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El hijo del acordeonista BERNARDO A TXAGA ALFAGUAR A www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... El hijo del acordeonista

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El hijodel acordeonista

BERNARDO ATXAGA

ALFAGUARA

www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... El hijo del acordeonista

Título original: Soinujolearen semea© 2004, Bernardo Atxaga © De la traducción: Asun Garikano y Bernardo Atxaga© De esta edición:

2004, Santillana Ediciones Generales, S. L.Torrelaguna, 60. 28043 MadridTeléfono 91 744 90 60Telefax 91 744 92 24www.alfaguara.com

Depósito legal: M. 32.126-2004

© Cubierta: Jose Ordorika

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

ALFAGUARA H

El comienzo

Era el primer día de curso en la es-cuela de Obaba. La nueva maestra anda-ba de pupitre en pupitre con la lista delos alumnos en la mano. «¿Y tú? ¿Cómote llamas?», preguntó al llegar junto a mí.«José —respondí—, pero todo el mundome llama Joseba». «Muy bien.» La maes-tra se dirigió a mi compañero de pupi-tre, el último que le quedaba por pre-guntar: «¿Y tú? ¿Qué nombre tienes?». Elmuchacho respondió imitando mi ma-nera de hablar: «Yo soy David, pero to-do el mundo me llama el hijo del acor-deonista». Nuestros compañeros, niñosy niñas de ocho o nueve años de edad,acogieron la respuesta con risitas. «¿Y eso?¿Tu padre es acordeonista?» David asin-tió. «A mí me encanta la música —dijola maestra—. Un día traeremos a tu pa-dre a la escuela para que nos dé un pe-

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queño concierto». Parecía muy conten-ta, como si acabara de recibir una noticiamaravillosa. «También David sabe to-car el acordeón. Es un artista», dije yo.La maestra puso cara de asombro: «¿Deverdad?». David me dio un codazo. «Sí,es verdad —afirmé—. Además tiene elacordeón ahí mismo, en la entrada. Des-pués de la escuela suele ir a ensayar con supadre». Me costó terminar, porque Davidquiso taparme la boca. «¡Sería precioso es-cuchar un poco de música! —exclamó lamaestra—. ¿Por qué no nos ofreces unapieza? Te lo pido por favor».

David se fue a por el acordeón concara de disgusto, como si la petición le pro-dujera un gran pesar. Mientras, la maestracolocó una silla sobre la mesa principaldel aula. «Mejor aquí arriba, para que po-damos verte todos», dijo. Instantes des-pués, David estaba, efectivamente, allíarriba, sentado en la silla y con el acor-deón entre sus brazos. Todos comenza-mos a aplaudir. «¿Qué vas a interpretar?»,preguntó la maestra. «Padam Padam»,dije yo, anticipándome a su respuesta.Era la canción que mi compañero mejor

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conocía, la que más veces había ensaya-do por ser tema de ejecución obligadaen el concurso provincial de acordeonis-tas. David no pudo contener la sonrisa.Le gustaba lo de ser el campeón de la es-cuela, sobre todo ante las niñas. «Aten-ción todos —dijo la maestra con el estilode una presentadora—. Vamos a termi-nar nuestra primera clase con música.Quiero deciros que me habéis parecidounos niños muy aplicados y agradables.Estoy segura de que vamos a llevarnosmuy bien y de que vais a aprender mu-cho». Hizo un gesto a David, y las notasde la canción —Padam Padam...— lle-naron el aula. Al lado de la pizarra, lahoja del calendario señalaba que estába-mos en septiembre de 1957.

Cuarenta y dos años más tarde, enseptiembre de 1999, David había muertoy yo estaba ante su tumba en compañíade Mary Ann, su mujer, en el cementeriodel rancho Stoneham, en Three Rivers,California. Frente a nosotros, un hombreesculpía en tres lenguas distintas, inglés,vasco y español, el epitafio que debía lle-

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var la lápida: «Nunca estuvo más cercadel paraíso que cuando vivió en este ran-cho». Era el comienzo de la plegaria fú-nebre que el propio David había escritoantes de morir y que, completa, decía:

«Nunca estuvo más cerca del paraísoque cuando vivió en este rancho, hastael extremo de que al difunto le costabacreer que en el cielo pudiera estarse me-jor. Fue difícil para él separarse de sumujer, Mary Ann, y de sus dos hijas, Lizy Sara, pero no le faltó, al partir, la pizcade esperanza necesaria para rogar a Diosque lo subiera al cielo y lo pusiera juntoa su tío Juan y a su madre Carmen, y jun-to a los amigos que en otro tiempo tuvoen Obaba».

