guardagujas 90

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diciembre 2013, n° 90 guardagujas.lja.mx/ foto roberto guerra agustín fest laura v. gómez javier gonzález cárdenas

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Suplemento literario de La Jornada Aguascalientes

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diciembre 2013, n° 90guardagujas.lja.mx/

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agustín fest

laura v. gómez

javier gonzález cárdenas

dos

upo que había estado antes en ese lugar cuando los recuerdos comenzaron a llegar a su mente como los disparos de una cámara fotográfica; el rastro borroso de sangre en la pared estremeció su memo-

ria y de pronto toda la escena de aquel pasado, que estuvo enlatado en alguna parte de su mente por siglos,

se proyectó ante sus ojos. Era el día de su coronación, no hablo de ser ensalzada como reina del carnaval ni tampoco de algún certamen de belleza, hablo de una coronación real en el sentido literal de la palabra. Un pueblo entero y hambriento la aclamaba como quien recibe gustoso el viento fresco tras un largo estío y ella correspondía de igual manera, con una vocación sublime de ser su madre, su protectora, el ángel custodio de cada uno de esos súbditos. Pero en el último instante algo torció el camino, hubiera sido un detalle tan irrelevante como el peso de una pluma, una tontería en otro contexto, pero no en ése donde el destino de una nación reposaba entre sus manos.

Los ojos sarracenos asomaron entre la multitud congelando la escena en la que ella salía al palco a recibir la primera aclama-ción como soberana, de ahí en adelante no tuvo cabeza más que para pensar en aquella pasión que la radiaba de tiempo completo. Era una mujer de piel de nieve con bucles rubios de querubín, alta y dotada con unos pechos grandes que ella veía como sím-bolo de la maternidad que pretendía ejercer sobre su pueblo, ese propósito también se le borró de la mente; antes atenta y aguzada en los menesteres de la diplomacia y la guerra, descubrió que su carácter, que creía templado, tenía una fuga irreparable, conoció, más allá del amor, los efectos de una fogosidad devastadora.

Se preguntaba cómo era posible que pudiera caminar en paños menores en medio de su ejército sin sentir la menor ver-güenza y era incapaz de estar cerca de aquel hombre de apariencia salvaje y al mismo tiempo distinguido, ataviado con esas ropas extrañas que dejaban al descubierto su pecho quemado por el sol. El día que fueron presentados tuvo que fingir una altanería y pre-potencia exacerbadas para disimular que el miedo la paralizaba y no delatar el amor que escurría sobre su cuello manifestado en líneas transparentes de sudor.

Muy poco tiempo pudo, sin embargo, dominar sus apeti-tos, en cuanto supo que él la deseaba con el mismo impulso, ya no fue de sí, sino de él, absolutamente. Sus acciones, sus sueños, sus decisiones siempre buscarían complacerlo y privilegiarlo, tal vez esto no hubiera sido un problema de no haberse tratado de la

soberana de un país con tanta riqueza y un ejército poderoso, que ella misma había creado antes de ser entronizada, pero las ambi-ciones sórdidas de toda su parentela no estaban dispuestas a con-cederle lugar a aquel amor que llamaron bárbaro

Tuvieron que pasar meses antes de su primer contacto físico; debió acostumbrarse poco a poco a estar cerca de él y dominar esa excitación que le daba dolores de estómago y la ponía tarta-muda, en una palabra embrutecida. Sentía un hueco enorme en medio del pecho y las lágrimas se le escapaban cuando pensaba en la angustia de verlo cerca y no poder compartir su intimidad. Odiaba que la creyera de temperamento glacial, cuando ella era una caldera, cuando decenas de hombres habían peleado por sus favores y sólo lograron ser vistos con indiferencia.

Dejó de lado sus remembranzas y deslizó la yema de su dedo índice sobre la mancha de sangre, se preguntaba cómo es que había permanecido intacta por tanto tiempo. Tenía todas las preguntas y casi ninguna respuesta, sólo el recuerdo desvane-cido en su memoria. Se sentó sobre una banca de piedra lustrosa y el caudal de imágenes se le vino encima; en ese mismo lugar compartió sus primeros y últimos besos con él; esa espiral que la llevó al pináculo del amor y al ocaso de su vida. Entonces, golpeando su cabeza se reveló el último fragmento de aquella noche, apaleando su moral como un rayo que abre la tierra desde sus entrañas. Se hizo presente la visión de ella misma todavía con su corona puesta y atravesada por la daga de su amante, eje-cutada por su mano, en esos últimos instantes pensó que no era necesario destronarla de esa manera, ella le hubiera dado la silla de oro sólo con pedírselo, hubiera abdicado para convertirlo en el monarca del universo, no importa cuántas leyes tuviera que quebrar para lograrlo, pero esas disertaciones le sobraban. Lo único importante fue que pudo ver el fondo de sus ojos hasta su último respiro, esos benditos ojos que quinientos años después volvían a condenarla.

