guardagujas 24

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http://lja.mx/guardagujas abril 2011, n° 24 Y es que en esta ciudad no hay puentes de los cuales lanzarse; no hay saltos que, a fuerza del asombro arrancado en un golpe seco y un grito, sean capaces de arreglar estas cosas. E l problema es que los hombres somos seres de batallas, no de gue- rras... Estamos siempre a la espera de la siguien- te oportunidad para equilibrar el marcador en contra de la mujer en turno… O debido a ella, dado el caso… Somos el sexo que no sabe de despecho, no importa lo que suela decirse… Sabemos, en cambio, de derrotas que hay que revertir, de ofensas que deben ser vindicadas… No se trata de ganar, sino de quedar a mano. Sucesión de frases y sorbos de cervezas: esas eran las conversaciones que tenía con Alfonso en aquellos días en que estar en Chicago era la mejor manera de estar en ninguna parte. Aterido, la mirada perdida en el lago, me limitaba a validar lo que escuchaba con una sucesión es- paciada de monosílabos y movimientos de cabeza ambiguos, que bien podían decir “Vale, yo te entiendo” o “Mira tú, lo que son las cosas”. De ahí que siempre terminara bebiendo más que Alfonso. Lata tras lata, parecía que utilizaba la cerveza para no atragantarme con los temas que me iba arrojando, le escuchaba, pasivo pero tenso, llenaba oídos y áni- mo con sus discursos y su peculiar manera de ver la vida: categóricos y enérgicos, densos. Así cuando sentía que una buena cantidad de pala- bras se había alojado en mi atención, daba un gran trago a la lata, y casi podía sentir como deglutía esa mezcla de sonidos y alcohol a la que, dicho sea de paso, atribuía mis intensas resacas al siguiente día. Alfonso en cambio, acompañaba cada frase con un sorbo corto y es- paciado, gesto ensayado, crónico, con el que parecía apenas refrescar la garganta, cual si quisiera remojar un poco la siguiente frase y así suavi- zarla, atenuar su sabor, por intenso que fuera. Tal vez por eso no impor- taba lo que dijera, Alfonso no lograba ofender o contrariar. Está, por ejemplo, aquél muchacho… -continuó Alfonso aquella vez, la cerveza fija en su mano izquierda, en arco constante de noventa gra- dos entre la escuadra de su antebrazo y la altura de su boca–. El del bar de la esquina… Le decían el Tuco… Omar se llamaba, creo… Su novia, su exnovia, siempre fue de las que estudian, de las que no saben quedarse quietas… Se graduó de la universidad, consiguió un trabajo en el centro –lo dijo así, universidad y centro, nunca decía college ni downtown, a menos que estuviera hablando en inglés con alguien que no fuera latino o que fuera latino pero no hablara español–. En el cen- tro, como Susana y tú, licenciado… Tres meses en ese empleo y la chica comenzó a decir cosas… Como que ella se merecía un día a la semana para salir con sus amigas sin que el Tuco pudiera acompañarla… Ni llevarla, ni recogerla… Al cumplir seis meses en esa oficina la novia del Tuco se compró un auto y ya no tomó el tren para ir y regresar del tra- bajo… No le pedía al Tuco que la llevara al centro comercial –así: cen- tro comercial, Alfonso tampoco decía mall, ni shopping–. Nueve meses de empleo bastaron para que empezaran las peleas entre el Tuco y la novia... Que si los gustos no eran los mismos, que si el Tuco veía co- sas donde no las había, que si ella había cambiado y ahora se sentía especial, que si una cosa, que si la otra… Y no, hay que decirlo, la novia del Tuco no estaba saliendo con nadie más… El mismo Tuco lo decía, y no es que no hubiera bus- cado culpables… Nadie la andaba rondando, nadie la pretendía… Me gustaba de Alfonso, que tenía siempre claro el idioma en que tenía que hablar en cada ocasión. Odiaba ese dialecto que es tan habitual en los barrios latinos de las afueras de Chicago, en el que nadie habla cien por ciento inglés ni cien por ciento español sino una mezcla burda, ra- yana en el chiste. Lo que pasa es que hay amores que se van gastando, o bien que nunca fueron realmente amores, ¿ves?... Eran más bien pequeños engaños que duraron poco, a los que se les fue cayendo el esmalte, el brillo… Porque la primera condición para que un engaño funcione es que el que enga- ña se crea también un poco de la mentira que dice… Al parecer un día esta muchachita dejó de creerse su parte del engaño… Y, pues… -dejó escapar un sonido parecido al que hace un balón cuando se desinfla-. Los sorbos que daba Alfonso a su cerveza eran siempre cortos, lim- pios, privados de ese sonido molesto y habitual que hace el líquido al chocar entre la lata y los labios, al crear un vacío entre las mejillas y la lengua, especie de chasquido húmedo que nunca he logrado tolerar, a menos que se trate de criaturas, de bebés con vasos entrenadores. Eso también me gustaba de Alfonso y en parte por eso le perdonaba aque- llas pausas mínimas y alevosas entre cada frase. El ritmo de su charla se asemejaba al del oleaje que podíamos ver desde la cerca en la que estábamos acodados. Y resulta que a este Tuco… El tal Omar… No se le ocurrió mejor forma para ponerse a mano… Para recuperar el balance perdido en ese tablero en el que sólo él llevaba cuentas... No halló mejor forma de res- tablecer el equilibrio que tirarse de un puente que está en la 294… el puente en Cicero… Sobre la misma avenida que tomaba cada día su no- via para volver al suburbio… ¡Así de genial, según su entendimiento!… Brincó justo en el instante en que el auto de su novia estaba por pasar bajo el puente… Para caer sobre ella, o mejor aún, con tal tino que cayó frente a ella y quedó bajo las llantas del auto… Era claro que no busca- ba sólo hacerse algo de daño, o nomás causarle un susto a la chamaca… Fue por el show completo… Acto final… Telón… Aplausos. Alfonso celebró su propio efecto dramático, tratando de girar sobre un pie, en un gesto que quería emular algún movimiento de ballet, pero que dada su falta de pericia terminó en un traspié y en esfuerzos por mantener el equilibrio y no caer. Se repuso, aún divertido volvió a po- ner los codos sobre la cerca, y tras dar otro sorbo a su cerveza, continuó como si nada. juegos malabares luis cortés Para Edilberto Aldán, que confía y salta en estas letras. jesús ricardo flores márquez

