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Joly Harker no es un héroe. De hecho es el tipo de chico que es capaz de perderse en su propia casa. Pero un día, Joey sí que se pierde; en serio. Sale de este mundo para meterse de lleno en otra dimensión. El paseo que Joey se da entre dos mundos no es habitual y su extraña habilidad hace que dos fuerzas enemigas mortales se enfrenten para hacerse con ese poder. Los ejércitos de la ciencia y de la magia quieren aprender cómo trasladarse entre realidades de la misma manera en que él lo hace y parece que sus únicas opciones son unirse a los unos o a los otros. Sin embargo, pronto descubre que hay muchos como él y que a pesar de sus formas y tamaños, comparten muchas similitudes con el propio Joey… El maestro Neil Gaiman se une al ganador de un Emmy y escritor de ciencia ficción Michael Reaves para crear una deslumbrante historia sobre magia, ciencia, honor y el destino de un chico muy especial… y de todos los demás que se parecen a él.

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InterWorldNeil Gaiman y Michael Reaves

Traducción de Julia Osuna Aguilar

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A Neil le gustaría dedicar este libro a suhijo Mike, quien, entusiasmado por elmanuscrito, no paró de animarnos y pre-guntarnos cuándo iba a poder leerlo enun libro de verdad.

A Michael le gustaría dedicárselo a SteveSaffel.

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Nota de los autores

La presente es una obra de ficción. Sin embargo, dadoel número infinito de mundos posibles, bien podría serreal en alguno de ellos. Y si una historia ambientada enun número infinito de universos posibles es cierta enuno de ellos, entonces debe serlo en todos. De modoque, a lo mejor, a fin de cuentas, no tiene nada de ficti-cia como creímos en un principio.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

Una vez me perdí en mi propia casa.Supongo que suena peor de lo que fue. Acabába-

mos de ampliar la casa (con un pasillo y un dormito-rio para el renacuajo, mi hermano pequeño, tambiénconocido como Kevin)…, aunque, bueno, en realidadya no había carpinteros y hacía un mes que las aguashabían vuelto a su cauce. Mi madre nos había avisadode que la cena estaba lista y yo salí corriendo escale-ras abajo. Cuando llegué a la segunda planta, sin em-bargo, me fui hacia el lado contrario y me encontré enun cuarto empapelado con nubes y conejitos. Aldarme cuenta de que había girado a la derecha en vezde a la izquierda, me apresuré a cometer de nuevo elmismo error y darme de bruces con el vestidor.

Para cuando llegué abajo Jenny y papá ya estabanallí y mamá me dedicó La Mirada. Decidí que iba a serpeor dar explicaciones, de modo que cerré el pico y meconcentré en mis macarrones gratinados.

En cualquier caso, supongo que habréis captado elproblema: no tengo muy desarrollado lo que la tíaMaude solía llamar «brújula interior»; es más, creoque nunca la he tenido imantada. ¿Que si distingo elnorte del sur y el este del oeste? Ni en sueños, ya bas-

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tante tengo con diferenciar la derecha de la izquierda.Resulta muy irónico teniendo en cuenta el devenir delos acontecimientos…

Pero me estoy adelantando. Vale, voy a escribireste relato tal y como nos enseñó el señor Dimas,quien nos dijo que no importaba con qué se empezasesiempre y cuando se empezase…, de modo que co-menzaré con él.

Estábamos a finales de octubre, ya en mi segundoaño de instituto, y todo discurría con normalidad a ex-cepción de educación cívica, lo cual, por lo demás, tam-poco era de extrañar. El señor Dimas, el profesor de laasignatura, era conocido por poner en práctica méto-dos de enseñanza poco convencionales. En los exáme-nes del primer semestre nos había vendado los ojospara que pinchásemos una chincheta en un mapa-mundi y luego escribiésemos una redacción sobre elsitio donde se había clavado. A mí me tocó Decatur,una ciudad de Illinois. Hubo quienes se quejaron por-que les cayeron sitios como Ulan Bator o Zimbabue,pero no eran conscientes de su suerte: ¡a ver quién esel listo que escribe diez mil palabras sobre Decatur,Illinois!