«Can we help you?» —«¿Podemosayudarle en algo?»—, preguntó Mary Annal hombre que estaba esculpiendo el epi-tafio, pasando del español que hablába-mos entre nosotros al inglés. El hombrehizo un gesto con la mano, y le pidió queesperara. «Hold on» —«Un momento»—,dijo.

En el cementerio había otras dostumbas. En la primera estaba enterrado

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Juan Imaz, el tío de David —«Juan Imaz.Obaba 1916-Stoneham Ranch 1992. Ne-cesitaba dos vidas, sólo he tenido una»—;en la segunda Henry Johnson, el primerdueño del rancho —Henry Johnson,1890-1965—. Había luego, en un rin-cón, tres tumbas más, diminutas, comode juguete. Correspondían, según mehabía dicho el propio David en uno denuestros paseos, a Tommy, Jimmy y Ron-nie, tres hámsters que habían perteneci-do a sus hijas.

«Fue idea de David —explicó Ma-ry Ann—. Les dijo a las niñas que bajoesta tierra blanda sus mascotas dormi-rían dulcemente, y ellas lo aceptaron conalegría, se sintieron muy consoladas. Pe-ro, al poco tiempo, se estropeó el expri-midor, y Liz, que entonces tendría seisaños, se empeñó en que había que darlesepultura. Luego fue el turno de un patode plástico que se quemó al caerse sobrela barbacoa. Y más tarde le tocó a una ca-jita de música que había dejado de fun-cionar. Tardamos en darnos cuenta deque las niñas rompían los juguetes a pro-pósito. Sobre todo la pequeña, Sara. Fue

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entonces cuando David inventó lo de laspalabras. No sé si te habló de ello». «Norecuerdo», dije. «Empezaron a enterrarvuestras palabras.» «¿A qué palabras te re-fieres?» «A las de vuestra lengua. ¿De ver-dad que no te lo contó?» Insistí en queno. «Yo creía que en vuestros paseos ha-bíais hablado de todo», sonrió Mary Ann.«Hablábamos de las cosas de nuestra ju-ventud —dije—. Aunque también devosotros dos y de vuestro idilio en SanFrancisco».

Llevaba cerca de un mes en Sto-neham, y mis conversaciones con Da-vid habrían llenado muchas cintas. Perono había grabaciones. No había ningúndocumento. Sólo quedaban rastros, laspalabras que mi memoria había podidoretener.

Los ojos de Mary Ann miraban ha-cia la parte baja del rancho. En la orilladel Kaweah, el río que lo atravesaba, ha-bía cinco o seis caballos. Pacían entrelas rocas de granito, en prados de hierbaverde. «Lo del idilio en San Franciscoes verdad —dijo—. Nos conocimos allí,mientras hacíamos turismo». Vestía una

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camisa vaquera, y un sombrero de pajala protegía del sol. Seguía siendo una mu-jer joven. «Sé cómo os conocisteis —di-je—. Me enseñasteis las fotos». «Es ver-dad. Lo había olvidado.» No me mirabaa mí. Miraba al río, a los caballos.

Nunca estuvo más cerca del paraísoque cuando vivió en este rancho. El hombreque esculpía la lápida se acercó a noso-tros con la hoja de papel donde había-mos copiado el epitafio en las tres len-guas. «What a strange language! But it’sbeautiful!» —«¡Es rara esta lengua, perohermosa!»—, dijo, señalando las líneasque estaban en vasco. Puso su dedo bajouna de las palabras: no le gustaba, que-ría saber si podía sustituirse por algunamejor. «¿Se refiere a rantxo?» El hombrese llevó un dedo al oído. «It sounds bad»—«Suena mal»—, dijo. Miré a Mary Ann.«Si se te ocurre otra, adelante. A Davidno le hubiera importado.» Busqué en lamemoria. «No sé, quizá ésta...» Escribíabeletxe en el papel, un término que enlos diccionarios se traduce como «redil, ca-sa de ganado, aparte del caserío». El hom-bre masculló algo que no pude entender.

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«Le parece demasiado larga —aclaró Ma-ry Ann—. Dice que tiene dos letras másque rantxo, y que en la lápida no le so-bra ni una pulgada». «Yo lo dejaría comoestaba», dije. «Rantxo, entonces», deci-dió Mary Ann. El hombre se encogió dehombros y regresó a su trabajo.

