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Siempre pienso en usted y son in- contables las veces en que quise es- cribirle. Pero siempre quería que llegara un instante único, privi- legiado, separado de los otros, no pa- recido a ningún otro, para enviar- le unas líneas que le dijeran de la manera más pura cuánto lo recuer- do y que terriblemente importan- te ha sido –es– haber conocido su voz, sus voces. Le agradezco enormemen- te las que me envió. Mi familia me las hizo llegar. Ahora esas dos ho- jas con su escritura están usadas y desgastadas (por mis ojos) porque las llevo conmigo como quien lleva los obligatorios documentos de identidad. Y en verdad son eso. Sabrá por nuestro común y queri- do Roberto Juarroz1 que van a hacer tres años que estoy en París. No po- cas veces me tienta el volver, verlo a usted, a Roberto, a unos muy pocos más… Ahora creo que podría conver- sar con usted “mejor” que antes, tal vez porque perdí mi adolescencia o sufrí más o recuperé algo de la in- fancia o envejecí, no sé, pero al re- leer su maravillo librito mi fer- vor fue distinto: esta vez asiento a cada una de sus voces con toda mi sangre y, lo que es extraño: su libro es el más solitario, el más profun- damente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompaña- da o mejor dicho amparada. Y tam- bién asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado la razón en la única cosa que yo deseaba tenerla. Volviendo al tema de París: lo que me calma de aquí es mi vivir sola, sin familia, viendo a la gente sólo cuando lo deseo. Esto es muy impor- tante para mí. Necesito el silencio (o tal vez el silencio que me nece- sita). <<Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras>>. Esta frase se reitera en mí y canta en mí con extrema- da frecuencia. En verdad, no hago más que pensar en el silencio. Y he terminado preguntándome si el si- lencio existe. Pero si lo pregunto ya no hay silencio. Si alguna vez desea escribirme al- gunas líneas me dará usted una gran alegría, me hará un gran bien. Por mi parte lamento que no haya llegado aún ese momento pri- vilegiado en el que quería hablar- le y preguntarle de una mane- ra más hermosa que ésta de ahora. Pero como no tengo tanta paciencia ahí va esta carta y el más cariñoso abrazo de Alejandra Pizarnik en sueños wislawa szymborska cartas a antonio porchia alejandra pizarnik dos poemas ewa lipska febrero 2013, n° 72 http://issuu.com/guardagujas

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suplemento literario de La Jornada Aguascalientes

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Page 1: Guardagujas 72

Siempre pienso en usted y son in-contables las veces en que quise es-cribirle. Pero siempre quería que llegara un instante único, privi-legiado, separado de los otros, no pa-recido a ningún otro, para enviar-le unas líneas que le dijeran de la manera más pura cuánto lo recuer-do y que terriblemente importan-te ha sido –es– haber conocido su voz, sus voces. Le agradezco enormemen-te las que me envió. Mi familia me las hizo llegar. Ahora esas dos ho-jas con su escritura están usadas y desgastadas (por mis ojos) porque las llevo conmigo como quien lleva los obligatorios documentos de identidad. Y en verdad son eso.Sabrá por nuestro común y queri-do Roberto Juarroz1 que van a hacer tres años que estoy en París. No po-cas veces me tienta el volver, verlo a usted, a Roberto, a unos muy pocos más… Ahora creo que podría conver-sar con usted “mejor” que antes, tal vez porque perdí mi adolescencia o sufrí más o recuperé algo de la in-fancia o envejecí, no sé, pero al re-leer su maravillo librito mi fer-vor fue distinto: esta vez asiento a cada una de sus voces con toda mi sangre y, lo que es extraño: su libro es el más solitario, el más profun-damente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompaña-da o mejor dicho amparada. Y tam-bién asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado la razón en la única cosa que yo deseaba tenerla. Volviendo al tema de París: lo que me calma de aquí es mi vivir sola, sin familia, viendo a la gente sólo cuando lo deseo. Esto es muy impor-tante para mí. Necesito el silencio (o tal vez el silencio que me nece-sita). <<Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras>>. Esta frase se reitera en mí y canta en mí con extrema-da frecuencia. En verdad, no hago más que pensar en el silencio. Y he terminado preguntándome si el si-lencio existe. Pero si lo pregunto ya no hay silencio.Si alguna vez desea escribirme al-gunas líneas me dará usted una gran alegría, me hará un gran bien. Por mi parte lamento que no haya llegado aún ese momento pri-vilegiado en el que quería hablar-le y preguntarle de una mane-ra más hermosa que ésta de ahora. Pero como no tengo tanta paciencia ahí va esta carta y el más cariñoso abrazo deAlejandra Pizarniken sueños wislawa szymborska