El señor Dimas siempre andaba tramando cosaspor el estilo. El año anterior había sido portada del pe-riódico local y había estado a punto de ser despedidopor convertir en feudos litigantes dos clases que de-bían intentar negociar la paz durante todo un semes-tre. Al final las conversaciones de paz fracasaron yambos bandos acabaron declarándose la guerra en elpatio de recreo. La cosa se desmadró un poco y corriósangre de algunas narices. Los noticiarios locales re-cogieron las declaraciones del señor Dimas: «A vecesla guerra es necesaria para enseñar la importancia de

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la paz, y en ocasiones hay que aprender el verdaderovalor de la diplomacia para evitar la guerra. Yo pre-fiero que mis alumnos aprendan estas lecciones en elpatio de recreo que en el campo de batalla».

En el instituto corrió el rumor de que iban a des-pedirlo. Hasta el alcalde Haenkle pilló un buen cabreo(la nariz de su hijo fue una de las que sangró). Mamá,mi hermana pequeña Jenny y yo nos quedamos lostres despiertos hasta tarde, bebiendo leche con cacao ala espera de que papá volviese de la reunión del ayun-tamiento. El renacuajo no había tardado en dormirseen el regazo de mamá, que todavía le daba el pechopor aquel entonces. Era medianoche pasada cuandopapá entró por la puerta de atrás, lanzó el sombrerosobre la mesa y anunció:

—La votación ha sido de siete votos a favor y seisen contra: Dimas conservará su puesto. Tengo la gar-ganta destrozada.

Mamá le preparó un té y Jenny le preguntó porqué había defendido al señor Dimas.

—Mi maestro dice que siempre está dando proble-mas.

—Y es verdad —corroboró papá—. Gracias, ca-riño. —Le dio un sorbo al té y prosiguió—: Pero tam-bién es uno de los pocos profesores que se preocupanpor lo que hacen, y además es un hombre con la ca-beza bastante bien amueblada. —Señaló entonces conla pipa a mi hermana y le dijo—: Duendecilla, a lacama, que ya ha pasado la hora de las brujas.

Así era mi padre: aunque solo ocupaba un puestode concejal, tenía más influencia sobre la gente que elpropio alcalde. En otros tiempos agente de bolsa enWall Street, todavía les gestiona las acciones a algu-nos de los ciudadanos más prominentes de Greenville,

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entre ellos varios miembros de la junta escolar. Comoel cargo de concejal solo le lleva unos cuantos días almes, durante gran parte del año conduce un taxi. Unavez le pregunté para qué lo hacía si con sus inversio-nes llegábamos de sobra a fin de mes (y eso sin contarel negocio de mi madre: la venta a domicilio de joyas);me respondió que le gustaba conocer a gente nueva.

Quien crea que el señor Dimas se achantó por ha-ber estado a punto de ser despedido se equivoca; nadamás lejos. Lo que se le ocurrió para el examen final deeducación cívica fue radical incluso para él. Dividió laclase en diez equipos de tres, volvió a vendarnos losojos (tenía un máster en el tema) e hizo que un auto-bús escolar nos fuera dejando en distintos sitios de laciudad. En teoría desde allí teníamos que llegar a cier-tos puntos de control en un tiempo determinado sinvalernos de ningún plano. Cuando otro profesor lepreguntó qué tenía eso que ver con la educación cí-vica, el señor Dimas le respondió que absolutamentetodo tenía que ver con su asignatura. Antes de empe-zar nos confiscó móviles, tarjetas de teléfono y de cré-dito y dinero en metálico para que no llamásemos anadie ni cogiésemos un autobús o un taxi. Estábamossolos ante el peligro.

Y ahí fue donde empezó todo.

Tampoco era que fuésemos a enfrentarnos a gran-des peligros, al fin y al cabo el centro de Greenville noes el centro de Los Ángeles ni de Nueva York, ni tansiquiera de Decatur (Illinois). Lo peor que podía suce-dernos era que una anciana arremetiese contra noso-tros con su bolso si hacíamos la tontería de intentarayudarla a cruzar la avenida 42. Fuera como fuese, me

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habían puesto en el grupo con Rowena Danvers y TedRussell y la cosa prometía ser interesante.

Cuando el autobús del instituto se detuvo en me-dio de una nube de humo de diésel, nos apeamos y nosquitamos las vendas. Estábamos en el centro: hastaahí podíamos deducirlo solos. Era primera hora de latarde de un día fresco de octubre y no había muchotrasiego, ni de personas ni de vehículos. Lo primeroque hice fue buscar el letrero de la calle, que nos in-dicó que nos encontrábamos en la esquina del bulevarSheckley con Simak.

