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Todos los fuegos el fuego (1966)ofrece ocho muestras rotundas de laplenitud creadora que alcanzan loscuentos de Cortázar. Desde laexasperada metáfora de lasrelaciones humanas que es 'Laautopista del sur' hasta la maestríade 'El otro cielo', Cortázar vuelve aabrir nuevos caminos con relatosque son referencias obligada parasus lectores y para los amantes delcuento en general. 'La salud de losenfermos', 'Reunión', 'La señoritaCora', 'La isla mediodía','Instrucciones para John Howell',

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'Todos los fuegos el fuego': unafiesta de la inteligencia, de la pasióny del genio.

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Julio Cortázar

Todos los fuegosel fuego

ePUB v2.0Narukei 17.07.12

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Título original: Todos los fuegos el fuegoJulio Cortázar, 1966

Editor original: Chumbo73 v1.0Segundo editor: Narukei v2.0ePub base v2.0

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A Francisco Porrúa

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LA AUTOPISTA DEL SUR

Gli automobilistiaccaldati sembrano nonavere storia… Comerealtà, un ingorgoautomobilisticoimpressiona ma non cidice gran che.

Arrigo Benedetti,

«L’Espresso», Roma,

21/6/1964

Al principio la muchacha del

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Dauphine había insistido en llevar lacuenta del tiempo, aunque al ingenierodel Peugeot 404 le daba ya lo mismo.Cualquiera podía mirar su reloj pero eracomo si ese tiempo atado a la muñecaderecha o el bip bip de la radiomidieran otra cosa, fuera el tiempo delos que no han hecho la estupidez dequerer regresar a París por la autopistadel sur un domingo de tarde y, apenassalidos de Fontainebleau, han tenido queponerse al paso, detenerse, seis filas acada lado (ya se sabe que los domingosla autopista está íntegramente reservadaa los que regresan a la capital), poner enmarcha el motor, avanzar tres metros,

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detenerse, charlar con las dos monjasdel 2HP a la derecha, con la muchachadel Dauphine a la izquierda, mirar por elretrovisor al hombre pálido que conduceun Caravelle, envidiar irónicamente lafelicidad avícola del matrimonio delPeugeot 203 (detrás del Dauphine de lamuchacha) que juega con su niñita yhace bromas y come queso, o sufrir de aratos los desbordes exasperados de losdos jovencitos del Simca que precede alPeugeot 404, y hasta bajarse de los altosy explorar sin alejarse mucho (porquenunca se sabe en qué momento los autosde más adelante reanudarán la marcha yhabrá que correr para que los de atrás

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no inicien la guerra de las bocinas y losinsultos), y así llegar a la altura de unTaunus delante del Dauphine de lamuchacha que mira a cada momento lahora, y cambiar unas frasesdescorazonadas o burlonas con los doshombres que viajan con el niño rubiocuya inmensa diversión en esas precisascircunstancias consiste en hacer correrlibremente su autito de juguete sobre losasientos y el reborde posterior delTaunus, o atreverse y avanzar todavía unpoco más, puesto que no parece que losautos de adelante vayan a reanudar lamarcha, y contemplar con alguna lástimaal matrimonio de ancianos en el ID

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Citroën que parece una gigantescabañadera violeta donde sobrenadan losdos viejitos, él descansando losantebrazos en el volante con un aire depaciente fatiga, ella mordisqueando unamanzana con más aplicación que ganas.

A la cuarta vez de encontrarse contodo eso, de hacer todo eso, el ingenierohabía decidido no salir más de su coche,a la espera de que la policía disolviesede alguna manera el embotellamiento. Elcalor de agosto se sumaba a ese tiempoa ras de neumáticos para que lainmovilidad fuese cada vez másenervante. Todo era olor a gasolina,gritos destemplados de los jovencitos

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del Simca, brillo del sol rebotando enlos cristales y en los bordes cromados, ypara colmo la sensación contradictoriadel encierro en plena selva de máquinaspensadas para correr. El 404 delingeniero ocupaba el segundo lugar de lapista de la derecha contando desde lafranja divisoria de las dos pistas, con locual tenía otros cuatro autos a suderecha y siete a su izquierda, aunque dehecho sólo pudiera ver distintamente losocho coches que lo rodeaban y susocupantes que ya había detallado hastacansarse. Había charlado con todos,salvo con los muchachos del Simca quele caían antipáticos; entre trecho y

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trecho se había discutido la situación ensus menores detalles, y la impresióngeneral era que hasta Corbeil-Essonesse avanzaría al paso o poco menos, peroque entre Corbeil y Juvisy el ritmo iríaacelerándose una vez que loshelicópteros y los motociclistas lograranquebrar lo peor del embotellamiento. Anadie le cabía duda de que algúnaccidente muy grave debía haberseproducido en la zona, única explicaciónde una lentitud tan increíble. Y con esoel gobierno, el calor, los impuestos, lavialidad, un tópico tras otro, tres metros,otro lugar común, cinco metros, unafrase sentenciosa o una maldición

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contenida.A las dos monjitas del 2HP les

hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Foret antes de las ocho, pues llevabanuna cesta de hortalizas para la cocinera.Al matrimonio del Peugeot 203 leimportaba sobre todo no perder losjuegos televisados de las nueve y media;la muchacha del Dauphine le habíadicho al ingeniero que le daba lo mismollegar más tarde a París pero que sequejaba por principio, porque le parecíaun atropello someter a millares depersonas a un régimen de caravana decamellos. En esas últimas horas (debíanser casi las cinco pero el calor los

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hostigaba insoportablemente) habíanavanzado unos cincuenta metros a juiciodel ingeniero, aunque uno de loshombres del Taunus que se habíaacercado a charlar llevando de la manoal niño con su autito, mostróirónicamente la copa de un plátanosolitario y la muchacha del Dauphinerecordó que ese plátano (si no era uncastaño) había estado en la misma líneaque su auto durante tanto tiempo que yani valía la pena mirar el reloj pulserapara perderse en cálculos inútiles.

No atardecía nunca, la vibración delsol sobre la pista y las carroceríasdilataba el vértigo hasta la náusea. Los

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anteojos negros, los pañuelos con aguade colonia en la cabeza, los recursosimprovisados para protegerse, paraevitar un reflejo chirriante o lasbocanadas de los caños de escape acada avance, se organizaban yperfeccionaban, eran objeto decomunicación y comentario. El ingenierobajó otra vez para estirar las piernas,cambió unas palabras con la pareja deaire campesino del Ariane que precedíaal 2HP de las monjas. Detrás del 2HPhabía un Volkswagen con un soldado yuna muchacha que parecían reciéncasados. La tercera fila hacia el exteriordejaba de interesarle porque hubiera

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tenido que alejarse peligrosamente del404; veía colores, formas, MercedesBenz, ID, 4R, Lancia, Skoda, MorrisMinor, el catálogo completo. A laizquierda, sobre la pista opuesta, setendía otra maleza inalcanzable deRenault, Anglia, Peugeot, Porsche,Volvo; era tan monótono que al final,después de charlar con los dos hombresdel Taunus y de intentar sin éxito uncambio de impresiones con el solitarioconductor del Caravelle, no quedabanada mejor que volver al 404 y reanudarla misma conversación sobre la hora, lasdistancias y el cine con la muchacha delDauphine.

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A veces llegaba un extranjero,alguien que se deslizaba entre los autosviniendo desde el otro lado de la pista odesde la filas exteriores de la derecha, yque traía alguna noticia probablementefalsa repetida de auto en auto a lo largode calientes kilómetros. El extranjerosaboreaba el éxito de sus novedades, losgolpes de portezuelas cuando lospasajeros se precipitaban para comentarlo sucedido, pero al cabo de un rato seoía alguna bocina o el arranque de unmotor, y el extranjero salía corriendo, selo veía zigzaguear entre los autos parareintegrarse al suyo y no quedarexpuesto a la justa cólera de los demás.

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A lo largo de la tarde se había sabidoasí del choque de un Floride contra un2HP cerca de Corbeil, tres muertos y unniño herido, el doble choque de un Fiat1500 contra un furgón Renault que habíaaplastado un Austin lleno de turistasingleses, el vuelco de un autocar de Orlycolmado de pasajeros procedentes delavión de Copenhague. El ingenieroestaba seguro de que todo o casi todoera falso, aunque algo grave debía haberocurrido cerca de Corbeil e incluso enlas proximidades de París para que lacirculación se hubiera paralizado hastaese punto. Los campesinos del Ariane,que tenían una granja del lado de

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Montereau y conocían bien la región,contaban de otro domingo en que eltránsito había estado detenido durantecinco horas, pero ese tiempo empezabaa parecer casi nimio ahora que el sol,acostándose hacia la izquierda de laruta, volcaba en cada auto una últimaavalancha de jalea anaranjada que hacíahervir los metales y ofuscaba la vista,sin que jamás una copa de árboldesapareciera del todo a la espalda, sinque otra sombra apenas entrevista a ladistancia se acercara como para podersentir de verdad que la columna seestaba moviendo aunque fuera apenas,aunque hubiera que detenerse y arrancar

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y bruscamente clavar el freno y no salirnunca de la primera velocidad, deldesencanto insultante de pasar una vezmás de la primera al punto muerto, frenode pie, freno de mano, stop, y así otravez y otra vez y otra.

En algún momento, harto deinacción, el ingeniero se había decididoa aprovechar un alto especialmenteinterminable para recorrer las filas de laizquierda, y dejando a su espalda elDauphine había encontrado un DKW,otro 2HP, un Fiat 600, y se habíadetenido junto a un De Soto paracambiar impresiones con el azoradoturista de Washington que no entendía

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casi el francés pero que tenía que estar alas ocho en la Place de l’Opéra sin faltayou understand, my wife will be awfullyanxious, damn it, y se hablaba un pocode todo cuando un hombre con aire deviajante de comercio salió del DKWpara contarles que alguien había llegadoun rato antes con la noticia de que unPiper Cub se había estrellado en plenaautopista, varios muertos. Al americanoel Piper Cub lo tenía profundamente sincuidado, y también al ingeniero que oyóun coro de bocinas y se apresuró aregresar al 404, transmitiendo de pasolas novedades a los dos hombres delTaunus y al matrimonio del 203.

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Reservó una explicación más detalladapara la muchacha del Dauphine mientraslos coches avanzaban lentamente unospocos metros (ahora el Dauphine estabaligeramente retrasado con relación al404, y más tarde sería al revés, pero dehecho las doce filas se movíanprácticamente en bloque, como si ungendarme invisible en el fondo de laautopista ordenara el avance simultáneosin que nadie pudiese obtener ventajas).Piper Cub, señorita, es un pequeñoavión de paseo. Ah. Y la mala idea deestrellarse en plena autopista undomingo de tarde. Esas cosas. Si por lomenos hiciera menos calor en los

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condenados autos, si esos árboles de laderecha quedaran por fin a la espalda, sila última cifra del cuentakilómetrosacabara de caer en su agujerito negro envez de seguir suspendida por la cola,interminablemente.

En algún momento (suavementeempezaba a anochecer, el horizonte detechos de automóviles se teñía de lila)una gran mariposa blanca se posó en elparabrisas del Dauphine, y la muchachay el ingeniero admiraron sus alas en labreve y perfecta suspensión de sureposo; la vieron alejarse con unaexasperada nostalgia, sobrevolar elTaunus, el ID violeta de los ancianos, ir

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hacia el Fiat 600 ya invisible desde el404, regresar hacia el Simca donde unamano cazadora trató inútilmente deatraparla, aletear amablemente sobre elAriane de los campesinos que parecíanestar comiendo alguna cosa, y perdersedespués hacia la derecha. Al anochecerla columna hizo un primer avanceimportante, de casi cuarenta metros;cuando el ingeniero miró distraídamenteel cuentakilómetros, la mitad del 6 habíadesaparecido y un asomo del 7empezaba a descolgarse de lo alto. Casitodo el mundo escuchaba sus radios, losdel Simca la habían puesto a todo trapoy coreaban un twist; con sacudidas que

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hacían vibrar la carrocería; las monjaspasaban las cuentas de sus rosarios, elniño del Taunus se había dormido con lacara pegada a un cristal, sin soltar elauto de juguete. En algún momento (yaera noche cerrada) llegaron extranjeroscon más noticias, tan contradictoriascomo las otras ya olvidadas. No habíasido un Piper Cub sino un planeadorpiloteado por la hija de un general. Eraexacto que un furgón Renault habíaaplastado un Austin, pero no en Juvisysino casi en las puertas de París; uno delos extranjeros explicó al matrimoniodel 203 que el macadam de la autopistahabía cedido a la altura de Igny y que

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cinco autos habían volcado al meter lasruedas delanteras en la grieta. La ideade una catástrofe natural se propagóhasta el ingeniero, que se encogió dehombros sin hacer comentarios. Mástarde, pensando en esas primeras horasde oscuridad en que habían respirado unpoco más libremente, recordó que enalgún momento había sacado el brazopor la ventanilla para tamborilear en lacarrocería del Dauphine y despertar a lamuchacha que se había dormidoreclinada sobre el volante, sinpreocuparse de un nuevo avance. Quizáya era medianoche cuando una de lasmonjas le ofreció tímidamente un

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sándwich de jamón, suponiendo quetendría hambre. El ingeniero lo aceptópor cortesía (en realidad sentía náuseas)y pidió permiso para dividirlo con lamuchacha del Dauphine, que aceptó ycomió golosamente el sándwich y latableta de chocolate que le había pasadoel viajante del DKW, su vecino de laizquierda. Mucha gente había salido delos autos recalentados, porque otra vezllevaban horas sin avanzar; se empezabaa sentir sed, ya agotadas las botellas delimonada, la coca-cola y hasta los vinosde a bordo. La primera en quejarse fuela niña del 203, y el soldado y elingeniero abandonaron los autos junto

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con el padre de la niña para buscaragua. Delante del Simca, donde la radioparecía suficiente alimento, el ingenieroencontró un Beaulieu ocupado por unamujer madura de ojos inquietos. No, notenía agua pero podía darles unoscaramelos para la niña. El matrimoniodel ID se consultó un momento antes deque la anciana metiera la mano en unbolso y sacara una pequeña lata de jugode frutas. El ingeniero agradeció y quisosaber si tenían hambre y si podía serlesútil; el viejo movió negativamente lacabeza, pero la mujer pareció asentir sinpalabras. Más tarde la muchacha delDauphine y el ingeniero exploraron

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juntos las filas de la izquierda, sinalejarse demasiado; volvieron conalgunos bizcochos y los llevaron a laanciana del ID, con el tiempo justo pararegresar corriendo a sus autos bajo unalluvia de bocinas.

Aparte de esas mínimas salidas, eratan poco lo que podía hacerse que lashoras acababan por superponerse, porser siempre la misma en el recuerdo; enalgún momento el ingeniero pensó entachar ese día en su agenda y contuvouna risotada, pero más adelante, cuandoempezaron los cálculos contradictoriosde las monjas, los hombres del Taunus yla muchacha del Dauphine, se vio que

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hubiera convenido llevar mejor lacuenta. Las radios locales habíansuspendido las emisiones, y sólo elviajante del DKW tenía un aparato deondas cortas que se empeñaba entransmitir noticias bursátiles. Hacia lastres de la madrugada pareció llegarse aun acuerdo tácito para descansar, y hastael amanecer la columna no se movió.Los muchachos del Simca sacaron unascamas neumáticas y se tendieron al ladodel auto; el ingeniero bajó el respaldode los asientos delanteros del 404 yofreció las cuchetas a las monjas, querehusaron; antes de acostarse un rato, elingeniero pensó en la muchacha del

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Dauphine, muy quieta contra el volante,y como sin darle importancia le propusoque cambiaran de autos hasta elamanecer; ella se negó, alegando quepodía dormir muy bien de cualquiermanera. Durante un rato se oyó llorar alniño del Taunus, acostado en el asientotrasero donde debía tener demasiadocalor. Las monjas rezaban todavíacuando el ingeniero se dejó caer en lacucheta y se fue quedando dormido, perosu sueño seguía demasiado cerca de lavigilia y acabó por despertarse sudorosoe inquieto, sin comprender en un primermomento dónde estaba; enderezándose,empezó a percibir los confusos

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movimientos del exterior, un deslizarsede sombras entre los autos, y vio unbulto que se alejaba hacia el borde de laautopista; adivinó las razones, y mástarde también él salió del auto sin hacerruido y fue a aliviarse al borde de laruta; no había setos ni árboles,solamente el campo negro y sinestrellas, algo que parecía un muroabstracto limitando la cinta blanca delmacadam con su río inmóvil devehículos. Casi tropezó con elcampesino del Ariane, que balbuceó unafrase ininteligible; al olor de la gasolina,persistente en la autopista recalentada,se sumaba ahora la presencia más ácida

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del hombre, y el ingeniero volvió loantes posible a su auto. La chica delDauphine dormía apoyada sobre elvolante, un mechón de pelo contra losojos; antes de subir al 404, el ingenierose divirtió explorando en la sombra superfil, adivinando la curva de los labiosque soplaban suavemente. Del otro lado,el hombre del DKW miraba tambiéndormir a la muchacha, fumando ensilencio.

Por la mañana se avanzó muy pocopero lo bastante como para darles laesperanza de que esa tarde se abriría laruta hacia París. A las nueve llegó unextranjero con buenas noticias: habían

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rellenado las grietas y pronto se podríacircular normalmente. Los muchachosdel Simca encendieron la radio y uno deellos trepó al techo del auto y gritó ycantó. El ingeniero se dijo que la noticiaera tan dudosa como las de la víspera, yque el extranjero había aprovechado laalegría del grupo para pedir y obteneruna naranja que le dio el matrimonio delAriane. Más tarde llegó otro extranjerocon la misma treta, pero nadie quisodarle nada. El calor empezaba a subir yla gente prefería quedarse en los autos ala espera de que se concretaran lasbuenas noticias. A mediodía la niña del203 empezó a llorar otra vez, y la

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muchacha del Dauphine fue a jugar conella y se hizo amiga del matrimonio. Losdel 203 no tenían suerte; a su derechaestaba el hombre silencioso delCaravelle, ajeno a todo lo que ocurríaen torno, y a su izquierda tenían queaguantar la verbosa indignación delconductor de un Floride, para quien elembotellamiento era una afrentaexclusivamente personal. Cuando la niñavolvió a quejarse de sed, al ingeniero sele ocurrió ir a hablar con loscampesinos del Ariane, seguro de que enese auto había cantidad de provisiones.Para su sorpresa los campesinos semostraron muy amables; comprendían

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que en una situación semejante eranecesario ayudarse, y pensaban que sialguien se encargaba de dirigir el grupo(la mujer hacía un gesto circular con lamano, abarcando la docena de autos quelos rodeaba) no se pasarían apreturashasta llegar a París. Al ingeniero lemolestaba la idea de erigirse enorganizador, y prefirió llamar a loshombres del Taunus para conferenciarcon ellos y con el matrimonio delAriane. Un rato después consultaronsucesivamente a todos los del grupo. Eljoven soldado del Volkswagen estuvoinmediatamente de acuerdo, y elmatrimonio del 203 ofreció las pocas

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provisiones que les quedaban (lamuchacha del Dauphine habíaconseguido un vaso de granadina conagua para la niña, que reía y jugaba).Uno de los hombres del Taunus, quehabía ido a consultar a los muchachosdel Simca, obtuvo un asentimientoburlón; el hombre pálido del Caravellese encogió de hombros y dijo que ledaba lo mismo, que hicieran lo que lespareciese mejor. Los ancianos del ID yla señora del Beaulieu se mostraronvisiblemente contentos, como si sesintieran más protegidos. Los pilotos delFloride y del DKW no hicieronobservaciones, y el americano del De

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Soto los miró asombrado y dijo algosobre la voluntad de Dios. Al ingenierole resultó fácil proponer que uno de losocupantes del Taunus, en el que tenía unaconfianza instintiva, se encargara decoordinar las actividades. A nadie lefaltaría de comer por el momento, peroera necesario conseguir agua; el jefe, alque los muchachos del Simca llamabanTaunus a secas para divertirse, pidió alingeniero, al soldado y a uno de losmuchachos que exploraran la zonacircundante de la autopista y ofrecieranalimentos a cambio de bebidas. Taunus,que evidentemente sabía mandar, habíacalculado que deberían cubrirse las

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necesidades de un día y medio comomáximo, poniéndose en la posiciónmenos optimista. En el 2HP de lasmonjas y en el Ariane de los campesinoshabía provisiones suficientes para esetiempo, y si los exploradores volvíancon agua el problema quedaría resuelto.Pero solamente el soldado regresó conuna cantimplora llena, cuyo dueño exigíaen cambio comida para dos personas. Elingeniero no encontró a nadie quepudiera ofrecer agua, pero el viaje lesirvió para advertir que más allá de sugrupo se estaban constituyendo otrascélulas con problemas semejantes; en unmomento dado el ocupante de un Alfa

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Romeo se negó a hablar con él delasunto, y le dijo que se dirigiera alrepresentante de su grupo, cinco autosmás atrás en la misma fila. Más tardevieron volver al muchacho del Simcaque no había podido conseguir agua,pero Taunus calculó que ya teníanbastante para los dos niños, la ancianadel ID y el resto de las mujeres. Elingeniero le estaba contando a lamuchacho del Dauphine su circuito porla periferia (era la una de la tarde, y elsol los acorralaba en los autos) cuandoella lo interrumpió con un gesto y leseñaló el Simca. En dos saltos elingeniero llegó hasta el auto y sujetó por

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el codo a uno de los muchachos, que serepantigaba en su asiento para beber agrandes tragos de la cantimplora quehabía traído escondida en la chaqueta. Asu gesto iracundo, el ingenierorespondió aumentando la presión en elbrazo; el otro muchacho bajó del auto yse tiró sobre el ingeniero, que dio dospasos atrás y lo esperó casi con lástima.El soldado ya venía corriendo, y losgritos de las monjas alertaron a Taunus ya su compañero; Taunus escuchó losucedido, se acercó al muchacho de labotella y le dio un par de bofetadas. Elmuchacho gritó y protestó, lloriqueando,mientras el otro rezongaba sin atreverse

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a intervenir. El ingeniero le quitó labotella y se la alcanzó a Taunus.Empezaban a sonar bocinas y cada cualregresó a su auto, por lo demásinútilmente puesto que la columnaavanzó apenas cinco metros.

A la hora de la siesta, bajo un soltodavía más duro que la víspera, una delas monjas se quitó la toca y sucompañera le mojó las sienes con aguade colonia. Las mujeres improvisabande a poco sus actividades samaritanas,yendo de un auto a otro, ocupándose delos niños para que los hombresestuvieran más libres: nadie se quejabapero el buen humor era forzado, se

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basaba siempre en los mismos juegos depalabras, en un escepticismo de buentono. Para el ingeniero y la muchachadel Dauphine, sentirse sudorosos ysucios era la vejación más grande; losenternecía casi la rotunda indiferenciadel matrimonio de campesinos al olorque les brotaba de las axilas cada vezque venían a charlar con ellos o arepetir alguna noticia de últimomomento. Hacia el atardecer elingeniero miró casualmente por elretrovisor y encontró como siempre lacara pálida y de rasgos tensos delhombre del Caravelle, que al igual queel gordo piloto del Floride se había

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mantenido ajeno a todas las actividades.Le pareció que sus facciones se habíanafilado todavía más, y se preguntó si noestaría enfermo. Pero después, cuando alir a charlar con el soldado y su mujertuvo ocasión de mirarlo desde máscerca, se dijo que ese hombre no estabaenfermo; era otra cosa, una separación,por darle algún nombre. El soldado delVolkswagen le contó más tarde que a sumujer le daba miedo ese hombresilencioso que no se apartaba jamás delvolante y que parecía dormir despierto.Nacían hipótesis, se creaba un folklorepara luchar contra la inacción. Los niñosdel Taunus y el 203 se habían hecho

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amigos y se habían peleado y luego sehabían reconciliado; sus padres sevisitaban, y la muchacha del Dauphineiba cada tanto a ver cómo se sentían laanciana del ID y la señora del Beaulieu.Cuando al atardecer soplaronbruscamente unas ráfagas tormentosas yel sol se perdió entre las nubes que sealzaban al oeste, la gente se alegrópensando que iba a refrescar. Cayeronalgunas gotas, coincidiendo con unavance extraordinario de casi cienmetros; a lo lejos brilló un relámpago yel calor subió todavía más. Había tantaelectricidad en la atmósfera que Taunus,con un instinto que el ingeniero admiró

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sin comentarios, dejó al grupo en pazhasta la noche, como si temiera losefectos del cansancio y el calor. A lasocho las mujeres se encargaron dedistribuir las provisiones; se habíadecidido que el Ariane de loscampesinos sería el almacén general, yque el 2HP de las monjas serviría dedepósito suplementario. Taunus habíaido en persona a hablar con los jefes delos cuatro o cinco grupos vecinos;después, con ayuda del soldado y elhombre del 203, llevó una cantidad dealimentos a los otros grupos, regresandocon más agua y un poco de vino. Sedecidió que los muchachos del Simca

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cederían sus colchones neumáticos a laanciana del ID y a la señora delBeaulieu; la muchacha del Dauphine lesllevó dos mantas escocesas y elingeniero ofreció su coche, que llamababurlonamente el wagon-lit, a quienes lonecesitaran. Para su sorpresa, lamuchacha del Dauphine aceptó elofrecimiento y esa noche compartió lascuchetas del 404 con una de las monjas;la otra fue a dormir al 203 junto a laniña y su madre, mientras el maridopasaba la noche sobre el macadam,envuelto en una frazada. El ingeniero notenía sueño y jugó a los dados conTaunus y su amigo; en algún momento se

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les agregó el campesino del Ariane yhablaron de política bebiendo unostragos del aguardiente que el campesinohabía entregado a Taunus esa mañana.La noche no fue mala; había refrescado ybrillaban algunas estrellas entre lasnubes.

Hacia el amanecer los ganó elsueño, esa necesidad de estar a cubiertoque nacía con la grisalla del alba.Mientras Taunus dormía junto al niño enel asiento trasero, su amigo y elingeniero descansaron un rato en ladelantera. Entre dos imágenes de sueño,el ingeniero creyó oír gritos a ladistancia y vio un resplandor indistinto;

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el jefe de otro grupo vino a decirles quetreinta autos más adelante había habidoun principio de incendio en un Estafette,provocado por alguien que habíaquerido hervir clandestinamente unaslegumbres. Taunus bromeó sobre losucedido mientras iba de auto en autopara ver cómo habían pasado todos lanoche, pero a nadie se le escapó lo quequería decir. Esa mañana la columnaempezó a moverse muy temprano y huboque correr y agitarse para recuperar loscolchones y las mantas, pero como entodas partes debía estar sucediendo lomismo casi nadie se impacientaba nihacía sonar las bocinas. A mediodía

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habían avanzado más de cincuentametros, y empezaba a divisarse lasombra de un bosque a la derecha de laruta. Se envidiaba la suerte de los queen ese momento podían ir hasta labanquina y aprovechar la frescura de lasombra; quizá había un arroyo, o ungrifo de agua potable. La muchacha delDauphine cerró los ojos y pensó en unaducha cayéndole por el pecho y laespalda, corriéndole por las piernas; elingeniero, que la miraba de reojo, viodos lágrimas que le resbalaban por lasmejillas.

Taunus, que acababa de adelantarsehasta el ID, vino a buscar a las mujeres

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más jóvenes para que atendieran a laanciana que no se sentía bien. El jefe deltercer grupo a retaguardia contaba conun médico entre sus hombres, y elsoldado corrió a buscarlo. El ingeniero,que había seguido con irónicabenevolencia los esfuerzos de losmuchachitos del Simca para hacerseperdonar su travesura, entendió que erael momento de darles su oportunidad.Con los elementos de una tienda decampaña los muchachos cubrieron lasventanillas del 404, y el wagon-lit setransformó en ambulancia para que laanciana descansara en una oscuridadrelativa. Su marido se tendió a su lado,

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teniéndole la mano, y los dejaron soloscon el médico. Después las monjas seocuparon de la anciana, que se sentíamejor, y el ingeniero pasó la tarde comopudo, visitando otros autos ydescansando en el de Taunus cuando elsol castigaba demasiado; sólo tres vecesle tocó correr hasta su auto, donde losviejitos parecían dormir, para hacerloavanzar junto con la columna hasta elalto siguiente. Los ganó la noche sin quehubiesen llegado a la altura del bosque.

Hacia las dos de la madrugada bajóla temperatura, y los que tenían mantasse alegraron de poder envolverse enellas. Como la columna no se movería

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hasta el alba (era algo que se sentía enel aire, que venía desde el horizonte deautos inmóviles en la noche) elingeniero y Taunus se sentaron a fumar ya charlar con el campesino del Ariane yel soldado. Los cálculos de Taunus nocorrespondían ya a la realidad, y le dijofrancamente; por la mañana habría quehacer algo para conseguir másprovisiones y bebidas. El soldado fue abuscar a los jefes de los grupos vecinos,que tampoco dormían, y se discutió elproblema en voz baja para no despertara las mujeres. Los jefes habían habladocon los responsables de los grupos másalejados, en un radio de ochenta o cien

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automóviles, y tenían la seguridad deque la situación era análoga en todaspartes. El campesino conocía bien laregión y propuso que dos o tres hombresde cada grupo salieran al alba paracomprar provisiones en las granjascercanas, mientras Taunus se ocupaba dedesignar pilotos para los autos quequedaran sin dueño durante laexpedición. La idea era buena y noresultó difícil reunir dinero entre losasistentes; se decidió que el campesino,el soldado y el amigo de Taunus iríanjuntos y llevarían todas las bolsas, redesy cantimploras disponibles. Los jefes delos otros grupos volvieron a sus

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unidades para organizar expedicionessimilares, y al amanecer se explicó lasituación a las mujeres y se hizo lonecesario para que la columna pudieraseguir avanzando. La muchacha delDauphine le dijo al ingeniero que laanciana ya estaba mejor y que insistía envolver a su ID; a las ocho llegó elmédico, que no vio inconveniente en queel matrimonio regresara a su auto. Detodos modos, Taunus decidió que el 404quedaría habilitado permanentementecomo ambulancia; los muchachos, paradivertirse, fabricaron un banderín conuna cruz roja y lo fijaron en la antena delauto. Hacía ya rato que la gente prefería

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salir lo menos posible de sus coches; latemperatura seguía bajando y a mediodíaempezaron los chaparrones y se vieronrelámpagos a la distancia. La mujer delcampesino se apresuró a recoger aguacon un embudo y una jarra de plástico,para especial regocijo de los muchachosdel Simca. Mirando todo eso, inclinadosobre el volante donde había un libroabierto que no le interesaba demasiado,el ingeniero se preguntó por qué losexpedicionarios tardaban tanto enregresar; más tarde Taunus lo llamódiscretamente a su auto y cuandoestuvieron dentro le dijo que habíanfracasado. El amigo de Taunus dio

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detalles: las granjas estabanabandonadas o la gente se negaba avenderles nada, aduciendo lasreglamentaciones sobre ventas aparticulares y sospechando que podíanser inspectores que se valían de lascircunstancias para ponerlos a prueba. Apesar de todo habían podido traer unapequeña cantidad de agua y algunasprovisiones, quizá robadas por elsoldado que sonreía sin entrar endetalles. Desde luego ya no podía pasarmucho tiempo sin que cesara elembotellamiento, pero los alimentos deque se disponía no eran los másadecuados para los dos niños y la

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anciana. El médico, que vino hacia lascuatro y media para ver a la enferma,hizo un gesto de exasperación ycansancio y dijo a Taunus que en sugrupo y en todos los grupos vecinospasaba lo mismo. Por la radio se habíahablado de una operación de emergenciapara despejar la autopista, pero apartede un helicóptero que aparecióbrevemente al anochecer no se vieronotros aprestos. De todas maneras hacíacada vez menos calor, y la gente parecíaesperar la llegada de la noche parataparse con las mantas y abolir en elsueño algunas horas más de espera.Desde su auto el ingeniero escuchaba la

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charla de la muchacha del Dauphine conel viajante del DKW, que le contabacuentos y la hacía reír sin ganas. Losorprendió ver a la señora del Beaulieuque casi nunca abandonaba su auto, ybajó para saber si necesitaba algunacosa, pero la señora buscaba solamentelas últimas noticias y se puso hablar conlas monjas. Un hastío sin nombre pesabasobre ellos al anochecer; se esperabamás del sueño que de las noticiassiempre contradictorias o desmentidas.El amigo de Taunus llegó discretamentea buscar al ingeniero, al soldado y alhombre del 203. Taunus les anunció queel tripulante del Floride acababa de

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desertar; uno de los muchachos delSimca había visto el coche vacío, ydespués de un rato se había puesto abuscar a su dueño para matar el tedio.Nadie conocía mucho al hombre gordodel Floride, que tanto había protestadoel primer día aunque después acabara dequedarse tan callado como el piloto delCaravelle. Cuando a las cinco de lamañana no quedó la menor duda de queFloride, como se divertían en llamarlolos chicos del Simca, había desertadollevándose un valija de mano yabandonando otra llena de camisas yropa interior, Taunus decidió que uno delos muchachos se haría cargo del auto

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abandonado para no inmovilizar lacolumna. A todos los había fastidiadovagamente esa deserción en laoscuridad, y se preguntaban hasta dóndehabría podido llegar Floride en su fuga através de los campos. Por lo demásparecía ser la noche de las grandesdecisiones: tendido en su cucheta del404, al ingeniero le pareció oír unquejido, pero pensó que el soldado y sumujer serían responsables de algo que,después de todo, resultaba comprensibleen plena noche y en esas circunstancias.Después lo pensó mejor y levantó lalona que cubría la ventanilla trasera; a laluz de unas pocas estrellas vio a un

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metro y medio el eterno parabrisas delCaravelle y detrás, como pegada alvidrio y un poco ladeada, la caraconvulsa del hombre. Sin hacer ruidosalió por el lado izquierdo para nodespertar a las monjas, y se acercó alCaravelle. Después buscó a Taunus, y elsoldado corrió a prevenir al médico.Desde luego el hombre se habíasuicidado tomando algún veneno; laslíneas a lápiz en la agenda bastaban, y lacarta dirigida a una tal Yvette, alguienque lo había abandonado en Vierzon.Por suerte la costumbre de dormir en losautos estaba bien establecida (lasnoches eran ya tan frías que a nadie se le

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hubiera ocurrido quedarse fuera) y apocos les preocupaba que otrosanduvieran entre los coches y sedeslizaran hacia los bordes de laautopista para aliviarse. Taunus llamó aun consejo de guerra, y el médico estuvode acuerdo con su propuesta. Dejar elcadáver al borde de la autopistasignificaba someter a los que venían másatrás a una sorpresa por lo menospenosa: llevarlo más lejos, en plenocampo, podía provocar la violentarepulsa de los lugareños, que la nocheanterior habían amenazado y golpeado aun muchacho de otro grupo que buscabade comer. El campesino del Ariane y el

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viajante del DKW tenían lo necesariopara cerrar herméticamente elportaequipaje del Caravelle. Cuandoempezaban su trabajo se les agregó lamuchacha del Dauphine, que se colgótemblando del brazo del ingeniero. Él leexplicó en voz baja lo que acababa deocurrir y la devolvió a su auto, ya mástranquila. Taunus y sus hombres habíanmetido el cuerpo en el portaequipajes, yel viajante trabajó con scotch tape ytubos de cola líquida a la luz de lalinterna del soldado. Como la mujer del203 sabía conducir, Taunus resolvió quesu marido se haría cargo del Caravelleque quedaba a la derecha del 203; así,

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por la mañana, la niña del 203descubrió que su papá tenía otro auto, yjugó horas y horas a pasar de uno a otroy a instalar parte de sus juguetes en elCaravelle.