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guardagujas veinticuatro (24) abril 2011 suplemento de La Jornada Aguascalientes

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Page 1: guardagujas 24

http://lja.mx/guardagujas abril 2011, n° 24

Y es que en esta ciudad no hay puentes de los cuales lanzarse; no hay saltos que, a fuerza del asombro arrancado en un golpe seco y un grito, sean capaces de arreglar estas cosas.

El problema es que los hombres somos seres de batallas, no de gue-rras... Estamos siempre a la espera de la siguien-

te oportunidad para equilibrar el marcador en contra de la mujer en turno… O debido a ella, dado el caso… Somos el sexo que no sabe de despecho, no importa lo que suela decirse… Sabemos, en cambio, de derrotas que hay que revertir, de ofensas que deben ser vindicadas… No se trata de ganar, sino de quedar a mano.

Sucesión de frases y sorbos de cervezas: esas eran las conversaciones que tenía con Alfonso en aquellos días en que estar en Chicago era la mejor manera de estar en ninguna parte. Aterido, la mirada perdida en el lago, me limitaba a validar lo que escuchaba con una sucesión es-paciada de monosílabos y movimientos de cabeza ambiguos, que bien podían decir “Vale, yo te entiendo” o “Mira tú, lo que son las cosas”. De ahí que siempre terminara bebiendo más que Alfonso. Lata tras lata, parecía que utilizaba la cerveza para no atragantarme con los temas que me iba arrojando, le escuchaba, pasivo pero tenso, llenaba oídos y áni-mo con sus discursos y su peculiar manera de ver la vida: categóricos y enérgicos, densos. Así cuando sentía que una buena cantidad de pala-bras se había alojado en mi atención, daba un gran trago a la lata, y casi podía sentir como deglutía esa mezcla de sonidos y alcohol a la que, dicho sea de paso, atribuía mis intensas resacas al siguiente día.

Alfonso en cambio, acompañaba cada frase con un sorbo corto y es-paciado, gesto ensayado, crónico, con el que parecía apenas refrescar la garganta, cual si quisiera remojar un poco la siguiente frase y así suavi-zarla, atenuar su sabor, por intenso que fuera. Tal vez por eso no impor-taba lo que dijera, Alfonso no lograba ofender o contrariar.

Está, por ejemplo, aquél muchacho… -continuó Alfonso aquella vez, la cerveza fija en su mano izquierda, en arco constante de noventa gra-dos entre la escuadra de su antebrazo y la altura de su boca–. El del bar de la esquina… Le decían el Tuco… Omar se llamaba, creo… Su novia, su exnovia, siempre fue de las que estudian, de las que no saben quedarse quietas… Se graduó de la universidad, consiguió un trabajo en el centro –lo dijo así, universidad y centro, nunca decía college ni downtown, a menos que estuviera hablando en inglés con alguien que no fuera latino o que fuera latino pero no hablara español–. En el cen-tro, como Susana y tú, licenciado… Tres meses en ese empleo y la chica comenzó a decir cosas… Como que ella se merecía un día a la semana para salir con sus amigas sin que el Tuco pudiera acompañarla… Ni llevarla, ni recogerla… Al cumplir seis meses en esa oficina la novia del Tuco se compró un auto y ya no tomó el tren para ir y regresar del tra-bajo… No le pedía al Tuco que la llevara al centro comercial –así: cen-tro comercial, Alfonso tampoco decía mall, ni shopping–. Nueve meses de empleo bastaron para que empezaran las peleas entre el Tuco y la

novia... Que si los gustos no eran los mismos, que si el Tuco veía co-sas donde no las había, que si ella había cambiado y ahora se sentía especial, que si una cosa, que si la otra… Y no, hay que decirlo, la novia del Tuco no estaba saliendo

con nadie más… El mismo Tuco lo decía, y no es que no hubiera bus-cado culpables… Nadie la andaba rondando, nadie la pretendía…