Y supe dónde estábamos.Fue tal mi sorpresa que por un momento no con-

seguí articular palabra. Yo era el típico que de pe-queño se perdía yendo al buzón de la esquina, pero enese momento vi claramente dónde nos encontrába-mos: justo enfrente de la calle del dentista al que ha-bíamos ido Jenny y yo dos días antes para hacernosuna limpieza de boca.

Antes de acertar a decir algo, Ted se sacó la tarjetaque nos había dado a cada uno el señor Dimas, en la queponía la ubicación donde debían recogernos.

—Tenemos que llegar a la esquina de Maple conWhale. Eh, lo mismo podemos llamar a tu padre paraque venga a recogernos, Harker.

Lo único que necesitáis saber sobre Ted Russell esque no sería capaz de deletrear «WC»; y no porquesea tonto —que lo es; no lo es más porque no se en-trena—, sino porque le daría pereza. Era repetidor, unaño mayor que yo, y yo sabía que de él solo podía es-perar bromas de mal gusto que ni un niño de prima-ria reiría. Pero, por muy capullo que fuese, estaba dis-puesto a aguantarlo con tal de estar allí —o encualquier otra parte— con Rowena Danvers.

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Supongo que las habrá más guapas, más listas o me-jores en el instituto de Greenville, pero nunca me hemolestado en mirarlas. Por lo que a mí respecta, Ro-wena es la única chica que existe; aunque, tras dos añosde esfuerzos, todavía no he logrado convencerla de quesoy algo más que un extra de segunda en la película desu vida. No era que me odiase ni que le cayese mal: nollegaba a ser tan importante para nada de eso. Dudo quehayamos intercambiado más de cinco frases en todo elcurso, y probablemente cuatro de ellas han sido del tipo«Perdona, se te ha caído» o «Lo siento, ¿estabas sentadaaquí?». Vamos, muy lejos de las frases con las que seconstruyen los grandes romances, aunque las conservotodas y cada una como oro en paño.

Sin embargo, quizá tenía ahora ante mí la oportu-nidad de cambiar eso, de convertirme en algo más queun bip anónimo en la pantalla de su radar. Yo casi ha-bía cumplido ya los quince años, y ella era mi PrimerAmor, lo juro, y estoy hablando muy en serio. O esocreía por entonces. No se trataba de un cuelgue cual-quiera: no solo estaba enamorado de Rowena Dan-vers, lo estaba completa, profunda y apasionada-mente. Hasta se lo conté a mis padres, y eso es echarlevalor. Les dije que, si ella se fijaba en mí algún día, elnuestro sería el romance más sonado del siglo. Comose dieron cuenta de que hablaba en serio, no se burla-ron de mí; es más, lo comprendieron y me desearonsuerte. Yo sería Tristán y ella Isolda (quienquiera quefuesen; eso lo dijo mi padre); yo Sid y ella Nancy(quienquiera que fuesen; lo dijo mi madre). Queríaimpresionarla, y poco me importaba si demostrarleque sabía cruzar una calle en la buena dirección no erauna gesta digna de una obra de Shakespeare. Me con-tentaba con cualquier cosa.

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—Yo sé dónde estamos —anuncié por fin.Ted y Rowena me miraron con desconfianza.—Sí, ya, claro. Antes prefiero ponerme otra vez la

venda. Vamos, Rowena —le dijo Ted cogiéndola por elbrazo—, todo el mundo sabe que Harker no podríaencontrarse ni el culo con ambas manos atadas a la es-palda.

Rowena se zafó de Ted y se quedó mirándome.Comprendí que no tenía ganas de andar con Ted Rus-sell ni cinco o seis manzanas, pero que tampoco que-ría pasarse el resto del día vagando sin rumbo por elcentro.

—¿Estás seguro-seguro de que sabes dónde esta-mos, Joey? —me preguntó.

¡Mi amada pidiéndome ayuda! ¡Me sentí capaz deencontrar el camino de vuelta a casa desde la caraoculta de la luna!

—Segurísimo —le respondí con la confianza delpobre pavo que cree que va a pasar un estupendo díade Acción de Gracias—. Seguidme, ¡vamos! —Y echéa andar calle abajo.

Rowena dudó por un instante pero dejó atrás a Tedy empezó a seguirme. El chico la miró estupefacto porun momento y luego agitó el brazo como diciendo«¿De qué vas?».

