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CALAKMUL (Prólogo a un Rostro-escritura) Gabriel Berber En esta máscara se encierra el atisbo de una tecnología, una concreción instrumental del universo, una síntesis del todo acaecida en el rasgo facial de la cobertura mineral de un ser. Su aparente semblante estático simula un apaciguamiento del tiempo, fijeza momentánea de la transición de la vida y la muerte, una bocanada última que permuta al cuerpo por el cadáver. Aliento suspendido que se interpone entre la oquedad del organismo y la prolongación de su exterioridad. Un reposo que se disipa en la hendidura de los rasgos, entremetiéndose en el ceño ambiguo que semeja la pulcritud atónita frente a la condena inmutable del deterioro, una erosión que remueve los abscesos circundantes del paso por el mundo. Una trayectoria que remonta sus márgenes, trozo por trozo ensamblando sus bordes, es la gestación de un mosaico que deja entrever sus hendiduras así como su entramado. Estamos ante un rostro de gesto textual cuya sintaxis es el reducto de un desciframiento por la lógica matemática de las edificaciones que fortificaron el antiguo Mayab. Una geometría de orden cósmico y geológico, cuya estratificación la circunda una serpiente, –ahí a los costados, debajo de la mirada felina, dos culebras se posan exhibiendo cada una su melfo en una pose de sonrisa anquilosada–, el testimonio del revestimiento membranoso de jade donde se oculta la veta de una palabra profética, una voz estriada, como estriada es la interferencia radial acontecida en los altos, en la sierra, la otra voz que se entromete al viento, el llamamiento del caracol interpolándose en la dirección del flujo

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CALAKMUL (Prólogo a un Rostro-escritura)

Gabriel Berber

En esta máscara se encierra el atisbo de una tecnología, una concreción instrumental del universo, una síntesis del todo acaecida en el rasgo facial de la cobertura mineral de un ser. Su aparente semblante estático simula un apaciguamiento del tiempo, fijeza momentánea de la transición de la vida y la muerte, una bocanada última que permuta al cuerpo por el cadáver. Aliento suspendido que se interpone entre la oquedad del organismo y la prolongación de su exterioridad. Un reposo que se disipa en la hendidura de los rasgos, entremetiéndose en el ceño ambiguo que semeja la pulcritud atónita frente a la condena inmutable del deterioro, una erosión que remueve los abscesos circundantes del paso por el mundo. Una trayectoria que remonta sus márgenes, trozo por trozo ensamblando sus bordes, es la gestación de un mosaico que deja entrever sus hendiduras así como su entramado. Estamos ante un rostro de gesto textual cuya sintaxis es el reducto de un desciframiento por la lógica matemática de las edificaciones que fortificaron el antiguo Mayab. Una geometría de orden cósmico y geológico, cuya estratificación la circunda una serpiente, –ahí a los costados, debajo de la mirada felina, dos culebras se posan exhibiendo cada una su melfo en una pose de sonrisa anquilosada–, el testimonio del revestimiento membranoso de jade donde se oculta la veta de una palabra profética, una voz estriada, como estriada es la interferencia radial acontecida en los altos, en la sierra, la otra voz que se entromete al viento, el llamamiento del caracol interpolándose en la dirección del flujo

ondulatorio de la luz que cae y percute en el río, una danza de cascabel. Otra vez la culebra, los rayos de luz así como los rayos eléctricos son culebras también, serpientes de fuego que penetran la mirada hasta propiciar la sinapsis neuronal que activa la representación. Pienso en los filamentos de un bombillo, en el sonido vibratorio producto del flujo eléctrico que posibilita la luminiscencia, ambos confluentes en cálida retroalimentándose como si una cadencia coreográfica retomara el vestigio de aquellos bailes iniciáticos de tribus nómadas que coordinaban el paso acentuado con un golpe de bastón. Es así que la muerte se (re)presenta zoomorfamente, una mariposa debajo del mentón, un caracol en cada orejera, una serpiente enredada en el rostro, de frente un jaguar se asoma, la mandíbula es a la vez garra, y en el tocado superior la humildad de una abeja se confunde con dos granos de maíz. La conexión inherente entre el guerrero y la fertilidad, ánimo y sustancia del sacrificio nobiliario. El animal que va configurando un rostro, una animalidad que va siendo, un animal que no es animal sino viento, agua, tierra y bilis. La negrura de obsidiana escondida en el iris es la inmersión a lo macro, inmersión como inmersa es la noche en su espesura, solo la grieta deja ver una inscripción lumínica, el reflejo cristalino de la mirada, un fuego de un cuerpo ya muerto, un bólido incandescente, pájaro de oro que hiere el cielo, rajadura del lienzo que es una cúpula descendiendo. La noche también se oculta en la oquedad de la mandíbula de un coyote, –a lo lejos–, el vaho es neblina, la mirada se opaca como si se velara con un manto traslúcido, los objetos se distorsionan en sombras, una catarata que enceguece al rostro, el iris ocular cubierto de bruma, humo de la incineración de los cuerpos ausentes –huele a cal y hueso– un flash que desvanece, que quema, que arde, una sobreexposición, o tal vez la pupa de una oruga, el imago, una

revelación fotográfica, he ahí la inscripción del rostro, rostro que no es rostro sino máscara, una mirada no rostrificada, máscara que no es máscara sino mineral, osamenta interna en la cueva. Inscripción primigenia de otro hombre que no fue hombre, una huella sobre la piedra, –¿Lascaux?– La boca es cueva también, oquedad del origen, Aztlan, Chicomoztoc, de ahí venimos, de ahí somos, una tribu que asciende de la mandíbula terrestre, extremidades de Tlaltecuhtli, génesis fundacional, una boca que expulsa cuerpos para hacerlos peregrinar por el mundo, la errancia empieza en la expulsión de la boca terrestre, ¿acaso cuerpos-palabras? El cuerpo es palabra y la palabra tiene cuerpo, es el origen de la expulsión, el tiempo empieza cuando empieza la errancia, también ahí empieza el tono, pues en cada paso se configura el ritmo, ritmo que es tono y cesura, un cascabel, tocando la tierra, serpiente que se enrolla en el oído, se enrolla como un caracol. Ritmo: tono, cesura, –¿qué escucho a través del caracol?– una voz que es mar, horizonte de la nada, de la imposibilidad de acceder a el, la amargura de padecer un cuerpo insignificante y débil –¿dije insignificante?– he ahí el porqué del llanto de Aquiles. Tan pronto una lágrima toca la arena se evidencia la precariedad de las mismas, precariedad de nuestros fluidos, sangre, bilis, semen, orina y saliva son el pegamento (pagamento) de un cuerpo entramado de polvo, de cal y tierra, también de ahí que seamos una verdadera sepultura, un cuerpo fosa, estela de hueso, los colmillos de Calakmul.