guardagujas 52

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http://issuu.com/guardagujas mayo 2012 poesía y evocación jorge fernández granados + eduardo garay vega ° agustín fest ° antonio flores schroeder fotografía: victor bezrukov n° 52

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La edición impresa del día de hoy

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Page 1: Guardagujas 52

http://issuu.com/guardagujas mayo 2012

poesía y evocaciónjorge fernández granados

+ eduardo garay vega ° agustín fest ° antonio flores schroeder

fotografía: victor bezrukov

n° 52

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http://lja.mx/guardagujas

Las Sirenas salieron del mar y ahora lucen sus piernas a través de pan-talones entallados, faldas multicolores y medias como segunda piel.La voz, su canto, lo conjugan en estos días con el maquillaje, algunos adornos y varios subterfugios sólo descubiertos al pe-netrar su intimidad.

Son el ejemplo perfecto de la evolución de la especie. El futuro. Hoy son más vani-dosas que ayer, pero menos que mañana.Nosotros, marineros de agua dulce en un siglo sin agua, las contemplamos a cada

instante dispuestos a perder la vida a cambio de una sonrisa, un saludo, un beso.Escribimos tontas y falsas historias de amor con Sirenas protagónicas que nos llenan de esperanza y felicidad.Escribimos poemas tratando de rendirle homenaje a su belleza.Cantamos canciones de despecho para aquellas que hoy nos traicionan sonrién-dole a otros, siempre peores que nosotros.Nacimos por ellas. Vivimos por ellas. Nuestra existencia no tiene sentido si las Sirenas no nos cantan.

diosas sirenaseduardo garay vega

Con todos menos conmigoSigues en tu papel

de Sirena felizy pierdes el control...

Timbiriche

Un día, hace ya algunos años, leí en el periódico una crítica muy fuerte contra la película Cuando Harry en-contró a Sally. Que era un fusil de las películas de Woody Allen, que no lo-

graba mantener el tono humorístico y quién sabe qué otras cosas; el caso es que, de manera renuente, fui con Ella a ver la película.

¡He ahí el drama de mi vida!, pensé mientras transcurría la cinta. En uno de sus diálogos Harry, Billy Cristal, dice que entre hombre y mujer no puede existir amistad porque termina apareciendo el deseo.

Ella me volteó a ver, me preguntó si creía que era cierto y, creyendo que eso era lo que quería oír, dije que no, que sí era posible la amistad sin deseo. To-tal, eso era lo que había dicho Meg Ryan, Sally, y la historia terminaba con un juramento de amor eter-no, cosa que yo esperaba hacer con Ella.

Sin embargo Ella no creía en mis palabras y me-nos en las de Harry, así que desde ese momento comenzó a hacer lo imposible para apartarme de cualquier otra mujer que se cruzara en mi camino. Inventaba intrigas, descubría defectos e imperfec-ciones, minimizaba virtudes y talentos. Total, ter-miné viéndola como la creación perfecta y espera-ba que Ella creyera que yo también lo era Pero a Ella no le interesaba lo que yo creía. Ella sí estaba convencida que sólo podíamos ser amigos así que, sutilmente, como si no se diera cuenta, rechazaba mis intentos amorosos platicándome de sus aven-turas y andanzas llegando, incluso, a pedirme con-sejos de qué hacer con sus galanes y yo terminé en lo que se llama ‘el amigo confidente’ que sólo podía verla con una erección y la frustración de no poder aspirar a más.

La calle de Las SirenasImagínate las sirenas en la luna

empapando las estrellas con pintura. Mil princesas pasan bailando con vestidos que van volando

en un carruaje azul... Kabah

Todos los días vivo pensando sólo en Ellas. En las mañanas, salgo de la casa y las veo haciendo ejercicio, llevando sus hijos a la escuela, tomando el ca-mión para ir a trabajar y me enamoro

de todas, en cada una busco su belleza, un gesto amable, una sonrisa... Está bien, lo acepto, también veo sus nalgas y sus senos, me asomo a través de su escote e incluso las observo con tal detenimiento que adivino la forma de su ropa interior y comien-zo a imaginar lo que sería convencerlas de recibir un beso, una caricia...

