactos donde rigen criterios de soberanía. Dado que las alianzas entre los pueblos del Medio Oriente antiguo tenían connotación religiosa, lógico era avalarlas con una ceremonia de cuño cultual. De hecho, casi todos los pactos se sellaban en un santuario donde, tras verter el compromiso en cláusulas concretas, se terminaba con un banquete ritual. En él solían sacrificarse algunas reses para agra- decer a la divinidad su protección y ayuda. Y casi siempre se troceaba una res mayor (vaca, cabra, oveja...), entre cuyas partes pasaban los con- trayentes. Se comprometían así a cumplir lo estipulado, lanzando toda clase de diatribas contra los posibles transgresores (Jr 34,18). 1. A veces no resulta fácil precisar el origen de un vocablo, por más que ello fuese de utili- dad para evaluar su contenido conceptual. Tal es el caso del tema que nos ocupa. Cf. J. Barr, Some semantic notes on the Covenant, en Beitráge zur Alttestamentlichen Theologie, Gotinga, 1977, 23-28.

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El desarrollo teològico del concepto de Alianza a lo largo de la historia de la salvaciòn, sitematizada en un opùsculo de seminario.

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Page 1: Sintesis teològica sobre la Alianza

ALIANZA 1 3

ALIANZA

I. INTRODUCCIÓN

«Alianza» (hebr. be.rit) es un vocablo de etimología incierta. Se le suele relacionar con la raíz acádica hiritu (cadena) o hirít (entre). En todo caso connota una estrecha vinculación entre quienes la rubrican, cuyos nexos conllevan mutuos derechos y mutuas obligaciones'. Así ocurría en prin-cipio con cuantos integraban un mismo clan (Gn 29,14; 2 Sm 5,1), uni-dos por lazos de raza y sangre. Los pueblos antiguos conocen asimismo una serie de alianzas de sesgo convencional, llamadas a estrechar víncu-los entre los contrayentes.

Solían cristalizar en pactos de triple perspectiva: a) soberanía, si uno de los contrayentes era más poderoso que el otro (rey/vasallo; monarca vencedor /monarca vencido...); b) igualdad, si ambas partes acreditaban idéntico rango; c) supervisión, si un soberano decidía avalar el compro-miso de los pactantes.

Aun cuando tales pactos se sellaran entre los humanos, no se igno-raba en ellos a la divinidad. La honda vivencia religiosa del mundo anti-guo exigía, de hecho, ratificarlos con un presunto refrendo del dios. Y ello acentuaba las implicaciones de la hesed (fidelidad) que cada contra-yente convertía en norma suprema de moralidad. Toda traición a la alianza humana se suponía merecedora del castigo divino. Era como si la divinidad se adentrara en la vida de los humanos para que éstos se hicieran acreedores a su tutela je. Por eso toda alianza, aunque fraguada entre humanos, se suponía generar nexos con lo divino.

Tal visión fue desde un principio compartida por el hombre bíblico, que siempre puso singular esmero en activar la hesed para contar así con el apoyo de Yahvé. Y ello aunque se tratase de compromisos puramente políticos (1 Re 5,26) o familiares (Gn 31,44-54). Todo vínculo alian-cista se supone, en principio, voluntario, por más que en ocasiones venga impuesto por las circunstancias, sobre todo al tratarse de pactos donde rigen criterios de soberanía.

Dado que las alianzas entre los pueblos del Medio Oriente antiguo tenían connotación religiosa, lógico era avalarlas con una ceremonia de cuño cultual. De hecho, casi todos los pactos se sellaban en un santuario donde, tras verter el compromiso en cláusulas concretas, se terminaba con un banquete ritual. En él solían sacrificarse algunas reses para agra-decer a la divinidad su protección y ayuda. Y casi siempre se troceaba una res mayor (vaca, cabra, oveja...), entre cuyas partes pasaban los con-trayentes. Se comprometían así a cumplir lo estipulado, lanzando toda clase de diatribas contra los posibles transgresores (Jr 34,18).

1. A veces no resulta fácil precisar el origen de un vocablo, por más que ello fuese de utili-dad para evaluar su contenido conceptual. Tal es el caso del tema que nos ocupa. Cf. J. Barr, Some semantic notes on the Covenant, en Beitráge zur Alttestamentlichen Theologie, Gotinga, 1977, 23-28.