Corrió entre los laberintos de piedra con su cámara foto-gráfica en mano, todo el material recién captado comprometía su integridad pero, más allá de la exclusiva que acababa de obtener, necesitada observar de nuevo esa mirada que aparecía en sus sue-ños cada noche; no importa que ahora fuera líder de la guerrilla, siempre sería de ella, tanto como ella de él. Lo supo con certeza cuando él titubeó antes de quitar el seguro de la granada. La pie-dra demolida los sepultó dejando como único vestigio de ellos su amor por el suelo derramado.

laura v. gómezamor por el suelo derramado

tres

Hungry people don´t stay hungry for long They get hope from fire and smoke

as they reach for the dawn…Rage Against the Machine

umbo a la casa del traidor sentí que las tripas pateaban mi estó-mago. Eran los gusanos reclamándome su dosis de carroña y sus-piros de polvo del otro mundo. Las camionetas, como navajas, agrietaban la carne del camino. Abrí una ventana pa´ recibir las

caricias de polvo, solo así pude apaciguar el hambre que mordía mis intestinos. Chona Sabina tenía razón: la savia del Cantárido, el

árbol santo, me gobernaría de aquí pa´l Real. Y no se equivocó cuando habló de la condición cíclica de la vida. Mi padre fue tuerto y, ahora, yo era el heredero de esa seña. Cuando Mamá Hechicera me lo dijo sentí bonito, me sentí parte de la tradición Glauca, por eso saqué el filero que siempre anda ajustado a mi tobillo y, en el reflejo de la hoja, vi mi cuenca vacía, lo que he solucionado con un parche piratezco. Lo que no me interesa cambiar es mi aspecto, el de alguien que baila con la muerte. Además, así mis adversarios sabrán a qué se enfrentan. Pa´ qué engañarlos. Deben verme tal cual, y lo primero que verán es mi sonrisa porque una bala me destrozó los labios, de tal forma que mi rostro es entera risotada, casi carcajada de ultratumba, como la que resuena cuando el campo ha sido abatido y solo queda el humo que cobija a los cadáveres.

Indiqué a una de las camionetas que vigilara la puerta trasera de la casa de seguridad. “A quien salga me lo agujerean, y cuidadito con que alguien se les escape. ¿Quedó claro?” Y claro quedó porque ninguno de los contrarios logró avanzar más de un metro desde la puerta posterior. Ahí quedaron los compin-ches de Plutarco, deshechos, irreconocibles. No era necesario tanto pancho y, por tal motivo, arribamos tranquilos a la entrada, donde dejamos las camio-netas con sus choferes, bien ubicados, por si las moscas. Lueguito bajamos de los vehículos y aporreamos la puerta con la Chingamuros, un tubo pesado, de acero, con el que allanábamos cualquier portón, aunque fuese blindado, pues lo primero en valer gaver son los goznes de las puertas. No hay obstáculo que resista el empuje de la Chingamuros. Así entramos a la cochera, tirando balazos y, cuando alguno nos respondía desde el segundo piso, allí estaba la Chichio-lina, apostada como francotiradora en la defensa trasera del vehículo blindado, nomás practicando el tiro al blanco.

A la entrada de la residencia estaba un cabrón armado hasta los dientes, con los brazos alzados, en busca de paz, pero se le notaba lo que más olemos los que andamos Reparados: el miedo.

¿Buscan al Mocol? –preguntó el fulano-, ya no está, se les acaba de ir. Ya encontré al Mocol –respondí-, lo llevas dentro, casi se te sale del cora-

zón de tantos latidos que traes ahí acelerados. Te hiciste cirugía pa´ que nadie te reconociera, pero las muertes que has provocado te delatan. De nada te sirvió sacar al Cochul del Penal Transparente porque también me lo voy a chingar.