Sin embargo, Ellas no me entienden, me miran con asco, me gritan que estoy enfermo y que van a llamar a la policía. Así que me alejo asustado y sólo mqueda verlas desde lejos y seguir pensando en Ellas.

IsabelQuisiera que supieras

que loco estoy por time llevas de cabeza

bendita sirena, estoy sufriendo por ti

Luis Miguel

Las peores estupideces de mi vida las he hecho por Ellas, aunque mal paguen, cuando pagan. Con tal de estar a su lado, las he seguido por calles y destinos des-conocidos sin importar las consecuen-

cias. He llegado a extremos tales que como entrar al karaoke y hacerme el simpático mientras tomo más que de costumbre para agarrar valor y, ya sin tanta pena, tomar el micrófono para, en medio de otros borrachos que aplauden y se ríen de quienes suben a la tarima, tratar de entonarme cantando con Luis Miguel la única canción que juro en esos momentos, ambos nos sabemos. Aunque también sé que dos tequilas después, o quizá menos, al-guien pondrá canciones de Juan Gabriel e, incluso sin micrófono, cantaremos y cantaremos para que después, Ella me pida un taxi y me mande a dormir a la casa.

El baile del perro

La mueve la Sirena y el caballito de mary la Mujer Maravilla al bailar con Supermán.

Hay que mover la colita al ritmo de esta canciónpara que se vayan las penas y se alegre el corazón.

Los Latino

Las fiestas son solo para verlas bailar, para que luzcan sus vestidos y su gracia sobre la pista, como se dice coloquialmente, pero las fiestas no son para bailar en ellas. A quién se le ocurre. Soy un exper-

to en chistes y frases para evitar el ridículo, desde los pies izquierdos hasta declararse jurado de un inexistente concurso, todo con tal de no partici-par en un rito que invoca movimientos de índole sexual.

Pero a Ella no le importa. Ella sí viene a bailar, a ser el centro de atención, a que los otros, no yo, se fijen en sus movimientos, en su vestido que se levanta al dar giros mientras se escucha la cumbia de moda.

Aunque me niegue a bailar, a ser el pretexto para que Ella se luzca ante los demás, sus pala-bras vencen cualquier resistencia: “o bailas esta pieza, o mejor me voy a mi casa y no me vuelves a ver”. Y aquí estoy, en el centro de la pista con movimientos torpes y una vergüenza que me re-corre por completo.

Bajo el embrujo de su vozEres Sirena,

oigo tu canto y me ahogo en tu cadera. Porque tú vuelvas yo daría lo que fuera

porque me quites con tu piel esta condena que me mata y me envenena...

Sin Bandera

En la oficina, con su eterno coqueteo, me pide que le lleve un café, que le saque unas copias, que baje a administración y averigüe qué pasó con el cheque de sus viáticos, “pero sin quedarte a platicar

con la flaquita esa”.Así es casi siempre, convenciéndome de hacer su

trabajo con sonrisas y buenos modos. Sin embar-go, cuando no hay sonrisa que valga, ni voz amable que me saque de mi escritorio, Ella me recuerda que es la jefa y que estoy bajo sus órdenes.

Nada hay peor que trabajar bajo las órdenes de una Sirena. Ella te despide y te contrata a su antojo y tú no eres nadie para evitarlo.

Sirena varadaSirena, vuelve al mar

varada por la realidad,sufrir alucinaciones

cuando el cielono parece escuchar

Héroes del silencio

Si los cuarenta son los nuevos veintes, los ochenta son los nuevos sesenta. Solo así puedo entender que esté en una fiesta de gente que no conozco, con la que no me interesa estar pero que, por alguna razón,

cree que tener hijas y celebrarles los quince años está bien. Cómo explicarles que la recién salida Si-rena está por buscar su propia celebración alejada de este mar de borrachos.

