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  • Olga Bressano de Alonso

    EL HIJOISLEÑO

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  • 1ª edición, mayo de 1985 | Editorial ACME, Colección Robin Hood1ª edición, julio de 2019 | Homo Sapiens Ediciones

    © 2019 · Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTel: 54 341 4243399 | 4253852 | [email protected]

    Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.Prohibida su reproducción total o parcial.

    ISBN 978-987-771-035-9

    Diseño editorial: Lucas Mililli

    Este libro se terminó de imprimir en julio de 2019en Talleres Gráfi cos Fervil S.R.L. | Santa Fe 3316 | Tel. 0341 [email protected] | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina

    Bressano de Alonso, Olga El hijo isleño / Olga Bressano de Alonso. - 1a ed. - Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2019. 168 p.; 22 x 15 cm.

    ISBN 978-987-771-035-9

    1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título. CDD A863

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  • A mi esposo, que siempre me alentó,con inmensa nostalgia

    A mis hijos, inagotable fuente de inspiración.A Quique, siempre vivo en mí.

    A mis nietos y bisnietos, que alegran mi vida,y confirman que ella no ha sido en vano.

    O. B. de A.

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  • Dios nueve el jugador y éste la pieza.¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza

    de polvo y tiempo y sueño y agonías?

    Ajedrez de Jorge Luis Borges

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    PRÓLOGO

    La novela El hijo isleño es una búsqueda del rostro desconocido del país, a través de esos argentinos tan olvidados con sus intras-cendentes pero vitales días. La leen los jóvenes y adultos con igual interés y asombrada pasión, porque además de entretener y con-mover, logra que los isleños sean destinatarios de la comprensión y la ternura, que a veces nos han parecido una quimera.

    Hace reír y a veces llorar. Se ríe con los cuentos y las exageracio-nes de las anécdotas del ayer, constantes rememoraciones del viejo D. Crescencio, verdadero personaje de la picaresca, muy logrado, muy completo; con el casamiento de Eulalia y Juan que, realmente “no habían recibido la aprobación del Señor del Cielo, ni la del señor Juez”, y con aquella firma de Juan, muy posterior en el tiempo que, con su equivocación emocionada y nerviosa, se transformó “en Jan”, resultando un nórdico distante y desconocido.

    Y en otras ocasiones, caen algunas lágrimas por la nutria mansa del hijito, Pedro, “con su manchita blanca, inconfundible entre sus ojos”, por las crías solitarias y huérfanas de la comadreja, por el velo-rio del angelito, que cierra con una frase esperanzada: “Mamá, ¿no es cierto que en invierno no hay mariposas?”

    Indiscutiblemente la obra de Alonso prueba esa calidad cog-noscitiva de la modalidad, integración y advenimiento histórico de todo el pueblo isleño. Basta con señalar la maestría con la que la autora incorpora a la narración el habla peculiar del isleño argentino,

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    su perenne marginación, y la autenticidad devastadora de la descrip-ción del terror ante la crecida, cíclico fenómeno jamás solucionado.

    Con la articulación del elemento admirativo y algo irónico, la autora presenta a Eulalia, protagonista femenina revestida en el ardid metafórico y así, de una pincelada, desnuda la vida entera de la mujer isleña, su existencia predestinada y pasiva en el terreno hostil del ámbito natural. Un lugar al que pese a todo ama, y su devoción por “su” tierra y su rancho, la impulsará a volver a la isla enfrentando la destrucción total que el Paraná, con el ulular del viento y el ímpetu de la correntada, les llevó para siempre. ¿Para siempre..? No. Sólo la espera el poste de quebracho donde se sen-taban a matear, solidario e inquebrantable vencedor del desastre y también brindador de esperanza que la instará a aventar la pesa-dumbre para atrapar un nuevo vigor y empezar a construir todo; ¡y en el mismo lugar!

    El hijo isleño que fuera Segundo Premio Nacional en el “Cer-tamen de Novela Juvenil Robin Hood”, por decisión unánime del jurado integrado por María Granata, Syria Poletti y Juan Carlos Merlo, quienes coincidieron en calificarla como “una novela estu-pendamente bien escrita, con un tema necesario interesantísimo y poco cultivado”, mereció la Faja de Honor de la S.A.D.E., fue decla-rada de Interés Educativo y Cultural por el Ministerio de Educación de Santa Fe y agotó su primera y segunda edición de cinco mil ejem-plares cada una.

