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Historia, crueldad y victimización: una crítica al sentimentalismo rortiano Federico Penelas – UBA En una escena de la comedia Troilo y Cressida 1 de William Shakespeare, Tersites, personaje que hace de la irreverencia el sentido que lo sostiene en medio de la guerra de Troya, es convocado por Aquiles y Patroclo para que esta vez los haga reir insultándolos de la misma manera que venía haciéndolo a lo largo de las escenas precedentes, y en las cuales los aludidos guerreros no podían soportar la actitud carnavalesca de tan iconoclasta personaje. Durante mucho tiempo tuve dificultades para entender esa escena. No comprendía cómo era posible que de pronto los héroes exigieran que, a fin de obtener algún tipo de goce, se efectivizara el mismo acto que antes habían repudiado. La clave, como muchas otras veces, me la dio Aristóteles, quien en Retórica distingue la bufonería de la ironía señalando que sólo la segunda es propia de hombres libres dado que “el irónico dice lo ridículo para propio placer, mientras que el bufón lo hace para los demás” 2 . Es claro entonces que lo que pretendían Aquiles y Patroclo era, a fuerza de su risa, convertir a los dichos de Tersites en el ejercicio de la bufonería más que de la ironía. La estrategia fracasa sin embargo porque la lengua de Tersites supera la capacidad de risa de los héroes, impidiendo así la sujeción que el gorro de bufón supone, creando Shakespeare así uno de los personajes más disruptivos de la historia de la literatura. En este trabajo pretendo indagar hasta qué punto no puede verse en la obra de Rorty, (justamente él, defensor del intelectual entendido como ironista liberal), un deslizamiento hacia la bufonería, de modo que su pretendido progresismo colapsa en última instancia en una defensa más o menos explícita del status quo dominante. La idea será ver si Rorty ha sucumbido a aquello que no doblegó a Tersites, esto es, al confort que produce hacer reir a los Aquiles y Patroclos que detentan la hegemonía económico-política. 1 Acto II, escena III. 2 Aristóteles, Retórica, 1419 b, trad. E. Ignacio Granero, Buenos Aires, Eudeba, 1966.

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Historia, crueldad y victimización: una crítica al sentimentalismo rortiano

Federico Penelas – UBA

En una escena de la comedia Troilo y Cressida1 de William Shakespeare, Tersites,

personaje que hace de la irreverencia el sentido que lo sostiene en medio de la guerra de Troya, es

convocado por Aquiles y Patroclo para que esta vez los haga reir insultándolos de la misma manera

que venía haciéndolo a lo largo de las escenas precedentes, y en las cuales los aludidos guerreros no

podían soportar la actitud carnavalesca de tan iconoclasta personaje. Durante mucho tiempo tuve

dificultades para entender esa escena. No comprendía cómo era posible que de pronto los héroes

exigieran que, a fin de obtener algún tipo de goce, se efectivizara el mismo acto que antes habían

repudiado. La clave, como muchas otras veces, me la dio Aristóteles, quien en Retórica distingue la

bufonería de la ironía señalando que sólo la segunda es propia de hombres libres dado que “el irónico

dice lo ridículo para propio placer, mientras que el bufón lo hace para los demás”2. Es claro entonces

que lo que pretendían Aquiles y Patroclo era, a fuerza de su risa, convertir a los dichos de Tersites en

el ejercicio de la bufonería más que de la ironía. La estrategia fracasa sin embargo porque la lengua

de Tersites supera la capacidad de risa de los héroes, impidiendo así la sujeción que el gorro de

bufón supone, creando Shakespeare así uno de los personajes más disruptivos de la historia de la

literatura.

En este trabajo pretendo indagar hasta qué punto no puede verse en la obra de Rorty,

(justamente él, defensor del intelectual entendido como ironista liberal), un deslizamiento hacia la

bufonería, de modo que su pretendido progresismo colapsa en última instancia en una defensa más o

menos explícita del status quo dominante. La idea será ver si Rorty ha sucumbido a aquello que no

doblegó a Tersites, esto es, al confort que produce hacer reir a los Aquiles y Patroclos que detentan la

hegemonía económico-política.