Me gustaba de Alfonso, que tenía siempre claro el idioma en que tenía que hablar en cada ocasión. Odiaba ese dialecto que es tan habitual en los barrios latinos de las afueras de Chicago, en el que nadie habla cien por ciento inglés ni cien por ciento español sino una mezcla burda, ra-yana en el chiste.

Lo que pasa es que hay amores que se van gastando, o bien que nunca fueron realmente amores, ¿ves?... Eran más bien pequeños engaños que duraron poco, a los que se les fue cayendo el esmalte, el brillo… Porque la primera condición para que un engaño funcione es que el que enga-ña se crea también un poco de la mentira que dice… Al parecer un día esta muchachita dejó de creerse su parte del engaño… Y, pues… -dejó escapar un sonido parecido al que hace un balón cuando se desinfla-.

Los sorbos que daba Alfonso a su cerveza eran siempre cortos, lim-pios, privados de ese sonido molesto y habitual que hace el líquido al chocar entre la lata y los labios, al crear un vacío entre las mejillas y la lengua, especie de chasquido húmedo que nunca he logrado tolerar, a menos que se trate de criaturas, de bebés con vasos entrenadores. Eso también me gustaba de Alfonso y en parte por eso le perdonaba aque-llas pausas mínimas y alevosas entre cada frase. El ritmo de su charla se asemejaba al del oleaje que podíamos ver desde la cerca en la que estábamos acodados.

Y resulta que a este Tuco… El tal Omar… No se le ocurrió mejor forma para ponerse a mano… Para recuperar el balance perdido en ese tablero en el que sólo él llevaba cuentas... No halló mejor forma de res-tablecer el equilibrio que tirarse de un puente que está en la 294… el puente en Cicero… Sobre la misma avenida que tomaba cada día su no-via para volver al suburbio… ¡Así de genial, según su entendimiento!… Brincó justo en el instante en que el auto de su novia estaba por pasar bajo el puente… Para caer sobre ella, o mejor aún, con tal tino que cayó frente a ella y quedó bajo las llantas del auto… Era claro que no busca-ba sólo hacerse algo de daño, o nomás causarle un susto a la chamaca… Fue por el show completo… Acto final… Telón… Aplausos.

Alfonso celebró su propio efecto dramático, tratando de girar sobre un pie, en un gesto que quería emular algún movimiento de ballet, pero que dada su falta de pericia terminó en un traspié y en esfuerzos por mantener el equilibrio y no caer. Se repuso, aún divertido volvió a po-ner los codos sobre la cerca, y tras dar otro sorbo a su cerveza, continuó como si nada.

juegos malabaresluis cortés

Para Edilberto Aldán, que confía y salta en estas letras.

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Hay dos tipos de suicidas, el privado y el pú-blico… El que se mata en público siempre está tratando de tener la última palabra, de probar un punto… Pero el que se suicida lejos de las miradas… El que comparte la última mirada sólo con el espejo o con un cuarto vacío, ése… Ese nunca se mata por una mujer… Habrá otros motivos ocultos, tenlo por seguro, mera cobardía, angustia, hastío… Pero la mujer no será la causa, y mucho menos el objetivo... El que se mata por una mujer siempre está bus-cando ganar en el siguiente round, aunque para ello tenga que salir de cuadro en forma definitiva... El que se mata por un amor tendrá el cuidado suficiente para dar el golpe defini-tivo, buscará causar una herida de tal hondura que podría dejar de sangrar, pero jamás cerrará enteramente… Sobre todo, así la guerra por fin termina, evitas cualquier posibilidad de batalla futura, pero sin rendirte… Es tal la violencia de ese golpe final, tan chocante el cuadro, que no puede tomarse como una retirada… Son los únicos tres escenarios que tienes licencia-do… O te matas por una mujer… O te vuelves loco sabiendo que se irá y que la última palabra en la relación será siempre suya… O te sientas a ver el tablero para siempre, esperando, rogan-do que algún día olvides qué carajos estás ha-ciendo frente a esa tabla cuadriculada y enton-ces puedas levantarte y seguir con tu vida… El truco está, estoy seguro de que lo ves, en que ninguno es un escenario ganador… El que esté jugando a eso, tiene que pensar mucho y muy bien cuál es la ruta que elige… Tal cual y como me encuentro yo ahora… Con lo tuyo con Susana, licenciado.