David Bobadilla
Floristán, C., Tamayo, J.J. (eds.), Conceptos fundamentalesdel cristianismo, Madrid, Trotta, 1993, p. 13-20.
David Bobadilla
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1 4 ALIANZA

Es lógico que este planteamiento fuera muy pronto asumido por los israelitas, cuya mentalidad religiosa era muy afín a la de los pueblos veci-nos. Sin embargo, les diferenciaba ese acendrado monoteísmo que, desde la época mosaica, erigieron en soporte de su conciencia étnica. Ello explica que los hijos de los patriarcas, a la hora de acuñar su berit con garantías de futuro, se inspiraran en el módulo de la soberanía al tiempo que acep-taban como único soberano a Yahvé. Ecos claros de tal compromiso aflo-ran en el pacto del Sinaí.

II. EL PACTO SINAITICO

Los israelitas, tras sacudirse el yugo egipcio, comenzaron a encaminarse hacia la libertad, teniendo durante años al desierto por mansión. En él se puso a prueba su conciencia étnica, haciéndoles comprender que, para encarar el futuro, precisaban el apoyo de su divinidad. Cierto que ésta les había sacado de Egipto. Mas ahora debía instalarlos en la tie-rra de promisión. Ello requería, no obstante, que Yahvé ejerciera un liderazgo absoluto entre quienes se sabían su pueblo. ¿Cómo lograrlo? Sólo de una manera: apuntalando las relaciones divino-humanas con la hesed que conlleva el berit2. Y tal es lo que se supone acontecido en el Sinaí.

En la zarza ardiendo (Ex 3,7-17) descubrió Moisés las intenciones de Yahvé con respecto a quienes aspiraban a convertirse en su pueblo. Nada extraño, pues, que el recuerdo de aquella experiencia rija cuan-tos relatos bíblicos contemplan el pacto sinaítico. En él todas las ini-ciativas corresponden a la divinidad, la cual exige a cambio a los suyos una incondicional fe y confianza (Ex 14,31). Si tal ocurre, Yahvé se convertirá en su libertador, guiándoles hacia una fase de plenitud donde todo israelita pueda saborear las delicias de una libertad anclada en la justicia y el amor.

En el monte se sella, por tanto, un pacto muy singular: Yahvé, asu-miendo las funciones de soberano, se aviene a comprometerse con su pue-blo: a regir su destino con tal que cuantos lo integran le correspondan con una inquebrantable fidelidad. Esta se ha de reflejar en un culto depu-rado y en la aceptación de unas cláusulas donde previamente se consig-nen los designios divinos. Ello conlleva un repudio visceral de cualquier porte idolátrico, pues conflietúa frontalmente con la hesed debida a Yahvé (Ex 20,3-5). Y se ha de evitar asimismo todo pacto con los pueblos veci-nos, pues con ello se cuestiona el poder hegemónico de su Dios (Ex 34,12-16).

La alianza sinaítica se convierte así en eje de toda la reflexión vetero-testamentaria. Cierto que ya antes se habían sellado otros dos pactos divino-humanos: Yahvé/Noé: Gn 9,8-17; Yahvé/Abrahán: Gn 15,1-20. En el primero la divinidad se comprometió a respetar en el futuro la vida

2. Cf. J. Marbóck, Bund und Gemeinde: BiLit 52 (1979) 112-120.

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del hombre, quien ha de cumplir a su vez ciertos preceptos divinos (Gn 9,4-6). En caso de no hacerlo, las repercusiones podrían ser universales (Is 24,3-4). En la alianza con Ahrahán, Yahvé le promete una gran des-cendencia (Gn 15,18-20) a cambio de una fe incondicional (Gn 15,6). El rito de la circuncisión se erige en signo visible de esta alianza (Gn 17,10-14).

Sin embargo, en el Sinaí se introducen elementos novedosos. Allí se pone ante todo de relieve el compromiso divino cara a la futura libe-ración de su pueblo. Este se sabía llamado a la libertad. Sólo que para lograrla debía armonizar sus propios esfuerzos con la ayuda de su Dios. La tradición bíblica describe con todo detalle el evento (Ex 19,3-23,33), realzando cómo tal alianza genera armonía y paz3. Ello explica que, para festejarla, se realice una ceremonia donde los tradicionales sacri-ficios cruentos quedan reemplazados por holocaustos pacíficos. Her-mosa forma de reflejar ese shalom (paz/unidad) que debía acuñarse con un pacto tan solemne como retador. Resulta por lo demás curioso ver cómo se fijan en él criterios para otear los horizontes de la autén-tica liberación.