—Vais apañados. Le diré a Dimas que mande unequipo de rescate —gritó, y a continuación se echó areír y a hacer aspavientos. (Debe de ser divertidísimoser tu propio público.)

Cuando Rowena me alcanzó seguimos caminandoun rato en silencio. Después de atravesar el parqueArkwright nos dirigimos al norte —creo—, hacia lacalle Corinth.

Seis manzanas después me di cuenta de algo im-

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portante: está bien tener claro dónde te encuentraspero es mejor aún saber a dónde vas. Y yo, por su-puesto, no tenía ni idea: en cuestión de minutos me vimás perdido que nunca en mi vida; y lo que era peor,Rowena se dio cuenta, se lo noté en los ojos.

Empezó a entrarme el pánico porque no quería de-fraudar a Rowena pero tampoco quería quedar mal.

—Espera aquí un minuto —acerté a decirle, y salícorriendo antes de que pudiera responder.

Deseaba con todas mis fuerzas reconocer algunacalle u otra referencia. Doblé la esquina y, al ver unedificio que me resultó familiar al final de la siguientemanzana, seguí por esa misma vía —el bulevarArkwright, pegado al parque— para asegurarme.

En Greenville el tiempo es, como poco, raro. La ra-zón es la proximidad al Grand, un río que tiene a bienregalarnos la industria cervecera y el turismo queviene a hacer senderismo y a ver las cataratas, perotambién la bruma que se extiende por la ciudad encuanto se levanta un poco de fresco.

Y sobrevino justo en la esquina de Arkwright conCorinth. Encaré la neblina de frente y sentí las gotasfrías en la cara; por lo general suele volverse más li-gera una vez que estás dentro, pero no fue el caso:me pareció andar a través de un humo denso, cega-dor y gris.

Continué atravesándola sin darle mayor impor-tancia, porque, a fin de cuentas, tenía cosas más rele-vantes en la cabeza. Desde el interior distinguí res-plandores de muchos colores. Es curioso cómo se veuna ciudad cuando lo único que se vislumbran sonluces.

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Al doblar por la siguiente esquina y entrar en lacalle Fallbrook, salí de la niebla… y me detuve. Estabaen una parte de la ciudad que no me sonaba de nada,donde había un McDonald’s que no había visto en mivida, con un gran arco de cuadros escoceses por en-cima. «Será alguna promoción sobre Escocia o algoparecido —me dije—. Qué raro.» Pero por mucho queme fijé, no lo llegué a procesar: estaba demasiado ocu-pado pensando en Rowena y preguntándome si habríaalguna manera de explicarle lo sucedido sin quedarcomo un completo idiota. Sin embargo, no la había, yno me quedaba más remedio que volver con ella yconfesarle que estábamos perdidos. Tenía tantas ganasde decírselo como de ir a la revisión anual del den-tista.

Al menos la niebla se había disipado cuando volvía la calle perpendicular jadeando y sin aliento. Ro-wena seguía donde la había dejado, mirando el escapa-rate de una tienda de animales, de espaldas a mí.Crucé la calle corriendo, le di un toquecito en el hom-bro y le dije:

—Perdona. Supongo que tendríamos que haberlehecho caso a Ted, y sé que era lo último que esperabasoír.

Se dio la vuelta.Me acuerdo de que una vez, siendo yo bastante pe-

queño —me refiero a un crío, cuando vivía en NuevaYork, antes de mudarnos a Greenville y antes inclusode que Jenny existiera—, iba siguiendo a mi madre porlos almacenes Macy’s. Habíamos ido a hacer las com-pras de Navidad, y yo juraría no haber apartado losojos de ella, que llevaba un abrigo azul. La seguí portoda la tienda hasta que me asusté por la barahúnda yla cogí de la mano. Y cuando miró hacia abajo…

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No se parecía en nada a mi madre; era una mujer ala que no había visto en mi vida que llevaba un abrigoazul muy parecido y el mismo corte de pelo. Me echéa llorar y me llevaron a una oficina, donde me dieronun refresco y me ayudaron a encontrar a mi madre.Aunque todo acabó felizmente, nunca podré olvidarese momento de desorientación, de esperar ver a unapersona y encontrarme con otra.