Por primera vez el frío se hacíasentir en pleno día, y nadie pensaba enquitarse las chaquetas. La muchacha delDauphine y las monjas hicieron elinventario de los abrigos disponibles enel grupo. Había unos pocos pulóveresque aparecían por casualidad en losautos o en alguna valija, mantas, algunagabardina o abrigo ligero. Se establecióuna lista de prioridades, sedistribuyeron los abrigos. Otra vez

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volvía a faltar el agua, y Taunus envió atres de sus hombres, entre ellos elingeniero, para que trataran deestablecer contacto con los lugareños.Sin que pudiera saberse por qué, laresistencia exterior era total; bastabasalir del límite de la autopista para quedesde cualquier sitio llovieran piedras.En plena noche alguien tiró una guadañaque golpeó el techo del DKW y cayó allado del Dauphine. El viajante se pusomuy pálido y no se movió de su auto,pero el americano del De Soto (que noformaba parte del grupo de Taunus peroque todos apreciaban por su buen humory sus risotadas) vino a la carrera y

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después de revolear la guadaña ladevolvió campo afuera con todas susfuerzas, maldiciendo a gritos. Sinembargo, Taunus no creía que convinieraahondar la hostilidad; quizás fuesetodavía posible hacer una salida enbusca de agua.

Ya nadie llevaba la cuenta de lo quese había avanzado ese día o esos días; lamuchacha del Dauphine creía que entreochenta y doscientos metros; elingeniero era menos optimista pero sedivertía en prolongar y complicar loscálculos con su vecina, interesado de aratos en quitarle la compañía delviajante del DKW que le hacía la corte a

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su manera profesional. Esa misma tardeel muchacho encargado del Floridecorrió a avisar a Taunus que un FordMercury ofrecía agua a buen precio.Taunus se negó, pero al anochecer unade las monjas le pidió al ingeniero unsorbo de agua para la anciana del ID quesufría sin quejarse, siempre tomada dela mano de su marido y atendidaalternativamente por las monjas y lamuchacha del Dauphine. Quedaba mediolitro de agua, y las mujeres lo destinarona la anciana y a la señora del Beaulieu.Esa misma noche Taunus pagó de subolsillo dos litros de agua; el FordMercury prometió conseguir más para el

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día siguiente, al doble del precio.Era difícil reunirse para discutir,

porque hacía tanto frío que nadieabandonaba los autos como no fuera porun motivo imperioso. Las bateríasempezaban a descargarse y no se podíahacer funcionar todo el tiempo lacalefacción; Taunus decidió que los doscoches mejor equipados se reservaríanllegado el caso para los enfermos.Envueltos en mantas (los muchachos delSimca habían arrancado el tapizado desu auto para fabricarse chalecos ygorros, y otros empezaron a imitarlos),cada uno trataba de abrir lo menosposible las portezuelas para conservar

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el calor. En alguna de esas nochesheladas el ingeniero oyó llorarahogadamente a la muchacha delDauphine. Sin hacer ruido, abrió poco apoco la portezuela y tanteó en la sombrahasta rozar una mejilla mojada. Casi sinresistencia la chica se dejó atraer al404; el ingeniero la ayudó a tenderse enla cucheta, la abrigó con la única mantay le echó encima una gabardina. Laoscuridad era más densa en el cocheambulancia, con sus ventanillas tapadaspor las lonas de la tienda. En algúnmomento el ingeniero bajó los dosparasoles y colgó de ellos su camisa yun pulóver para aislar completamente el

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auto. Hacia el amanecer ella le dijo aloído que antes de empezar a llorar habíacreído ver a lo lejos, sobre la derecha,las luces de una ciudad.

Quizá fuera una ciudad pero lasnieblas de la mañana no dejaban ver ni aveinte metros. Curiosamente ese día lacolumna avanzó bastante más, quizásdoscientos o trescientos metros.Coincidió con nuevos anuncios de laradio (que casi nadie escuchaba, salvoTaunus que se sentía obligado amantenerse al corriente); los locutoreshablaban enfáticamente de medidas deexcepción que liberarían la autopista, yse hacían referencias al agotador trabajo

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de las cuadrillas camineras y de lasfuerzas policiales. Bruscamente, una delas monjas deliró. Mientras sucompañera la contemplaba aterrada y lamuchacha del Dauphine le humedecíalas sienes con un resto de perfume, lamonja habló de Armagedón, del novenodía, de la cadena de cinabrio. El médicovino mucho después, abriéndose pasoentre la nieve que caía desde elmediodía y amurallaba poco a poco losautos. Deploró la carencia de unainyección calmante y aconsejó quellevaran a la monja a un auto con buenacalefacción. Taunus la instaló en sucoche, y el niño pasó al Caravelle donde

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también estaba su amiguita del 203;jugaban con sus autos y se divertíanmucho porque eran los únicos que nopasaban hambre. Todo ese día y lossiguientes nevó casi de continuo, ycuando la columna avanzaba unosmetros había que despejar con mediosimprovisados las masas de nieveamontonadas entre los autos.

A nadie se le hubiera ocurridoasombrarse por la forma en que seobtenían las provisiones y el agua. Loúnico que podía hacer Taunus eraadministrar los fondos comunes y tratarde sacar el mejor partido posible dealgunos trueques. El Ford Mercury y un

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Porsche venían cada noche a traficar conlas vituallas; Taunus y el ingeniero seencargaban de distribuirlas de acuerdocon el estado físico de cada uno.Increíblemente la anciana del IDsobrevivía, perdida en un sopor que lasmujeres se cuidaban de disipar. Laseñora del Beaulieu que unos días anteshabía sufrido de náuseas y vahídos, sehabía repuesto con el frío y era de lasque más ayudaban a la monja a cuidar asu compañera, siempre débil y un pocoextraviada. La mujer del soldado y ladel 203 se encargaban de los dos niños;el viajante del DKW, quizá paraconsolarse de que la ocupante del

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Dauphine hubiera preferido al ingeniero,pasaba horas contándoles cuentos a losniños. En la noche los grupos ingresabanen otra vida sigilosa y privada; lasportezuelas se abrían silenciosamentepara dejar entrar o salir alguna siluetaaterida; nadie miraba a los demás, losojos estaban tan ciegos como la sombramisma. Bajo mantas sucias, con manosde uñas crecidas, oliendo a encierro y aropa sin cambiar, algo de felicidadduraba aquí y allá. La muchacha delDauphine no se había equivocado: a lolejos brillaba una ciudad, y poco y apoco se irían acercando. Por las tardesel chico del Simca se trepaba al techo

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de su coche, vigía incorregible envueltoen pedazos de tapizado y estopa verde.Cansado de explorar el horizonte inútil,miraba por milésima vez los autos quelo rodeaban; con alguna envidiadescubría a Dauphine en el auto del 404,una mano acariciando un cuello, el finalde un beso. Por pura broma, ahora quehabía reconquistado la amistad del 404,les gritaba que la columna iba amoverse; entonces Dauphine tenía queabandonar al 404 y entrar en su auto,pero al rato volvía a pasarse en buscade calor, y al muchacho del Simca lehubiera gustado tanto poder traer a sucoche a alguna chica de otro grupo, pero

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no era ni para pensarlo con ese frío yesa hambre, sin contar que el grupo demás adelante estaba en franco tren dehostilidad con el de Taunus por unahistoria de un tubo de leche condensada,y salvo las transacciones oficiales conFord Mercury y con Porsche no habíarelación posible con los otros grupos.Entonces el muchacho del Simcasuspiraba descontento y volvía a hacerde vigía hasta que la nieve y el frío loobligaban a meterse tiritando en su auto.

Pero el frío empezó a ceder, ydespués de un período de lluvias yvientos que enervaron los ánimos yaumentaron las dificultades de

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aprovisionamiento, siguieron díasfrescos y soleados en que ya era posiblesalir de los autos, visitarse, reanudarrelaciones con los grupos vecinos. Losjefes habían discutido la situación, yfinalmente se logró hacer la paz con elgrupo de más adelante. De la bruscadesaparición de Ford Mercury se hablómucho tiempo sin que nadie supiera loque había podido ocurrirle, peroPorsche siguió viniendo y controlando elmercado negro. Nunca faltaban del todoel agua o las conservas, aunque losfondos del grupo disminuían y Taunus yel ingeniero se preguntaban quéocurriría el día en que no hubiera más

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dinero para Porsche. Se habló de ungolpe de mano, de hacerlo prisionero yexigirle que revelara la fuente de lossuministros, pero en esos días lacolumna había avanzado un buen trechoy los jefes prefirieron seguir esperandoy evitar el riesgo de echarlo todo aperder por una decisión violenta. Alingeniero, que había acabado por cedera una indiferencia casi agradable, losobresaltó por un momento el tímidoanuncio de la muchacha del Dauphine,pero después comprendió que no sepodía hacer nada para evitarlo y la ideade tener un hijo de ella acabó porparecerle tan natural como el reparto

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nocturno de las provisiones o los viajesfurtivos hasta el borde de la autopista.Tampoco la muerte de la anciana del IDpodía sorprender a nadie. Hubo quetrabajar otra vez en plena noche,acompañar y consolar al marido que nose resignaba a entender. Entre dos de losgrupos de vanguardia estalló una pelea yTaunus tuvo que oficiar de árbitro yresolver precariamente la diferencia.Todo sucedía en cualquier momento, sinhorarios previsibles; lo más importanteempezó cuando ya nadie lo esperaba, yal menos responsable le tocó darsecuenta el primero. Trepado en el techodel Simca, el alegre vigía tuvo la

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impresión de que el horizonte habíacambiado (era el atardecer, un solamarillento deslizaba su luz rasante ymezquina) y que algo inconcebibleestaba ocurriendo a quinientos metros, atrescientos, a doscientos cincuenta. Se logritó al 404 y el 404 le dijo algoDauphine que se pasó rápidamente a suauto cuando ya Taunus, el soldado y elcampesino venían corriendo y desde eltecho del Simca el muchacho señalabahacia adelante y repetíainterminablemente el anuncio como siquisiera convencerse de que lo queestaba viendo era verdad; entoncesoyeron la conmoción, algo como un

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pesado pero incontenible movimientomigratorio que despertaba de uninterminable sopor y ensayaba susfuerzas. Taunus les ordenó a gritos quevolvieran a sus coches; el Beaulieu, elID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaroncon un mismo impulso. Ahora el 2HP, elTaunus, el Simca y el Ariane empezabana moverse, y el muchacho del Simca,orgulloso de algo que era como sutriunfo, se volvía hacia el 404 y agitabael brazo mientras el 404, el Dauphine, el2HP de las monjas y el DKW se poníana su vez en marcha. Pero todo estaba ensaber cuánto iba a durar eso; el 404 selo preguntó casi por rutina mientras se

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mantenía a la par de Dauphine y lesonreía para darle ánimo. Detrás, elVolkswagen, el Caravelle, el 203 y elFloride arrancaban a su vez lentamente,un trecho en primera velocidad, despuésla segunda, interminablemente lasegunda pero ya sin desembragar comotantas veces, con el pie firme en elacelerador, esperando poder pasar atercera. Estirando el brazo izquierdo el404 buscó la mano de Dauphine, rozóapenas la punta de sus dedos, vio en sucara una sonrisa de incrédula esperanzay pensó que iban a llegar a París y quese bañarían, que irían juntos a cualquierlado, a su casa o a la de ella a bañarse,

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a comer, a bañarse interminablemente ya comer y beber, y que después habríamuebles, habría un dormitorio conmuebles y un cuarto de baño con espumade jabón para afeitarse de verdad, yretretes, comidas y retretes y sábanas,París era un retrete y dos sábanas y elagua caliente por el pecho y las piernas,y una tijera de uñas, y vino blanco,beberían vino blanco antes de besarse ysentirse oler a lavanda y a colonia, antesde conocerse de verdad a plena luz,entre sábanas limpias, y volver abañarse por juego, amarse y bañarse ybeber y entrar en la peluquería, entrar enel baño, acariciar las sábanas y

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acariciarse entre las sábanas y amarseentre la espuma y la lavanda y loscepillos antes de empezar a pensar en loque iban a hacer, en el hijo y losproblemas y el futuro, y todo esosiempre que no se detuvieran, que lacolumna continuara aunque todavía no sepudiese subir a la tercera velocidad,seguir así en segunda, pero seguir. Conlos paragolpes rozando el Simca, el 404se echó atrás en el asiento, sintióaumentar la velocidad, sintió que podíaacelerar sin peligro de irse contra elSimca, y que el Simca aceleraba sinpeligro de chocar contra el Beaulieu, yque detrás venía el Caravelle y que

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todos aceleraban más y más, y que ya sepodía pasar a tercera sin que el motorpenara, y la palanca calzóincreíblemente en la tercera y la marchase hizo suave y se aceleró todavía más,y el 404 miró enternecido ydeslumbrado a su izquierda buscandolos ojos de Dauphine. Era natural quecon tanta aceleración las filas ya no semantuvieran paralelas. Dauphine sehabía adelantado casi un metro y el 404le veía la nuca y apenas el perfil,justamente cuando ella se volvía paramirarlo y hacía un gesto de sorpresa alver que el 404 se retrasaba todavía más.Tranquilizándola con una sonrisa el 404

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aceleró bruscamente, pero casi enseguida tuvo que frenar porque estaba apunto de rozar el Simca; le tocósecamente la bocina y el muchacho delSimca lo miró por el retrovisor y le hizoun gesto de impotencia, mostrándole conla mano izquierda el Beaulieu pegado asu auto. El Dauphine iba tres metros másadelante, a la altura del Simca, y la niñadel 203, al nivel del 404, agitaba losbrazos y le mostraba su muñeca. Unamancha roja a la derecha desconcertó al404; en vez del 2HP de las monjas o delVolkswagen del soldado vio unChevrolet desconocido, y casi enseguida el Chevrolet se adelantó seguido

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por un Lancia y por un Renault 8. A suizquierda se le apareaba un ID queempezaba a sacarle ventaja metro ametro, pero antes de que fuera sustituidopor un 403, el 404 alcanzó a distinguirtodavía en la delantera el 203 queocultaba ya a Dauphine. El grupo sedislocaba, ya no existía. Taunus debía deestar a más de veinte metros adelante,seguido de Dauphine; al mismo tiempola tercera fila de la izquierda se atrasabaporque en vez del DKW del viajante, el404 alcanzaba a ver la parte trasera deun viejo furgón negro, quizá un Citroën oun Peugeot. Los autos corrían en tercera,adelantándose o perdiendo terreno según

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el ritmo de su fila, y a los lados de laautopista se veían huir los árboles,algunas casas entre las masas de nieblay el anochecer. Después fueron las lucesrojas que todos encendían siguiendo elejemplo de los que iban adelante, lanoche que se cerraba bruscamente. Decuando en cuando sonaban bocinas, lasagujas de los velocímetros subían cadavez más, algunas filas corrían a setentakilómetros, otras a sesenta y cinco,algunas a sesenta. El 404 había esperadotodavía que el avance y el retroceso delas filas le permitiera alcanzar otra vez aDauphine, pero cada minuto lo ibaconvenciendo de que era inútil, que el

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grupo se había disueltoirrevocablemente, que ya no volverían arepetirse los encuentros rutinarios, losmínimos rituales, los consejos de guerraen el auto de Taunus, las caricias deDauphine en la paz de la madrugada, lasrisas de los niños jugando con sus autos,la imagen de la monja pasando lascuentas del rosario. Cuando seencendieron las luces de los frenos delSimca, el 404 redujo la marcha con unabsurdo sentimiento de esperanza, yapenas puesto el freno de mano saltó delauto y corrió hacia adelante. Fuera delSimca y el Beaulieu (más atrás estaría elCaravelle, pero poco le importaba) no

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reconoció ningún auto; a través decristales diferentes lo miraban consorpresa y quizá escándalo otros rostrosque no había visto nunca. Sonaban lasbocinas, y el 404 tuvo que volver a suauto; el chico del Simca le hizo un gestoamistoso, como si comprendiera, yseñaló alentadoramente en dirección deParís. La columna volvía a ponerse enmarcha, lentamente durante unos minutosy luego como si la autopista estuvieradefinitivamente libre. A la izquierda del404 corría un Taunus, y por un segundoal 404 le pareció que el grupo serecomponía, que todo entraba en elorden, que se podría seguir adelante sin

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destruir nada. Pero era un Taunus verde,y en el volante había una mujer conanteojos ahumados que miraba fijamentehacia adelante. No se podía hacer otracosa que abandonarse a la marcha,adaptarse mecánicamente a la velocidadde los autos que lo rodeaban, no pensar.En el Volkswagen del soldado debíaestar su chaqueta de cuero. Taunus teníala novela que él había leído en losprimeros días. Un frasco de lavanda casivacío en el 2HP de las monjas. Y éltenía ahí, tocándolo a veces con la manoderecha, el osito de felpa que Dauphinele había regalado como mascota.Absurdamente se aferró a la idea de que

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a las nueve y media se distribuirían losalimentos, habría que visitar a losenfermos, examinar la situación conTaunus y el campesino del Ariane;después sería la noche, sería Dauphinesubiendo sigilosamente a su auto, lasestrellas o las nubes, la vida. Sí, teníaque ser así, no era posible que esohubiera terminado para siempre. Tal vezel soldado consiguiera una ración deagua, que había escaseado en las últimashoras; de todos modos se podía contarcon Porsche, siempre que se le pagara elprecio que pedía. Y en la antena de laradio flotaba locamente la bandera conla cruz roja, y se corría a ochenta

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kilómetros por hora hacia las luces quecrecían poco a poco, sin que ya sesupiera bien por qué tanto apuro, porqué esa carrera en la noche entre autosdesconocidos donde nadie sabía nada delos otros, donde todo el mundo mirabafijamente hacia adelante, exclusivamentehacia adelante.

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LA SALUD DE LOSENFERMOS

Cuando inesperadamente tía Cleliase sintió mal, en la familia hubo unmomento de pánico y por varias horasnadie fue capaz de reaccionar y discutirun plan de acción, ni siquiera tío Roqueque encontraba siempre la salida másatinada. A Carlos lo llamaron porteléfono a la oficina, Rosa y Pepedespidieron a los alumnos de piano ysolfeo, y hasta tía Clelia se preocupómás por mamá que por ella misma.Estaba segura de que lo que sentía noera grave, pero a mamá no se le podían

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dar noticias inquietantes con su presióny su azúcar, de sobra sabían todos que eldoctor Bonifaz había sido el primero encomprender y aprobar que le ocultaran amamá lo de Alejandro. Si tía Cleliatenía que guardar cama era necesarioencontrar alguna manera de que mamáno sospechara que estaba enferma, peroya lo de Alejandro se había vuelto tandifícil y ahora se agregaba esto; lamenor equivocación, y acabaría porsaber la verdad. Aunque la casa eragrande, había que tener en cuenta el oídotan afinado de mamá y su inquietantecapacidad para adivinar dónde estabacada uno. Pepa, que había llamado al

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doctor Bonifaz desde el teléfono dearriba, avisó a sus hermanos que elmédico vendría lo antes posible y quedejaran entornada la puerta cancel paraque entrase sin llamar. Mientras Rosa ytío Roque atendían a tía Clelia que habíatenido dos desmayos y se quejaba de uninsoportable dolor de cabeza, Carlos sequedó con mamá para contarle lasnovedades del conflicto diplomático conel Brasil y leerle las últimas noticias.Mamá estaba de buen humor esa tarde yno le dolía la cintura como casi siemprea la hora de la siesta. A todos les fuepreguntando qué les pasaba que parecíantan nerviosos, y en la casa se habló de la

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baja presión y de los efectos nefastos delos mejoradores en el pan. A la hora delté vino tío Roque a charlar con mamá, yCarlos pudo darse un baño y quedarse ala espera del médico. Tía Clelia seguíamejor, pero le costaba moverse en lacama y ya casi no se interesaba por loque tanto la había preocupado al salirdel primer vahído. Pepa y Rosa seturnaron junto a ella, ofreciéndole té yagua sin que les contestara; la casa seapaciguó con el atardecer y loshermanos se dijeron que tal vez lo de tíaClelia no era grave, y que a la tardesiguiente volvería a entrar en eldormitorio de mamá como si no le

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hubiese pasado nada.Con Alejandro las cosas habían sido

mucho peores, porque Alejandro sehabía matado en un accidente de auto apoco de llegar a Montevideo donde loesperaban en casa de un ingenieroamigo. Ya hacía casi un año de eso, perosiempre seguía siendo el primer día paralos hermanos y los tíos, para todosmenos para mamá, ya que para mamáAlejandro estaba en el Brasil donde unafirma de Recife le había encargado lainstalación de una fábrica de cemento.La idea de preparar a mamá, deinsinuarle que Alejandro había tenido unaccidente y que estaba levemente herido,

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no se les había ocurrido siquieradespués de las prevenciones del doctorBonifaz. Hasta María Laura, más allá detoda comprensión en esas primerashoras, había admitido que no era posibledarle la noticia a mamá. Carlos y elpadre de María Laura viajaron alUruguay para traer el cuerpo deAlejandro, mientras la familia cuidabacomo siempre de mamá que ese díaestaba dolorida y difícil. El club deingeniería aceptó que el velorio sehiciera en su sede y Pepa, la másocupada con mamá, ni siquiera alcanzó aver el ataúd de Alejandro mientras losotros se turnaban de hora en hora y

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acompañaban a la pobre María Lauraperdida en un horror sin lágrimas. Comocasi siempre, a tío Roque le tocó pensar.Habló de madrugada con Carlos, quelloraba silenciosamente a su hermanocon la cabeza apoyada en la carpetaverde de la mesa del comedor dondetantas veces habían jugado a las cartas.Después se les agregó tía Clelia, porquemamá dormía toda la noche y no habíaque preocuparse por ella. Con elacuerdo tácito de Rosa y de Pepa,decidieron las primeras medidas,empezando por el secuestro de LaNación—a veces mamá se animaba aleer el diario unos minutos— y todos

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estuvieron de acuerdo con lo que habíapensado el tío Roque. Fue así como unaempresa brasileña contrató a Alejandropara que pasara un año en Recife, yAlejandro tuvo que renunciar en pocashoras a sus breves vacaciones en casadel ingeniero amigo, hacer su valija ysaltar al primer avión. Mamá tenía quecomprender que eran nuevos tiempos,que los industriales no entendían desentimientos, pero Alejandro yaencontraría la manera de tomarse unasemana de vacaciones a mitad de año ybajar a Buenos Aires. A mamá lepareció muy bien todo eso, aunque lloróun poco y hubo que darle a respirar sus

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sales. Carlos, que sabía hacerla reír, ledijo que era una vergüenza que llorarapor el primer éxito del benjamín de lafamilia, y que a Alejandro no le hubieragustado enterarse de que recibían así lanoticia de su contrato. Entonces mamá setranquilizó y dijo que bebería un dedode málaga a la salud de Alejandro.Carlos salió bruscamente a buscar elvino, pero fue Rosa quien lo trajo yquien brindó con mamá.

La vida de mamá era bien penosa, yaunque poco se quejaba había que hacertodo lo posible por acompañarla ydistraerla. Cuando al día siguiente delentierro de Alejandro se extrañó de que

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María Laura no hubiese venido avisitarla como todos los jueves, Pepafue por la tarde a casa de los Novallipara hablar con María Laura. A esa horatío Roque estaba en el estudio de unabogado amigo, explicándole lasituación; el abogado prometió escribirinmediatamente a su hermano quetrabajaba en Recife (las ciudades no seelegían al azar en casa de mamá) yorganizar lo de la correspondencia. Eldoctor Bonifaz ya había visitado comopor casualidad a mamá, y después deexaminarle la vista la encontró bastantemejor pero le pidió que por unos días seabstuviera de leer los diarios. Tía Clelia

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se encargó de comentarle las noticiasmás interesantes; por suerte a mamá nole gustaban los noticieros radialesporque eran vulgares y a cada rato habíaavisos de remedios nada seguros que lagente tomaba contra viento y marea y asíles iba.

María Laura vino el viernes por latarde y habló de lo mucho que tenía queestudiar para los exámenes dearquitectura.

—Sí, mi hijita —dijo mamá,mirándola con afecto—. Tenés los ojoscolorados de leer, y eso es malo. Poneteunas compresas con hamamelis, que eslo mejor que hay.

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Rosa y Pepa estaban ahí paraintervenir a cada momento en laconversación, y María Laura pudoresistir y hasta sonrió cuando mamá sepuso a hablar de ese pícaro de novioque se iba tan lejos y casi sin avisar. Lajuventud moderna era así, el mundo sehabía vuelto loco y todos andabanapurados y sin tiempo para nada.Después mamá se perdió en las yasabidas anécdotas de padres y abuelos,y vino el café y después entró Carloscon bromas y cuentos, y en algúnmomento tío Roque se paró en la puertadel dormitorio y los miró con su airebonachón, y todo pasó como tenía que

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pasar hasta la hora del descanso demamá.

La familia se fue habituando, aMaría Laura le costó más pero encambio sólo tenía que ver a mamá losjueves; un día llegó la primera carta deAlejandro (mamá se había extrañado yados veces de su silencio) y Carlos se laleyó al pie de la cama. A Alejandro lehabía encantado Recife, hablaba delpuerto, de los vendedores de papagayosy del sabor de los refrescos, a la familiase le hacía agua la boca cuando seenteraba de que los ananás no costabannada, y que el café era de verdad y conuna fragancia… Mamá pidió que le

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mostraran el sobre, y dijo que habríaque darle la estampilla al chico de losMarolda que era filatelista, aunque aella no le gustaba nada que los chicosanduvieran con las estampillas porquedespués no se lavaban las manos y lasestampillas habían rodado por todo elmundo.

—Les pasan la lengua para pegarlas—decía siempre mamá— y losmicrobios quedan ahí y se incuban, essabido. Pero dásela lo mismo, total yatiene tantas que una más…

Al otro día mamá llamó a Rosa y ledictó una carta para Alejandro,preguntándole cuándo iba a poder

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tomarse vacaciones y si el viaje no lecostaría demasiado. Le explicó cómo sesentía y le habló del ascenso queacababan de darle a Carlos y del premioque había sacado uno de los alumnos depiano de Pepa. También le dijo queMaría Laura la visitaba sin faltar ni unsolo jueves, pero que estudiabademasiado y que eso era malo para lavista. Cuando la carta estuvo escrita,mamá la firmó al pie con un lápiz, ybesó suavemente el papel. Pepa selevantó con el pretexto de ir a buscar unsobre, y tía Clelia vino con las pastillasde las cinco y unas flores para el jarrónde la cómoda.

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Nada era fácil, porque en esa épocala presión de mamá subió todavía más yla familia llegó a preguntarse si nohabría alguna influencia inconsciente,algo que desbordaba delcomportamiento de todos ellos, unainquietud y un desánimo que hacían dañoa mamá a pesar de las precauciones y lafalsa alegría. Pero no podía ser, porquea fuerza de fingir las risas todos habíanacabado por reírse de veras con mamá,y a veces se hacían bromas y se tirabanmanotazos aunque no estuvieran conella, y después se miraban como si sedespertaran bruscamente, y Pepa seponía muy colorada y Carlos encendía

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un cigarrillo con la cabeza gacha. Loúnico importante en el fondo era quepasara el tiempo y que mamá no se diesecuenta de nada. Tío Roque habíahablado con el doctor Bonifaz, y todosestaban de acuerdo en que había quecontinuar indefinidamente la comediapiadosa, como la calificaba tía Clelia.El único problema eran las visitas deMaría Laura porque mamá insistíanaturalmente en hablar de Alejandro,quería saber si se casarían apenas élvolviera de Recife o si ese loco de hijoiba a aceptar otro contrato lejos y portanto tiempo. No quedaba más remedioque entrar a cada momento en el

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dormitorio y distraer a mamá, quitarle aMaría Laura que se mantenía muy quietaen su silla, con las manos apretadashasta hacerse daño, pero un día mamá lepreguntó a tía Clelia por qué todos seprecipitaban en esa forma cuando MaríaLaura venía a verla, como si fuera laúnica ocasión que tenían de estar conella. Tía Clelia se echó a reír y le dijoque todos veían un poco a Alejandro enMaría Laura, y que por eso les gustabaestar con ella cuando venía.

—Tenés razón, María Laura es tanbuena —dijo mamá—. El bandido de mihijo no se la merece, creéme.

—Mirá quién habla —dijo tía Clelia

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—. Si se te cae la baba cuando nombrása tu hijo.

Mamá también se puso a reír, y seacordó de que en esos días iba a llegarcarta de Alejandro. La carta llegó y tíoRoque la trajo junto con el té de lascinco. Esa vez mamá quiso leer la cartay pidió sus anteojos de ver cerca. Leyóaplicadamente, como si cada frase fueraun bocado que había que dar vueltas yvueltas paladeándolo.

—Los muchachos de ahora no tienenrespeto —dijo sin darle demasiadaimportancia—. Está bien que en mitiempo no se usaban esas máquinas, peroyo no me hubiera atrevido jamás a

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escribir así a mi padre, ni vos tampoco.—Claro que no —dijo tío Roque—.

Con el genio que tenía el viejo.—A vos no se te cae nunca eso del

viejo, Roque. Sabés que no me gustaoírtelo decir, pero te da igual. Acordatecómo se ponía mamá.

—Bueno, está bien. Lo de viejo esuna manera de decir, no tiene nada quever con el respeto.

—Es muy raro —dijo mamá,quitándose los anteojos y mirando lasmolduras del cielo raso—. Ya van cincoo seis cartas de Alejandro, y en ninguname llama… Ah, Pero es un secreto entrelos dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me

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ha llamado así ni una sola vez?—A lo mejor al muchacho le parece

tonto escribírtelo. Una cosa es que tediga… ¿cómo te dice…?

—Es un secreto —dijo mamá—. Unsecreto entre mi hijito y yo.

Ni Pepa ni Rosa sabían de esenombre, y Carlos se encogió de hombroscuando le preguntamos.

—¿Qué querés, tío? Lo más quepuedo hacer es falsificarle la firma. Yocreo que mamá se va a olvidar de eso,no te lo tomes tan a pecho.

A los cuatro o cinco meses, despuésde una carta de Alejandro en la queexplicaba lo mucho que tenía que hacer

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(aunque estaba contento porque era unagran oportunidad para un ingenierojoven), mamá insistió en que ya eratiempo de que se tomara unasvacaciones y bajara a Buenos Aires. ARosa, que escribía la respuesta demamá, le pareció que dictaba máslentamente, como si hubiera estadopensando mucho cada frase.

—Vaya a saber si el pobre podrávenir —comentó Rosa como al descuido—. Sería una lástima que se malquistecon la empresa justamente ahora que leva tan bien y está tan contento.

Mamá siguió dictando como si nohubiera oído. Su salud dejaba mucho

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que desear y le hubiera gustado ver aAlejandro, aunque sólo fuese por unosdías. Alejandro tenía que pensar tambiénen María Laura, no porque ella creyeseque descuidaba a su novia, pero uncariño no vive de palabras bonitas ypromesas a la distancia. En fin, esperabaque Alejandro le escribiera pronto conbuenas noticias. Rosa se fijó que mamáno besaba el papel después de firmar,pero que miraba fijamente la carta comosi quisiera grabársela en la memoria.«Pobre Alejandro», pensó Rosa, ydespués se santiguó bruscamente sin quemamá la viera.

—Mirá —le dijo tío Roque a Carlos

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cuando esa noche se quedaron solospara su partida de dominó—, yo creoque esto se va a poner feo. Habrá queinventar alguna cosa plausible, o al finalse dará cuenta.

—Qué sé yo, tío. Lo mejor será queAlejandro conteste de una manera que ladeje contenta por un tiempo más. Lapobre está tan delicada, no se puede nipensar en…

—Nadie habló de eso, muchacho.Pero yo te digo que tu madre es de lasque no aflojan. Está en la familia, che.

Mamá leyó sin hacer comentarios larespuesta evasiva de Alejandro, quetrataría de conseguir vacaciones apenas

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entregara el primer sector instalado dela fábrica. Cuando esa tarde llegó MaríaLaura, le pidió que intercediera para queAlejandro viniese aunque no fuera másque una semana a Buenos Aires. MaríaLaura le dijo después a Rosa que mamáse lo había pedido en el único momentoen que nadie más podía escucharla. TíoRoque fue el primero en sugerir lo quetodos habían pensado ya tantas veces sinanimarse a decirlo por lo claro, ycuando mamá le dictó a Rosa otra cartapara Alejandro, insistiendo en queviniera, se decidió que no quedaba másremedio que hacer la tentativa y ver simamá estaba en condiciones de recibir

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una primera noticia desagradable.Carlos consultó al doctor Bonifaz, queaconsejó prudencia y unas gotas.Dejaron pasar el tiempo necesario, y unatarde tío Roque vino a sentarse a lospies de la cama de mamá, mientras Rosacebaba un mate y miraba por la ventanadel balcón, al lado de la cómoda de losremedios.

—Fijate que ahora empiezo aentender un poco por qué este diablo desobrino no se decide a venir a vernos —dijo tío Roque—. Lo que pasa es que note ha querido afligir, sabiendo quetodavía no estás bien.

Mamá lo miró como si no

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comprendiera.—Hoy telefonearon los Novalli,

parece que María Laura recibió noticiasde Alejandro. Está bien, pero no va apoder viajar por unos meses.

—¿Por qué no va a poder viajar? —preguntó mamá.

—Porque tiene algo en un pie,parece. En el tobillo, creo. Hay quepreguntarle a María Laura para que digalo que pasa. El viejo Novalli habló deuna fractura o algo así.

—¿Fractura de tobillo? —dijomamá.

Antes de que tío Roque pudieracontestar, ya Rosa estaba con el frasco

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de sales. El doctor Bonifaz vino enseguida, y todo pasó en unas horas, perofueron horas largas y el doctor Bonifazno se separó de la familia hasta entradala noche. Recién dos días después mamáse sintió lo bastante repuesta como parapedirle a Pepa que le escribiera aAlejandro. Cuando Pepa, que no habíaentendido bien, vino como siempre conel block y la lapicera, mamá cerró losojos y negó con la cabeza.

—Escribile vos, nomás. Decile quese cuide.

Pepa obedeció, sin saber por quéescribía una frase tras otra puesto quemamá no iba a leer la carta. Esa noche

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le dijo a Carlos que todo el tiempo,mientras escribía al lado de la cama demamá, había tenido la absolutaseguridad de que mamá no iba a leer ni afirmar esa carta. Seguía con los ojoscerrados y no los abrió hasta la hora dela tisana: parecía haberse olvidado,estar pensando en otras cosas.

Alejandro contestó con el tono másnatural del mundo, explicando que nohabía querido contar lo de la fracturapara no afligirla. Al principio, se habíanequivocado y le habían puesto un yesoque hubo que cambiar, pero ya estabamejor y en unas semanas podría empezara caminar. En total tenía para unos dos

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meses aunque lo malo era que su trabajose había retrasado una barbaridad en elpeor momento, y…

Carlos, que leía la carta en voz alta,tuvo la impresión de que mamá no loescuchaba como otras veces. De cuandoen cuando miraba el reloj, lo que en ellaera signo de impaciencia. A las sieteRosa tenía que traerle el caldo con lasgotas del doctor Bonifaz, y eran las sietey cinco.