cartas a antonio porchia alejandra pizarnik

dos poemas ewa lipska

febrero 2013, n° 72http://issuu.com/guardagujas

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dos

El destinoEllos ya han estado.

Un rayo de luz en el anticuario.Desayuno en Troya.

En los jarrones todavía restos de ambrosía.Las sábanas de los lagos.

Los deshabitados territorios del amorarrasados por el sexo.

Ruinas de letras allí donde los ópticosgobernaron el mundo.

Ilegible caída de los dioses.

Ellos ya han estado.Nosotros justo estamos.Ustedes estarán más tarde.

Nosotros justo estamos.

Dormitantes agnósticos al borde de la fe.

El destino –sirviente fiel del tiempo–quita el polvo de problemáticas revoluciones.

Sopla el viento. Se pliega el acordeón del bosque.Se oye el crepúsculo. Se oye la luz.

En la filarmónica de los arrabalesuna animación polifónica.

Las telefónicas melodíasde Johann Sebastian Bach.

Ellos ya han estado.Nosotros justo estamos.Ustedes estarán más tarde.

Ustedes estarán más tarde.

No hablan todavía a las ciudadesque posan para la adrenalina del amor.

Nosotros justo estamos.

Fetichistas de patriótico vestuariorespiran una fascista ropa interior.

Se ha roto el ejeen la rueda de la historia.

La belleza propiedad privada del paisajeme miracon tus ojos.

Alguiencomo siempredespilfarrael confeti de nuestras cenizas.

Tú mi su mala suerteel que nos pueda preverúnicamente el azar.

ewa lipskados poemas

El infinitoEllos ya han estado.

Se hallan en fechas perdidas.Indefinidos. Al fondo de unas malhumoradas nubes.

En el cine Hollywoodsilba un tren de butacas abandonadas.

El resto de la películasigue respirando por la boca de la pantalla.

“Venecia es en exceso, para mí,un cementerio de felicidad para que tenga todavíala fuerza de volver” –escribió Marcel Proust.

Nosotros justo estamos.

En la amorosa globalizaciónsucumbimos a las sensuales leyes del mercado.A los especulativos fuegos artificiales.A la corrupta ropa de cama de Shakespeareen el teatro nacional.

Se nos pega una ciudadde musculosos estadios.

Una copia pirata del bienestar.

Todavía no nos dice nadael arrepentimiento de una rosa marchita.

La arritmia del infinito.Los gigabites de la memoria.

Al amanecertirita una santurrona brisa.

Escanea nuestros pulmonesel antivirus Norton.

Alrededorel vidrio roto de la escarcha.

Ustedes estarán más tarde.

En un balcón una mujeruna nube acercada para el beso.

Tiembla la noche de fin de año.El siglo veintidós.El siglo veintitrés.El siglo veinticuatro.

Nos unela tintorería de amaneceres y de puestas de solla pulidora de la magia de las palabras y el fuego.

Nos separa para siempre.

Agradecemos la generosidad de Posdata Editores (www.posdataeditores.com) por permitirnos la reproducción de los poemas de Ewa Lipska y Wislawa Szymborska, así como las cartas de Alejandra Pizarnik; el material de este número proviene de los siguientes libros: Nueva correspondencia Pizarnik, Ivonne Bordelois y Cristina Piña, compiladoras; Y hasta aquí, de Wislawa Szymborska (Traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán); y Salida de emergencia, de Ewa Lipska (traducción de Abel Murcia), ambos de la colección Versus; tres ediciones cuidadas y bellísimas, pero sobre todo: indispensables. Gracias otra vez.