Ese momento dejé de mirar al lago, deje de contestarle con monosílabos y gruñidos. Me separé un poco de él, como para tener una me-jor perspectiva, para mirarlo en silencio.

Yo sé que te las estás cogiendo licenciado… Y no me salgas por favor con alguna mama-da… No vayas a decirme que están enamora-dos… No me vengas con que las cosas se sa-lieron de control… Te estimo tanto en parte porque te considero una persona inteligente… No me arruines eso también, por favor, al me-nos eso no.

Mi silencio pareció intensificarse, como ocu-rre siempre que alguien nos señala alguna du-dosa cualidad, que no por molesta es menos cierta. No, jamás hubiera confundido aquello con amor, jamás hubiera intentado disfrazar-lo de accidente. Pasó un rato bastante largo en que Alfonso se dedicó a pasar la lata de cerveza de una mano a otra, pequeños juegos malaba-res, izquierda, derecha, el trayecto de la lata en el aire como un pequeño salto de fe, un pecu-liar metrónomo que le marcaba el ritmo para continuar.

Yo sé bien que Susana no es de nadie. No es mía... Mucho menos va a ser tuya, licencia-do, eso también tendrías que tenerlo claro… Y ¿sabes qué?... -giró de pronto, yo reaccioné por reflejo, deslizándome un poco hacia atrás, sin saber que pretendía. Se paró en seco, con expresión entre sorprendida y divertida, a manera de aclaración me hizo una seña con la barbilla en dirección a la hielera a mi lado,

agitando en su mano la lata, para generar el pe-queño chapoteo que se escucha en el interior de una lata de cerveza cuando ésta se termi-na. Le alcancé una nueva lata, la abrió usando sólo la mano derecha, la pasó a su izquierda, bebió y con eso reordenó sus ideas– Sí, ah, fría, bien, bien… Entonces ¿sabes qué?... Yo no necesito equilibrar nada… Ni buscar balan-ce… Viéndolo bien, sabiendo el tipo de mujer que es Susana… ¿Para descansar, para estar a mano? ¿Qué tendría que hacer?... ¿Tirarme de un puente? ¿Tener el cuidado suficiente de aventarme en el momento justo para en verdad quedar ahí, y no acabar en una silla de ruedas o amarrado a una cama? No, no, no… Yo paso, licenciado, yo paso.

Se tomó el resto de la cerveza de un solo tra-go, contrario a su costumbre. Se quedo miran-do fijo largo rato, sus ojos en dirección a algo que podía ser el lago, pero que ahora intuyo, era algo mucho más grande y lejano. No dijo mucho más. Yo no dije nada en absoluto. El camino de regreso, en el coche, lo hicimos en silencio, sin música y sin alcohol, él mirando al frente, a la carretera, y yo mirando por la ven-tanilla las luces lejanas.

Recuerdo todo esto, de noche en mi casa. Muy lejos de Chicago y de aquel que fui al-guna vez. No he sabido de Alfonso en años, pero cada sorbo de este whiskey que comienza a entibiarse, me regala algo parecido al sabor amargo que mastiqué aquella noche en el si-lencioso trayecto de vuelta. Una torpe marea, que trato de asociar con rabia o impotencia, va en ascenso, como si habiendo avanzado sobre la alfombra hubiera alcanzado mis pies y pre-tendiera hundirme en su espuma.

La puerta de la habitación está entreabierta. Sentado ante esta mesa en la que escribo pue-do ver a contra luz el perfil de Pilar que duer-me inquieta, privada de esa calma que sólo da la inocencia o la ignorancia. Sus contornos no son claros, no hay suficiente luz y las curvas de su cuerpo se funden en las sombras que la envuelven, puedo imaginar su pecho ocupado en el compás de altibajos continuos que suele hipnotizarme.

La sé distante y la sé infiel: en parte es por eso que ahora me sumerjo en aquellos tiem-pos, cuando Chicago era distancia y bálsamo de ausencia. Conformándome en el gesto de apretar los puños, maldiciendo a Alfonso una y otra vez, como tal vez él mismo me maldijo tantas veces antes de aquella plática a orillas del lago.

Creo entender, para equilibrar las cosas, para pagar esa deuda que adquirí con Alfonso, para calmarme de la misma forma en la que él había logrado hacerlo, prescindiendo de marcadores absurdos, de desenlaces abruptos y estériles, para dejar intacta la cordura, tendría que ca-llar y rendirme ante la posibilidad de Pilar y su amante. Y es que en esta ciudad no hay puen-tes de los cuales lanzarse; no hay saltos que, a fuerza del asombro arrancado en un golpe seco y un grito, sean capaces de arreglar estas cosas, aunque sea tan solo en apariencia y lo único que en verdad consigan sea entorpecer el tránsito.

