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la jornada aguascalientes / suplemágico, misterioso y musical / number nine / mayo 2010 / hp://lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas 2 mis padres se conocieron cuando los Beatles ya se habían separado L os Beatles entraron a mi vida como entraron en la vida de tantas otras personas: para un siempre tenaz y verdadero. Hay gente que los detesta, hay quie- nes los dividen a partir del Sargento Pimienta, hay quienes prefirieron por sobre todas las cosas a los Rolling Stones, como si fuera una cuestión de elección última entre el cielo y el infierno. Así que el mundo se disloca el cuello y los oídos a partir de estos cuatro iconos de tazas de café, mousepads , afiches, relojes de pulsera, camisetas, todo lugar donde suelen aparecer en su mejor edad despeinada y son- riente, unidos en un proyecto revolucionario y estrepitoso. No se trata finalmente de aceptar o no el gusto por ellos sino de alguna manera saber que formamos parte de un siglo que los recuerda y que sigue concibiendo su estar en el mundo como un fenómeno vehemente. Las canciones más trilladas siguen sonando en comerciales de teléfonos, en soundtracks de películas, están en la cabeza uno que otro día que nos des- pertamos tarde, son motivo de conversación con la tía que dejamos de ver, con el hermano lejano, con los amigos. Mira lo difícil de eso: “you´ve got to hide your love away”, ¿puedes creerlo? Si algo logran Los Beatles –entre tantas cosas más- es una cierta unificación de criterios sentimentales, abier- tos, extendidos tan largos como el Támesis, puestos sobre la mesa, dispuestos a decir está bien que el corazón duela después del Blues… Más famosos que Cristo -declaración de Lennon que les valió que los fans quemaran sus discos en plazas públicas 5 si lo tocas al revés lo dice un hombre muerto 7 Hey Jude pero con la frase Rigo es Amor g el osado impulso de sentarse sobre una hojuela de maíz brenda ríos como protesta por sus declaraciones- pero vestidos y sin car- gar cruces de madera a menos que pertenezcan a bosques protegidos, mientras el mundo se divide en tres religiones mayores, y las cruzadas en sus defensas son arduas y peligro- sas la música acepta a todos, gente de fe en los instrumentos del alma: en la nota clara u oscura que nos toca y nos habita si viene de los otros para decir de nosotros, estos que somos en el poder índice del play. Me persiguen Los Beatles. Me dicen que no es por mí, que no soy importante para que sienta que unos músicos sesente- ros me acosen, que tan sólo forma parte de un fenómeno cul- tural y que es cuestión de aceptar que uno vive un tiempo en el que Universal Stereo tiene uno de los programas de radio más exitosos de México: la hora de Los Beatles y que en gene- ral suenan en los medios como cualquier banda de música de moda. Sin embargo, fuera de la hora del programa también me persiguen. Una vez lejos de México me quedé en una casa prestada, la amiga que viajaba conmigo empezaba a creerme que yo era una paranoica de la música hasta que empezó a notar que la habitación que me tocó tenía un reloj enorme de Los Beatles, carteles, libros; en las calles es a mí a quien le toca ver gente con camisetas del cuarteto, son una especie de fantasmas queriendo decir algo, y mientras no comprenda estarán haciéndose presente; cuando entro a cualquier lado, tienda, restaurante, café, empieza una canción de estos mu- chachos de acento tan claro que mi mejor inglés se los debo a ellos. Podían estar escuchando cualquier cosa pero de pronto –segundos antes que yo entrara- sentían la necesidad de Los Beatles. Ya me acostumbré: en

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guardagujas diez mayo 2010 suplemento La Jornada Aguascalientes

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la jornada aguascalientes / suplemágico, misterioso y musical / number nine / mayo 2010 / http://lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas

2mis padres se conocieron cuando los Beatles ya se

habían separado

Los Beatles entraron a mi vida como entraron en la vida de tantas otras personas: para un siempre tenaz y verdadero. Hay gente que los detesta, hay quie-nes los dividen a partir del Sargento Pimienta, hay

quienes prefirieron por sobre todas las cosas a los Rolling Stones, como si fuera una cuestión de elección última entre el cielo y el infierno. Así que el mundo se disloca el cuello y los oídos a partir de estos cuatro iconos de tazas de café, mousepads, af iches, relojes de pulsera, camisetas, todo lugar donde suelen aparecer en su mejor edad despeinada y son-riente, unidos en un proyecto revolucionario y estrepitoso. No se trata f inalmente de aceptar o no el gusto por ellos sino de alguna manera saber que formamos parte de un siglo que los recuerda y que sigue concibiendo su estar en el mundo como un fenómeno vehemente. Las canciones más tril ladas siguen sonando en comerciales de teléfonos, en soundtracks de películas, están en la cabeza uno que otro día que nos des-pertamos tarde, son motivo de conversación con la tía que dejamos de ver, con el hermano lejano, con los amigos. Mira lo difícil de eso: “you´ve got to hide your love away”, ¿puedes creerlo? Si algo logran Los Beatles –entre tantas cosas más- es una cierta unif icación de criterios sentimentales, abier-tos, extendidos tan largos como el Támesis, puestos sobre la mesa, dispuestos a decir está bien que el corazón duela después del Blues…

Más famosos que Cristo -declaración de Lennon que les valió que los fans quemaran sus discos en plazas públicas

5si lo tocas al revés lo dice un hombre

muerto

7Hey Jude pero con la

frase Rigo es Amor g

el osado impulso de sentarse sobre una hojuela de maízbrenda ríos como protesta por sus declaraciones- pero vestidos y sin car-

gar cruces de madera a menos que pertenezcan a bosques protegidos, mientras el mundo se divide en tres religiones mayores, y las cruzadas en sus defensas son arduas y peligro-sas la música acepta a todos, gente de fe en los instrumentos del alma: en la nota clara u oscura que nos toca y nos habita si viene de los otros para decir de nosotros, estos que somos en el poder índice del play.

Me persiguen Los Beatles. Me dicen que no es por mí, que no soy importante para que sienta que unos músicos sesente-ros me acosen, que tan sólo forma parte de un fenómeno cul-tural y que es cuestión de aceptar que uno vive un tiempo en el que Universal Stereo tiene uno de los programas de radio más exitosos de México: la hora de Los Beatles y que en gene-ral suenan en los medios como cualquier banda de música de moda. Sin embargo, fuera de la hora del programa también me persiguen. Una vez lejos de México me quedé en una casa prestada, la amiga que viajaba conmigo empezaba a creerme que yo era una paranoica de la música hasta que empezó a notar que la habitación que me tocó tenía un reloj enorme de Los Beatles, carteles, l ibros; en las calles es a mí a quien le toca ver gente con camisetas del cuarteto, son una especie de fantasmas queriendo decir algo, y mientras no comprenda estarán haciéndose presente; cuando entro a cualquier lado, tienda, restaurante, café, empieza una canción de estos mu-chachos de acento tan claro que mi mejor inglés se los debo a ellos. Podían estar escuchando cualquier cosa pero de pronto –segundos antes que yo entrara- sentían la necesidad de Los Beatles. Ya me acostumbré: en

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Elaborado por Servicios Editoriales de Aguascalientes S. de R.L. de C.V. para La Jornada Aguascalientes.