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antonio queri

do antonio

querido anton

io querido

querido antonio queridoantonio querido antonio

Antonio Porchia

Alejandra Pizarnik

Alejandra Pizarnik

Alejandra Piza

rnik

tres

alejandra pizarnik

Cartas a Antonio Porchia

ecatada, fuerte y misteriosa es la figura de Anto-nio Porchia, poeta de breve y memorable obra, cuya auténtica profundidad y amor por la para-

doja no dejarían de atraer a Alejandra. Recuerdo que en París hice el descubrimiento de este gran

marginal gracias a ella, que me confió algunas cuartillas suyas, de las cuales aún conservo una, con su venerable escritura tem-blorosa. “Te deben la vida y una caja de fósforos y quieren pa-garte una caja de fósforo, porque no quieren deberte una caja de fósforos”. “Triste eres menos triste. Quédate triste”.

En el hermoso libro dedicado a Antonio Porchia por León Be-narós (Hachette, 1988), encontramos el siguiente testimonio de Antonio Requeni: “Yo le hablé de él a Alejandra Pizarnik, a quien presté su libro Voces. Evoco este episodio porque Alejan-dra, entonces un poco más que una adolescente reconoció des-pués la influencia de Porchia en su poesía y llegó a escribir sobre él un artículo que le publicó Vicente Barbieri en El Hogar. Con todo, no fui yo, sino Oscar Hermes Villordo, quien los presentó”.Del mismo libro proceden estas cartas cuya inclusión agradece-mos a León Benarós.

Antonio Porchia

I30 rue St. Sulpice – Paris 6ème

22 de febrero de 1963

Querido don Antonio Porchia

Siempre pienso en usted y son incontables las veces en que quise escribirle. Pero siempre quería que llegara un instante único, privilegiado, separado de los otros, no parecido a ningún otro, para enviarle unas líneas que le dijeran de la manera más pura cuánto lo recuerdo y que terriblemente importante ha sido –es– haber conocido su voz, sus voces. Le agradezco enormemente las que me envió. Mi familia me las hizo llegar. Ahora esas dos hojas con su escritura están usadas y desgastadas (por mis ojos) porque las llevo conmigo como quien lleva los obligatorios documentos de identidad. Y en verdad son eso.Sabrá por nuestro común y querido Roberto Juarroz1 que van a hacer tres años que estoy en París. No pocas veces me tienta el volver, verlo a usted, a Roberto, a unos muy pocos más… Ahora creo que podría conversar con usted “mejor” que antes, tal vez porque perdí mi adolescencia o sufrí más o recuperé algo de la infancia o envejecí, no sé, pero al releer su maravillo librito mi fervor fue distinto: esta vez asiento a cada una de sus voces con toda mi sangre y, lo que es extraño: su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompañada o mejor dicho amparada. Y también asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado la razón en la única cosa que yo deseaba tenerla. Volviendo al tema de París: lo que me calma de aquí es mi vivir sola, sin familia, viendo a la gente sólo cuando lo deseo. Esto es muy importante para mí. Necesito el silencio (o tal vez el silencio que me necesita). <<Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras>>. Esta frase se reitera en mí y canta en mí con extremada frecuencia. En verdad, no hago más que pensar en el silencio. Y he terminado preguntándome si el silencio existe. Pero si lo pregunto ya no hay silencio.Si alguna vez desea escribirme algunas líneas me dará usted una gran alegría, me hará un gran bien. Por mi parte lamento que no haya llegado aún ese momento privilegiado en el que quería hablarle y preguntarle de una manera más hermosa que ésta de ahora. Pero como no tengo tanta paciencia ahí va esta carta y el más cariñoso abrazo deAlejandra Pizarnik

1.- Roberto Juarroz (1925-1995), poeta y crítico destacado, conocido por su serie de po-emarios reunidos bajo el título Poesía Vertical. Publicaba la revista Poesía=Poesía, en la cual colaboraban muchos poetas de vanguardia. Alejandra, que mantenía amistad con él, pub-licó en Zona Franca una entrevista suya que ha sido luego reproducida en Cantos Australes, una antología de poesía argentina seleccio-nada por Manuel Ruano (Monte Avila 1993).

IIBuenos Aires, 20 de abril (1963?)