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http://lja.mx/guardagujas/[email protected]: edilberto aldán / joel grijalva

El que se mata por un amor tendrá el cuidado suficiente para dar el golpe definitivo, busca-rá causar una herida de tal hondura que podría dejar de sangrar, pero jamás cerrará entera-mente… Sobre todo, así la guerra por fin termi-na, evitas cualquier po-sibilidad de batalla fu-tura, pero sin rendirte…

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Sácate el corazón y sustitúyelo por un péndulo: para las burbujas se requi-ere templanza y otra forma de amar el tiempo.

Bórrate la boca frotando tus ma-nos en ella, luego corre, ve al espejo para pintarla de nuevo, pero ahora trazala como una línea vertical de la frente al mentón: para soplar es importantísima una gran boca. Las burbujas, además, serán tus palabras.

Quítate los ojos, cámbialos en el mercado

por pólvora, dos mechas y dos balas. No te preocupes, para los versados en el oficio esos ojos nunca sirvieron.

Mete la mano a través de las cuencas y haz-te una cavidad en el cerebro, luego recúbrela con una placa de acero. Saca una mecha por cada orificio de la nariz, coloca en la cavidad la pólvora y en las cuencas las dos balas: serán necesarias para defender las burbujas de los muchos que querrán reventarlas. Además, tu cerebro ahora tendrá otra forma de entender

el Universo. Ya puedes tomar un alambre. Con la mitad

haz un círculo y lo que reste será el mango. Recúbrelo con estambre muy suave. Llena un vaso con agua, ponle un poco de jabón y glicerina.

Ahora sopla, sopla burbujas y tendrás de-cenas, centenas si te esfuerzas, de ojos vola-dores a través de los que verás la maravilla del mundo verdadero y con las cuales hablarás de su hermosura.

instrucciones para soplar burbujasédgar omar avilés

la inmortalidad accidentalomar delgadoLa manera más directa que tiene un organismo para dejar su im-

pronta es la reproducción, que ya sea sexuada o no, permite que su carga genética sobreviva un tiempo más. Todos los seres vivos buscan trascender su existencia biológica. A pesar de que los hu-manos somos los únicos que tenemos conciencia de nuestra pro-

pia finitud, compartimos con las amibas, los pulpos, los tiburones y los osos el impulso instintivo de proyectarnos hacia el futuro.

El hombre, al ser también un animal cultural, ha creado otras maneras de engañar a la muerte: las letras, las artes, la acumulación de bienes, la celebri-dad por cualquier causa, todas han servido como vehículo para ser recorda-dos, y si se puede también, admirados.

Es posible afirmar que las más grandes manifestaciones de la civilización son causa de ese deseo: Los Zigurats de oriente medio, las pirámides de Egipto, las pistas de nazca, los guerreros de Terracota, Stonehenge, las incorruptibles jetas de piedra de Pascua y de los Olmecas. De inicio, todos estos portentos se han interpretado en su momento como alabanzas a los dioses; sin embargo, siendo un poco más sinceros, deberemos aceptar que son, más bien, maneras de los gobernantes de asegurarse la posteridad. Paradójicamente, de casi ninguno de los que ordenaron erguir semejantes monumentos se recuerda el nombre.

El dejar obras que inscriban al autor, o al mecenas, o al gobernante, en el libro de la posteridad, ha sido privilegio casi exclusivo de las clases dirigentes. Han sido los Ramseses, los Nabuconodosores, los Carlomagnos y los Moctezumas los únicos con el suficiente poder y recursos como para granjearse la inmorta-lidad a base de piedras labradas y edificios colosales. Los grandes ingenios y artistas también lo han logrado: Da Vinci, Dédalo, Gutenberg, Picasso, Rabe-lais, Fulton, todos aquellos que han legado algo útil o hermoso a la humanidad por lo general han sido inscritos también en su memoria. Pocos son los que con obras pías lo han logrado: más frecuentes son los déspotas y asesinos que con muerte y dolor se han hecho memorables. Ahí están Vlad Tepes, Madame Bathory, los Borgia, o Iván el Terrible, quienes han demostrado que la tinta que mejor fija en el pergamino de la historia es la de color rojo sangre.