La contingencia del lenguaje es la fórmula que resume la visión que tiene Rorty de la

forma en que nos las arreglamos en el mundo, al hacerse eco de las siguientes palabras de

Davidson: "hemos borrado el límite entre el conocimiento de un lenguaje y el conocimiento de nuestro

andar por el mundo en general".3 Dicha fórmula, en consonancia con la idea de que el "yo" no es más

que una descentrada red de creencias y deseos (idea que se resume a su vez en la fórmula que

apela a la "contingencia del yo"), es el resultado directo de la movida antirrepresentacionalista

propuesta por Rorty. Para arribar, desde este antirrepresentacionalismo, a la tercera fórmula en

cuestión, la de la contingencia de una comunidad liberal, Rorty apela a la noción de etnocentrismo.

El punto de partida antirrepresentacionalista conduce según Rorty a la conclusión de

que "ninguna descripción de cómo son las cosas desde el punto de vista del Ojo-de-Dios [...] nos

1 Acto II, escena III.2 Aristóteles, Retórica, 1419 b, trad. E. Ignacio Granero, Buenos Aires, Eudeba, 1966.

3 D. Davidson, "A nice deragement of epitaphs", en E. Lepore, Truth and Interpretation, Londres, Routledge,

1986, págs. 445/446.

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liberará de la contingencia de haber sido culturizados en la forma en que lo fuimos".4 Esta conclusión

le sirve a Rorty para afirmar un hecho y para realizar una valoración.

El hecho que extrae Rorty de la inevitabilidad del etnocentrismo, de la constatación de

que la única forma fructífera que tienen los seres humanos de darle sentido a la propia vida es la de

"contarse la historia de su contribución a una comunidad"5, es el de que no podemos sino ser leales al

contexto sociopolítico democrático liberal en el que fuimos culturizados.

La única forma de desembarazarse del ethnos en el que fuimos culturizados es a

través de la metáfora, a través del contacto con ideas no familiares. Rorty entiende el cambio

intelectual y moral como un proceso en el cual aparecen nuevas palabras o usos inusuales de

palabras viejas que poco a poco se van estructurando en un nuevo léxico que se presenta en

principio como un discurso anormal para luego, a través de la literalización de las metáforas que lo

conforman, transformarse en discurso normal, aceptado por toda una comunidad. Es en este punto

que Rorty extrae una valoración de la cultura democrática liberal, ya que ésta, para él, "ha

encontrado una estrategia para eludir la desventaja del etnocentrismo [...] esto es, estar abierta a

encuentros con otras culturas actuales y posibles, y hacer de esta apertura algo central para su

autoimagen".6 Así, ser leal a la cultura del liberalismo es ser leal a la idea de que no es bueno

permanecer fijado al propio proceso de culturización si esto redunda en no estar dispuesto a

mantener encuentros con representantes de distintas culturas. A partir del antirrepresentacionalismo,

que nos compromete con el reconocimiento de distintos lenguajes como diversas formas de marchar

por el mundo, llegamos al etnocentrismo, que implica cierta fijación al vocabulario de una comunidad

concreta, y de allí al liberalismo, que nos reconcilia con el espíritu de tolerancia. De esta forma Rorty

cierra el círculo que le permite reivindicar la conexión que señaló Dewey entre

antirrepresentacionalismo y liberalismo.

El tipo de figura intelectual que emerge en el marco de la asunción de la conexión

entre antirrepresentacionalismo y liberalismo es la del “ironista liberal”. Ironista es aquel que reconoce

la absoluta contingencia de sus creencias y deseos, y se apoya en este reconocimiento para echar a

andar la crítica de sí mismo y de la cultura en la que fue educado. La distancia entre ironismo y

metafísica (entendida en el sentido heideggeriano en que la entiende Rorty) es pues la distancia que

existe entre apelar a la idea de fundamentación o a la idea de redescripción; entre ir tras una realidad

no humana que al ser representada por cierta parte de nuestro lenguaje haga que dicha parte sea el

fundamento del uso correcto de cualquier otra parte de nuestro lenguaje, y admitir que lo único que

puede dar significado a nuestras vidas son otros seres humanos (esto es, léxicos encarnados) y así

contentarse con no ir más allá de las descripciones y redescripciones que uno y los otros hacen de

las actividades de cada uno.