El camino que unía las caballerizascon las viviendas del rancho pasaba jun-to al cementerio. Estaban primero las ca-sas de los criadores mexicanos; luego laque había pertenecido a Juan, el tío deDavid, donde yo me había instalado; alfinal, más arriba, en la cima de una pe-queña colina, la casa donde mi amigo ha-bía vivido con Mary Ann durante quinceaños; la casa donde habían nacido Lizy Sara.

Mary Ann salió al camino. «Es ho-ra de cenar y no quiero dejar sola a Ro-sario —dijo—. Se necesita más de unapersona para hacer que las niñas apaguenla televisión y se sienten a la mesa». Ro-sario era, junto con su marido Efraín, elcapataz del rancho, la persona con la queMary Ann contaba para casi todo. «Pue-des quedarte un rato, si quieres —aña-

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dió al ver que me disponía a acompa-ñarla—. ¿Por qué no desentierras algunade las palabras del cementerio? Estándetrás de los hámsters, en cajas de ceri-llas». «No sé si debo —dudé—. Como tehe dicho, David nunca me habló de es-to». «Por miedo a parecer ridículo, pro-bablemente —dijo ella—. Pero sin ma-yor razón. Inventó ese juego para que Lizy Sara aprendieran algo de vuestra len-gua». «En ese caso, lo haré. Aunque mesienta como un intruso.» «Yo no me preo-cuparía. Solía decir que tú eras el únicoamigo que le quedaba al otro lado delmundo.» «Fuimos como hermanos», dije.«No merecía morir con cincuenta años»,dijo ella. «Ha sido una mala faena.» «Sí.Muy mala.» El hombre que esculpía lalápida levantó la vista. «¿Ya se marchan?»,preguntó en voz alta. «Yo no», respondí.Volví a entrar en el cementerio.

Encontré la primera caja de cerillastras la tumba de Ronnie. Estaba bastan-te estropeada, pero su contenido, un mi-núsculo rollo de papel, se conservaba lim-pio. Leí la palabra que con tinta negrahabía escrito David: mitxirrika. Era el

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nombre que se empleaba en Obaba paradecir «mariposa». Abrí otra caja. El ro-llo de papel ocultaba una oración com-pleta: Elurra mara-mara ari du. Se decíaen Obaba cuando nevaba mansamente.

Liz y Sara habían terminado de ce-nar, Mary Ann y yo estábamos sentados enel porche. La vista era muy bella: las casasde Three Rivers descansaban al abrigo deárboles enormes, la carretera de SequoiaPark corría paralela al río. En la zona lla-na, los viñedos sucedían a los viñedos, loslimoneros a los limoneros. El sol descen-día poco a poco, demorándose sobre lascolinas que rodeaban el lago Kaweah.

Lo veía todo con gran nitidez, co-mo cuando el viento purifica la atmósferay resalta la silueta de las cosas. Pero nohabía viento, nada tenía que ver mi per-cepción con la realidad. Era únicamentepor David, por su recuerdo, porque es-taba pensando en él, en mi amigo. Davidno volvería a ver aquel paisaje: las coli-nas, los campos, las casas. Tampoco llega-ría a sus oídos el canto de los pájaros delrancho. No volverían sus manos a sentir

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la tibieza de las tablas de madera del por-che tras un día de sol. Por un instante,me vi en su lugar, como si fuera yo el queacababa de morir, y lo terrible de la pér-dida se me hizo aún más evidente. Si alo largo del valle de Three Rivers se hu-biese abierto repentinamente una grieta,destrozando campos y casas y amenazan-do al propio rancho, no me habría afec-tado más. Comprendí entonces, con unsentido diferente, lo que afirman los co-nocidos versos: «La vida es lo más gran-de, quien la pierda lo ha perdido todo».

Oímos unos silbidos. Uno de loscriadores mexicanos —vestía un sombre-ro de cowboy— intentaba separar los ca-ballos de la orilla del río. Inmediatamen-te, todo volvió a quedar en silencio. Lospájaros permanecían callados. Abajo, enla carretera de Sequoia Park, los cochesmarchaban con las luces encendidas y lle-naban el paisaje de manchas y líneas decolor rojo. El día tocaba a su fin, el valleestaba tranquilo. Mi amigo David dor-mía para siempre. Le acompañaban, tam-bién dormidos, su tío Juan y Henry John-son, el primer propietario del rancho.