Hay otra categoría de inmortales, quizá menos ilustre y más proletaria: aquellos que han pasado a la historia sin querer, así nomás, como actores de reparto. Hombres y mujeres que nunca en su vida se imaginaron ser recor-dados siglos después de su muerte, personas anónimas que, por accidente, mala leche o por acción de la tragedia, se han convertido en parte del acervo cultural de la humanidad. He aquí tres puntualísimos ejemplos:

Mater (d)olorosaMichelangelo Merissi, mejor conocido como Caravaggio (1573-1610), fue un pintor italiano que perfeccionó la técnica del claroscuro y que será recordado principalmente por dos cosas: su cáustico talento, generador de imágenes de hermosa tenebrosidad, y su tormentosa vida, llena de amantes, vino, caballe-ros de Malta, emboscadas y huídas. De pincel inspirado y daga pendenciera, Caravaggio fue de los primeros pintores en utilizar modelos humanos y en ne-garse a hacer bocetos previos. Además, era dueño de un espíritu burlón que le permitió pitorrearse de los íconos que los mecenas le ordenaban representar: en muchas de sus pinturas los santos y vírgenes tienen el rostro de los efebos que le brindaban sus favores, de las concubinas que le calentaban el lecho, de las prostitutas que frecuentaba y de los mendigos con los que cruzaba copa. Sin embargo, sería con su obra “Muerte de la Virgen”, concluida en 1606, con la que haría su máximo chascarrillo. Se dice que la modelo utilizada para la madre de Cristo no era otra sino una mujer que se había ahogado en el río Tíber y que fue sacada de la corriente cuando ya presentaba un avanzado estado de putrefac-ción. Tal rumor no está confirmado, pero la manera en que el pintor representó a María, con el vientre hinchado y claros signos de descomposición cadavérica, no hacen sino aumentar los decires

De ser cierto, nos encontraríamos con que la pobre ragazza, a quien la desesperación había arrojado al suicidio, fue convertida en protagonista

de una de las pinturas más célebres del renacimiento. Ella, cuyo deseo fue disolverse en las aguas, por un chiste fue obligada a representar a María Madre para las generaciones venideras.

Sabor a míPeter Witkin (1939) y su cámara nos han regalado algunas de las imágenes más inquietantes y hermosas del arte moderno. Su fotografía, monocromática y de apariencia antigua, está llena de mutilados, freaks de circo, alegorías siniestras, miembros cercenados y reinterpretaciones sórdidas de los íconos del arte mun-dial. Una de las más destacadas es El Beso (Le Baiser), tomada en 1982. En ella muestra lo que en apariencia son dos ancianos en tórrido ósculo. Sin embargo, cuando el espectador mira con detenimiento, se percata de que son dos mita-des de la misma cabeza, las cuales han sido unidas por los labios. La leyenda underground consigna que el dueño del despojo fue un homeless que, por obra del destino y de un forense amigo del fotógrafo, fue inmortalizado en la más tierna y macabra alegoría del amor propio que se tenga memoria.

Adivinen quién viene a cenarNo todo es ícono. También las bibliotecas están llenas de inmortales involunta-rios. Detrás de cada crimen literario, se presume que existe uno real que lo ins-piró, por lo que los libros también guardan cadáveres entre sus páginas. Esto es especialmente cierto para la familia Clutter, protagonistas a fuerza de uno de los libros más importantes de las letras norteamericanas del siglo XX: In cold blood.

Es muy probable que, de habérseles preguntado, los cuatro miembros de la familia nativa de Holcomb hubieran preferido permanecer anónimos y vivir sus existencias de la manera más anodina y gris posible. Es seguro que Herbert, el paterfamilias, hubiera elegido morir de un paro cardiaco en su cama, luego de ingerir libras y libras de mantequilla hecha en casa; que Bonnie, la madre, hubiera optado por ser internada en un psiquiátrico en donde le ayudaran a soportar sus accesos depresivos hasta que una piadosa sobredosis de diazepam la enviara al otro mundo; que Nancy, la hija, hubiera preferido crecer y casarse y engordar acumulando hijos y que Kenyon, el menor, hubiera escogido reñir con su padre para irse al camino y seguir el hipster way of life. Para su desgracia, ninguno de los dos hombres que entraron a su granja el 15 de Noviembre de 1959 les preguntó su opinión. Perry Smith y Richard Hickock, dos ex convic-tos, luego de amordazarlos y desvalijar la casa, los mataron a escopetazos esa noche de sábado.

Quizá ninguno de los miembros de la familia Clutter, a pesar de tan horrendo fin, hubiera trascendido más allá de unas cuantas notas periodísticas de no ha-ber sido por Truman Capote (1924- 1984), escritor neoyorquino que olfateó en su tragedia el material para un bestseller. Así, A Sangre Fría, paradigma de la novela de no ficción, vio la luz cinco años después, dejando para la posteridad la historia completa (ante, pre y postmortem), tanto de los Clutters como de sus verdugos. Para los miembros de esa familia de Kansas, unas descargas de calibre doce en la cabeza les valieron una cruel posteridad.

ConclusiónCuando los chinos maldicen, desean que su enemigo tenga “una vida inte-resante”, quizá porque saben que la naturaleza humana es mucho más pro-clive a recordar tragedias que venturas. Es en nombre de ese espíritu que muchas personas alcanzan una inmortalidad que ni buscaron, ni desearon. Con lo cual se puede concluir que en ocasiones el arte se torna alimaña carroñera y se alimenta de cadáveres.