El Cochul no tiene vela en este entierro –dijo el Mocol-, mejor perdóna-sela a él, aquí estoy yo pa´ pagar lo que te debo. Te entrego mi vida.

¡Me entregas madres! –dije-, tu vida la tomo yo, por mis güevos. ¿O a poco crees que lo de la Chula Estrada sale sobrando? ¿Crees que no me la debes? Tú tienes a tu jaina, a la Láila, bien pulida, vivita y coleando, y yo ya no tengo Chula ni perro que me ladre, así que ya te cargó la gaver y contimás a tu hermano, el Cochul. Ya puedes rezar pa´ ver si en el infierno te dan chance de saludar a tu perra madre.

Las balas son deshonrosas a la hora de cobrar una deuda, no por otra razón fue que agarré el cuchillo y descosí al Mocol del ombligo a la mandíbula.

Esto es por la Chula –dije mientras le abría el pellejo y, de paso, olisqueaba mi almuerzo-, y esto –dije asestándole el filo en el ojo- es por mí.

La sed no pudo esperar y pa´ pronto le caí encima, a dentelladas, mor-diendo en lo blando y en lo duro hasta encontrar el hueso. Bebí sangre, masti-qué nervios y ligamentos, luché con trozos de cartílago, trituré las resistencias más jugosas de la carne y me hice un buche con sus proteínas antes de tra-garlo. Cada empeño mandibular era un deleite. Escuché música en los gritos del Mocol y, al hundirle los colmillos en el pecho, su corazón todavía me supo a latido. Al incorporarme, el Corona y el Tícher hundieron el hocico en el estó-mago del Mocol hasta devorar lo que quedaba. No come uno por capricho, sino por instinto, ¿qué no?

Los restos del Mocol quedaron esparcidos a la entrada de la residencia. Aún faltaba desconchinflar a otros cuantos cabrones. Antes de adentrarnos en la casa abrimos fuego, no fuera que nos estuvieran esperando tras la puerta, y sí, ahí estaban unos cuantos cabrones agonizantes, por donde el Corona y el Tícher pasaron sus dientes, dado que yo les había dejado pocas viandas en el

cuerpo del Mocol. Al Corona le quité su escuadra, mientras comía.Al rato te la regreso –le dije, y me escabullí empuñando la herramienta en

dirección al segundo piso. En las escaleras me esperaban dos soldados y recibí un disparo en el

hombro. Fingí dolor, retrocedí simulando que me doblaba, pero nomás oí que se acercaban y les solté el aguacero con la metralleta y la escuadra, al mismo tiempo. Los vi chorrear sangre y el olor a carne chamuscada aumentó mi ape-tito. Un fulano se sostenía la quijada desguanzada y se la arranqué de un mor-disco pa´ agarrar fuerzas. No podía detenerme a la mitad de la chamba. Si el hambre me cantaba un tiro ni modo que no mordiera, que no triturara. Me dije no chingues mañana lo que puedes chingar hoy, y fui a la recámara principal. Cuando entré alguien me recibió con un disparo en la oreja. Regresé el fuego sobre el brazo del contrincante, tumbándole la oportunidad, y, al ver que su rostro era el del Mocol, no pude aguantarme la risa.

Ya me tienes –gritó el fulano-, acaba conmigo.No es tan fácil, Cirilo –dije-, vengo a reírme de tus pendejadas, y ade-

más, matarte así, a la brava, no es hacer justicia. ¿Ya te viste en el espejo? Estás igualito a tu ex jefe.

¿Cuál ex jefe?El que me acabo de merendar allá afuera. Tú eres Cirilo Godínez, el mero

sicario del Mocol. ¿Qué vas a hacer?Lo mismo que le hiciste a la Chula Estrada. ¿Creíste que no lo sabía? No

necesito ver tu verdadero rostro pa´ saber que tú eres el que se la echó en el video.En ese momento entraron mis Socios. Muchachos –les dije-, ¿recuerdan lo que este cabrón le hizo a la Chula?

Pues le haremos lo mismo, pero a mordidas, despacito pa´ no atragantarnos y pa' hacerle justicia a la compañera.