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Mary Ann encendió un cigarrillo.«Mom, don’t smoke!» —«¡Mamá, no fu-mes!»—, gritó Liz asomada a la ventana.«Es uno de los últimos. Por favor, no tepreocupes. Cumpliré mi promesa», con-testó Mary Ann. «What is the word for but-terfly in basque?» —«¿Cómo se dice butter-fly en lengua vasca?»—, pregunté a laniña. Desde dentro de la casa surgió lavoz de Sara, su hermana menor: «Mitxi-rrika». Liz volvió a gritar: «Hush up, si-lly!» —«¡Cállate, boba!»—. Mary Annsuspiró: «A ella le ha afectado mucho lamuerte de su padre. Sara lo lleva mejor.No es tan consciente». Se oyó un relin-cho y, de nuevo, el silbido del cuidadormexicano con sombrero de cowboy.

Mary Ann apagó el cigarrillo y sepuso a mirar en el cajón de una mesitaque había en el porche. «¿Te enseñó es-to?», preguntó. Tenía en su mano un li-bro de tamaño folio, unas doscientas pá-ginas perfectamente encuadernadas. «Esla edición que prepararon los amigos delBook Club de Three Rivers —dijo conuna media sonrisa—. Una edición de tresejemplares. Uno para Liz y Sara, otro para

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la biblioteca de Obaba, y el tercero paralos amigos del club que le ayudaron apublicarlo». No pude evitar un gesto desorpresa. Tampoco sabía nada de aque-llo. Mary Ann hojeó las páginas. «Daviddecía en broma que tres ejemplares esmucho y que se sentía como un fanfa-rrón. Que debía haber tomado ejemplode Virgilio y pedir a sus amigos que que-maran el original.»

La cubierta del libro era de colorazul oscuro. Las letras eran doradas. En laparte superior figuraba su nombre —conel apellido materno: David Imaz— y en elcentro el título en lengua vasca: Soinujo-learen semea —«El hijo del acordeonis-ta»—. El lomo era de tela negra, sin refe-rencias.

Mary Ann señaló las letras. «Por su-puesto que lo del color dorado no fue ideasuya. Cuando lo vio, se echó las manos ala cabeza y volvió a citar a Virgilio y a re-petir que era un fanfarrón.» «No sé quédecir. Estoy sorprendido», dije, exami-nando el libro. «Le pedí más de una vezque te lo enseñara —explicó ella—. Al finy al cabo, eras su amigo de Obaba, quien

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debía llevar el ejemplar a la biblioteca desu pueblo natal. Él me decía que sí, quelo haría, pero más tarde, el día que tu-vieras que coger el avión de vuelta. Noquería que te sintieras obligado a darleuna opinión —Mary Ann hizo una pausaantes de continuar—: Y puede que fueraésa la razón por la que lo escribió en unalengua que yo no puedo entender. Parano comprometerme». La media sonrisavolvía a estar en sus labios. Pero esta vezera más triste. Me levanté y di unos pa-sos por el porche. Me costaba seguirsentado; me costaba encontrar las pala-bras. «Llevaré el ejemplar a la bibliotecade Obaba —dije al fin—. Pero, antes deeso, lo leeré y te escribiré una carta conmis impresiones».

Ahora eran tres los criadores queatendían a los caballos de la orilla del río.Parecían de buen humor. Reían sonora-mente y se peleaban en broma, golpeán-dose con los sombreros. Dentro de lacasa alguien encendió la televisión.

«Llevaba tiempo con la idea de es-cribir un libro —dijo Mary Ann—. Pro-bablemente, desde que llegó a América,

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porque recuerdo que me habló de elloya en San Francisco, la primera vez quesalimos juntos. Pero no hizo nada hastael día que fuimos a visitar los carvings delos pastores vascos en Humboldt County.Sabes lo que son los carvings, ¿verdad?Me refiero a las figuras grabadas a cuchi-llo en la corteza de los árboles». Efecti-vamente, los conocía. Los había visto enun reportaje que la televisión vasca ha-bía emitido sobre los amerikanoak, losvascos de América. «Al principio —si-guió ella—, David anduvo muy conten-to, no hacía más que hablar de lo quesignificaban las inscripciones, de la ne-cesidad que tiene todo ser humano dedejar una huella, de decir “yo estuveaquí”. Pero de pronto cambió de humor.Acababa de ver en uno de los árboles al-go que le resultaba extremadamente de-sagradable. Eran dos figuras. Me dijoque se trataba de dos boxeadores, y queuno de ellos era vasco, y que él lo odia-ba. Ahora mismo no recuerdo su nom-bre». Mary Ann cerró los ojos y buscóen su memoria. «Espera un momento—dijo, poniéndose de pie—. He estado

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ordenando sus cosas, y creo que ya sédónde está la foto que le hicimos a aquelárbol. Ahora mismo la traigo».

