el rey bartolo

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1 EL REY BARTOLO Y LA GUERRA DE LAS PULGAS CAPITULO I El rey Bartolo estaba aburrido porque no tenía contra quién luchar. La paz era estupenda, la gente vivía feliz en su reino, pero él... echaba de menos los tiempos en los que salía a luchar con su ejército. ¡Ah, que tiempos! Aquel día, Bartolo Pocholo se despertó, como siempre, a las once. Oscar, el mayordomo, estaba sirviendo el desayuno en la mesa de la habitación real. Un delicioso aroma que venía de la comida llegó hasta su nariz y le animó a levantarse, Cuando se sentó en la cama, su barriga quedó apoyada sobre sus piernas y se dio cuenta de que ya no podía verse los pies.

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Page 1: El rey bartolo

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EL REY BARTOLO Y LA GUERRA DE LAS PULGAS

CAPITULO I

El rey Bartolo estaba aburrido porque no tenía contra quién luchar. La

paz era estupenda, la gente vivía feliz en su reino, pero él... echaba de

menos los tiempos en los que salía a luchar con su ejército. ¡Ah, que tiempos!

Aquel día, Bartolo Pocholo se despertó, como siempre, a las once.

Oscar, el mayordomo, estaba sirviendo el desayuno en la mesa de la

habitación real. Un delicioso aroma que venía de la comida llegó hasta su

nariz y le animó a levantarse,

Cuando se sentó en la cama, su barriga quedó apoyada sobre sus

piernas y se dio cuenta de que ya no podía verse los pies.

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Se dirigió pesadamente a la mesa y cuando se sentó, empezó a

devorar el cochinillo asado con puré de patatas y ciruelas en su jugo.

Cuando solo quedaron los huesos, alargó el brazo y cogió con la mano un

salmón a la “papillotte” de, al menos, cuatro kilos. Con los dedos fue

arrancando los trozos de pescado que engulló vorazmente. Cuando acabó con

el salmón, agarró la jarra de vino y se la bebió de un trago. Para postre se

comió las tres tartas que su cocinero había hecho con las frutas del jardín:

la de requesón con salsa de frambuesa, la de manzana y crema y la de peras

al vino con nata.

Cuando terminó, se limpió la boca con la manga del camisón de seda y

echó un enorme eructo:

- OOAAAH

¿Cómo iba a imaginar entonces que a partir de aquel día su vida iba a

cambiar para siempre?

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Volvió a la cama y se echó. Cerró los ojos dispuesto a dormir otra vez,

pero entonces, le empezó a picar todo el cuerpo.

- ¡AAAAAH!

Intentó incorporarse, pero estaba tumbado de espaldas y no podía.

Braceó y pataleó como un escarabajo patas arriba, hasta que por fin se puso

de costado y se levantó. ¿Qué pasaba? ¿Le habría sentado mal la comida?

En aquel momento miró hacia la cama y entonces las vio:

- ¡Pulgas! ¡A mí la guardia!

En un segundo la guardia estaba allí empuñando sus lanzas y mirando a

todas partes. ¿Qué debían hacer?

Un soldado tiró la lanza con fuerza contra la cama. Rias, las sábanas y

el colchón se desgarraron y un montón de plumas salieron a presión por los

aires.

- Este es el más valiente y decidido- pensó el rey,- ¡pero también el

más estúpido!

Ahora todos los soldados tiraban las lanzas contra la cama e incluso

uno se lanzó, espada en mano, a luchar cuerpo a cuerpo contra lo que

quedaba de colchón y de almohadones.

- ¡Idiotas! – gritaba el rey haciendo aspavientos para quitarse las

plumas de la nariz y de la boca. - ¡Idiotas! ¡Son pulgas, no elefantes!

CAPÍTULO II

Como la cama real había quedado destrozada, el rey tuvo que cambiar

de habitación hasta que le arreglaran la suya. Pero en sus nuevos aposentos

y en todos aquellos por los que pasó, encontró pulgas.

Así es que no podía dormir, estaba nervioso, andaba todo el día por el

castillo, arriba y abajo, pensando cómo combatir las pulgas que habían

invadido el castillo.

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Todos sus súbditos estaban muy preocupados; no sabían cómo aliviar

al rey y observaban el cambio en sus costumbres. De tanto pasear por el

castillo y sus alrededores, muchas veces se olvidaba de comer, apenas

descansaba y estaba irascible y furibundo. Los cocineros del castillo no

sabían qué hacer con toda la comida que volvía intacta a la cocina. Pidieron

permiso al rey para llevarla a sus casas.

- ¡Haced lo que queráis y dejadme en paz! – contestó y se sentó a

lloriquear en su trono. – Hiiiiii...

Entonces sintió rabia por ser tan cobarde, ¿cómo podía dejarse

vencer por las pulgas él, que antaño había sido un rey valeroso y luchador?