No se responde por originales no solicitados.

editores edilberto aldán: sargent pepper / joel grijalva: dr. robert

consejo adán brand: father mckenzie /beto buzali: mr. kite / alberto chimal: paperback writer / luis cortés: nowhere man / juan carlos gonzález: jay guru deva / rodolfo jm: sexie sadie / paloma mora: her majesty / josé ricardo pérez ávila: maxwell silver hammer / norma pezadilla: lady madonna /jorge terrones: the walrus

[email protected]

productor gustavo vázquez lozano:mister jones

los taxis, en el súper, en versio-nes instrumentales y en vivo, en canciones tril ladísimas o las

que se agradecen escuchar después de algún tiempo, canciones que habíamos olvidado y al momento de escucharlas es reconocerlas desde una costumbre arraigada; en bossa nova, en salsa, en instrumentos andinos, están aquí. No me sorprendería que aparecieran en mi espejo del baño barbudos como en la portada de Let it be, pidiendo que los afeite. Adoptaría una actitud estoica y procedería a hacer lo que me pidan, con rastril lo rosa les quitaría esas barbas de revolucionarios del Caribe. Hubo un tiempo que los detesté: viví con un beatlemaníaco (ah, sí, es una condición seria de las que deberían estar l lenas las clínicas, tan seria como la depresión es la obsesión por la voz apenas audi-ble en el concierto en la azotea y el análisis hermenéutico de cada composi-ción por muy tonta que suene) por cinco años. Si mi amor por estos greñudos continúa –y no por el susodicho- es por su perseverancia conmigo, soy una especie de proyecto personal, habría que redimirme o algo así.

Cinco años antes que yo viniera al mundo ellos deciden que deben terminar su relación pero, por otro lado, siguen de manera tan presente en mi vida como si trabajaran en una estación de tele y fueran el mismo viejo de traje gris y cor-bata rosa fingiendo sorpresa por las noticias del día desde hace treinta y pico de años. Nothing´s gonna change my world parece tan preciso: a uno lo mataron a ba-lazos y el otro muere de cáncer, quedan dos en el momento que escribo, y el mun-

do sigue en ellos intacto: no seamos ingenuos, no digo el mundo de los 60 y los conciertos última-vezenlaazotea, hablo del mundo que lograron ser

el osado impulso...

in our lifegabriela damián miravete

No somos una familia de profesionales beatlemaniacos. Aún peleamos al discutir si quien canta es John o George, es probable que no ganásemos la trivia de preguntas tipo “¿Cuál es el beatle más joven y viejo a la vez?”, ni tenemos memorabilia asombrosa

venida de la época que a mis padres les tocó vivir. No. Acaso seremos una familia como tantas que sólo puede confesarse incondicional sin remedio de la música de aquellos cuatro de la mis-ma forma en que somos incondicionales los unos de los otros. Somos, pues, una pequeña tribu que siempre ha considerado a los Beatles “uno de los suyos”. Porque siempre han estado ahí.

45 R PM: BRUJÍFER A Y GA BR IELITO.Mis padres crecieron en lugares y condiciones muy distintas, sin embargo, tuvieron algo

en común: Chica (así, en español, porque así es como lo recuerdan ellos, en consonancia con el espíritu de Universal Stereo). Doña Laura era en ese entonces Brujífera, la menor de cuatro hermanos, que se había anclado junto con su madre en San Andrés Tuxtla, Veracruz, mientras los otros iban y venían a visitar a su padre en el D.F. En aquel pueblo de brumas y verdores hechiceros a duras penas l legaban las novedades musicales. La diversión de Laurita consistía en contemplar largamente las fotos que ilustraban la enciclopedia de casa o dar paseos bajo la l luvia neblinosa de San Andrés hasta que uno de sus hermanos (ése que aún conserva cierto gesto de cuervo) se empecinó en construirse una guitarra. Sus dedos largos pulieron la madera, ataron las cuerdas para urdir las claves de un puñado único de melodías: las de los Beatles. Después el otro, (ése que tiene pinta de lobo) llevó un par de discos de 45 R PM al pueblo. Del tocadiscos de libro salieron canciones que sumergieron a la Brujífera en nuevas ensoñaciones. El hermano mayor (el que tiene un aire de mandril) no tenía muy claro si abandonar a Elvis y su copete de gaznate por aquellos muchachos con cabeza de ba-cinica. Con cuidado, los cuatro hermanos se turnaban para sintonizar, entre los ruidos de la estática, La Hora de John, George, Paul y Ringo, ¡Los Beatles! en Radio Capital, y las paredes se fueron llenando de pósters, recortes de periódico y revistas. Hasta que hubo que hacer las maletas, dejar la humedad selvática y los fantasmas de San Andrés para perseguir las prome-sas de la Ciudad de México.

Don Gabriel, que en ese entonces se l lamaba Gabrielito era, en contraste, un muchacho fresón y bienportado del Colegio Cristóbal Colón. Él y sus cinco hermanos pasea-ban por Lindavista, veían la tele, tomaban el tranvía. Mi padre se las arreglaba para

c d

g

incluso a pesar de sí mismos. Un mundo que está en el nuestro y se hace presente en momentos inusitados del tráfico y remiten a la infancia, a un olor de paseo, a un gesto del padre o la madre, un olor de comida, un abrazo de alguien, un aire de espera que habíamos olvidado, un sencillo gusto de vivir: la música que vive y perdura. Una vez en el metro escu-ché la conversación de unos adolescentes de camisetas negras: “¿cómo dices que se llaman?”, “Los Doors”, “¿en serio?”, “sí, te digo, me dijo mi papá.” Esto no creo que suceda con Los Beatles, no sé si algún día pase, pero –quién dice lo contrario- puede que un buen martes o un jueves bien de mañana nos alcance el olvido y no haya conmemoraciones ni programas especiales y que la nostalgia se ocupe de otros hombres y de otras mujeres, porque el tiempo no es justo ni tiene por qué serlo.

Lennon y McCartney son una marca registrada. Un binomio compara-ble a Dios-El diablo, Marx-Engels, Freud-Jung, y los que la imaginación ponga por ahí. Siguen vendiendo versiones inéditas, remasterizadas, re recordadas, son un prodigio del talento, la mercadotecnia, el osado im-pulso de sentarse en una hojuela de maíz, y ver cielos de mandarinas… poetas de una lucidez altazoriana… vivos y acosadores, citadinos aún si porteños.

La música es un sentido de orientación, un espacio de búsqueda y de reconocimiento. Si estamos en un lugar y no conocemos la canción esperamos que la siguiente nos haga un lugar propio, que sea la que nos recuerda algo. Una canción es un lugar propio. La música es un no-lugar que recrea espacios y momentos, un no-lugar capaz de conformar a su vez ciudades, salas de espera, habitaciones en penumbras, aromas de té, ancianas en el porche abanicándose fuera el calor, gente que ca-mina y se detiene a saludar, azares distintos que unen a unos y otros y se vinculan por el halo brumoso de lo que alcanzamos a recordar.

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agandallarse la consola familiar, luchando contra los vinilos de Ray Conniff o Jorge

Negrete para poner su disco favorito: La noche de un día difícil una y otra y otra vez. Y los demás poco a poco cedían con gusto; no así los abuelos, que iban de tanto en tanto a revisar si algo andaba mal con los altavoces. En el 65, su hermana Maru cumplió quince años. Para la f iesta, el abuelo contrató un conjunto venido desde El Salto de Juanacatlán, Jalisco, que era la sen-sación porque tocaban con guitarra hawaiana. Como era de esperarse, se chutaron todos los covers que Santo y Johnny habían hecho de las canciones beatle: la quinceañera bailó linda y sonriente Y la amo con algún chambelán de nombre ya perdido en la marea del tiempo. Pero el que mi padre recuerda como un momento cifrado fue la primera transmisión mundial simultánea de TV que hizo el satélite Pájaro Madrugador con el programa Nuestro Mun-do el 25 de junio de 1967. A hí George, John, Paul y R ingo interpretaron por primera vez Todo lo que necesitas es amor. La imagen ejerció su cualidad hipnótica: el insistente chiclote de John, el ritmo bonachón de R ingo, la can-didez de Paul, la serenidad de George… esa música y su invitación pacíf ica, la certeza de que ellos habitaban el mundo así, tocando la guitarra y dando buenas nuevas justo en el mismo instante en que él los miraba, el océano de por medio. ¿Qué más hacía falta para adorarlos de ahí hasta el f inal?

Mis padres se conocieron cuando los Beatles ya se habían separado.