Eso pienso mientras me dirijo al baño. Cerveza en mano, oigo canciones llenas de imágenes poé-ticas que me acompañarán mientras orino: “y creo que he bebido más de cuarenta cervezas hoy”; ahí está, el momento en que se hermanan los borra-chos, cuando todos cantamos las canciones que nos “han marcado” y que, pase lo que pase, nos re-cuerda que siempre fuimos más jóvenes que ahora, que todo tiempo bien pasado y pesado fue mejor... Así como mi padre cantaba en mis pachangas a los Teen Tops, ahora yo canto con cuanto borracho so-brevive al huateque lo peorcito de Charly García y “No voy en tren”, lo mejorcito de Caifanes y “No dejes que”, lo más potable de Mecano (fuera de su cantante) y lo más baboso de los Hombres G.

El alcohol nos hermana, y cualquier disco de Rock en tu idioma basta para volvernos todos idio-tas, “Viviendo de noche” y sobre “La muralla ver-de”. Salud, porque “Yo no me llamo Javier” y “Es por amor” que la peda es de antología, y “Que viva el rocanrol”.

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[email protected]

Generosidad es la primera palabra que emerge de mi mente al evocar a Guillermo Fernández. Una generosidad súbita y ge-nuina que iba mucho más allá de la literatura. Una generosi-dad que participaba intensamente de la vida y buscaba, como un permanente hallazgo, compartirla. Una generosidad en

fin que, como la apreciación de los murales, puede ilustrarse a través de numerosos detalles pero sólo se valora plenamente a la debida distancia.

Don Guillermo era jovial y de buena salud, de carácter apasionado e implacablemente franco, dueño de una sabiduría que oscilaba entre la melancolía y el humor irónico. Su vitalidad acaso provenía de un pacto indeclinable con sus emociones, de una capacidad de fundirse a pleni-tud con el instante compartido. La poesía y la música eran sin duda sus mayores devociones, pero bullían igualmente en sus afectos las imáge-nes (fotográficas, cinematográficas), los lugares, los aromas y los diálo-gos fijados de un modo particular en su memoria. Si bien no era particu-larmente afecto a las actividades sociales, era un creyente de la amistad. Su vida austera y pertinazmente independiente solía rodearse de una ecuménica tertulia que frecuentaba su casa por lo menos una vez por semana –hablo de principios de la década de los años noventa, cuando fui asiduo participante de ella–. La lista de los poetas, escritores, tra-ductores y editores –la mayor parte de ellos en ciernes– que visitaban su pequeño departamento en la ciudad México es extensa. Nadie podía salir de aquella casa sin una pequeña o gran lección de humanismo. Le encantaba regalar libros y tomar fotos. Lo hacía, creo que inconscien-temente, con un gesto fáustico que parecía decir llévate la sabiduría de los siglos pero dame la juventud de este día. Su sala, la reducida sala de su casa, no ostentaba libro alguno: sólo aquellas fotografías de las per-sonas que solían compartir la tertulia, captadas por él mismo. Imágenes sin ninguna pretensión artística, sólo presencias entrañables como las que se guardan en un álbum de recuerdos.

Hacia finales de aquella década de los noventa Don Guillermo se ave-cindó en Toluca. En parte por cuestiones de trabajo pero también por-que, como alguna vez le escuché decir, “es la ciudad con el mejor clima de México”. A partir de entonces ir a visitarlo era, para una buena parte de sus amigos, emprender una ruta de carretera y, sobre todo, considerar el regreso. Aún con tales exigencias de la distancia pudimos reencontrarnos por lo menos tres veces. Hasta la última de aquellas visitas la generosidad con la que Don Guillermo alumbraba cada encuentro no tenía medida.