Por otro lado Rorty enuncia una sola condición que da cuenta de qué es lo significa

ser un liberal. Dicha definición la toma de Judith Shklar y es la siguiente: liberal es aquel para quién

“la crueldad es lo peor que hacemos”.7

4 R. Rorty, "Antirepresentationalism, ethnocentrism and liberalism", R. Rorty, Objectivity, Relativism and Truth,

Cambridge, Cambridge U. P., 1991, pág. 13.5 R. Rorty, "Solidarity or objectivity?", en R. Rorty, Objectivity, Relativism and Truth, pág. 21.

6 R. Rorty, "Antirepresentationalism, ethnocentrism and liberalism", pág. 2.

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Frente al problema de hacer congeniar el deseo liberal de disminuir el sufrimiento con

la potencialmente cruel actitud ironista de ejercer la redescripción en pos de la autonomía y la

autocreación, Rorty propone una máxima que deberá guiar al ironista liberal: "privatiza el intento

nietzscheano-sartreano-foucaultiano de autenticidad y pureza a fin de impedirte caer en una actitud

política que te lleve a pensar que hay una meta social más importante que la de evitar la crueldad".8

Esta máxima es la que da pie a la escisión que propone Rorty entre el lenguaje privado y el lenguaje

público, refiriéndose con esa división a la posibilidad de distinguir usos de diferentes léxicos en virtud

de los fines para los que han sido desarrollados. La autocreación es el fin del léxico privado ironista,

mientras que la anulación de la crueldad es el fin del léxico público liberal.

En el terreno político, entonces, la actitud redescriptiva ironista debe desplegarse

dentro del marco que da una determinada forma de entender el progreso moral, vinculada al concepto

de "solidaridad". La idea de Rorty (tomada de Sellars) es la de entender la obligación moral a partir de

la noción de "intenciones- nosotros", considerar que en esta área el término explicativo fundamental

es el de "uno de nosotros", en tanto opuesto a un determinado "ellos". Rorty niega que la expresión

"uno de nosotros los seres humanos" (en tanto opuesto a los animales, los vegetales o las máquinas)

sea más fuerte que, por ejemplo, la expresión "nosotros los latinoamericanos" (en tanto opuesto a los

estadounidenses, los europeos, etcétera). La fuerza del "nosotros" esta en su capacidad de

contrastación con un "ellos" conformado también por seres humanos, la especie errónea de seres

humanos. Apelar a un "nosotros" más restringido que el "nosotros los seres humanos" es ganar en

persuasión moral y política, fortaleciendo el sentimiento de solidaridad.

Ahora bien, Rorty es consciente de que esta postura puede acarrear consigo el ya

mencionado costado indeseable del etnocentrismo, esto es, el costado que lleva a una cultura a

cerrarse sobre sí misma. El peligro se elude para Rorty desarrollando la cultura de la que se siente

heredero, esto es, la cultura de las democracias liberales de occidente, cultura que justamente ha

elaborado el léxico de la solidaridad. Dicha cultura, según Rorty, elude el peligro pues se basa en la

noción de tolerancia y a partir de ella se dispone a abrirse y a mantener contactos con otras culturas.

La idea es pues compatibilizar lo antes dicho con respecto a la idea de "nosotros", con la exhortación

a que extendamos nuestro sentido de "nosotros" a personas a las que antes considerábamos como

"ellos".

Esta exhortación se articula con su definición de liberal como aquel para quien la

crueldad es lo peor que se puede hacer. En efecto, Rorty da cuenta de un sentido de progreso moral

en dirección de una mayor solidaridad humana, pero dicha solidaridad no debe consistir en el

reconocimiento de una esencia en todos los seres humanos, sino que se la debe concebir como "la

capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de

religión, de raza, de costumbres, y demás) carecen de importancia cuando se las compara con las

similitudes referentes al dolor y la humillación".9 La ampliación del "nosotros" consiste pues en ver a

quienes forman parte de un "ellos" como participantes a su vez del "nosotros los capaces de sentir

7 R. Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge U. P., 1989, pág. xv. Ver J. Shklar, Vicios

ordinarios, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, págs. 20-79.8 Ibid, pág. 65.