CD: A R LETTE Y NESSIE.Siete años mayor que yo, mi hermana Ar-

lette era un ídolo hermoso y angustiante. La recuerdo ref lejada en el ventanal de aquel departamento, en las tardes lluviosas inter-calando la baraja de LP´s que teníamos en casa. Desde Katy la Oruga (que era verde) o el de Parchís para entretenerme, hasta el (Just Like) Starting Over, de Lennon y Ono, con el que yo me ponía loca y corría por la sala cantando las canciones de Yoko. Algu-no de esos días, mientras comíamos sopa de fideo, los tres mencionaron la trágica muerte de John Lennon. Jamás se me había ocurrido que quien hiciera música pudiera morir, pero yo tenía sólo cuatro años. De aquella época nunca olvidaré las cortinillas musicales del canal cinco (Si-si-sigue la hue-lla) que mostraban una joya compuesta por Paul McCartney: We all stand together, her-moso tema interpretado por sapos y luciér-nagas. Después nos mudamos, y con la casa nueva llegó la última maravilla tecnológica: el reproductor de CD´s. Fue un día muy feliz porque en tropel fuimos a Sanborn´s (que era la tienda con mayor repertorio de discos compactos) a surtirnos de toda la discografía de los Bitles (así, burlándonos) para estrenarlo. Ah, y uno de Bach y otro de Mozart también, “para escuchar la fideli-dad del sonido”. El reproductor de CD llegó también al coche, y cuando no nos ensimis-mábamos con nuestros respectivos walk-mans, Arlette y yo pedíamos a los Beatles: ella Revolver, o el White Album, yo el Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band. Esos pa-seos de complicidad familiar son, supongo, un tesoro para cada uno de nosotros. Pero lo que más nos gustaba hacer a mi hermana, nuestra perra -una maltesita feúcha de nombre Odie- y a mí era acampar por las noches en la sala para escu-char la música de los Beatles, bailando a los monstruos que salían de mi mejor juguete: el Fantasmaproyector, un artilugio que, como el nombre indica, tenía la virtud de mostrar sobre la pared un catálogo de figuras horrorosas salidas del imaginario de Los Cazafantasmas. Quizá no haga falta aclarar que yo era una niña bastante rara: disfrutaba caminar por los cementerios cuando salíamos a carretera, leía con entusiasmo a Édgar A llan Poe, l loraba de contento con la mera idea de que en algún lugar existiera ese cielo de diamantes por donde se paseaba la tal Lucy... así que mi gusto por los Beatles acabó por completar el enrarecimiento: mientras mis compañeritas de la escuela adoraban a Ga-ribaldi y tenían como referente amoroso las canciones de Luis Miguel, yo las clasif icaba en Penny Lane´s o Nowhere´s girls, y me preguntaba si alguna vez alguien pensaría en mí cuando escuchara Something o Woman. Ellos fueron, pues, mi escuela sentimental. En 1993 acudimos como posesos al concierto de Paul McCartney en el Foro Sol. Yo recuerdo dividir la vista entre el escenario y las caras radiantes, enloquecidas de mi padre y la tía Maru. Aquella noche,

...in our lifec d e

que habrá terminado en comilona de tacos al pastor, fue una de las más felices.Mis padres se separaron cuando tenía quince años. Arlette se casó, y yo no

quise volver a escuchar a los Beatles.

MP3: I M E MINE.Y no lo hice, hasta que se obró otro milagro tecnológico: el formato Mp3 y

sus parafernalia. Ya en la universidad, adicta al Napster y a la quema de listas de reproducción, volví al vicio familiar. En el Chevy morado, con la cajuela llena de papeles y porquería y media –pero muy universitaria-, instalamos un estéreo capaz de reproducir toda la discografía de los Beatles. Volándome clases o sufriendo el tráfico del centro, literalmente descubrí Glass Onion, To-morrow Never Knows y todas las maravillas que los años me habían preparado para disfrutar. Pero la noche de reconciliación total con el cuarteto fue aque-lla en la que murió Odie. Uno sabe cuando la infancia se le va para siempre, y esa triste hora va acompañada, en ocasiones, de la muerte de nuestras masco-tas. Mi padre me ayudó a enterrarla, y en el trayecto hacia el jardín donde la despediríamos me dijo “te voy a poner una canción”. Y Hey Jude sonó dulce y esperanzadora como el consuelo para el que fue hecha.

George Harrison murió el día que entregué el último de mis trabajos para graduarme. Lo marqué como un día detestable. ¿En qué hora me atrapará la muerte de Paul, o la de R ingo? ¿O será que el los sí v iv irán para siempre?

YOUTUBE: EMILIO Y LA INMORTA LIDA D.Los abuelos también se fueron (sin embar-

go, aún queda el papá de la Brujífera: ronda los 95 años), la tía Maru murió también –la ima-gino quinceañera en baile perpetuo, una tras otra canción gozosa-. Pero a las pequeñas tra-gedias de nuestra familia se sumaron algunas alegrías: Doña Laura se jubiló, y como premio a nosecuántos años de trabajo, decidió comprar una casita de f in de semana fuera de la ciudad. En algún momento decidimos que no podía-mos ser como todas las familias rotas. No era nuestro estilo, así que establecimos un acuerdo tácito y silencioso: estar juntos siempre que se pudiera, y eso incluyó la casita. Eso ha dado la oportunidad de que Doña Laura, Don Gabriel, Arlette, su familia y yo convivamos a fondo un par de días al mes; es decir, tres generaciones comparten la misma sala, el mismo baño y la televisión, con sus variopintas consecuencias. El ambiente es grave cuando la audiencia se di-vide entre los éxitos de los ochenta y el nuevo disco de Vicente Fernández, pero entramos en zona franca si alguien tiene la feliz ocurrencia de poner el DVD de A Hard Day´s Night a ma-nera de fondo musical, hay una armonía que se respira, tregua amorosa. Mi hermana alumbró tres clones: Carlos, quinceañero fanático de los Pumas; Paulina, eterna catadora de barnices de uñas, de seis años; y Emilio, de nueve, adorador irredento de The Beatles (así, todo en inglés, por favor). El gen recesivo del vicio tiene en Emilio a su máximo representante: el avatar de su Messenger es una caricatura de los fabulo-sos cuatro a través del tiempo, canturrea a solas Don´t Let Me Down, sabe el momento exacto en

que Paul brinca cuando cantan Get Back en la azotea de la discográfica, ha visto más que ningún otro todos los videos que YouTube tiene con la etiqueta “beatle”. Acabó en un tris con todos los niveles del The Beatles Rock Band y oh, rareza: Yoko Ono no le cae gorda (nota personal: a mí tampoco). Resulta curioso: puede que los Beatles sean el único grupo capaz de hacer charlar en la mesa a nietos y abuelos. Su rostro chapeado se ensombrece cuando mira una y otra vez, buscando quién sabe qué cosa, ese fragmento de la película Chapter 27 en donde se supone que Jared Letto debe matar a un f icticio John Lennon. Intuyo en su ceño extraviado que Emilio se pregunta por qué la gen-te que hace esa clase de música tiene que morir. Suspira y me dice con verda-dera preocupación “Desearía que los Beatles estuvieran de moda otra vez”. Dentro de mí sé que no mentiría del todo si le aseguro que John Lennon no ha muerto, y que los Bitles nunca dejarán de escucharse. Por lo menos, no mientras exista trazo alguno de esta familia en el mundo, cuyos miembros honorarios serán siempre Paul, John, R ingo y George. Así que sólo atino a sentarme junto a él, rodearlo con mis empalagosos brazos de tía, y poner una vez más ese close up de McCartney cantando Let It Be. “¡Esa déjala!”, gritará mi mamá desde la cocina.