Se estaba haciendo de noche, peroaún había algo de luz en el cielo; aúnquedaban allí nubes iluminadas por elsol, sobre todo de color rosa, redondas,pequeñas, como bolitas de algodón parataponar los oídos. En la parte baja delrancho, los árboles y las rocas de grani-to se difuminaban hasta parecer iguales,sombras de una misma materia; som-bras que, sobre todo, dominaban la ori-lla del río, donde ya no había ni caballosni criadores con sombrero de cowboy.Entre los sonidos, destacaba ahora la vozde un presentador de televisión que ha-blaba de un incendio —a terrible fire—en las cercanías de Stockton.

Mary Ann encendió la luz del por-che y me entregó la fotografía con el de-talle del árbol. Mostraba dos figuras enactitud de lucha, con los puños en alto.El dibujo era tosco, y el tiempo había de-formado tanto las líneas que podía pen-sarse que se trataba de dos osos, pero elpastor había grabado con su cuchillo,

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junto a las figuras, los nombres, la fechay la ciudad en que tuvo lugar el comba-te: «Paulino Uzcudun-Max Baer. 4-VII-1931. Reno».

«Es normal que David se llevaraun disgusto —dije—. Paulino Uzcudunsiempre estuvo al servicio del fascismoespañol. Era de los que afirmaban queGuernica había sido destruida por lospropios vascos». Mary Ann me observóen silencio. Luego me hizo partícipe desu recuerdo: «Cuando volvimos de Hum-boldt County, David me enseñó una fo-tografía antigua donde aparecía su padrecon ese boxeador y otras personas. Medijo que la habían hecho el día de la inau-guración del campo de deportes de Oba-ba. “¿Qué gente es ésta?”, le pregunté.“Algunos eran asesinos”, me respondió.Me quedé sorprendida. Era la primeravez que me hablaba de ello. “¿Y los de-más, qué eran? ¿Ladrones?”, le dije unpoco en broma. “Probablemente”, merespondió. Al día siguiente, cuando vol-ví del college, lo encontré en el estudio,poniendo sobre su mesa las carpetas quehabía traído a América. “He decidido ha-

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cer mi propio carving”, dijo. Hablaba dellibro».

La luz de la bombilla del porche real-zaba las letras doradas del libro. Lo abrí ycomencé a hojearlo. La letra era peque-ña, las páginas estaban muy aprovecha-das. «¿En qué año ocurrió todo eso? Merefiero a la excursión para ver los car-vings y lo de ponerse a escribir.» «Yo es-taba embarazada de Liz. Así que haceunos quince años.» «¿Tardó mucho enterminarlo?» «Pues, no lo sé exactamen-te —dijo Mary Ann. Volvió a sonreír,como si la respuesta le hiciera gracia—.La única vez que le ayudé fue cuando lepublicaron el cuento que escuchaste elotro día».

El cuento que escuchaste el otro día.Mary Ann tenía en mente El primer ame-ricano de Obaba, un texto que ella habíatraducido al inglés a fin de publicarlo enla antología Writers from Tulare County,«Escritores del condado de Tulare». Lohabíamos leído en el rancho, en presen-cia del propio David, apenas dos sema-nas antes. Ahora, él ya no estaba. Nuncavolvería a estar. En ningún sitio. Ni en el

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porche, ni en la biblioteca, ni en su es-tudio, sentado ante el ordenador de co-lor blanco que le había regalado MaryAnn y que utilizó hasta horas antes deingresar en el hospital. Así era la muerte,ésa era su forma de actuar. Sin pampli-nas, sin contemplaciones. Llegaba a unacasa y daba una voz: «¡Se acabó!». Des-pués se marchaba a otra casa.