Se levantó de un salto y salió del castillo. No tenía ningún plan, pero

necesitaba respirar aire fresco y pensar. Un impulso nuevo lo guiaba. Hacía

años que no se sentía tan ligero, tan dispuesto para el combate.

Anduvo y anduvo hasta llegar a una pequeña aldea. Pasó por delante de

sus casas, dónde la gente trabajaba o charlaba y nadie parecía reconocerle.

Al principio esto le extraño e incluso le molestó un poco, pero luego pensó:

- Mejor así, hoy no es un día para reverencias, ¡estamos en guerra!

CAPITULO III

Al llegar a la última casa del pueblo, el rey vio a una anciana barriendo

la entrada. La casita era pequeña y muy modesta, pero tenía flores en todas

las ventanas y las paredes recién encaladas. Un olor delicioso flotaba en el

aire. Era la primera vez que Bartolo olía algo semejante: fresco, dulce,

limpio. ¿Serían las flores? No, eran prímulas y pensamientos. ¿Entonces?

- ¡La escoba!

La escoba de la anciana estaba hecha con un manojo de plantas de

pequeñas hojitas verdes.

- ¡Buenos días señora!

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- Buenos días tenga usted, caballero.

El rey sonrió.

- Dígame, ¿qué clase de escoba es esa?

- ¡OH! ¿Nunca ha visto una escoba de hierbabuena? Sirve para

espantar las pulgas. Estamos en primavera y las pulgas salen con el

calor señor.

El rey se quedó maravillado por la sencillez del remedio de la anciana.

¿Cómo era posible que nadie antes le hubiera hablado de ese invento?

- Señora, vengo del castillo donde hay una terrible invasión de

pulgas. El rey está buscando desesperadamente la manera de

luchar contra ellas. ¿Podría usted indicar a sus soldados dónde

encontrar hierbabuena para que fabriquen sus propias escobas y

puedan echarlas de allí?

- ¡Claro que sí, señor!

- Entonces vendrán esta misma tarde.

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- De aquí no me he de mover...

- Adiós entonces.

- Vaya en paz caballero.

CAPÍTULO IV

Entonces Bartolo volvió corriendo al castillo y dio las órdenes

precisas. Un regimiento de soldados iría con la anciana de la aldea a buscar

las hierbas y no volverían hasta que tuviesen sus escobas. También traería a

la anciana para que recibiese su recompensa.

Los soldados regresaron en pocas horas con la misión cumplida.

Entonces el rey dispuso que barrieran todas las habitaciones, la cocina, la

sala de armas, la sala de recepciones, el patio y hasta las cuadras con las

escobas de hierba buena. También debían mantener sus escobas en perfecto

estado, como cualquiera de sus armas. Después mandó llamar a la anciana.

El rey Bartolo la recibió en su trono, con su capa de seda púrpura y su

corona de rubíes, brillantes y perlas. La anciana hizo una reverencia y solo

entonces se atrevió a mirar al rey. Pero, ¿quién era ese hombre? ¿No era el

caballero que la había visitado en la aldea? Se trataba de un hombre

apuesto y fuerte, sin una sola de las chichas que tenía el rey.

- ¿Pero dónde está el rey Bartolo? – preguntó mirando a todas

partes.

Bartolo se quedó desconcertado. ¿Qué decía esa mujer? ¿Se habría

vuelto loca o sería ciega? Decidió ignorar la pregunta.

- Buena mujer, - dijo- os he mandado llamar para recompensaros por

vuestra ayuda. Decidme: ¿qué queréis recibir a cambio?

- Yo, soy vieja señor... y me conformaría con ver al rey por última

vez.

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El rey se levantó indignado, ¿le estaba tomando el pelo la anciana?

Solo entonces, su imagen quedó al alcance de los espejos que adornaban, a

todo lo largo, las paredes de la sala y Bartolo se vio multiplicado por cien a

un lado y a otro. ¿De dónde salían esos centenares de delgados reyes con

capa púrpura?

Bajó la mirada y se vio los pies. Su enorme panza había desaparecido.

¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes de su propio

cambio?

- Señora..., señora, yo soy el rey. Verá, los últimos meses los he

pasado atormentado por las pulgas, sin comer ni dormir, sin parar

de deambular por el castillo y hasta hoy no he podido descansar y

mirarme al espejo para comprobar que vuelvo a ser el mismo que

era hace quince años. A partir de ahora, lucharé sin descanso

contra ellas hasta echarlas definitivamente de mi reino. A usted le

debo el remedio y la ayuda que nos ha prestado, por eso la nombro

consejera real.

La anciana sonrió desdentada y abrazó al rey. Entonces un piojo saltó

de una cabeza a otra. Pero eso ya es otra historia.