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los beatles, una familia de tantas

guillermo vega zaragoza

Una de las portadas de los discos de los Beatles que más me gustan son los l lamados álbumes rojo y azul, las primeras compilaciones oficiales que siguieron a

la separación del grupo. El que incluye las canciones de 1962 a 1966 aparece el cuarteto Liverpool en la misma foto que utilizaron para el primer elepé del grupo, Please please me, en 1963, tomada en las escaleras de las oficinas generales de la disquera EMI en Washington Square, Londres. La con-traportada (que será también la portada de su mellizo, con canciones de 1967 a 1970) es una foto en el mismo lugar y la misma posición, sólo que seis años después. Originalmente, el grupo le pidió al fotógrafo que les tomó la primera que la repitiera, pues querían utilizarla como portada del malo-grado Get back , que debería haber aparecido en 1969, pero que terminó siendo Let it be, último álbum y testamento del grupo de rock más famoso e inf luyente de todos los tiempos.

Resulta curioso e intrigante admirar ambas fotos. Si uno no supiera que son los Beatles diría que las personas fotogra-f iadas no son las mismas. En la primera, cuatro jóvenes vein-teañeros felices y sonrientes, con toda la vida por delante, trajeados y peinados en forma similar. En la segunda, cuatro hombres maduros, con el pelo largo, uno barbado y dos con bigote, el gesto adusto, esbozando apenas una sonrisa, hasta podría decirse que parecen cansados o aburridos. ¿Qué les pasó a esos cuatro hombres? ¿Cómo es posible cambiar tanto en tan sólo seis años?

En alguna ocasión leí que los Beatles pasaron de ser una simple banda de rock and roll a convertirse en los sabios de la tribu, nada más que en su caso la tribu se trató de la juventud mundial de su época. Todos los jóvenes estaban pendientes de lo que hacían, decían o dejaban de hacer, no sólo en el aspecto musical sino incluso en términos sociales, culturales y hasta religiosos. En pocos años experimentaron vivencias persona-les que al común de los mortales nos llevan toda la vida.

A lguna vez, apesumbrado por el sentimiento de no haber hecho nada valiosos en mi vida, próximo a cumplir cuarenta años, le dije a una amiga: “¡Carajo! Y pensar que a John Len-non lo mataron a esta misma edad y ya había sido un Beatle”. A lo que ella completó: “Déjate de eso. No sólo había sido un Beatle sino que ya era un ex Beatle”. Es cierto: en unos cuan-tos meses pasaron de ser un grupito desconocido de Liver-pool a desencadenar una de las mayores histerias colectivas nunca antes vistas, eso que llamaron “Beatlemanía”.

¿Pero cómo empezó, evolucionó y terminó todo? Se tien-de a pensar que el big bang de la epopeya beatlesca fue el encuentro de Lennon y McCartney en el patio de la iglesia de San Pedro en Liverpool el seis de julio de 1957. Sin em-bargo, ese fue sólo el comienzo. Aún no había Beatles. Los Beatles como tales comenzaron cuando viajaron a Hambur-go, o mejor dicho: cuando regresaron de tocar en cabarets de mala muerte en ese puerto alemán ya eran, esencialmente, los Beatles. En su libro Outliers (Fueras de serie), Malcolm Gladwell los pone como ejemplo de “ la regla de las 10,000 horas”, que dice que cualquier persona que quiera sobresalir en lo que hace tiene que, entre otras cosas, practicar y tra-bajar en ello por lo menos esa cantidad de tiempo. En 1960 un empresario alemán llegó a Londres buscando grupos para que tocaran en sus clubes. De pura casualidad se encontró a un promotor de Liverpool que conocía a las bandas del puerto, entre ellas los Beatles. Así fue como llegaron a A le-mania. Hamburgo fue su cuartel de prácticas, el crisol en el que se forjaron como grupo, ya que tenían que tocar ocho horas diarias siete días a la semana. Entre 1960 y 1962, los Beatles habían tocado juntos 270 noches ante un público es-candaloso de marineros borrachos, gangsters y prostitutas. Como casi nadie les hacía caso, tocaban las mismas cancio-nes una y otra vez, las alargaban, les cambiaban el ritmo, las arreglaban, experimentaban. A l mismo tiempo que comían y

c d e b

No se sabe qué habrá pasado con el tipo aquél de la compañía de discos Decca que los rechazó porque “los grupos de guitarritas ya estaban pasados de moda”, pero de seguro lo corrieron, se suicidó o se hundió en el alcoholismo (claro, después la Decca firmó a cuanto greñudo se les acercó, incluidos los Rolling Stones).

peleaban en el escenario, aprendieron a tocar juntos, se con-virtieron en músicos bien acoplados, con un estilo propio que nadie más tenía cuando volvieron a Liverpool. Además estaba el atuendo y el comportamiento: regresaron hechos todos unos “rebecos”, con copetes envaselinados, chamarras de cuero, pantalones de mezclil la, botas picudas, guitarra-zos poderosos y aullidos destemplados. Se veían y sonaban únicos, atractivos, peligrosos. Para cuando llegaron a Esta-dos Unidos en 1964, el grupo había actuado en directo unas 1,200 veces, lo que casi ningún grupo actual logra hacer en toda su carrera.

Así fue como los vio por primera vez Brian Epstein, el jo-ven y tímido hijo del dueño de una tienda departamental que atendía la sección de discos. Fue a la Caverna, donde tocaban, a buscar un sencillo para atender el pedido de un cliente y salió con un cuarteto de chicos que cambiarían la historia de la música y de la cultura contemporánea. Epstein hizo que se bañaran, se cortaran el pelo, se peinaran y se uniformaran, para hacerlos más accesibles al gran público y la gente no sa-liera corriendo por su pinta de delincuentes juveniles.

No se sabe qué habrá pasado con el tipo aquél de la com-pañía de discos Decca que los rechazó porque “ los grupos de guitarritas ya estaban pasados de moda”, pero de seguro lo corrieron, se suicidó o se hundió en el alcoholismo (claro, después la Decca f irmó a cuanto greñudo se les acercó, in-cluidos los Rolling Stones).

Fue así como llegaron a la EMI, que los contrató, pero no tenía ni idea de qué hacer con ellos, ya que la compañía se de-dicaba a la música clásica, aunque sabía que algo podría salir si entraba en el mercado de la música juvenil. Así que se los en-cargaron al productor más joven con el que contaban, George Martin. No se podría entender a los Beatles sin la presencia de Martin en el estudio, interpretando, traduciendo, arreglando y registrando las ideas, locuras, ocurrencias y genialidades de Lennon y McCartney. Fue él quien hizo que despidieran a Pete Best, a pesar de que era el que más fans aportaba al grupo y en cuyo club, el Casbah, ensayaban y tocaban. Entonces llegó Ringo, el hombre con más suerte que haya existido jamás sobre la faz de la Tierra. La familia estaba completa.

Porque, en sus primeros años, los Beatles funcionaban como una familia, con Epstein y Martin como los padres. Epstein los cuidaba, apapachaba y consentía. Martin los ponía a tra-bajar y reconocía su genialidad. Como en toda familia, cada uno jugaba un papel y af loraban los conf lictos y rivalidades: John, el poeta rebelde, inconforme y atormentado; Paul, el guapito, melcochón y ambicioso, el hijito de mamá; George, el menor, callado y talentoso, y Ringo, el bufón, que los en-tretenía y mediaba a la hora de las riñas. Por cierto, los Ro-lling Stones nunca funcionaron como una familia sino como una pandilla: dos de ellos ( Jagger y Richards) se aliaron para terminar con el líder, carismático pero frágil, que era Brian Jones, sacándolo del grupo porque no quería evolucionar ni componer sus propias canciones, sino seguir tocando blues por los siglos de los siglos.

Sin embargo, a pesar de su éxi-to fulgurante, las cosas se em-pezaron a poner feas cuando la Beatlemanía se salió de madre. Ya ni siquiera se podían escu-

g

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char entre ellos al tocar en vivo, por los gritos histéricos de sus fanáticas. Vivían encerrados en los hoteles, porque en cuanto salían a la calle, si no los perseguían las fans, los atosigaban los reporteros y paparazzis que querían registrar todos y cada uno de sus movimientos. Así decidieron dejar de dar conciertos aquel 29 de agosto de 1966 en el Candlestick Park de San Francisco. Quizá ahí empezó la ruptura con Brian Epstein, quien moriría un año después de una sobredosis accidental de barbi-túricos, ya que él quería que siguieran haciendo giras, pues ése era el negocio principal y la más grande entrada de dinero.

El álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band es especial por muchas cosas. Primero, porque con él nació el rock. Antes de él, sólo había rock and roll. Como dijo Nik Cohn, el rock and roll es puro sexo, pero el rock es poesía. Los Beatles fusionaron a Chuck Berry con Bob Dylan y le pusieron cerebro a la música juvenil. No por nada fue el primer disco en incluir las letras en la contraportada: se trataba no sólo de escuchar sino de comprender. Atrás quedaron las rolitas insulsas de “nena, quie-ro estrechar tu mano”, las canciones se volvieron complejas, poéticas, oscuras, surrealistas, geniales. Siempre he tratado de imaginarme cómo debió sentirse alguien al exponerse al disco en cuanto salió a la venta. ¿Qué habrá pensado la gente al escuchar “A day in the life”? Seguro no lo creían. Pero era cierto, con el Sargento Pimienta los Beatles cambiaron la historia de la música, pero también cambiaron ellos y, por lo tanto, comenzó el inicio del f in del grupo.

Ya sin Epstein, empezaron los pleitos por el control de los negocios. Pachecos, atascados de mota y LSD, engolosinados con el éxito sin pre-cedentes que habían logrado, se sintieron capaces de manejar —sobre todo Paul, el más ambicioso de los cuatro— lo que Epstein había l leva-do hasta la fecha. El primer gran fracaso fue el Magical Mystery Tour, megalomaníaco experimento psicodélico de Paul. Luego crearon su propia compañía de discos, Apple, y vino el álbum blanco, donde la des-integración se hizo más que evidente. No por nada no salen en la porta-da. Ya no querían ser Beatles. Cada quien compuso y tocó sus rolas por su lado, o con poca participación de los demás. Empezó a revelarse el gran talento de Harrison, que puso celoso sobre todo a McCartney, que siempre había estado celoso también del talento y carisma de Lennon, quien a su vez había conocido a una artista avant-gard japonesa a la que llevaba a todas partes como si fueran siameses. A sugerencia de Paul, a f in de hacer un documental para la televisión, los f ilmarían ensayando y grabando su nuevo disco, que se l lamaría Get back . Sería el regreso de los verdaderos Beatles como grupo, tocando juntos otra vez, en vivo, nada de trucos ni experimentos en el estudio, sólo los cuatro, como an-tes, como cuando tocaban en Hamburgo o en la Caverna, para terminar con un mini concierto en la azotea de las oficinas de Apple.

La película titulada Let it be, que aparecería un año después, es muy triste de ver. Es como esas películas caseras donde vemos a la familia casi sin poder soportarse unos a otros, peleándose por nimiedades, haciendo berrinches o mostrando una indiferencia aún más hiriente. El colmo fue cuando Lennon quiso que Yoko fuera una Beatle. Eso sí que no, ya era de-masiado. La japonésida le había sorbido totalmente el seso. Además, Ha-rrison estaba hasta el gorro con las provocaciones de Paul y John, y decidió ahuecar el ala, hasta que Ringo lo convenció de que regresara.

Finalmente, decidieron darle sepultura al grupo con el mejor álbum de su carrera: Abbey Road, con los cuatro tocando como nunca, aco-plados e inspirados, como un verdadero grupo, a sabiendas de que era el f in. “Y al f inal / el amor que tomas / es equivalente / al amor que haces”, dice la última canción del disco. No es casualidad (nada lo es) que en Abbey Road los cuatro estén cruzando la calle. Cada quién esta-ba tomando su camino, dejando las cosas atrás, como sucede —como debe suceder— en todas las familias: los hijos crecen, maduran y se tienen que ir. La familia Beatle había terminado.

Desde luego, aún faltaba el último berrinchito del nene Paul, para dar el cerrojazo definitivo. Como no le había gustado la for-ma en que Phil Spector arregló y produjo sus canciones en la versión f inal de Let it be trató, sin éxito, de evitar su lanzamien-to y el 10 de abril de 1970 anunció que dejaba el grupo. Una semana después apareció su primer disco como solista, com-puesto, tocado y producido totalmente por él (¿así o más narcisismo?). El 8 de mayo apareció, por f in, Let it be, disco y película. Fue uno de los pocos álbumes de los Beatles que obtuvo críticas negativas por parte de la prensa musical.

Curiosamente, seis meses antes, sus archirrivales los Ro-lling Stones habían sacado un disco titulado Let it bleed, con un pastel en la portada. ¿Para festejar qué?

...una familia de tantas menester de juglaríaricardo pohlenz

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Abbey Road es un cruce cualquiera pero tiene su estrella

John no hace la guerra hace el amorse desviste a la menor provocaciónpeludo y bendito con Yoko de la manopara tomarse la foto en pelotas y sin edénmorsa aterido como el día de nacido píopopular como cualquier mesías de modarevelado veinte siglos atrás pero en vinylpreside de blanco como el empezar de nuevoel huevo inmaculado que cruza el bulevar.

Ringo no es un dingo que corre en jauríadesdomesticado en una isla australdescomunal del tamaño de un continente. Ringo le hace a la batería que no es de cocinaHace de cada tropiezo el estrépitode campanas que repican de mañanacomo pulpo en jardín con maracasa la sombrita bajo el mar entre las olasDesfila de negro deudo, sus razones tendrá.

Paul es el de las canciones tontas de amorTiempo tendrá después de muerto para hacerleal menso por ahora fuma porque hace dañopaseador del fuego ¡no se vaya a apagar!El ruidito ese que viene después de me siento cansadoSi lo tocas al revés lo dice un hombre muertono lo dejes de extrañar cuando hecho campode fresas sea un tonto sobre la colina salidopor las prisas sin zapatos a su último baile

George se deja llevar por los demás envuelto de mezclillapor el paso peatonal que tenían ahí juntito para la fotoen un rito de pasaje que persiste dibujado como nuevo signopara quienes vean al siglo veinte como un nuevo neolíticoes la vida un cordón en que se sigue cada atributo dadocomo chango que se trae algo mientras solloza la guitarracon la gentileza de un abolengo en tránsito viajantecon cerditos, un zapato marrón y un “ahí viene el sol” tan campante¿qué quisiera yo sino posar también en el camino de la abadía?

Así, así, en un a tráves¡tómame la foto de una vez!

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la favorita de la familiarogelio flores

La voz del diablo es la de Paul McCartney; Helter Skel-ter, su ordenanza. A l escucharla, la excitación irrumpe, y ya no puedes estar en paz. Por el contrario, te incen-

dias: tu mente se zambulle en una atmósfera ácida, virulen-ta, de decadencia absoluta y descontrol; como si sus notas fueran el brebaje sonoro del señor Hyde y te convirtieran en la versión más perversa de ti mismo. Black Sabath hubiera dado lo que fuera por haberla parido, Iron Maiden también. Y es que esta canción consigue discretamente, lo que pocas. A l escuchar su primer rif f, uno se entrega a ella con alegría y baja la guardia. Entonces sus guitarras psicóticas (que no psicodélicas) te secuestran; y esa letra extraña, que siendo francos, no es la gran cosa, te hipnotiza, sin importar que detrás suyo, anide una historia espantosa.

Helter Skelter es un tema legendario, que sin temor a exage-rar, partió la historia de la música pop. O corrijo: que serru-chó la historia de la música pop, ya que el corte no fue para nada quirúrgico, sino completamente salvaje, burdo, grotes-co. Y dejó todo lleno de sangre. Sangre que por obra y gracia de los medios de comunicación se diseminó por el mundo para salpicar de rojo la década de los sesenta y decirnos: el sueño terminó, la pesadilla comienza.