Querido amigo Antonio Porchia:

¿Cómo hablar de lo indecible? Solo por medio de las Voces. Sólo ellas han logrado hacer pleno este lenguaje, sólo ellas han sabido llenar de sangre las palabras y transformarlas en la Palabra, la única valedera. Si no mediara mi gran afecto por usted tal vez no le enviaría estas líneas. Una cosa es hablar de las Voces a un público anónimo y otra a su autor. No es posible –por lo menos en mi caso– explicarlas o comentarlas; sólo puedo decirle que mientras las leía, ellas –que contienen todas las respuestas– suscitaron en mí un eco silencioso que asentía dulcemente. Un eco como proveniente de tiempos inmemoriales, como si se refiriera a nuestros orígenes, a lo más hondo de la vida. Me sucedió uno de esos procesos reminiscentes que sólo pueden llevar a los grandes y buenos encuentros. Y es a usted a quien se lo debo. Sus voces son de lo más puro y hermosos que se encuentra en el mundo. Y es usted quien las creó. Gracias.SuyaAlejandra Pizarnik

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cuatro

ada más melancólico que un hombre y una mujer, ambos de cincuenta años, sentados en una mesita, en el bar de un Sanborn’s

cualquiera, contemplándose a los ojos. Nada más melancólico, insis-

to, que este hombre y esta mujer. Han estado enamorados el uno del otro desde que tenían quince años y se vieron por primera vez en las gradas de una preparatoria cualquiera. Esas miradas que se arrojan, tienen aglomeradas más de tres décadas de historias, de desencan-tos, de furias y goces grises. Nada más melan-cólico que dos recién enamorados a la edad de cincuenta años. Este, es un amor profundo, por indudable, porque no habría nada más que amor, aunque este sea depositado en los co-razones perpetuamente rotos de este par. Co-nocen la existencia del uno y del otro desde la adolescencia, pero nunca se dirigieron la pala-bra. Quizá algunas miradillas, nunca una carta de amor, ni del uno ni del otro. Nunca confe-saron su enamoramiento a nadie en la prepa, ni un amigo (que siempre tuvieron pocos) ni a un maestro-confidente (ya que ni siquiera solían advertir sus presencias en el salón) ni a un padre, madre, familiar, etc. (ya que siempre optaron por la comodidad de una vida anodi-na, incluso en el seno del hogar). En alguna parte de sus vidas, pensaron en buscarse. Nada más melancólico que ver a este par de enamorados descubrirse después de tanto tiempo. Tiempo perdido, tiempo irrecupe-rable, he ahí la melancolía en su más fina ex-presión. Él toma un whisky con agua mineral; ella, una copa de vino rosado. Al fondo, en los alrededores, oscuridad, y una solitaria rockola que deja escapar a medio volumen canciones de Rocío Durcal. Las meseras del lugar, que son dos y una tiene cabello entintado de rubio y la otra el cabello entintado de negro, llevan más de seis horas que no sonríen. Nada más melancólico que ver a un par de meseras en cuyos ojos no podrás encontrar ni una sola historia. Este es el escenario de fondo donde este hombre y esta mujer se encuentran por primera vez, después de tantos años, y des-pués de varias semanas de platicar por Face-book. A él le llamaron la atención las fotos que ella subió, de su más reciente viaje a Cancún, a ella le llamó la atención que él trajera bisoñé, ya que en las fotos de su perfil no parecía biso-ñé, sino que daba la impresión de que la foto estaba mal recortada en el área de la cabeza. Pero no importaba. Comenzaron a platicar de sus vidas. Sus me-lancólicas, grises vidas. Él, ha vivido solo desde que su hermana ma-yor se fue a vivir a los Estados Unidos y sus padres fallecieron, primero el papá luego la mamá. Lleva poco más de veinticinco años trabajando como ingeniero de sonido en una estación de radio a.m. Ella, heredó una base para trabajar en el departamento de catastro, esto hace más de veinte años. Ambos descu-bren su predilección por las tortas de una ca-dena de restaurantes local, y todos estos años él ha acudido a uno de los restaurantes y ella