Tuve que regresar a la escalera pa´ quitarles unas esposas a los soldados e inmo-vilizar al Cirilo Godínez, así podría encaminarlo, con serenidad y soltura, hacia una muerte estrilosa. Escuché gritos musicales: por lo visto el Corona y el Tícher anda-ban inaugurando el banquete sin mi permiso, y regresé a la recámara rapidito pa´ esposarlo, no me fueran a agandallar el postre entero. El Tícher sostenía al Cirilo, mientras el Corona le arrancaba los pezones a mordidas. Lo que no sabía era cómo le íbamos a hacer pa´ tronarle la quijada y ponérsela de corona en la cabeza, tal cual lo hizo Cirilo con la Chula Estrada pero, en fin, uno se da maña para todo, y al final lo conseguimos. Fue cosa de meter mano entre todos y, al mismo tiempo, tirar de la mandíbula y de la dentadura superior, en sentidos opuestos, hasta aflojarlos. Solo hubo que hacer un corte profundo alrededor de la boca para arrancar la mandíbula, a seis manos. El jaloneo fue intenso y, en poco tiempo, retiramos la pieza para coro-nar al Mocol: Rey de los Imbéciles. El video que tomé hará un bonito recuerdo para sembrar el terror en cada uno de los hijos de puta que se involucraron en esto.

El Corona y el Tícher todavía se daban vuelo con la comilona y tuve que pedirles que dejaran algo al Gonzo Pilato:

No se agandallen, llévenle itacate. Finalmente arranqué el corazón de Cirilo Godínez, luego de tomarle una

foto con el videófono, y me lo llevé envuelto en una camisa deshilachada. De repente sentí humedad en mis mejillas y saqué el cuchillo-espejo pa´ ver qué pasaba. El reflejo de la hoja mostraba los hilillos de llanto extendiéndose hasta mi barbilla, pero no sentía nada: ni pena, ni congoja, ni tristeza, nada en abso-luto. Entonces recordé que Mamá Hechicera nos dijo: “están atrapados entre la vida y la muerte, pero esto no es el Purgatorio, óiganlo bien, ustedes son Repa-rados, tienen vida y tienen muerte, y aunque no tengan sentimientos, habrá sentimientos que hablen por ustedes, pero no se les caerán los güevos, de eso ni se preocupen”.

Luego, cuando salimos de la casa del Mocol, empezó a llover, y recordé otras palabras de Chona Sabina: “la naturaleza llorará por ustedes, por nosotros”.

javier gonzález cárdenasla sonrisa del tuerto

javier gonzález cárdenas(Tijuana, 1973). Escritor, fotógrafo y periodista. Coordinador del Centro de Crea-ción Literaria Xavier Villaurrutia (DF). Tiene las licenciaturas en Comunicación y en Lengua y Literatura Hispanoamericana, ambas por la UABC. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en letras y medios audiovisuales.. Ha publicado Esto es lo que pienso de ti (novela, CECUT-CNCA, 1996) y Ficciones de carne y hueso (cuentos, Altanoche, 2008). Colabora en las revistas H para hombres, Nocturnario y eSpiral. En 2005 obtuvo el Premio Nacional de Cuento de Ciencia Ficción, otorgado por el estado de Puebla. En 2011 obtuvo el 3er. lugar en el 5to. virtuality literario Caza de Letras de la UNAM. Editorial Abismos publicó su novela Muerto después de muerto, del que La sonrisa del tuerto forma parte.

cuatro

la habitación de humoagustín fest

el humo original

ace unas semanas visité la Ciudad de México por diversos motivos, pero el principal fue repartir algunas copias de mi novela a un grupo de amigos, familiares y colegas. Por fortuna tuve que moverme

a varios lados de la Ciudad y, en cierto modo, me enamoré otra vez de ese lugar cáustico, vibrante y a veces

imposible. Traté de caminarlo el mayor tiempo posible, me negué a tomar un taxi para ir de un lado a otro. Quería revivir mi chi-languismo, el cual ha sido devorado lentamente por mi credencial de elector, que ya me acredita como cholulteca adoptado. Había olvidado muchas de las fórmulas, de los atajos y de las trampas que exige el Distrito Federal y gracias al olvido, me perdí múltiples y entretenidas veces. Me creí un vagabundo. Las siguientes son algunas imágenes del humo original:

1) La monumental estatua de una araña frente a Bellas Artes. Una niña, al verla, comenzó a llorar y su madre tuvo que vendarle los ojos para seguir la caminata. No me destapes, lloraba la niña, no quiero verla, me va a comer. No pude aguantarme la risa y la señora me sonrió en respuesta para luego usarme como un chantaje emocional. No pude confesarle mi temor que tam-bién crecía conforme me acercaba. La estatua estaba rodeada por varias bardas. Nunca supe si fue por seguridad, o porque algún malandro había montado la araña cual jinete de una fanta-sía postacopalíptica, o porque estaban protegiendo a los hijos de la araña que pronto saldrían, cada una, a hacer una casa frente a los Bellas Artes del mundo.