Así me sentí en ese momento. Porque la que teníaante mí no era Rowena, pese a que se parecía mucho aella —casi como una hermana— y llevaba la mismaropa; incluso una gorra negra semejante a la suya.

Pero Rowena siempre andaba presumiendo de sularga melena rubia y no paraba de decir que se la de-jaría crecer hasta donde fuese posible y que jamás sela cortaría.

Aquella otra chica, en cambio, tenía el pelo rubiopero corto, muy, muy corto; y ni siquiera se parecía aRowena, al menos cuando la mirabas de cerca. Miamada tiene los ojos azules y esa otra los tenía casta-ños. No era más que una chica cualquiera con unabrigo marrón y una gorra negra que estaba mirandolos cachorrillos del escaparate de una tienda de ani-males. Totalmente desorientado, retrocedí y le dije:

—Perdona, creí que eras otra persona.Me miró como si acabase de salir de una alcantari-

lla con una careta de hockey y una motosierra en lamano, pero no dijo nada.

—Lo siento mucho, de verdad —me excusé denuevo—. Ha sido culpa mía, ¿vale?

Asintió sin decir ni pío y se fue acera abajo hastaque llegó a la perpendicular, sin parar de mirar atrás acada tanto. Acto seguido echó a correr como si la per-siguieran todos los perros del averno.

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Quise pedirle perdón por el susto que le habíadado pero ya tenía bastante con lo mío: estaba perdidoen el centro de Greenville, me había separado delresto de miembros de mi unidad y no tenía ni una su-cia moneda. Había suspendido educación cívica.

Solo podía hacer una cosa, así que la hice: me quitéel zapato.

Debajo de la plantilla guardaba doblado un billetede cinco dólares. Mi madre me obliga a llevarlo paracasos de emergencia. Saqué los cinco pavos, volví acalzarme, conseguí cambio y me subí a un autobús queme dejaba cerca de casa mientras iba rumiando qué de-cirles al señor Dimas, a Rowena e incluso a Ted, y pre-guntándome si tendría algún golpe de suerte en laspróximas doce horas que me hiciese coger una enfer-medad tan contagiosa que me impidiese volver al ins-tituto hasta final de semestre…

Sabía que mis problemas no acabarían al llegar acasa, pero al menos ya no estaría perdido.

Resultó, sin embargo, que no tenía ni idea de loque significaba esa palabra.

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Capítulo 2

El trayecto de vuelta a casa lo pasé medio en trance.A las pocas manzanas de subirme dejé de mirar por laventanilla para quedarme con la vista fija en el res-paldo del asiento de delante porque las calles no pare-cían estar bien; al principio no podía señalar nada con-creto que me perturbase, era solo que todo parecía untanto… fuera de lugar, como la tela escocesa de los ar-cos del McDonald’s; ojalá hubiese oído algo sobre esapromoción.

Y luego estaban los coches. Papá cuenta quecuando era pequeño sus amigos y él distinguían per-fectamente un Ford de un Chevrolet o un Buick. Hoyen día, en cambio, todos tienen el mismo aspecto, in-dependientemente del fabricante. Pero allí era como sialguien hubiese decidido que había que pintar todoslos coches de los mismos colores metálicos, en na-ranja, verde pistacho o amarillo limón. En todo el ca-mino no vi un solo coche negro o plateado; de hecho,pasó un coche patrulla con la sirena y las luces encen-didas y era verde y amarillo, no rojo y azul.

Después de eso decidí fijar la vista en el cuero grisy cuarteado que tenía delante. A la mitad de mi calleme obsesioné con la idea de que mi casa no iba a estar

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en su sitio, que solo habría un solar vacío o —y eso eramás inquietante aún— una casa distinta; o bien que, sihabía gente, no serían ni mis padres ni mis hermanossino unos desconocidos; que no sería ya mi hogar.

Me bajé en la parada y recorrí a la carrera las tresmanzanas que me separaban de casa. Por fuera parecíaigual: mismo color, mismos parterres y jardineras, elmismo carillón colgado del techado del porche delantero.Del alivio que sentí, a punto estuve de echarme a llorar.No me importaba que la realidad entera se derrumbase ami alrededor, mi hogar seguía siendo un refugio.

Empujé la puerta de la calle y entré. Olía igual quemi casa, no como la de unos extraños. Por fin pude re-lajarme.