«Ahora que recuerdo, hice más co-sas para él —dijo Mary Ann—. Le ayu-dé a traducir dos cuentos que escribiósobre dos de sus amigos de Obaba. Unode ellos se titulaba Teresa. Y el otro...».Mary Ann no conseguía recordar el títu-lo del segundo cuento. Sólo que tambiénera un nombre de pila. «¿Lubis?» Negócon la cabeza. «¿Martín?» Volvió a negar.«¿Adrián?» «Sí. Eso es. Adrián.» «Adriánformaba parte de nuestro grupo —ex-pliqué—. Fuimos amigos durante casiquince años. Desde la escuela primariahasta la época de la universidad». MaryAnn suspiró: «Un compañero mío del co-llege quería publicárselos en una revistade Visalia. Habló incluso de presentar-los a una editorial de San Francisco. Pe-

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ro David se echó atrás. No podía sopor-tar que se publicaran directamente eninglés. Le parecía una traición hacia lavieja lengua».

La vieja lengua. Por primera vez des-de mi llegada a Stoneham, advertí amar-gura en Mary Ann. Ella hablaba perfec-tamente español, con el acento mexicanode los trabajadores del rancho. Podía ima-ginarme lo que le habría dicho a Daviden más de una ocasión: «Si no puedes es-cribir en inglés, ¿por qué no lo intentasen español? Al fin y al cabo, el español esuna de tus lenguas familiares. A mí meresultaría mucho más fácil ayudarte». Da-vid se habría mostrado de acuerdo, peroposponiendo la decisión una y otra vez.Hasta resultar irritante, quizás.

Rosario apareció en el porche. «Mevoy a mi casa. Ya sabe que Efraín es in-capaz de hacerse un sándwich. Si no selo preparo yo, se queda sin cenar.» «Na-turalmente, Rosario. Nos hemos entre-tenido hablando», respondió Mary Annlevantándose de la silla. Yo la imité, y losdos nos despedimos de la mujer. «Lo de-jaré en la biblioteca de Obaba», dije lue-

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go, señalando el libro. Mary Ann asin-tió: «Allí al menos podrá leerlo alguien».«En la vieja lengua», dije. Ella sonrió an-te mi ironía, y yo me marché colinaabajo, hacia la casa de Juan. Iba a dejarAmérica al día siguiente, y tenía que ha-cer el equipaje.

Mary Ann volvió a sacar el tema dela vieja lengua a la mañana siguiente,mientras esperábamos en el aeropuertode Visalia. «Supongo que ayer te parecíantipática, la típica reaccionaria que sien-te fobia hacia lo minoritario. Pero nome juzgues mal. Cuando David y Juanconversaban entre ellos, lo hacían siem-pre en vasco, y para mí era un placer es-cuchar aquella música.» Estaban llaman-do para el embarque, no teníamos tiempopara grandes disquisiciones. «Quizás ayertuvieras razón —dije—. A David le ha-bría beneficiado escribir en otra lengua.Al fin y al cabo, él no pensaba regresara su país natal». Mary Ann desoyó mi co-mentario. «Me encantaba oírles hablar—insistió—. Recuerdo que una vez, re-cién llegada a Stoneham, le comenté a Da-

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vid lo rara que me resultaba aquella mú-sica, con tanta k y tanta erre. Él me res-pondió si no me había dado cuenta, queJuan y él eran en realidad grillos, dos gri-llos perdidos en tierra americana, y queel sonido que yo oía lo producían al batirsus alas. “Empezamos a mover las alasen cuanto nos quedamos solos”, me di-jo. Ése era su humor».

También yo tenía mis recuerdos. Lavieja lengua había sido, para David y pa-ra mí, un tema importante. Muchas delas cartas que nos habíamos escrito des-de su viaje a América contenían referen-cias a ella: ¿se cumpliría la predicción deSchuchardt? ¿Desaparecería nuestra len-gua? ¿Éramos, él y yo y todos nuestrospaisanos, el equivalente al último mohi-cano? «Escribir en español o en inglés sele haría duro a David —dije—. Somosmuy poca gente. Menos de un millón depersonas. Cuando uno sólo de nosotrosabandona la lengua, da la impresión deque contribuye a su extinción. En vues-tro caso es distinto. Vosotros sois millo-nes de personas. Nunca se dará el caso deque un inglés o un español diga: “Las pa-

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labras que estuvieron en boca de mis pa-dres me resultan extrañas”». Mary Annse encogió de hombros. «De todos mo-dos, ya no tiene remedio —dijo—. Perome hubiera gustado leer su libro». Reac-cionó enseguida y añadió con ironía: «Po-cas veces se dará el caso de que una ameri-cana tenga que decir: “Las palabras queestuvieron en boca de mi marido me re-sultan extrañas”». «Bien pensado, MaryAnn», dije. Ella hizo un juego de palabras:«Bien quejado, querrás decir». Su acentoamericano era de pronto muy fuerte.