Charles Manson era un hijo de puta, literalmente. Hijo de una prostituta adolescente, fue abandonado para crecer en las calles, en medio de locos, pederastas y demás criminales, de quienes abrevó para consumarse como un peligroso jovencito que ya mataba y violaba antes de la mayoría de edad. En la cárcel conoció la música de los Beatles –a quienes consideró entonces como los cuatro jinetes del Apocalipsis que lo seña-laban como El Elegido (¿o el quinto Beatle?)– y se impuso dos misiones: acercarse a ello y erigirse como el nuevo Mesías. Al salir de prisión, en 1968, comenzó su peregrinar, reclutando en el camino a los apóstoles y concubinas con quienes fundó La Familia, una secta mezcolanza de satanismo, cristianismo, budismo y racismo extremo, cuya noble causa era redimir al mundo mediante asesinatos colectivos, terror y destrucción.

Entre los asesinatos f igura el cometido el 9 de agosto de 1969, el de Sharon Tate, estrella holly woodense en ascenso y prototipo de la belleza hippie, quien al momento de su sa-crif icio contaba ocho meses de embarazo. La crueldad ma-nif iesta en dicha ejecución no tardó en ser la comidilla de la prensa de espectáculos, quién como cerdo en chiquero, se regodeo en los detalles más escabrosos de la historia, en un circo mediático que –como atestiguamos todos los días– dejó escuela. Uno de estos detalles eran las f irmas declarato-rias de los responsables (entonces se desconocían que fueran La Familia): Kill the pigs y Helter Skelter. Ambas referencias del l lamado “álbum blanco” de los Beatles, que dicho sea de paso, es el más oscuro de todos sus discos.

¿Y qué significaba Helter Skelter? Poco realmente, si no es que nada. Y por eso, en la mente de un fanático de sí mismo, podía significar todo. Para Charles Manson era un llamado a lo que él entendía como la justicia que seguiría a su Apocalipsis, y por ello, no tenía empacho en usarla como soundtrack en los asesinatos que perpetraban sus apóstoles, a manera de mantram motivacional.

A l poco tiempo –y de manera ridícula– se descubrió la identidad de los asesinos, y pos-teriormente su modus operandi, en las declaratorias del juicio (otro circo, esta vez, jurí-dico) que llevó a La Familia a bailar el rock de la cárcel en una célebre cadena perpetua, que para Charles Manson, no ha terminado. Descubierta la interpretación mansoniana de Helter Skelter (y del “álbum blanco” en general) y expuestos los horribles asesinatos per-petrados por aquella caterva de hippies enloquecidos, la canción se convirtió en leyenda.

Diversos grupos de rock la han introducido a su repertorio, desde Mötley Cruë y Siouxie & The Banshees, hasta los beatlescos Oasis y U2 . A l respecto cabe mencionar que en un acto de arrogancia que sólo pudo cometer alguien sumamente inocente, Bono, de U2 gustaba de presentar su cover con la frase: “esta canción se la robó Charles Manson a los Beatles, ahora nosotros se la robamos a él”. Por supuesto nadie se tomó en serio dicha “recuperación” de Helter Skelter. A la fecha, e incluso escuchando la versión original, da

la sensación de que nunca le perteneció a los Beatles, que la verdadera estrella, en este caso, es Manson.

Lo anterior, no es descabe-llado. Si bien Helter Skelter goza de méritos propios para ser considerada como un gran tema dentro de la historia del rock (tan sólo en el aspecto meramente musical viene a ser la semilla de lo que des-pués conocimos como heavy metal), la leyenda oscura a su alrededor le ha otorgado un halo sórdido y perverso, que se ha traducido en centenas de devotos hacia la f igura de Charles Manson, y hacia la cultura de los asesinos en se-rie.

A la fecha, han pasado cua-renta años de estos aconteci-mientos (entre el juicio de La Familia y la separación defi-nitiva de los Beatles hay unos cuantos meses de diferencia) y todo ha cambiado. Los acó-litos de Charles Manson, en-vejecieron, casi todos arrepin-tiéndose de sus actos, algunos llegando incluso, a convertir-

se al cristianismo. Su casi homónimo, Charles Watson terminó siendo predicador y fundó una iglesia, mientras que un tal Billy Beausoleil, se consumó como productor de videos infantiles (!). Ambos, por supuesto, desde la prisión.

Susan Atkins, mejor conocida como “Sexy Sadie”, amante de Manson y autora material del asesinato de Sharon Tate, no tuvo problema para casarse con un buen hombre y te-ner hijos, aunque murió en septiembre del año pasado, pocos días después del cuarenta aniversario de su crimen y sin haber obtenido la libertad condicional que tanto buscó. Sólo Linda Kasabian (quién soltó toda la sopa en el juicio) y Sandra Good obtuvieron la libertad; una por colaborar con la autoridad, otra por cumplir su condena, que era menor. Los demás miembros de la secta han optado por un bajo perfil y han apelado su condena sin éxito, confesando su arrepentimiento por los crímenes cometidos.

Ajeno a todo arrepentimiento, Charles Manson, se mantiene f irme en sus creencias, nunca ha pedido perdón y a sus 76 años goza de cabal salud, mientras lee las cartas que a diario le envían sus admiradores y admiradoras. A veces cierra los ojos y piensa en esos días en que cargaba con su bonito “álbum blanco” a todas partes, escuchando Helter Skel-ter, la canción que le inspiró todo, una y otra vez

K M

malapata vap

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a. B / d. Bmarlén carrillo hernández ferman

K M N

John Lennon no estaba tan errado después de todo. Quizás The Beatles sí hayan sido más famosos que Je-sucristo, al menos si contamos el tiempo a partir del

siglo X X, época en la que la revolución tecnológica avanzó con pasos de titán, creando así multitudes globales, exacer-bando grupúsculos y soledades, y abriendo brechas genera-cionales entre nosotros y ellos (los que nacieron en el siglo XIX y anteriores): al menos a mí me da una f lojera exquisita el hecho de pensarme como ser humano ubicado veinte si-glos después del nacimiento de Jesucristo en una cada vez más distendida línea cronológica.

Creo que quienes nacimos después de 1945 y hasta más o menos 1992 (realmente no conozco a algún adolescente fanático de The Beatles en la actualidad. En todo caso, creo haberlos visto siguiendo ecos beatlerianos en portadas vir-tuales y videos extrañísimos transmitidos en MTV o pare-cidos) nos sentimos un poco más identif icados con la f igura mediático-musical legada por los “Fab-four” que con el paso del hijo de dios por este mundo: f inalmente, los ahora habi-tantes de una Galaxia de Gutenberg adelantada por Marshall McLuhan convivimos más con la producción del caótico mundo actual y sus símbolos (igualmente estrambóticos) que con la doctrina cristiana. O dicho de otro modo: dios ya estaba muerto cuando The Beatles l legaron. Ya había sido matado oficialmente con Hegel en su Fenomenología del espí-ritu, de 1807, y f inalmente con Nietzsche en su famoso libro Así hablaba Zaratustra, de 1885.

Mandalas por Hostias…Si bien es cierto que la religión en el hombre opera de una

manera crucial para su desenvolvimiento dentro del colecti-vo humano y como parte de su experiencia de vivir en este planeta, también lo es que los fenómenos de conquista (cuya causa se atribuye normalmente a la búsqueda o conservación del poder) utilizaron, de una forma u otra, al símbolo de Je-sucristo como recurso expansionista. Visto desde su aspec-to estético y cultural, la f igura de Jesucristo implica la exis-tencia y confirmación de algo que está más allá de nuestra perfección y, que precisamente por tener esa naturaleza, opera como puente de unión entre el hombre y la divinidad.

The Beatles nacen en un punto histórico de fragmenta-ción del mito divino y la conso-lidación de la perspectiva antropo-lógica como consecuencia del hallazgo de algo que competía por f in con la per-fección creacional: la tecnología. Es-tamos hablando de los primeros años de tranquilidad tras el período de la segunda posguerra mundial: ciertos patrones conductuales y sociales habían cambiado, la economía era otra y la visión de la religión como norma universal estaba desquebra-jándose a medida que el mundo y su sociedad tenía que enfrentar las vicisitudes engendradas por ellos mismos y sin el castigo o la ayuda de dios.