Por dentro también tenía el mismo aspecto…, aun-que, de pronto, allí en medio del pasillo, empecé a fi-jarme en algunas cosas, en detalles sutiles, ese tipo decosas que pueden parecer producto de la imaginación…Se me pasó por la cabeza que tal vez la alfombra teníaun estampado ligeramente distinto, pero ¿quién re-cuerda bien el dibujo de una alfombra? En la pared delsalón, donde antes había una fotografía mía de la guar-dería, colgaba ahora la de una chica de mi edad. Se pa-recía un poco a mí…, pero, bueno, al fin y al cabo mispadres habían hablado de hacerle una a Jenny…

Y entonces me sobrevino, y fue igual que aquellavez hacía un año, cuando me tiré por las cataratas y elbarril en el que iba chocó contra las rocas, se partió endos y de repente el mundo se volvió muy brillante ydel revés, y acabé malparado…

Sí que había una diferencia, una que no se veíadesde fuera: la ampliación de esa misma primavera,donde estaba el dormitorio de mi hermano pequeñoKevin, había desaparecido.

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Miré escaleras arriba. Normalmente si me poníade puntillas y doblaba el cuello hasta que me dolía unpoco, se veía el pasillo nuevo desde allí. Lo intenté eincluso subí un par de peldaños para tener mejor vi-sión, pero de nada sirvió: la ampliación no estaba porninguna parte.

«Si se trata de una broma —pensé para mis aden-tros—, la ha tenido que tramar un millonario con unsentido del humor de lo más delirante.»

Oí un ruido a mis espaldas y, al volverme, vi a mimadre.

Pero no era ella.Al igual que Rowena, tenía un aspecto distinto.

Llevaba unos vaqueros y una camiseta que no le habíavisto nunca, y el corte de pelo era el mismo pero lasgafas no; como ya he dicho, pequeños detalles.

Excepto lo de la prótesis del brazo, que distabamucho de ser un detalle.

Era de plástico y metal y empezaba justo por de-bajo de la manga de la camiseta. Se percató de que laestaba mirando y su mirada de sorpresa —pues no mereconocía más de lo que lo había hecho Rowena—pasó a ser de recelo.

—¿Quién eres tú? ¿Qué haces en esta casa?A esas alturas ya no sabía si reír, llorar o ponerme

a chillar.—Mamá —la apelé desesperado—, ¿no me reco-

noces? ¡Soy Joey!—¿Joey? Mira, chico, yo no soy tu madre. Y no co-

nozco a nadie con ese nombre.Como no sabía qué contestar ante aquello, me li-

mité a mirarla sin más. Antes de poder articular unarespuesta escuché otra voz de chica a mis espaldas.

—¿Mamá? ¿Pasa algo?

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Me di la vuelta, y creo que en cierto modo, en elsubconsciente, esperaba ver lo que vi. Algo en aquellavoz me hizo adivinar quién estaría en lo alto de las es-caleras: se trataba de la niña de la fotografía, que tam-poco era Jenny porque tenía el pelo rojizo, pecas ycara de estar en la luna, como si pasase demasiadotiempo dentro de su propia cabeza. Era de mi mismaedad, así que no podía ser mi hermana. Se parecía —ytuve que admitir entonces lo que ya me figuraba—…se parecía a mí si yo hubiese sido chica.

Los dos nos quedamos mirándonos aturdidos. Va-gamente, como si la voz llegara de muy lejos, oí a sumadre decir:

—Sube arriba, Josephine; aprisa.«Josephine.»En ese momento lo comprendí; no sé cómo, pero

me sobrevino y supe que era cierto.Yo ya no existía, de un modo u otro me habían cor-

tado del montaje de mi propia vida; aunque era evi-dente que algo había fallado porque seguía allí. Sin em-bargo al parecer yo era el único que me creía conderecho a estar en esa casa. Comoquiera que fuese, larealidad había cambiado y los señores Harker teníanahora una hija mayor, no un hijo: Josephine, no Joseph.

La señora Harker… (qué raro pensar en ella conese nombre). En fin, la señora Harker me estaba es-crutando con la mirada. Parecía desconfiar pero a lavez se le notaba cierta curiosidad. Normal, claro: ha-bría visto el parecido en mi cara.

—Yo… ¿te conozco? Arrugó el ceño intentando ubicarme. Al cabo de

un minuto averiguaría por qué le resultaba tan fami-liar, recordaría que la había llamado «mamá» y, aligual que el mío, su mundo se vendría abajo.