—Bueno —dijo Carlos, doblando lacarta—. Ya ves que todo va bien, al pibeno le ha pasado nada serio.

—Claro —dijo mamá—. Mirá,decile a Rosa que se apure, querés.

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A María Laura, mamá le escuchóatentamente las explicaciones sobre lafractura de Alejandro y hasta le dijo quele recomendara unas fricciones que tantobien le habían hecho a su padre cuandola caída del caballo en Matanzas. Casien seguida, como si formara parte de lamisma frase, preguntó si no le podíandar unas gotas de agua de azahar, quesiempre le aclaraban la cabeza.

La primera en hablar fue MaríaLaura, esa misma tarde. Se lo dijo aRosa en la sala, antes de irse, y Rosa sequedó mirándola como si no pudieracreer lo que había oído.

—Por favor —dijo Rosa—. ¿Cómo

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podés imaginarte una cosa así?—No me la imagino, es la verdad —

dijo María Laura—. Y yo no vuelvomás, Rosa, pídanme lo que quieran, peroyo no vuelvo a entrar en esa pieza.

En el fondo a nadie le pareciódemasiado absurda la fantasía de MaríaLaura. Pero Clelia resumió elsentimiento de todos cuando dijo que enuna casa como la de ellos un deber eraun deber. A Rosa le tocó ir a lo de losNovalli, pero María Laura tuvo unataque de llanto tan histérico que noquedó más remedio que acatar sudecisión; Pepa y Rosa empezaron esamisma tarde a hacer comentarios sobre

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lo mucho que tenía que estudiar la pobrechica y lo cansada que estaba. Mamá nodijo nada, y cuando llegó el jueves nopreguntó por María Laura. Ese jueves secumplían diez meses de la partida deAlejandro al Brasil. La empresa estabatan satisfecha de sus servicios, que unassemanas después le propusieron unarenovación del contrato por otro año,siempre que aceptara irse de inmediatoa Belén para instalar otra fábrica. A tíoRoque le parecía eso formidable, ungran triunfo para un muchacho de tanpocos años.

—Alejandro fue siempre el másinteligente —explicó mamá—. Así como

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Carlos es el más tesonero.—Tenés razón —dijo Roque,

preguntándose de pronto qué mosca lehabría picado aquel día a María Laura—. La verdad es que te han salido unoshijos que valen la pena, hermana.

—Oh, sí, no me puedo quejar. A supadre le hubiera gustado verlos yagrandes. Las chicas, tan buenas, y elpobre Carlos, tan de su casa.

—Y Alejandro, con tanto porvenir.—Ah, sí —dijo mamá.—Fijate nomás en ese nuevo

contrato que le ofrecen… En fin, cuandoestés con ánimo le contestarás a tu hijo;debe andar con la cola entre las piernas

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pensando que la noticia de la renovaciónno te va a gustar.

—Ah, sí —repitió mamá, mirando alcielo raso—. Decile a Pepa que leescriba, ella ya sabe.

Pepa escribió, sin estar muy segurade lo que debía decirle a Alejandro,pero convencida de que siempre eramejor tener un texto completo paraevitar contradicciones en las respuestas.Alejandro, por su parte, se alegró muchode que mamá comprendiera laoportunidad que se le presentaba. Lo deltobillo iba muy bien, apenas pudierapediría vacaciones para venirse a estarcon ellos una quincena. Mamá asintió

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con un leve gesto, y preguntó si ya habíallegado La Razón para que Carlos leleyera telegramas. En la casa todo sehabía ordenado sin esfuerzo, ahora queparecían haber terminado lossobresaltos y la salud de mamá semantenía estacionaria. Los hijos seturnaban para acompañarla; tío Roque ytía Clelia entraban y salían en cualquiermomento. Carlos le leía el diario amamá por la noche, y Pepa por lamañana. Rosa y tía Clelia se ocupabande los medicamentos y los baños; tíoRoque tomaba mate en su cuarto dos otres veces al día. Mamá no estaba nuncasola, no preguntaba nunca por María

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Laura; cada tres semanas recibía sincomentarios las noticias de Alejandro;le decía a Pepa que contestara y hablabade otra cosa, siempre inteligente y atentay alejada.

Fue en esa época cuando tío Roqueempezó a leerle las noticias de latensión con el Brasil. Las primeras lashabía escrito en los bordes del diario,pero mamá no se preocupaba por laperfección de la lectura y después deunos días tío Roque se acostumbró ainventar en el momento. Al principioacompañaba los inquietantes telegramascon algún comentario sobre losproblemas que eso podría traerle a

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Alejandro y a los demás argentinos en elBrasil, pero como mamá no parecíapreocuparse dejó de insistir aunque cadatantos días agravaba un poco lasituación. En las cartas de Alejandro semencionaba la posibilidad de unaruptura de relaciones, aunque elmuchacho era el optimista de siempre yestaba convencido de que loscancilleres arreglarían el litigio.

Mamá no hacía comentarios, tal vezporque aún faltaba mucho para queAlejandro pudiera pedir licencia, perouna noche le preguntó bruscamente aldoctor Bonifaz si la situación con elBrasil era tan grave como decían los

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diarios.—¿Con el Brasil? Bueno, sí, las

cosas no andan muy bien —dijo elmédico—. Esperemos que el buensentido de los estadistas…

Mamá lo miraba como sorprendidade que le hubiese respondido sinvacilar. Suspiró levemente, y cambió laconversación. Esa noche estuvo másanimada que otras veces, y el doctorBonifaz se retiró satisfecho. Al otro díase enfermó tía Clelia; los desmayosparecían cosa pasajera, pero el doctorBonifaz habló con tío Roque y aconsejóque internaran a tía Clelia en unsanatorio. A mamá, que en ese momento

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escuchaba las noticias del Brasil que letraía Carlos con el diario de la noche, ledijeron que tía Clelia estaba con unajaqueca que no la dejaba moverse de lacama. Tuvieron toda la noche parapensar en lo que harían, pero tío Roqueestaba como anonadado después dehablar con el doctor Bonifaz, y a Carlosy a las chicas les tocó decidir. A Rosase le ocurrió lo de la quinta de ManolitaValle y el aire puro; al segundo día de lajaqueca de tía Clelia, Carlos llevó laconversación con tanta habilidad que fuecomo si mamá en persona hubieraaconsejado una temporada en la quintade Manolita que tanto bien le haría a

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Clelia. Un compañero de oficina deCarlos se ofreció para llevarla en suauto, ya que el tren era fatigoso con esajaqueca. Tía Clelia fue la primera enquerer despedirse de mamá para quemamá le recomendase que no tomarafrío en esos autos de ahora y que seacordara del laxante de frutas cadanoche.

—Clelia estaba muy congestionada—le dijo maná a Pepa por la tarde—.Me hizo mala impresión, sabés.

—Oh, con unos días en la quinta seva a reponer lo más bien. Estaba unpoco cansada estos meses; me acuerdode que Manolita le había dicho que fuera

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a acompañarla a la quinta.—¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.—Por no afligirte, supongo.—¿Y cuánto tiempo se va a quedar,

hijita?Pepa no sabía, pero ya le

preguntarían al doctor Bonifaz que era elque había aconsejado el cambio de aire.Mamá no volvió a hablar del asuntohasta algunos días después (tía Cleliaacababa de tener un síncope en elsanatorio, y Rosa se turnaba con tíoRoque para acompañarla).

—Me pregunto cuándo va a volverClelia —dijo mamá.

—Vamos, por una vez que la pobre

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se decide a dejarte y a cambiar un pocode aire…

—Sí, pero lo que tenía no era nada,dijeron ustedes.

—Claro que no es nada. Ahora seestará quedando por gusto, o poracompañar a Manolita; ya sabés cómoson de amigas.

—Telefoneá a la quinta y averiguácuándo va a volver —dijo mamá.

Rosa telefoneó a la quinta, y ledijeron que tía Clelia estaba mejor, peroque todavía se sentía un poco débil, demanera que iba a aprovechar paraquedarse. El tiempo estaba espléndidoen Olavarría.

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—No me gusta nada eso —dijomamá—. Clelia ya tendría que habervuelto.

—Por favor, mamá, no te preocupéstanto. ¿Por qué no te mejorás vos loantes posible, y te vas con Clelia yManolita a tomar sol a la quinta?

—¿Yo? —dijo mamá, mirando aCarlos con algo que se parecía alasombro, al escándalo, al insulto. Carlosse echó a reír para disimular lo quesentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepaacababa de telefonear) y la besó en lamejilla como a una niña traviesa.

—Mamita tonta —dijo, tratando deno pensar en nada.

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Esa noche mamá durmió mal y desdeel amanecer preguntó por Clelia, comosi a esa hora se pudieran tener noticiasde la quinta (tía Clelia acababa de moriry habían decidido velarla en lafuneraria). A las ocho llamaron a laquinta desde el teléfono de la sala, paraque mamá pudiera escuchar laconversación, y por suerte tía Cleliahabía pasado bastante buena nocheaunque el médico de Manolitaaconsejaba que se quedase mientrassiguiera el buen tiempo. Carlos estabamuy contento con el cierre de la oficinapor inventario y balance, y vino enpiyama a tomar mate al pie de la cama

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de mamá y a darle conversación.—Mirá —dijo mamá—, yo creo que

habría que escribirle a Alejandro quevenga a ver a su tía. Siempre fue elpreferido de Clelia, y es justo quevenga.

—Pero si tía Clelia no tiene nada,mamá. Si Alejandro no ha podido venira verte a vos, imaginate…

—Allá él —dijo mamá—. Vosescribile y decile que Clelia estáenferma y que debería venir a verla.

—¿Pero cuántas veces te vamos arepetir que lo de tía Clelia no es grave?

—Si no es grave, mejor. Pero no tecuesta nada escribirle.

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Le escribieron esa misma tarde y leleyeron la carta a mamá. En los días enque debía llegar la respuesta deAlejandro (tía Clelia seguía bien, peroel médico de Manolita insistía en queaprovechara el buen aire de la quinta),la situación diplomática con el Brasil seagravó todavía más y Carlos le dijo amamá que no sería raro que las cartas deAlejandro se demoraran.

—Parecería a propósito —dijomamá—. Ya vas a ver que tampocopodrá venir él.

Ninguno de ellos se decidía a leerlela carta de Alejandro. Reunidos en elcomedor, miraban al lugar vacío de tía

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Clelia, se miraban entre ellos,vacilando.

—Es absurdo —dijo Carlos—. Yaestamos tan acostumbrados a estacomedia, que una escena más o menos…

—Entonces llevásela vos —dijoPepa, mientras se le llenaban los ojos delágrimas y se los secaba una vez máscon la servilleta.

—Qué querés, hay algo que no anda.Ahora cada vez que entro en su cuartoestoy como esperando una sorpresa, unatrampa, casi.

—La culpa la tiene María Laura —dijo Rosa—. Ella nos metió la idea en lacabeza y ya no podemos actuar con

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naturalidad. Y para colmo tía Clelia…—Mirá, ahora que lo decís se me

ocurre que convendría hablar con MaríaLaura —dijo tío Roque—. Lo máslógico sería que viniera después de susexámenes y la diera a tu madre la noticiade que Alejandro no va a poder viajar.

—¿Pero a vos no te hiela la sangreque mamá no pregunte más por MaríaLaura, aunque Alejandro la nombra entodas sus cartas?

—No se trata de la temperatura demi sangre —dijo tío Roque—. Las cosasse hacen o no se hacen, y se acabó.

A Rosa le llevó dos horas convencera María Laura, pero era su mejor amiga

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y María Laura los quería mucho, hasta amamá aunque le diera miedo. Hubo quepreparar una nueva carta, que MaríaLaura trajo junto con un ramo de flores ylas pastillas de mandarina que legustaban a mamá. Sí, por suerte yahabían terminado los exámenes peores, ypodría irse unas semanas a descansar aSan Vicente.

—El aire del campo te hará bien —dijo mamá—. En cambio a Clelia…¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí,recuerdo que me dijiste… Bueno, yahace tres semanas que se fue Clelia, ymira vos…

María Laura y Rosa hicieron los

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comentarios del caso, vino la bandejadel té, y María Laura le leyó a mamáunos párrafos de la carta de Alejandrocon la noticia de la internaciónprovisional de todos los técnicosextranjeros, y la gracia que le hacíaestar alojado en un espléndido hotel porcuenta del gobierno, a la espera de quelos cancilleres arreglaran el conflicto.Mamá no hizo ninguna reflexión, bebiósu taza de tilo y se fue adormeciendo.Las muchachas siguieron charlando en lasala, más aliviadas. María Laura estabapor irse cuando se le ocurrió lo delteléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa leparecía que también Carlos había

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pensado en eso, y más tarde le habló atío Roque, que se encogió de hombros.Frente a cosas así no quedaba másremedio que hacer un gesto y seguirleyendo el diario. Pero Rosa y Pepa selo dijeron también a Carlos, querenunció a encontrarle explicación amenos de aceptar lo que nadie queríaaceptar.

—Ya veremos —dijo Carlos—.Todavía puede ser que se le ocurra y noslo pida. En ese caso…

Pero mamá no pidió nunca que lellevaran el teléfono para hablarpersonalmente con tía Clelia. Cadamañana preguntaba si había noticias de

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la quinta, y después se volvía a susilencio donde el tiempo parecíacontarse por dosis de remedios y tazasde tisana. No le desagradaba que tíoRoque viniera con La Razónpara leerlelas últimas noticias del conflicto con elBrasil, aunque tampoco parecíapreocuparse si el diariero llegaba tardeo tío Roque se entretenía más que decostumbre con un problema de ajedrez.Rosa y Pepa llegaron a convencerse deque a mamá la tenía sin cuidado que leleyeran las noticias, o telefonearan a laquinta, o trajeran una carta deAlejandro. Pero no se podía estar seguroporque a veces mamá levantaba la

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cabeza y las miraba con la miradaprofunda de siempre, en la que no habíaningún cambio, ninguna aceptación. Larutina los abarcaba a todos, y para Rosatelefonear a un agujero negro en elextremo del hilo era simple y cotidianocomo para tío Roque seguir leyendofalsos telegramas sobre un fondo deanuncios de remates o noticias de fútbol,o para Carlos entrar con las anécdotasde su visita a la quinta de Olavarría ylos paquetes de frutas que les mandabanManolita y tía Clelia. Ni siquieradurante los últimos meses de mamácambiaron las costumbres, aunque pocaimportancia tuviera ya. El doctor

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Bonifaz les dijo que por suerte mamá nosufriría nada y que se apagaría sinsentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcidahasta el fin, cuando ya los hijos larodeaban sin poder fingir lo que sentían.

—Qué buenos fueron todos conmigo—dijo mamá con ternura—. Todo esetrabajo que se tomaron para que nosufriera.

Tío Roque estaba sentado junto aella y le acarició jovialmente la mano,tratándola de tonta. Pepa y Rosa,fingiendo buscar algo en la cómoda,sabían ya que María Laura había tenidorazón; sabían lo que de alguna manerahabían sabido siempre.

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—Tanto cuidarme… —dijo mamá, yPepa apretó la mano de Rosa, porque alfin y al cabo esas dos palabras volvían aponer todo en orden, restablecían lalarga comedia necesaria. Pero Carlos, alos pies de la cama, miraba a mamácomo si supiera que iba a decir algomás.

—Ahora podrán descansar —dijomamá—. Ya no les daremos más trabajo.

Tío Roque iba a protestar, a deciralgo, pero Carlos se le acercó y leapretó violentamente el hombro. Mamáse perdía poco a poco en una modorra, yera mejor no molestarla.

Tres días después del entierro llegó

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la última carta de Alejandro, dondecomo siempre preguntaba por la saludde mamá y de tía Clelia. Rosa, que lahabía recibido, la abrió y empezó aleerla sin pensar, y cuando levantó lavista porque de golpe las lágrimas lacegaban, se dio cuenta de que mientrasla leía había estado pensando en cómohabría que darle a Alejandro la noticiade la muerte de mamá.

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REUNIÓN

Recordé un viejocuento de Jack London,donde el protagonista,apoyado en untronco de árbol, sedispone a acabar condignidad su vida

ERNESTO "CHE"

GUEVARA, en

La sierra y el llano. La

Habana, 1961.

Nada podía andar peor, pero almenos ya no estábamos en la maldita

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lancha, entre vómitos y golpes de mar ypedazos de galleta mojada, entreametralladoras y babas, hechos un asco,consolándonos cuando podíamos con elpoco tabaco que se conservaba secoporque Luis (que no se llamaba Luis,pero habíamos jurado no acordarnos denuestros nombres hasta que llegara eldía) había tenido la buena idea demeterlo en una caja de lata que abríamoscon más cuidado que si estuviera llenade escorpiones. Pero qué tabaco nitragos de ron en esa condenada lancha,bamboleándose cinco días como unatortuga borracha, haciéndole frente a unnorte que la cacheteaba sin lástima, y

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ola va y ola viene, los baldesdespellejándonos las manos, yo con unasma del demonio y medio mundoenfermo, doblándose para vomitar comosi fueran a partirse por la mitad. HastaLuis, la segunda noche, una bilis verdeque le sacó las ganas de reírse, entre esoy el norte que no nos dejaba ver el farode Cabo Cruz, un desastre que nadie sehabía imaginado; y llamarle a eso unexpedición de desembarco era comopara seguir vomitando pero de puratristeza. En fin, cualquier cosa con tal dedejar atrás la lancha, cualquier cosaaunque fuera lo que nos esperaba entierra —pero sabíamos que nos estaba

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esperando y por eso no importaba tanto—, el tiempo que se compone justamenteen el peor momento y zas la avioneta dereconocimiento, nada que hacerle, avadear la ciénaga o lo que fuera con elagua hasta las costillas buscando elabrigo de los sucios pastizales, de losmangles, y yo como un idiota con mipulverizador de adrenalina para poderseguir adelante, con Roberto que mellevaba el Springfield para ayudarme avadear mejor la ciénaga (si era unaciénaga, porque a muchos ya se noshabía ocurrido que a lo mejor habíamoserrado el rumbo y que en vez de tierrafirme habíamos hecho la estupidez de

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largarnos en algún cayo fangoso dentrodel mar, a veinte millas de la isla…); ytodo así, mal pensado y peor dicho, enuna continua confusión de actos ynociones, una mezcla de alegríainexplicable y de rabia contra la malditavida que nos estaban dando los avionesy lo que nos esperaba del lado de lacarretera si llegábamos alguna vez, siestábamos en una ciénaga de la costa yno dando vueltas como alelados en uncirco de barro y de total fracaso paradiversión del babuino en su Palacio.

Ya nadie se acuerda cuánto duró, eltiempo lo medíamos por los claros entrelos pastizales, los tramos donde podían

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ametrallarnos en picada, el alarido queescuché a mi izquierda, lejos, y creo fuede Roque (a él le puedo dar su nombre,a su pobre esqueleto entre las lianas ylos sapos), porque de los planes ya noquedaba más que la meta final, llegar ala Sierra y reunirnos con Luis si tambiénél conseguía llegar; el resto se habíahecho trizas con el norte, el desembarcoimprovisado, los pantanos. Pero seamosjustos: algo se cumplíasincronizadamente, el ataque de losaviones enemigos. Había sido previsto yprovocado: no falló. Y por eso, aunquetodavía me doliera en la cara el aullidode Roque, mi maligna manera de

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entender el mundo me ayudaba a reírmepor lo bajo (y me ahogaba todavía más,y Roberto me llevaba el Springfieldpara que yo pudiese inhalar adrenalinacon la nariz casi al borde del agua,tragando más barro que otra cosa),porque si los aviones estaban ahíentonces no podía ser que hubiéramosequivocado la playa, a lo sumo noshabíamos desviado algunas millas, perola carretera estaría detrás de lospastizales, y después el llano abierto yen el norte las primeras colinas. Tenía sugracia que el enemigo nos estuvieracertificando desde el aire la bondad deldesembarco.

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Duró vaya a saber cuánto, y despuésfue de noche y éramos seis debajo deunos flacos árboles, por primera vez enterreno casi seco, mascando tabacohúmedo y unas pobres galletas. De Luis,de Pablo, de Lucas, ninguna noticia;desperdigados, probablemente muertos,en todo caso tan perdidos y mojadoscomo nosotros. Pero me gustaba sentircómo con el fin de esa jornada debatracio se me empezaban a ordenar lasideas, y cómo la muerte, más probableque nunca, no sería ya un balazo al azaren plena ciénaga, sino una operacióndialéctica en seco, perfectamenteorquestada por las partes en juego. El

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ejército debía controlar la carretera,cercando los pantanos a la espera de queapareciéramos de a dos o de a tres,liquidados por el barro y las alimañas yel hambre. Ahora todo se veía clarísimo,tenía otra vez los puntos cardinales en elbolsillo, me hacía reír sentirme tan vivoy tan despierto al borde del epílogo.Nada podía resultarme más gracioso quehacer rabiar a Roberto recitándole aloído unos versos del viejo Pancho quele parecían abominables. «Si por lomenos nos pudiéramos sacar el barro»,se quejaba el Teniente. «O fumar deverdad» (alguien, más a la izquierda, yano sé quién, alguien que se perdió al

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alba). Organización de la agonía:centinelas, dormir por turnos, mascartabaco, chupar galletas infladas comoesponjas. Nadie mencionaba a Luis, eltemor de que lo hubieran matado era elúnico enemigo real, porque suconfirmación nos anularía mucho másque el acoso, la falta de armas o lasllagas en los pies. Sé que dormí un ratomientras Roberto velaba, pero antesestuve pensando que todo lo quehabíamos hecho en esos días erademasiado insensato para admitir así degolpe la posibilidad de que hubieranmatado a Luis. De alguna manera lainsensatez tendría que continuar hasta el

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final, que quizá fuera la victoria, y enese juego absurdo donde se habíallegado hasta el escándalo de preveniral enemigo que desembarcaríamos, noentraba la posibilidad de perder a Luis.Creo que también pensé que sitriunfábamos, que si conseguíamosreunirnos otra vez con Luis, sóloentonces empezaría el juego en serio, elrescate de tanto romanticismo necesarioy desenfrenado y peligroso. Antes dedormirme tuve como una visión: Luisjunto a un árbol, rodeado por todosnosotros, se llevaba lentamente la manoa la cara y se la quitaba como si fueseuna máscara. Con la cara en la mano se

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acercaba a su hermano Pablo, a mí, alTeniente, a Roque, pidiéndonos con ungesto que la aceptáramos, que nos lapusiéramos. Pero todos se iban negandouno a uno, y yo también me negué,sonriendo hasta las lágrimas, y entoncesLuis volvió a ponerse la cara y le vi uncansancio infinito mientras se encogíade hombros y sacaba un cigarro delbolsillo de la guayabera.Profesionalmente hablando, unaalucinación de la duermevela y la fiebre,fácilmente interpretable. Pero sirealmente habían matado a Luis duranteel desembarco, ¿quién subiría ahora a laSierra con su cara? Todos trataríamos de

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subir pero nadie con la cara de Luis,nadie que pudiera o quisiera asumir lacara de Luis. «Los diádocos», pensé yaentredormido, «pero todo se fue aldiablo con los diádocos, es sabido».

Aunque esto que cuento pasó hacerato, quedan pedazos y momentos tanrecortados en la memoria que sólo sepueden decir en presente, como estartirado otra vez boca arriba en elpastizal, junto al árbol que nos protegedel cielo abierto. Es la tercera noche,pero al amanecer de ese díafranqueamos la carretera a pesar de losjeeps y la metralla. Ahora hay queesperar otro amanecer porque nos han

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matado al baqueano y seguimosperdidos, habrá que dar con algúnpaisano que nos lleve a donde se puedacomprar algo de comer, y cuando digocomprar casi me da risa y me ahogo denuevo, pero en eso como en lo demás anadie se le ocurriría desobedecer a Luis,y la comida hay que pagarla y explicarleantes a la gente quiénes somos y por quéandamos en lo que andamos. La cara deRoberto en la choza abandonada de laloma, dejando cinco pesos debajo de unplato a cambio de la poca cosa queencontramos y que sabía a cielo, acomida en el «Ritz» si es que ahí secome bien. Tengo tanta fiebre que se me

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va pasando el asma, no hay mal que porbien no venga, pero pienso de nuevo enla cara de Roberto dejando los cincopesos en la choza vacía, y me da un talataque de risa que vuelvo a ahogarme yme maldigo. Habría que dormir, Tintimonta la guardia, los muchachosdescansan unos contra otros, yo me heido un poco más lejos porque tengo laimpresión de que los fastidio con la tosy los silbidos del pecho, y además hagouna cosa que no debería hacer, y es quedos o tres veces en la noche fabrico unapantalla de hojas y meto la cara pordebajo y enciendo despacito el cigarropara reconciliarme un poco con la vida.

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En el fondo lo único bueno del díaha sido no tener noticias de Luis, elresto es un desastre, de los ochenta noshan matado por lo menos a cincuenta osesenta; Javier cayó entre los primeros,el Peruano perdió un ojo y agonizó treshoras sin que yo pudiera hacer nada, nisiquiera rematarlo cuando los otros nomiraban. Todo el día temimos que algúnenlace (hubo tres con un riesgoincreíble, en las mismas narices delejército) nos trajera la noticia de lamuerte de Luis. Al final es mejor nosaber nada, imaginarlo vivo, poderesperar todavía. Fríamente peso lasposibilidades y concluyo que lo han

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matado, todos sabemos cómo es, de quémanera el gran condenado es capaz desalir al descubierto con una pistola en lamano, y el que venga atrás que arree.No, pero López lo habrá cuidado, no haycomo él para engañarlo a veces, casicomo a un chico, convencerlo de quetiene que hacer lo contrario de lo que leda la gana en ese momento. Pero y siLópez… Inútil quemarse la sangre, nohay elementos pan la menor hipótesis, yademás es rara esta calma, estebienestar boca arriba como si todoestuviera bien así, como si todo seestuviera cumpliendo (casi pensé:«consumando», hubiera sido idiota) de

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conformidad con los planes. Será lafiebre o el cansancio, será que nos van aliquidar a todos como a sapos antes deque salga el sol. Pero ahora vale la penaaprovechar de este respiro absurdo,dejarse ir mirando el dibujo que hacenlas ramas del árbol contra el cielo másclaro, con algunas estrellas, siguiendocon ojos entornados ese dibujo casualde las ramas y las hojas, esos ritmos quese encuentran, se cabalgan y se separan,y a veces cambian suavemente cuandouna bocanada de aire hirviendo pasa porencima de las copas, viniendo de lasciénagas. Pienso en mi hijo pero estálejos, a miles de kilómetros, en un país

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donde todavía se duerme en la cama, ysu imagen me parece irreal, se meadelgaza y pierde entre las hojas delárbol, y en cambio me hace tanto bienrecordar un tema de Mozart que me haacompañado desde siempre, elmovimiento inicial del cuarteto La caza,la evocación del halalí en la mansa vozde los violines, esa transposición de unaceremonia salvaje a un claro gocepensativo. Lo pienso, lo repito, locanturreo en la memoria, y siento almismo tiempo cómo la melodía y eldibujo de la copa del árbol contra elcielo se van acercando, traban amistad,se tantean una y otra vez hasta que el

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dibujo se ordena de pronto en lapresencia visible de la melodía, unritmo que sale de una rama baja, casi ala altura de mi cabeza, remonta hastacierta altura y se abre como un abanicode tallos, mientras el segundo violín esesa rama más delgada que se yuxtaponepara confundir sus hojas en un puntosituado a la derecha, hacia el final de lafrase, y dejarla terminar para que el ojodescienda por el tronco y pueda siquiere, repetir la melodía. Y todo eso estambién nuestra rebelión, es lo queestamos haciendo aunque Mozart y elárbol no puedan saberlo, tambiénnosotros a nuestra manera hemos

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querido trasponer una torpe guerra a unorden que le dé sentido, la justifique yen último término la lleve a una victoriaque sea como la restitución de unamelodía después de tantos años deroncos cuernos de caza, que sea eseallegro final que sucede al adagio comoun encuentro con la luz. Lo que sedivertiría Luis si supiera que en estemomento lo estoy comparando conMozart, viéndolo ordenar poco a pocoesta insensatez, alzarla hasta su razónprimordial que aniquila con suevidencia y su desmesura todas lasprudentes razones temporales. Pero quéamarga, qué desesperada tarea la de ser

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un músico de hombres, por encima delbarro y la metralla y el desaliento urdirese canto que creíamos imposible, elcanto que trabará amistad con la copa delos árboles, con la tierra devuelta a sushijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiríaLuis aunque también a él le gusteMozart, me consta.

Y así al final me quedaré dormido,pero antes alcanzaré a preguntarme sialgún día sabremos pasar delmovimiento donde todavía suena elhalalí del cazador, a la conquistadaplenitud del adagio y de ahí al allegrofinal que me canturreo con un hilo devoz, si seremos capaces de alcanzar la

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reconciliación con todo lo que hayaquedado vivo frente a nosotros.Tendríamos que ser como Luis, no yaseguirlo, sino ser como él, dejar atrásinapelablemente el odio y la venganza,mirar al enemigo como lo mira Luis, conuna implacable magnanimidad que tantasveces ha suscitado en mi memoria (peroesto, ¿cómo decírselo a nadie?) unaimagen de pantocrátor, un juez queempieza por ser el acusado y el testigo yque no juzga, que simplemente separalas tierras de las aguas para que al fin,alguna vez, nazca una patria de hombresen un amanecer tembloroso, a orillas deun tiempo más limpio.

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Pero otra que adagio, si con laprimera luz se nos vinieron encima portodas partes, y hubo que renunciar aseguir hacia el noreste y meterse en unazona mal conocida, gastando las últimasmuniciones mientras el Teniente con uncompañero se hacía fuerte en una loma ydesde ahí les paraba un rato las patas,dándonos tiempo a Roberto y a mí parallevarnos a Tinti herido en un muslo ybuscar otra altura más protegida donderesistir hasta la noche. De noche ellosno atacaban nunca, aunque tuvieranbengalas y equipos eléctricos, lesentraba como un pavor de sentirse

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menos protegidos por el número y elderroche de armas; pero para la nochefaltaba casi todo el día, y éramos apenascinco contra esos muchachos tanvalientes que nos hostigaban paraquedar bien con el babuino, sin contarlos aviones que a cada rato picaban enlos claros del monte y estropeabancantidad de palmas con sus ráfagas.

A la media hora el Teniente cesó elfuego y pudo reunirse con nosotros, queapenas adelantábamos camino. Comonadie pensaba en abandonar a Tinti,porque conocíamos de sobra el destinode los prisioneros, pensamos que ahí, enesa ladera y en esos matorrales íbamos a

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quemar los últimos cartuchos. Fuedivertido descubrir que los regularesatacaban en cambio una loma bastantemás al este, engañados por un error dela aviación, y ahí nomás nos largamoscerro arriba por un sendero infernal,hasta llegar en dos horas a una loma casipelada donde un compañero tuvo el ojode descubrir una cueva tapada por lashierbas, y nos plantamos resollandodespués de calcular una posible retiradadirectamente hacia el norte, de peñascoen peñasco, peligrosa, pero hacia elnorte, hacia la Sierra donde a lo mejorya habría llegado Luis.

Mientras yo curaba a Tinti

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desmayado, el Teniente me dijo quepoco antes del ataque de los regulares alamanecer había oído un fuego de armasautomáticas y de pistolas hacia elponiente. Podía ser Pablo con susmuchachos, o a lo mejor el mismo Luis.Teníamos la razonable convicción deque los sobrevivientes estábamosdivididos en tres grupos, y quizá el dePablo no anduviera tan lejos. ElTeniente me preguntó si no valdría lapena intentar un enlace al caer la noche.

—Si vos me preguntás eso es porquete estás ofreciendo para ir —le dije.Habíamos acostado a Tinti en una camade hierbas secas, en la parte más fresca

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de la cueva, y fumábamos descansando.Los otros dos compañeros montabanguardia afuera.

—Te figuras —dijo el Teniente,mirándome divertido—. A mí estospaseos me encantan, chico.

Así seguimos un rato, cambiandobromas con Tinti que empezaba adelirar, y cuando el Teniente estaba porirse entró Roberto con un serrano y uncuarto de chivito asado. No lo podíamoscreer, comimos como quien se come a unfantasma, hasta que Tinti mordisqueó unpedazo que se le fue a las dos horasjunto con la vida. El serrano nos traía lanoticia de la muerte de Luis; no dejamos

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de comer por eso, pero era mucha salpara tan poca carne, él no lo había vistoaunque su hijo mayor, que también senos había pegado con una vieja escopetade caza, formaba parte del grupo quehabía ayudado a Luis y a cincocompañeros a vadear un río bajo lametralla, y estaba seguro de que Luishabía sido herido casi al salir del agua yantes de que pudiera ganar las primerasmatas. Los serranos habían trepado almonte que conocían como nadie, y conellos dos hombres del grupo de Luis,que llegarían por la noche con las armassobrantes y un poco de parque.

El Teniente encendió otro cigarro y

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salió a organizar el campamento y aconocer mejor a los nuevos; yo mequedé al lado de Tinti que sederrumbaba lentamente, casi sin dolor.Es decir que Luis había muerto, que elchivito estaba para chuparse los dedos,que esa noche seríamos nueve o diezhombres y que tendríamos municionespara seguir peleando. Vaya novedades.Era como una especie de locura fría quepor un lado reforzaba al presente conhombres y alimentos, pero todo eso paraborrar de un manotazo el futuro, la razónde esa insensatez que acababa deculminar con una noticia y un gusto achivito asado. En la oscuridad de la

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cueva, haciendo durar largo mi cigarro,sentí que en ese momento no podíapermitirme el lujo de aceptar la muertede Luis, que solamente podía manejarlacomo un dato más dentro del plan decampaña, porque si también Pablo habíamuerto el jefe era yo por voluntad deLuis, y eso lo sabían el Teniente y todoslos compañeros, y no se podía hacerotra cosa que tomar el mando y llegar ala Sierra y seguir adelante como si nohubiera pasado nada. Creo que cerré losojos, y el recuerdo de mi visión fue otravez la visión misma, y por un segundome pareció que Luis se separaba de sucara y me la tendía, y yo defendí mi cara

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con las dos manos diciendo: «No, no,por favor no, Luis», y cuando abrí losojos el Teniente estaba de vueltamirando a Tinti que respirabaresollando, y le oí decir que acababande agregársenos dos muchachos delmonte, una buena noticia tras otra,parque y boniatos fritos, un botiquín, losregulares perdidos en las colinas deleste, un manantial estupendo a cincuentametros. Pero no me miraba en los ojos,mascaba el cigarro y parecía esperarque yo dijera algo, que fuera yo elprimero en volver a mencionar a Luis.

