guardagujas 95

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febrero 2014, n° 95 guardagujas.lja.mx foto dextra

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Suplemento literario de La Jornada Aguascalientes

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febrero 2014, n° 95

guardagujas.lja.mx

foto dextra

dos

norberto de la torre¿Ola ke ase?

Encontré un arcoíris en pleno lodazal, donde una vez un gato y un manual de instrucciones para poner en verso las oscuras palabras de Tiresias.

La pitonisa Juana se bebió toda el agua de Castalia; desde entonces los mejores poetas son los sapos.

Algo se perdió en el paraíso, tal vez la sierra eléctrica, el unicornio, la tenaza de un cangrejo zurdo, o cierta forma de fabricar poemas.

La frase: algo se perdió en el paraíso, es falsa desde luego; a no ser que la frase: algo se perdió en el paraíso, resulte verdadera. La eterna lucha del sí versus el no.

En fin, la palabra es un pequeño cáncer en la lengua de Ptah.

La página es el blanco. El títere de Cumas. La voz de la tortuga. Ya no sé qué hacer con la palabra cárcamo, ni cómo relatar la triste historia de una pica en Flandes.

Suena el teléfono, me llama un vendedor de sarcófagos antiguos. Abandono el poema, me levanto, descubro una mancha con forma de corazón en mi ventana.

Es la hora de ya, montado en un reloj indómito, es la hora de redactar las instrucciones para cruzar un sábado lluvioso.La piedra del azar en un cajón de sastre; la sílaba en el limo; la siesta del odio de un hombre desnudo y sin cabeza; la entristecida voz del replicante. Puedo decir manzanas irredentas, o el corazón es una bala que nunca da en el blanco, puedo simplemente permanecer inmóvil mientras un pequeño dios agita el cubilete.

Tan obvio como el sol,

tan elemental como una piedra:

nadie sabe cuántas patas tiene un gato.

No le busques pestañas al canario,

ni la sangre de Jesús en el ojo del cura.

Mejor consigue

la navaja de Ockham

y grábate un poema

como si fuera un corazón

en la corteza del árbol.

Una lágrima rota en el centro de la sala, una gota de cristal ahí donde madura un aleph en el florero.

Puedo escribir un par de agujas en el viejo pajar, o una gota de agua en mi arteria coronaria.

Pero mi pluma está entrenada para no decir el viaje de los mirlos, ni el de un corazón que se ocultó en Antares.

Elija Usted cualquier momento de la tarde

y escriba cinco dados en el aire

para jugar con Dios al mentiroso:

¿Me creerías una tercia de sapos del Devónico?

¿o un extraño full de serpientes y naranjas?

¿por lo menos un póquer de corazones verdes?

Sin embargo no se trata de creer

sino de hallar el truco que oculta el cubilete.

tres

Moisés bajó de la Torre de Babel con las tablas de la gramática en las manos. / Explota otro Big bang dentro del vaso. / Una ciudad de arañas en la hendija. / Una perra negra le ladra a un extraño dios bajo la cama. / No es posible detener la diáspora. / Ando con los pies de plomo sobre las inquietas aguas de la lengua. / El caos es un juguete que arroja un par de dados cada tanto. / Un becerro de oro y las tablas de Moisés hechas pedazos. / Alguien pegó un post-it en la pantalla: “¿Ola ke ase?”

Subí a la red algunas frases con la sana intención de interrumpir la fiesta de los amores ebrios y la cosecha de un moral que sabe a voces rancias.

Pegué a la red los gajos de tres manzanas agrias, las palabras que salen del bayú por las ventanas y cuatro absurdas telarañas…

: la red no tiene rumbo ni destino, sólo crece nada más; como el desorden, como el rizoma que algún dios sembró en la nada.

Lo que tiene uno que hacer para que se sorprenda el velador con la linterna más común del mundo; lo que tiene, para recibir un estilete que parece rosa, o regalar una rosa como una postal de Casiopea./ ¿Cómo dices amor con las seis letras de la palabra olvido? ¿y cómo resuelves después el crucigrama?/ El mejor poeta que conozco es el repartidor de gas que anuncia su llegada con el estruendo fenomenal de Las Valkirias./ Respirar, lanzar un dardo azul al calendario, levantar los pedazos del verano./ Al llegar a la plaza un hombre mueve con rapidez los vasos y después pregunta: ¿dónde quedó la realidad? ¿bajo cuál vaso?

Sé que resulta innecesario, pero a ver, me explico: no es posible confundir un pez con tres agujas nuevas, ni a una mariposa con un decepcionado reloj en retirada, tampoco a un poeta con un constructor de artesanías y ciudades de papel que nadie compra. Por eso una pila da palabras nuevas, otra forma de dibujar los mapas, un hábil cazador y un inusitado corazón que vuela.