9 Ibid, pág. 192.

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dolor y ser humillados". De lo que se trata pues es de agudizar nuestra imaginación a fin de

percatarnos de variedades antes no advertidas de dolor y humillación.

El proceso de cambio político, en el marco de "la insoslayable obligación de reducir la

crueldad" 10 que atañe a todo liberal, debe pues ser antecedido por un acto de imaginación a través

del cual se perciben actos de crueldad para los que antes sólo había ceguera o, sencillamente, para

los que el discurso normal no tenía palabras. El considerar a dicho acto de imaginación como

condición del cambio político lleva a Rorty a descreer de la utilidad de la teoría filosófica para la

política, a favor del importante rol que según él juegan otras prácticas discursivas en dicho plano.

"Las novelas y las obras de etnografía que nos hacen sensibles al dolor de los que no hablan nuestro

lenguaje deben realizar la tarea que se suponía que tenían que cumplir las demostraciones de la

existencia de una naturaleza humana común" 11, dice Rorty remarcando que dichas demostraciones

son el ámbito de lo que tradicionalmente se entiende por teoría filosófica, siendo así a esa visión de la

filosofía a la cual se le niega su relevancia para los propósitos públicos.

Paradigmáticamente, la historiografía, en tanto conjunto de descripciones y

redescripciones que conforman identidades morales, debería jugar un papel relevante en la política

liberal. Como dice Jenkings, “esta historia no se asemejaría la manera académico/burguesa de

considerar dicha actividad en tanto estudio del pasado por el pasado mismo, a la manera de Elton,

sino en concordancia con el uso explícitamente práctico que reconoce Carr en la misma (aunque

aliviado de la idea de que las narrativas históricas son descubiertas y no creadas), historia que

tomaría la forma de narrativas edificantes que permitirían conectar pragmáticamente la esperada

utopía liberal del futuro con el pasado en orden de hacer a dicho futuro relativamente atractivo”,12

Parte de esa conexión consistiría naturalmente en el reconocimiento de líneas de continuidad en

prácticas que pueden ser descriptas en términos de crueldad.

Pensamos sin embargo que estamos frente a un círculo en la caracterización rortiana

del papel que juegan en el debate público las redescripciones que apuntan a develar prácticas

crueles. En efecto, por un lado Rorty piensa el diálogo, la comunicación abierta y solidaria, como

posibilitada por la percepción del otro como pasible de sentir dolor o de ser humillado. El diálogo se

instala una vez que advertimos en el otro a “uno de nosotros”, lo cual, a su vez, requiere advertir en el

otro a un miembro de la clase “nosotros los pasibles de sentir dolor”, siendo este último el nosotros

más abarcativo posible, la instancia sobre cuya apelación se funda la solidaridad liberal, siendo ésta

pues la que convierte al liberalismo en la cultura que ha hecho un culto de la permeabilidad de su

ethnos.

Sin embargo, a su vez, Rorty sostiene, apoyándose en Sellars13, que la posibilidad de

atribuir dolor al otro requiere que seamos capaces de ver en él a un interlocutor posible. Sellars

distingue entre seres cognitivos y seres no cognitivos. Ambos tipos discriminan frente a estímulos,

pero sólo los primeros tienen sensaciones. Las sensaciones son atribuciones que podemos hacer una

10 Ibid, pág. 88.

11 Ibid, pág. 94.

12 K. Jenkins, On “What is History?, Londres, Routledge, 1995, pág. 118.

13 Ver, W. Sellars, “Empiricism and the Philosophy of the Mental”, en W. Sellars, Science, Perception and reality,

Londres, Routledge, 1963.

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vez que vemos al sujeto como a un interlocutor. Para atribuir sensaciones es necesario pues

imaginación y sentimiento.