Después hay como un hueco confuso,la sangre se fue de Tinti y él de nosotros,

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los serranos se ofrecieron paraenterrarlo, yo me quedé en la cuevadescansando aunque olía a vómito y asudor frío, y curiosamente me dio porpensar en mi mejor amigo de otrostiempos, de antes de esa cesura en mivida que me había arrancado a mi paíspara lanzarme a miles de kilómetros, aLuis, al desembarco en la isla, a esacueva. Calculando la diferencia de horaimaginé que en ese momento, miércoles,estaría llegando a su consultorio,colgando el sombrero en la percha,echando una ojeada al correo. No erauna alucinación, me bastaba pensar enesos años en que habíamos vivido tan

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cerca uno de otro en la ciudad,compartiendo la política, las mujeres ylos libros, encontrándonos diariamenteen el hospital; cada uno de sus gestos meera tan familiar, y esos gestos no eransolamente los suyos sino que abarcabantodo mi mundo de entonces, a mí mismo,a mi mujer, a mi padre, abarcaban miperiódico con sus editoriales inflados,mi café a mediodía con los médicos deguardia, mis lecturas y mis películas ymis ideales. Me pregunté qué estaríapensando mi amigo de todo esto, de Luiso de mí, y fue como si viera dibujarse larespuesta en su cara (pero entonces erala fiebre, habría que tomar quinina), una

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cara pagada de sí misma, empastada porla buena vida y las buenas ediciones y laeficacia del bisturí acreditado. Nisiquiera hacía falta que abriera la bocapara decirme yo pienso que turevolución no es más que… No era enabsoluto necesario, tenía que ser así,esas gentes no podían aceptar unamutación que ponía en descubierto lasverdaderas razones de su misericordiafácil y a horario, de su caridadreglamentada y a escote, de su bonhomíaentre iguales, de su antirracismo desalón pero cómo la nena se va a casarcon ese mulato, che, de su catolicismocon dividendo anual y efemérides en las

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plazas embanderadas, de su literatura detapioca, de su folklorismo en ejemplaresnumerados y mate con virola de plata,de sus reuniones de cancilleresgenuflexos, de su estúpida agoníainevitable a corto o largo plazo (quinina,quinina, y de nuevo el asma). Pobreamigo, me daba lástima imaginarlodefendiendo como un idiotaprecisamente los falsos valores que ibana acabar con él o en el mejor de loscasos con sus hijos; defendiendo elderecho feudal a la propiedad y a lariqueza ilimitadas, él que no tenía másque su consultorio y una casa bienpuesta, defendiendo los principios de la

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Iglesia cuando el catolicismo burgués desu mujer no había servido más que paraobligarlo a buscar consuelo en lasamantes, defendiendo una supuestalibertad individual cuando la policíacerraba las universidades y censurabalas publicaciones, y defendiendo pormiedo, por el horror al cambio, por elescepticismo y la desconfianza que eranlos únicos dioses vivos en su pobre paísperdido. Y en eso estaba cuando entró elTeniente a la carrera y me gritó que Luisvivía, que acababan de cerrar un enlacecon el norte, que Luis estaba más vivoque la madre de la chingada, que habíallegado a lo alto de la Sierra con

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cincuenta guajiros y todas las armas queles habían sacado a un batallón deregulares copado en una hondonada, ynos abrazamos como idiotas y dijimosesas cosas que después, por largo rato,dan rabia y vergüenza y perfume, porqueeso y comer chivito asado y echar paraadelante era lo único que tenía sentido,lo único que contaba y crecía mientrasno nos animábamos a mirarnos en losojos y encendíamos cigarros con elmismo tizón, con los ojos clavadosatentamente en el tizón y secándonos laslágrimas que el humo nos arrancaba deacuerdo con sus conocidas propiedadeslacrimógenas.

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Ya no hay mucho que contar, alamanecer uno de nuestros serranos llevóal Teniente y a Roberto hasta dondeestaban Pablo y tres compañeros, y elTeniente subió a Pablo en brazos porquetenía los pies destrozados por lasciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdode Pablo abrazándome con su manerarápida y expeditiva, y diciéndome sinsacarse el cigarrillo de la boca: «Si Luisestá vivo, todavía podemos vencer», yyo vendándole los pies que era unabelleza, y los muchachos tomándole elpelo porque parecía que estrenabazapatos blancos y diciéndole que suhermano lo iba a regañar por ese lujo

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intempestivo. «Que me regañe»,bromeaba Pablo fumando como un loco,«para regañar a alguien hay que estarvivo, compañero, y ya oíste que estávivo, vivito, está más vivo que uncaimán, y vamos arriba ya mismo, miraque me has puesto vendas, vaya lujo…».Pero no podía durar, con el sol vino elplomo de arriba y abajo, ahí me tocó unbalazo en la oreja que si acierta doscentímetros más cerca, vos, hijo, que alo mejor leés todo esto, te quedás sinsaber en las que anduvo tu viejo. Con lasangre y el dolor y el susto las cosas seme pusieron estereoscópicas, cadaimagen seca y en relieve, con unos

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colores que debían ser mis ganas devivir y además no me pasaba nada, unpañuelo bien atado y a seguir subiendo;pero atrás se quedaron dos serranos, y elsegundo de Pablo con la cara hecha unembudo por una bala cuarenta y cinco.En esos momentos hay tonterías que sefijan para siempre; me acuerdo de ungordo, creo que también del grupo dePablo, que en lo peor de la pelea queríarefugiarse detrás de una caña, se poníade perfil, se arrodillaba detrás de lacaña, y sobre todo me acuerdo de eseque se puso a gritar que había querendirse, y de la voz que le contestóentre dos ráfagas de Thompson, la voz

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del Teniente, un bramido por encima delos tiros, un: «¡Aquí no se rinde nadie,carajo!», hasta que el más chico de losserranos, tan callado y tímido hastaentonces, me avisó que había una sendaa cien metros de ahí, torciendo haciaarriba y a la izquierda, y yo se lo grité alTeniente y me puse a hacer punta con losserranos siguiéndome y tirando comodemonios, en pleno bautismo de fuego ysaboreándolo que era un gusto verlos, yal final nos fuimos juntando al pie de laceiba donde nacía el sendero y elserranito trepó y nosotros atrás, yo conun asma que no me dejaba andar y elpescuezo con más sangre que un chancho

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degollado, pero seguro de que tambiénese día íbamos a escapar y no sé porqué, pero era evidente como un teoremaque esa misma noche nos reuniríamoscon Luis.

Uno nunca se explica cómo dejaatrás a sus perseguidores, poco a pocoralea el fuego, hay las consabidasmaldiciones y «cobardes, se rajan envez de pelear», entonces de golpe es elsilencio, los árboles que vuelven aaparecer como cosas vivas y amigas, losaccidentes del terreno, los heridos quehay que cuidar, la cantimplora de aguacon un poco de ron que corre de boca enboca, los suspiros, alguna queja, el

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descanso y el cigarro, seguir adelante,trepar siempre aunque se me salgan lospulmones por las orejas, y Pablodiciéndome oye, me los hiciste delcuarenta y dos y yo calzo del cuarenta ytres, compadre, y la risa, lo alto de laloma, el ranchito donde un paisano teníaun poco de yuca con mojo y agua muyfresca, y Roberto, tesonero yconcienzudo, sacando sus cuatro pesospara pagar el gasto y todo el mundo,empezando por el paisano, riéndosehasta herniarse, y el mediodía imitandoa esa siesta que había que rechazarcomo si dejáramos irse a una muchachapreciosa mirándole las piernas hasta lo

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último.Al caer la noche el sendero se

empinó y se puso más que difícil, peronos relamíamos pensando en la posiciónque había elegido Luis para esperarnos,por ahí no iba a subir ni un gamo.«Vamos a estar como en la iglesia»,decía Pablo a mi lado, «hasta tenemos elarmonio», y me miraba zumbón mientrasyo jadeaba una especie de pasacagliaque solamente a él le hacía gracia. Nome acuerdo muy bien de esas horas,anochecía cuando llegamos al últimocentinela y pasamos uno tras otro,dándonos a conocer y respondiendo porlos serranos, hasta salir por fin al claro

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entre los árboles donde estaba Luisapoyado en un tronco, naturalmente consu gorra de interminable visera y elcigarro en la boca. Me costó el almaquedarme atrás, dejarlo a Pablo quecorriera y se abrazara con su hermano, yentonces esperé que el Teniente y losotros fueran también y lo abrazaran, ydespués puse en el suelo el botiquín y elSpringfield y con las manos en losbolsillos me acerqué y me quedémirándolo, sabiendo lo que iba adecirme, la broma de siempre:

—Mira que usar esos anteojos —dijo Luis.

—Y vos esos espejuelos —le

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contesté, y nos doblamos de risa, y suquijada contra mi cara me hizo doler elbalazo como el demonio, pero era undolor que yo hubiera querido prolongarmás allá de la vida.

—Así que llegaste, che —dijo Luis.Naturalmente, decía «che» muy mal.—¿Qué tú crees? —le contesté,

igualmente mal. Y volvimos a doblarnoscomo idiotas, y medio mundo se reía sinsaber por qué. Trajeron agua y lasnoticias, hicimos la rueda mirando aLuis, y sólo entonces nos dimos cuentade cómo había enflaquecido y cómo lebrillaban los ojos detrás de los jodidosespejuelos.

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Más abajo volvían a pelear, pero elcampamento estaba momentáneamente acubierto. Se pudo curar a los heridos,bañarse en el manantial, dormir, sobretodo dormir, hasta Pablo que tantoquería hablar con su hermano. Perocomo el asma es mi amante y me haenseñado a aprovechar la noche, mequedé con Luis apoyado en el tronco deun árbol, fumando y mirando los dibujosde las hojas contra el cielo, y noscontamos de a ratos lo que nos habíapasado desde el desembarco, pero sobretodo hablamos del futuro, de lo que iba aempezar cuando llegara el día en quetuviéramos que pasar del fusil al

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despacho con teléfonos, de la Sierra a laciudad, y yo me acordé de los cuernosde caza y estuve a punto de decirle aLuis lo que había pensado aquellanoche, nada más que para hacerlo reír.Al final no le dije nada, pero sentía queestábamos entrando en el adagio delcuarteto, en una precaria plenitud depocas horas que sin embargo era unacertidumbre, un signo que noolvidaríamos. Cuántos cuernos de cazaesperaban todavía, cuántos de nosotrosdejaríamos los huesos como Roque,como Tinti, como el Peruano. Perobastaba mirar la copa del árbol parasentir que la voluntad ordenaba otra vez

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su caos, le imponía el dibujo del adagioque alguna vez ingresaría en el allegrofinal, accedería a una realidad digna deese nombre. Y mientras Luis me ibaponiendo el tanto de las noticiasinternacionales y de lo que pasaba en lacapital y en las provincias, yo veíacómo las hojas y las ramas se plegabanpoco a poco a mi deseo, eran mimelodía, la melodía de Luis que seguíahablando ajeno a mi fantaseo, y despuésvi inscribirse una estrella en el centrodel dibujo, y era una estrella pequeña ymuy azul, y aunque no sé nada deastronomía y no hubiera podido decir siera una estrella o un planeta, en cambio

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me sentí seguro de que no era Marte niMercurio, brillaba demasiado en elcentro del adagio, demasiado en elcentro de las palabras de Luis comopara que alguien pudiera confundirla conMarte o con Mercurio.

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LA SEÑORITA CORA

We’ll send your love tocollege, all for

[a year or two.

And then perhaps intime the boy will

[do for you.

The trees thatgrow so high.

(Canción folklóricainglesa.)

No entiendo por qué no me dejan

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pasar la noche en la clínica con el nene,al fin y al cabo soy su madre y el doctorDe Luisi nos recomendó personalmenteal director. Podrían traer un sofá cama yyo lo acompañaría para que se vayaacostumbrando, entró tan pálido elpobrecito como si fueran a operarlo enseguida, yo creo que es ese olor de lasclínicas, su padre también estabanervioso y no veía la hora de irse, peroyo estaba segura de que me dejarían conel nene. Después de todo tiene apenasquince años y nadie se los daría,siempre pegado a mí aunque ahora conlos pantalones largos quiere disimular yhacerse el hombre grande. La impresión

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que le habrá hecho cuando se dio cuentade que no me dejaban quedarme, menosmal que su padre le dio charla, le hizoponer el piyama y meterse en la cama. Ytodo por esa mocosa de enfermera, yome pregunto si verdaderamente tieneórdenes de los médicos o si lo hace porpura maldad. Pero bien que se lo dije,bien que le pregunté si estaba segura deque tenía que irme. No hay más quemirarla para darse cuenta de quién es,con esos aires de vampiresa y esedelantal ajustado, una chiquilina deporquería, que se cree la directora de laclínica. Pero eso sí, no se la llevó dearriba, le dije lo que pensaba y eso que

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el nene no sabía dónde meterse devergüenza y su padre se hacía eldesentendido y de paso seguro que lemiraba las piernas como de costumbre.Lo único que me consuela es que elambiente es bueno, se nota que es unaclínica para personas pudientes; el nenetiene un velador de lo más lindo paraleer sus revistas, y por suerte su padrese acordó de traerle caramelos de mentaque son los que más le gustan. Peromañana por la mañana, eso sí, loprimero que hago es hablar con eldoctor De Luisi para que la ponga en sulugar a esa mocosa presumida. Habráque ver si la frazada lo abriga bien al

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nene, voy a pedir que por las dudas ledejen otra a mano. Pero sí, claro que meabriga, menos mal que se fueron de unavez, mamá cree que soy un chico y mehace hacer cada papelón. Seguro que laenfermera va a pensar que no soy capazde pedir lo que necesito, me miró de unamanera cuando mamá le estabaprotestando… Está bien, si no ladejaban quedarse qué le vamos a hacer,ya soy bastante grande para dormir solode noche, me parece. Y en esta cama sedormirá bien, a esta hora ya no se oyeningún ruido, a veces de lejos elzumbido del ascensor que me haceacordar a esa película de miedo que

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también pasaba en una clínica, cuando amedianoche se abría poco a poco lapuerta y la mujer paralítica en la camaveía entrar al hombre de la máscarablanca…

La enfermera es bastante simpática,volvió a las seis y media con unospapeles y me empezó a preguntar minombre completo, la edad y esas cosas.Yo guardé la revista en seguida porquehubiera quedado mejor estar leyendo unlibro de veras y no una fotonovela, ycreo que ella se dio cuenta pero no dijonada, seguro que todavía estaba enojadapor lo que le había dicho mamá ypensaba que yo era igual que ella y que

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le iba a dar órdenes o algo así. Mepreguntó si me dolía el apéndice y ledije que no, que esa noche estaba muybien. «A ver el pulso», me dijo, ydespués de tomármelo anotó algo más enla planilla y la colgó a los pies de lacama. «¿Tenés hambre?», me preguntó, yyo creo que me puse colorado porqueme tomó de sorpresa que me tuteara, estan joven que me hizo impresión. Le dijeque no, aunque era mentira porque a esahora siempre tengo hambre. «Esta nochevas a cenar muy liviano», dijo ella, ycuando quise darme cuenta ya me habíaquitado el paquete de caramelos dementa y se iba. No sé si empecé a

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decirle algo, creo que no. Me daba unarabia que me hiciera eso como a unchico, bien podía haberme dicho que notenía que comer caramelos, perollevárselos… Seguro que estaba furiosapor lo de mamá y se desquitabaconmigo, de puro resentida; qué sé yo,después que se fue se me paso de golpeel fastidio, quería seguir enojado conella pero no podía. Qué joven es,clavado que no tiene ni diecinueve años,debe haberse recibido de enfermerahace muy poco. A lo mejor viene paratraerme la cena; le voy a preguntar cómose llama, si va a ser mi enfermera tengoque darle un nombre. Pero en cambio

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vino otra, una señora muy amablevestida de azul que me trajo un caldo ybizcochos y me hizo tomar unas pastillasverdes. También ella me preguntó cómome llamaba y si me sentía bien, y medijo que en esta pieza dormiría tranquiloporque era una de las mejores de laclínica, y es verdad porque dormí hastacasi las ocho en que me despertó unaenfermera chiquita y arrugada como unmono pero amable, que me dijo quepodía levantarme y lavarme pero antesme dio un termómetro y me dijo que melo pusiera como se hace en estasclínicas, y yo no entendí porque en casase pone debajo del brazo, y entonces me

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explicó y se fue. Al rato vino mamá yqué alegría verlo tan bien, yo que metemía que hubiera pasado la noche enblanco el pobre querido, pero los chicosson así, en la casa tanto trabajo ydespués duermen a pierna suelta aunqueestén lejos de su mamá que no hacerrado los ojos la pobre. El doctor DeLuisi entró para revisar al nene y yo mefui un momento afuera porque ya estágrandecito, y me hubiera gustadoencontrármela a la enfermera de ayerpara verle bien la cara y ponerla en susitio nada más que mirándola de arriba aabajo, pero no había nadie en el pasillo.Casi en seguida salió el doctor De Luisi

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y me dijo que al nene iban a operarlo ala mañana siguiente, que estaba muybien y en las mejores condiciones parala operación, a su edad una apendicitises una tontería. Le agradecí mucho yaproveché para decirle que me habíallamado la atención la impertinencia dela enfermera de la tarde, se lo decíaporque no era cosa de que a mi hijofuera a faltarle la atención necesaria.Después entré en la pieza paraacompañar al nene que estaba leyendosus revistas y ya sabía que lo iban aoperar al otro día. Como si fuera el findel mundo, me mira de un modo lapobre, pero si no me voy a morir, mamá,

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haceme un poco el favor. Al Cacho lesacaron el apéndice en el hospital y alos seis días ya estaba queriendo jugaral fútbol. Andate tranquila que estoymuy bien y no me falta nada. Sí, mamá,sí, diez minutos queriendo saber si meduele aquí o más allá, menos mal que setiene que ocupar de mi hermana en casa,al final se fue y yo pude terminar lafotonovela que había empezado anoche.

La enfermera de la tarde se llama laseñorita Cora, se lo pregunté a laenfermera chiquita cuando me trajo elalmuerzo; me dieron muy poco de comery de nuevo pastillas verdes y unas gotascon gusto a menta; me parece que esas

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gotas hacen dormir porque se me caíanlas revistas de la mano y de golpe estabasoñando con el colegio y que íbamos aun picnic con las chicas del normalcomo el año pasado y bailábamos a laorilla de la pileta, era muy divertido.Me desperté a eso de las cuatro y medíay empecé a pensar en la operación, noque tenga miedo, el doctor De Luisi dijoque no es nada, pero debe ser raro laanestesia y que te corten cuando estásdormido, el Cacho decía que lo peor esdespertarse, que duele mucho y por ahívomitás y tenés fiebre. El nene de mamáya no está tan garifo como ayer, se lenota en la cara que tiene un poco de

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miedo, es tan chico que casi me dalástima. Se sentó de golpe en la camacuando me vio entrar y escondió larevista debajo de la almohada. La piezaestaba un poco fría y fui a subir lacalefacción, después traje el termómetroy se lo di. «¿Te lo sabés poner?», lepregunté, y las mejillas parecía que ibana reventársele de rojo que se puso. Dijoque sí con la cabeza y se estiró en lacama mientras yo bajaba las persianas yencendía el velador. Cuando me acerquépara que me diera el termómetro seguíatan ruborizado que estuve a punto dereírme, pero con los chicos de esa edadsiempre pasa lo mismo, les cuesta

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acostumbrarse a esas cosas. Y para peorme mira en los ojos, por qué no le puedoaguantar esa mirada si al final no es másque una mujer, cuando saqué eltermómetro de debajo de las frazadas yse lo alcancé, ella me miraba y yo creoque se sonreía un poco, se me debe notartanto que me pongo colorado, es algoque no puedo evitar, es más fuerte queyo. Después anotó la temperatura en lahoja que está a los pies de la cama y sefue sin decir nada. Ya casi no meacuerdo de lo que hablé con papá ymamá cuando vinieron a verme a lasseis. Se quedaron poco porque laseñorita Cora les dijo que había que

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prepararme y que era mejor queestuviese tranquilo la noche antes. Penséque mamá iba a soltarle alguna de lassuyas pero la miró nomás de arribaabajo, y papá también pero al viejo leconozco las miradas, es algo muydiferente. Justo cuando se estaba yendola oí a mamá que le decía a la señoritaCora: «Le agradeceré que lo atiendabien, es un niño que ha estado siempremuy rodeado por su familia», o algunaidiotez por el estilo, y me hubieraquerido morir de rabia, ni siquieraescuché lo que le contestó la señoritaCora, pero estoy seguro de que no legustó, a lo mejor piensa que me estuve

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quejando de ella o algo así.Volvió a eso de las seis y media con

una mesita de esas de ruedas llena defrascos y algodones, y no sé por qué degolpe me dio un poco de miedo, enrealidad no era miedo pero empecé amirar lo que había en la mesita, todaclase de frascos azules o rojos,tambores de gasa y también pinzas ytubos de goma, el pobre debía estarempezando a asustarse sin la mamá queparece un papagayo endomingado, leagradeceré que atienda bien al nene,mire que he hablado con el doctor DeLuisi, pero sí, señora, se lo vamos aatender como a un príncipe. Es bonito su

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nene, señora, con esas mejillas que se learrebolan apenas me ve entrar. Cuandole retiré las frazadas hizo un gesto comopara volver a taparse, y creo que se diocuenta de que me hacía gracia verlo tanpudoroso. «A ver, bajate el pantalón delpiyama», le dije sin mirarlo en la cara.«¿El pantalón?», preguntó con una vozque se le quebró en un gallo. «Sí, claro,el pantalón», repetí, y empezó a soltar elcordón y a desabotonarse con unosdedos que no le obedecían. Le tuve quebajar yo misma el pantalón hasta lamitad de los muslos, y era como me lohabía imaginado. «Ya sos un chicocrecidito», le dije, preparando la brocha

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y el jabón aunque la verdad es que pocotenía para afeitar. «¿Cómo te llaman entu casa?», le pregunté mientras loenjabonaba. «Me llaman Pablo», mecontestó con una voz que me dio lástima,tanta era la vergüenza. «Pero te daránalgún sobrenombre», insistí, y fuetodavía peor porque me pareció que seiba a poner a llorar mientras yo leafeitaba los pocos pelitos que andabanpor ahí. «¿Así que no tenés ningúnsobrenombre? Sos el nene solamente,claro.» Terminé de afeitarlo y le hiceuna seña para que se tapara, pero él seadelantó y en un segundo estuvo cubiertohasta el pescuezo. «Pablo es un bonito

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nombre», le dije para consolarlo unpoco; casi me daba pena verlo tanavergonzado, era la primera vez que metocaba atender a un muchachito tan joveny tan tímido, pero me seguía fastidiandoalgo en el que a lo mejor le venía de lamadre, algo más fuerte que su edad yque no me gustaba, y hasta me molestabaque fuera tan bonito y tan bien hechopara sus años, un mocoso que ya debíacreerse un hombre y que a la primera decambio sería capaz de soltarme unpiropo.

Me quedé con los ojos cerrados, erala única manera de escapar un poco detodo eso, pero no servía de nada porque

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justamente en ese momento agregó:«¿Así que no tenés ningún sobrenombre.Sos el nene solamente, claro», y yohubiera querido morirme, o agarrarlapor la garganta y ahogarla, y cuando abrílos ojos le vi el pelo castaño casipegado a mi cara porque se habíaagachado para sacarme un resto dejabón, y olía a shampoo de almendracomo el que se pone la profesora dedibujo, o algún perfume de ésos, y nosupe qué decir y lo único que se meocurrió fue preguntarle: «¿Usted sellama Cora, verdad?». Me miró con aireburlón, con esos ojos que ya meconocían y que me habían visto por

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todos lados, y dijo: «La señorita Cora».Lo dijo para castigarme, lo sé, igual queantes había dicho: «Ya sos un chicocrecidito», nada más que para burlarse.Aunque me daba rabia tener la caracolorada, eso no lo puedo disimularnunca y es lo peor que me puede ocurrir,lo mismo me animé a decirle: «Usted estan joven que… Bueno, Cora es unnombre muy lindo». No era eso, lo queyo había querido decirle era otra cosa yme parece que se dio cuenta y lemolestó, ahora estoy seguro de que estáresentida por culpa de mamá, yosolamente quería decirle que era tanjoven que me hubiera gustado poder

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llamarla Cora a secas, pero cómo se loiba a decir en ese momento cuando sehabía enojado y ya se iba con la mesitade ruedas y yo tenía unas ganas dellorar, ésa es otra cosa que no puedoimpedir, de golpe se me quiebra la voz yveo todo nublado, justo cuandonecesitaría estar más tranquilo paradecir lo que pienso. Ella iba a salir peroal llegar a la puerta se quedó unmomento como para ver si no seolvidaba de alguna cosa, y yo queríadecirle lo que estaba pensando pero noencontraba las palabras y lo único quese me ocurrió fue mostrarle la taza conel jabón, se había sentado en la cama y

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después de aclararse la voz dijo: «Se leolvida la taza con el jabón», muyseriamente y con un tono de hombregrande. Volví a buscar la taza y un pocopara que se calmara le pasé la mano porla mejilla. «No te aflijas, Pablito», ledije. «Todo irá bien, es una operaciónde nada.» Cuando lo toqué echó lacabeza atrás como ofendido, y despuésresbaló hasta esconder la boca en elborde de las frazadas. Desde ahí,ahogadamente, dijo: «Puedo llamarlaCora, ¿verdad?». Soy demasiado buena,casi me dio lástima tanta vergüenza quebuscaba desquitarse por otro lado, perosabía que no era el caso de ceder porque

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después me resultaría difícil dominarlo,y a un enfermo hay que dominarlo o eslo de siempre, los líos de María Luisaen la pieza catorce o los retos del doctorDe Luisi que tiene un olfato de perropara esas cosas. «Señorita Cora», medijo tomando la taza y yéndose. Me diouna rabia, unas ganas de pegarle, desaltar de la cama y echarla a empujones,o de… Ni siquiera comprendo cómopude decirle: «Si yo estuviera sano a lomejor me trataría de otra manera». Sehizo la que no oía, ni siquiera dio vueltala cabeza, y me quedé solo y sin ganasde leer, sin ganas de nada, en el fondohubiera querido que me contestara

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enojada para poder pedirle disculpasporque en realidad no era lo que yohabía pensado decirle, tenía la gargantatan cerrada que no sé cómo me habíansalido las palabras, se lo había dicho depura rabia pero no era eso, o a lo mejorsí pero de otra manera.

Y sí, son siempre lo mismo, una losacaricia, les dice una frase amable, y ahínomás asoma el machito, no quierenconvencerse de que todavía son unosmocosos. Esto tengo que contárselo aMarcial, se va a divertir y cuandomañana lo vea en la mesa deoperaciones le va a hacer todavía másgracia, tan tiernito el pobre con esa

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carucha arrebolada, maldito calor queme sube por la piel, cómo podría hacerpara que no me pase eso, a lo mejorrespirando hondo antes de hablar, qué séyo. Se debe haber ido furiosa, estoyseguro de que escuchó perfectamente, nosé cómo le dije eso, yo creo que cuandole pregunté si podía llamarla Cora no seenojó, me dijo lo de señorita porque essu obligación pero no estaba enojada, laprueba es que vino y me acarició lacara; pero no, eso fue antes, primero meacarició y entonces yo le dije lo de Coray lo eché todo a perder. Ahora estamospeor que antes y no voy a poder dormiraunque me den un tubo de pastillas. La

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barriga me duele de a ratos, es raropasarse la mano y sentirse tan liso, lomalo es que me vuelvo a acordar detodo y del perfume de almendras, la vozde Cora, tiene una voz muy grave parauna chica tan joven y linda, una vozcomo de cantante de boleros, algo queacaricia aunque esté enojada. Cuando oípasos en el corredor me acosté del todoy cerré los ojos, no quería verla, no meimportaba verla, mejor que me dejara enpaz, sentí que entraba y que encendía laluz del cielo raso, se hacía el dormidocomo un angelito, con una manotapándose la cara, y no abrió los ojoshasta que llegué al lado de la cama.

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Cuando vio lo que traía se puso tancolorado que me volvió a dar lástima yun poco de risa, era demasiado idiotarealmente. «A ver, m’hijito, bájese elpantalón y dese vuelta para el otrolado», y el pobre a punto de patalearcomo haría con la mamá cuando teníacinco años, me imagino, a decir que no ya llorar y a meterse debajo de lascobijas y a chillar, pero el pobre nopodía hacer nada de eso ahora,solamente se había quedado mirando elirrigador y después a mí que esperaba, yde golpe se dio vuelta y empezó a moverlas manos debajo de las frazadas perono atinaba a nada mientras yo colgaba el

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irrigador en la cabecera, tuve quebajarle las frazadas y ordenarle quelevantara un poco el trasero paracorrerle mejor el pantalón y deslizarleuna toalla. «A ver, subí un poco laspiernas, así está bien, echate más deboca, te digo que te echés más de boca,así.» Tan callado que era casi como sigritara, por una parte me hacía graciaestarle viendo el culito a mi jovenadmirador, pero de nuevo me daba unpoco de lástima por él, era realmentecomo si lo estuviera castigando por loque me había dicho. «Avisá si está muycaliente», le previne, pero no contestónada, debía estar mordiéndose un puño y

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yo no quería verle la cara y por eso mesenté al borde de la cama y esperé a quedijera algo, pero aunque era mucholíquido lo aguantó sin una palabra hastael final, y cuando terminó le dije, y esosí se lo dije para cobrarme lo de antes:«Así me gusta, todo un hombrecito», y lotapé mientras le recomendaba queaguantase lo más posible antes de ir albaño. «¿Querés que te apague la luz o tela dejo hasta que te levantes?», mepreguntó desde la puerta. No sé cómoalcancé a decirle que era lo mismo, algoasí, y escuché el ruido de la puerta alcerrarse y entonces me tapé la cabezacon las frazadas y qué le iba a hacer, a

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pesar de los cólicos me mordí las dosmanos y lloré tanto que nadie, nadiepuede imaginarse lo que lloré mientrasla maldecía y la insultaba y le clavabaun cuchillo en el pecho cinco, diez,veinte veces, maldiciéndola cada vez ygozando de lo que sufría y de cómo mesuplicaba que la perdonase por lo queme había hecho.

Es lo de siempre, che Suárez, unocorta y abre, y en una de ésas la gransorpresa. Claro que a la edad del pibetiene todas las chances a su favor, perolo mismo le voy hablar claro al padre,

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no sea cosa que en una de ésas tengamosun lío. Lo más probable es que haya unabuena reacción, pero ahí hay algo quefalla, pensá en lo que pasó al comienzode la anestesia: parece mentira en unpibe de esa edad. Lo fui a ver a las doshoras y lo encontré bastante bien sipensás en lo que duró la cosa. Cuandoentró el doctor De Luisi yo estabasecándole la boca al pobre, noterminaba de vomitar y todavía leduraba la anestesia pero el doctor loauscultó lo mismo y me pidió que no memoviera de su lado hasta que estuvierabien despierto. Los padres siguen en laotra pieza, la buena señora se ve que no

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está acostumbrada a estas cosas, degolpe se le acabaron las paradas, y elviejo parece un trapo. Vamos, Pablito,vomitá si tenés ganas y quejate todo loque quieras, yo estoy aquí, sí, claro queestoy aquí, el pobre sigue dormido perome agarra la mano como si se estuvieraahogando. Debe creer que soy la mamá,todos creen eso, es monótono. Vamos,Pablo, no te muevas así, quieto que te vaa doler más, no, dejá las manostranquilas, ahí no te podés tocar. Alpobre le cuesta salir de la anestesia.Marcial me dijo que la operación habíasido muy larga. Es raro, habránencontrado alguna complicación: a

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veces el apéndice no está tan a la vista,le voy a preguntar a Marcial esta noche.Pero sí, m’hijito, estoy aquí, quéjesetodo lo que quiera pero no se muevatanto, yo le voy a mojar los labios coneste pedacito de hielo en una gasa, así sele va pasando la sed. Sí, querido, vomitámás, aliviate todo lo que quieras. Quéfuerza tenés en las manos, me vas allenar de moretones, sí, sí, llorá si tenésganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá yquejate, total estás tan dormido y creésque soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés,con esa nariz un poco respingada y esaspestañas como cortinas, parecés mayorahora que estás tan pálido. Ya no te

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pondrías colorado por nada, verdad, mipobrecito. Me duele, mamá, me dueleaquí, dejame que me saque ese peso queme han puesto, tengo algo en la barrigaque pesa tanto y me duele, mamá, decilea la enfermera que me saque eso. Sí,m’hijito, ya se le va a pasar, quédese unpoco quieto, por qué tendrás tantafuerza, voy a tener que llamar a MaríaLuisa para que me ayude. Vamos, Pablo,me enojo si no te estás quieto, te va adoler mucho más si seguís moviéndotetanto. Ah, parece que empezás a dartecuenta, me duele aquí, señorita Cora, meduele tanto aquí, hágame algo por favor,me duele tanto aquí, suélteme las manos,

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no puedo más, señorita Cora, no puedomás.

Menos mal que se ha dormido elpobre querido, la enfermera me vino abuscar a las dos y media y me dijo queme quedara un rato con él que ya estabamejor, pero lo veo tan pálido, ha debidoperder tanta sangre, menos mal que eldoctor De Luisi dijo que todo habíasalido bien. La enfermera estabacansada de luchar con él, yo no entiendopor qué no me hizo entrar antes, en estaclínica son demasiado severos. Ya escasi de noche y el nene ha dormido todoel tiempo, se ve que está agotado, perome parece que tiene mejor cara, un poco

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de color. Todavía se queja de a ratospero ya no quiere tocarse el vendaje yrespira tranquilo, creo que pasarábastante buena noche. Como si yo nosupiera lo que tengo que hacer, pero erainevitable; apenas se le pasó el primersusto a la buena señora le salieron otravez los desplantes de patrona, por favorque al nene no le vaya a faltar nada porla noche, señorita. Decí que te tengolástima, vieja estúpida, si no ya ibas aver cómo te trataba. Las conozco a éstas,creen que con una buena propina elúltimo día lo arreglan todo. Y a veces lapropina ni siquiera es buena, pero paraqué seguir pensando, ya se mandó mudar

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y todo está tranquilo. Marcial, quedateun poco, no ves que el chico duerme,contame lo que pasó esta mañana.Bueno, si estás apurado lo dejamos paradespués. No, mirá que puede entrarMaría Luisa, aquí no, Marcial. Claro, elseñor se sale con la suya, ya te he dichoque no quiero que me beses cuandoestoy trabajando, no está bien. Pareceríaque no tenemos toda la noche parabesarnos, tonto. Andate. Váyase le digo,o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí,querido, hasta luego. Claro que sí.Muchísimo.

Está muy oscuro pero es mejor, notengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no

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me duele, qué bueno estar así respirandodespacio, sin esas náuseas.. Todo estátan callado, ahora me acuerdo que vi amamá, me dijo no sé qué, yo me sentíatan mal. Al viejo lo miré apenas, estabaa los pies de la cama y me guiñaba unojo, el pobre siempre el mismo. Tengoun poco de frío, me gustaría otrafrazada. Señorita Cora, me gustaría otrafrazada. Pero si estaba ahí, apenas abrílos ojos la vi sentada al lado de laventana leyendo un revista. Vino enseguida y me arropó, casi no tuve quedecirle nada porque se dio cuenta enseguida. Ahora me acuerdo, yo creo queesta tarde la confundía con mamá y que

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ella me calmaba, o a lo mejor estuvesoñando. ¿Estuve soñando, señoritaCora? Usted me sujetaba las manos,¿verdad? Yo decía tantas pavadas, peroes que me dolía mucho, y las náuseas…Discúlpeme, no debe ser nada lindo serenfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, alo mejor la manché y todo. Bueno, nohablaré más. Estoy tan bien así, ya notengo frío. No, no me duele mucho, unpoquito solamente. ¿Es tarde, señoritaCora? Sh, usted se queda calladitoahora, ya le he dicho que no puedehablar mucho, alégrese de que no leduela y quédese bien quieto. No, no estarde, apenas las siete. Cierre los ojos y

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duerma. Así. Duérmase ahora.Sí, yo querría pero no es tan fácil.