Un poema como llave,

como la palabra Dios en la moneda,

como el dulce canto de los higos,

como el fino aroma de la palabra río.

Un poema igual a tres tornillos,

a la gota de agua de una extraña fuente,

a la profunda voz de los rizomas.

Un poema.

Pero también una manzana,

un televisor en la basura

y una imagen de Jano

que se ha quedado ciego.

¿Cuál será la esencia más probable de la piedra,

la cifra de un pájaro en la amígdala,

la relación de una flor de papel con la muchacha?

Si no puedes responder a estas preguntas

intenta malabares con las pelotas del amor

en alguna bocacalle, o nada más aléjate,

con un par de zapatos en la testa.

cuatro

na canción de Arcade Fire dice: “My body is a cage”. El cuerpo como una jaula, en realidad, es una cosa viejísima y, sin embargo, sólo con

la edad sé es consciente de que tan cruel es el cuerpo. Mi cuerpo es un

templo. El templo de mi cuerpo. Y quien susurra eso, en mi caso, lo imagino como un barrendero que continuamente está trabajando sobre el mismo lugar. Se limpia la suciedad, se limpia las impurezas, lo mantiene joven dedicándose a él de una manera obsesiva. Por otra parte si alguien me dijera: “Mi cuerpo es una jaula”, me lo imaginaría como una joven mujer que no encuentra como salir de su propia vida. El deseo de trascender la vida material para que su espíritu, si acaso, signifique algo, algo más de lo que cree que ya es. Abandonarse porque lo material no le es suficiente y cree que su propia cueva es la única realidad palpable. Para mí el cuerpo es un misterio y aunque dedico buena parte del día (debo ser honesto) en leer artículos científicos y seudocientíficos acerca de las maravillas del cuerpo, admito que es un misterio. Puedo creer muchas cosas, por ejemplo: alzo los brazos como un orangután y durante los próximos minutos me sentiré con más confianza, seré como un macho alfa, liberaré quien sabe que hormonas que me ganará el dominio en las próximas entrevistas y encuentros. También puedo creer que fumar, no hacer ejercicio, beber y dormir mucho será saludable siempre y cuando libere la feliz cortisona en los encuentros con los amigos y ría, ría mucho, sin necesidad de pagarme una sesión de risoterapia. Tomo dos cafés al día por los antioxidantes lo cual me harán ver más joven, pero no uso protección solar cuando saco a pasear a mi perro y mi piel ya no se recupera como la de un joven. Cada cigarrillo que me fumo le juega una pasada a mi sistema nervioso y, contrario al mito popular de fumar para aliviar el estrés, eso explicaría porque a veces me asustan los ladridos del perro en el edificio abandonado por el que paso enfrente y también explicaría mi humor irritable cuando alguien interrumpe mi concentración, bien sometida por el freudiano oral de tener algo en la boca que me ayuda a enfocarme. Puedo creer muchas cosas pero no sirve de nada si no tengo un conocimiento íntimo, microscópico, de lo que está haciendo mi cuerpo. Entonces nos dieron algunas facilidades. A lo largo de los años he tenido aparatos que miden la cantidad de pasos y de actividad que hago durante el día. Podría hacer una cuenta precisa de los pasos que he caminado en los últimos tres años. Tengo una app que mide el ritmo cardiaco a través del pulso. Durante tiempo estuve midiendo mi cantidad de consumo calórico y nutricional, primero por salud y después por diversión. Me interesaba saber cuántos números estaba tragando, consumiendo. Todo el tiempo sabía cuándo me estaba excediendo. Pero no

importa cuántas aplicaciones tengamos, el propio cuerpo avisa a su modo, y a veces juega con nosotros, por nuestro íntimo deseo de volvernos hipocondriacos y de entregarnos a un éxtasis narcisista, uno que va más allá de todo, ese impulso que nos obliga a estudiarnos a nosotros mismos minuciosamente, medir todo lo medible. Un dolor de cabeza y rememoro: caminé a la hora de mucho sol, probablemente me insolé, dos aspirinas y ya, ah... pero las aspirinas aceleran el flujo sanguíneo, tal vez me dé una taquicardia, mejor dejar el