Su amor por las imágenes y los instantes que ellas pretenden detener era lo único capaz de competir con su memoria francamente prodigio-sa. No recuerdo exactamente cómo o a partir de qué, algún día de 1991 decidimos –aquella tertulia dislocada pero llena de efervescencia de la juventud– tomarnos una fotografía. Fue así que la lente de Alberto Tova-lín nos captó bajo la luz transparente del mediodía de un sábado, en un paraje arbolado de la Tercera Sección de Chapultepec, junto a las vías de lo que alguna vez fue el Ferrocarril de Cuernavaca. Nos reunimos desde temprana hora en mi casa, preparamos algunos bocadillos y más tarde caminamos hasta dar con aquel paraje tan como de película de Tarkovs-ky que tanto nos gustó. El resto de la inolvidable jornada se desvaneció entre bromas, conversaciones fraternales y la música de Gustav Mahler.

Cuando Guillermo, algunos días después, vio con detenimiento las fo-tografías que nos habíamos tomado, se detuve en una. En ella aparecía con el ceño ligeramente fruncido, mirando algo que se hallaba fuera del campo de la imagen, Pedro Guzmán, quien por entonces era el más joven de nosotros. “Este es el rostro que tendrá en algunos años” –dijo Guiller-mo. Era verdad, aquel rostro de un muchacho de dieciocho años parecía reflejar súbitamente el de un hombre veinte años mayor.

Al volver, años después, a aquellos rostros jóvenes y dispersos, bañados por una suave luz como la que aparece en el Valle de México por la tarde, poco después de la lluvia, me doy cuenta que él tenía razón: creo que ya no reconozco a nadie.

Entre sus pocas pero inseparables reliquias tenía siempre frente a él en su estudio, cuidadosamente enmarcada en un portarretratos de bronce, una fotografía de Luis Cernuda. Los tonos sepia y la edad que ostentaba en aquella imagen el gran poeta sevillano hacen suponer que debían datar de los años treinta. Al pie del óvalo de aquella foto, con-servada entre el bastidor y el cristal del portarretratos, había los restos de lo que parecía haber sido una flor. En una ocasión, Don Guillermo, emocionado por nuestra conversación sobre los dioses y los ángeles, citó de memoria unos versos de Rilke y me señaló aquel pequeño vesti-gio marchito atrapado en el portarretratos. “Es una rosa que yo mismo corté de los rosales que todavía crecen junto a los muros del Castillo de Duino. Alguna vez fue blanca”.

Se extingue, hoy como entonces, igual que en aquellas sus tan ama-das imágenes y reliquias, la intensidad sin regreso de la vida. Cantan, por cierto, esta tarde en que escribo estas notas, como nunca los pájaros des-de lo que queda de aquel lugar lleno de árboles y creo que la luz, vista desde otros ojos, podría ser casi la misma. Aunque el paisaje de las foto-grafías de la juventud ya no exista sigo con el recuerdo observando, tras sus discretas gafas que nunca ocultaban sus ojos despiertos ese tranquilo escrutinio de la atención a la vida.

La última vez que oí su voz fue por teléfono. Ya eran horas avanzadas de la noche y, al finalizar un largo viaje literario que me hizo escribir el ensayo titulado “Luis Cernuda y la melancolía”, no podía separar en mi cabeza ciertos versos de Cernuda de la voz de Don Guillermo. Marqué el último número telefónico que guardaba en mi libreta bajo su nombre y escuché su voz, ya la de un hombre de casi ochenta años:

— ¿Si?— Maestro, sólo quería darle las gracias.— [Fulanito de tal] Por fin entendí aquellos versos del poema “Lázaro”

de Luis Cernuda.— Qué bueno. Ya eres un hombre de razón. ¿En qué puedo ayudar?— Nada, Maestro, sólo quería decirle eso: gracias.— Maestrito, qué bueno. Nunca olvides, como dicen los dioses, que la

conciencia nunca es de ninguno, sólo es aquella presencia cruel que nos acecha. Y ya es hora de dormir. Buenas noches.