Por momentos me parece que me voy adormir, pero de golpe la herida me pegaun tirón o todo me da vueltas en lacabeza, y tengo que abrir los ojos ymirarla, está sentada al lado de laventana y ha puesto la pantalla para leersin que me moleste la luz. ¿Por qué sequedará aquí todo el tiempo? Tiene unpelo precioso, le brilla cuando mueve lacabeza. Y es tan joven, pensar que hoyla confundí con mamá, es increíble. Vayaa saber qué cosas le dije, se debe haberreído otra vez de mí. Pero me pasabahielo por la boca, eso me aliviaba tanto,

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ahora me acuerdo, me puso agua coloniaen la frente y en el pelo, y me sujetabalas manos para que no me arrancara elvendaje. Ya no está enojada conmigo, alo mejor mamá le pidió disculpas o algoasí, me miraba de otra manera cuandome dijo: «Cierre los ojos y duérmase».Me gusta que me mire así, parecementira lo del primer día cuando mequitó los caramelos. Me gustaría decirleque es tan linda, que no tengo nadacontra ella, al contrario, que me gustaque sea ella la que me cuida de noche yno la enfermera chiquita. Me gustaríaque me pusiera otra vez agua colonia enel pelo. Me gustaría que con una sonrisa

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me pidiera perdón, que me dijera que lapuedo llamar Cora.

Se quedó dormido un buen rato, a lasocho calculé que el doctor De Luisi notardaría y lo desperté para tomarle latemperatura. Tenía mejor cara y le habíahecho bien dormir. Apenas vio eltermómetro sacó una mano fuera de lascobijas, pero le dije que se estuvieraquieto. No quería mirarlo en los ojospara que no sufriera pero lo mismo sepuso colorado y empezó a decir que élpodía muy bien solo. No le hice caso,claro, pero estaba tan tenso el pobre queno me quedó más remedio que decirle:«Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no

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te vas a poner así cada vez, ¿verdad?».Es lo de siempre, con esa debilidad nopudo contener las lágrimas; haciéndomela que no me daba cuenta anoté latemperatura y me fui a prepararle lainyección. Cuando volvió yo me habíasecado los ojos con la sábana y teníatanta rabia contra mí mismo que hubieradado cualquier cosa por poder hablar,decirle que no me importaba, que enrealidad no me importaba pero que no lopodía impedir. «Esto no duele nada», medijo con la jeringa en la mano. «Es paraque duermas bien toda la noche.» Medestapó y otra vez sentí que me subía lasangre a la cara, pero ella se sonrió un

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poco y empezó a frotarme el muslo conun algodón mojado. «No duele nada», ledije porque algo tenía que decirle, nopodía ser que me quedara así mientrasella me estaba mirando. «Ya ves», medijo sacando la aguja y frotándome conel algodón. «Ya ves que no duele nada.Nada te tiene que doler, Pablito.» Metapó y me pasó la mano por la cara. Yocerré los ojos y hubiera querido estarmuerto, estar muerto y que ella mepasara la mano por la cara, llorando.

Nunca entendí mucho a Cora peroesta vez se fue a la otra banda. La

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verdad que no me importa si no entiendoa las mujeres, lo único que vale la penaes que lo quieran a uno. Si estánnerviosas, si se hacen problema porcualquier macana, bueno nena, ya está,deme un beso y se acabó. Se ve quetodavía es tiernita, va a pasar un buenrato antes de que aprenda a vivir en esteoficio maldito, la pobre apareció estanoche con una cara rara y me costómedia hora hacerle olvidar esastonterías. Todavía no ha encontrado lamanera de buscarle la vuelta a algunosenfermos, ya le pasó con la vieja delveintidós pero yo creía que desdeentonces habría aprendido un poco, y

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ahora este pibe le vuelve a dar doloresde cabeza. Estuvimos tomando mate enmi cuarto a eso de las dos de la mañana,después fue a darle la inyección ycuando volvió estaba de mal humor, noquería saber nada conmigo. Le quedabien esa carucha de enojada, de tristona,de a poco se la fui cambiando, y al finalse puso a reír y me contó, a esa hora megusta tanto desvestirla y sentir quetiembla un poco como si tuviera frío.Debe ser muy tarde, Marcial. Ah,entonces puedo quedarme un ratotodavía, la otra inyección le toca a lascinco y media, la galleguita no llegahasta las seis. Perdoname, Marcial, soy

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una boba, mirá que preocuparme tantopor ese mocoso, al fin y al cabo lo tengodominado pero de a ratos me da lástima,a esa edad son tontos, tan orgullosos, sipudiera le pediría al doctor Suárez queme cambiara, hay dos operados en elsegundo piso, gente grande, uno lespregunta tranquilamente si han ido decuerpo, les alcanza la chata, los limpiasi hace falta, todo eso charlando deltiempo o de la política, es un ir y venirde cosas naturales, cada uno está en losuyo, Marcial, no como aquí,comprendés. Sí, claro que hay quehacerse a todo, cuántas veces me van atocar chicos de esa edad, es una cuestión

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de técnica como decís vos. Sí, querido,claro. Pero es que todo empezó mal porculpa de la madre, eso no se ha borrado,sabés, desde el primer minuto hubocomo un malentendido, y el chico tienesu orgullo y le duele, sobre todo que alprincipio no se daba cuenta de todo loque iba a venir y quiso hacerse elgrande, mirarme como si fueras vos,como un hombre. Ahora ya ni le puedopreguntar si quiere hacer pis, lo malo esque sería capaz de aguantarse toda lanoche si yo me quedara en la pieza. Meda risa cuando me acuerdo, quería decirque sí y no se animaba, entonces mefastidió tanta tontería y lo obligué para

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que aprendiera a hacer pis sin moverse,bien tendido de espaldas. Siemprecierra los ojos en esos momentos peroes casi peor, está a punto de llorar o deinsultarme, está entre las dos cosas y nopuede, es tan chico, Marcial, y esabuena señora que lo ha de haber criadocomo un tilinguito, el nene de aquí y elnene de allí, mucho sombrero y sacoentallado pero en el fondo el bebé desiempre, el tesorito de mamá. Ah, yjustamente le vengo a tocar yo, el altovoltaje como decís vos, cuando hubieraestado tan bien con María Luisa que esidéntica a su tía y que lo hubieralimpiado por todos lados sin que se le

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subieran los colores a la cara. No, laverdad, no tengo suerte, Marcial.

Estaba soñando con la clase defrancés cuando encendió la luz delvelador, lo primero que le veo essiempre el pelo, será porque se tieneque agachar para las inyecciones o loque sea, el pelo cerca de mi cara, unavez me hizo cosquillas en la boca yhuele tan bien, y siempre se sonríe unpoco cuando me está frotando con elalgodón, me frotó un rato largo antes depincharme y yo le miraba la mano tansegura que iba apretando de a poco la

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jeringa, el líquido amarillo que entrabadespacio, haciéndome doler. «No, no meduele nada.» Nunca le podré decir: «Nome duele nada, Cora». Y no le voy adecir señorita Cora, no se lo voy a decirnunca. Le hablaré lo menos que pueda yno la pienso llamar señorita Coraaunque me lo pida de rodillas. No, nome duele nada. No, gracias, me sientobien, voy a seguir durmiendo. Gracias.

Por suerte ya tiene de nuevo suscolores pero todavía está muy decaído,apenas si pudo darme un beso, y a tíaEsther casi no la miró y eso que le habíatraído las revistas y una corbatapreciosa para el día en que lo llevemos

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a casa. La enfermera de la mañana es unamor de mujer, tan humilde, con ella sída gusto hablar, dice que el nene durmióhasta las ocho y que bebió un poco deleche, parece que ahora van a empezar aalimentarlo, tengo que decirle al doctorSuárez que el cacao le hace mal, o a lomejor su padre ya se lo dijo porqueestuvieron hablando un rato. Si quieresalir un momento, señora, vamos a vercómo anda este hombre. Usted quédese,señor Morán, es que a la mamá le puedehacer impresión tanto vendaje. Vamos aver un poco, compañero. ¿Ahí duele?Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí teduele o solamente está sensible. Bueno,

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vamos muy bien, amiguito. Y así cincominutos, si me duele aquí, si estoysensible mas acá, y el viejo mirándomela barriga como si me la viera porprimera vez. Es raro pero no me sientotranquilo hasta que se van, pobres viejostan afligidos pero qué le voy a hacer, memolestan, dicen siempre lo que no hayque decir, sobre todo mamá, y menosmal que la enfermera chiquita parecesorda y le aguanta todo con esa cara deesperar propina que tiene la pobre. Miráque venir a jorobar con lo del cacao, nique yo fuese un niño de pecho. Me danunas ganas de dormir cinco díasseguidos sin ver a nadie, sobre todo sin

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ver a Cora, y despertarme justo cuandome vengan a buscar para ir a casa. A lomejor habrá que esperar unos días más,señor Morán, ya sabrá por De Luisi quela operación fue más complicada de loprevisto, a veces hay pequeñassorpresas. Claro que con la constituciónde ese chico yo creo que no habráproblema, pero mejor dígale a su señoraque no va a ser cosa de una semanacomo se pensó al principio. Ah, claro,bueno, de eso usted hablará con eladministrador, son cosas internas. Ahoravos fijate si no es mala suerte, Marcial,anoche te lo anuncié, esto va a durarmucho más de lo que pensábamos. Sí, ya

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sé que no importa pero podrías ser unpoco más comprensivo, sabés muy bienque no me hace feliz atender a ese chico,y a él todavía menos, pobrecito. No memirés así, por qué no le voy a tenerlástima. No me mirés así.

Nadie me prohibió que leyera perose me caen las revistas de la mano, y esoque tengo dos episodios por terminar ytodo lo que me trajo tía Esther. Me ardela cara, debo de tener fiebre o es quehace mucho calor en esta pieza, le voy apedir a Cora que entorne un poco laventana o que me saque una frazada.Quisiera dormir, es lo que más megustaría, que ella estuviese allí sentada

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leyendo una revista y yo durmiendo sinverla, sin saber que está allí, pero ahorano se va a quedar más de noche, ya pasólo peor y me dejarán solo. De tres acuatro creo que dormí un rato, a lascinco justas vino con un remedio nuevo,unas gotas muy amargas. Siempre pareceque se acaba de bañar y cambiar, estátan fresca y huele a talco perfumado, alavanda. «Este remedio es muy feo, yasé», me dijo, y se sonreía paraanimarme. «No, es un poco amargo,nada más», le dije. «¿Cómo pasaste eldía?», me preguntó, sacudiendo eltermómetro. Le dije que bien, quedurmiendo, que el doctor Suárez me

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había encontrado mejor, que no me dolíamucho. «Bueno, entonces podés trabajarun poco», me dijo dándome eltermómetro. Yo no supe qué contestarley ella se fue a cerrar las persianas yarregló los frascos en la mesita mientrasyo me tomaba la temperatura. Hasta tuvetiempo de echarle un vistazo altermómetro antes de que viniera abuscarlo. «Pero tengo muchísimafiebre», me dijo como asustado. Erafatal, siempre seré la misma estúpida,por evitarle el mal momento le doy eltermómetro y naturalmente el muychiquilín no pierde tiempo en enterarsede que está volando de fiebre. «Siempre

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es así los primeros cuatro días, yademás nadie te mandó que miraras», ledije, más furiosa contra mí que contra él.Le pregunté si había movido el vientre yme dijo que no. Le sudaba la cara, se lasequé y le puse un poco de agua colonia;había cerrado los ojos antes decontestarme y no los abrió mientras yolo peinaba un poco para que no lemolestara el pelo en la frente. Treinta ynueve y nueve era mucha fiebre,realmente. «Tratá de dormir un rato», ledije, calculando a qué hora podríaavisarle al doctor Suárez. Sin abrir losojos hizo un gesto como de fastidio, yarticulando cada palabra me dijo:

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«Usted es mala conmigo, Cora». Noatiné a contestarle nada, me quedé a sulado hasta que abrió los ojos y me mirócon toda su fiebre y toda su tristeza.Casi sin darme cuenta estiré la mano yquise hacerle una caricia en la frente,pero me rechazó de un manotón y algodebió tironearle en la herida porque secrispó de dolor. Antes de que pudierareaccionar me dijo en voz muy baja:«Usted no sería así conmigo si mehubiera conocido en otra parte». Estuveal borde de soltar una carcajada, peroera tan ridículo que me dijera esomientras se le llenaban los ojos delágrimas que me pasó lo de siempre, me

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dio rabia y casi miedo, me sentí degolpe como desamparada delante de esechiquilín pretencioso. Conseguídominarme (eso se lo debo a Marcial,me ha enseñado a controlarme y cadavez lo hago mejor), y me enderecé comosi no hubiera sucedido nada, puse latoalla en la percha y tapé el frasco deagua colonia. En fin, ahora sabíamos aqué atenernos, en el fondo era muchomejor así. Enfermera, enfermo, y pare decontar. Que el agua colonia se la pusierala madre, yo tenía otras cosas quehacerle y se las haría sin máscontemplaciones. No sé por qué mequedé más de lo necesario. Marcial me

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dijo cuando se lo conté que habíaquerido darle la oportunidad dedisculparse, de pedir perdón. No sé, a lomejor fue eso o algo distinto, a lo mejorme quedé para que siguierainsultándome, para ver hasta dónde eracapaz de llegar. Pero seguía con los ojoscerrados y el sudor le empapaba lafrente y las mejillas, era como si mehubieran metido en agua hirviendo, veíamanchas violeta y rojas cuando apretabalos ojos para no mirarla sabiendo quetodavía estaba allí, y hubiera dadocualquier cosa para que se agachara yvolviera a secarme la frente como si yono le hubiera dicho eso, pero ya era

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imposible, se iba a ir sin hacer nada, sindecirme nada, y yo abriría los ojos yencontraría la noche, el velador, la piezavacía, un poco de perfume todavía, y merepetiría diez veces, cien veces, quehabía hecho bien en decirle lo que lehabía dicho, para que aprendiera, paraque no me tratara como a un chico, paraque me dejara en paz, para que no sefuera.

Empiezan siempre a la misma hora,entre seis y siete de la mañana, debe seruna pareja que anida en las cornisas delpatio, un palomo que arrulla y la paloma

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que le contesta, al rato se cansan, se lodije a la enfermera chiquita que viene alavarme y a darme el desayuno, seencogió de hombros y dijo que ya otrosenfermos se habían quejado de laspalomas pero que el director no queríaque las echaran. Ya ni sé cuánto haceque las oigo, las primeras mañanasestaba demasiado dormido o doloridopara fijarme, pero desde hace tres díasescucho a las palomas y me entristecen,quisiera estar en casa oyendo ladrar aMilord, oyendo a la tía Esther que a estahora se levanta para ir a misa. Malditafiebre que no quiere bajar, me van atener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo

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voy a preguntar al doctor Suárez estamisma mañana, al fin y al cabo podríaestar lo más bien en casa. Mire, señorMorán, quiero ser franco con usted, elcuadro no es nada sencillo. No, señoritaCora, prefiero que usted siga atendiendoa ese enfermo, y le voy a decir por qué.Pero entonces, Marcial… Vení, te voy ahacer un café bien fuerte, mirá que sospotrilla todavía, parece mentira.Escuchá, vieja, he estado hablandodiscretamente con el doctor Suárez, yparece que el pibe…

Por suerte después se callan, a lomejor se van volando por ahí, por todala ciudad, tienen suerte las palomas. Qué

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mañana interminable, me alegré cuandose fueron los viejos, ahora les da porvenir más seguido desde que tengo tantafiebre. Bueno, si me tengo que quedarcuatro o cinco días más aquí, quéimporta. En casa sería mejor, claro, perolo mismo tendría fiebre y me sentiría tanmal de a ratos. Pensar que no puedo nimirar una revista, es una debilidad comosi no me quedara sangre. Pero todo espor la fiebre, me lo dijo anoche eldoctor De Luisi y el doctor Suárez me lorepitió esta mañana, ellos saben.Duermo mucho pero lo mismo es comosi no pasara el tiempo, siempre es antesde las tres como si a mí me importaran

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las tres o las cinco, al contrario, a lastres se va la enfermera chiquita y es unalástima porque con ella estoy tan bien.Si me pudiera dormir de un tirón hasta lamedianoche sería mucho mejor. Pablo,soy yo, la señorita Cora. Tu enfermerade la noche que te hace doler con lasinyecciones. Ya sé que no te duele,tonto, es una broma. Seguí durmiendo siquerés, ya está. Me dijo: «Gracias», sinabrir los ojos, pero hubiera podidoabrirlos, sé que con la galleguita estuvocharlando a mediodía aunque le hanprohibido que hable mucho. Antes desalir me di vuelta de golpe y me estabamirando, sentí que todo el tiempo me

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había estado mirando de espaldas. Volvíy me senté al lado de la cama, le tomé elpulso, le arreglé las sábanas quearrugaba con sus manos de fiebre. Memiraba el pelo, después bajaba la vista yevitaba mis ojos. Fui a buscar lonecesario para prepararlo y me dejóhacer sin una palabra, con los ojos fijosen la ventana, ignorándome. Vendrían abuscarlo a las cinco y medía en punto,todavía le quedaba un rato para dormir,los padres esperaban en la planta bajaporque le hubiera hecho impresiónverlos a esa hora. El doctor Suárez iba avenir un rato antes para explicarle quetenían que completar la operación,

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cualquier cosa que no lo inquietarademasiado. Pero en cambio mandaron aMarcial, me tomó de sorpresa verloentrar así pero me hizo una seña paraque no me moviera y se quedó a los piesde la cama leyendo la hoja detemperatura hasta que Pablo seacostumbrara a su presencia. Le empezóa hablar un poco en broma, armó laconversación como él sabe hacerlo, elfrío en la calle, lo bien que se estaba enese cuarto, y él lo miraba sin decir nada,como esperando, mientras yo me sentíatan rara, hubiera querido que Marcial sefuera y me dejara sola con él, yo hubierapodido decírselo mejor que nadie,

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aunque quizá no, probablemente no.Pero si ya lo sé, doctor, me van a operarde nuevo, usted es el que me dio laanestesia la otra vez, y bueno, mejor esoque seguir en esta cama y con estafiebre. Yo sabía que al final tendrían quehacer algo, por qué me duele tanto desdeayer, un dolor diferente, desde másadentro. Y usted, ahí sentada, no pongaesa cara, no se sonría como si meviniera a invitar al cine. Váyase con él ybéselo en el pasillo, tan dormido noestaba la otra tarde cuando usted seenojó con él porque la había besadoaquí. Váyanse los dos, déjenme dormir,durmiendo no me duele tanto.

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Y bueno, pibe, ahora vamos aliquidar este asunto de una vez portodas, hasta cuándo nos vas a estarocupando una cama, che. Contádespacito, uno, dos, tres. Así va bien,vos seguí contando y dentro de unasemana estás comiendo un bife jugoso encasa. Un cuarto de hora a gatas, nena, yvuelta a coser. Había que verle la cara aDe Luisi, uno no se acostumbra nuncadel todo a estas cosas. Mirá, aprovechépara pedirle a Suárez que te relevarancomo vos querías, le dije que estás muycansada con un caso tan grave; a lomejor te pasan al segundo piso si vos

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también le hablás. Está bien, hacé comoquieras, tanto quejarte la otra noche yahora te sale la samaritana. No te enojésconmigo, lo hice por vos. Sí, claro quelo hizo por mí pero perdió el tiempo, mevoy a quedar con él esta noche y todaslas noches. Empezó a despertarse a lasocho y media, los padres se fueron enseguida porque era mejor que no losviera con la cara que tenían los pobres,y cuando llegó el doctor Suárez mepreguntó en voz baja si quería que merelevara María Luisa, pero le hice unaseña de que me quedaba y se fue. MaríaLuisa me acompañó un rato porquetuvimos que sujetarlo y calmarlo,

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después se tranquilizó de golpe y casi notuvo vómitos; está tan débil que sevolvió a dormir sin quejarse muchohasta las diez. Son las palomas, vas aver, mamá, ya están arrullando comotodas las mañanas, no sé por qué no lasechan, que se vuelen a otro árbol. Damela mano, mamá, tengo tanto frío. Ah,entonces estuve soñando, me parecíaque ya era de mañana y que estaban laspalomas. Perdóneme, la confundí conmamá. Otra vez desviaba la mirada, sevolvía a su encono, otra vez me echaba amí toda la culpa. Lo atendí como si nome diera cuenta de que seguía enojado,me senté junto a él y le mojé los labios

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con hielo. Cuando me miró, después quele puse agua colonia en las manos y lafrente, me acerqué más y le sonreí.«Llamame Cora», le dije. «Yo sé que nonos entendimos al principio, pero vamosa ser tan buenos amigos, Pablo.» Memiraba callado. «Decime: Sí, Cora.» Memiraba, siempre. «Señorita Cora», dijodespués, y cerró los ojos. «No, Pablo,no», le pedí, besándolo en la mejilla,muy cerca de la boca. «Yo voy a serCora para vos, solamente para vos.»Tuve que echarme atrás, pero lo mismome salpicó la cara. Lo sequé, le sostuvela cabeza para que se enjuagara la boca,lo volví a besar hablándole al oído.

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«Discúlpeme», dijo con un hilo de voz,«no lo pude contener». Le dije que nofuera tonto, que para eso estaba yocuidándolo, que vomitara todo lo quequisiera para aliviarse. «Me gustaríaque viniera mamá», me dijo, mirando aotro lado con los ojos vacíos. Todavíale acaricié un poco el pelo, le arreglélas frazadas esperando que me dijeraalgo, pero estaba muy lejos y sentí quelo hacía sufrir todavía más si mequedaba. En la puerta me volví y esperé;tenía los ojos muy abiertos, fijos en elcielo raso. «Pablito», le dije. «Porfavor, Pablito. Por favor, querido.»Volví hasta la cama, me agaché para

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besarlo; olía a frío, detrás del aguacolonia estaba el vómito, la anestesia. Sime quedo un segundo más me pongo allorar delante de él, por él. Lo besé otravez y salí corriendo, bajé a buscar a lamadre y a María Luisa; no quería volvermientras la madre estuviera allí, por lomenos esa noche no quería volver ydespués sabía demasiado bien que notendría ninguna necesidad de volver aese cuarto, que Marcial y María Luisa seocuparían de todo hasta que el cuartoquedara otra vez libre.

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LA ISLA A MEDIO DÍA

La primera vez que vio la isla,Marini estaba cortésmente inclinadosobre los asientos de la izquierda,ajustando la mesa de plástico antes deinstalar la bandeja del almuerzo. Lapasajera lo había mirado varias vecesmientras él iba y venía con revistas ovasos de whisky; Marini se demorabaajustando la mesa preguntándoseaburridamente si valdría la penaresponder a la mirada insistente de lapasajera, una americana de las muchas,cuando en el óvalo azul de la ventanillaentró el litoral de la isla, la franja

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dorada de la playa, las colinas quesubían hacia la meseta desolada.Corrigiendo la posición defectuosa delvaso de cerveza, Marini sonrió a lapasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh,yes, Greece», repuso la americana conun falso interés.

Sonaba brevemente un timbre y elstewardse enderezó sin que la sonrisaprofesional se borrara de su boca delabios finos. Empezó a ocuparse de unmatrimonio sirio que quería jugo detomate, pero en la cola del avión seconcedió unos segundos para mirar otravez hacia abajo; la isla era pequeña ysolitaria, y el Egeo la rodeaba con un

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intenso azul que exaltaba la orla de unblanco deslumbrante y como petrificado,que allá abajo sería espuma rompiendoen los arrecifes y las caletas. Marini vioque las playas desiertas corrían hacia elnorte y el oeste, lo demás era la montañaentrando a pique en el mar. Una islarocosa y desierta, aunque la manchaplomiza cerca de la playa del nortepodía ser una casa, quizá un grupo decasas primitivas. Empezó a abrir la latade jugo, y al enderezarse la isla se borróde la ventanilla; no quedó más que elmar, un verde horizonte interminable.Miró su reloj pulsera sin saber por qué;era exactamente mediodía.

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A Marini le gustó que lo hubierandestinado a la línea Roma-Teherán,porque el paisaje era menos lúgubre queen las líneas del norte y las muchachasparecían siempre felices de ir a Orienteo de conocer Italia. Cuatro días después,mientras ayudaba a un niño que habíaperdido la cuchara y mostrabadesconsolado el plato del postre,descubrió otra vez el borde de la isla.Había una diferencia de ocho minutospero cuando se inclinó sobre unaventanilla de la cola no le quedarondudas; la isla tenía una formainconfundible, como una tortuga quesacara apenas las patas del agua. La

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miró hasta que lo llamaron, esta vez conla seguridad de que la mancha plomizaera un grupo de casas; alcanzó adistinguir el dibujo de unos pocoscampos cultivados que llegaban hasta laplaya. Durante la escala de Beirut miróel atlas de la stewardess, y se preguntósi la isla no sería Horos. Elradiotelegrafista, un francés indiferente,se sorprendió de su interés. «Todas esasislas se parecen, hace dos años que hagola línea y me importan muy poco. Sí,muéstremela la próxima vez.» No eraHoros sino Xiros, una de las muchasislas al margen de los circuitosturísticos. «No durará ni cinco años», le

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dijo la stewardess mientras bebían unacopa en Roma. «Apúrate si piensas ir,las hordas estarán allí en cualquiermomento, Gengis Cook vela.» PeroMarini siguió pensando en la isla,mirándola cuando se acordaba o habíauna ventanilla cerca, casi siempreencogiéndose de hombros al final. Nadade eso tenía sentido, volar tres vecespor semana a mediodía sobre Xiros eratan irreal como soñar tres veces porsemana que volaba a mediodía sobreXiros. Todo estaba falseado en la visióninútil y recurrente; salvo, quizá, el deseode repetirla, la consulta al reloj pulseraantes de mediodía, el breve, punzante

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contacto con la deslumbradora franjablanca al borde de un azul casi negro, ylas casas donde los pescadores alzaríanapenas los ojos para seguir el paso deesa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después,cuando le propusieron la línea de NuevaYork con todas sus ventajas, Marini sedijo que era la oportunidad de acabarcon esa manía inocente y fastidiosa.Tenía en el bolsillo el libro donde unvago geógrafo de nombre levantino dabasobre Xiros más detalles que loshabituales en las guías. Contestónegativamente, oyéndose como desdelejos, y después de sortear la sorpresa

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escandalizada de un jefe y dossecretarias se fue a comer a la cantinade la compañía donde lo esperabaCarla. La desconcertada decepción deCarla no lo inquietó; la costa sur deXiros era inhabitable pero hacia el oestequedaban huellas de una colonia lidia oquizá cretomicénica, y el profesorGoldmann había encontrado dos piedrastalladas con jeroglíficos que lospescadores empleaban como pilotes delpequeño muelle. A Carla le dolía lacabeza y se marchó casi enseguida; lospulpos eran el recurso principal delpuñado de habitantes, cada cinco díasllegaba un barco para cargar la pesca y

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dejar algunas provisiones y géneros. Enla agencia de viajes le dijeron quehabría que fletar un barco especialdesde Rynos, o quizá se pudiera viajaren la falúa que recogía los pulpos, peroesto último sólo lo sabría Marini enRynos donde la agencia no teníacorresponsal. De todas maneras la ideade pasar unos días en la isla no era másque un plan para las vacaciones dejunio; en las semanas que siguieron huboque reemplazar a White en la línea deTúnez, y después empezó una huelga yCarla se volvió a casa de sus hermanasen Palermo. Marini fue a vivir a un hotelcerca de Piazza Navona, donde había

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librerías de viejo; se entretenía sinmuchas ganas en buscar libros sobreGrecia, hojeaba de a ratos un manual deconversación. Le hizo gracia la palabrakalimera y la ensayó en un cabaret conuna chica pelirroja, se acostó con ella,supo de su abuelo en Odos y de unosdolores de garganta inexplicables. EnRoma empezó a llover, en Beirut loesperaba siempre Tania, había otrashistorias, siempre parientes o dolores;un día fue otra vez a la línea de Teherán,la isla a mediodía. Marini se quedótanto tiempo pegado a la ventanilla quela nueva stewardess lo trató de malcompañero y le hizo la cuenta de las

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bandejas que llevaba servidas. Esanoche Marini invitó a la stewardess acomer en el Firouz y no le costó que leperdonaran la distracción de la mañana.Lucía le aconsejó que se hiciera cortarel pelo a la americana; él le habló unrato de Xiros, pero después comprendióque ella prefería elvodka-limedelHilton. El tiempo se iba en cosas así, eninfinitas bandejas de comida, cada unacon la sonrisa a la que tenía derecho elpasajero. En los viajes de vuelta elavión sobrevolaba Xiros a las ocho dela mañana; el sol daba contra lasventanillas de babor y dejaba apenasentrever la tortuga dorada; Marini

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prefería esperar los mediodías del vuelode ida, sabiendo que entonces podíaquedarse un largo minuto contra laventanilla mientras Lucía (y despuésFelisa) se ocupaba un poco irónicamentedel trabajo. Una vez sacó una foto deXiros pero le salió borrosa; ya sabíaalgunas cosas de la isla, habíasubrayado las raras menciones en un parde libros. Felisa le contó que los pilotoslo llamaban el loco de la isla, y no lemolestó. Carla acababa de escribirleque había decidido no tener el niño, yMarini le envió dos sueldos y pensó queel resto no le alanzaría para lasvacaciones. Carla aceptó el dinero y le

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hizo saber por una amiga queprobablemente se casaría con el dentistade Treviso. Todo tenía tan pocaimportancia a mediodía, los lunes y losjueves y los sábados (dos veces pormes, el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta deque Felisa era la única que locomprendía un poco; había un acuerdotácito para que ella se ocupara delpasaje a mediodía, apenas él seinstalaba junto a la ventanilla de la cola.La isla era visible unos pocos minutos,pero el aire estaba siempre tan limpio yel mar la recortaba con una crueldad tanminuciosa que los más pequeños

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detalles se iban ajustando implacablesal recuerdo del pasaje anterior: lamancha verde del promontorio del norte,las casas plomizas, las redes secándoseen la arena. Cuando faltaban las redesMarini lo sentía como unempobrecimiento, casi un insulto. Pensóen filmar el paso de la isla, para repetirla imagen en el hotel, pero prefirióahorrar el dinero de la cámara ya queapenas le faltaba un mes para lasvacaciones. No llevaba demasiado lacuenta de los días; a veces era Tania enBeirut, a veces Felisa en Teherán, casisiempre su hermano menor en Roma,todo un poco borroso, amablemente fácil

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y cordial y como reemplazando otracosa, llenando las horas antes o despuésdel vuelo, y en el vuelo todo era tambiénborroso y fácil y estúpido hasta la horade ir a inclinarse sobre la ventanilla dela cola, sentir el frío cristal como unlímite del acuario donde lentamente semovía la tortuga dorada en el espesoazul.

Ese día las redes se dibujabanprecisas en la arena, y Marini hubierajurado que el punto negro a la izquierda,al borde del mar, era un pescador quedebía estar mirando el avión.«Kalimera», pensó absurdamente. Ya notenía sentido esperar más, Mario

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Merolis le prestaría el dinero que lefaltaba para el viaje, en menos de tresdías estaría en Xiros. Con los labiospegados al vidrio, sonrió pensando quetreparía hasta la mancha verde, queentraría desnudo en el mar de las caletasdel norte, que pescaría pulpos con loshombres, entendiéndose por señas y porrisas. Nada era difícil una vez decidido,un tren nocturno, un primer barco, otrobarco viejo y sucio, la escala en Rynos,la negociación interminable con elcapitán de la falúa, la noche en elpuente, pegado a las estrellas, el sabordel anís y del carnero, el amanecer entrelas islas. Desembarcó con las primeras

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luces, y el capitán lo presentó a un viejoque debía ser el patriarca. Klaios letomó la mano izquierda y hablólentamente, mirándolo en los ojos.Vinieron dos muchachos y Marinientendió que eran los hijos de Klaios. Elcapitán de la falúa agotaba su inglés:veinte habitantes, pulpos, pesca, cincocasas, italiano visitante pagaríaalojamiento Klaios.

Los muchachos rieron cuando Klaiosdiscutió dracmas; también Marini, yaamigo de los más jóvenes, mirando salirel sol sobre un mar menos oscuro quedesde el aire, una habitación pobre ylimpia, un jarro de agua, olor a salvia y

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a piel curtida.Lo dejaron solo para irse a cargar la

falúa, y después de quitarse a manotazosla ropa de viaje y ponerse un pantalónde baño y unas sandalias, echó a andarpor la isla. Aún no se veía a nadie, elsol cobraba lentamente impulso y de losmatorrales crecía un olor sutil, un pocoácido mezclado con el yodo del viento.Debían ser las diez cuando llegó alpromontorio del norte y reconoció lamayor de las caletas. Prefería estar soloaunque le hubiera gustado más bañarseen la playa de arena; la isla lo invadía ylo gozaba con una tal intimidad que noera capaz de pensar o de elegir. La piel

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le quemaba de sol y de viento cuando sedesnudó para tirarse al mar desde unaroca; el agua estaba fría y le hizo bien;se dejó llevar por corrientes insidiosashasta la entrada de una gruta, volvió marafuera, se abandonó de espaldas, loaceptó todo en un solo acto deconciliación que era también un nombrepara el futuro. Supo sin la menor dudaque no se iría de la isla, que de algunamanera iba a quedarse para siempre enla isla. Alcanzó a imaginar a suhermano, a Felisa, sus caras cuandosupieran que se había quedado a vivirde la pesca en un peñón solitario. Ya loshabía olvidado cuando giro sobre sí

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mismo para nadar hacia la orilla.El sol lo secó enseguida, bajó hacia

las casas donde dos mujeres lo miraronasombradas antes de correr aencerrarse. Hizo un saludo en el vacío ybajó hacia las redes. Uno de los hijos deKlaios lo esperaba en la playa, y Marinile señaló el mar, invitándolo. Elmuchacho vaciló, mostrando suspantalones de tela y su camisa roja.Después fue corriendo hacia una de lascasas, y volvió casi desnudo; se tiraronjuntos a un mar ya tibio, deslumbrantebajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezóa nombrar las cosas. «Kalimera», dijo

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Marini, y el muchacho rió hasta doblarseen dos. Después Marini repitió lasfrases nuevas, enseñó palabras italianasa Ionas. Casi en el horizonte, la falúa seiba empequeñeciendo; Marini sintió queahora estaba realmente solo en la islacon Klaios y los suyos. Dejaría pasarunos días, pagaría su habitación yaprendería a pescar; alguna tarde,cuando ya lo conocieran bien, leshablaría de quedarse y de trabajar conellos. Levantándose, tendió la mano aIonas y echó a andar lentamente hacia lacolina. La cuesta era escarpada y trepósaboreando cada alto, volviéndose una yotra vez para mirar las redes en la playa,

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las siluetas de las mujeres que hablabananimadamente con Ionas y con Klaios ylo miraban de reojo, riendo. Cuandollegó a la mancha verde entró en unmundo donde el olor del tomillo y de lasalvia era una misma materia con elfuego del sol y la brisa del mar. Marinimiró su reloj pulsera y después, con ungesto de impaciencia, lo arrancó de lamuñeca y lo guardó en el bolsillo delpantalón de baño. No sería fácil matar alhombre viejo, pero allí en lo alto, tensode sol y de espacio sintió que laempresa era posible. Estaba en Xiros,estaba allí donde tantas veces habíadudado que pudiera llegar alguna vez.