ha ido a otro, exactamente a la hora de comer, de modo que descubrieron que ambos han pedido la misma torta de milanesa al mismo tiempo durante más de diez años. Los dos sonrieron por esa coincidencia. Una de las meseras pone más monedas en la rockola. Esta vez, Camilo Sesto. Se cuentan el uno al otro lo poco incidental que han sido sus vidas. Que más allá de un acciden-te de tráfico (cuando él se fracturó el tobillo), más allá de una enfermedad que los mantuviera postrados por meses (cuando ella se enfermó de una extraña forma de tuberculosis), más allá de la subrepticia carcajada cuando ven pro-gramas de comediantes mexicanos, la vida ha sucedido en ellos de la misma manera como el viento corroe las paredes de un convento anti-guo: el tiempo ni siquiera lo nota. Nada más melancólico que ver cómo ellos rememoran su adolescencia, pero no tienen nada interesante qué contarse. Se intercambian nombres de personas, amigos o conocidos de la prepa que dejaron de ver, y en dos o tres ocasio-nes dan con el paradero o cuentan algo insólito o desagradable sobre alguno de ellos (“Juanelo murió de cáncer”, “La Lupita Palacios se enfras-có en un problemón con el diputado ese que luego salió en la tele que se robó no sé qué tan-to dinero, y pues, descubrieron la cuenta que le tenía a La Lupita, y el tipo estaba casado y con hijos grandes y toda la cosa”), pero sobre ellos, no tenían ni un suceso memorable. En algun momento de sus vidas, tuvieron masco-tas. Los dos tienen una copia de Juan Salvador Gaviota en sus respectivos libreros o mesitas de noche. Nunca, nunca, nunca se han emborra-chado. Fueron a misa un tiempo pero luego se desanimaron. A veces la sacaron a bailar pero a la mitad de la canción, luego la regresaron a su mesa. A veces intentó sacar a bailar a alguien, pero el miedo era tan terrible que mejor no se atrevía. Siempre han llegado a sus respectivas casas antes de la medianoche. Por lo tanto, am-bos tienen récords de asistencia y puntalidad en sus respectivos trabajos. Las meseras parecieron haber desaparecido. Quizás nunca estuvieron ahí. Cuando llegó el momento de decirse todos esos asuntos de los sentimientos, ninguno de los dos tuvo concesión alguna. Se confe-saron todo. Se remontaron a esa prehistoria ahora desconocida llamada adolescencia, y se adentraron como si caminaran a tientas. Ella, le confesó que solía verlo jugar futbol. Él le confesó que en varias ocasiones estuvo a pun-to de decirle “hola”. Ella, le confesó que escri-bía su nombre en los cuadernos del segundo año, y que todavía conserva algunas hojas, sobre todo aquellas en las que también escri-bió pensamientos y frases bonitas. Él, confesó tener una caja con dos docenas de cartas que jamás se atrevió a entregarle, aunque fuera se-cretamente. Conforme se desenvolvían estos descubrimientos, los dos se dieron cuenta que eran el uno para el otro. Y sin embargo, de toda esta melancolía, la me-lancolía más fuerte es esta: los dos llegaron vírgenes a los cincuenta años.

cuaderno posapocalípticoalejandro espinoza

relatos incidentales no. 1: “luvina y rogelio”

wislawa szymborskaen sueños

Soñé que estaba buscando algoguardado o perdido tal vez en algún lugarbajo la cama, bajo las escaleras, en mi antigua dirección.

Revolvía en armarios, cajas y cajonesllenos en vano de objetos sin objeto.

Sacaba de las maletasaños y viajes pasados.

Sacudía de los bolsilloscartas secas y hojas no para mí.

Recorría sofocadamis estancias y distanciasde quietudes e inquietudes.

Quedaba atascada en túneles de nievey desrecuerdo.

Me enredaba en espinosos arbustosy conjeturas.

Apartaba el airey la hierba de la infancia.

Intentaba llegarantes de que cayera el ocaso del siglo,el telón y el silencio.

Y al final deje de saberqué era lo que tanto buscaba.

Me desperté.Miré el reloj.El sueño había durado apenas dos minutos y medio.

Éstos son los trucos a los que está obligado el tiempodesde que comenzó a toparsecon cabezas dormidas.

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