café y los cigarrillos un par de horas. Sí, un par de horas será suficiente. El lunes desperté enfermo. Recuerdo el sueño, era acerca de unos pedófilos y cómo separaban su cerebro, sus experiencias, para meterlos en una computadora y analizar su perversión. Me despertó un terrible dolor de estómago y, después de la diarrea, la vida cambió un poco. Mis brazos y mis piernas estaban débiles. ¿Deshidratación?, dijo el doctor en mi cabeza, dos vasos de agua, un té de manzanilla (quizás dormí sobre la sombra de un manzanillo) y me tiré en el sillón, dormí unas horas más. Mi esposa me sacó del sueño para comer. La comida apenas me supo, unos tacos dorados de pollo y muchas verduras. Me sentí débil de nuevo, el doctor en mi cabeza sugirió más descanso. Dormí, dormí varias horas más. Desperté en la noche, la debilidad se había extendido a mi cuello, a mi cabeza, caminé como pude para servirme otro vaso de agua, me hice un café. Me sentía con síntomas de gripe pero sin ningún dolor en la garganta o mocos en la nariz. Fue el sueño lo que me enfermó, pensé, y la debilidad llegó, de un momento a otro, a una curiosa euforia. Apenas por unos segundos me sentí fuerte, quise reír. ¿Será algo neurológico? ¿Influenza? ¿Cociné mal la carne del otro día? No sea payaso. Me fumé un cigarrillo, el primero del día, fijándome si me lastimaba la garganta. No. Vaya, fumar es lo único que puedo hacer. Entonces seguiré fumando. Me rendí a no hacer nada por ese día. Quizás debas descansar el siguiente, dijo el médico interior, que pase rápido para que puedas hacer otra cosa. Recuerdo cuando el cuerpo era una facilidad, un aliado, y no el perro callejero que te acompaña. Ese que se echa a correr y luego voltea a mirarte para ver si sigues ahí, y de repente se rasca el lomo contra el jardín porque las pulgas son demasiadas, y alcanzas a mirar los parches de piel donde antes hubo pelo, y los ojos lagañosos y las mordidas de otros perros a los que no sabía debía respetar. Con los años el perro se hará más viejo, pienso, y lo único cierto de dicho misterio es que con los años se irá degenerando, y quizás aunque habrá médicos que te digan lo que tienes, no les creerás, porque es aburrido creerle a los médicos. Te llevas ese perro a casa, porque a pesar de roto, lo has aprendido a querer, ya confirmaste su lealtad, su necedad de estar contigo a pesar del abandono. Quién desearía vivir sin esos segundos eufóricos a la mitad de una enfermedad

a Columbia Broadcasting System y sus estaciones asociadas presentan a Orson Welles y al Mercury Theatre

en La guerra de los mundos, de H. G. Wells”. Así iniciaba, el 30

de octubre de 1938, el programa del serial cuya dirección corría a cargo del joven de 23 años que posteriormente sería creador del Ciudadano Kane y otras genialidades: un experto en máscaras, simulacros, diálogos, adaptaciones.Nadie sabía, ni cuando Orson Welles introducía la ficción de un otro mundo vigilante, ni cuando el pronóstico del clima vaticinaba para el día siguiente un Halloween lluvioso y frío, ni cuando la orquesta de Ramón Raquello acompañaba desde Nueva York el inicio de la narración; nadie imaginaba siquiera entonces que con esa transmisión se suscitaría uno de los más curiosos fenómenos de pánico de masas de que se tiene noticia.El programa de una hora terminó sin problemas desde el punto de vista de los emisores. No había entonces la inmediatez comunicativa de hoy y fue hasta poco después cuando se enteraron del efecto mayúsculo que habían tenido en una población atemorizada por el contexto bélico y poco educada en la metaficción a ese nivel: el pánico se tornó colectivo y la gente salió de sus casas con la convicción de que la Tierra estaba siendo invadida por marcianos.Los que sí estaban escuchando la radio contagiaron la alarma a quienes no y aunque no hubo muertos, hubo quien estuvo a punto de suicidarse, quien se rompió una pierna o quien abortó. Una semana después la propia CBS se dio a la tarea de entrevistar “víctimas” con una improvisada investigación y se logró semi-reconstruir la tragedia. Por supuesto, la cadena enfrentó una costosa serie de juicios y en noticias más felices, el muchacho llamado Orson Welles entró a Hollywood por la puerta grande.El programa puede escucharse completo en YouTube y su guión puede consultarse también. El juego narrativo consistía en comenzar normalmente una transmisión que de pronto era interrumpida por una segunda ficción en la que se simulaba un reporte de última hora sobre el ataque de seres de otro mundo. Se procedía entonces a un divertido rompecabezas en el que se mezclaban entrevistas ficticias, testimonios ficticios, reportes científicos y policiacos. Todo, todo ficticio. Y totalmente inverosímil si se analiza con cuidado, pues en sólo una hora se tenía un inusual acceso a datos, escenas, testigos, expertos y conclusiones de los que un escucha calmado hubiera tenido serias sospechas. La justificación general en las entrevistas recaudadas después fue del tipo: “Confiamos en la radio. En una crisis debe llegar a todo el mundo. Ésa es su misión.”, o: “El locutor no dijo que no fuera verdad. Cuando se trata de una representación, siempre tiene buen cuidado de decirlo”. Los receptores le aportaron a la historia la verdad que le faltaba. En pocas palabras, se fueron con la finta.Viene a cuento también la anécdota del “Mago” Septién recibiendo los escuetos cables telegráficos con los resultados del béisbol y llenando los espacios vacíos con narraciones detalladas que sólo eran construidas para justificar los datos duros y para regalar al escucha la posibilidad de imaginar lo que no le era posible ver. Qué más daba, si al final todos iban a comentar el partido al día siguiente y a regodearse con escenas aparecidas por el “Mago” y su bella asistente telegráfica, sin que el resultado final se viera afectado.