Pero, aun cuando sea Yahvé quien tome la iniciativa, el pueblo ha de corresponder con una cooperación individual/colectiva que revierta en un culto depurado y en una irrevocable fidelidad. La hesed, que siem-pre realzó la actitud de la divinidad con quienes la aceptan y la vene-ran, debe connotar además el porte del pueblo con su Dios. Este, al no admitir fisuras ni transgresiones, exige un incesante revisionismo existencial para encauzar de forma pertinente la andadura religiosa de la colectividad.

III. CONFIGURACIÓN DE LA ALIANZA

Dada la importancia que el pueblo siempre otorgó a su compromiso sinaí-tico, lógico es que lo allí pactado se vertiera en módulos literarios que sirviesen para decantar actitudes, ahuyentando a su vez cuanto fuere expresión de esclavitud. Pues bien, si el pueblo deseaba ser libre —claro que lo deseaba— debía ponerse obviamente en manos de la divinidad. Y para mejor concienciarse de esto puso por escrito sus principales exi-gencias, erigiéndolas en norma suprema de moralidad.

Aun cuando en la tradición veterotestamentaria numerosos rela-tos aludan a la alianza del pueblo con su Dios, parece oportuno, por claridad, fijar la atención en tres eventos o situaciones paradigmá-ticas.

3. No es osado afirmar que la conciencia religiosa del pueblo se fragua precisamente en ese momento histórico que la tradición bíblica enjuicia siempre desde una perspectiva de fe. Cf. E. Gallego, Israel, un pueblo comprometido: BibFe 4 (1978) 115-135.

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1. Libro de la alianza

Esta denominación {sepber babberit: Ex 24,7) no siempre connota idén-tica realidad, pues unas veces se refiere al «código de la alianza» (Ex 20,22-23,19) y otras a las «tablas de la ley» (Ex 20 ,1 ; 24,3.8; Dt 4,12) o al «decálogo» (Dt 5,19). De ello se infiere que el pueblo no tenía muy claro sobre qué base concreta debía cimentar su compromiso sinaítico. En todo caso, siempre partía de cuanto suponía impuesto por la divini-dad para que ella ejerciese de libertadora. Cierto que el pueblo, aunque viniera desde sus orígenes suspirando por la libertad, llevaba siglos tomando el pulso a la esclavitud. ¿Cómo erradicarla por completo? Sólo Yahvé lo podía lograr. Mas para que así fuera, antes debía cumplir el pueblo todo lo escrito en ese «libro de la alianza» que él convirtiera en el centro de su inquietud religiosa.

Tal convicción, al echar raíces en la conciencia de los israelitas, les ayudó a comprender que, para ser libres de verdad, se debían regular por los impe-rativos de una alianza que, aun inspirándola el amor (Yahvé), acabó vertida en módulos de ley (tablas). ¿Era, pues, la ley mosaica el vehículo que debía conducirles a su total liberación? Tan drástica pregunta catalizó durante siglos el quehacer religioso del pueblo. Este se sabía, por una parte protegido por una divinidad justa y amorosa; e impulsado, por otra, al estricto cumplimiento de cuantos preceptos fluían de su compromiso con ella4.

2. Alianza renovada

Al finalizar la conquista de la tierra prometida, Josué convocó en Siquem a todas las tribus israelitas para acrisolar actitudes religiosas. Su plan-teamiento no podía ser más drástico: quienes no aceptaran a Yahvé como divinidad única, deberían abandonar el territorio, pues en él sólo Yahvé podía ejercer de Dios. El resto de las divinidades quedaban, por tanto, invitadas a dejarle libre el campo. Y, para ello, se imponía la incondicio-nal migración de cuantos las veneraban. Tal encuadre abocó a la reno-vación de la alianza sinaítica, enriqueciéndola con algunos elementos novedosos, exigidos por el paso del nomadismo a la sedentarización.

Si bien en la asamblea siquemita se fijaron normas nuevas (Jos 24,1-28), resulta cuestionable que éstas conllevaran modificaciones sus-tanciales respecto al compromiso sinaítico. Más bien parece que lo acor-dado en esta renovación aliancista no hizo sino actualizar y activar los preceptos más señeros de cuantos revelara Yahvé a Moisés.