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No era mi madre, por mucho que yo quisiera quelo fuese, por mucho que lo necesitase; esa mujer teníatanto de mi madre como la mujer del abrigo azul delos almacenes Macy’s.

Eché a correr.Aún hoy sigo sin saber si huí porque no podía so-

portarlo más o porque quería ahorrarle el sofocón desaber lo que yo sabía: que la realidad se había astilladocomo la superficie de un espejo cuando se golpea conun martillo, y que le puede pasar a cualquiera, porqueacababa de pasarle a ella… y a mí.

Perdí de vista a la mujer, y la casa, y la calle, y se-guí corriendo. Quizá tenía la esperanza de que, si co-rría lo suficientemente rápido y lejos, podría volveratrás en el tiempo, a antes de que toda aquella locuraempezase. No sé si lo habría conseguido porque nuncatuve la oportunidad de averiguarlo.

De repente el aire delante de mí se onduló, temblóigual que cuando las ondas de calor se vuelven platea-das y de repente se rasgó en dos, como si la propia rea-lidad se hubiese desgarrado. Vislumbré un extraño te-lón de fondo psicodélico en el interior lleno de formasgeométricas flotantes y colores palpitantes.

Y entonces de él salió un… no sé qué, un hombretal vez, no estaba seguro. Llevaba gabardina y som-brero y, al alzar la cabeza para mirarme, le vi el rostrobajo el ala.

Tenía mi misma cara.

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Capítulo 3

El desconocido llevaba una especie de máscara quele cubría toda la cara de un material reflectante pare-cido al mercurio. Resultaba de lo más inquietante mi-rar ese semblante plateado e inexpresivo y ver refle-jado mi propio rostro, que me devolvía a la vez lamirada, torcida y distorsionada.

Pude ver así la cara de tonto que se me había que-dado: una constelación líquida de pecas, una mata depelo rojizo, grandes ojos castaños y la boca torcida en unamezcla caricaturesca de sorpresa y —admitámoslo—miedo.

Lo primero que pensé fue que se trataba de un ro-bot, uno de esos de metal líquido que salen en las pe-lículas; y luego creí estar ante un extraterrestre, todoeso antes de empezar a sospechar que se trataba de al-gún conocido que se había ocultado tras una máscarade última tecnología. Esa última idea arraigó en mí aloírle hablar, pues me sonaba su voz a pesar de no po-der reconocerla por estar demasiado distorsionada porla máscara. Pero lo supe.

—¿Joey?Intenté decir «¿Sí?», pero apenas me salió un rui-

dillo de la garganta.

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—Escúchame —me dijo acercándose aún más—:me imagino que todo esto debe de estar pasando de-masiado rápido para ti, pero tienes que confiar en mí.

«¿“Pasando demasiado rápido”? Vaya eufemismo,colega», quise decirle. Mi casa no lo era ya, al igualque mi familia y mi novia (bueno, nunca lo habíasido, pero tampoco era el momento de ponerse punti-lloso). En definitiva, todo lo estable y permanente demi vida se había vuelto de gelatina y estaba «a esto»de perder por completo la chaveta.

Pero cuando el personaje de la careta me puso unamano en el hombro la distancia entre estar «a esto» yestarlo se evaporó. Dejó de importarme si era un co-nocido o no: le pegué un rodillazo con fuerza, tal ycomo el señor Dimas nos había enseñado —tanto achicos como a chicas— por si alguna vez nos veíamosen una situación de peligro físico con un varón adulto.(«No apuntéis a los testículos —nos dijo ese día elprofesor, como el que habla del tiempo—. Apuntad alcentro del estómago, como si intentaseis llegar hastaél “a través” de los testículos. Y luego no os quedéis aver si está bien o no. Salid corriendo.»)

A punto estuve de romperme la rótula, porque re-sultó que aquel tipo llevaba puesta una armadura oalgo parecido bajo la gabardina.

Chillé de dolor y me agarré la rodilla derecha. Lopeor de todo era que sabía que, bajo aquella máscarareflectante, el chalado aquel estaba sonriendo.

—¿Estás bien? —me preguntó con aquella voz fa-miliar. Daba la impresión de estar más divertido quepreocupado.

—¿Aparte de no saber qué está pasando, haberperdido a mi familia y romperme la rodilla? —Habríaechado a correr pero lo de salir por patas requiere dos

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piernas en buenas condiciones. Respiré hondo e in-tenté calmarme.