Por un lado, el triunfo del pánico sobre el sentido común; por otro, la necesidad de llenar los vacíos de lo inaccesible. En ambos casos, la sed de certezas que lleva a beber desaforadamente cualquier apariencia de verdad, sin importar incluso que muestre a todas luces sus costuras ficticias: la apuesta al discurso de los otros ante el desahucio de querer saber, y no. La pregunta obvia es, entonces: ¿Qué tanto hemos cambiado como receptores desde esas épocas? Cada quien tendrá su opinión, pero por mi parte no estoy muy segura de la respuesta. Es cierto que el tan cantado acceso a lo global nos da la oportunidad única de cotejar diversos puntos de vista en la

información y rastrear, como nunca antes y en tiempo récord, las ramificaciones próximas y lejanas de un suceso, incluso de una posibilidad. Pero la experiencia revela que esta oportunidad no siempre es aprovechada y que la inmediatez puede resultar también en conclusiones apresuradas que a veces opacan la visión. A veces, muchas veces. Quizá demasiadas.Como cuando reaccionamos con pólvora indignada, ansiosa o dramática ante una nota que se empieza a viralizar con impresionante rapidez sin ver que está fechada en 1995 o en 2010 (porque ha sucedido) y que bien podríamos investigar sus consecuencias para aportar algo a ese duende inasible llamado “conciencia colectiva”; o cuando estallamos a gritos y memes contra una revista de clara, orgullosa e innegable tradición pro-yanqui que presenta una visión absolutamente sesgada de nuestro presidente, pero que en realidad no es ninguna sorpresa si nos damos dos minutos para pensarlo antes de opinar. Y en cuanto nos lo hacen notar, en vez del diálogo, la dimensión y la propuesta suele llegar la dispersión, porque hay otros mil reactivos esperándonos para explotar en fabuloso Tecnicolor.Será que deseamos reventar, será que necesitamos el detonante y si no está, lo creamos. De donde sea, como sea. No por tontería ni por carencias reales, sino porque la explosión ha sido siempre una natural válvula de escape y creemos con toda convicción que lo es ahora, aunque sea una vil apariencia. Porque la necesidad continua de explosión en un mundo que todos convienen en calificar de “sobreinformado” deviene únicamente en pequeños brotes que no terminan ni de expandirse ni de generar; o bien, no nos hacemos aún cargo de ello porque estamos ocupados explotando, una vez tras otra, como sísifos kamikaze.El caso de La guerra de los mundos nos regaló la popularidad de Orson Welles y si le jugamos al hubiera, probablemente su historia sería distinta sin esta singular anécdota; por su parte, el “Mago” Septién nos regaló el encanto de construir belleza sobre agujeros negros; y de cada detonación indignada, atemorizada, eufórica o intelectual quedan también residuos interesantísimos que podrían dar vida a otros universos en vez de ser abandonados en la constante mudanza de puntos de atención.Pero ahí están y permanecen esos residuos, explicándonos tantas cosas que no queda más que señalarlos siempre que sea posible y desear que de cuando en cuando se abran espacios para hablar de ellos, entender más allá de la indignación de oficio, dialogar con el otro. Porque sí se ha hecho y puede hacerse tanto como queramos. No se pierde nada al depositar entera la esperanza en que de explosión en explosión, logremos ser un poco más el Big Bang y un poco menos la bomba atómica.

*Las referencias al caso Wells/Welles están tomadas del libro de Abada Editores: “El guión radiofónico de ‘La invasión desde Marte’ sobre la novela La guerra de los mundos de H. G. Wells”

la habitación de humoagustín fest

el cuerpo es un misterio

verde y humildealejandra eme vázquez

la finta indeleble