Y que nadie sabe quién lo acabará alimentando…

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…y entonces termina el día con un poco de noche, y como mu-chas personas, termino contento, con un cierto sentido de que las cosas se lograron, me refiero a las pequeñas tareas del día, a veces no todas las tareas se logran, muchas metas, pro-pósitos que vas cargando desde principios de año, sueños,

aspiraciones, deseos, prefigurándose como breves imágenes en tu concien-cia mientras deambulas por el día, el trabajo, las amistades, relaciones, besos, amantes, y de pronto te encuentras con esa mirada, bailarina mirada, mirada de noche, mirada cuyas luces sólo pueden imaginarse como luces de faroles de automóviles, es la mirada de un tipo un hombre un señor una persona un ser humano que se estaciona en distintas partes de la ciudad para dar la bien-venida a quienes llegamos a tiendas de autoservicio te da la bienvenida a la noche, dos que tres recordatorios de su fe católica-cristiana-mormona-testigo-dejehová y luego te avisa con un paño en mano que está dispuesto a remover el polvo de tu automóvil si tan sólo tuvieras unas cuantas monedas de sobra antes o después de que hagas tu compra. Piensas en lo desagradable piensas en lo agradable que es encontrarte a esa persona, piensas que tus experiencias todas tienen que ver con el contexto, a veces lo recibes agradablemente a ve-ces desagradablemente, tu mirada igual de saltona igual de bailarina, piensas en las pocas monedas que te quedarán después de comprar chicles cigarros soda bebida refrescante con edulcorantes artificiales dos que tres chuchulucos después de comprar lo que sea, te encuentras con la decisión de si tomar des-agradable o agradablemente la oferta de esta persona con mirada bailarina que siempre está dispuesta a deshacerse del polvo que los días el desierto el tiempo

las lluvias poco a poco, segundo a segundo, se va plasmando como piel efímera en tu automóvil, es una noble y simple misión la de esta persona, te dices sin decírtelo, y todo depende del contexto, probablemente en esa noche piensas que la humanidad es un lastre más del orden natural, un virus con zapatos, una rémora de la naturaleza, te lamentas el lenguaje que portas en tu mente y que te hace producir este tipo de mamotretos sin sentido, probablemente tu concepto, vaya, tu sentido de humanidad se esfumó durante unas horas, tus esperanzas sobre la humanidad, la conclusión momentánea a la que llegas –el ser humano no es más que una molestia adicional en las quejumbres del mundo— probablemente ese pensamiento no ayude mucho al modo como enfrentas el encuentro con ese personaje que sólo quiere remover un poco de polvo para sobrevivir. Exagerado, te dices a ti mismo, en realidad no se trata de un acto de supervivencia, o sí, no sabes, no tienes la menor idea de cuáles son los antecedentes de este sujeto, es un nadie que en esos momentos significa todo para ti, refleja tu sentido de humanidad, o no refleja nada, eres tan cínico que ni siquiera te tomas la tarea de aproximarlo en tu conciencia, es otra man-cha más de la mancha urbana, tú sólo quieres un taco para dormir a gusto con tu sentido llano y compungido de humanidad. Igual y no sabes nada de nada, no eres pera en dulce, no puedes caerle bien a todo mundo, habrá personas alrededor del mundo que probablemente lean esto y digan "es un imbécil", "es un genio" "es una rémora más en la gran rémora de personas que escriben sobre lo que piensan" "es un creído" "es un snob" "es adorable" "es todo lo que en estos momentos quiero que sea", y de pronto me doy cuenta que –con to-das las proporciones guardadas, ya que yo tengo techo, cama, espacio cómodo donde ponerme a escribir esto— no es muy distinta mi situación a la de esta persona de mirada bailarina que una noche no hace poco se aproximó a mi ca-rro y limpió con orgullo, sí señores, CON ORGULLO, porque tal parece que se toma muy en serio su labor en este mundo, se puso a limpiar mi muy polvo-riento carro, quizás no soy muy distinto a esa persona, quizá de lo que se trata realmente es de ser querido, reconocido, estimado en tu simple humanidad, y una persona lo hace ofreciendo quitar el polvo de tu carro, otra persona lo hace conduciendo la mirada de un lector por las líneas de un brevísimo ensayo que sólo tiene la noble intención de comunicar lo sumamente complejo, bello y profundamente asombroso que puede ser el mundo.

la silenciosa indigencia

Hay una nota cuya explosión es nota-ble y que sigue resonando en todo el país: La muerte de Juan Francis-co Sicilia y la cruzada de su padre -Javier-, por descubrir a los respon-

sables del crimen. Recientemente apareció una se-gunda noticia donde la CNDH liberó un comuni-cado apoyado por la ONU que dice que desde el 2006 para acá, son nueve mil los muertos que no tienen nombre y un poco más de cinco mil los des-aparecidos. La ONU no quiere que México niegue a sus muertos y exige una solución humana al país para que exista un registro.