Empezaron a avisar para el embar-que, no había tiempo para seguir hablan-do. Mary Ann me dio el beso de despe-dida. «Te escribiré en cuanto lea el libro»,prometí. «Te agradezco que hayas estadocon nosotros», dijo ella. «Ha sido una ex-periencia dura —dije—, pero he apren-dido mucho. David tuvo mucha entere-za». Volvimos a besarnos y me puse en lafila para embarcar.

Las nubes de color rosa que la vís-pera había visto desde Stoneham seguíanen el cielo. Desde la ventanilla del aviónparecían más planas, platillos volantes

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en un cielo azul. Saqué el libro de Davidde mi maleta de mano. Venían primerolas dedicatorias: dos páginas para Liz ySara, cinco para su tío Juan, otras tantaspara Lubis, su amigo de la infancia y ju-ventud, dos para su madre... y luego elgrueso del relato, que él definía como«memorial». Guardé de nuevo el libro.Lo leería durante el vuelo de Los Ánge-les a Londres, en la etérea región que sur-can los grandes aviones y en la que nadahay, ni siquiera nubes.

Una semana más tarde escribí a Ma-ry Ann para informarle de que el librode David se encontraba ya en la bibliote-ca de Obaba. Le dije también que habíahecho una fotocopia para uso personal,porque los sucesos narrados me resulta-ban familiares y yo figuraba como pro-tagonista en alguno de ellos. «Espero quehacer una cuarta copia y aumentar la edi-ción no te parezca mal.» El texto era im-portante para mí. Quería tenerlo a mano.

Le expliqué luego cómo veía yo laforma de actuar de David. A mi enten-der, él había tenido más de una razón

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para escribir sus memorias en lengua vas-ca aparte de la que le había apuntado enel aeropuerto de Visalia, referida a la de-fensa de una lengua minoritaria. En po-cas palabras, David se había resistido aque su vida primera y su vida segunda,la «americana», se mezclaran; no habíaquerido implicarla a ella, principal res-ponsable de que en Stoneham se sintiera«más cerca que nunca del paraíso», enasuntos que le eran ajenos. Al fin, entrelas posibles alternativas —la de Virgilio,por ejemplo: quemar el original— habíaelegido la más humana: ceder al impul-so de difundir su escrito, pero a travésde una lengua hermética para la mayo-ría, aunque no para la gente de Obabani para sus hijas, si éstas seguían su deseoy decidían aumentar su léxico e ir másallá de mitxirrika y de las otras palabrasenterradas en el cementerio de Stoneham.

«Él consideraba que el caso de lagente de Obaba y el de tus hijas era dis-tinto —argumenté—. Los primeros te-nían derecho a saber lo que se decía deellos. En cuanto a Liz y Sara, el libro po-dría ayudarles a conocerse mejor, por-

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que hablaba de su progenitor, un ciertoDavid que, inevitablemente, seguiría vi-viendo dentro de ellas e influyendo, sinsaberse en qué medida, en su humor, ensus gustos, en sus decisiones».

Copié, al final de la carta, las pala-bras que David había utilizado comocolofón de su trabajo: «He pensado enmis hijas al redactar todas y cada una deestas páginas, y de esa presencia he saca-do el ánimo necesario para terminar ellibro. Creo que es lógico. No hay que ol-vidar que incluso Benjamin Franklin, quefue un padre bastante desafecto, incluye“la necesidad de dejar memoria para loshijos” en su lista de razones válidas paraescribir una autobiografía».

Mary Ann contestó con una postalde la oficina de correos de Three Rivers.Me expresaba su agradecimiento por lacarta y por haber hecho realidad el de-seo de David. Me formulaba, además,una pregunta. Quería saber qué opiniónme merecía el libro. «Muy interesante,muy denso», le respondí. Ella me envióuna segunda postal: «Entiendo. Los he-chos han quedado muy apretados, co-

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mo anchoas en un tarro de cristal». Ladescripción era bastante exacta. Davidpretendía contarlo todo, sin dejar va-cíos; pero algunos hechos, que yo co-nocía de primera mano y me parecíanimportantes, quedaban sin el relieve ne-cesario.