…Y strawberry fields for the worldSi partimos de la idea que The Beat-

les representaron el primer producto global que tuvo un impacto total tanto a nivel artístico, cultural y social como económico, entonces quizá sea más fácil entender por qué John Lennon (tal vez en un lap-

sus de arrogancia, tal vez en un lapsus más de jugueteo con la prensa y el mundo) tuvo la audacia de compararse con Jesucristo: fueron los primeros cuatro humanos que arrastraban (después de las doctrinas religiosas engen-dradas a partir de las enseñanzas del nazareno) a multitudes de todos los continentes, exhortándolos a un cambio que apelaba por la libertad de ser y la ruptura de paradigmas ineficaces para responder a las necesidades del momento.

El uso de acordes tomados de exponentes de la música clásica –pero trans-gredidos a discreción por el grupo musical– y la utilización de elementos co-loridos y notoriamente contrastantes con los sepias que pintaban el pasmo de la vida de las generaciones anteriores a 1962 (año en el que el cuarteto de Liverpool comienza su despegue a los diamantes de Lucy al realizar lo que sería su primera sesión de grabación en los estudios Abbey Road bajo el sello de la disquera Parlophone), tales como los accesorios y ropas con remi-niscencias orientales y curvas psicodélicas en sus estampados que desafia-ban abiertamente a la autoridad, así como las portadas de sus LP’s; aunado a la primera estrategia de mercado intercontinental (las presentaciones en vivo y transmitidas por televisión –como muestra tenemos la transmisión de The Ed Sullivan Show del 9 de febrero de 1964, cuando la agrupación fue vis-ta por aproximadamente 74 millones de estadounidenses– y las giras inter-nacionales, por mencionar algo), detonó en lo que se convertiría el primer fenómeno mercadotécnico-cultural de tantos de la segunda mitad del siglo X X que caracterizará de forma específ ica a la actual raza humana.

Sin contar que fue la primera banda musical en realizar álbumes ex pro-feso para algunas de las películas que rodó (el simple hecho de rodar una película siendo un grupo musical es ya de por sí un suceso digno de resaltar, si nos remontamos a esos años en los que el cine era considerado el “ boom” de la expresión artística).

Quizá sea tiempo de tomar un poco más en serio lo que Lennon dijera en aquella entrevista otorgada a la periodista Maureen Cleave y publicada en junio de 1966 por la revista Datebook.

Yo soy d. B.No es lo mismo haber construido el fenómeno denominado “ beatlemanía”

que ser, digamos, producto de él. Lo digo en sentido biológico y en sentido cultural: mi padre fue un beatlemaniaco moderado que jamás me impuso su música, pero tampoco le hizo mucha gracia el que yo durante mi adolescen-cia prefiriera escuchar a The Doors. Y verdaderamente no he podido encon-trar a un grupo pop de los que ahora se escuchan que no incluya al menos una nota musical de la extinta agrupación.

En términos jungianos, si bien no estuve demasiado inf luenciada cons-cientemente por The Beatles, mi inconsciente colectivo sí estuvo rodeado

por un escenario en donde todo era posible, estética y cultu-ralmente hablando, después del paso de los cuatro jinetes que

igual platicaban en sus canciones que creaban mitos, como ése que dice que Paul en realidad está muerto.

A los nueve años, me tocó escuchar una terrible versión en español del tema “Something” en la voz de Ana Gabriel. A mis

quince años viví, junto a otros tantos chicos de mi edad, la época de f inales de los noventa donde salía por MTV

una Fiona Apple entre vidrios cantando lacóni-camente el más famoso mantra de todos los tiempos. Hace ni dos años que escuché una ver-sión de la canción “Oh, qué gusto de volverte a ver” en la voz de A lek Syntek cuyo f inal tenía los

acordes de “Hey Jude”, pero con la frase “R igo es Amor”. Mis gustos hippies se formaron en no sé qué parte de mi inconsciente individual,

entre los colguijes hermosísimos de mi madre y las tandas de Beatles de la X EKS, una estación de A M famosa en Saltil lo por ser la única durante muchos años en transmitir canciones en inglés.

Y así como yo, hay miles de adultos que vivieron el suceso de The Beatles como si realmente el grupo hubiera l legado a presentarse en algún teatro, auditorio o estadio local.

Criogenia para la gloriaSi todavía nos siguiera sonando descabellada la frase de Lennon, habría que

pensar que son ya cuarenta años desde que Paul McCartney decidió disolver la agrupación y el mundo entero sigue escuchando a The Beatles. Millones de copias de sus discos aún siguen vendiéndose. YouTube y otros sitios de internet ofrecen gratuitamente desde podcasts caseros hasta canales con la discografía completa y remasterizada del cuarteto de Liverpool, prueba de que “Across the Universe” y “A ll together now” tenían, muy por debajo de la dermis, la instrucción de sembrar la unidad global.

Si tal unidad ha resultado perniciosa o no, no es culpa de los Fab-four. Simplemente nos ganó la humanidad que todos llevamos dentro.

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brenda ríos/ autora de El amor y otras cosas que se gastan por el uso, ironía y

silencio en la narrativa de Clarice Lispector, becaria del FONCA y la Fundación para

las Letras Mexicanas

guillermo vega zaragoza/ poeta y narrador, autor de los libros Antología de lo indecible y Desde la patria del insomnio. Su

blog: ombloguismo.blogspot.com

ricardo pohlenz/poeta y narrador, colabora como crítico en el blog de Letras Libres y es la voz cantante de

Los ositos arrítmicos de Lemuria

gabriela damián miravete/narradora y periodista, ha sido guionista y locutora

de radio, es una chica del siglo pasadohttp://naipesdeopalo.blogsome.com/

rogelio flores/es autor del libro Adiós, princesa. Ha publicado en Arcana,

Cambio y Legión. Participó en el casting para elegir al nuevo James Bond, quedó seleccionado entre los primeros lugares.

marlén carillo hernández ferman/licenciada en derecho por la Universidad Autónoma del Noreste, melómana y a veces desadaptada social, escribe en

Día Siete y en el blog:ref lexionesalvacio.blogspot.com

ruy feben/escritor entusiasta de las redes sociales, escribe en secreto

su primer novela, lo puedes leer en elclaxon.arts-history.mx

sergio martínez carrillo/cronista deportivo y cuentista, entre sus pasiones, además de la escritura, están su esposa,

los Pumas y un conejo de peluche

portada: nadla alejandrailustraciones:

norma pezadilla / ediliana solís

el farsanteruy feben

La noche que fue despedido de su banda, Pete Best salió a emborracharse al Casbah Club. Nadie estaba ahí para mirarlo, pero nosotros podemos volver en el tiempo y ob-

servarlo: se interna en el bar, esperamos, lo vemos más tarde salir de ahí dando tumbos. Ahí está el pobre Pete Best, recor-dando (con sorna, tropezando cada pocos metros, balbucean-do cada tanto una serie de improperios que no tienen por qué ser aquí reproducidos) la otra noche en que se lió a golpes con George, ese arrogante guitarrista del que John y Paul hablaban tan bien. Ahí está Pete, sonriendo por primera vez en la noche: encuentra cierto refugio en el pretexto de los que pierden la ba-talla: “they’re just jealous guys, but they know I’m Best” (hasta se siente poeta). Recuerda que Brian Epstein le dijo que el nuevo baterista tomaría su lugar desde ahora (“¡Y se llama Ringo! ¡Ese nombre de perro!”). Pete lo recordó todo en voz alta, convencién-dose de que su destino no es el de la música, sino el de empinarse, en perfecto silencio, todas las botellas que pudo encontrar en Li-verpool, que no fueron pocas. Nadie lo veía, salvo nosotros, que he-mos viajado en el tiempo hasta 1962 para observarlo arremolinado en sí mismo, tumbado junto a una puerta de Hayman’s Green St.