2) En el metro, si uno está paseando a hora pico, es vital la paciencia. Esto no funciona si tienes prisa por llegar a algún lugar. Me subí precisamente a la hora que todos toman la línea uno para ir a sus casas. El gentío apabullante combinaba a los fastidiados y los risueños. Tres viejos caminaron frente a mí y se recargaron en alguno de los anuncios publicitarios. Decidí imitarlos mientras distraía la cabeza con unos televisores que, en mi tiempo de vivir ahí, no me tocaron. Pasa un metro, se mete un cachito de gente, un hombre queda con un brazo afuera, otro no alcanza a pasar por la mochila, la gente de aden-tro empuja a los que no caben, la gente de afuera empuja las extremidades aprisionadas por las puertas para que ya se vaya. Los tres viejos esperaban con paciencia y me sentí parte de un club, del descubridor de un gran secreto. Quince minutos y varios carros después, los vagones estaban menos poblados y mejor dispuestos a recibir a la gente. Uno de los venenos del metro es la prisa. Agradecí a uno de los viejos con un gesto,

él me miró con la simpleza de quien desconfía de un extraño. Quizás me robé el fuego.

3) En el cine, a oscuras, después de la película, una joven sobaba el sexo de su novio. Los sorprendí por error y la chica, al verse descubierta, no se detuvo. La oscuridad no me dejaba interpretar su mirada: ¿desafío? ¿curiosidad? ¿gozo? El chavo simplemente miraba al techo mientras la gente pasaba frente a ellos para salir. Aparté la mirada. Sentí el pudor y la educación de los lugares pequeños.

4) La iglesia (?) de la cienciología, en Balderas, es un monu-mento, un aviso. Miré fascinado sus muros blancos, sobrios. Recordé que antes dicha institución se encontraba en un modesto edificio de la Narvarte. Caminaba frente a ella, todos los días, con los carteles vistosos anunciando las novelas bíblicas y de ciencia ficción de Ron L. Hubbard. Los carteles eran parecidos a las por-tadas de un libro de bolsillo gringo, de los años noventa. Ahora tienen su propio edificio de columnas dóricas (¿o eran jónicas?) sobre Balderas y Reforma. Pensé divertido qué, pronto, una araña se instalaría frente a su entrada.

5) Sobre el Eje Central me pararon para preguntarme qué número de calzado era y que si no deseaba pasar a la tienda para ver un cargamento de tenis nuevos. Que emocionante, estoy siendo cómplice de un negocio turbio, pensé divertido. Sí me gus-taría, dije, pero no traigo efectivo. El hombre asintió resignado, me palmeó el hombro y me dejó ir. Ya estaban cerrando el lugar y recordé a mi abuela, el mercado, la necesidad de hacer la última venta para cerrar el día en otra nota. Esa palmada no era para con-solarme a mí, sino para consolarse así mismo.

6) Creo que ya perdoné a la ciudad y sus animales. Mis últi-mos días viviendo allí, mi hermano y yo, fuimos asaltados por tres hombres armados. Me olvidé de ello. A cambio, la Ciudad me regaló un tranquilo paseo junto a mi esposa, a la media noche, en el Zócalo. Había algunos policías y algunas familias. Las calles estaban iluminadas y mejor pavimentadas. Otras familias aprove-chaban el momento, con sus niños y sus viejos. Nunca pensé que fuera posible caminar así, por el centro, sin otra preocupación que contemplar los edificios que de día estuvieron vivos, cual bestias de circo, y luego duermen después del espectáculo matutino. Sí, perdoné a la ciudad, al menos por un breve instante.

Regresar al Guardagujas también es un privilegio y La habi-tación de humo, es un lugar con sus modos y sus trampas. Espero puedan perdonarme la ausencia de algunos números pero es qué, a veces, algunos trucos me salen demasiado bien y debo desaparecer.

editores edilberto aldán J joel grijalva

consejo editorial beto buzali J alberto chimal J luis cortés J rodolfo jm

J norma pezadilla Jsofía ramírez J jorge terrones

diseño sarahi cabrera