—Dos de esas cosas son culpa tuya. Yo esperabaalcanzarte antes de que empezases a caminar, pero nome ha dado tiempo. ¿A quién se le ocurre planear deesa manera? De un plano a otro como si nada; has he-cho saltar todas las alarmas de la zona.

No tenía ni idea de qué me estaba hablando; la úl-tima vez que había planeado fue en vacaciones,cuando fuimos en avión a ver a la tía Agatha. Me frotéla rodilla y le pregunté:

—¿Quién eres? Quítate la máscara.Pero no me hizo caso.—Llámame Jay —me dijo, limitándose a extender

la mano de nuevo, como si quisiera que se la estre-chase.

Me pregunto si habría llegado a dársela o no, por-que nunca tuve la oportunidad. Un repentino fogo-nazo de luz verde me cegó y tuve que parpadear, y almomento un sonoro estruendo me dejó también losoídos fuera de circulación.

—¡Corre! —me gritó Jay—. ¡No, por ahí no! Pordonde viniste. Yo intentaré darles esquinazo.

Pero no corrí, me quedé allí parado con los ojosfuera de las órbitas.

A unos tres metros por encima de nuestras cabe-zas había tres discos voladores, plateados y destellan-tes; y montándolos, cual surfistas cogiendo una ola,hombres con monos grises y una especie de redesmuy voluminosas en la mano (parecidas a las de pes-car, o a las de los gladiadores, pensé).

—Joseph Harker —me interpeló por mi nombreuno de los gladiadores, con voz plana e inexpresiva—.Resistir es improcedente. Por favor, no se mueva de

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donde está. —Para recalcar sus palabras zarandeó lared, que rechinó y despidió chispas azules de los pun-tos en los que la malla se rozó.

Al ver aquellas redes supe dos cosas: que eran paramí, y que me iban a hacer daño si me atrapaban.

Jay tiró de mí y gritó de nuevo:—¡Corre!Y esa vez no titubeé: di media vuelta y salí disparado.Uno de los hombres dio un grito de dolor y, al mi-

rar por un instante hacia atrás, vi que estaba cayén-dose al suelo, sin que por ello el disco dejara de giraren el aire por encima de él. Me imaginé que Jay habríasido el responsable.

Los otros dos volaban justo por encima de mí, pi-sándome los talones; no necesitaba alzar la vista parasaberlo, veía sus sombras.

Me sentía como una fiera salvaje —tipo león o ti-gre— perseguida por hombres con dardos tranquili-zantes en un documental de la naturaleza; todo elmundo sabe que lo acorralarán si sigue corriendo enlínea recta. Por eso decidí driblar hacia la izquierda,justo en el momento en que una red aterrizó dondeestaba antes. Al caer me rozó la mano derecha, que seme quedó dormida; no sentía los dedos.

Y entonces «me trasladé».No tuve muy claro cómo lo había hecho, ni si-

quiera qué había hecho. Por un momento experi-menté de nuevo una sensación de más niebla, lucestitilantes y el sonido del carillón del porche, hasta quevi que me había quedado solo; los hombres del cielohabían desaparecido… al igual que el misterioso Jayde cara reflectante. Era una tranquila tarde de octu-bre, con hojas húmedas pegadas a la acera, y, como decostumbre, no sucedía nada en la aburrida Greenville.

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neil gaiman y michael reaves

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El corazón me latía con tanta fuerza que temí queme fuera a estallar el pecho, pero seguí mi caminopor la calle Maple, mientras intentaba recuperar elaliento y me frotaba la mano dormida con la otra, altiempo que hacía un esfuerzo por procesar lo queacababa de pasarme.

Mi casa ya no era mi hogar y la gente que la habi-taba tampoco era mi familia. Además, había unos ma-los que volaban sobre tapas de alcantarilla y un tipocon la entrepierna acorazada y la cara reflectante.

¿Qué podía hacer? ¿Ir a la policía? «Claaaro», medije. Se pasan el día oyendo historias por el estilo, sí,pero ¿qué hacen con la gente que se las cuenta? Man-darla al locódromo.

Solo me quedaba, por tanto, una persona con laque poder hablar. Al doblar la esquina vi el institutode Greenville ante mí.

Me disponía a hablar con el señor Dimas.

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