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Se dejó caer de espaldas entre laspiedras calientes, resistió sus aristas ysus lomos encendidos, y miróverticalmente el cielo; lejanamente lellegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que nomiraría el avión, que no se dejaríacontaminar por lo peor de sí mismo, queuna vez más iba a pasar sobre la isla.Pero en la penumbra de los párpadosimaginó a Felisa con las bandejas, enese mismo instante distribuyendo lasbandejas, y su reemplazante, tal vezGiorgio o alguno nuevo de otra línea,alguien que también estaría sonriendomientras alcanzaba las botellas de vino

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o el café. Incapaz de luchar contra tantopasado abrió los ojos y se enderezó, yen el mismo momento vio el ala derechadel avión, casi sobre su cabeza,inclinándose inexplicablemente, elcambio de sonido de las turbinas, lacaída casi vertical sobre el mar. Bajó atoda carrera por la colina, golpeándoseen las rocas y desgarrándose un brazoentre las espinas. La isla le ocultaba ellugar de la caída, pero torció antes dellegar a la playa y por un atajoprevisible franqueó la primeraestribación de la colina y salió a laplaya más pequeña. La cola del avión sehundía a unos cien metros, en un silencio

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total. Marini tomó impulso y se lanzó alagua, esperando todavía que el aviónvolviera a flotar; pero no se veía másque la blanda línea de las olas, una cajade cartón oscilando absurdamente cercadel lugar de la caída, y casi al final,cuando ya no tenía sentido seguirnadando, una mano fuera del agua,apenas un instante, el tiempo para queMarini cambiara de rumbo y sezambullera hasta atrapar por el pelo alhombre que luchó por aferrarse a él ytragó roncamente el aire que Marini ledejaba respirar sin acercarsedemasiado. Remolcándolo poco a pocolo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el

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cuerpo vestido de blanco, y tendiéndoloen la arena miró la cara llena de espumadonde la muerte estaba ya instalada,sangrando por una enorme herida en lagarganta. De qué podía servir larespiración artificial si con cadaconvulsión la herida parecía abrirse unpoco más y era como una bocarepugnante que llamaba a Marini, loarrancaba a su pequeña felicidad de tanpocas horas en la isla, le gritaba entreborbotones algo que él ya no era capazde oír. A toda carrera venían los hijosde Klaios y más atrás las mujeres.Cuando llegó Klaios, los muchachosrodeaban el cuerpo tendido en la arena,

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sin comprender cómo había tenidofuerzas para nadar a la orilla yarrastrarse desangrándose hasta ahí.«Ciérrale los ojos», pidió llorando unade las mujeres. Klaios miró hacia elmar, buscando algún otro sobreviviente.Pero como siempre estaban solos en laisla, y el cadáver de ojos abiertos era loúnico nuevo entre ellos y el mar.

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INSTRUCCIONES PARAJOHN HOWELL

A Peter Brook

Pensándolo después —en la calle,en un tren, cruzando campos— todo esohubiera parecido absurdo, pero un teatrono es más que un pacto con el absurdo,su ejercicio eficaz y lujoso. A Rice, quese aburría en un Londres otoñal de fin desemana y que había entrado al Aldwychsin mirar demasiado el programa, elprimer acto de la pieza le pareció sobretodo mediocre; el absurdo empezó en el

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intervalo cuando el hombre de gris seacercó a su butaca y lo invitócortésmente, con una voz casi inaudible,a que lo acompañara entre bastidores.Sin demasiada sorpresa pensó que ladirección del teatro debía estar haciendouna encuesta, alguna vaga investigacióncon fines publicitarios. «Si se trata deuna opinión», dijo Rice, «el primer actome parece flojo, y la iluminación, porejemplo…». El hombre de gris asintióamablemente pero su mano seguíaindicando una salida lateral, y Riceentendió que debía levantarse yacompañarlo sin hacerse rogar.«Hubiera preferido una taza de té»,

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pensó mientras bajaba unos peldañosque daban a un pasillo lateral y sedejaba conducir entre distraído ymolesto. Casi de golpe se encontrófrente a un bastidor que representaba unabiblioteca burguesa; dos hombres queparecían aburrirse lo saludaron como sisu visita hubiera estado prevista eincluso descontada. «Desde luego ustedse presta admirablemente», dijo el másalto de los dos. El otro hombre inclinóla cabeza, con un aire de mudo. «Notenemos mucho tiempo», dijo el hombrealto, «pero trataré de explicarle su papelen dos palabras». Hablabamecánicamente, casi como si

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prescindiera de la presencia real deRice y se limitara a cumplir unamonótona consigna. «No entiendo», dijoRice dando un paso atrás. «Casi esmejor», dijo el hombre alto. «En estoscasos el análisis es más bien unadesventaja; verá que apenas seacostumbre a los reflectores empezará adivertirse. Usted ya conoce el primeracto; ya sé, no le gustó. A nadie le gusta.Es a partir de ahora que la pieza puedeponerse mejor. Depende, claro.» «Ojalámejore», dijo Rice que creía haberentendido mal, «pero en todo caso ya estiempo de que me vuelva a la sala».Como había dado otro paso atrás no lo

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sorprendió demasiado la blandaresistencia del hombre de gris, quemurmuraba una excusa sin apartarse.«Parecería que no nos entendemos»,dijo el hombre alto, «y es una lástimaporque faltan apenas cuatro minutos parael segundo acto. Le ruego que meescuche atentamente. Usted es Howell,el marido de Eva. Ya ha visto que Evaengaña a Howell con Michael, y queprobablemente Howell se ha dadocuenta aunque prefiere callar porrazones que no están todavía claras. Nose mueva por favor, es simplemente unapeluca». Pero la admonición parecíacasi inútil porque el hombre de gris y el

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hombre mudo lo habían tomado de losbrazos, y una muchacha alta y flaca quehabía aparecido bruscamente le estabacalzando algo tibio en la cabeza.«Ustedes no querrán que yo me ponga agritar y arme un escándalo en el teatro»,dijo Rice tratando de dominar el temblorde su voz. El hombre alto se encogió dehombros. «Usted no haría eso», dijocansadamente. «Sería tan pocoelegante… No, estoy seguro de que noharía eso. Además la peluca le quedaperfectamente, usted tiene tipo depelirrojo.» Sabiendo que no debía decireso, Rice dijo: «Pero yo no soy unactor». Todos, hasta la muchacha,

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sonrieron alentándolo. «Precisamente»,dijo el hombre alto. «Usted se da muybien cuenta de la diferencia. Usted no esun actor, usted es Howell. Cuando salgaa escena, Eva estará en el salónescribiendo una carta a Michael. Ustedfingirá no darse cuenta de que ellaesconde el papel y disimula suturbación. A partir de ese momento hagalo que quiera. Los anteojos, Ruth.» «¿Loque quiera?», dijo Rice, tratandosordamente de liberar sus brazos,mientras Ruth le ajustaba unos anteojoscon montura de carey. «Sí, de eso setrata», dijo desganadamente el hombrealto, y Rice tuvo como una sospecha de

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que estaba harto de repetir las mismascosas cada noche. Se oía la campanillallamando al público, y Rice alcanzó adistinguir los movimientos de lostramoyistas en el escenario, unoscambios de luces; Ruth habíadesaparecido de golpe. Lo invadió unaindignación más amarga que violenta,que de alguna manera parecía fuera delugar. «Esto es una farsa estúpida», dijotratando de zafarse, «y les prevengoque…». «Lo lamento», murmuró elhombre alto. «Francamente hubierapensado otra cosa de usted. Pero ya quelo toma así…» No era exactamente unaamenaza, aunque los tres hombres lo

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rodeaban de una manera que exigía laobediencia o la lucha abierta: a Rice lepareció que una cosa hubiera sido tanabsurda o quizá tan falsa como la otra.«Howell entra ahora», dijo el hombrealto, mostrando el estrecho pasaje entrelos bastidores. «Una vez allí haga lo quequiera, pero nosotros lamentaríamosque…» Lo decía amablemente, sinturbar el repentino silencio de la sala; eltelón se alzó con un frotar de terciopelo,y los envolvió una ráfaga de aire tibio.«Yo que usted lo pensaría, sinembargo», agregó cansadamente elhombre alto. «Vaya, ahora.»Empujándole sin empujarlo, los tres lo

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acompañaron hasta la mitad de losbastidores. Una luz violeta encegueció aRice; delante había una extensión que lepareció infinita, y a la izquierda adivinóla gran caverna, algo como unagigantesca respiración contenida, esoque después de todo era el verdaderomundo donde poco a poco empezaban arecortarse pecheras blancas y quizásombreros o altos peinados. Dio un pasoo dos, sintiendo que las piernas no lerespondían y estaba a punto de volversey retroceder a la carrera cuando Eva,levantándose precipitadamente, seadelantó y le tendió una mano queparecía flotar en la luz violeta al término

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de un brazo muy blanco y largo. La manoestaba helada, y Rice tuvo la impresiónde que se crispaba un poco en la suya.Dejándose llevar hasta el centro de laescena, escuchó confusamente lasexplicaciones de Eva sobre su dolor decabeza, la preferencia por la penumbra yla tranquilidad de la biblioteca,esperando que callara para adelantarseal proscenio y decir, en dos palabras,que los estaban estafando. Pero Evaparecía esperar que él se sentara en elsofá de gusto tan dudoso como elargumento de la pieza y los decorados, yRice comprendió que era imposible,casi grotesco, seguir de pie mientras

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ella, tendiéndole otra vez la mano,reiteraba la invitación con sonrisacansada. Desde el sofá distinguió mejorlas primeras filas de platea, apenasseparadas de la escena por la luz quehabía ido virando del violeta a unnaranja amarillento, pero curiosamente aRice le fue más fácil volverse hacia Evay sostener su mirada que de algunamanera lo ligaba todavía a esainsensatez, aplazando un instante más laúnica decisión posible a menos deacatar la locura y entregarse alsimulacro. «Las tardes de este otoño soninterminables», había dicho Evabuscando una caja de metal blanco

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perdida entre los libros y los papeles dela mesita baja, y ofreciéndole uncigarrillo. Mecánicamente Rice sacó suencendedor, sintiéndose cada vez másridículo con la peluca y los anteojos;pero el menudo ritual de encender loscigarrillos y aspirar las primerasbocanadas era como una tregua, lepermitía sentarse más cómodamente,aflojando la insoportable tensión delcuerpo que se sabía mirado por fríasconstelaciones invisibles. Oía susrespuestas a las frases de Eva, laspalabras parecían suscitarse unas a otrascon un mínimo esfuerzo, sin que seestuviera hablando de nada en concreto;

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un diálogo de castillo de naipes en elque Eva iba poniendo los muros delfrágil edificio, y Rice sin esfuerzointercalaba sus propias cartas y elcastillo se alzaba bajo la luz anaranjadahasta que al terminar una prolijaexplicación que incluía el nombre deMichael («Ya ha visto que Eva engaña aHowell con Michael») y otros nombresy otros lugares, un té al que habíaasistido la madre de Michael (¿o era lamadre de Eva?) y una justificaciónansiosa y casi al borde de las lágrimas,con un movimiento de ansiosa esperanzaEva se inclinó hacia Rice como siquisiera abrazarlo o esperar a que él la

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tomase en los bozos, y exactamentedespués de la última palabra dicha conuna voz clarísima, junto a la oreja deRice murmuró: «No dejes que mematen», y sin transición volvió a su vozprofesional para quejarse de la soledady del abandono. Golpeaban en la puertadel fondo y Eva se mordió los labioscomo si hubiera querido agregar algomás (pero eso se le ocurrió a Rice,demasiado confundido para reaccionar atiempo), y se puso de pie para dar labienvenida a Michael que llegaba con lafatua sonrisa que ya había enarboladoinsoportablemente en el primer acto.Una dama vestida de rojo, un anciano;

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de pronto la escena se poblaba de genteque cambiaba saludos, flores y noticias.Rice estrechó las manos que le tendían yvolvió a sentarse lo antes posible en elsofá, escudándose tras de otro cigarrillo;ahora la acción parecía prescindir de ély el público recibía con murmullossatisfechos una serie de brillantes juegosde palabras de Michael y de los actoresde carácter, mientras Eva se ocupaba delté y daba instrucciones al criado. Quizáfuera el momento de acercarse a la bocadel escenario, dejar caer el cigarrillo yaplastarlo con el pie, a tiempo paraanunciar: «Respetable público…». Peroacaso fuera más elegante (No dejes que

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me maten) esperar la caída del telón yentonces, adelantándose rápidamente,revelar la superchería. En todo esohabía como un lado ceremonial que noera penoso acatar; a la espera de suhora, Rice entró en el diálogo que leproponía el anciano caballero, aceptó lataza de té que Eva le ofrecía sin mirarlode frente, como si se supiese observadapor Michael y la dama de rojo. Todoestaba en resistir, en hacer frente a untiempo interminablemente tenso, ser másfuerte que la torpe coalición quepretendía convertirlo en un pelele. Ya leresultaba fácil advertir cómo las frasesque le dirigían (a veces Michael, a

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veces la dama de rojo, casi nunca Eva,ahora) llevaban implícita la respuesta;que el pelele contestara lo previsible, lapieza podía continuar. Rice pensó quede haber tenido un poco más de tiempopara dominar la situación, hubiera sidodivertido contestar a contrapelo y poneren dificultades a los actores; pero no selo consentirían, su falsa libertad deacción no permitía más que la rebelióndesaforada, el escándalo. No dejes queme maten, había dicho Eva; de algunamanera, tan absurda como todo el resto,Rice seguía sintiendo que era mejoresperar. El telón cayó sobre una réplicasentenciosa y amarga de la dama de

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rojo, y los actores le parecieron a Ricecomo figuras que súbitamente bajaran unpeldaño invisible: disminuidos,indiferentes (Michael se encogía dehombros, dando la espalda y yéndosepor el foro), abandonaban la escena sinmirarse entre ellos, pero Rice notó queEva giraba la cabeza hacia él mientrasla dama de rojo y el anciano se lallevaban amablemente del brazo hacialos bastidores de la derecha. Pensó enseguirla, tuvo una vaga esperanza decamarín y conversación privada.«Magnífico», dijo el hombre alto,palmeándole el hombro. «Muy bien,realmente lo ha hecho usted muy bien.»

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Señalaba hacia el telón que dejaba pasarlos últimos aplausos. «Les ha gustado deveras. Vamos a tomar un trago.» Losotros dos hombres estaban algo máslejos, sonriendo amablemente, y Ricedesistió de seguir a Eva. El hombre altoabrió una puerta al final del primerpasillo y entraron en una sala pequeñadonde había sillones desvencijados, unarmario, una botella de whisky yaempezada y hermosísimos vasos decristal tallado. «Lo ha hecho usted muybien», insistió el hombre alto mientrasse sentaban en torno a Rice. «Con unpoco de hielo, ¿verdad? Desde luego,cualquiera tendría la garganta seca.» El

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hombre de gris se adelantó a la negativade Rice y le alcanzó un vaso casi lleno.«El tercer acto es más difícil pero a lavez más entretenido para Howell», dijoel hombre alto. «Ya ha visto cómo sevan descubriendo los juegos.» Empezó aexplicar la trama, ágilmente y sinvacilar. «En cierto modo usted hacomplicado las cosas», dijo. «Nunca meimaginé que procedería tan pasivamentecon su mujer; yo hubiera reaccionado deotra manera.» «¿Cómo?», preguntósecamente Rice. «Ah, querido amigo, noes justo preguntar eso. Mi opiniónpodría alterar sus propias decisiones,puesto que usted ha de tener ya un plan

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preconcebido. ¿o no?» Como Ricecallaba, agregó: «Si le digo eso esprecisamente porque no se trata de tenerplanes preconcebidos. Estamos todosdemasiado satisfechos para arriesgarnosa malograr el resto». Rice bebió unlargo trago de whisky. «Sin embargo, enel segundo acto usted me dijo que podíahacer lo que quisiera», observó. Elhombre de gris se echó a reír, pero elhombre alto lo miró y el otro hizo unrápido gesto de excusa. «Hay un margenpara la aventura o el azar, como ustedquiera», dijo el hombre alto. «A partirde ahora le ruego que se atenga a lo quevoy a indicarle, se entiende que dentro

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de la máxima libertad en los detalles.»Abriendo la mano derecha con la palmahacia arriba, la miró fijamente mientrasel índice de la otra mano iba a apoyarseen ella una y otra vez. Entre dos tragos(le habían llenado otra vez el vaso) Riceescuchó las instrucciones para JohnHowell. Sostenido por el alcohol y poralgo que era como un lento volver haciasí mismo que lo iba llenando de una fríacólera, descubrió sin esfuerzo el sentidode las instrucciones, la preparación dela trama que debía hacer crisis en elúltimo acto. «Espero que esté claro»,dijo el hombre alto, con un movimientocircular del dedo en la palma de la

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mano. «Está muy claro», dijo Ricelevantándose, «pero además me gustaríasaber si en el cuarto acto…». «Evitemoslas confusiones, querido amigo», dijo elhombre alto. «En el próximo intervalovolveremos sobre el tema, pero ahora lesugiero que se concentre exclusivamenteen el tercer acto. Ah, el traje de calle,por favor.» Rice sintió que el hombremudo le desabotonaba la chaqueta; elhombre de gris había sacado del armarioun traje de tweed y unos guantes;mecánicamente Rice se cambió de ropabajo las miradas aprobadoras de lostres. El hombre alto había abierto lapuerta y esperaba; a lo lejos se oía la

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campanilla. «Esta maldita peluca me dacalor», pensó Rice acabando el whiskyde un solo trago. Casi en seguida seencontró entre nuevos bastidores, sinoponerse a la amable presión de unamano en el codo. «Todavía no», dijo elhombre alto, más atrás. «Recuerde quehace fresco en el parque. Quizá, si sesubiera el cuello de la chaqueta…Vamos, es su entrada.» Desde un bancoal borde del sendero Michael seadelantó hacia él, saludándolo con unabroma. Le tocaba responderpasivamente y discutir los méritos delotoño en Regent’s Park, hasta la llegadade Eva y la dama de rojo que estarían

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dando de comer a los cisnes. Porprimera vez —y a él lo sorprendió casitanto como a los demás— Rice cargó elacento en una alusión que el públicopareció apreciar y que obligó a Michaela ponerse a la defensiva, forzándolo aemplear los recursos más visibles deloficio para encontrar una salida;dándole bruscamente la espaldamientras encendía un cigarrillo, como siquisiera protegerse del viento, Ricemiró por encima de los anteojos y vio alos tres hombres entre los bastidores, elbrazo del hombre alto que le hacía ungesto conminatorio. Rió entre dientes(debía estar un poco borracho y además

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se divertía, el brazo agitándose le hacíauna gracia extraordinaria) antes devolverse y apoyar una mano en elhombro de Michael. «Se ven cosasregocijantes en los parques», dijo Rice.«Realmente no entiendo que se puedaperder el tiempo con cisnes o amantescuando se está en un parquelondinense.» El público rió más queMichael, excesivamente interesado porla llegada de Eva y la dama de rojo. Sinvacilar Rice siguió marchando contra lacorriente, violando poco a poco lasinstrucciones en una esgrima feroz yabsurda contra los actores habilísimosque se esforzaban por hacerlo volver a

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su papel y a veces lo conseguían, pero élse les escapaba de nuevo para ayudar dealguna manera a Eva, sin saber bien porqué pero diciéndose (y le daba risa, ydebía ser el whisky) que todo lo quecambiara en ese momento alteraríainevitablemente el último acto (No dejesque me maten). Y los otros se habíandado cuenta de su propósito porquebastaba mirar por sobre los anteojoshacia los bastidores de la izquierda paraver los gestos iracundos del hombrealto, fuera y dentro de la escena estabanluchando contra él y Eva, se interponíanpara que no pudieran comunicarse, paraque ella no alcanzara a decirle nada, y

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ahora llegaba el caballero ancianoseguido de un lúgubre chofer, habíacomo un momento de calma (Ricerecordaba las instrucciones: una pausa,luego la conversación sobre la comprade acciones, entonces la frasereveladora de la dama de rojo, y telón),y en ese intervalo en que obligadamenteMichael y la dama de rojo debíanapartarse para que el caballero hablaracon Eva y Howell de la maniobrabursátil (realmente no faltaba nada enesa pieza), el placer de estropear unpoco más la acción llenó a Rice de algoque se parecía a la felicidad. Con ungesto que dejaba bien claro el profundo

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desprecio que le inspiraban lasespeculaciones arriesgadas, tomó delbrazo a Eva, sorteó la maniobraenvolvente del enfurecido y sonrientecaballero, y caminó con ella oyendo asus espaldas un muro de palabrasingeniosas que no le concernían,exclusivamente inventadas para elpúblico, y en cambio sí Eva, en cambioun aliento tibio apenas un segundocontra su mejilla, el leve murmullo de suvoz verdadera diciendo: «Quédateconmigo hasta el final», quebrado por unmovimiento instintivo, el hábito que lahacía responder a la interpelación de ladama de rojo, arrastrando a Howell para

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que recibiera en plena cara las palabrasreveladoras. Sin pausa, sin el mínimohueco que hubiera necesitado para podercambiar el rumbo que esas palabrasdaban definitivamente a lo que habría devenir más tarde, Rice vio caer el telón.«Imbécil», dijo la dama de rojo. «Salga,Flora», ordenó el hombre alto, pegado aRice que sonreía satisfecho. «Imbécil»,repitió la dama de rojo, tomando delbrazo a Eva que había agachado lacabeza y parecía como ausente. Unempujón mostró el camino a Rice que sesentía perfectamente feliz. «Imbécil»,dijo a su vez el hombre alto. El tirón enla cabeza fue casi brutal, pero Rice se

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quitó él mismo los anteojos y los tendióal hombre alto. «El whisky no eramalo», dijo. «Si quiere darme lasinstrucciones para el último acto…»Otro empellón estuvo a punto de tirarloal suelo y cuando consiguió enderezarse,con una ligera náusea, ya estaba andandoa tropezones por una galería maliluminada; el hombre alto habíadesaparecido y los otros dos seestrechaban contra él, obligándolo aavanzar con la mera presión de loscuerpos. Había una puerta con unalamparilla naranja en lo alto.«Cámbiese», dijo el hombre de grisalcanzándole su traje. Casi sin darle

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tiempo de ponerse la chaqueta, abrieronla puerta de un puntapié; el empujón losacó trastabillando a la acera, al frío deun callejón que olía a basura. «Hijos deperra, me voy a pescar una pulmonía»,pensó Rice, metiendo las manos en losbolsillos. Había luces en el extremo másalejado del callejón desde donde veníael rumor del tráfico. En la primeraesquina (no le habían quitado el dineroni los papeles) Rice reconoció laentrada del teatro. Como nada impedíaque asistiera desde su butaca al últimoacto, entró al calor del foyer,al humo ylas charlas de la gente en el bar; lequedó tiempo para beber otro whisky,

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pero se sentía incapaz de pensar ennada. Un poco antes de que se alzara eltelón alcanzó a preguntarse quién haríael papel de Howell en el último acto, ysi algún otro pobre infeliz estaríapasando por amabilidades y amenazas yanteojos; pero la broma debía terminarcada noche de la misma manera porqueen seguida reconoció al actor del primeracto, que leía una carta en su estudio y laalcanzaba en silencio a una Eva pálida yvestida de gris. «Es escandaloso»,comentó Rice volviéndose hacia elespectador de la izquierda. «¿Cómo setolera que cambien de actor en mitad deuna pieza?» El espectador suspiró,

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fatigado. «Ya no se sabe con estosautores jóvenes», dijo. «Todo essímbolo, supongo.» Rice se acomodó enla platea saboreando malignamente elmurmullo de los espectadores que noparecían aceptar tan pasivamente comosu vecino los cambios físicos deHowell; y sin embargo la ilusión teatrallos dominó casi en seguida, el actor eraexcelente y la acción se precipitaba deuna manera que sorprendió incluso aRice, perdido en una agradableindiferencia. La carta era de Michael,que anunciaba su partida de Inglaterra;Eva la leyó y la devolvió en silencio; sesentía que estaba llorando

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contenidamente. Quédate conmigo hastael final,había dicho Eva. No dejes queme maten, había dicho absurdamenteEva. Desde la seguridad de la platea erainconcebible que pudiera sucederle algoen ese escenario de pacotilla; todo habíasido una continua estafa, una larga horade pelucas y de árboles pintados. Desdeluego la infaltable dama de rojo invadíala melancólica paz del estudio donde elperdón y quizá el amor de Howell sepercibían en sus silencios, en su maneracasi distraída de romper la carta yecharla al fuego. Parecía inevitable quela dama de rojo insinuara que la partidade Michael era una estratagema, y

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también que Howell le diera a entenderun desprecio que no impediría unacortés invitación a tomar el té. A Rice lodivirtió vagamente la llegada del criadocon la bandeja; el té parecía uno de losrecursos mayores del comediógrafo,sobre todo ahora que la dama de rojomaniobraba en algún momento con unabotellita de melodrama románticomientras las luces iban bajando de unamanera por completo inexplicable en elestudio de un abogado londinense. Hubouna llamada telefónica que Howellatendió con perfecta compostura (eraprevisible la caída de las acciones ocualquier otra crisis necesaria para el

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desenlace); las tazas pasaron de mano enmano con las sonrisas pertinentes, elbuen tono previo a las catástrofes. ARice le pareció casi inconveniente elgesto de Howell en el momento en queEva acercaba los labios a la taza, subrusco movimiento y el té derramándosesobre el vestido gris. Eva estabainmóvil, casi ridícula; en esa detencióninstantánea de las actitudes (Rice sehabía enderezado sin saber por qué, yalguien chistaba impaciente a susespaldas), la exclamación escandalizadade la dama de rojo se superpuso al levechasquido, a la mano de Howell que sealzaba para anunciar algo, a Eva que

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torcía la cabeza mirando al públicocomo si no quisiera creer y después sedeslizaba de lado hasta quedar casitendida en el sofá, en una lentareanudación del movimiento que Howellpareció recibir y continuar con su bruscacarrera hacia los bastidores de laderecha, su fuga que Rice no vio porqueél corría ya el pasillo central sin queningún otro espectador se hubieramovido todavía. Bajando a saltos laescalera, tuvo el tino de entregar sutalón en el guardarropa y recobrar elabrigo; cuando llegaba a la puerta oyólos primeros rumores del final de lapieza, aplausos y voces en la sala;

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alguien del teatro corría escalerasarriba. Huyó hacia Kean Street y alpasar junto al callejón lateral le parecióver un bulto que avanzaba pegado a lapared; la puerta por donde lo habíanexpulsado estaba entornada, pero Riceno había terminado de registrar esasimágenes cuando ya corría por la calleiluminada y en vez de alejarse de lazona del teatro bajaba otra vez porKingsway, previendo que a nadie se leocurriría buscarlo cerca del teatro.Entró en el Strand (se había subido elcuello del abrigo y andaba rápidamente,con las manos en los bolsillos) hastaperderse con un alivio que él mismo no

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se explicaba en la vaga región decallejuelas internas que nacían enChancery Lane. Apoyándose contra unapared (jadeaba un poco y sentía que elsudor le pegaba la camisa a la piel)encendió un cigarrillo, y por primeravez se preguntó explícitamente,empleando todas las palabrasnecesarias, por qué estaba huyendo. Lospasos que se acercaban se interpusieronentre él y la respuesta que buscaba;mientras corría pensó que si lograbacruzar el río (ya estaba cerca del puentede Blackfriars) se sentiría a salvo. Serefugió en un portal, lejos del farol quealumbraba la salida hacia Watergate.

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Algo le quemó la boca; se arrancó de untirón la colilla que había olvidado, ysintió que le desgarraba los labios. En elsilencio que lo envolvía trató derepetirse las preguntas no contestadas,pero irónicamente se le interponía laidea de que sólo estaría a salvo sialcanzaba a cruzar el río. Era ilógico,los pasos también podrían seguirlo porel puente, por cualquier callejuela de laotra orilla; y sin embargo eligió elpuente, corrió a favor de un viento quelo ayudó a dejar atrás el río y perderseen un laberinto que no conocía hastallegar a una zona mal alumbrada; eltercer alto de la noche en un profundo y

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angosto callejón sin salida lo puso porfin frente a la única pregunta importante,y Rice comprendió que era incapaz deencontrar la respuesta. No dejes que mematen, había dicho Eva, y él habíahecho lo posible, torpe ymiserablemente, pero lo mismo lahabían matado, por lo menos en la piezala habían matado y él tenía que huirporque no podía ser que la piezaterminara así, que la taza de té sevolcara inofensivamente sobre elvestido de Eva y sin embargo Evaresbalara hasta quedar tendida en elsofá; había ocurrido otra cosa sin que élestuviera allí para impedirlo, quédate

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conmigo hasta el final, le habíasuplicado Eva, pero lo habían echadodel teatro, lo habían apartado de eso quetenía que suceder y que él,estúpidamente instalado en su platea,había contemplado sin comprender ocomprendiéndolo desde otra región de símismo donde había miedo y fuga yahora, pegajoso como el sudor que lecorría por el vientre, el asco de símismo. «Pero yo no tengo nada quever», pensó. «Y no ha ocurrido nada; noes posible que cosas así ocurran.» Se lorepitió aplicadamente: no podía ser quehubieran venido a buscarlo, aproponerle esa insensatez, a amenazarlo

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amablemente; los pasos que seacercaban tenían que ser los decualquier vagabundo, unos pasos sinhuellas. El hombre pelirrojo que sedetuvo junto a él casi sin mirarlo, y quese quitó los anteojos con un gestoconvulsivo para volver a ponérselosdespués de frotarlos contra la solapa dela chaqueta, era sencillamente alguienque se parecía a Howell y habíavolcado la taza de té sobre el vestido deEva. «Tire esa peluca», dijo Rice, «loreconocerán en cualquier parte». «No esuna peluca», dijo Howell (se llamaríaSmith o Rogers, ya ni recordaba elnombre en el programa). «Qué tonto

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soy», dijo Rice. Era de imaginar quehabían tenido preparada una copiaexacta de los cabellos de Howell, asícomo los anteojos habían sido unaréplica de los de Howell. «Usted hizo loque pudo», dijo Rice, «yo estaba en laplatea y lo vi; todo el mundo podrádeclarar a su favor». Howell temblaba,apoyado en la pared. «No es eso», dijo.«Qué importa, si lo mismo se salieroncon la suya.» Rice agachó la cabeza; uncansancio invencible lo agobiaba. «Yotambién traté de salvarla», dijo, «perono me dejaron seguir», Howell lo mirórencorosamente. «Siempre ocurre lomismo», dijo hablándose a sí mismo.

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«Es típico de los aficionados, creen quepueden hacerlo mejor que los otros, y alfinal no sirve de nada.» Se subió elcuello de la chaqueta, metió las manosen los bolsillos. Rice hubiera queridopreguntarle: «¿Por qué ocurre siemprelo mismo? Y si es así, ¿por qué estamoshuyendo?». El silbato pareció engolfarseen el callejón, buscándolos. Corrieronlargo rato a la par, hasta detenerse enalgún rincón que olía a petróleo, a ríoestancado. Detrás de una pila de fardosdescansaron un momento; Howelljadeaba como un perro y a Rice se leacalambraba una pantorrilla. Se la frotó,apoyándose en los fardos,

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manteniéndose con dificultad sobre unsolo pie. «Pero quizá no sea tan grave»,murmuró. «Usted dijo que siempreocurría lo mismo.» Howell le puso unamano en la boca; se oían alternadamentedos silbatos. «Cada uno por su lado»,dijo Howell. «Tal vez uno de los dospueda escapar.» Rice comprendió quetenía razón pero hubiera querido queHowell le contestara primero. Lo tomóde un brazo, atrayéndolo con toda sufuerza. «No me deje ir así», suplicó.«No puedo seguir huyendo siempre, sinsaber.» Sintió el olor alquitranado delos fardos, su mano como hueca en elaire. Unos pasos corrían alejándose;

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Rice se agachó, tomando impulso, ypartió en la dirección contraria. A la luzde un farol vio un nombre cualquier:Rose Alley. Más allá estaba el río, algúnpuente. No faltaban puentes ni calles pordonde correr.

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TODOS LOS FUEGOS ELFUEGO

Así será algún día su estatua, piensairónicamente el procónsul mientras alzael brazo, lo fija en el gesto del saludo,se deja petrificar por la ovación de unpúblico que dos horas de circo y decalor no han fatigado. Es el momento dela sorpresa prometida; el procónsul bajael brazo, mira a su mujer que ledevuelve la sonrisa inexpresiva de lasfiestas. Irene no sabe lo que va a seguiry a la vez es como si lo supiera, hasta loinesperado acaba en costumbre cuandose ha aprendido a soportar, con la

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indiferencia que detesta el procónsul,los caprichos del amo. Sin volversesiquiera hacia la arena prevé una suerteya echada, una sucesión cruel ymonótona. Licas el viñatero y su mujerUrania son los primeros en gritar unnombre que la muchedumbre recoge yrepite. «Te reservaba esta sorpresa»,dice el procónsul. «Me han aseguradoque aprecias el estilo de ese gladiador.»Centinela de su sonrisa, Irene inclina lacabeza para agradecer. «Puesto que noshaces el honor de acompañarnos aunquete hastían los juegos», agrega elprocónsul, «es justo que procureofrecerte lo que más te agrada». «¡Eres

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la sal del mundo!», grita Licas. «¡Hacesbajar la sombra misma de Marte anuestra pobre arena de provincia!» «Nohas visto más que la mitad», dice elprocónsul, mojándose los labios en unacopa de vino y ofreciéndola a su mujer.Irene bebe un largo sorbo, que parecellevarse con su leve perfume el olorespeso y persistente de la sangre y elestiércol. En un brusco silencio deexpectativa que lo recorta con unaprecisión implacable, Marco avanzahacia el centro de la arena; su cortaespada brilla al sol, allí donde el viejovelario deja pasar un rayo oblicuo, y elescudo de bronce cuelga negligente de la

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mano izquierda. «¿No irás a enfrentarlocon el vencedor de Smirnio?», preguntaexcitadamente Licas. «Mejor que eso»,dice el procónsul. «Quisiera que tuprovincia me recuerde por estos juegos,y que mi mujer deje por una vez deaburrirse.» Urania y Licas aplaudenesperando la respuesta de Irene, peroella devuelve en silencio la copa alesclavo, ajena al clamoreo que saluda lallegada del segundo gladiador. Inmóvil,Marco parece también indiferente a laovación que recibe su adversario; con lapunta de la espada toca ligeramente susgrebas doradas.

«Hola», dice Roland Renoir,

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eligiendo un cigarrillo como unacontinuación ineludible del gesto dedescolgar el receptor. En la línea hayuna crepitación de comunicacionesmezcladas, alguien que dicta cifras, degolpe un silencio todavía más oscuro enesa oscuridad que el teléfono vuelca enel ojo del oído. «Hola», repite Roland,apoyando el cigarrillo en el borde delcenicero y buscando los fósforos en elbolsillo de la bata. «Soy yo», dice lavoz de Jeanne. Roland entorna los ojos,fatigado, y se estira en una posición máscómoda. «Soy yo», repite inútilmenteJeanne. Como Roland no contesta,agrega: «Sonia acaba de irse».