— Buenas noches. Adiós Guillermo.Creo que eso fue lo último que me dijo. Pero tuve por lo menos la opor-

tunidad de decirle –por innumerables y olvidadas cosas– gracias.

* * *

La muerte nunca es justa, sólo es la muerte. Si bien ella es la única certeza absoluta que tenemos quienes estamos vivos, su llegada está tejida por las manos de una sombra no menos co-tidiana que invisible, por una legislatura contundente que no nos pide permiso. No dudo que la muerte, particularmente el

modo de morir de un individuo es la última carta que su destino pone sobre la mesa. Siempre la muerte tiene un significado y es único como la vida que cierra.

La muerte llegó para él la noche entre el 30 y el 31 de marzo pasado en Toluca y, como la última lucha contra el ángel que él sabía mejor que nadie que es terrible y con una mano puede dar la vida y con la otra llevársela para siempre, fue encontrado sin vida en el suelo del interior de su propio domicilio, con signos atroces de violencia, sin explicación alguna.

Hasta el día de hoy no hay razón que explique el asesinato de Gui-llermo Fernández. No acepto ni soporto el testimonio de la barbarie y la impunidad. No debe ser perdonable la impotencia y el horror que seguramente acompañaron los últimos momentos de su vida. Pero a nosotros, sus colegas, sus alumnos y sus amigos, sólo nos queda por ahora ser justos con su generosa presencia que no olvidaremos, con su invaluable trabajo de traductor del italiano durante toda una vida y particularmente con su poesía, que hoy como nunca alumbra su au-sencia irrecuperable.

poesía y evocación

in memoriamguillermo fernández

jorgefernández granados

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Tenía dieciséis años cuando murió Octa-vio Paz. A mis dieciséis escribí cuentos de una sexualidad desbordada, inma-dura y de una anhelada libertad adoles-cente. A mis amigos les encantó. Escribí

cuentos para divertir a mis amigos, a mis compañe-ros, a mis profesores. Incluso, inesperadamente, tuve la suerte de recibir la envidia y la crítica moral de al-gunos. Cuando murió Paz, no me importó porque estaba atado a mi propio camino, infantil, irreveren-te, retorcido, poco luminoso pero muy divertido.

Durante los siguientes tres o cuatro años escu-charía, lamentablemente, sólo un tipo de comenta-rios al respecto de su muerte. Escuché gente qui-zás quince años mayor que yo. Eran profesores de literatura, lectores aficionados, lectores hedonistas y los otros, sobre todo los otros, los altavoces que tienen una aguda capacidad de grabar y repetir el cotilleo, el chisme. Decían: Murió el maestro Paz, por fin la literatura mexicana está libre de nuevo. Procedían a explicarse: Paz ya no frenará muchas cosas, Paz ya no pondrá candados, Paz ya no arrui-nará reputaciones.

El discurso cambiaría tímidamente con el tiem-po. Como si esta gente, avergonzada, regresara a los poemas, a los ensayos, a las líneas brillantes de un hombre que las escribió sin temor. Las putas chi-llaban de nuevo en las aulas. Paz regresaba, progre-saban los comentarios, gradualmente lo regresaban como el estudioso de la metáfora, la cultura, la con-dición del hombre, la palabra. El discurso sana con los años, pienso que todavía es tímido, pero sana.

Yo sólo había leído el "Laberinto de la Soledad". Un año me dediqué a los libros de Octavio Paz que pude encontrar. Exploré sus ensayos y poesía con la tranquilidad de un lector casual. Subrayé algunas cosas, leí otras en voz alta para enamorarme y ena-morar, me entregué al delirio de la palabra, la pala-

bra como inicio y final, regreso, el nacimiento del limo. El hombre estaba muerto. ¿Qué importaba si "frenó" la literatura? El hombre estaba muerto y entre sus páginas tenía la oportunidad de aprender, escuchar y recibir la bendición de una generación que, poco a poco, de los suyos quedaban menos.