Como es lógico, vemos que esa noche Pete apenas consiguió dor-mir, temblando sin tregua dentro de una chaqueta de cuero man-chada con el vómito de desconocidos. Por virtudes del viaje en el tiempo, nos internamos en su cabeza, y vemos que esa noche Pete soñó en tramos intermitentes con la intensidad del que no tiene nada qué perder. Vemos en sus sueños una tarta que se prende en llamas, haciendo un íntimo show de pirotecnia. En el fuego se tra-zan toda clase de figuras: Pete tocando la batería ante una multitud que lo corea (“Pete is better! Pete forever, Ringo never!”), luego la turba se convierte en morsas voladoras que lo tasajean sobre el es-cenario. Pete volando entre diamantes, luego en las profundidades del mar, vestido de amarillo. Vemos a Paul muerto en un accidente automovilístico, volviéndose un fantasma gigante que ronda todas las noches en todos los sitios del mundo (“se lo tiene bien merecido, ese niño lindo”, se dice Pete, en sueños). Vemos a John (“ese maniá-tico engreído”) y a George abrazados, burlándose de él. Detrás de ellos, un hombre en llamas, saliendo de la tarta en llamas, hablán-dole a Pete con voz en llamas. Escuchamos:–Así que quieres vengarte, ¿no? –la voz f lamígera sonando como cítara.–Más que nada en el mundo.–Tengo una idea que puede funcionarte. ¿Quieres que te la diga?–Más que nada en el mundo.

Y el hombre en llamas cuenta a Pete su idea. Nosotros nos alarmamos: la idea involucra un libro, un joven, una noche de Nueva York en 1980. Pero no podemos hacer nada. Pete despertó, convencido de que sería capaz de esperar casi veinte años, adiestrar a un chico a sus órdenes, y luego consumar el plan. Nosotros no tenemos más remedio que verlo ponerse en

pie, volver corriendo a su casa, y dirigirse a Londres la mañana siguiente. Y entonces, veinte años de la vida de Pete transcu-rren ante nosotros en cámara rápida: un trabajo de panadero, una mañana en Picadilly, la lectura veloz de Catcher in the rye, una noche de desvelo, dos, tres, un anuncio clasificado en el New York Times, un viaje express a Fortworth, Texas, un chico de gafas, taciturno, dispuesto, un trato (que incluye el libro), todavía el trabajo de panadero, discusiones, “eres un farsante”, le dice a Pete el chico, otro acuerdo, todo en secreto, 1980, enero, marzo, julio, octubre, finalmente diciembre. Y nadie cerca para verlo.

La corrida veloz se detiene en una calle de Londres, el 9 de di-ciembre de 1980. Miramos a Pete de cerca, muy de cerca: el pei-nado a la James Dean que tenía la última vez que lo vimos ha mu-tado en un revoltijo entrecano; bajo la nariz hay un bigote tupido, aunque los ojos siguen del mismo azul profundo, aún encendido de rojo, sólo que esta vez no es la ebriedad, sino el impacto. Los brazos están llenos de harina, la panadería recién cerrada. Ya lle-va arrugas en las mejillas, en la frente. Acercándonos más, vemos tres gotas de sudor fluyendo lentas por las breves fisuras, ilumi-nadas por la luz intermitente de una televisión. Pete observa, con los ojos muy abiertos (“Increíble”, leemos, al meternos en su ca-beza). La imagen del monitor es del Edificio Dakota, en Nueva York, intercalándose con un retrato de John (“ese maniático en-greído”), quien, se entera Pete en este mismo instante, acaba de ser asesinado fuera de su departamento, por un joven taciturno, de gafas, que llevaba una copia de Catcher in the rye bajo el brazo. “Lo asesiné porque era un farsante”, dice en la televisión el ase-sino, de apellido Chapman o Cheapman, en transmisión en vivo desde otro continente. El plan del hombre en llamas, el que Pete Best lleva años urdiendo, se ha ejecutado a la perfección. Salvo (lo leemos en la mente de Pete) por una cosa.

El teléfono suena. Pete levanta el teléfono, con el ceño frunci-do. Nos metemos en la línea; escuchamos:-¿Qué pasó?- La voz de Pete, f lamígera como cítara.-Nada, jefe. Ese farsante…-¿No pudiste hacerlo mejor? –La voz de Pete retumba, todos los oídos del mundo sobre él; por un instante nosotros somos sólo uno entre una multitud que clama.-No pude hacer nada, jefe. Se me adelantó, ese Chapman… Pero el trabajo está hecho, ¿no es cierto? ¿No es lo que usted quería, a ese John muerto? ¿Qué importa si no fuimos nosotros?

Pete Best cuelga el teléfono. Por un instante entramos a su cabeza, leemos: “How does it feel to be one of the beautiful people, now that you know who you are?”, y una fuerza sobre-humana que sólo puede atribuirse al viaje en el tiempo nos levanta: vemos al pobre Pete de pie, solo, en medio de una ha-bitación, cubierto de harina, cada vez más pequeño: ya sin no-sotros, no tiene absolutamente a nadie para verlo, y terminará por convertirse en una mota de polvo. Lo último que escu-chamos antes de terminar el viaje: un eco lejano, repitiéndose hasta el infinito: look at all that lonely people.

1 west 72 streetsergio martínez1De lejos vi como Lennon salió del edif icio

Dakota, antes de subir a la limusina que lo es-peraba en la acera f irmó un par de autógrafos

a la pareja y al gordo de lentes, detrás de él iba Yoko –maldita bruja- pensé, por tu culpa se acabaron los Beatles. La limusina arrancó, la pareja y el gordo se veían entre sí, felices; yo creo que por las f irmas que acaban de obtener de John. Yo seguí cami-nando y cruce la calle para internarme en Central Park, caminé con mi perro por una hora y regresé a mi casa, esperé a mi esposa, cenamos y nos acostamos, casi nos estábamos durmiendo cuando se escucharon las deto-naciones y minutos después las sirenas de la policía.

2. Cuando John y Yoko llegaron a Record Plant, nos pusimos a trabajar en algunas canciones, Milk & honey, I´m stepping out y Walking on thin ice, que prácticamente quedó terminada, John al piano logró una buena versión en un par de tomas, incluso bromeo conmigo, me dijo: “¡eh Jack, empiezo a es-tar en forma, a este ritmo el álbum estará listo en menos de un mes!”, quedó de regresar el día siguiente a las 9 de la mañana.

3. Yo recibí la l lamada de auxilio de la central e inmediatamente me di-rigí al 1 West 72 Street, no estaba a más de tres calles así que asistí rápido, cuando llegué había un hombre tirado a la entrada del edif icio y una mujer l lorando y gritando que le habían disparado a su esposo, unos segundos

después l legaron mis compañeros, fue el oficial Mo-ran quien trasladó a Lennon en su patrulla hacia el hospital ante la tardanza de la ambulancia, por lo que sé él iba vivo… No, no sabíamos que era John Lennon el herido de bala, bueno no en un primer momento.

¿Quién capturó al asesino? Entre varios agentes lo sometieron, lo encontra-ron a unos metros del lugar de los disparos escondido en un callejón, no opu-so resistencia, inmediatamente lo esposaron, lo subieron a la patrulla y lo l levaron a la estación de policía…

4. Sí, yo soy el doctor Stephen Lynn. El paciente de aproximadamente 40 años llegó herido de bala y desangrándose, intentamos parar la hemorragia y le practicamos una toracotomía con la que tratamos de curar y valorar las heridas internas que le produjeron siete disparos, desafortunadamente no pudimos hacer nada por él ya que las mismas heridas y la pérdida de sangre fueron un factor determinante para que perdiera la vida. ¿Hora de la muerte? 23:15 horas.

5. No pueden culparme a mí por la muerte de Lennon, yo sólo cumplí con mi función. No me preguntaron si yo lo quería hacer o no, simplemente fui un instrumento. Sé que literalmente me cargan con el muerto, pero antes de mi entraron cuatro balas y después dos. ¿Qué culpa tengo yo de haber quedado alojada en el cuerpo de John Lennon?

K M N L