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Su obligación es mirar el palcoimperial, hacer el saludo de siempre.Sabe que debe hacerlo y que verá a lamujer del procónsul y al procónsul, yque quizá la mujer le sonreirá como enlos últimos juegos. No necesita pensar,no sabe casi pensar, pero el instinto ledice que esa arena es mala, el enormeojo de bronce donde los rastrillos y lashojas de palma han dibujado sus curvossenderos ensombrecidos por algúnrastro de las luchas precedentes. Esanoche ha soñado con un pez, ha soñadoen un camino solitario entre columnasrotas; mientras se armaba, alguien hamurmurado que el procónsul no le

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pagará con monedas de oro. Marco nose ha molestado en preguntar, y el otrose ha echado a reír malvadamente antesde alejarse sin darle la espalda; untercero, después, le ha dicho que es unhermano del gladiador muerto por él enMassilia, pero ya lo empujaban hacia lagalería, hacia los clamores de fuera. Elcalor es insoportable, le pesa el yelmoque devuelve los rayos del sol contra elvelario y las gradas. Una vez, columnasrotas; sueños sin un sentido claro, conpozos de olvido en los momentos en quehubiera podido entender. Y el que loarmaba ha dicho que el procónsul no lepagará con monedas de oro; quizá la

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mujer del procónsul no le sonría estatarde. Los clamores le dejan indiferenteporque ahora están aplaudiendo al otro,lo aplauden menos que a él un momentoantes, pero entre los aplausos se filtrangritos de asombro, y Marco levanta lacabeza, mira hacia el palco donde Irenese ha vuelto para hablar con Urania,donde el procónsul negligentemente haceuna seña, y todo su cuerpo se contrae ysu mano se aprieta en el puño de laespada. Le ha bastado volver los ojoshacia la galería opuesta; no es por allíque asoma su rival, se han alzadocrujiendo las rejas del oscuro pasaje pordonde se hace salir a las fieras, y Marco

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ve dibujarse la gigantesca silueta delreciario nubio, hasta entonces visiblecontra el fondo de piedra mohosa; ahorasí, más acá de toda razón, sabe que elprocónsul no le pagará con monedas deoro, adivina el sentido del pez y lascolumnas rotas. Y a la vez poco leimporta lo que va a suceder entre elreciario y él, eso es el oficio y loshados, pero su cuerpo sigue contraídocomo si tuviera miedo, algo en su carnese pregunta por qué el reciario ha salidopor la galería de las fieras, y también selo pregunta entre ovaciones el público, yLicas lo pregunta al procónsul quesonríe para apoyar sin palabras la

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sorpresa, y Licas protesta riendo y secree obligado a apostar a favor deMarco; antes de oír las palabras queseguirán, Irene sabe que el procónsuldoblará la apuesta a favor del nubio, yque después la mirará amablemente yordenará que le sirvan vino helado. Yella beberá el vino y comentará conUrania la estatura y la ferocidad delreciario nubio; cada movimiento estáprevisto aunque se lo ignore en símismo, aunque puedan faltar la copa devino o el gesto de la boca de Uraniamientras admira el torso del gigante.Entonces Licas, experto en incontablesfastos de circo, les hará notar que el

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yelmo del nubio ha rozado las púas de lareja de las fieras, alzadas a dos metrosdel suelo, y alabará la soltura con queordena sobre el brazo izquierdo lasescamas de la red. Como siempre, comodesde una ya lejana noche nupcial, Irenese repliega al límite más hondo de símisma mientras por fuera condesciendey sonríe y hasta goza; en esa profundidadlibre y estéril siente el signo de muerteque el procónsul ha disimulado en unaalegre sorpresa pública, el signo quesólo ella y quizá Marco puedencomprender, pero Marco nocomprenderá, torvo y silencioso ymáquina, y su cuerpo que ella ha

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deseado en otra tarde de circo (y eso loha adivinado el procónsul, sin necesidadde sus magos lo ha adivinado comosiempre, desde el primer instante) va apagar el precio de la mera imaginación,de una doble mirada inútil sobre elcadáver de un tracio diestramentemuerto de un tajo en la garganta.

Antes de marcar el número deRoland, la mano de Jeanne ha andadopor las páginas de una revista de modas,un tubo de pastillas calmantes, el lomodel gato ovillado en el sofá. Después lavoz de Roland ha dicho: «Hola», su vozun poco adormilada, y bruscamenteJeanne ha tenido una sensación de

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ridículo, de que va a decirle a Rolandeso que exactamente la incorporará a lagalería de las plañideras telefónicas conel único, irónico espectador fumando enun silencio condescendiente. «Soy yo»,dice Jeanne, pero se lo ha dicho más aella misma que a ese silencio opuesto enel que bailan, como en un telón defondo, algunas chispas de sonido. Mirasu mano que ha acariciadodistraídamente al gato antes de marcarlas cifras (¿y no se oyen otras cifras enel teléfono, no hay una voz distante quedicta números a alguien que no habla,que sólo está allí para copiarobediente?), negándose a creer que la

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mano que ha alzado y vuelto a dejar eltubo de pastillas es su mano, que la vozque acaba de repetir: «Soy yo», es suvoz, al borde del límite. Por dignidad,callar, lentamente devolver el receptor asu horquilla, quedarse limpiamente sola.«Sonia acaba de irse», dice Jeanne, y ellímite está franqueado, el ridículoempieza, el pequeño infiernoconfortable.

«Ah», dice Roland, frotando unfósforo. Jeanne oye distintamente elfrote, es como si viera el rostro deRoland mientras aspira el humo,echándose un poco atrás con los ojosentornados. Un río de escamas brillantes

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parece saltar de las manos del gigantenegro y Marco tiene el tiempo precisopara hurtar el cuerpo a la red. Otrasveces —el procónsul lo sabe, y vuelvela cabeza para que solamente Irene lovea sonreír— ha aprovechado de esemínimo instante que es el punto débil detodo reciario para bloquear con elescudo la amenaza del largo tridente ytirarse a fondo, con un movimientofulgurante, hacia el pecho descubierto.Pero Marco se mantiene fuera dedistancia, encorvadas las piernas comoa punto de saltar, mientras el nubiorecoge velozmente la red y prepara elnuevo ataque. «Está perdido», piensa

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Irene sin mirar al procónsul que eligeunos dulces de la bandeja que le ofreceUrania. «No es el que era», piensa Licaslamentando su apuesta. Marco se haencorvado un poco, siguiendo elmovimiento giratorio del nubio; es elúnico que aún no sabe lo que todospresienten, es apenas algo queagazapado espera otra ocasión, con elvago desconcierto de no haber hecho loque la ciencia le mandaba. Necesitaríamás tiempo, las horas tabernarias quesiguen a los triunfos, para entender quizála razón de que el procónsul no vaya apagarle con monedas de oro. Hosco,espera otro momento propicio; acaso al

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final, con un pie sobre el cadáver delreciario, pueda encontrar otra vez lasonrisa de la mujer del procónsul; peroeso no lo está pensando él, y quien lopiensa no cree ya que el pie de Marco sehinque en el pecho de un nubiodegollado.

«Decídete», dice Roland, «a menosque quieras tenerme toda la tardeescuchando a ese tipo que le dictanúmeros a no sé quién. ¿Lo oyes?».«Sí», dice Jeanne, «se lo oye comodesde muy lejos. Trescientos cincuenta ycuatro, doscientos cuarenta y dos». Porun momento no hay más que la vozdistante y monótona. «En todo caso»,

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dice Roland, «está utilizando el teléfonopara algo práctico». La respuesta podríaser la previsible, la primera queja, peroJeanne calla todavía unos segundos yrepite: «Sonia acaba de irse». Vacilaantes de agregar: «Probablemente estarállegando a tu casa». A Roland lesorprendería eso, Sonia no tenía por quéir a su casa. «No mientas», dice Jeanne,y el gato huye de su mano, la miraofendido. «No era una mentira», diceRoland. «Me refería a la hora, no alhecho de venir o no venir. Sonia sabeque me molestan las visitas y lasllamadas a esta hora.» Ochocientoscinco, dicta desde lejos la voz.

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Cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos.Jeanne ha cerrado los ojos, esperando laprimera pausa en esa voz anónima paradecir lo único que queda por decir. SiRoland corta la comunicación le restarátodavía esa voz en el fondo de la línea,podrá conservar el receptor en el oído,resbalando más y más en el sofá,acariciando al gato que ha vuelto atenderse contra ella, jugando con el tubode pastillas, escuchando las cifras hastaque también la otra voz se canse y ya noquede nada, absolutamente nada comono sea el receptor que empezará a pesarespantosamente entre sus dedos, unacosa muerta que habrá que rechazar sin

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mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice lavoz. Y todavía más lejos, como undiminuto dibujo a lápiz, alguien quepodría ser una mujer tímida preguntaentre dos chasquidos: «¿La estación delNorte?».

Por segunda vez alcanza a zafarse dela red, pero ha medido mal el salto haciaatrás y resbala en una mancha húmedade la arena. Con un esfuerzo que levantaen vilo al público, Marco rechaza la redcon un molinete de la espada mientrastiende el brazo izquierdo y recibe en elescudo el golpe resonante del tridente.El procónsul desdeña los excitadoscomentarios de Licas y vuelve la cabeza

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hacia Irene que no se ha movido. «Ahorao nunca», dice el procónsul. «Nunca»,contesta Irene. «No es el que era»,repite Licas, «y le va a costar caro, elnubio no le dará otra oportunidad, bastamirarlo». A distancia, casi inmóvil,Marco parece haberse dado cuenta delerror; con el escudo en alto mirafijamente la red ya recogida, el tridenteque oscila hipnóticamente a dos metrosde sus ojos. «Tienes razón, no es elmismo», dice el procónsul. «¿Habíasapostado por él, Irene?» Agazapado,pronto a saltar, Marco siente en la piel,en lo hondo del estómago, que lamuchedumbre lo abandona. Si tuviera un

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momento de calma podría romper elnudo que lo paraliza, la cadena invisibleque empieza muy atrás pero sin que élpueda saber dónde, y que en algúnmomento es la solicitud del procónsul,la promesa de una paga extraordinaria ytambién un sueño donde hay un pez ysentirse ahora, cuando ya no hay tiempopara nada, la imagen misma del sueñofrente a la red que baila ante los ojos yparece atrapar cada rayo de sol que sefiltra por las desgarraduras del velario.Todo es cadena, trampa; enderezándosecon una violencia amenazante que elpúblico aplaude mientras el reciarioretrocede un paso por primera vez,

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Marco elige el único camino, laconfusión y el sudor y el olor a sangre,la muerte frente a él que hay queaplastar; alguien lo piensa por él detrásde la máscara sonriente, alguien que loha deseado por sobre el cuerpo de untracio agonizante. «El veneno», se diceIrene, «alguna vez encontraré el veneno,pero ahora acéptale la copa de vino, séla más fuerte, espera tu hora». La pausaparece prolongarse como se prolonga lainsidiosa galería negra donde vuelveintermitente la voz lejana que repitecifras. Jeanne ha creído siempre que losmensajes que verdaderamente cuentanestán en algún momento más acá de toda

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palabra; quizá esas cifras digan más,sean más que cualquier discurso para elque las está escuchando atentamente,como para ella el perfume de Sonia, elroce de la palma de su mano en elhombro antes de marcharse han sidotanto más que las palabras de Sonia.Pero era natural que Sonia no seconformara con un mensaje cifrado, quequisiera decirlo con todas las letras,saboreándolo hasta lo último.«Comprendo que para ti será muy duro»,ha repetido Sonia, «pero detesto eldisimulo y prefiero decirte la verdad».Quinientos cuarenta y seis, seiscientossesenta y dos, doscientos ochenta y

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nueve. «No me importa si va a tu casa ono», dice Jeanne, «ahora ya no meimporta nada». En vez de otra cifra hayun largo silencio. «¿Estás ahí?»,pregunta Jeanne. «Sí», dice Rolanddejando la colilla en el cenicero ybuscando sin apuro el frasco de coñac.«Lo que no puedo entender…», empiezaJeanne. «Por favor», dice Roland, «enestos casos nadie entiende gran cosa,querida, y además no se gana nada conentender. Lamento que Sonia se hayaprecipitado, no era a ella a quien letocaba decírtelo. Maldita sea, ¿no va aterminar nunca con esos números?». Lavoz menuda, que hace pensar en un

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organizado mundo de hormigas, continúasu dictado minucioso por debajo de unsilencio más cercano y más espeso.«Pero tú», dice absurdamente Jeanne,«entonces, tú…».

Roland bebe un trago de coñac.Siempre le ha gustado escoger suspalabras, evitar los diálogos superfluos.Jeanne repetirá dos, tres veces cadafrase, acentuándolas de una maneradiferente; que hable, que repita mientrasél prepara el mínimo de respuestassensatas que pongan orden en esearrebato lamentable. Respirando confuerza se endereza después de una finta yun avance lateral; algo le dice que esta

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vez el nubio va a cambiar el orden delataque, que el tridente se adelantará altiro de la red. «Fíjate bien», explicaLicas a su mujer, «se lo he visto haceren Apta Iulia, siempre losdesconcierta». Mal defendido,desafiando el riesgo de entrar en elcampo de la red, Marco se tira haciaadelante y sólo entonces alza el escudopara protegerse del río brillante queescapa como un rayo de la mano delnubio. Ataja el borde de la red pero eltridente golpea hacia abajo y la sangresalta del muslo de Marco, mientras laespada demasiado corta resuenainútilmente contra el asta. «Te lo había

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dicho», grita Licas. El procónsul miraatentamente el muslo lacerado, la sangreque se pierde en la greba dorada; piensacasi con lástima que a Irene le hubieragustado acariciar ese muslo, buscar supresión y su calor, gimiendo como sabegemir cuando él la estrecha para hacerledaño. Se lo dirá esa misma noche y seráinteresante estudiar el rostro de Irenebuscando el punto débil de su máscaraperfecta, que fingirá indiferencia hastael final como ahora finge un interés civilen la lucha que hace aullar deentusiasmo a una plebe bruscamenteexcitada por la inminencia del fin. «Lasuerte lo ha abandonado», dice el

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procónsul a Irene. «Casi me sientoculpable de haberlo traído a esta arenade provincia; algo de él se ha quedadoen Roma, bien se ve.» «Y el resto sequedará aquí, con el dinero que leaposté», ríe Licas. «Por favor, no tepongas así», dice Roland, «es absurdoseguir hablando por teléfono cuandopodemos vernos esta misma noche. Te lorepito, Sonia se ha precipitado, yoquería evitarte ese golpe». La hormigaha cesado de dictar sus números y laspalabras de Jeanne se escuchandistintamente; no hay lágrimas en su vozy eso sorprende a Roland, que hapreparado sus frases previendo una

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avalancha de reproches. «¿Evitarme elgolpe?», dice Jeanne. «Mintiendo, claro,engañándome una vez más.» Rolandsuspira, desecha las respuestas quepodrían alargar hasta el bostezo undiálogo tedioso. «Lo siento, pero sisigues así prefiero cortar», dice, y porprimera vez hay un tono de afabilidad ensu voz. «Mejor será que vaya a vertemañana, al fin y al cabo somos gentecivilizada, qué diablos.» Desde muylejos la hormiga dicta: ochocientosochenta y ocho. «No vengas», diceJeanne, y es divertido oír las palabrasmezclándose con las cifras, noochocientos vengas ochenta y ocho, «no

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vengas nunca más, Roland». El drama,las probables amenazas de suicidio, elaburrimiento como cuando Marie José,como cuando todas las que lo toman a lotrágico. «No seas tonta», aconsejaRoland, «mañana comprenderás mejor,es preferible para los dos». Jeannecalla, la hormiga dicta cifras redondas:cien, cuatrocientos, mil. «Bueno, hastamañana», dice Roland admirando elvestido de calle de Sonia, que acaba deabrir la puerta y se ha detenido con unaire entre interrogativo y burlón. «Noperdió tiempo en llamarte», dice Soniadejando el bolso y una revista. «Hastamañana, Jeanne», repite Roland. El

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silencio en la línea parece tendersecomo un arco, hasta que lo cortasecamente una cifra distante,novecientos cuatro. «¡Basta de dictaresos números idiotas!», grita Roland contodas sus fuerzas, y antes de alejar elreceptor del oído alcanza a escuchar elclick en el otro extremo, el arco quesuelta su flecha inofensiva. Paralizado,sabiéndose incapaz de evitar la red queno tardará en envolverlo, Marco hacefrente al gigante nubio, la espadademasiado corta inmóvil en el extremodel brazo tendido. El nubio afloja la reduna, dos veces, la recoge buscando laposición más favorable, la hace girar

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todavía como si quisiera prolongar loaalaridos del público que lo incita aacabar con su rival, y baja el tridentemientras se echa de lado para dar másimpulso al tiro. Marco va al encuentrode la red con el escudo en alto, y es unatorre que se desmorona contra una masanegra, la espada se hunde en algo quemás arriba aúlla; la arena le entra en laboca y en los ojos, la red caeinútilmente sobre el pez que se ahoga.

Acepta indiferente las caricias,incapaz de sentir que la mano de Jeannetiembla un poco y empieza a enfriarse.Cuando los dedos resbalan por su piel yse detienen hincándose en una

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crispación instantánea, el gato se quejapetulante; después se tumba de espaldasy mueve las patas en la actitud deexpectativa que hace reír siempre aJeanne, pero ahora no, su mano sigueinmóvil junto al gato y apenas si un dedobusca todavía el calor de su piel, larecorre brevemente antes de detenerseotra vez entre el flanco tibio y el tubo depastillas que ha rodado hasta ahí.Alcanzado en pleno estómago el nubioaúlla, echándose hacia atrás, y en eseúltimo instante en que el dolor es comouna llama de odio, toda la fuerza quehuye de su cuerpo se agolpa en el brazopara hundir el tridente en la espalda de

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su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpode Marco, y las convulsiones lo hacenrodar de lado; Marco mueve lentamenteun brazo, clavado en la arena como unenorme insecto brillante.

«No es frecuente», dice el procónsulvolviéndose hacia Irene, «que dosgladiadores de ese mérito se matenmutuamente. Podemos felicitarnos dehaber visto un raro espectáculo. Estanoche se lo escribiré a mi hermano paraconsolarlo de su tedioso matrimonio».

Irene ve moverse el brazo de Marco,un lento movimiento inútil como siquisiera arrancarse el tridente hundidoen los riñones. Imagina al procónsul

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desnudo en la arena, con el mismotridente clavado hasta el asta. Pero elprocónsul no movería el brazo con esadignidad última; chillaría pataleandocomo una liebre, pediría perdón a unpúblico indignado. Aceptando la manoque le tiende su marido para ayudarla alevantarse, asiente una vez más; el brazoha dejado de moverse, lo único quequeda por hacer es sonreír, refugiarse enla inteligencia. Al gato no parecegustarle la inmovilidad de Jeanne, siguetumbado de espaldas esperando unacaricia; después, como si le molestaraese dedo contra la piel del flanco,maúlla destempladamente y da media

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vuelta para alejarse, ya olvidado ysoñoliento.

«Perdóname por venir a esta hora»,dice Sonia. «Vi tu auto en la puerta, erademasiada tentación. Te llamó,¿verdad?» Roland busca un cigarrillo.«Hiciste mal», dice. «Se supone que esatarea les toca a los hombres, al fin y alcabo he estado más de dos años conJeanne y es una buena muchacha.» «Ah,pero el placer», dice Sonia sirviéndosecoñac. «Nunca le he podido perdonarque fuera tan inocente, no hay nada queme exaspere más. Si te digo que empezópor reírse, convencida de que le estabahaciendo una broma.» Roland mira el

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teléfono, piensa en la hormiga. AhoraJeanne llamará otra vez, y seráincómodo porque Sonia se ha sentadojunto a él y le acaricia el pelo mientrashojea una revista literaria como sibuscara ilustraciones. «Hiciste mal»,repite Roland atrayendo a Sonia. «¿Envenir a esta hora?», ríe Sonia cediendo alas manos que buscan torpemente elprimer cierre. El velo morado cubre loshombros de Irene que da la espalda alpúblico, a la espera de que el procónsulsalude por última vez. En las ovacionesse mezcla ya un rumor de multitud enmovimiento, la carrera precipitada delos que buscan adelantarse a la salida y

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ganar las galerías inferiores. Irene sabeque los esclavos estarán arrastrando loscadáveres, y no se vuelve; le agradapensar que el procónsul ha aceptado lainvitación de Licas a cenar en su villa aorillas del lago, donde el aire de lanoche la ayudará a olvidar el olor a laplebe, los últimos gritos, un brazomoviéndose lentamente como siacariciara la tierra. No le es difícilolvidar, aunque el procónsul la hostiguecon la minuciosa evocación de tantopasado que lo inquieta; un día Ireneencontrará la manera de que también élolvide para siempre, y que la gente locrea simplemente muerto. «Verás lo que

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ha inventado nuestro cocinero», estádiciendo la mujer de Licas. «Le hadevuelto el apetito a mi marido, y denoche…» Licas ríe y saluda a susamigos, esperando que el procónsul abrala marcha hacia la galería después de unúltimo saludo que se hace esperar comosi lo complaciera seguir mirando laarena donde enganchan y arrastran loscadáveres. «Soy tan feliz», dice Soniaapoyando la mejilla en el pecho deRoland adormilado. «No lo digas»,murmura Roland, «uno siempre piensaque es una amabilidad». «¿No mecrees?», ríe Sonia. «Sí, pero no lo digasahora. Fumemos.» Tantea en la mesa

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baja hasta encontrar cigarrillos, poneuno en los labios de Sonia, acerca elsuyo, los enciende al mismo tiempo. Semiran apenas, soñolientos, y Rolandagita el fósforo y lo posa en la mesadonde en alguna parte hay un cenicero.Sonia es la primera en adormecerse y élle quita muy despacio el cigarrillo de laboca, lo junta con el suyo y losabandona en la mesa, resbalando contraSonia en un sueño pesado y sinimágenes. El pañuelo de gasa arde sinllama al borde del cenicero,chamuscándose lentamente, cae sobre laalfombra junto al montón de ropas y unacopa de coñac. Parte del público

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vocifera y se amontona en las gradasinferiores; el procónsul ha saludado unavez más y hace una seña a su guardiapara que le abran paso. Licas, elprimero en comprender, le muestra ellienzo más distante del viejo velario queempieza a desgarrarse mientras unalluvia de chispas cae sobre el públicoque busca confusamente las salidas.Gritando una orden, el procónsul empujaa Irene siempre de espaldas e inmóvil.«Pronto, antes de que se amontonen en lagalería baja», grita Licas precipitándosedelante de su mujer. Irene es la primeraque huele el aceite hirviendo, elincendio de los depósitos subterráneos;

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atrás, el velario cae sobre las espaldasde los que pugnan por abrirse paso enuna masa de cuerpos confundidos queobstruyen las galerías demasiadoestrechas. Los hay que saltan a la arenapor centenares, buscando otras salidas,pero el humo del aceite borra lasimágenes, un jirón de tela flota en elextremo de las llamas y cae sobre elprocónsul antes de que pueda guarecerseen el pasaje que lleva a la galeríaimperial. Irene se vuelve al oír su grito,le arranca la tela chamuscada tomándolacon dos dedos, delicadamente. «Nopodremos salir», dice, «estánamontonados ahí abajo como animales».

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Entonces Sonia grita, queriendodesatarse del abrazo ardiente que laenvuelve desde el sueño, y su primeralarido se confunde con el de Rolandque inútilmente quiere enderezarse,ahogado por el humo negro. Todavíagritan, cada vez más débilmente, cuandoel carro de bomberos entra a todamáquina por la calle atestada decuriosos. «Es en el décimo piso», diceel teniente. «Va a ser duro, hay vientodel norte. Vamos.»

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EL OTRO CIELO

Ces yeux net’appartiennent pas…où lesas-tu pris?

……………….,IV, 5.

Me ocurría a veces que todo sedejaba andar, se ablandaba y cedíaterreno, aceptando sin resistencia que sepudiera ir así de una cosa a otra. Digo

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que me ocurría, aunque una estúpidaesperanza quisiera creer que acaso ha deocurrirme todavía. Y por eso, si echarsea caminar una y otra vez por la ciudadparece un escándalo cuando se tiene unafamilia y un trabajo, hay ratos en quevuelvo a decirme que ya sería tiempo deretornar a mi barrio preferido,olvidarme de mis ocupaciones (soycorredor de bolsa) y con un poco desuerte encontrar a Josiane y quedarmecon ella hasta la mañana siguiente.

Quién sabe cuánto hace que merepito todo esto, y es penoso porquehubo una época en que las cosas mesucedían cuando menos pensaba en

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ellas, empujando apenas con el hombrocualquier rincón del aire. En todo casobastaba ingresar en la deriva placenteradel ciudadano que se deja llevar por suspreferencias callejeras, y casi siempremi paseo terminaba en el barrio de lasgalerías cubiertas, quizá porque lospasajes y las galerías han sido mi patriasecreta desde siempre. Aquí, porejemplo, el Pasaje Güemes, territorioambiguo donde ya hace tanto tiempo fuia quitarme la infancia como un trajeusado. Hacia el año veintiocho, elPasaje Güemes era la caverna del tesoroen que deliciosamente se mezclaban laentrevisión del pecado y las pastillas de

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menta, donde se voceaban las edicionesvespertinas con crímenes a toda página yardían las luces de la sala del subsuelodonde pasaban inalcanzables películasrealistas. Las Josiane de aquellos díasdebían mirarme con un gesto entrematernal y divertido, yo con unosmiserables centavos en el bolsillo peroandando como un hombre, el chambergorequintado y las manos en los bolsillos,fumando un Commander; precisamenteporque mi padrastro me habíaprofetizado que acabaría ciego porculpa del tabaco rubio. Recuerdo sobretodo olores y sonidos, algo como unaexpectativa y una ansiedad, el kiosco

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donde se podían comprar revistas conmujeres desnudas y anuncios de falsasmanicuras, y ya entonces era sensible aese falso cielo de estucos y claraboyassucias, a esa noche artificial queignoraba la estupidez del día y del solahí afuera. Me asomaba con falsaindiferencia a las puertas del pasajedonde empezaba el último misterio, losvagos ascensores que llevarían a losconsultorios de enfermedades venéreasy también a los presuntos paraísos en lomás alto, con mujeres de la vida yamorales, como les llamaban en losdiarios, con bebidas preferentementeverdes en copas biseladas, con batas de

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seda y kimonos violeta, y losdepartamentos tendrían el mismoperfume que salía de las tiendas que yocreía elegantes y que chisporroteabansobre la penumbra del pasaje un bazarinalcanzable de frascos y cajas decristal y cisnes rosa y polvosrachelycepillos con mangos transparentes.

Todavía hoy me cuesta cruzar elPasaje Güemes sin enternecermeirónicamente con el recuerdo de laadolescencia al borde de la caída; laantigua fascinación perdura siempre, ypor eso me gustaba echar a andar sinrumbo fijo, sabiendo que en cualquiermomento entraría en la zona de las

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galerías cubiertas, donde cualquiersórdida botica polvorienta me atraíamás que los escaparates tendidos a lainsolencia de las calles abiertas. LaGalerie Vivienne, por ejemplo, o elPassage des Panoramas con susramificaciones, sus cortadas querematan en una librería de viejo o unainexplicable agencia de viajes dondequizá nadie compró nunca un billete deferrocarril, ese mundo que ha optado porun cielo más próximo, de vidrios suciosy estucos con figuras alegóricas quetienden las manos para ofrecer unaguirnalda, esa Galerie Vivienne a unpaso de la ignominia diurna de la rue

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Réaumur y de la Bolsa (yo trabajo en laBolsa), cuánto de ese barrio ha sido míodesde siempre, desde mucho antes desospecharlo ya era mío cuando apostadoen un rincón del Pasaje Güemes,contando mis pocas monedas deestudiante, debatía el problema degastarlas en un bar automático ocomprar una novela y un surtido decaramelos ácidos en su bolsa de papeltransparente, con un cigarrillo que menublaba los ojos y en el fondo delbolsillo, donde los dedos lo rozaban aveces, el sobrecito del preservativocomprado con falsa desenvoltura en unafarmacia atendida solamente por

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hombres, y que no tendría la menoroportunidad de utilizar con tan pocodinero y tanta infancia en la cara.

Mi novia, Irma, encuentrainexplicable que me guste vagar denoche por el centro o por los barrios delsur, y si supiera de mi predilección porel Pasaje Güemes no dejaría deescandalizarse. Para ella, como para mimadre, no hay mejor actividad socialque el sofá de la sala donde ocurre esoque llaman la conversación, el café y elanisado. Irma es la más buena ygenerosa de las mujeres, jamás se meocurriría hablarle de lo queverdaderamente cuenta para mí, y en esa

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forma llegaré alguna vez a ser un buenmarido y un padre cuyos hijos serán depaso los tan anhelados nietos de mimadre. Supongo que por cosas así acabéconociendo a Josiane, pero no solamentepor eso ya que podría habérmelaencontrado en el bulevar Poisonière o enla rue Notre-Dame-des-Victoires, y encambio nos miramos por primera vez enlo más hondo de la Galerie Vivienne,bajo las figuras de yeso que el pico degas llenaba de temblores (las guirnaldasiban y venían entre los dedos de lasMusas polvorientas), y no tardé en saberque Josiane trabajaba en ese barrio yque no costaba mucho dar con ella si se

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era familiar de los cafés o amigo de loscocheros. Pudo ser coincidencia, perohaberla conocido allí, mientras llovía enel otro mundo, el del cielo alto y singuirnaldas de la calle, me pareció unsigno que iba más allá del encuentrotrivial con cualquiera de las prostitutasdel barrio. Después supe que en esosdías Josiane no se alejaba de la galeríaporque era la época en que no sehablaba más que de los crímenes deLaurent y la pobre vivía aterrada. Algode este terror se transformaba en gracia,en gestos casi esquivos, en puro deseo.Recuerdo su manera de mirarme entrecodiciosa y desconfiada, sus preguntas

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que fingían indiferencia, mi casiincrédulo encanto al enterarme de quevivía en los altos de la galería, miinsistencia en subir a su bohardilla envez de ir al hotel de la rue du Sentier(donde ella tenía amigos y se sentíaprotegida). Y su confianza más tarde,cómo nos reímos esa noche a la solaidea de que yo pudiera ser Laurent, yqué bonita y dulce era Josiane en subohardilla de novela barata, con elmiedo al estrangulador rondando porParís y esa manera de apretarse más ymás contra mí mientras pasábamosrevista a los asesinatos de Laurent.

Mi madre sabe siempre si he

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dormido en casa, y aunque naturalmenteno dice nada puesto que sería absurdoque lo dijera, durante uno o dos días memira entre ofendida y temerosa. Sé muybien que jamás se le ocurriría contárseloa Irma, pero lo mismo me fastidia lapersistencia de un derecho materno queya nada justifica, y sobre todo que seayo el que al final se aparezca con unacaja de bombones o una planta para elpatio, y que el regalo represente de unamanera muy precisa y sobrentendida laterminación de la ofensa, el retorno a lavida corriente del hijo que vive todavíaen casa de su madre. Desde luegoJosiane era feliz cuando le contaba esa

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clase de episodios, que una vez en elbarrio de las galerías pasaban a formarparte de nuestro mundo con la mismallaneza que su protagonista. Elsentimiento familiar de Josiane era muyvivo y estaba lleno de respeto por lasinstituciones y los parentescos; soy pocoamigo de confidencias pero como dealgo teníamos que hablar y lo que ellame había dejado saber de su vida yaestaba comentado, casi inevitablementevolvíamos a mis problemas de hombresoltero. Otra cosa nos acercó, y tambiénen eso fui afortunado, porque a Josianele gustaban las galerías cubiertas, quizápor vivir en una de ellas o porque la

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protegían del frío y la lluvia (la conocí aprincipios de un invierno, con nevadasprematuras que nuestras galerías y sumundo ignoraban alegremente). Noshabituamos a andar juntos cuando lesobraba el tiempo, cuando alguien no legustaba llamarlo por su nombre estabalo bastante satisfecho como para dejarladivertirse un rato con sus amigos. Deese alguien hablábamos poco, luego queyo hice las inevitables preguntas y ellame contestó las inevitables mentiras detoda relación mercenaria; se daba porsupuesto que era el amo, pero tenía elbuen gusto de no hacerse ver. Llegué apensar que no le desagradaba que yo

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acompañara algunas noches a Josiane,porque la amenaza de Laurent pesabamás que nunca sobre el barrio despuésde su nuevo crimen en la rue d’Aboukir,y la pobre no se hubiera atrevido aalejarse de la Galerie Vivienne una vezcaída la noche. Era como para sentirseagradecido a Laurent y al amo, el miedoajeno me servía para recorrer conJosiane los pasajes y los cafés,descubriendo que podía llegar a ser unamigo de verdad de una muchacha a laque no me ataba ninguna relaciónprofunda. De esa confiada amistad nosfuimos dando cuenta poco a poco, através de silencios, de tonterías. Su

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habitación, por ejemplo, la bohardillapequeña y limpia que para mí no habíatenido otra realidad que la de formarparte de la galería. En un principio yohabía subido por Josiane, y como nopodía quedarme porque me faltaba eldinero para pagar una noche entera yalguien estaba esperando la rendiciónsin mácula de cuentas, casi no veía loque me rodeaba y mucho más tarde,cuando estaba a punto de dormirme enmi pobre cuarto con su almanaqueilustrado y su mate de plata como únicoslujos, me preguntaba por la bohardilla yno alcanzaba a dibujármela, no veía másque a Josiane y me bastaba para entrar

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en el sueño como si todavía la guardaraentre los brazos. Pero con la amistadvinieron las prerrogativas, quizá laaquiescencia del amo, y Josiane se lasarreglaba muchas veces para pasar lanoche conmigo, y su pieza empezó allenarnos los huecos de un diálogo queno siempre era fácil; cada muñeca, cadaestampa, cada adorno fueroninstalándose en mi memoria yayudándome a vivir cuando era eltiempo de volver a mi cuarto o deconversar con mi madre o con Irma de lapolítica nacional y de las enfermedadesen las familias.

Más tarde hubo otras cosas, y entre

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ellas la vaga silueta de aquel queJosiane llamaba el sudamericano, peroen un principio todo parecía ordenarseen torno al gran terror del barrio,alimentado por lo que un periodistaimaginativo había dado en llamar lasaga de Laurent el estrangulador. Si enun momento dado me propongo laimagen de Josiane, es para verla entrarconmigo en el café de la rue desJeuneurs, instalarse en la banqueta defelpa morada y cambiar saludos con lasamigas y los parroquianos, frases sueltasque en seguida son Laurent, porque sólode Laurent se habla en el barrio de laBolsa, y yo que he trabajado sin parar

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todo el día y he soportado entre dosruedas de cotizaciones los comentariosde colegas y clientes acerca del últimocrimen de Laurent, me pregunto si esatorpe pesadilla va a acabar algún día, silas cosas volverán a ser como imaginoque eran antes de Laurent, o sideberemos sufrir sus macabrasdiversiones hasta el fin de los tiempos.Y lo más irritante (se lo digo a Josianedespués de pedir el grog que tanta faltanos hace con ese frío y esa nieve) es queni siquiera sabemos su nombre, el barriolo llama Laurent porque una vidente dela barrera de Clichy ha visto en la bolade cristal cómo el asesino escribía su

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nombre con un dedo ensangrentado, ylos gacetilleros se cuidan de nocontrariar los instintos del público.Josiane no es tonta pero nadie laconvencería de que el asesino no sellama Laurent, y es inútil luchar contrael ávido terror parpadeando en sus ojosazules que miran ahora distraídamente elpaso de un hombre joven, muy alto y unpoco encorvado, que acaba de entrar yse apoya en el mostrador sin saludar anadie.