    MIRTA CORPA VARGASUniversidad de California

    Riverside

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  • El hijo isleño 11

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    EL PESCADOR

    Aunque Juan madrugó ese día mucho más que de costumbre, lo mismo encontró a su padre metido entre los trastos de la cocina de hierro, borrando con un trapo sucio las huellas de un aceite que se le derramara. El viejo parecía no descansar nunca. Ya era una manía ese matear interminable, con la luna bien alta, y ese seguir mateando cuando el sol aún no había salido. ¿Cuándo dormía…? Pero era silencioso el viejo, igual que el gato barcino que se estiraba despatarrado a sus pies.

    Apenas lo vio sentado a medias en el catre, y mientras él se miraba todavía con encono el pie izquierdo insensatamente apo-yado en el suelo, ya le alcanzó la calabaza con el cimarrón espu-moso y caliente. Buen hombre don Crescencio, comedido, siempre con la sonrisa pronta bajo el bigote canoso. Y entretenido como pocos. Su cabeza era un baúl de recuerdos, prolijamente archiva-dos, donde tenían preferencia los sucedidos de antaño, con matreros bravos y gendarmes atropelladores. Dejaba para las noches de luna llena —“las noche’e bruja” como él las llamaba— esos otros relatos de almas en pena y luces malas. Lograba inquietar de verdad con ése, su tono grave, convencido y confidencial, que le hacía aparecer como regalando secretos que sólo a él le fueran revelados.

    “Un gaucho’e los de ante, un gaucho’e ley”, así le gustaba defi-nirse a sí mismo y, aunque añoraba a su pingo, perdido en una crecida de órdago, el andar a pie no lograba quitarle prestancia ni

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    prestigio de avezado hombre de campo. A pesar de sus años, cuidaba una hacienda ajena que le dieran en pastaje y ordenaba, casi obsesi-vamente, los cuatro cachivaches del rancho. Para él y para Juan, su hijo fuerte y emprendedor, que en su trajín de pescador incansable vivía la vida útil y aventurera que al viejo todavía le hubiera gustado saborear.

    Sí, esa mañana Juan madrugó demasiado. Tenía resuelto salir antes que los otros y no para merodear por los riachos. Quería ganarle al Paraná esos pescados grandes que a veces le andaban esquivando. Necesitaba tener suerte. La poca plata que le dejaba la pesca exigua, apenas le alcanzaba. Y él tenía ya años apilados como para formar pareja. Sólo le faltaba, ahora, poder apilar unos buenos pesos que le ayudaran en el trance. Una inquietud extraña, que era anhelo impreciso y al mismo tiempo una cierta nostalgia por el jirón de ternura que sólo conoció de chico, le enturbiaba el transcurrir de sus días junto al viejo. El rancho y él andaban precisando una mano de mujer que los guiara.

    Bullendo detrás de la frente curtida por el sol estas ideas medio deschavetadas, empezó a encarnar los anzuelos: pedacitos de cora-zón en uno por si rondaba la boga o el patí, mojarrón fresco en otros para el mandubí, y algún gajo de naranja medio pasada en el anzuelo con el hilo más corto, para el pacú que siempre se escurría rozando la superficie. Pero tenía poca carnada, como de costumbre, y, como de costumbre también, enganchó en el resto unas lonjas secas de sus propios callos. Una sonrisa casi dolorosa le muequeaba en la cara mientras su pensamiento invadía la sombría senda de las premoni-ciones: ¿a dónde irían a parar estos pedazos de su cuerpo?, ¿a dónde iría a parar él mismo algún día? Se pasó la mano por la cabeza como espantando el acoso de la desgracia e intentó silbar bajito, pero el aire se le cortó de golpe.