3. Alianza reactivada

Se sabe que, tras la instauración de la monarquía, el pueblo tuvo que afrontar los peligros inherentes a la des-teocratización. Los monarcas

4. Cf. D. L. Petersen, Covenant ritual: a traditio-historical perspective: BiR 22 (1977) 7-18.

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comenzaron a desviarse del compromiso yahvista. Y ello conllevó una serie de vicisitudes que culminarían con la destrucción del reino de Israel (722 a.C.) y el cautiverio del reino de Judá (587 a.C). Cierto que no se han de minimizar los esfuerzos de algunos reyes (Josías), cifrados en reactivar la tesis aliancista (2 Re 22,3-23,8; 2 Cr 34,8-33). De hecho este monarca decidió apoyarse por completo en Yahvé, observar sus pre-ceptos y actualizar el pacto del Sinaí. No obstante, sus logros fueron escasos.

Sólo el contacto con la cautividad (587-538 a,C.) tuvo fuerza para que aquel «resto fiel» avivara sus esperanzas. Y éstas parecieron trocarse en realidad cuando Esdras procedió a su reforma cultual, reuniendo al pueblo en torno al «libro de la ley de Moisés» (Neh 8,1). Se incentivó así un proceso revisionista que abocaría a un cultualismo exagerado, donde el ideal de perfección quedaba circunscrito a la simple observan-cia de unas leyes supuestamente reveladas por Yahvé en el Sinaí. Pero tan acentuado legalismo prestó mal servicio cara a acrisolar la besed para que el berit se erigiera en generador de shalom.

IV. ALIANZA Y PROFETISMO

Una vez instalados en el territorio cananeo, los israelitas, para vivenciar su compromiso aliancista, tuvieron que afrontar serios problemas. Entre ellos, se han de señalar los siguientes: el peligro de la cananeización, el exclusivismo cúltico y el absolutismo político. En realidad, al afianzarse la monarquía se procedió a centralizar el culto en el templo de Jerusalén, llegándose a suponerlo el único catalizador eficaz del compromiso sinaí-tico. Ello, unido a las aberraciones de la realeza, fue creando un confu-sionismo rayano al caos5.

Los profetas esgrimieron sus armas más certeras para clarificar pos-turas. A partir de las denuncias de Elias y Elíseo, se puso cada vez más énfasis en realzar las características del pacto del Sinaí. Tal pacto se supo-nía fruto de un contrato, cuyas cláusulas se inspiraban en criterios de desigualdad: Yahvé era el soberano y el pueblo su vasallo. Urgía, pues, cumplir todas las imposiciones de la divinidad.

Cierto que los profetas de los siglos VIH-VII a.C. apenas aluden de forma expresa al tema de la alianza. Mas no cesan de acentuar los víncu-los que median entre el pueblo y su Dios, recurriendo a la imagen del matrimonio (Os 6,7; 8,1) y de la elección divina (Am 3,2). El pueblo se sabía invitado a seguir siempre los designios de Yahvé, cuyos desvelos se traducían en un porte de amor y predilección6.

5. No resulta fácil evaluar el declive religioso que conllevó la des-teocratización. Sin embargo, un análisis de la andadura religiosa del pueblo muestra cómo éste llegó a un desconcierto casi total. Cf. R. Koch, Morale d'alliance et cuite dans l'AT, en Homenaje a Juan Prado, Madrid, 1975, 77-104.

6. Tal fue uno de los postulados más radicales de este profeta de la denuncia. Cf. F. H. Seilha-mer, The role ofthe covenant in the mission and message of Amos, en A light unto my path, Filadelfia, 1974, 435-451.

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Fue, sin embargo, con Jeremías cuando el profetismo comenzó a expandir los horizontes de la alianza. Este profeta, impactado sin duda por la reforma religiosa de Josías, ahondó en el concepto mismo de «alianza», descubriendo en él no tanto un contrato bilateral cuanto un compromiso mutuo. Y éste clamaba por una relación dialogante con la divinidad, siempre dispuesta a canalizar la existencia de las personas. Mas para ello, además de ajustarse a las prescripciones legales, era necesario un porte relacional con Yahvé, cuya mirada providente desborda los hori-zontes geográfico-religiosos de su pueblo.