Lo leí sin los resentimientos ficticios (o quizás reales) de aquellos, de algunos, de los fantasmas (quizás también ficticios) que no tienen la capaci-dad para decir las cosas, para contemplarlas y con-vertirlas, transmutarlas, en aliento, en imagen o sonido. Hoy me doy cuenta: lo mejor que me pudo pasar fue su muerte.

Carlos Fuentes murió hace algunos días. Escu-cho discursos similares pronunciados por gente de mi generación, quizás hasta diez años más gran-des: Fuentes ya se robaba el aire; Fuentes no era un buen literato sino una imagen, un político, un galán; Fuentes ya no hacía literatura por su entre-ga desmedida en adquirir poder político. Entonces recuerdo mis pocas lecturas de él: "La muerte de Artemio Cruz", fragmentos de "Aura", algunos de sus cuentos. Mi experiencia es igual de lamentable como lo fue con Paz en sus inicios: Me dormí. No pude, soy culpable. ¿Lo habrán leído, lo habrán es-tudiado, se habrán dormido como yo con él?

He aprendido, con los años, que todo discurso en contra de algo es una llamada de atención, es un camino a seguir con la posibilidad, el trabajo, de demostrar un error. Los prejuicios suelen ser falsos, suelen distraer la mirada. También aprendí

una verdad bastante tonta, simple y dolorosamente contundente: Aquello que me dormía hace diez o quince años, hoy me mantiene despierto. Qué cu-rioso… el lector y su crecimiento, su camino, pero eso lo hablaremos en otra ocasión.

Hay que prestar atención a la resonancia en el mundo. A Carlos Fuentes lo están despidiendo en todas partes. Le dedicaron notas en Holanda, en Francia, en Estados Unidos y, obvio, en México. ¿Cómo no hacer caso? Incluso Jorge Luis Borges, en Twitter, se asomó de su tumba para despedirlo (Qué hermoso, y triste a la vez, hay voces que no descansan). Dijeron por ahí, si mal no recuerdo (y dicen muchos), que no se ve en el horizonte alguien que pueda reemplazar a una figura literaria tan im-ponente, versátil y titánica. Permítanme una sim-pleza: Pues no, Fuentes y Paz son lo que son, ¿para qué repetir? Ya los tenemos en sus textos, sus libros, sus opiniones, sus poemas, sus cuentitos y novelo-tas. Dejaron su legado para la memoria intelectual del país, y del mundo. ¿Para qué clonarlos?

Dicen los fantasmas que después de Proust, Joyce y Faulkner, ya no se puede hacer nada con la novela. Proust dice, entre líneas, lo mismo cuando mencio-na a Balzac, Víctor Hugo y Sand. En las aulas del futuro a alguien se le ocurrirá decir, después de lis-tar algunos nombres incluyendo el de Fuentes, es imposible escribir algo más. Sin embargo, me gus-taría parafrasear las palabras de Fuentes: "Escribo novelas para crear lectores, no para alimentar a los que ya saben que esperar". Ahí, precisamente ahí, se encuentra el motivo para leer y releer sus libros. No es demasiado tarde, incluso los ya leídos descubren nuevas posibilidades. No es necesario leerlo para prestarle homenaje, o para ser un mejor país lector, ¡pavadas! Se lee para aceptar un reto. Ya está muer-to, su obra ya está hecha, es lo mejor que nos pudo haber pasado.

editores: edilberto aldán / joel grijalva

dicen los fantasmas

la habitación de humoagustín fest

Oriana tocaba la puerta de mi departa-mento cada viernes cuando estaba a punto de cerrar el cortinero de la ven-tana que da hacia la 16 de Septiembre, justo a la hora cuando la ciudad inicia

su metamorfosis entre las luces intermitentes de otra noche arenosa, en la que los transeúntes se apresuran para regresar al punto de partida. Parecía venir desde algún lugar lejano, ajuzgar por su respiración acelera-da al subir por las escaleras del edificio hasta el quinto piso donde vivo. Perdió la costumbre de caminar y comprar cerveza en el trayecto, arrancar las flores de cualquier patio frente a la banqueta donde solíamos escribir pequeños poe-mas o relatos increíbles, y leer el periódico Le Monde para impresionar a la gente sin entender más de dos palabras.