Dice Rorty: "A los bebés y a los animales más atractivos se les atribuye el ‘tener

sensaciones’ y no (como a las células fotoeléctricas o los animales por los que no sentimos

inclinación alguna- por ejemplo las platijas y arañas-) ‘responder meramente a los estímulos’. Esto ha

de explicarse basándose en esa especie de sentimiento comunitario que nos une con lo que es

humanoide. Ser humanoide es tener una cara humana, y la parte más importante de esa cara es una

boca que podemos imaginar profiriendo oraciones en sincronía con las adecuadas expresiones de la

cara en su conjunto.[...] Por eso vemos sacrificar a los cerdos sin inmutarnos y en cambio formamos

sociedades para la protección de los koalas.[...] Las emociones que tenemos hacia los casos

fronterizos dependen de la vivencia de nuestra imaginación".14

El círculo es perfecto, pues observamos que aceptar al otro como interlocutor sólo es

posible a través de ver al otro como pasible de sentir dolor, y atribuirle a alguien la capacidad de

sentir dolor presupone que lo tomemos como un posible interlocutor, y por lo tanto como posible

poseedor de un lenguaje, con lo cual el dolor no aparece tan fácilmente como no lingüístico, como

“aquello que tenemos los seres humanos y que nos liga con los animales que no emplean el

lenguaje”15.

El círculo podría desmembrarse sin embargo si distinguimos entre dolor sin más y

dolor moralmente relevante. Esta parece ser realmente la distinción rortiana. En la cita que hemos

remarcado no se decía en realidad que no atribuíamos dolor a los cerdos, sino que el dolor que

atribuimos nos es moralmente irrelevante, y dicha irrelevancia es la que surge de nuestra falta de

imaginación para pensar a los cerdos como interlocutores. Así, la movida del progreso moral es

conjunta, pensar al otro como interlocutor es pensar su dolor como moralmente relevante. No

dejamos nunca de atribuir dolor a ningún hombre ajeno a nuestra tribu, así como no dejamos de

atribuir dolor a ningún animal. Lo que en general no hacemos sino con aquellos animales que

imaginamos como posibles interlocutores y con aquellos hombres que pensamos como

pertenecientes a nuestra comunidad, es atribuirles la capacidad de sentir el dolor frente al cual no

podemos dejar de inquietarnos. No tiene sentido preguntarse si alguna de las dos atribuciones, la de

ser un sujeto de comunicación o la de ser un sujeto de dolor moralmente relevante, es prioritaria

cronológica o lógicamente. Son la misma cosa. Es el mismo acto de imaginación el que piensa al otro

como interlocutor que el que lo piensa como objeto de crueldad, siendo ésta el tipo de acción que

genera un dolor moralmente relevante.

Sólo así podemos hacer conciliar el llamado rortiano a ensanchar el nosotros con el

que estamos comprometidos apelando al ‘nosotros los capaces de sentir dolor y ser humillados”, con

afirmaciones más recientes del tipo: “No basta con decir que todos comparten una susceptibilidad

común al dolor. Si lo que importara fuera el dolor sería tan importante proteger a los conejos de los

lobos como proteger a los judíos de los nazis”.16 Lo que importa es el dolor que nos importa.

Así como somos capaces de crear sociedades protectoras de animales, es decir, de

ensanchar el espectro de lo moralmente relevante, también, a fin de ejercer la crueldad, o de no

14 R. Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton, Princeton U.P., 1979, págs. 189, 190 y 191.

15 R. Rorty, Contingency, Irony and solidarity, pág. 94.

16 R. Rorty, ¿Esperanza o conocimiento?, trad. E. Rabossi, Buenos Aires, FCE, 1997, pág. 99.

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involucrarnos frente al padecimiento ajeno, somos capaces de deshumanizar al otro, de ver al dolor

que lo aqueja como moralmente irrelevante. Y uno de los principales recursos retóricos y psicológicos

para deshumanizar al otro es animalizarlo. De esa manera se distingue a los seres humanos

paradigmáticos de los casos fronterizos. El mismo Rorty lo pone en éstos términos: “pensamos en los

serbios o en los nazis como animales porque las bestias de presa son animales. Pensamos en los

musulmanes o en los judíos en campos de concentración como reses en el corral, porque las reses