La experiencia del destierro babilónico brindó al profetismo nue-vas pistas cara a reactivar la alianza. Esta, aun arrancando del evento sinaítico, debía renovarse de forma incesante. Conllevando un vínculo relacional entre Yahvé y cuantos integraban su pueblo, lógico era decan-tar el pacto a la luz de su propia experiencia. Para ello Ezequiel invita a otear el futuro y clamar por una «nueva alianza» donde prime una relación de gracia y amor entre Dios y el pueblo (Ez 34 ,25; 37,26). Sólo así se gestará el shalotn por el que se venía suspirando7. Sin embargo, la hesed se había de anclar no tanto en el estricto cumpli-miento de las normas legales cuanto en la respuesta vivencial a las ofertas amorosas de Dios.

Quedaban así abiertas las puertas para que la reflexión posexílica siguiera ahondando en el tema y abriera nuevos horizontes al compro-miso aliancista. Para ello se evocaban los pactos que antes sellara Yahvé con Noé y con Abrahán. Tanto énfasis se puso en ellos que la alianza sinaítica se llegó a ver como una simple actualización de la abrahánica. El flujo de los patriarcas inspiró una nueva formulación donde toda la humanidad se suponía invitada a compartir las excelencias de un pacto en el que Dios dejaba al descubierto su providencia amorosa.

El aporte del profetismo resultó, por tanto, providencial cara a depu-rar el concepto de «alianza». Lo libró, en realidad, del acoso al que le tenían sometido un sinfín de intereses político-religiosos que nada tenían que ver con el designio de Dios. Este se había comprometido, por supuesto, a guiar a su pueblo hacia una meta llamada «libertad». Mas para alcanzarla era preciso recorrer antes el complejo camino de la libe-ración. Tal camino debía buscarse no en la sinuosidad de la observancia legal sino en la rectitud del compromiso vivencial. Solo éste se hallaba en condiciones de liberar al hombre.

V. LA NUEVA ALIANZA

Los planteamientos proféticos hallaron eco en otras corrientes religiosas del pueblo. La crítica, al bucear en la «tradición deuteronomista», des-cubre que ésta —influenciada por las tesis jeremianas— presenta la alianza como don gratuito de Dios (Dt 7,7-9), dispuesto a reactivar las prome-

7. Cf. M. H. Gosche-Gottstein, Ezechiel undlob, en Wort, Lied und Gottesspruch, Wurzburgo, 1972, 155-170.

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sas que antes hiciera a los patriarcas. La fidelidad debe traducirse en una actitud personal ante Yuhvé (Dt 24,16), el cual clama por una cir-cuncisión más del corazón que de la carne (Dt 10,16). Y esa alianza exige a su vez que la relación dialogante con la divinidad incida en los encuentros interhumanos. Mas éstos, lejos de circunscribirse sólo a cuan-tos integran el pueblo de Dios, han de hacerse extensivos a toda la huma-nidad.

Más abierta es aún la visión en los «textos sacerdotales» del Penta-teuco8. En ellos se observa el influjo de Ezequiel que interpreta las alianzas como ofertas desinteresadas de la divinidad. Siendo así, los pac-tos divino-humanos, sin perder su característica contractual, adquieren el rango de legados de Dios. Es'como si proyectara en ellos la fuerza de ese amor que siente por todo ser humano a causa de su semejanza divina.

Idéntico encuadre aflora en los escritos sapienciales, donde el berit llega a connotar el designio de Dios sobre la existencia del hombre (Eclo 14,12.17), llamado a compartir una alianza eterna, sita más allá del des-concierto presente (Eclo 41,19). Para vivenciar tal alianza se impone acti-var a fondo los resortes de una sabiduría que siempre ha de conllevar un conocimiento real de la divinidad. Tal conocimiento se ha de fraguar, más que en la mente, en la vida.

Se va, pues, acentuando la perspectiva escatológica de esa «nueva alianza» capaz de liberar al hombre9. Cierto que nunca se puede mirar al futuro desconectándose del pasado. Por eso la alianza escatológica se ha de inspirar en la sinaítica, viniendo avalada por las promesas divi-nas10. Tal enfoque halla eco en los escritos neotestamentarios. Sobre todo Pablo lo expone con claridad, realzando cómo la legislación mosaica jamás invalidó las promesas divinas (Gal 3,15-17).