Eran días en que carecíamos de preocupaciones: trabajar, levantarse tem-prano, cumplir, pagar (sexo o alcohol) a las (digamos) once de la noche.

Cuando cerraba el cortinero era porque mi paranoia se incrementaba con la oscuridad y entonces tocaban a la puerta. Aunque sabía que era ella, en el fondo yo guardaba la esperanza en mi cartera de que podía ser el billetero de la lotería que vendía ilusiones a unas cuadras del departamento y que tocaba la puerta para avisarme de mi buena suerte.

—¿Quién? –preguntaba desde la ventana y con el cortinero cerrado.—No sé –respondía Oriana. Entonces yo caminaba hacia la puerta para ver

qué buena nueva traía entre sus labios.—¡Hola! –yo esperaba que viniera fumando con esa sonrisa como ritual a la

entrada de cada casa–. ¡Pásale! –siempre le decía lo mismo. Como de costum-bre esperaba que me ofreciera un cigarro, pero esta vez no lo hizo.

—¿Tienes una copa de vino? –Oriana llegaba como un sueño y caballos que galopaban por debajo de mi piel.

Primero nos sentábamos a platicar y entonces empezábamos la función. Una, dos, tres, cinco, diez, quién sabe cuántas copas de vino. El mundo y sus imágenes en una gota de calor sobre el cristal de nuestros ojos. Guerras y amo-res clandestinos; su piel, rectángulo que se dislocaba ecuánime sobre la alfom-bra...

12:00 aeme: Oriana y yo no supimos si entonar el Himno Nacional o asomar-nos des de la ventana para gritarle a lagente, que el mundo de afuera nos repug-naba y que extrañábamos la ciudad plagada de horas en blanco y negro y cuartos de hotel donde vimos varias veces El perro andaluz. Aquellas tardes de sueños fueron enterradas por el clima extremoso en este rincón del país, en esta franja donde las balas emigran la frontera. Al final, no hacíamos ninguna de las dos cosas, preferíamos escuchar a Beethoven, Mozart, o simplemente escondernos bajo las sábanas y jugar a que éramos niños desnudos. Fando y Lis.

4:00 aeme: Todo lo que pasa afuera es irrelevante; el ruido de la ciudad y su masa de contradicciones y sueños del sur interrumpidos, mujeres extraviadas en este enorme laberinto. Jugamos con un cigarro a hacer figuras de sombras sobre la pared mientras nos quedábamos dormidos.

6:00 aeme: Las nubes se quiebran como rompeca-bezas, se suicidan después del vaivén de emociones. Llueve. Mi padre corre bajo el aguacero detrás de mí,

pensando que me detendrá. Un camión a unos cuantos metros y a punto de atropellarme...

10:00 aeme: Despierto. La cocina y todo el depa está envuelto en aromas de cigarro, sexo y sueño; la música y la ceniza (su olor) se vuelven ropa o recuerdo. Taquicardia. Encima del brassier, una cajita roja destruida por las pisadas de un fantas- ma encolerizado. Es una cajetilla de Marlboro, los cigarrillos están partidos por la mitad, qué desgracia. Oriana aparece quién sabe de dónde (se-guro estuvo escondida en el horno o en la despensa).

—¿Tienes un cigarro? –mi voz entrecortada por los restos de una prolongación de alcohol en mi cuerpo.

—No –el “no” de Oriana es raquítico, pero cortante. Luego agrega–: Tu casa parece un jolgorio, cuánta perdición, ¿no te da vergüenza?

—No. –Ah, des-ver-gon-za-do. –Tú me ayudaste a hacer de esta casa lo que es, y vienes a decirme ahora que soy culpable. Nunca has sido para ayudarme a recoger historias que hemos dispersado entre tantas noches –lancé mis dar-dos. Palabras.