    —Si se silba’e noche pue’responde’l diablo.La voz de su padre repetía a su lado el sonsonete tantas veces

    escuchando. Tenía razón el viejo… aún no había aclarado. Sorbió el cimarrón y el sabor fuerte y amigo le calentó el alma. Pero no por mucho tiempo. Su bienestar duró lo que el vuelo de la perdiz. El chistido agorero de una lechuza surcó en el silencio como un chi-cotazo a su insinuada alegría. “Bicho de porquería”, pensó. “Justo

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  • El hijo isleño 13

    hoy se elige pa’volarme encima”. Don Crescencio se hizo cruces tres veces a la disparada mientras susurraba: “Cruz diablo”. El hijo se limitó a cruzar los dedos disimulando el susto. Esas santiguadas apa-ratosas le parecían cosas del mujerío, no eran para él…

    Sí, realmente Juan había madrugado demasiado esa mañana. Cuando se vio en el bote, con el espinel fondeado y las botellas flo-tando como boyas casi al tuntún, un viento cruzado le dio en la cara. Le pareció la bofetada imprevista de un adversario ruin. En el cielo, aún oscuro, los nubarrones eran vellones bajos y cargados que no anunciaban nada bueno. Se le despatarró la ilusión de ver el ama-necer por entre los espinillos de la isla medio lejana. Al final, don Crescencio tenía razón: “Tenga cuidao, m’hijo. No me gustó nada el rosao del sol entre las nube cuando se puso. Mire que pue’soplá fuerte el norte”.

    Y el norte sopló. El peor viento en el río. La sudestada encrespa pero detiene la corriente, mientras que el norte la incita, la empuja y, yendo en su propio sentido, la enloquece como potro sin doma que se larga espantado a campo traviesa. Imposible tratar de detenerla, imposible luchar contra el ímpetu amalgamado del aire y el agua.

    Juan se aferró a los remos para porfiarle al viento, pero en su pecho no sentía el latir fervoroso de ese motor que es la esperanza. Todo le había salido mal de entrada. Descorazonado, masticó el recuerdo de tanto aviso útil que él desestimara. En pantallazos inconexos se le superponían su pie izquierdo al bajar del catre, el dolor de piernas del viejo, el silbo nocturnal atraedor de desgracias, el lúgubre granizo de mal agüero, el aceite derramado en la cocina, el sol colorado tras las nubes del atardecer… Recuerdos mojados, anegados casi por el agua que le golpeaba en la cara, que inundaba la canoa sin darle tiempo para achicar, que arrastraba esas pobres tablas vacilantes en un desenfreno de poder y de revancha. Agua… viento… viento… agua… los remos perdidos… el bote al garete… y su desesperación luchando contra el miedo que él creía que no era cosa de hombres.

    Mientras tanto don Crescencio, en un revuelo de malos presa-gios y certezas paralizantes, trataba de vigorizar su confianza con los pases mágicos que recibiera como herencia. Casi con solemnidad, sin importarle lo empapado de su chambergo y de su atuendo, se

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    agachó con reverente humildad y trazó, a punta de cuchillo, una cruz en el suelo para que el diluvio cesara. Después, la búsqueda afanosa de la camiseta raída del Juan cuando fuera chico, le llevó unos minutos que le parecieron eternos. ¿Dónde… dónde la había metido cuando cortó la tormenta anterior colgándola en la puerta del rancho? Su memoria, tan alabada por ser el minucioso archivo de hechos distantes, le andaba fallando en los recientes y cotidianos. ¡Por fin se acordó! Como un pañuelo arrugado la encontró hecha un bollo entre el jergón y el catre. Pero había pasado casi media hora.

    En ese tiempo Juan supo del acre sabor del espanto, la desolación de la impotencia, el ardor de los ruegos, y paladeó la profunda rai-gambre de una fe que él creía púdicamente sepultada para siempre.

    “Padre nuestro qu’está en los cielo…” “Tata San Francisco Javier…” Y, como en un abrazo piadoso, conoció también la con-soladora oscuridad de la nada.

    Aferrado a la horqueta del botador, con la canoa despachurrada contra un tronco, Juan despertó sobre un húmedo colchón de espa-dañas y limo. Un coipo lo observaba inquisitivo desde lejos. Por entre las brumas de su conciencia recuperada a medias, el pesca-dor decidió, en adelante, ser nutriero. Abrió los ojos del todo. Miró el cielo aún plomizo pero apaciguado en su celo expiatorio, miró el agua marrón que le lamía, ahora afectuosa, sus pies cuarteados, y con una unción que lograba rescatar de su alma de niño, levantó con esfuerzo su mano derecha y torpemente hizo en su cuerpo la señal de la cruz. ¿Cosa de mujeres…? Ya no. También eran cosas de hombre agradecido.

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