son animales. No hay ningún animal que sea como nosotros, y al parecer no tiene sentido que los

seres humanos se involucren en guerras entre animales”.17 No nos importa el dolor de los conejos

desmembrados por los lobos no porque el dolor no juegue el papel que el mismo Rorty ha pensado

que tiene en la reflexión moral, sino porque justamente se trata del dolor de los conejos en manos de

los lobos. Lo importante es apreciar el matiz que diferencia a lobos y conejos de nazis y judíos. Tal

apreciación es la que vuelve al dolor de los últimos en merecedor de nuestra participación política, lo

que hace que veamos a los nazis no ya como lobos sino como a ejecutores de la crueldad.

¿Cómo lograr tal apreciación? ¿Cómo pensar al dolor del otro como moralmente

relevante? Es en este punto que Rorty abjura de la apelación a una racionalidad común a todos los

seres humanos como instancia de comunión interétnica. De lo que se trata no es de pensar qué

tenemos en común los seres humanos en nombre de lo cual se repudien las prácticas crueles, la

tarea es más básica, el punto es llegar a ver al otro como a un ser humano genuino. ¿De qué sirve

apelar a lo común si es tal comunidad la que está puesta en duda?

La postura rortiana es la de abandonar el recurso a una gran comunalidad; defiende

la idea que “el progreso moral podría acelerarse si nos concentráramos en nuestra habilidad para

hacer que las cosas menudas específicas que nos dividen no parezcan importantes, aunque no

comparándolas con algo grande que nos une, sino con otras cosas menudas”.18 Se trata pues de

apelar a pequeñeces tales como ser padre, ser madre, ser hijo, frente a pequeñeces tales como ser

blanco, ser negro, ser heterosexual, ser homosexual, ser rico, ser pobre.

Tal apelación debe encauzarse a través del recurso al sentimiento más que a la

racionalidad, más en la propagación de la confianza mutua que de la obligación a la ley moral19. La

difusión de la cultura liberal, ligada al respeto de los derechos humanos, debe pensarse como “un

progreso de los sentimientos”, como “un incremento de la sensibilidad [en tanto] aumento de la

capacidad para responder a las necesidades de una variedad más y más extensa de personas y de

cosas”.20 Manipular los sentimientos de quién no advierte determinadas prácticas crueles (tal como

manipulan las novelas, los periódicos, la televisión, la historia) es mucho más eficiente a fin de lograr

que tal crueldad sea advertida que el recordatorio de la obligación del respeto a la dignidad que

poseen los seres racionales por el mero hecho de participar de ese gran ámbito llamado

17 R. Rorty, “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo”, trad. O. Castillo, en T. Abraham, A. Badiou, R.

Rorty, Batallas éticas, Buenos Aires, Nueva Visión, pág. 61.18 R. Rorty, ¿Esperanza o conocimiento?, pág. 99.

19 Rorty se apoya en este punto en la obra de Annette Baier, quién, respaldándose en Hume, defiende la

centralidad de la sentimentalidad para la conciencia moral. Ver A. Baier, Postures of the Mind, Minneapolis,

University of Minnesota Press, 1985 y A. Baier, Moral Prejudices, Cambridge, Harvard University Press, 1993. 20 R. Rorty, ¿Esperanza o conocimiento?, pág. 91.

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Racionalidad. La posibilidad de que la apelación a las menudencias sea fructífera depende de que se

difunda esta perspectiva moral humeana.

Ahora bien, Rorty reconoce una falla en la perspectiva moral esquematizada. La falla

se debe a que la misma contrasta con la visión tradicional que piensa al sentimiento como una fuerza

mucho más débil que la razón a la hora de transformar a los seres humanos.