—Eso que dices es una mentira.Oriana volte a a ver su rostro pálido en el espejo del pasillo. Se acerca a él

como si fuera a besarlo. Sonríe y voltea a verme con esa mirada diabólica que le conozco y me causa tugurio en mi mente. Saca un cigarro de su camisa sucia de amaneceres. Yo juego a extinguir los cerillos que aún quedan en la cajetilla. “Te pedí un cigarro hace unos instantes”, le comento a manera de reclamo. Ella sólo sonríe mientras se sigue viendo en el espejo; juega a hacer imágenes con el humo, al mismo tiempo que vuelvo a entrar a la primera etapa del sueño.

Cuando despierto, Oriana ya no está, pero queda algo de ella: su aroma en la mezcla de ceniza, delirio, vino. Estado alterado de conciencia con ciencia, con aterradoras formas de ver la vida.

Horas más tarde, las luces intermitentes vuelven a aparecer disgregándose entre la arena y el barro. El ruido de la ciudad nocturna desaparece sobre el as-falto del desierto mientras estoy a punto de cerrar el cortinero que da hacia la 16 de Septiembre. Alguien toca la puerta y guardo la esperanza en mi cartera de que pueda ser el billetero de la lotería.

—¿Quién?

el delirioantonio flores

schroeder

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tripulación

Casa Terán. Rivero y Gutierrez No. 110Col. Centro. Aguascalientes

Jorge Fernández Granados (Ciudad de México, 1965). Poeta, narrador y ensayista. Autor de La música de las esferas (Castillo, 1990), El arcángel ebrio (UNAM, 1992), Resurrección (Aldus, 1995), El cartógrafo (CONACULTA, 1996), El cristal (Era, 2000), Los hábitos de la ceniza ( Joaquín Mortiz, 2000) y Principio de incertidumbre (Era, 2007). Ha recibido, entre otras, las siguientes dis-tinciones: Premio Literario Nacional de las Juven-tudes Alfonso Reyes 1989; Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 1995; Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2000; Premio Iberoame-ricano de Poesía Carlos Pellicer 2008. Fue beca-rio del Centro Mexicano de Escritores (1988-89), del Instituto Nacional de Bellas Artes (Literatura, 1991-92) y dos ocasiones en el programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (1992-93 y 1997-98). Pertenece al Sis-tema Nacional de Creadores de Arte desde 2001.

Eduardo Garay Vega (Querétaro, 1970). Menti-roso profesional. Ha publicado los libros Crónicas-crónicas y Aventis ambos dos en Puebletaro. Lo que dice, lo dice en serio aunque la gente solo se ríe de él. Actualmente dice que estudia una Maes-tría en Literatura. También presume haber sido editor, corrector, mal voleibolista, coordinador de talleres y presidir el Centro Queretano de Autores Literarios A.C. Cada día odia más a las personas...

Agustín Fest. Mentiroso, escritor, creador, cínico, exfumador, bassethounder. Dice que vive en Cho-lula pero lo encuentras siempre en la red. Su blog: http://arbol217.com/

Antonio Flores Schroeder (Chihuahua, 1975). Periodista y escritor. Autor de la novela Oriana (Conaculta, PACMYC 2011). Su poesía y narra-tiva se han publicado en varias antologías nacio-nales y ha participado en diversos encuentros li-terarios en México, Estados Unidos y España. Es cofundador del movimiento Escritores por Ciu-dad Juárez, dirigió el año pasado el taller de crea-ción literaria de la Universidad Regional del Norte y es organizador de encuentros de poetas y narra-dores en Ciudad Juárez. Escribe en su blog Cuen-tario (www.puroscuentosblogspot.com) desde el 2001. Actualmente su segunda novela Kilómetro 20, está por publicarse.

La fotografía de portada es de Victor Bezrukov

http://issuu.com/guardagujas