Puede ser dice Josiane, acatandoalguna reflexión tranquilizadora quedebo haber inventado sin siquierapensarla. Pero entretanto yo tengo que

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subir sola a mi cuarto, y si el viento meapaga la vela entre dos pisos… La solaidea de quedarme a oscuras en laescalera, y que quizá…

Pocas veces subes sola le digoriéndome.

—Tú te burlas pero hay malasnoches, justamente cuando nieva ollueve y me toca volver a las dos de lamadrugada…

Sigue la descripción de Laurentagazapado en un rellano, o todavía peor,esperándola en su propia habitación a laque ha entrado mediante una ganzúainfalible. En la mesa de al lado Kikí seestremece ostentosamente y suelta unos

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grititos que se multiplican en losespejos. Los hombres nos divertimosenormemente con esos espantos teatralesque nos ayudarán a proteger con másprestigio a nuestras compañeras. Dagusto fumar unas pipas en el café, a esahora en que la fatiga del trabajo empiezaa borrarse con el alcohol y el tabaco, ylas mujeres comparan sus sombreros ysus botas o se ríen de nada; da gustobesar en la boca a Josiane que pensativase ha puesto a mirar al hombre —casi unmuchacho— que nos da la espalda ybebe su ajenjo a pequeños sorbos,apoyando un codo en el mostrador. Escurioso, ahora que lo pienso: a la

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primera imagen que se me ocurre deJosiane y que es siempre Josiane en labanqueta del café, una noche de nevaday Laurent, se agrega inevitablementeaquel que ella llamaba el sudamericano,bebiendo su ajenjo y dándonos laespalda. También yo lo llamo elsudamericano porque Josiane measeguró que lo era, y que lo sabía por laRousse que se había acostado con él opoco menos, y todo eso había sucedidoantes de que Josiane y la Rousse sepelearan por una cuestión de esquinas ode horarios y lo lamentaran ahora conmedias palabras porque habían sido muybuenas amigas. Según la Rousse él le

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había dicho que era sudamericanoaunque hablara sin el menor acento; selo había dicho al ir a acostarse con ella,quizá para conversar de alguna cosamientras acababa de soltarse las cintasde los zapatos.

—Ahí donde lo ves, casi un chico…¿Verdad que parece un colegial que hacrecido de golpe? Bueno, tendrías queoír lo que cuenta la Rousse.

Josiane perseveraba en la costumbrede cruzar y separar los dedos cada vezque narraba algo apasionante. Meexplicó el capricho del sudamericano,nada tan extraordinario después de todo,la negativa terminante de la Rousse, la

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partida ensimismada del cliente. Lepregunté si el sudamericano la habíaabordado alguna vez. Pues no, porquedebía saber que la Rousse y ella eranamigas. Las conocía bien, vivía en elbarrio, y cuando Josiane dijo eso yomiré con más atención y lo vi pagar suajenjo echando una moneda en el platillode peltre mientras dejaba resbalar sobrenosotros y era como si cesáramos deestar allí por un segundo interminableuna expresión distante y a la vezcuriosamente fija, la cara de alguien quese ha inmovilizado en un momento desueño y rehúsa dar el paso que lodevolverá a la vigilia. Después de todo

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una expresión como ésa, aunque elmuchacho fuese casi un adolescente ytuviera rasgos muy hermosos, podíallevar como de la mano a la pesadillarecurrente de Laurent. No perdí tiempoen proponérselo a Josiane.

—¿Laurent? ¡Estás loco! Pero siLaurent es…

Lo malo era que nadie sabía nada deLaurent, aunque Kikí y Albert nosayudaran a seguir pesando lasprobabilidades para divertirnos. Toda lateoría se vino abajo cuando el patrón,que milagrosamente escuchaba cualquierdiálogo en el café, nos recordó que porlo menos algo se sabía de Laurent: la

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fuerza que le permitía estrangular a susvíctimas con una sola mano. Y esemuchacho, vamos… Sí, y ya era tarde yconvenía volver a casa; yo tan soloporque esa noche Josiane la pasaba conalguien que ya la estaría esperando en labohardilla, alguien que tenía la llave porderecho propio, y entonces la acompañéhasta el primer rellano para que no seasustara si se le apagaba la vela enmitad del ascenso, y desde una granfatiga repentina la miré subir, quizácontenta aunque me hubiera dicho locontrario, y después salí a la callenevada y glacial y me puse a andar sinrumbo, hasta que en algún momento

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encontré como siempre el camino queme devolvería a mi barrio, entre genteque leía la sexta edición de los diarios omiraba por las ventanillas del tranvíacomo si realmente hubiera alguna cosaque ver a esa hora y en esas calles.

No siempre era fácil llegar a la zonade las galerías y coincidir con unmomento libre de Josiane; cuántas vecesme tocaba andar solo por los pasajes, unpoco decepcionado, hasta sentir poco apoco que la noche era también miamante. A la hora en que se encendíanlos picos de gas la animación sedespertaba en nuestro reino, los caféseran la bolsa del ocio y del contento, y

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se bebía a largos tragos el fin de lajornada, los titulares de los periódicos,la política, los prusianos, Laurent, lascarreras de caballos. Me gustabasaborear una copa aquí y otra más allá,atisbando sin apuro el momento en quedescubriría la silueta de Josiane enalgún codo de las galerías o en algúnmostrador. Si ya estaba acompañada,una señal convenida me dejaba sabercuándo podría encontrarla sola; otrasveces se limitaba a sonreír y a mí mequedaba el resto del tiempo para lasgalerías; eran las horas del explorador yasí fui entrando en las zonas másremotas del barrio, en la Galerie Sainte-

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Foy, por ejemplo, y en los remotosPassages du Caire, pero aunquecualquiera de ellos me atrajera más quelas calles abiertas (y había tantos, hoyera el Passage des Princes, otra vez elPassage Verdeau, así hasta el infinito),de todas maneras el término de una largaronda que yo mismo no hubiera podidoreconstruir me devolvía siempre a laGalerie Vivienne, no tanto por Josianeaunque también fuera por ella, sino porsus rejas protectoras, sus alegoríasvetustas, sus sombras en el codo delPassage des Petits-Pères, ese mundodiferente donde no había que pensar enIrma y se podía vivir sin horarios fijos,

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al azar de los encuentros y de la suerte.Con tan pocos asideros no alcanzo acalcular el tiempo que pasó antes de quevolviéramos a hablar casualmente delsudamericano; una vez me habíaparecido verlo salir de un portal de larue Saint-Marc, envuelto en una de esashopalandas negras que tanto se habíanllevado cinco años atrás junto consombreros de copa exageradamente alta,y estuve tentado de acercarme ypreguntarle por su origen. Me lo impidióel pensar en la fría cólera con que yohabría recibido una interpelación de esegénero, pero Josiane encontró luego quehabía sido una tontería de mi parte,

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quizá porque el sudamericano leinteresaba a su manera, con algo deofensa gremial y mucho de curiosidad.Se acordó de que unas noches atráshabía creído reconocerlo de lejos en laGalerie Vivienne, que sin embargo él noparecía frecuentar.

—No me gusta esa manera que tienede mirarnos —dijo Josiane—. Antes nome importaba, pero desde aquella vezque hablaste de Laurent…

—Josiane, cuando hice esa bromaestábamos con Kikí y Albert. Albert esun soplón de la policía, supongo que losabes. ¿Crees que dejaría pasar laoportunidad si la idea le pareciera

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razonable? La cabeza de Laurent valemucho dinero, querida.

—No me gustan sus ojos —seobstinó Josiane—. Y además que no temira, la verdad es que te clava los ojospero no te mira. Si un día me abordasalgo huyendo, te lo digo por esta cruz.

—Tienes miedo de un chico. ¿Otodos los sudamericanos te parecemosunos orangutanes?

Ya se sabe cómo podían acabar esosdiálogos. Íbamos a beber un grog al caféde la rue des Jeuneurs, recorríamos lasgalerías, los teatros del bulevar,subíamos a la bohardilla, nos reíamosenormemente. Hubo algunas semanas —

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por fijar un término, es tan difícil serjusto con la felicidad— en que todo noshacía reír, hasta las torpezas deBadinguet y el temor de la guerra nosdivertían. Es casi ridículo admitir quealgo tan desproporcionadamente inferiorcomo Laurent pudiera acabar connuestro contento, pero así fue. Laurentmató a otra mujer en la rue Beauregard—tan cerca, después de todo— y en elcafé nos quedamos como en misa yMarthe, que había entrado a la carrerapara gritar la noticia, acabó en unaexplosión de llanto histérico que dealgún modo nos ayudó a tragar la bolaque teníamos en la garganta. Esa misma

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noche la policía nos pasó a todos por supeine más fino, de café en café y dehotel en hotel; Josiane buscó al amo y yola dejé irse, comprendiendo quenecesitaba la protección suprema quetodo lo allanaba. Pero como en el fondoesas cosas me sumían en una vagatristeza —las galerías no eran para eso,no debían ser para eso—, me puse abeber con Kikí y después con la Rousseque me buscaba como puente parareconciliarse con Josiane. Se bebíafuerte en nuestro café, y en esa nieblacaliente de las voces y los tragos mepareció casi justo que a medianoche elsudamericano fuera a sentarse a una

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mesa del fondo y pidiera un ajenjo conla expresión de siempre, hermosa yausente y alunada. Al preludio deconfidencia de la Rousse contesté que yalo sabía, y que después de todo elmuchacho no era ciego y sus gustos nomerecían tanto rencor; todavía nosreíamos de las falsas bofetadas de laRousse cuando Kikí condescendió adecir que alguna vez había estado en suhabitación. Antes de que la Roussepudiera clavarle las diez uñas de unapregunta imaginable, quise saber cómoera ese cuarto. «Bah, qué importa elcuarto», decía desdeñosamente laRousse, pero Kikí ya se metía de lleno

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en una bohardilla de la rue Notre-Dame-des-Victoires, sacando como un malprestidigitador de barrio un gato gris,muchos papeles borroneados, un pianoque ocupaba demasiado lugar, perosobre todo papeles y al final otra vez elgato gris que en el fondo parecía ser elmejor recuerdo de Kikí.

Yo la dejaba hablar, mirando todo eltiempo hacia la mesa del fondo ydiciéndome que al fin y al cabo hubierasido tan natural que me acercara alsudamericano y le dijera un par defrases en español. Estuve a punto dehacerlo, y ahora no soy más que uno delos muchos que se preguntan por qué en

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algún momento no hicieron lo quehabían pensado hacer. En cambio mequedé con la Rousse y Kikí, fumandouna nueva pipa y pidiendo otra ronda devino blanco; no me acuerdo bien de loque sentí al renunciar a mi impulso, peroera algo como una veda, el sentimientode que si la trasgredía iba a entrar en unterritorio inseguro. Y sin embargo creoque hice mal, que estuve al borde de unacto que hubiera podido salvarme.Salvarme de qué, me pregunto. Peroprecisamente de eso: salvarme de quehoy no pueda hacer otra cosa quepreguntármelo, y que no haya otrarespuesta que el humo del tabaco y esa

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vaga esperanza inútil que me sigue porlas calles como un perro sarnoso.

Où sont-ils passés, lesbecs de gaz? Quesont-elles devenues,les vendeusesd’amour?

…..………., VI,I.

Poco a poco tuve que convencermede que habíamos entrado en malostiempos y que mientras Laurent y lasamenazas prusianas nos preocuparan de

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ese modo, la vida no volvería a ser loque había sido en las galerías. Mi madredebió notarme desmejorado porque meaconsejó que tomara algún tónico, y lospadres de Irma, que tenían un chalet enuna isla del Paraná, me invitaron a pasaruna temporada de descanso y de vidahigiénica. Pedí quince días devacaciones y me fui sin ganas a la isla,enemistado de antemano con el sol y losmosquitos. El primer sábado pretextécualquier cosa y volví a la ciudad,anduve como a los tumbos por callesdonde los tacos se hundían en el asfaltoblando. De esa vagancia estúpida mequeda un brusco recuerdo delicioso: al

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entrar una vez más en el Pasaje Güemesme envolvió de golpe el aroma del café,su violencia ya casi olvidada en lasgalerías donde el café era flojo yrecocido. Bebí dos tazas, sin azúcar,saboreando y oliendo a la vez,quemándome y feliz. Todo lo que siguióhasta el fin de la tarde olió distinto, elaire húmedo del centro estaba lleno depozos de fragancia (volví a pie hasta micasa, creo que le había prometido a mimadre cenar con ella), y en cada pozodel aire los olores eran más crudos, másintensos, jabón amarillo, café, tabaconegro, tinta de imprenta, yerba mate,todo olía encarnizadamente, y también el

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sol y el cielo eran más duros yacuciados. Por unas horas olvidé casirencorosamente el barrio de las galerías,pero cuando volví a cruzar el PasajeGüemes (¿era realmente en la época dela isla? Acaso mezclo dos momentos deuna misma temporada, y en realidadpoco importa) fue en vano que invocarala alegre bofetada del café, su olor mepareció el de siempre y en cambioreconocí esa mezcla dulzona yrepugnante del aserrín y la cervezarancia que parece rezumar del piso delos bares del centro, pero quizá fueraporque de nuevo estaba deseandoencontrar a Josiane y hasta confiaba en

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que el gran terror y las nevadas hubiesenllegado a su fin. Creo que en esos díasempecé a sospechar que ya el deseo nobastaba como antes para que las cosasgirasen acompasadamente y mepropusieran alguna de las calles quellevaban a la Galerie Vivienne, perotambién es posible que terminara porsometerme mansamente al chalet de laisla para no entristecer a Irma, para queno sospechara que mi único reposoverdadero estaba en otra parte; hasta queno pude más y volví a la ciudad ycaminé hasta agotarme, con la camisapegada al cuerpo, sentándome en losbares para beber cerveza, esperando ya

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no sabía qué. Y cuando al salir delúltimo bar vi que no tenía más que dar lavuelta a la esquina para internarme enmi barrio, la alegría se mezcló con lafatiga y una oscura conciencia defracaso, porque bastaba mirar la cara dela gente para comprender que el granterror estaba lejos de haber cesado,bastaba asomarse a los ojos de Josianeen su esquina de la rue d’Uzès y oírledecir quejumbrosa que el amo enpersona había decidido protegerla de unposible ataque; recuerdo que entre dosbesos alcancé a entrever su silueta en elhueco de un portal, defendiéndose de lacellisca envuelto en una larga capa gris.

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Josiane no era de las que reprochanlas ausencias, y me pregunto si en elfondo se daba cuenta del paso deltiempo. Volvimos del brazo a la GalerieVivienne, subimos a la bohardilla, perodespués comprendimos que noestábamos contentos como antes y loatribuimos vagamente a todo lo queafligía al barrio; habría guerra, era fatal,los hombres tendrían que incorporarse alas filas (ella empleaba solemnementeesas palabras con un ignorante,delicioso respeto), la gente tenía miedoy rabia, la policía no había sido capazde descubrir a Laurent. Se consolabanguillotinando a otros, como esa misma

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madrugada en que ejecutarían alenvenenador del que tanto habíamoshablado en el café de la rue des Jeuneursen los días del proceso; pero el terrorseguía suelto en las galerías y en lospasajes, nada había cambiado desde miúltimo encuentro con Josiane, y nisiquiera había dejado de nevar.

Para consolarnos nos fuimos depaseo, desafiando el frío porque Josianetenía un abrigo que debía ser admiradoen una serie de esquinas y portalesdonde sus amigas esperaban a losclientes soplándose los dedos ohundiendo las manos en los manguitosde piel. Pocas veces habíamos andado

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tanto por los bulevares, y terminésospechando que éramos sobre todosensibles a la protección de losescaparates iluminados; entrar encualquiera de las calles vecinas (porquetambién Liliane tenía que ver el abrigo,y más allá Francine) nos iba hundiendopoco a poco en el espanto, hasta que elabrigo quedó suficientemente exhibido yyo propuse nuestro café y corrimos porla rue du Croissant hasta dar la vuelta ala manzana y refugiarnos en el calor ylos amigos. Por suerte para todos la ideade la guerra se iba adelgazando a esahora en las memorias, a nadie se leocurría repetir los estribillos obscenos

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contra los prusianos, se estaba tan biencon las copas llenas y el calor de laestufa, los clientes de paso se habíanmarchado y quedábamos solamente losamigos del patrón, el grupo de siempre yla buena noticia de que la Rousse habíapedido perdón a Josiane y se habíanreconciliado con besos y lágrimas yhasta regalos. Todo tenía algo deguirnalda (pero las guirnaldas puedenser fúnebres, lo comprendí después) ypor eso, como afuera estaban la nieve yLaurent, nos quedábamos lo más posibleen el café y nos enterábamos amedianoche de que el patrón cumplíacincuenta años de trabajo detrás del

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mismo mostrador, y eso había quefestejarlo, una flor se trenzaba con lasiguiente, las botellas llenaban lasmesas porque ahora las ofrecía el patróny no se podía desairar tanta amistad ytanta dedicación al trabajo, y hacia lastres y media de la mañana Kikícompletamente borracha terminaba decantarnos los mejores aires de laopereta de moda mientras Josiane y laRousse lloraban abrazadas de felicidady ajenjo, y Albert, casi sin darleimportancia, trenzaba otra flor en laguirnalda y proponía terminar la nocheen la Roquette donde guillotinaban alenvenenador exactamente a las seis, y el

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patrón descubría emocionado que esefinal de fiesta era como la apoteosis decincuenta años de trabajo honrado y seobligaba, abrazándonos a todos yhablándonos de su esposa muerta en elLanguedoc, a alquilar dos fiacres para laexpedición.

A eso siguió más vino, la evocaciónde diversas madres y episodiossobresalientes de la infancia, y una sopade cebolla que Josiane y la Roussellevaron a lo sublime en la cocina delcafé mientras Albert, el patrón y yo nosprometíamos amistad eterna y muerte alos prusianos. La sopa y los quesosdebieron ahogar tanta vehemencia,

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porque estábamos casi callados y hastaincómodos cuando llegó la hora decerrar el café con un ruido interminablede barras y cadenas, y subir a los fiacresdonde todo el frío del mundo parecíaestar esperándonos. Más nos hubieravalido viajar juntos para abrigarnos,pero el patrón tenía principioshumanitarios en materia de caballos ymontó en el primer fiacre con la Roussey Albert mientras me confiaba a Kikí y aJosiane quienes, dijo, eran como sushijas. Después de festejaradecuadamente la frase con loscocheros, el ánimo nos volvió al cuerpomientras subíamos hacia Popincourt

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entre simulacros de carreras, voces dealiento y lluvias de falsos latigazos. Elpatrón insistió en que bajáramos a ciertadistancia, aduciendo razones dediscreción que no entendí, y tomados delbrazo para no resbalar demasiado en lanieve congelada remontamos la rue de laRoquette vagamente iluminada porreverberos aislados, entre sombrasmovientes que de pronto se resolvían ensombreros de copa, fiacres al trote ygrupos de embozados que acababanamontonándose frente a unensanchamiento de la calle, bajo la otrasombra más alta y más negra de lacárcel. Un mundo clandestino se

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codeaba, se pasaba botellas de mano enmano, repetía una broma que corríaentre carcajadas y chillidos sofocados, ytambién había bruscos silencios yrostros iluminados un instante por unyesquero, mientras seguíamos avanzandodificultosamente y cuidábamos de nosepararnos como si cada uno supieraque sólo la voluntad del grupo podíaperdonar su presencia en ese sitio. Lamáquina estaba ahí sobre sus cincobases de piedra, y todo el aparato de lajusticia aguardaba inmóvil en el breveespacio entre ella y el cuadro desoldados con los fusiles apoyados entierra y las bayonetas caladas. Josiane

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me hundía las uñas en el brazo ytemblaba de tal manera que hablé dellevármela a un café, pero no habíacafés a la vista y ella se empecinaba enquedarse. Colgada de mí y de Albert,saltaba de tanto en tanto para ver mejorla máquina, volvía a clavarme las uñas,y al final me obligó a agachar la cabezahasta que sus labios encontraron miboca, y me mordió histéricamentemurmurando palabras que pocas vecesle había oído y que colmaron mi orgullocomo si por un momento hubiera sido elamo. Pero de todos nosotros el únicoaficionado apreciativo era Albert;fumando un cigarro mataba los minutos

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comparando ceremonias, imaginando elcomportamiento final del condenado, lasetapas que en ese mismo momento secumplían en el interior de la prisión yque conocía en detalle por razones quese callaba. Al principio lo escuché conavidez para enterarme de cada nimiaarticulación de la liturgia, hasta quelentamente, como desde más allá de él yde Josiane y de la celebración delaniversario, me fue invadiendo algo queera como un abandono, el sentimientoindefinible de que eso no hubiera debidoocurrir en esa forma, que algo estabaamenazando en mí el mundo de lasgalerías y los pasajes, o todavía peor,

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que mi felicidad en ese mundo habíasido un preludio engañoso, una trampade flores como si una de las figuras deyeso me hubiera alcanzado una guirnaldamentida (y esa noche yo había pensadoque las cosas se tejían como las floresen una guirnalda), para caer poco a pocoen Laurent, para derivar de laembriaguez inocente de la GalerieVivienne y de la bohardilla de Josiane,lentamente ir pasando al gran terror, a lanieve, a la guerra inevitable, a laapoteosis de los cincuenta años delpatrón, a los fiacres ateridos del alba, albrazo rígido de Josiane que se prometíano mirar y buscaba ya en mi pecho

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dónde esconder la cara en el momentofinal. Me pareció (y en ese instante lasrejas empezaban a abrirse y se oía lavoz de mando del oficial de la guardia)que de alguna manera eso era untérmino, no sabía bien de qué porque alfin y al cabo yo seguiría viviendo,trabajando en la Bolsa y viendo decuando en cuando a Josiane, a Albert y aKikí que ahora se había puesto agolpearme histéricamente el hombro, yaunque no quería desviar los ojos de lasrejas que terminaban de abrirse, tuveque prestarle atención por un instante ysiguiendo su mirada entre sorprendida yburlona alcancé a distinguir casi al lado

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del patrón la silueta un poco agobiadadel sudamericano envuelto en lahopalanda negra, y curiosamente penséque también eso entraba de algunamanera en la guirnalda, y que era unpoco como si una mano acabara detrenzar en ella la flor que la cerraríaantes del amanecer. Y ya no pensé másporque Josiane se apretó contra mígimiendo, y en la sombra que los dosreverberos de la puerta agitaban sinahuyentarla, la mancha blanca de unacamisa surgió como flotando entre dossiluetas negras, apareciendo ydesapareciendo cada vez que una tercerasombra voluminosa se inclinaba sobre

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ella con los gestos del que abraza oamonesta o dice algo al oído o da abesar alguna cosa, hasta que se hizo a unlado y la mancha blanca se definió másde cerca, encuadrada por un grupo degentes con sombreros de copa y abrigosnegros, y hubo como una prestidigitaciónacelerada, un rapto de la mancha blancapor las dos figuras que hasta esemomento habían parecido formar partede la máquina, un gesto de arrancar delos hombros un abrigo ya innecesario, unmovimiento presuroso hacia adelante, unclamor ahogado que podía ser decualquiera, de Josiane convulsa contramí, de la mancha blanca que parecía

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deslizarse bajo el armazón donde algose desencadenaba con un chasquido yuna conmoción casi simultáneos. Creíque Josiane iba a desmayarse, todo elpeso de su cuerpo resbalaba a lo largodel mío como debía estar resbalando elotro cuerpo hacia la nada, y me inclinépara sostenerla mientras un enorme nudode gargantas se desataba en un final demisa con el órgano resonando en lo alto(pero era un caballo que relinchaba aloler la sangre) y el reflujo nos empujóentre gritos y órdenes militares. Porencima del sombrero de Josiane que sehabía puesto a llorar compasivamentecontra mi estómago, alcancé a reconocer

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al patrón emocionado, a Albert en lagloria, y el perfil del sudamericanoperdido en la contemplación imperfectade la máquina que las espaldas de lossoldados y el afanarse de los artesanosde la justicia le iban librando pormanchas aisladas, por relámpagos desombra entre gabanes y brazos y un afángeneral por moverse y partir en busca devino caliente y de sueño, como nosotrosamontonándonos más tarde en un fiacrepara volver al barrio, comentando loque cada uno había creído ver y que noera lo mismo, no era nunca lo mismo ypor eso valía más porque entre la rue dela Roquette y el barrio de la Bolsa había

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tiempo para reconstruir la ceremonia,discutirla, sorprenderse encontradicciones, jactarse de una vistamás aguda o de unos nervios mástemplados para la admiración de últimahora de nuestras tímidas compañeras.

Nada podía tener de extraño que enesa época mi madre me notara másdesmejorado y se lamentara sin disimulode una indiferencia inexplicable quehacía sufrir a mi pobre novia yterminaría por enajenarme la protecciónde los amigos de mi difunto padregracias a los cuales me estaba abriendopaso en los medios bursátiles. A frasesasí no se podía contestar más que con el

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silencio, y aparecer algunos díasdespués con una nueva planta de adornoo un vale para madejas de lana a preciorebajado. Irma era más comprensiva,debía confiar simplemente en que elmatrimonio me devolvería alguna vez ala normalidad burocrática, y en esosúltimos tiempos yo estaba al borde dedarle la razón pero me era imposiblerenunciar a la esperanza de que el granterror llegara a su fin en el barrio de lasgalerías y que volver a mi casa no separeciera ya a una escapatoria, a unansia de protección que desaparecía tanpronto como mi madre empezaba amirarme entre suspiros o Irma me tendía

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la taza de café con la sonrisa de lasnovias arañas. Estábamos por eseentonces en plena dictadura militar, unamás en la interminable serie, pero lagente se apasionaba sobre todo por eldesenlace inminente de la guerramundial y casi todos los días seimprovisaban manifestaciones en elcentro para celebrar el avance aliado yla liberación de las capitales europeas,mientras la policía cargaba contra losestudiantes y las mujeres, los comerciosbajaban presurosamente las cortinasmetálicas y yo, incorporado por lafuerza de las cosas a algún grupodetenido frente a las pizarras de La

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Prensa, me preguntaba si sería capaz deseguir resistiendo mucho tiempo a lasonrisa consecuente de la pobre Irma y ala humedad que me empapaba la camisaentre rueda y rueda de cotizaciones.Empecé a sentir que el barrio de lasgalerías ya no era como antes el términode un deseo, cuando bastaba echar aandar por cualquier calle para que enalguna esquina todo girara blandamentey me allegara sin esfuerzo a la Place desVictoires donde era tan grato demorarsevagando por las callejuelas con sustiendas y zaguanes polvorientos, y a lahora más propicia entrar en la GalerieVivienne en busca de Josiane, a menos

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que caprichosamente prefiriera recorrerprimero el Passage des Panoramas o elPassage des Princes y volver dando unrodeo un poco perverso por el lado dela Bolsa. Ahora, en cambio, sin siquieratener el consuelo de reconocer comoaquella mañana el aroma vehemente delcafé en el Pasaje Güemes (olía aaserrín, a lejía), empecé a admitir desdemuy lejos que el barrio de las galeríasno era ya el puerto de reposo, aunquetodavía creyera en la posibilidad deliberarme de mi trabajo y de Irma, deencontrar sin esfuerzo la esquina deJosiane. A cada momento me ganaba eldeseo de volver; frente a las pizarras de

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los diarios, con los amigos, en el patiode casa, sobre todo al anochecer, a lahora en que allá empezarían aencenderse los picos de gas. Pero algome obligaba a demorarme junto a mimadre y a Irma, una oscura certidumbrede que en el barrio de las galerías ya nome esperarían como antes, de que elgran terror era el más fuerte. Entraba enlos bancos y en las casas de comerciocon un comportamiento de autómata,tolerando la cotidiana obligación decomprar y vender valores y escuchar loscascos de los caballos de la policíacargando contra el pueblo que festejabalos triunfos aliados, y tan poco creía ya

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que alcanzaría a liberarme una vez másde todo eso que cuando llegué al barriode las galerías tuve casi miedo, me sentíextranjero y diferente como jamás mehabía ocurrido antes, me refugié en unapuerta cochera y dejé pasar el tiempo yla gente, forzado por primera vez aaceptar poco a poco todo lo que antesme había parecido mío, las calles y losvehículos, la ropa y los guantes, la nieveen los patios y las voces en las tiendas.Hasta que otra vez fue eldeslumbramiento, fue encontrar aJosiane en la Galerie Colbert yenterarme entre besos y brincos de queya no había Laurent, que el barrio había

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festejado noche tras noche el fin de lapesadilla, y todo el mundo habíapreguntado por mí y menos mal que porfin Laurent, pero dónde me había metidoque no me enteraba de nada, y tantascosas y tantos besos. Nunca la habíadeseado más y nunca nos quisimosmejor bajo el techo de su cuarto que mimano podía tocar desde la cama. Lascaricias, los chismes, el deliciosorecuento de los días mientras elanochecer iba ganando la bohardilla.¿Laurent? Un marsellés de pelo crespo,un miserable cobarde que se habíaatrincherado en el desván de la casadonde acababa de matar a otra mujer, y

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había pedido gracia desesperadamentemientras la policía echaba abajo lapuerta. Y se llamaba Paul, el monstruo,hasta eso, fíjate, y acababa de matar a sunovena víctima, y lo habían arrastrado alcoche celular mientras todas las fuerzasdel segundo distrito lo protegían singanas de una muchedumbre que lohubiera destrozado. Josiane había tenidoya tiempo de habituarse, de enterrar aLaurent en su memoria que pocoguardaba las imágenes, pero para mí erademasiado y no alcanzaba a creerlo deltodo hasta que su alegría me persuadióde que verdaderamente ya no habría másLaurent, que otra vez podíamos vagar

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por los pasajes y las calles sindesconfiar de los portales. Fuenecesario que saliéramos a festejarjuntos la liberación, y como ya nonevaba Josiane quiso ir a la rotonda delPalais Royal que nunca habíamosfrecuentado en los tiempos de Laurent.Me prometí, mientras bajábamoscantando por la rue des Petits Champs,que esa misma noche llevaría a Josianea los cabarets de los bulevares, y queterminaríamos la velada en nuestro cafédonde a fuerza de vino blanco me haríaperdonar tanta ingratitud y tantaausencia.

Por unas pocas horas bebí hasta los

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bordes el tiempo feliz de las galerías, yllegué a convencerme de que el final delgran terror me devolvía sano y salvo ami cielo de estucos y guirnaldas;bailando con Josiane en la rotonda mequité de encima la última opresión deese interregno incierto, nací otra vez ami mejor vida tan lejos de la sala deIrma, del patio de casa, del menguadoconsuelo del Pasaje Güemes. Nisiquiera cuando más tarde, charlando detanta cosa alegre con Kikí y Josiane y elpatrón, me enteré del final delsudamericano, ni siquiera entoncessospeché que estaba viviendo unaplazamiento, una última gracia; por lo

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demás ellos hablaban del sudamericanocon una indiferencia burlona, como decualquiera de los extravagantes delbarrio que alcanzan a llenar un hueco enuna conversación donde pronto nacerántemas más apasionantes, y que elsudamericano acabara de morirse en unapieza de hotel era apenas algo más queuna información al pasar, y Kikídiscurría ya sobre las fiestas que sepreparaban en un molino de la Butte, yme costó interrumpirla, pedirle algúndetalle sin saber demasiado por qué selo pedía. Por Kikí acabé sabiendoalgunas cosas mínimas, el nombre delsudamericano que al fin y al cabo era un

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nombre francés y que olvidé en seguida,su enfermedad repentina en la rue duFaubourg Montmartre donde Kikí teníaun amigo que le había contado; lasoledad, el miserable cirio ardiendosobre la consola atestada de libros ypapeles, el gato gris que su amigo habíarecogido, la cólera del hotelero a quienle hacían eso precisamente cuandoesperaba la visita de sus padrespolíticos, el entierro anónimo, el olvido,las fiestas en el molino de la Butte, elarresto de Paul el marsellés, lainsolencia de los prusianos a los que yaera tiempo de darles la lección que semerecían. Y de todo eso yo iba

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separando, como quien arranca dosflores secas de una guirnalda, las dosmuertes que de alguna manera se meantojaban simétricas, la delsudamericano y la de Laurent, el uno ensu pieza de hotel, el otro disolviéndoseen la nada para ceder su lugar a Paul elmarsellés, y eran casi una misma muerte,algo que se borraba para siempre en lamemoria del barrio. Todavía esa nochepude creer que todo seguiría como antesdel gran terror, y Josiane fue otra vezmía en su bohardilla y al despedirnosnos prometimos fiestas y excursionescuando llegara el verano. Pero helaba enlas calles, y las noticias de la guerra

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exigían mi presencia en la Bolsa a lasnueve de la mañana; con un esfuerzo queentonces creí meritorio me negué apensar en mi reconquistado cielo, ydespués de trabajar hasta la náuseaalmorcé con mi madre y le agradecí queme encontrara más repuesto. Esa semanala pasé en plena lucha bursátil, sintiempo para nada, corriendo a casa paradarme una ducha y cambiar una camisaempapada por otra que al rato estabapeor. La bomba cayó sobre Hiroshima ytodo fue confusión entre mis clientes,hubo que librar una larga batalla parasalvar los valores más comprometidos yencontrar un rumbo aconsejable en ese

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mundo donde cada día era una nuevaderrota nazi y una enconada, inútilreacción de la dictadura contra loirreparable. Cuando los alemanes serindieron y el pueblo se echó a la calleen Buenos Aires, pensé que podríatomarme un descanso, pero cada mañaname esperaban nuevos problemas, en esassemanas me casé con Irma después quemi madre estuvo al borde de un ataquecardíaco y toda la familia me lo atribuyóquizá justamente. Una y otra vez mepregunté por qué, si el gran terror habíacesado en el barrio de las galerías, nome llegaba la hora de encontrarme conJosiane para volver a pasear bajo

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nuestro cielo de yeso. Supongo que eltrabajo y las obligaciones familiarescontribuían a impedírmelo, y sólo sé quede a ratos perdidos me iba a caminarcomo consuelo por el Pasaje Güemes,mirando vagamente hacia arriba,tomando café y pensando cada vez conmenos convicción en las tardes en queme había bastado vagar un rato sinrumbo fijo para llegar a mi barrio y darcon Josiane en alguna esquina delatardecer. Nunca he querido admitir quela guirnalda estuviera definitivamentecerrada y que no volvería a encontrarmecon Josiane en los pasajes o losbulevares. Algunos días me da por

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pensar en el sudamericano, y en esarumia desganada llego a inventar comoun consuelo, como si él nos hubieramatado a Laurent y a mí con su propiamuerte; razonablemente me digo que no,que exagero, que cualquier día volveré aentrar en el barrio de las galerías yencontraré a Josiane sorprendida por milarga ausencia. Y entre una cosa y otrame quedo en casa tomando mate,escuchando a Irma que espera paradiciembre, y me pregunto sin demasiadoentusiasmo si cuando lleguen laselecciones votaré por Perón o porTamborini, si votaré en blanco osencillamente me quedaré en casa

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tomando mate y mirando a Irma y a lasplantas del patio.