Si la alianza antigua se apoyó en el rito externo de la circuncisión, ¿en qué se ha de apoyar la nueva? La clave la ofrece Jesús: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto en memoria mía» (1 Cor 11,25). La sangre de Jesús queda, pues, convertida en el soporte visi-ble de la nueva alianza. Mas tal sangre, una vez derramada en la cruz, le sirvió de plataforma para adentrarse en la resurrección. Así, pues, la comunidad cristiana ha de anclar la nueva alianza en la sangre de Jesús, mas vista no sólo desde su muerte sino también desde su triunfo resurreccionista. Y éste clama por la presencia del resucitado dentro de la comunidad. Tal presencia queda plasmada en el banquete euca-ristía)11.

La eucaristía ofrece, por tanto, los constitutivos de esa nueva alianza cuyo potencial liberador nadie osa impugnar. Si el pueblo se apoyó al

8. Cf. W. Gross, Bundeszeichnen und Bundesschluss itt der Priesterschrift: TrierTZ 87 (1978) 95-115.

9. Cf. W. J. Lowe, Cosmos and covenant: Semeia 19 (1981) 107-112. 10. Cf. J. Briend, Vespérance d'une alliance nouvelle: LutnVie 165 (1983) 31-43. 11. R. le Gall, Structure de la rencontre eucharistique: RThom 82 (1982) 415-435.

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20 AMOR

principio en la alianza para romper las cadenas de su esclavitud, lógico es buscar ahora en la nueva alianza el potencial de liberación. Y éste se traduce en la ayuda que Dios nos brinda a través de Jesús, cuya presen-cia resurreccionista —hecha eucaristía— sirve de estímulo e impulso a toda una humanidad ávida de ser libre.

BIBLIOGRAFíA

W. Brueggemann, Trajectories in the Oíd Testatnent literature and the sociology of the Ancient Testament: JBibLit 98 (1979) 161-185; P. Buis, La notion d'alliance dans l'AT, París, 1976; H. Cazelles, Alianza, en SM I, 91-100; W. Eichrodt, Teología del AT I, Madrid, 1975, 33-62; F. Lage, Alianza y ley, en CFET; D. J. McCarthy, Treaty and Covenant, Roma, 1978; R. Michaud, Mo'ise. Histoire et théologie, París, 1979; J. Plastaras, Crea-ción y alianza, Santander, 1967; E. P. Sanders, Covenantial nomism in Paul, en Paul and Palestinian Judaism, Londres, 1977; N . H. Thompson, The covenant concept in judaism and christianity: AnglThR 64 (1982) 502-524; W. Vogels, God's Universal Covenant. A Biblical Study, Ottawa, 1979.

Antonio Salas

AMOR

Es particularmente difícil concentrar en pocas páginas una reflexión teo-lógica sobre el tema del amor. Por varias razones. 1. «Amor» es una cate-goría fundadora del cristianismo y de su novedad, a partir de la cual sería posible sintetizar su teoría y su ética y alrededor de la cual se podría reconstruir toda su historia; 2. el «amor históricamente eficaz» se puede considerar la categoría central de la renovación conciliar; 3. el amor libe-rador, concretizado en la opción por los pobres como sujetos, es la idea y la pasión generadora de la renovación postconciliar; de la maduración cristiana y política de muchas personas, grupos, comunidades; de la misma Iglesia de los pobres; 4. la opción por los pobres como sujetos es la clave de la lectura popular de la Biblia y el eje de la teología de la liberación; 5. ella es además el eje de una revolución política, geopolí-tica, cultural, educativa inspirada por la fe cristiana: es decir, de un pro-ceso de acercamiento a la utopía del reino; 6. por fin, la interpretación de la opción por los pobres como sujetos es objeto de los conflictos más agudos en la Iglesia de hoy, especialmente de los que oponen el Vaticano y la teología de la liberación.

I. ALGUNOS PROBLEMAS DEBATIDOS SOBRE EL AMOR CRISTIANO

Los debates y conflictos teológicos más importantes, que han marcado las tres últimas décadas, se refieren de un modo o de otro a la inter-pretación del amor. Si todos reconocen el lugar central que este man-damiento ocupa en el mensaje de Jesús, las contradicciones estallan