Ambas notas son la consecuencia natural de una guerra. En la primera nota tenemos a un mártir y un padre que está por convertirse en un héroe para todas las familias que están buscando una resolu-ción a la muerte de uno de los suyos. Son familias que buscan un cuerpo entre esos nueve mil cuerpos sin identificar, o que bien, necesitan saber si hay un cuerpo entre los cinco mil nombres desaparecidos. El poeta se ha convertido -a costo muy alto- en un abanderado. El poeta es la voz que... naturalmente, le faltaba a esta guerra que se está luchando.

La CNDH exige que el ADN de los muertos sin nombre, se conserve en una base de datos para que, eventualmente, cuando las cosas estén más re-lajadas, alguien tenga la delicadeza de descubrir el nombre de los muertos y notificar a los familiares que han perdido a alguien. La ONU decidió apoyar la exigencia porque, pues, es de humanos ponerle

nombre a los muertos y dar las noticia para que los familiares pue-dan practicar el rito del abandono y del conti-nuar viviendo.

Me imaginé al hom-bre que tuviera esta la-bor de clasificar a los muertos. Una especie

de bibliotecario que tuviera la triste labor de guar-dar los datos: una gota de sangre, un pedazo de piel, forma y tamaño de las dentaduras. Me lo imagino acariciando los cuerpos como si fueran libros y re-tirando un pedazo de sus hojas, para guardarlos en pequeños contenedores que, como en una profe-cía, eventualmente serán abiertos. Me lo imagino vestido de negro, acomodándose los anteojos y con el rostro más serio del mundo, porque si pien-sa mucho en ello, empezarán a temblarle las manos y se encerrará en un cuarto a llorarle a los que no tienen nombre, como Don José y sus manos que paseaban entre las actas.

Me imagino a este bibliotecario solo, abandona-do en un edificio que le habrán quitado a algún em-presario por no pagar impuestos, recibiendo órde-nes del gobierno en turno. Cada año le cambiarán a los asistentes, pero él se queda porque es el único que puede hacer la chambita lúgubre y además de que no quieren entrenar a otro, ya nadie quiere su chamba. Tiene una fuerza de voluntad extraordina-ria, tiene la paciencia para decir que sí a órdenes obtusas y puede sentir el temor a los hombres que dan órdenes. Obedecerá cuando un partido pida que los contenedores sean de plástico, y otro parti-do pida sus contenedores de vidrio rosa.

Pasado algunos años, el bibliotecario de los muertos se presentará ante el Presidente y el selec-cionado por la CNDH, por la ONU, para dar cuen-tas de sus logros y para, por supuesto, enseñar el co-lor de los contenedores tan preciados. Después de

esa breve reunión, el bibliotecario regresará a su so-ledad, a la compañía de sus libros humanos y pren-derá una o dos computadoras, que harán correr los procesos que le ayuden a descubrir los nombres. Cada día se descubrirán uno, dos, o diez nombres, pero nunca serán suficientes. Su cuota diaria entre los nueve mil que ya tiene y los que están muriendo diariamente, harán de su tarea algo imposible.

Cada diciembre, se presentará frente a televisión y liberará por internet, una lista de todos los muer-tos que logró identificar en el transcurso del año. A veces, esta misma lista será quienes avisen a los familiares que buscaban paz, otras veces, habrá te-nido el apoyo de un noble equipo de trabajo que pudiera llevar o entregar las notificaciones.

Durante los primeros tres años, me lo imagino vi-viendo con la esperanza de que algún día terminará y luego, me lo imagino diez años después, canoso y de lentes más gruesos, con unas cuantas arrugas en los ojos por los días en que no pudo contenerse y ya con la experiencia de que la esperanza es un lujo para los que no están pasando sus dedos entre los cadáveres, los dientes, y los dedos inertes, bus-cando pedazos de piel que pueda catalogar como libros.

Me lo imagino haciendo esa relación: La persona es un libro, un diario de experiencias que lo desho-jaron o lo quemaron abruptamente porque su im-presión, lamentablemente, se dio en un país que no aceptaba los libros, ni el placer, ni la vida.

Me imagino a este bibliotecario mirando por el televisor las marchas que se dieron en honor al hijo muerto y al padre de corazón roto. A veces me lo imagino sonriendo a medias y lo escucho susu-rrar una majadería triste y verdadera. Al menos tu muerto, poeta, tiene nombre. Otras veces me lo imagino enojado, rompiendo los televisores, rom-piendo los periódicos, pero jamás perdiendo la piel de ninguno de sus muertos. Ojalá ese hombre ten-ga la fortaleza del poeta, aprenda de su resolución, y que logre encontrar todos los nombres.

los nueve mil desaparecidos