La desconfianza con respecto al sentimentalismo como forma de generar progreso

moral se debe según Rorty a cierta necesidad de apelar a algo superior que esté por encima de

quienes tienen en sus manos la posibilidad de acabar con las prácticas que aborrecemos, una

instancia (la Ley Moral, la Razón, la Naturaleza Humana) lo suficientemente potente como para torcer

el brazo de quienes detentan el poder. La apelación al sentimiento nos deja sin esa confianza en que

algo superior a nosotros y a nuestros adversarios está de nuestro lado acompañándonos en nuestro

empeño por desviar el rumbo de la historia. “En mi opinión –dice Rorty- la popularidad residual de las

ideas kantianas de ‘obligación moral incondicional’ -obligación impuesta por profundas fuerzas

históricas no contingentes- se debe casi enteramente a que aborrecemos la idea de que la gente que

está en lo alto tiene el futuro en sus manos; de que todo depende de ellos; de que no existe algo más

poderoso, a lo que podamos apelar en contra de ellos”.21

La apelación al sentimiento nos deja el gusto amargo de que el fin de la crueldad

llegará a causa de que quienes la ejercían o la toleraban de pronto se han transformado en personas

comprensivas, sin más compromiso que ése, el de volverse bondadosos, sin sacrificio, sin el castigo

que supone la obediencia a la ley moral, sin atravesar, parafraseando a Nietzsche, el sadismo que

está por detrás del imperativo categórico.

La falta de confianza en el sentimentalismo como herramienta de transformación la

piensa Rorty en términos nietzscheanos, surgida del resentimiento: “nos ofende la idea de que

tendremos que esperar que los fuertes vuelvan lentamente sus ojitos de cerdo y abran lentamente

sus mezquinos y secos corazones al sufrimiento de los débiles”.22

Aquí nos encontramos con un aspecto espinoso de la postura rortiana. En efecto, el

pensar la transformación social, el advenimiento de la utopía, a fuerza de concientización de quienes

detentan el poder, es una conclusión que Rorty defiende, aunque parece hacerlo a regañadientes al

declarar “yo también preferiría que la utopía adviniera de abajo hacia arriba”,23. Sin embargo querría

insistir en el hecho de que la vergüenza que manifiesta Rorty al aceptar lo que se desprende de su

defensa del sentimentalismo, se sustenta en la existencia de una tensión entre dicha defensa y su

llamado a pensar la política bajo la máxima de reducir la crueldad.

En efecto, si, tal como él dice, nos ofende pensar que estamos en manos de los

sentimientos de quienes nos dominan, resulta que la convocatoria al sentimiento de los poderosos es

cruel para con las víctimas, en la medida en que es fuente de humillación. La disminución de la

crueldad se logra pues a base de la autohumillación de las víctimas. Las víctimas deben victimizarse

a fin de abandonar su condición de víctimas. La política liberal se desarrolla así a costa de la

humillación de aquellos que reclaman dicho desarrollo. El resultado final del sentimentalismo rortiano

redunda en un debilitamiento de los débiles.

21 R. Rorty, “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo”, pág. 76.

22 Ibid.

23 ibid.

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Este resultado parece entrar en consonancia con la difusión de cierto discurso,

disfrazado en ocasiones de buenas intenciones socialdemócratas, que llama a humanizar el

capitalismo a fin de darle lugar a los excluidos. Según este discurso las redescripciones admisibles

son sólo aquellas que muestran los desfasajes corregibles del sistema, aquellas que les muestran a

los victimarios sus arbitrariedades a fin de que ellos mismos calmen el dolor sufrido por las víctimas.

La propuesta de Rorty se impone así como un apoyo intelectual a esta retórica hegemónica.

El discurso es a mi juicio absolutamente cruel. Las víctimas son presentadas como

inoperantes, no actúan, sólo padecen la crueldad o disfrutan las dádivas de aquellos que tienen el

poder de la acción. No es que las víctimas no tengan voz, pareciera que no pueden tenerla. Como

señala Judith Shklar “¿Es mejor implorar piedad o mostrar una actitud de desafío ante la crueldad?

No hay respuestas ciertas. Las víctimas no tienen certidumbres.”24 Las redescripciones surgen de

determinados círculos intelectuales y se incorporan al discurso normal generando prácticas

correctoras una vez que los victimarios, persuadidos, las aceptan. Las víctimas ni actúan, ni son

persuadidas, ni persuaden.