Unos meses después, faltando yapoco para que finalizara el siglo, puse aMary Ann al corriente del proyecto quehabía empezado a madurar a mi regresode los Estados Unidos: deseaba escribirun libro basado en el texto de David, rees-cribir y ampliar sus memorias. No co-mo aquel que derriba una casa y levantaen su lugar una nueva, sino con el espíri-tu del que encuentra en un árbol el car-ving de un pastor ya desaparecido y de-cide marcar de nuevo las líneas para darun mejor acabado al dibujo, a las figu-ras. «Si lo hago de esa manera —expli-qué a Mary Ann—, la diferencia entrelas incisiones antiguas y las nuevas se bo-rrará con el tiempo y sólo quedará, so-bre la corteza, una única inscripción, unlibro con un mensaje principal: Aquí es-

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tuvieron dos amigos, dos hermanos». ¿Medaba ella su beneplácito? Me proponíaempezar cuanto antes.

Como siempre, Mary Ann me res-pondió a vuelta de correo. Decía alegrar-se con la noticia, y me informaba del en-vío de los papeles y de las fotografías quepodían resultarme útiles. Aseguraba, ade-más, que actuaba empujada por su pro-pio interés, «porque si tú escribes el libro,y luego se traduce a una lengua compren-sible para mí, no me será difícil identifi-car qué líneas corresponden a la vida quetuvo David antes de que nos conociéra-mos en San Francisco. Quizás cicatricenbien tus correcciones y tus añadidos, vol-viéndose irreconocibles para el extraño;pero yo compartí con él más de quinceaños de mi vida, y sabré distinguir el tra-bajo de las dos manos». Ya en la posdata,Mary Ann sugería un nuevo título, Ellibro de mi hermano, y la conveniencia deno olvidar a Liz y a Sara, «pues, como túdecías hace unos meses, pueden conver-tirse en lectoras del libro, y no me gusta-ría que ello les acarreara ningún sufri-miento inútil».

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Volví a escribir a Stoneham, y la tran-quilicé con respecto a sus hijas. Pensaríaen ellas en cada una de las páginas, tam-bién para mí serían una presencia. De-seaba que mi libro las ayudara un día avivir, a estar mejor en el mundo. Natu-ralmente, no todos mis deseos eran tannobles. También me movía el interés. Norenunciaba a mi propia marca, desechan-do la otra opción, la de convertirme enun mero editor de la obra de David. «Ha-brá gente que no comprenderá mi for-ma de actuar y que me acusará de arrancarla corteza del árbol, de robar el dibujo deDavid —expliqué a Mary Ann—. Di-rán que soy un autor acabado, incapazde escribir un libro por mí mismo, y quepor eso recurro a la obra ajena; sin em-bargo, la verdad última es otra. La verdades que, conforme pasa el tiempo y loshechos se alejan, sus protagonistas em-piezan a parecerse: las figuras se empas-tan. Así ocurre, según creo, con David yconmigo. Y también, quizás en otra me-dida, con nuestros compañeros de Oba-ba. Las líneas que yo añada al dibujo deDavid no pueden ser bastardas».

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Han transcurrido tres años desdeaquella carta, y el libro es ya una realidad.Sigue teniendo el título que tuvo desdeel principio, y no el sugerido por MaryAnn. Pero, por lo demás, sus deseos y losmíos están cumplidos: no hay en él nadaque pueda hacer daño a Liz y Sara; tam-poco falta nada de lo que, en nuestrotiempo y en el de nuestros padres, ocu-rrió en Obaba. El libro contiene las pa-labras que dejó escritas el hijo del acor-deonista, y también las mías.

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Bernardo Atxaga(Asteasu, Gipuzkoa, 1951) se licenció en CienciasEconómicas y desempeñó varios oficios hastaque, a comienzos de los ochenta, consagró suquehacer a la literatura. La brillantez de su tareafue justamente reconocida cuando su libro Obabakoak recibió el Premio Euskadi, el Premiode la Crítica, el Prix Millepages y el Premio Nacional de Narrativa. A Obabakoak le siguieronnovelas como El hombre solo o Esos cielos, ylibros de poesía como Poemas & Híbridos(cuya versión italiana obtuvo el Premio CesarePavese de 2003). Su obra ha sido traducida aveinticinco lenguas. La edición en euskera de El hijo del acordeonista ha recibido el Premio dela Crítica 2003 y el Premio Euskadi de Plata.Bernardo Atxaga es ya uno de los creadores demayor hondura y originalidad en el panoramaliterario de este principio de siglo.

Este libro se terminó de imprimiren los Talleres Gráficos

de Unigraf, S. L.Móstoles, Madrid (España)