Nancy Fraser25 ha señalado que fue el acercamiento al movimiento feminista lo que le

permitió a Rorty poder pensar la innovación metafórica ya no restringida al terreno privado de la

autocreación sino como procedimiento básico del desarrollo en el terreno público. Sin embargo,

Fraser advierte que la lectura que hace Rorty del feminismo y de todo movimiento de innovación

social es meramente profético más que político, esto es, la esfera metafórica está reservada a

unos(as) pocos(as) profetas cuyos objetivos se concretan en la medida en que la sociedad (y sobre

todo quienes detentan el poder) literaliza a fuerza de uso las nuevas palabras, sin advertir que las

transformaciones más profundas suelen producirse cuando los nuevos léxicos constituyen una

contraesfera pública que a fuerza de conflicto político pone en riesgo las hegemonías vigentes. Para

Rorty, por el contrario, en lo que podemos pensar como una versión degradada de la teoría leninista

de la vanguardia, la discusión pública parece quedar restringida al diálogo entre los utopistas

intérpretes de las necesidades de los que sufren y los grupos sociales dominantes generadores de tal

sufrimiento.

Esto nos lleva al siguiente interrogante. Rorty convoca a ampliar el nosotros al que

pertenecemos fundiéndolo con un nosotros más amplio, el conformado por los capaces de sentir dolor

y ser humillados. Ahora bien, ¿se pueden construir lazos sociales sobre el dolor? Ver al otro como

víctima, como mero paciente, ¿no es una forma de cosificarlo, de verlo como mero en soi incapaz de

elección? Si no vemos en el otro los esfuerzos por trascender su condición de víctima, y lo

incorporamos a nuestro espectro de consideración moral sólo en la medida en que es una víctima,

¿no estamos abstrayendo las descripciones de autoidentificación que aquel produce a fin de definirse

como un ser histórico y social concreto? Ver al otro sólo como víctima lo cosifica, lo deshistoriza, lo

despersonaliza. 26

24 J. Shklar, Vicios ordinarios, pág. 25.

25 En N. Fraser, “From Irony to Prophecy to Politics: A Response to Richard Rorty” en R. Goodman (ed.),

Pragmatism, Londres, Routledge, 199526 Debo la intuición de este aspecto del pensamiento político rortiano a María Pía López y Guillermo Korn,

quienes en su libro Sábato o la moral de los argentinos (Buenos Aires, América Libre, 1997) analizan brevemente

el dispositivo discursivo de victimización como despersonalización que impuso determinada lectura del genocidio

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Hay algo intrínsecamente cruel en todo esto. Y volvemos así al tema de la

humanización y la deshumanización. Pensar al otro como víctima era en principio ser capaz de

pensarlo como un interlocutor o, lo que es lo mismo, como alguien cuyo dolor nos es moralmente

relevante. Se trataba de humanizarlo. Sin embargo vemos ahora que esta humanización redunda en

deshumanización en la medida en que el contorno que define al otro como un interlocutor posible es

su mero carácter de víctima, y éste es un carácter que le quita espesor humano a aquel hacia el que

volvemos nuestros ojos, siendo que las víctimas carecen de otra actitud que la del padecimiento, la

de ser objeto de la crueldad de otros. Humanizamos en la medida en que deshumanizamos, y toda

deshumanización es siempre una forma de la crueldad.

Quizás estas reflexiones tengan la apariencia del juego de palabras, del regodeo

lingüístico. Sin embargo, cuando observamos que la propuesta política final de Rorty es la de

convencer a fuerza de relatos sentimentales a los grupos dominantes de que cedan parte de su

poder, advertimos que los juegos de palabras pueden ser vehículo de un diagnóstico adecuado.

Es obvio que Rorty nunca será un epígono de Tersites, y agregaría que eso es

saludable, pues la transgresión del personaje de Shakespeare es puramente destructiva. Pero la

necesidad de delinear una fase constructiva parece llevarlo a Rorty a vislumbrar como única manera

de concretización de la utopía liberal el que los intelectuales disuelvan su ironía volviéndose bufones

capaces de conmover a Aquiles y Patroclo sin incomodarlos.

perpetrado en nuestro país por el Proceso de Reorganización Nacional.